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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.29 no.116 Ciudad de México ene. 2007

 

Reseñas

 

¿Educación para una ciudadania responsable y participativa?

 

Inés De Castro (Coord.)

México, CESU-UNAM/Plaza y Valdés, 2006, 236 pp.

 

Por Horacio Cerutti Guldberg*

 

*Doctor en Filosofía. Investigador del Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos, y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
Correo electrónico: cerutti@servidor.unam.mx

 

Es muy raro toparse con un libro colectivo que no tenga una sola página de desperdicio. La única explicación que se me ocurre -complementaria de que el volumen reúna a un selecto grupo de brillantes colegas- tiene relación con el hecho de ser el producto de un grupo de investigación con un seminario permanente de regulares encuentros quincenales. Sin menoscabo de la demostrada capacidad de las autoras, el prohijar un espacio de encuentro, debate e intercambio me parece fundamental. Sin espacios-tiempos de interlocución crítica generosa y compartida no es posible producir nada pertinente en el ámbito intelectual. Y sólo así es posible hacerlo, enfrentando decididamente la inercia rutinaria de una competencia individualista (incluso desleal) instalada como columna vertebral de nuestra vida académica, la cual vulnera de cuajo la posibilidad misma de creatividad y ejercicio fecundo del ingenio (en su mezcla excitante de razón y sentimiento o, para decirlo de otro modo, en tanto inteligencia apasionada).

Las cualidades del volumen que nos ocupa complican extraordinariamente su presentación, en la medida en que parecieran reiterar el reclamo de citar incansablemente fragmentos con reflexiones imprescindibles. Ante la evidente imposibilidad de proceder de esa manera y agobiado por la seguridad de dejar en penumbras importantes aristas de los aspectos tratados cuidadosamente por las autoras, me ha parecido pertinente adoptar la estrategia de centrarme sólo en algunos tópicos o núcleos condensadores de reflexiones fecundantes, para intentar cubrir dos objetivos: invitar a paladear los aportes de nuestras colegas y aventurar una primera recepción, ojalá crítica, de los mismos. Subrayo lo de crítica porque es el mejor homenaje que se puede hacer y uno la ansía cuando produce algo. Pero, además, porque resulta muy difícil ejercerla cuando uno se identifica y se siente como en familia, inmerso conceptual e ideológicamente en el texto. Reconozco, por supuesto, la dificultad de hacerle justicia en los marcos de esta breve reseña a los aportes de cada uno de los trabajos incluidos en este volumen, aunque procuraré aventurarme en el intento de efectuarlo mínima y provisoriamente en relación con el esfuerzo de conjunto que testimonia. Quizá compartir el modo en que realicé la lectura podría facilitarme las cosas.

Leí, en primera instancia, una colaboración por cada una de las tres partes en que aparece organizado el material. Y las elegí a partir de los datosconsignados en la presentación y de una lectura del índice. No sabía que mordería el anzuelo, ¡y cómo! Por distintas razones, los textos de Tere Yurén, Sylvia Schmelkes y María Inés Castro me atraparon y me condujeron a una ulterior lectura meticulosa del resto de la obra, trabajo por trabajo.

Tere Yurén, después de una muy buena síntesis de las propuestas principales de la tradición filosófico política "occidental", resalta los conceptos de moralidad y eticidad y enfatiza -no por casualidad atenta a la situación de los migrantes- el lugar irreemplazable del sujeto (siempre social y no un supuesto Robinson o, mucho menos, un precario Viernes).

Sylvia Schmelkes resalta que la noción de interculturalidad cualifica la relación o interrelación entre personas. Esta precisión es muy destacable respecto de infinidad de consideraciones que privilegian -a propósito de las disputas entre multi-, trans-, in- o inter-culturalidad- las culturas. ¡Como si se tratara de mantener en conserva las culturas, en lugar de apreciar las dificultades y potencialidades de las personas implicadas en los conflictos sociales, y constructoras, reproductoras o modificadoras de esas matrices culturales!

María Inés Castro, por su parte, coloca nuevamente sobre la mesa de discusión un tema que se reitera desde diferentes facetas y con esclarecedores abordajes en todo el volumen: el de la identidad. Su propuesta ayuda a dilucidar dos encrucijadas esterilizantes: la igualdad no se opone a la diferencia en la construcción de la identidad y el énfasis excluyente en la diferencia suele destacar desmesuradamente lo cultural, al tiempo que relega la arena decisoria de lo político y del ejercicio efectivo del poder.

