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Perfiles educativos

Print version ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.33 spe Ciudad de México Jan. 2011

 

El dilema de la investigación universitaria

 

Alejandro Canales*

 

* Investigador asociado en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la Universidad Nacional Autónoma de México. Líneas de investigación: evaluación, política educativa y política científica y tecnológica. Es miembro del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, del Seminario de Educación Superior de la UNAM y de la Red de Investigadores sobre Evaluación. CE: canalesa@unam.mx

 

Recepción: 13 de junio de 2011
Aceptación: 8 de julio de 2011

 

Resumen

En el mundo contemporáneo la dinámica del avance del conocimiento, así como el discurso de sociedades o economías basadas en el conocimiento, han colocado el tema de la investigación científica y la generación de conocimiento en la agenda de las iniciativas hacia las instituciones de nivel superior. México, y en general los países en desarrollo, también han participado de la preocupación y el debate sobre el tema y han puesto en marcha diferentes medidas para tratar de responder al desafío. En este artículo, como se intenta mostrar, algunos de los principales programas en el campo de la educación superior y de la ciencia y la tecnología han generalizado un modelo de referencia que no puede ser alcanzado por el conjunto de instituciones de educación superior y han desalentado otras funciones.

Palabras Claves: Universidad, Investigación, Ciencia y Tecnología, Posgrado.

 

La ciencia y la tecnología, tanto como los sistemas de educación superior, han sido un tema recurrente en las agendas de gobierno y en las acciones que se han emprendido entre y al interior de las naciones, sobre todo desde que cobró mayor fuerza la idea de sociedades o economías basadas en el conocimiento. Uno de los argumentos que ha estado en la base para ocuparse de ambos aspectos es que son decisivos e imprescindibles para el desarrollo socioeconómico y el bienestar de las naciones (Banco Mundial, 1999; OCDE, 2007).

La vinculación de la ciencia y la tecnología con el desarrollo económico ha sido una de las vertientes de argumentación sistemática en el terreno de la economía. La literatura respecto del examen de la ciencia y la tecnología desde la vertiente económica es relativamente abundante. Una explicación para las diferentes fases de desarrollo económico, desde la revolución industrial hasta la contemporánea de la informática, descansa en el planteamiento schumpeteriano de los grandes ciclos económicos como consecuencia de la emergencia de nuevas tecnologías radicalmente diferentes de las anteriores: el agotamiento de una vieja tecnología y su reemplazo por otra, el paso a una incesante destrucción creadora, las innovaciones como el cambio que se producía en las combinaciones de los factores de la producción (Schumpeter, 1968). Los seguidores de Schumpeter han desarrollado un modelo de explicación en el que vinculan los aspectos financieros con el de las revoluciones tecnológicas para dar cuenta del recurrente patrón de agitamiento de los mercados financieros, colapsos de la bolsa y depresiones, seguidos de periodos de prosperidad, y destacan que tales acontecimientos ocurren porque "el enorme potencial de generación de riqueza que trae consigo cada revolución tecnológica requiere, cada vez, del establecimiento de un marco socioinstitucional adecuado" (Pérez, 2004).

El vínculo entre actividades científicas y tecnológicas y los objetivos de desarrollo nacional han recibido creciente atención analítica y se ha destacado su importancia. Desde los años setenta se sostenía que a pesar de las dificultades para calcular la rentabilidad de la investigación básica respecto de otros tipos de inversión, se podría establecer otro tipo de valoraciones de estas actividades (Salomon, 1970). A nivel macroeconómico, han sido múltiples los estudios que han intentado establecer la relación entre investigación académica y beneficios industriales, uno de cuyos casos más ilustrativos es el de Edwin Mansfield, quien planteó que la inversión en investigación académica tenía una tasa de retorno social de alrededor de 28 por ciento (Mansfield, 1991). En igual sentido apuntan las investigaciones del grupo de trabajo de la Universidad de Sussex, de mediados de los años noventa, cuyo amplio estudio sobre el vínculo entre investigación financiada públicamente y desempeño económico mostró tasas de retorno positivas y significativas de la inversión en conocimiento (Cimoli, 1999). Más recientemente, otros autores han dado mayores pasos para mostrar que la investigación básica financiada con recursos públicos tiene importantes beneficios económicos, tanto directos como indirectos (Salter y Martin, 2001; Martin y Tang, 2007). A pesar de las dificultades metodológicas con los estudios econométricos, tanto por su confiabilidad como por su concepción simple del modelo de producción del sistema de ciencia y tecnología que no reconoce la heterogeneidad de campos científicos y sectores industriales y tecnológicos, las estimaciones del impacto de la investigación sobre la productividad, en su mayoría, han mostrado tasas de retorno positivas.

