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Perfiles educativos

versão impressa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.33 no.134 Ciudad de México Jan. 2011

 

Reseñas

 

La libertad académica

 

Verónica Marín Fuentes*

 

Conrad Russell Buenos Aires, Universidad de Palermo, 2009

 

* Licenciada en Psicología (UNAM), con estudios de maestría en Pedagogía (UNAM). Becaria del IISUE y participante en el proyecto "Análisis y fortalecimiento de las políticas de equidad y cohesión social en la educación superior mexicana". CE: anasofia_psic@yahoo.com.mx

 

Pocas formas de libertad académica son más importantes
que la libertad de escoger temas de investigación.
Sin duda sin esa libertad, la libertad de publicar opiniones
polémicas e impopulares tiende a convertirse en letra muerta.

Conrad Russell

 

Este texto representa una fuente de conocimiento para los interesados en la educación superior inglesa, la libertad académica y la autonomía universitaria. Fue escrito a propósito del proyecto de Ley de Educación Superior impulsado en 1988, cuando Margaret Tatcher se desempeñaba como primera ministra en el gobierno británico (1979-1990). Para cuando fue escrito, en 1991, el debate ya se había cerrado, y muchas de las presiones gubernamentales que en él se discutieron finalmente fueron incluidas en la Ley de Educación Técnica y Universitaria.

El texto se desarrolla en cinco capítulos: el primero trata acerca de la libertad académica; el segundo de los límites de dicha libertad; el tercero de la delimitación de las fronteras entre la universidad y el Estado; el cuarto aborda la cuestión de los costos unitarios y el último recoge las conclusiones del autor.

Para Conrad Russell, profesor del King's College de la Universidad de Londres, existe una esfera de juicio y gestión que corresponde a las universidades y en la cual el Estado no debe entrometerse, pues para que una universidad pueda cumplir su función requiere de libertad académica. Sin embargo, al depender del financiamiento del Estado, éste, además de exigir de manera legítima rendición de cuentas, también presiona para incrementar la eficiencia sin tener suficientemente en cuenta las consecuencias que ello trae en materia de calidad. En un contexto de dependencia financiera existe siempre el riesgo de caer en la tentación de incrementar el control sobre las universidades, de lo que pueden derivar conflictos de libertad académica. En términos generales, a lo largo del texto se desarrollan supuestos que permiten ubicar la libertad y los límites de las universidades y del Estado, mismos que aportan una luz acerca de cómo distinguir las atribuciones de cada institución.

De acuerdo con el autor, la libertad tiene orígenes y significados distintos: uno es el que data de la época medieval, y que se relaciona con el término libertas, como un testimonio de independencia del mundo exterior, por lo que es una afirmación de soberanía; el otro nació de los ideales de la revolución francesa y su origen es el vocablo liberté. No obstante, se emplean como si fuesen uno, lo que provoca una mala interpretación del vocablo, debido a que "...en el mundo moderno, se fuerza la defensa del primero de estos ideales con el lenguaje del segundo..." (p. 22).

La libertad académica hace referencia a contar con libertad, dentro de la legalidad, para cuestionar y poner a prueba los conocimientos recibidos, proponer nuevas ideas y sostener opiniones polémicas o impopulares sin correr el riesgo de perder el cargo o las prerrogativas adquiridas dentro de las instituciones. Si bien las universidades del siglo XIX gozaron de amplia libertad —sostiene Conrad Russell— hoy reciben ataques similares a los que recibió un clérigo en tiempos de Enrique VIII. El proyecto de Ley de Libertad Académica de 1988 en la Gran Bretaña promovió un sistema que permite la intervención de la administración de gobierno e introdujo mecanismos para hacer más responsables a las universidades (p. 28), lo que ha provocado un distanciamiento entre el Estado y la universidad.

El tema del financiamiento siempre alberga la posibilidad de algún conflicto en la relación Estado-universidad, particularmente cuando la dependencia financiera es casi total, como en el caso de las universidades británicas. Esta dependencia aumenta la tentación de incrementar el control sobre los recursos, lo que sin duda puede derivar en conflictos de libertad académica. La libertad académica es necesaria para que la investigación se concentre en la búsqueda del conocimiento por el valor del conocimiento mismo, sin que el académico deba temer su destitución y sin que haya necesidad de someterse a los contratos gubernamentales, llenar planillas o doblegarse ante cualquier credo o moda (p. 32).

La idea de que la libertad académica estaba siendo amenazada como resultado del proyecto en cuestión provocó en los académicos una fuerte reacción a favor de la autonomía, misma que para el gobierno fue desproporcionada, pues, argumentó, sólo se trataba de rendir cuentas del dinero público.