Después de esta probadita, a manera de primera zambullida en el texto, no me quedó más que bucear en todas sus profundidades, procurando advertir sus múltiples aristas. Ya tenía claro que el volumen recogía algo más que los consabidos avances de investigación, por lo general irrelevantes o excesiva e interminablemente programáticos. Aquí estamos frente al fruto de reflexiones asentadas en un continuado esfuerzo de recuperación crítica de tradiciones intelectuales de las más diversas procedencias, enfrentando coyunturas inéditas y desafiantes, a partir de un reiterado y compartido intento por sacar todo el jugo posible a complejas experiencias docentes. ¡Para algo debería servir después de todo, nuestra larga experiencia en la docencia! No sólo, como felizmente se puede constatar en este libro, para una extensa e interminable retahíla de quejas anecdóticas. Y no porque las anécdotas sean sin más despreciables, sino por la pereza contumaz para extraer de ellas las consecuencias teórico prácticas, que brindan a manos llenas, si se las sabe aprovechar. Ese aprovechamiento se disfruta paso a paso en este libro.

Lo sugestivo es que estas miradas múltiples resultan, en más de un aspecto, convergentes y mutuamente provocativas.

Pero no quiero adelantar vísperas. Antes me gustaría aludir a lo que vivimos cotidianamente y que confronta hasta sus últimos fundamentos cualquier intento honesto y bien-pensante de educación en valores, de formación de ciudadanos participativos y de moralización de las relaciones humanas, cualquiera sea el significado que se atribuya a estos términos. Seguramente los huesos de Platón se removerían en su tumba...

¿Cómo educar en valores de participación y responsabilidad ciudadana en una cotidianidad donde lo regular, lo que ocurre casi como si fuera "natural", es que la actividad política sea padecida en tanto espectáculo? Este espectáculo lo ofrecen quienes sí tienen vida y presencia, llamémoslas públicas, mientras los demás tenemos cada vez menos acceso a los ámbitos públicos y nos vemos forzados a recluirnos, cual presos sin juicio previo, bajo el arrullo de la caja idiota. Como si esto fuera poco, y no lo es, ellos -los integrantes de la denominada "clase" política- malgastan enormes cantidades de dinero -ése sí público y salido de nuestros bolsillos- en insultarse, en contarnos cuentitos inverosímiles, en viajes y pachangas muylucidas. Antes y después de sus desmanes somos convocados a firmar un chequecito en blanco del cual no se puede exigir nada, ni siquiera que tenga validez. Y así legalizado lo ilegítimo, seguimos como si nada, sobre el supuesto de que si todo va como está perfectamente calculado, algún día todo irá más de maravilla que ahora. Mañana es ese día que nunca llega. En fin, asípodríamos seguir en relación con el respeto al medio ambiente, la posibilidades de ingreso y estabilidad en el mercado laboral, la satisfacción de necesidades, el trato a niños y ancianos, la no discriminación racial y de género, la tolerancia, como mínimo, en vez del fundamentalismo religioso, etcétera.

Leticia Moreno enfoca los aportes de la psicología del desarrollo, lo cual le permite perfilar ciertos núcleos básicos de reflexión. Mirado desde esta perspectiva, educar en valores es una "redundancia". No se puede, ni se ha podido nunca, educar sin valores, aunque no se los mencione ni se los tome en cuenta, ni se tenga conciencia de ello (p. 31). Lo cual se podría extender a la educación ética y moral. Que no nos guste o no podamos compartir la ética y la moral vigentes, no implica que no la haya o que se pueda o deba introducirla desde fuera en la cotidianidad.

Lo relevante no es aprender o lo que se aprende, sino "ser enseñado" por otros (p. 49).

La compleja relación -ineludible- entre lo cognitivo y lo afectivo se revela de modo patente en relación con la formación del juicio moral. Por ello conviene atender a lo señalado conclusivamente por la autora: "no podemos negar que para alcanzar un nivel de desarrollo moral es necesario un desarrollo cognitivo; pero éste no lleva directamente al desarrollo moral, por tanto, son más importantes, a nuestro juicio, los factores de la experiencia social en general y en específico las oportunidades de adopción de perspectivas" (p. 51).