Sin embargo, la ciencia y la tecnología tienen actividades distintas y objetivos diferentes. La primera, en términos generales, se dirige a la tarea de conocer la naturaleza y la sociedad; la segunda tiene más bien la responsabilidad de aplicar los conocimientos derivados de la primera (Bunge, 1983). La noción se consideraba emblemática del modelo lineal de producción del conocimiento, en donde estaba claro que la generación del conocimiento se producía en el laboratorio y/o en la institución académica, luego pasaba a las empresas y finalmente se presentaba en forma de un bien o servicio, pero ahora se resalta el papel interactivo y reversible del proceso y los múltiples lugares en los que puede haber generación de conocimiento, no solamente en las instituciones educativas (Gibbons et al. 1997). Sin embargo, persiste la idea del carácter autónomo de la ciencia, como una actividad que se rige por criterios propios; por el contrario, la tecnología se valora por su aplicación y sus efectos en la industria y en la producción de bienes y servicios. La distinción es relevante, principalmente porque se supone que el conocimiento derivado de la ciencia es, en buena medida, patrimonio universal, mientras que los que se derivan de la tecnología son susceptibles de ser apropiados y comercializados, por ello a esta última se le vincula más estrechamente con los beneficios económicos y se le reserva un trato diferente en el financiamiento público. Más importante aún, en la mayoría de los países en desarrollo, la actividad científica tiene lugar básicamente en las instituciones académicas.

Lo paradójico del caso de México es que, por un lado, la mayoría de instituciones de nivel superior, no tiene a la generación de conocimiento como eje central de sus actividades y, por otro, las iniciativas relevantes en el campo han generalizado un modelo de referencia que no se corresponde con la actividad sustantiva de la mayor parte de instituciones.

 

LA ACTIVIDAD DE INVESTIGACIÓN

En el caso de México se advierte un esfuerzo más consistente y sistemático en la formulación de políticas científicas y tecnológicas con la creación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) en 1970. Sin embargo, las iniciativas en el área no comenzaron con la instauración del consejo rector de las actividades científicas; otros organismos, como el Instituto Nacional de la Investigación Científica (INIC) habían desempeñado previamente esa tarea (Casas, 1985). La normatividad para regular la existencia del CONACyT, en su parte sustantiva, argumentaba diferentes razones para ponerlo en marcha: una de ella se refería, claramente, al papel de la ciencia y la tecnología en el progreso del país. Se indicaba que sus resultados se deberían convertir en "poderoso instrumento del desarrollo general e integrado del país", al mismo tiempo que deberían asegurar la independencia económica de la nación y su participación a nivel regional e internacional.1 Otra de las razones planteadas en la exposición de motivos, y tal vez el principal argumento, era la dispersión de esfuerzos que entonces había. Particularmente se resaltaba la importancia de crear una infraestructura institucional de investigación, incrementar los recursos humanos en el área, ampliar los servicios de apoyo y, sobre todo, fortalecer e integrar los distintos recursos y actividades existentes para implementar una política científica y tecnológica puesto que, se afirmaba en la iniciativa, no había ningún organismo que se encargara realmente de "formular y ejecutar" una política científica y tecnológica.

De acuerdo con Nadal, los esfuerzos de los años setenta, ya con el CONACyT como principal instancia de impulso a las políticas, se concentraron en cuatro grandes líneas: a) formación de recursos altamente calificados, con lo que inició un programa sistemático de formación de recursos en el extranjero, aunque poco claro en sus finalidades; b) un amplio programa de investigación (los llamados programas indicativos) en diferentes áreas y problemas (salud, demografía, recursos forestales, alimentación, etcétera), que otorgaban recursos extraordinarios para investigación; c) un diagnóstico del estado de la ciencia y la tecnología y la elaboración de un Plan Nacional Indicativo de Ciencia y Tecnología, pero que se reconoció separado de una estrategia de desarrollo nacional; y d) la creación de una infraestructura científica: los primeros centros de investigación especializados (Nadal, 1977). Sin embargo, según el mismo autor, las acciones que se pusieron en marcha se realizaron sin un marco general de referencia con prioridades sectoriales, metas cuantitativas y criterios de política.