Otro tema que salió a debate a raíz del citado proyecto de ley fue el de la inmovilidad en las universidades, cuya problemática se resume en la pregunta ¿deben contar los profesores con definitividad o trabajo de por vida? Para Russell el meollo del problema consiste en poder investigar sin miedo, aunque a éste se suma el argumento de la particularidad del trabajo académico que deriva en un riesgo que amerita garantías. Al gobierno le conviene contar con la seguridad de que quienes realizan investigación sean los mejor preparados para la búsqueda de la verdad, y que esto sea lo que enseñen a sus estudiantes.

Desde la perspectiva del autor, si bien no es posible argumentar en contra del principio de rendición de cuentas de quien recibe dinero público, este principio puede perder sentido cuando se trata de la investigación, ya que "...sólo el que está investigando es capaz de juzgar cómo debe llevarse a cabo su investigación..." (p. 55), porque, de hecho, la gran mayoría de las veces no sabe de antemano qué es lo que va a encontrar. Esto es lo que hace de la investigación una actividad arriesgada, cuyo financiamiento también es arriesgado. El gobierno, por tanto, debe asegurarse de que quienes están haciendo la investigación sean los mejor preparados para ello.

En cuanto a los límites de la libertad académica, Russell reconoce que un principio fundamental es que la búsqueda del conocimiento sea por el conocimiento mismo, lo cual va de la mano de un deber de veracidad. Por ello, quien plagia o falsea un trabajo, abusa de la confianza o provoca daño moral a un tercero, no tiene defensa alguna. Al mismo tiempo, la libertad académica atiende a la libertad de expresión tanto de opiniones polémicas como impopulares, cuyo límite está establecido por la ley. Se puede decir que el límite está dado por el deber: quien recibe un salario por enseñar e investigar, debe dedicarse realmente a ello. Aun con las garantías que el gobierno reciba por el trabajo desarrollado en las universidades, según Russell, resulta importante señalar que ninguna universidad tiene derecho de existir, como derecho natural; más bien, el gobierno tiene el derecho de desaparecer una universidad en cualquier momento. No obstante, como antaño, dicha entidad necesita de la universidad y tiene todo el derecho de pedirle alguna vez que realice una determinada investigación.

Por lo que hace a la delimitación de las fronteras, la política impuesta en los años ochenta, el autor se pronuncia por una total defensa de la libertad académica,1 que no es el caso de la autonomía del criterio académico, pues aparece en su lugar el de eficiencia. Esta última entendida como la reducción de los costos por unidad, con lo cual se descuidan los criterios de calidad académica y se pugna por las decisiones más baratas, y no necesariamente las más correctas.

De acuerdo con Conrad Russell, el asunto de la delimitación de las fronteras se puede resolver con la imposición de un principio general absoluto: el gobierno no debe formular juicios académicos, debe reconocer su límite. Por ejemplo, el hecho de no reconocer los indicadores de desempeño formulados por el gobierno es una muestra de este límite, lo que no ocurre con los indicadores de excelencia académica reconocidos tradicionalmente por las universidades.

Para Russell, el principio de no formular juicios académicos se ilustra en los siguientes aspectos: el gobierno no puede juzgar la calidad de las publicaciones, los estándares de enseñanza y el valor de los grados de los alumnos, ni las calificaciones, ni los requisitos para ingresar a la universidad. No puede exigir cuotas de matrícula para sostener carreras, ni tampoco tiene potestad para decidir cuál debe ser el estándar de un título ni para juzgar cuánto tiempo de estudio se necesita para obtenerlo. Tampoco puede juzgar cuánto tiempo requiere un estudiante para prepararse para un examen. El gobierno no cuenta con autoridad para prescribir métodos de enseñanza ni intervenir en los calendarios.

Aunque el gobierno no debe formular juicios académicos con la justificación de incrementar la eficiencia, se ha visto que intenta establecer indicadores de desempeño en el número de publicaciones; limitar los años de término de carreras y de doctorados; imponer cuotas de lugares para financiar carreras; establecer el número de profesores por departamento; e intervenir en la organización de los calendarios. Es entendible que el gobierno quiera que más personas puedan obtener más fácilmente un título estudiando medio tiempo o a plazos, pero es un deber decir que estas modificaciones traen consecuencias negativas sobre la calidad.

Ante los embates del gobierno, Russell solicita protección para que la demanda de un curso no sea un criterio de valor intelectual que decida sostenerlo o eliminarlo, que se mantenga, además, una base de investigación en campos que no parecen urgentes para el futuro inmediato, y que se puedan mantener asignaturas que parecen poco prácticas. Finalmente, señala que una amenaza que se ciñe sobre la libertad de investigación es el financiamiento por medio de contratos de organismos externos, ya que se corre el riesgo de emprender investigaciones con preguntas de otro, y no con las propias; sesgar resultados por temor a poner en peligro una fuente de financiamiento; y la prohibición de publicar resultados para no afectar intereses, lo cual puede repercutir en un freno a los avances científicos y el deterioro del principio de la búsqueda del conocimiento por sí mismo.