Azucena Rodríguez Ousset nos brinda la oportunidad de saborear un Rousseau a la mexicana, a partir del examen de ciertas expresiones literarias del XIX. Al recordarnos la relevante distinción entre nación étnica y nación en el sentido de Estado nación, nos previene frente al error de anticipar la constitución de lo nacional respecto del proceso independentista y, además, a prestar atención al proceso de "invención" liberal de la nación y de la identidad nacional (pp. 66-67). Esto nos deja en ascuas al constatar, una vez más, la capacidad de invención latente en la vida, que es siempre social y, en algún sentido, colectiva. Las utopías requieren, entonces, ser examinadas con mucho cuidado como partes de un proyecto educativo -siempre social, no nos cansemos de insistir en ello- que no puede circunscribirse al ámbito del aula o de la escuela (p. 69).

Silvia Conde nos ayuda a superar la ingenuidad del "civismo" concentrado en una asignatura como apuesta para la formación de ciudadanía (p. 83). Nos recupera la definición de educación ciudadana, centrada en las competencias para participar en la toma de decisiones que afectan colectivamente y en privilegiar, por tanto, el aprender a aprender, con toda la inmensa carga de reivindicación democrática en serio que estas convicciones comportan (p. 89). Y no duda en delimitar, con toda precisión, una encrucijada en que ha naufragado más de un especialista, para decirnos con todas las letras que "la ética es la reflexión sobre la moral" (p. 91, n. 2), lo cual conlleva asumir la cascada de derivaciones teórico prácticas que esta constatación supone. Por ello, la educación, si se asume en su integral dimensión pública, no puede separarse de la dimensión política y exige examinar con todo cuidado -y proceder en consecuencia- respecto de los mil y un aspectos del ejercicio del poder y de las características del poder de que se dispone para ejercerlo, para "hacer política" (p. 101). Y en este sentido, la autora nos sugiere hacer un "guiño" a los gobiernos en turno para que, en lugar de centrarse en la represión supuestamente en pro de la seguridad ciudadana, reconduzcan sus esfuerzos a prohijar el desarrollo pleno de la juventud (p. 109).

También anota, en una enumeración que podría extenderse largamente, las "causales de discriminación" de las que no podemos desentendernos, porque nos aluden a todas y a todos en una u otra forma: "ser joven, viejo, mujer, feo, indígena, homosexual, gordo, protestante, judío, pobre, desempleado, miope, moreno, discapacitado, inteligente, enfermo de sida" (p. 100). A lo que podríamos añadir "mexicano", si se logra traspasar la frontera, ya sea con visa o sorteando muro y fuerzas armadas como "espalda mojada".

María Eugenia Luna anota que es a partir de 1993 cuando se articula civismo con educación en valores (p. 116), aunque los antecedentes se encuentran en la rica tradición pedagógica mexicana y nos recuerdan los ejemplos de los profesores Rafael Ramírez y Carlos A. Carrillo a inicios del siglo XX, tan poco tomados en cuenta por la labor pedagógica ulterior a ellos. Las identificaciones diversas y hasta divergentes complican la cuestión de la identidad y esto lleva a prestar atención a la decisiva dimensión de la "inclusión" en la formación y, sobre todo, en la vivencia de lo nacional-cultural-identitario-moral-educativo-etcétera (p. 120), lo cual pone de relieve el enmarañado asunto de las relaciones entre símbolos y valores (p. 122). Actualmente, con el desarrollo de la informática, estas dimensiones deben ser reconceptualizadas. ¿Cómo lidiar con la abrumadora cantidad de información disponible en bruto para hacerla manejable por las personas? (pp. 125-126).

Susana Aguirre y Rivera nos reconduce al siglo XIX, a la formación de las niñas en ese siglo mexicano. La labor pedagógica aparecía centrada en la "domesticidad" supuestamente "natural" de las educandas, especialmente de los sectores hegemónicos de "clases media y alta" (pp. 135-136). Por fatalidad de ese destino impuesto no podían salirse de uno de sus dos marcos preestablecidos: o "la vida religiosa o la matrimonial" (p. 137). El papel educador del grupo de las "amigas" se va mostrando en todo su peculiar calado. La mujer es prejuzgada como "débil" y necesitada de protección, su instrucción es "precaria", a las "pobres" no les resta más que ser "sirvientas o buenas esposas", y supongo que muchas añorarían -en un acto de transgresión incalculable- ser "viudas" con el fin de "gozar de su plena capacidad civil" (p. 141). Para nada había que educarlas en sentido fuerte o más pleno, no fuera la de malas de perder la autoridad sobre ellas o de que pretendieran competir por fuentes de trabajo. (p. 142). El listado de aquellas labores domésticas para las que necesitaban prepararse y, por encima de todo, habituarse cubre desde la limpieza hasta la gastronomía, pasando por el tejido y la decoración (p. 143). El clero intervendría para soldar la relación entre decencia y virginidad, para subrayar la maldad de la carne y para poner por los cielos las virtudes de la sumisión y la abnegación (p. 146). Esta ética de ciertas virtudes reclamaba una disciplina estricta (p. 151) y la supuesta educación cívica no era más que una "prolongación" de las responsabilidades domésticas (p. 153). Y aquí me entran dudas de si hablábamos del siglo XIX o si todavía en muchos aspectos ese siglo no se ha terminado.