En los años ochenta, no solamente se puso en evidencia el viejo modelo de desarrollo y la falta de recursos públicos para la actividad del sector, sino que también se proyectó la necesidad de vincular la investigación y el desarrollo con el cambio estructural de la economía y la generación de un conocimiento útil. La iniciativa más importante del periodo fue la creación del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) en 1984, uno de los programas pioneros de evaluación del desempeño individual que permanece hasta el presente y al cual se le reconoce su capacidad para orientar la actividad. También en esta década se expidió la Ley para Coordinar y Promover el Desarrollo Científico y Tecnológico, se creó la Comisión para la Planeación y el Desarrollo Tecnológico y Científico y una normatividad para establecer estímulos fiscales para el fomento científico.

Los años noventa produjeron cambios sustantivos en las políticas de ciencia y tecnología. Los programas gubernamentales de la década se centraron en la modernización y la apertura comercial:

Se adoptaron algunas de las características del paradigma de la ciencia como solucionador de problemas, basado en el modelo lineal en el que la importancia de la demanda de las empresas para impulsar el desarrollo tecnológico es el punto fundamental de esta nueva concepción, al menos en el nivel del discurso oficial (Casas y Dettmer, 2003:230).

También se instauró en 1991 el padrón de posgrado de excelencia, lo mismo que el Programa de Apoyo a la Ciencia en México (Pacime) en 1992, mediante el cual se apoyó el programa de becas, proyectos de investigación y la repatriación de jóvenes investigadores (DAIC-CONACyT, 1994) que en 1997 fue sustituido por el Programa de Conocimiento e Innovación. Lo más sobresaliente de este periodo es que las políticas introdujeron una orientación de mercado en las actividades científicas y tecnológicas (en la organización, en los fines y en las fuentes de la investigación), a la vez que una asociación a criterios de productividad, calidad y competitividad.

En la transición de los años noventa y la primera década de este siglo, también se efectuaron importantes cambios normativos en la política del sector: se promulgó la Ley de Fomento a la Investigación Científica y Tecnológica en 1999, pero a los tres años se sustituyó por la Ley de Ciencia y Tecnología de 2002 —y la reforma de 2004, que mandata destinar un gasto nacional no menor al uno por ciento del PIB en CyT—, la reforma a la Ley Orgánica de CONACyT en el mismo periodo, y el programa sectorial para el periodo 2000-2006. Este último, a diferencia de todos los anteriores, fue el primer programa elaborado por una administración gubernamental proveniente de un partido político diferente al que había gobernado en las siete décadas anteriores.

Quizás uno de los aspectos más destacables de los diferentes periodos, como sostienen Casas y Detmer, es que las diferentes políticas que se han instrumentado han sido una mezcla de intereses y preocupaciones planteados por diferentes sectores sociales con distintos resultados, en algunos casos hasta contradictorios, pero que en realidad la política en el sector no ha llegado a "configurar un paradigma científico y tecnológico que responda adecuadamente a las necesidades de la sociedad mexicana en proceso de transición" (Casas y Dettmer, 2003:257). Sin embargo, como hemos destacado, las actividades de investigación se producen principalmente en las instituciones académicas.

 