En los costos unitarios, Russell expone que para la administración de gobierno el elemento central es la eficiencia, la cual en realidad hace referencia a reducir los costos unitarios; o lo que es lo mismo, prestar mayor cantidad de servicios por una misma cantidad de dinero o por menos; desde esta perspectiva, aparecen encontrados dos principios: por un lado, que los académicos no tienen un derecho "automático" a recibir dinero público, y por otro, que el gobierno no puede imponer la eficiencia sin considerar los efectos que ésta tiene sobre la calidad.

Un ejemplo que expone el autor es el de los recursos destinados a la biblioteca y los laboratorios. La decisión de cuáles libros comprar y cuántos no se rige por un indicador estándar, sino por un juicio académico; en cuanto a los laboratorios, Russell reconoce que las universidades que tienen los laboratorios mejor equipados son las que cuentan con los mejores investigadores. Si bien reconoce que no todos los costos de las universidades son materia de juicio académico, afirma que por lo menos 20 por ciento de ellos sí lo son. En este sentido, dice el autor, la soberanía sobre los costos unitarios no es un asunto de libertad académica sino de libertad de los académicos, o lo que es lo mismo, de autonomía de gestión, misma que incluye la reparación y el mantenimiento de los edificios, la limpieza y la provisión de energía, entre otros.

Una pregunta que se hace el autor y que nos parece interesante es: ¿hasta dónde puede llegar el principio de rendición de cuentas? Desde su punto de vista el interés legítimo del gobierno es el control de la totalidad del dinero gastado; sin embargo, el principio de rendición de cuentas no debe dar pie a que el gobierno se convierta en juez y tome decisiones que corresponden sólo al juicio académico. Decidir cuánto dinero gastar en la contratación de un nuevo docente o en reemplazar los marcos de las ventanas son asuntos que corresponden a la universidad en nombre de la autonomía de gestión.

Según Russell, además, las instituciones de servicio público no están obligadas a generar ganancias a través de su función primaria, y los gobiernos no deben imponer la reducción de costos unitarios; los problemas de presupuesto que enfrenta la universidad para responder al gasto sólo podrán resolverse si el gobierno incrementa el financiamiento, y no mediante el aumento de matrícula o el detrimento de la calidad.

Para concluir, el autor señala que las universidades son las que mejor saben cómo administrar sus propios asuntos, y ante el cuestionamiento de cómo podrían mantener los estándares, la respuesta para el autor es la competencia, la cual está garantizada —según sus propias palabras— por la existencia de un mercado internacional cuyo móvil no es el dinero, sino el prestigio. En este sentido es enfático al afirmar que las motivaciones para los académicos no son, ni deben ser, el miedo a perder el trabajo u obtener altos puntajes en los indicadores del gobierno, pues la dinámica interna de la profesión los obliga a actualizarse, lo cual no ocurrirá por una mera orden del gobierno o como resultado del control externo.

En el epílogo el autor señala que con la Ley de Educación Técnica y Universitaria y el nuevo plan de financiamiento, el gobierno inglés decidió cambiar la idea misma de la universidad y quitarle su esencia al arrebatarle en una medida sustancial el margen de decisión basado en el juicio académico, lo que constituye una erosión significativa de la libertad académica. Una universidad que no hace investigación no es una universidad, aunque se diga lo contrario, y lo único que se consigue es que se desacredite a sí misma.

Finalmente, para Russel, con todos los cambios que el gobierno implementó sólo resta preguntar ¿qué libertad académica se dejó a las universidades británicas? Por cuestiones de espacio no profundizaremos en ello; antes bien, sugerimos a los interesados adentrarse en el texto que hemos reseñado en estas líneas.

La libertad académica, de Conrad Russell, constituye una contribución singularmente valiosa al estudio y reflexión de una de las dimensiones cruciales de la autonomía universitaria, tan amenazada en nuestros días por la lógica pragmática de muchos administradores de la educación superior en el mundo.

 

NOTA

1 No obstante es una defensa meramente retórica, pues lo que a fin de cuentas cuestiona el autor es que con tantos mecanismos de control externos en pro de la disminución de costos unitarios, los cuales han arrebatado a los académicos la decisión sobre los estudiantes que deben ser admitidos, las decisiones sobre las formas de enseñanza, la determinación del tamaño de las instituciones y el estándar de sus títulos, entonces se pregunta: "¿Qué libertad académica se les deja a profesores e investigadores?".

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