Marcia Smith coloca sobre la mesa el tema de la formación profesional en relación con el mercado laboral, que opera siempre con insumos desechables. Se plantea la espinosa cuestión de cómo establecer una "relación inteligente" con la sociedad y el mercado de trabajo (p. 163). Nos llama la atención sobre esos curiosos "hiperciudadanos" globalizados, llamados a transitar al modo de los flujos caprichosos de las evasivas inversiones (p. 165). Después de las relativas promesas de seguridades de la sociedad moderna industrial, a la que nunca llegamos en plenitud, ¿qué sobreviene? No está muy claro, pero un listado de calificativos sugiere más de un soporte para perplejidades hasta paralizantes: destradicio-nalización, posmaterialismo, post-industrialización, posmodernismo, modernización tardía, poscolonialismo o sociedades de flujo o redes de información, sociedad de riesgo, modernidad líquida y aun sociedades agotadas (p. 168). La misma procedencia de clase aparece relativizada frente a otras dimensiones que adquieren relieve: etnia, género, edad, opción sexual, ingreso por empleo estable, etc. (p.169). El medianamente alcanzado estado de welfare, donde lo fue, quedó sin efecto al caducar las modalidades productivas encarnadas en el fordismo y el taylorismo. No puedo dejar de consignar queme encantó reencontrar entresus reflexiones una referencia a la querida colega brasileña Vanilda Paiva, quien nos enseñara en su momento, con gran valentía, a no eludir las debilidades "desarrollistas" del enfoque pedagógico inicial de Paulo Freire.

Leticia Barba retoma el tema de la ética de la civilidad en un intento sugerente de articulación entre la herencia de las virtudes aristotélicas y la de la formación kantiana en y para la justicia, buscando la conjugación de vida buena y vida justa. ¿Cómo formar en una ciudadanía participativa y responsable más allá de los marcos del Estado nación encrisis y socavada su soberanía? Quizá el punto medular de semejante intento teórico práctico lo constituya el relativo a un Estado que ya no es lo que era y, sin embargo, no es prescindible (p. 205). Las irresueltas cuestiones social y nacional resurgen así reiteradamentesobre la mesa de la discusión.

Margarita Noriega insiste en recordarnos la "irracionalidad del modelo de desarrollo impuesto" (p. 214). Este modelo condena a la esterilidad todo intento de menguar la pobreza frente a los efectos demoledores de "la selección natural y la mano invisible del mercado". Frente a esto, si ya a inicios del siglo XIX resultaba bastante ingenua la confianza desmedida de la llamada generación de los "emancipadores mentales" en la capacidad modeladora de la educación, en nuestros días se vuelve "aberrante esa fe inconmensurable en la educación y la incuestionabilidad de los mecanismos irracionales de la sociedad en que [sobre]vivimos" (p. 219, cursivas en el original). Entre tantos nuevos muros, uno relativo al conocimiento se erige sin piedad (p. 220) y la empleabilidad aparece como una disposición indispensable en un mercado de trabajo regido por la restricción de su acceso y por su carencia de toda seguridad o estabilidad (p. 221). En este contexto, la figura de los maestros adquiere nuevos perfiles y una relevancia quizá inadvertida. Frente a proyectos "vendibles" su margen de maniobra y de cumplimiento de expectativas múltiples se estrecha considerablemente, pero no se aniquila. Es en ese margen donde podemos (debemos) todavía ocuparnos y actuar (p. 228). El énfasis, por tanto, no puede menos que recaer en los sujetos que efectivamente somos y en la "sujetidad", también efectiva, de aquellos a quienes pretendemos formar. Quizá la regla podría ser, además de adoptar un cierto humanismo ecologista, la de que "no preguntar es la peor de todas las respuestas" (p. 233).