EL SUBSISTEMA DE EDUCACIÓN SUPERIOR

El heterogéneo número de instituciones de educación superior tendría una primera distinción por tipo de sostenimiento y control, en donde se identificarían las instituciones públicas y privadas. Pero en una mayor desagregación de las 5 mil 981 unidades académicas de nivel superior que reportan las estadísticas oficiales para el año 2010 (Gobierno de México, 2010), se pueden ubicar diferentes sectores: 1) el de universidades públicas federales, integrado por la UNAM, la Autónoma Metropolitana, la Pedagógica Nacional y el Politécnico Nacional; 2) el de universidades públicas estatales, con las 46 instituciones distribuidas en las diferentes entidades federativas; 3) el de institutos tecnológicos, con 218 planteles federales y estatales; 4) el de universidades tecnológicas públicas, compuestas por 61 instituciones que imparten estudios con duración de dos años y conducen a la obtención del título de técnico superior asociado; 5) el de las 39 universidades politécnicas distribuidas en 23 estados de la república que ofrecen estudios de licenciatura y en cuyos planes está ampliar a estudios de especialización; 6) el de universidades públicas interculturales, que es el sector más reciente, y que con sus diez instituciones también es el más pequeño; 7) el de formación de profesionales de la educación básica, en el que quedaron agrupadas las escuelas normales públicas (256) y privadas (212); 8) el numeroso conjunto de instituciones particulares; 9) las 27 instituciones que integran los centros públicos de investigación; y 10) el resto, que incluye casi un centenar de instituciones de educación superior públicas dependientes de diferentes secretarías de Estado o de organismos descentralizados o desconcentrados, como la Autónoma Agraria Antonio Narro, la de Chapingo o la del Ejército y Fuerza Aérea, por ejemplo (Rubio, 2006).

Aunque todos los sectores están integrados por instituciones de educación superior, tienen diferentes misiones y realizan diferentes actividades. En general, las tendencias contemporáneas en la generación de conocimiento han ubicado en diferentes espacios la realización de investigación, no obstante, los sistemas nacionales de educación superior, a través de una diferenciación de funciones, una competencia institucional y un patrón de financiamiento, han protegido a las universidades basadas en la investigación y la docencia en posgrado (Clark, 1997). Efectivamente, en el conjunto del sistema destacan las universidades públicas —particularmente las federales y algunas estatales— y los centros públicos de investigación, como los establecimientos que concentran los mayores indicadores relacionados con la investigación.

El reconocimiento de los programas

CONACyT instauró el Padrón de Posgrado de Excelencia en 1991, una iniciativa dirigida a discriminar la calidad de los múltiples programas de maestría y doctorado que habían proliferado en las décadas previas y un mecanismo para otorgar los correspondientes apoyos a los estudiantes. Al final de esa misma década era claro que el padrón había logrado diferenciar desempeños institucionales: de un total de 3 mil 470 programas, solamente pertenecían al padrón alrededor de 20 por ciento, y en su mayoría eran de instituciones públicas (ANUIES, 2000); pero también era claro que se trataba de una iniciativa dirigida a los programas orientados a la investigación. En el año 2001 se ajustó la evaluación de los posgrados para dar cabida a los programas orientados a la formación profesional y adoptó el nombre de Padrón Nacional de Posgrados de Calidad, con nueva organización y otros lineamientos. La tasa de aceptación para ese año fue relativamente similar a la del padrón anterior: de un total de 938 programas que solicitaron su registro solamente fueron aceptados 22 por ciento. Las tasas más altas de rechazo fueron para las universidades estatales y los institutos tecnológicos (9 de cada diez en ambos casos). En el caso inverso estuvieron los centros públicos de investigación, cuyos programas fueron aceptados casi en su totalidad, y en un 64 por ciento las instituciones con financiamiento federal (UNAM, UAM e IPN).

Al inicio, el padrón vigente solamente clasificaba a los programas aceptados como "competentes a nivel internacional" y de "alto nivel"; después adoptó una clasificación de cuatro posiciones: competente internacionalmente, consolidado, en desarrollo, y de reciente creación. Las posiciones, como se puede apreciar, indican diferentes niveles de jerarquía y, de hecho, en el año 2009 se intentó que los montos de beca para los alumnos siguiera el mismo principio de diferenciación, pero ante las inconformidades que suscitó la iniciativa, se abandonó. Las cifras de CONACyT de 2009 indican que del total de programas incluidos en el PNPC (1 mil 061): tres cuartas partes están orientados a la investigación, y la parte restante a la profesionalización; son mayoritariamente programas públicos (92 por ciento) y pertenecientes al sector universitario (69 por ciento); solamente 7 por ciento de los programas son de competencia internacional; 67 por ciento están consolidados; 14 por ciento está considerado en desarrollo y 15 por ciento es de reciente creación. Es decir, la parte mayoritaria serían programas orientados a la investigación, una proporción relativamente pequeña son considerados de competencia internacional y siete de cada diez se considera que están consolidados. Si vemos con mayor detalle los 75 programas calificados como de competencia internacional, casi la mitad pertenecen solamente a dos instituciones: el CINVESTAV (22 programas) y la UNAM (18 programas); el resto se distribuye en otros 8 centros públicos de investigación, 6 universidades estatales, otra universidad federal (UAM) y una universidad particular (UIA). Esto es, si tomamos como referente la jerarquía de las calificaciones otorgadas por el PNPC, la orientación y concentración de los programas es evidente: de los 6 mil 325 programas de posgrado que existían en 2009, solamente 1 mil 061 (17 por ciento) estaba en el padrón y, a su vez, del subtotal solamente 75 programas (7 por ciento) estaban clasificados como de competencia internacional y se concentraban en 18 instituciones —particularmente en dos de ellas—.

La tendencia es relativamente similar para el caso de los programas de doctorado, nivel que se identifica con la formación especializada en diferentes campos y el desarrollo de la investigación. Según los datos del CONACyT de 2009, de un total de 652 programas de doctorado existentes, solamente 52.1 por ciento pertenecía al PNPC(CONACyT, 2010a: 56). Además, del total de los programas de doctorado en el padrón, prácticamente la totalidad (93.5 por ciento) pertenecía a instituciones públicas —30 de ellos a la UNAM— y el resto a instituciones privadas.

Los grados escolares

Los principales componentes de las iniciativas dirigidas al personal de la educación superior en las últimas décadas se han orientado a elevar el grado escolar del personal y a mejorar su tiempo de dedicación. Probablemente la operación y avance en las dos líneas, aunado a la estructura de incentivos del punto anterior, han contribuido a difundir un punto de llegada para el conjunto del sistema de educación superior: instaurarse como institución orientada a la investigación y convertirse en una institución de clase mundial. El problema es que no es un modelo que pueda adecuarse a todas las instituciones.

En la última década del siglo pasado se pusieron en marcha diferentes programas para alcanzar los dos componentes: en 1991 el de Superación del Personal Académico (Supera), promovido por la ANUIES y la SEP para promover la obtención de un posgrado en el personal de carrera; en 1998 el de Mejoramiento del Profesorado (PROMEP) el cual, además de otorgar becas para la realización de estudios de posgrado, estableció que las nuevas contrataciones debían ser de aspirantes con grado de maestro o doctor y otorgó recursos para ampliar la planta de personal de tiempo completo.

Los datos sobre graduados con estudios de doctorado —el nivel educativo más próximo al trabajo especializado de investigación-muestran un avance importante entre 1990 y la actualidad. El número de graduados al inicio del periodo fue de 201 personas, mientras que en 2008 la cifra fue de 2 mil 554. El número acumualdo de graduados en el periodo fue de 19 mil 878 personas y 9 de cada 10 de ellas obtuvo su grado en una institución pública (CONACyT, 2010a). Sin embargo, a pesar del incremento, como indica CONACyT:

.. la producción de doctores en México es insuficiente, en relación con la necesidad de recursos humanos para la investigación, ya que sería deseable que el país produjera anualmente una cantidad mayor del actual (2,554 doctores) en forma creciente y sostenida (CONACyT, 2010a: 60).

Efectivamente, respecto del total de personal que labora en las instituciones de educación superior, y por cada 10 mil integrantes de la Población Económicamente Activa (0.4 por ciento en 2008), la generación de graduados de este nivel resulta insuficiente.

El Sistema Nacional de Investigadores

El SNI también ha jugado un papel relevante en la orientación del sistema de educación superior, y ha diferenciado desempeños; asimismo, desde su origen, hace más de 25 años, claramente se ha dirigido al fomento de la investigación. Los efectos del programa han sido relativamente controvertidos y variados: no cabe duda que ha logrado incentivar el desarrollo de la actividad científica en términos cuantitativos, tanto a nivel individual como institucional; también ha otorgado una importante compensación al salario y ha favorecido la deshomologación del trabajo académico, pero también se han cuestionado los sesgos en sus formas de evaluación, su alta concentración y escasa movilidad, su papel en el aliento al trabajo colectivo, en el fomento de la actividad docente o en la renovación del personal de investigación (Barba, 1993; Ibarra, 2000; De Ibarrola, 2007).