Antes de terminar no me resisto a recordar unos párrafos con los que el colega y amigo peruano, José Carlos Ballón, bosqueja la situación tal como la veía hace casi una década y culminaba un suge-rente texto suyo sobre filosofía de la ciencia. Estos párrafos me parecen sintonizar de un modo sorprendente con el enfoque medular que exhibe el texto que hoy nos reúne.

Los cambios paradigmáticos conllevan también una revolución decisiva en la noción de educación, análoga a la de productividad. Aquí también el problema de individuación social es una condición necesaria.

La vieja noción de productividad se encontraba íntimamente ligada a la noción artesanal de educación como "entrenamiento" o "instrucción". En los anteriores sistemas educativos, el conductismo, el pragmatismo y la reflexología eran hijas ideológicas directas de las nociones fordistas y tayloristas de incremento de la productividad (multiplicación del trabajo simple y repetitivo). Su objetivo era entrenar nuestros reflejos condicionados puntuales o nuestras respuestas automáticas, no nuestra capacidad analítica de interlocutores.

La instrucción era para obedecer, no para crear; era autoritaria y alienante de las capacidades humanas. La escuela militar era el símbolo de dicha educación exigente. Se educaba al individuo para una ética de premio-castigo (como los perros de Pavlov), no una ética de la responsabilidad individual [...] La vigilancia del instructor-docente era la clave. Esto hacía imposible desarrollar la ilustración en los procesos de modernización en el [T]ercer [M]undo, por más recursos que se invirtieran en la educación pública y por más masiva que ésta fuese.

En los sistemas de comunicación en redes, la noción de productividad depende de la capacidad de creación y decisión individual, y ésta es imposible de desarrollar en condiciones de un régimen social de producción y educación servil. Asistimos a los comienzos del agotamiento de los modelos educativos autoritarios como modelos de "eficiencia".

Con la expansión de las redes informáticas, la masa y velocidad de la información disponible -que se duplica cada cuatro años- ya no puede ser abordada mediante la simple memorización de instrucciones simples y repetitivas definitivas. Ello replantea la noción misma de "aprendizaje" en un nivel más abstracto. La noción de educación se refiere ahora no al desarrollo de un aprendizaje concreto sino al desarrollo de la sola capacidad de aprendizaje continuo. Ello acentúa el proceso de individuación educativa. Es sólo en tales condiciones que comienza a hacerse visible el ideal de una asociación libre de productores; de lo contrario, la comparación de Foucault entre la escuela, el ejército, la cárcel y el manicomio seguirá vigente (De la física moderna a la física contemporánea. Un cambio en nuestro paradigma de ciencia, Lima, CONCYCEC, 1999, pp. 421-422, cursivas en el original).

A este último listado añadiría: el hogar, la cama, el convento, el asilo de ancianos, etc. Y diría que el ideal es visible en el imaginario, pero todavía bloqueado en su viabilidad en la realidad sociohistórica. Pero, además, no podemos dejar de prestar atención a todos y todas, quienes fueron formados y formadas en el anterior modelo educativo -aquí estamos todavía- y que ya han sido declarados desechables por el sistema socioeconómico vigente, con todas las consecuencias psicológicas, sociales, mentales, etc., en la misma cotidianidad.

En fin, nuestras colegas ponen estos y muchos otros temas ineludibles sobre la mesa de la discusión y en la agenda de acciones urgentes de modos sumamente provocativos. Como lector me topé con algunas erratas, que convendría corregir en una futura edición, y eché de menos datos curriculares para ubicar mejor a las autoras en sus quehaceres actuales. Debo reconocer que me produjo una tensión fecunda la convergencia de disciplinas implicadas en este esfuerzo colectivo y, por ello, no puedo terminar sin preguntarme -y preguntarnos- si se han logrado esos sujetos sociales comprometidos, participativos y responsables pretendidos para el logro de una ciudadanía que vaya avanzando en plenitud. Y no podría menos que responderme -provisionalmente y a sabiendas de que mejores son las preguntas- que se los ha buscado incansable y hasta obsesivamente, aun cuando nos restan ciclópeas tareas que incluyen la escuela, pero que la rebasan ampliamente y a las que, por vocación y -no eludamos el resbaladizo término- por ética profesional, no podemos ni podremos renunciar.

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