A pesar de las múltiples modificaciones que ha tenido el SNI en su ya larga trayectoria, particularmente en la ampliación de sus áreas de conocimiento, en la inclusión de investigadores de instituciones particulares y de los tecnólogos, o en el ajuste a sus lineamientos de evaluación, en lo esencial ha conservado los mismos objetivos y bases de organización: fomento y reconocimiento a la actividad de investigación. Los cambios que ha expermientado han sido de ajuste técnico, más que de concepción o finalidades. Por lo mismo, sigue funcionando como uno de los indicadores más claros para ubicar al personal dedicado centralmente a la actividad de investigación y, a la vez, como elemento diferenciador de prestigios.

La distribución de los miembros del SNI en el sistema de educación superior, desde su instauración, ha mostrado una concentración regional e institucional. A lo largo de más de dos décadas la tendencia ha cambiado gradualmente, pero persiste cierta centralización en los mayores niveles. En 1998 pertenecían al SNI un total de 6 mil 742 investigadores, de los cuales 52.8 por ciento estaba concentrado en el Distrito Federal —en 1984 la proporción era de 81 por ciento— y el 47.2 por ciento restante se distribuía en las entidades federativas. De esta última porción, poco más de la mitad se concentraba en siete entidades: Estado de México, Morelos, Puebla, Jalisco, Baja California, Guanajuato y Nuevo León (CONACyT, 2000). En lo que se refiere a la distribución institucional para ese mismo año, una tercera parte del total de miembros del SNI estaba adscrito a la UNAM, otro 17.4 por ciento a universidades estatales, 11 por ciento en los entonces llamados centros SEP-CONACyT, 7 por ciento en el CINVESTAV, 6 por ciento en la UAM y el restante 26 por ciento en variadas instituciones.

En 2009, los integrantes del SNI sumaban 15 mil 565; el DF concentraba 40 por ciento, le seguían el Estado de México (6 por ciento), Jalisco (5.3 por ciento), Morelos (5.1 por ciento), Puebla (3.5 por ciento), Nuevo León (3.5 por ciento), Baja California (3.1 por ciento) y Guanajuato (3.1 por ciento) (CONACyT, 2010a). Es decir, respecto del periodo anterior, el total de miembros del SNI se había duplicado y menos de la mitad estaban adscritos a instituciones del DF, pero se trataba de las mismas entidades y persistía una amplia distancia entre el volumen de investigadores en el DF y el estado más próximo. Además, en comparación con el periodo anterior, la participación de la UNAM disminuyó 10 puntos porcentuales en el total (se situó en 22 por ciento), los mismos que obtuvieron las universidades estatales (27.2 por ciento, captado principalmente por media docena de universidades estatales, como las autónomas de Guadalajara, Puebla, Nuevo León, Morelos, San Luis Potosí y la Michoacana); los centros CONACyT incrementaron tres puntos porcentuales su participación (10 por ciento), la UAM permaneció sin cambios, el CINVESTAV disminuyó dos puntos porcentuales (4 por ciento) y el Instituto Politécnico Nacional apareció con una participación relativa de 4 por ciento. Esto es, el conjunto de universidades estatales, a diferencia de las décadas anteriores, sobrepasó el porcentaje de miembros del SNI adscritos a la UNAM. De hecho, después de 25 años de operación del sistema, el porcentaje de participación relativa de la UNAM era casi el inverso del ocupado al inicio: 81 y 22 por ciento, respectivamente, lo que ilustra la tendencia a la desconcentración regional e institucional. Sin embargo, la Universidad Nacional, considerada individualmente, sigue agrupando el mayor volumen de investigadores del SNI (23 por ciento del total); la institución más próxima es el CINVESTAV, con un volumen de 4 por ciento del total. Los centros CONACyT y algunas universidades estatales tienen una proporción significativa pero son conjuntos de instituciones.

Si se consideran las diferentes categorías asignadas por el SNI (candidatos a investigador e investigadores nacionales niveles I, II y III), la participación de la UNAM en el conjunto es mayor en las categorías más altas y la situación inversa se da en las universidades estatales. En 2009, del total investigadores nivel m en el país, 39 por ciento pertenecía a la UNAM y 5 por ciento a las universidades estatales; del nivel II, 33 y 16 por ciento respectivamente; del nivel I,19 y 31 por ciento, y de los candidatos, 9 y 39 por ciento, respectivamente. Los centros CONACyT y el CINVESTAV también presentan concentraciones importantes pero relativamente modestas en el total. Las cifras, como puede verse, indican una alta proporción de investigadores con carreras consolidadas en la UNAM y una baja proporción de investigadores en las categorías iniciales; la situación inversa se presenta en las universidades estatales. Los datos ilustran la concentración de investigadores de alto nivel en la UNAM, seguramente como resultado de su peso relativo y su trayectoria en el desempeño pionero en las actividades de investigación, pero también reflejan el movimiento desconcentrador de recursos y actividades que se ha producido gradualmente en las últimas décadas, así como los promedios de edad en las carreras de los investigadores y la escasa movilidad entre las categorías del SNI. En las universidades estatales, principalmente en siete de ellas, se localizan los investigadores que comienzan su carrera y podrían alcanzar un alto nivel de calificación de persistir el mismo esquema de incentivos y si el SNI procurara la movilidad entre categorías, dado que el promedio de edad de los candidatos a investigador es de 37 años y de los investigadores nivel I es de 47 años (FCCyT, 2004). En todo el SNI, y casi en cualquier institución (incluyendo la UNAM) y sector, los investigadores con nivel I representan la categoría mayoritaria del total de miembros del sistema, por lo que podrían estar en condiciones de avanzar en sus respectivas carreras. Sin embargo, el SNI ha mostrado una escasa movilidad ascendente entre sus categorías y tampoco se ha ocupado de una renovación del personal. Si el sistema conserva sus rasgos de inmovilidad o lo hace muy gradualmente, dificulta el reemplazo del personal, dado que el promedio de edad de los investigadores nivel III es de 59 años y el del nivel II es de 53; también desalienta las carreras académicas iniciales.

En resumidas cuentas, aparte de los efectos deshomologadores y compensatorios del salario, el SNI, como principal instrumento de reconocimiento y prestigio, ubica al personal dedicado centralmente a la actividad de investigación. En las casi tres décadas de operación del sistema, la desconcentración regional e institucional avanzó notablemente, pero persiste una distancia significativa en la concentración de investigadores que ilustra las diferencias institucionales y la cifra es mayor en las categorías más altas.

Los fondos concursables

Las reformas a la normatividad científica de 1999 precisaron un nuevo mecanismo de distribución de los recursos orientados a la demanda en el ámbito de la ciencia y la tecnología: los fondos sectoriales y mixtos. Los primeros serían creados a petición expresa y mediante convenios con las secretarías de Estado y entidades de la administración pública federal; mientras que los fondos mixtos se integrarían con aportaciones de CONACyT y a demanda de los gobiernos estatales y municipales para el fomento de la investigación científica y tecnológica. Ambos fondos estarían orientados a la demanda, los recursos se entregarían previo convenio y no serían regularizables. Además, los fondos mixtos buscarían un efecto descentralizador e incentivar la participación de las universidades estatales. Veamos algunas cifras de estos últimos fondos.

Los datos del CONACyT muestran que en 2009 los fondos mixtos estaban en operación en todas las entidades federativas y en dos municipios; en 2001 solamente había en 21 estados. En el periodo 2001-2007, el monto de los recursos que habían recibido anualmente estos fondos era de alrededor de 400 millones de pesos (40 por ciento aportado por las entidades y 60 por ciento de CONACyT), pero en los dos últimos años el monto se triplicó para alcanzar 1 mil 512 millones de pesos en 2008 y 1 mil 090 en 2009 (CONACyT, 2010b). Al cierre de 2009, el monto acumulado de recursos sumaba 4 mil 854 millones de pesos. Esto es, en los primeros siete años representaba alrededor de un 2 por ciento del presupuesto anual de CONACyT y en los dos últimos años representó cerca de 10 por ciento, lo que indica su creciente importancia como instrumento para distribuir los recursos.

A través de fondos mixtos, en el periodo 2002-2009 se han apoyado 4 mil 036 proyectos. Guanajuato ha sido la entidad que ha concentrado el mayor número de proyectos: 505 (12.5 por ciento del total), seguida de Tamaulipas con 313 proyectos (8 por ciento), Chiapas 267 (7 por ciento), Chihuahua 257 (6 por ciento) y Yucatán 207 (5 por ciento); el resto se distribuye en las demás entidades con cantidades variables pero menores a los 200 proyectos (Oaxaca y Baja California Sur aparecen con el menor número de proyectos, con 6 y 10, respectivamente). A diferencia de lo que ocurría con el PNPCy el SNI, en este caso figuran como sobresalientes otras entidades.

Los datos por modalidad de proyectos indican que 57 por ciento del total son de investigación científica y 23 por ciento de desarrollo tecnológico; la proporción restante se divide en fortalecimiento de infraestructura, consolidación de grupos y divulgación. Aunque la mayor parte de proyectos eran de investigación científica, 68 por ciento eran de investigación aplicada, 5 por ciento de investigación básica y el 26 por ciento restante de desarrollo tecnológico. En lo que se refiere a las instituciones de adscripción que presentaron los proyectos, las universidades estatales concentraron 1 mil 515 (40 por ciento del total), los centros CONACyT 578 (16 por ciento) y las empresas 543 (12 por ciento); los institutos tecnológicos 5.4 por ciento y con proporciones menores al 4 por ciento están las instituciones particulares, el CINVESTAV, la UNAM, el IPN y la UAM, entre otras.

Los datos disponibles de los fondos mixtos no desagregan la información de monto asignado por proyecto ni por universidad estatal de adscripción, pero por el volumen de proyectos concentrado por entidad federativa se puede deducir que se trata de instituciones diferentes a las que habían resaltado en el PNPC y en el SNI. La diferencia de este indicador seguramente se debe a tres factores: a) precisamente la finalidad de los fondos mixtos es tratar de fomentar y descentralizar la actividad de investigación y desarrollo tecnológico con base en la demanda de los estados, por lo que los destinatarios potenciales de los proyectos son las instituciones estatales, no las instituciones federales; b) la mayor parte de los proyectos apoyados se refieren a investigación aplicada, no a investigación básica; y c) la participación de las entidades federativas y las instituciones ha dependido más de la capacidad de gestión y dinámica de las estructuras locales encargadas de las actividades científicas y tecnológicas, que de los grupos propiamente de investigación.

 

CONCLUSIÓN

Actualmente, tanto por la dinámica de avance del conocimiento como por el discurso de sociedades o economías basadas en el conocimiento, se ha acentuado la preocupación por la investigación y la generación de conocimientos. El tema no es novedoso, pero ahora ocupa un lugar destacado en las iniciativas dirigidas a las instituciones educativas y en los modelos de universidad. Los países en desarrollo también han participado en la discusión, pero difícilmente pueden movilizar al conjunto de instituciones que integran sus respectivos sistemas de educación superior a un modelo de universidades de investigación; incluso en los países industrializados tales universidades representan una proporción sumamente pequeña de los sistemas académicos (Altbach, 2007).

En el caso de México, algunas de las iniciativas que se han puesto en marcha han privilegiado el modelo de investigación para el conjunto de instituciones educativas y han subestimado otras funciones. Si bien, a diferencia de lo que ocurría hace tres o cuatro décadas, hoy existe una mayor participación de las entidades federativas y las universidades estatales en las actividades científicas y tecnológicas, la estructura general de incentivos, con la operación del padrón de posgrados, la evaluación del desempeño individual y la distinción otorgada por el SNI, el incremento de los grados escolares en el personal académico o el tiempo de dedicación han colocado la actividad de investigación como su referente. Tales medidas no han sido las únicas que se han implementado en el campo académico, pero probablemente sí han ejercido una mayor influencia en las aspiraciones del personal y en el conjunto de instituciones.

Lo paradójico del caso es que la estructura interna de incentivos impele a la mayor parte de instituciones a desempeñar una función para la cual no cuentan con el personal calificado ni la infraestructura necesaria y, al mismo tiempo, en el sistema internacional de conocimientos, las pocas instituciones que desempeñan la función ocupan un lugar marginal.

 

REFERENCIAS

Altbach, Philip (2007), "Peripheries and Centres: Research universities in developing countries", Higher Education Management and Policy, vol. 19, núm. 2, pp. 111-134.         [ Links ]

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NOTA

1 Legislatura XLVIII, año I, periodo ordinario, Diario de los debates, núm. 41,12 de agosto de 1970.

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