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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.28 no.113 Ciudad de México ene. 2006

 

Reseñas

 

Después de la teoría

Terry Eagleton

Barcelona, Debate, 2005, 235 pp.

 

Por Juan Leyva*

 

* Centro de Estudios sobre la Universidad, UNAM.

Correo electrónico: leyvac@servidor.unam.mx

 

Si la teoría es una introspección sobre por qué y para qué pensamos lo que pensamos y hacemos lo que hacemos en determinado campo del conocimiento, lo que hay después de la teoría son las bases incluso de por qué una disciplina o varias son necesarias e importantes para la vida más allá del puro ámbito académico o intelectual. Fuera del laboratorio, del aula, de los congresos de especialistas y de los libros, la vida espera su cuota de reflexión y la apertura o drenado de los canales que la mantienen ligada a aquello que transcurre en el silencio de las páginas o en los ámbitos más o menos estrechos de la producción de saberes.

Por otro lado, si "la cultura es [...] un nexo vital entre la política y la experiencia personal; da a las necesidades y deseos humanos una forma que se puede debatir públicamente, enseña nuevos modos de subjetividad y combate las representaciones recibidas" (Eagleton, 1999, pp. 133–134), no cabe la menor duda , entonces, de que debe enseñarse, de que las humanidades, las ciencias sociales y el arte (lo comúnmente denominado "cultura") deben seguir teniendo cabida en las universidades, a pesar de ciertas oleadas tendientes a señalar que ninguno de esos campos posee utilidad, y de la proliferación de tecnológicos y otro tipo de escuelas destinadas a hacer más funcional el mercado, en detrimento a veces del funcionamiento social. Para la mayoría de quienes sostienen una postura semejante, o se acercan a ella, no se trata de pura ignorancia o desprecio, sino de una intuitiva o clara percepción de que, sencillamente, tales campos disciplinarios son peligrosos, no obstante haber sido poco a poco abandonados al terreno de las tradiciones y los valores más o menos inservibles desde el punto de vista de la utilidad mercantil, que les hizo, para ello, un lugar en las universidades.

 

Las grandes preguntas

Con los movimientos de 1968, sin embargo, una pregunta cada vez más fuerte se hizo sentir en aquellas instituciones que, como dice Eagleton con humor, eran el refugio de gente que a lo largo de tres o cuatro años no tenía otra cosa que hacer "que leer libros y darle vueltas a la cabeza" (2005, pp. 38–39): ¿y si la manera de entender y enseñar la cultura no estaba siendo más que otro modo de contribuir al statu quo, un estado de cosas que no requería precisamente demasiadas vueltas para ser cuestionado? Cuando ciertas orientaciones neoliberales, francamente derechistas o autoritarias de cualquier cuño tratan con desdén y bajo presupuesto a las ciencias sociales, las humanidades y las artes, lo hacen no sólo con la intención de mejorar las aptitudes productivas, sino porque están conscientes de esta posibilidad transformadora, harto saludable, por lo demás, para el proceso de autocrítica y renovación requerido por toda formación social.

A juicio de Eagleton, no hay duda de que el potencial creativo y transformador de la cultura y las univeridades radica en la claridad con que, pese a los debates habidos particularmente después de 1968 (en medio de los cuales muchos han perdido el rumbo e incluso la cabeza –o fingen perderlos), desembocan en la conciencia de que su finalidad primera y última es la búsqueda de mejores condiciones de vida para todos. Qué pueda signicar esto último es el foco principal de Después de la teoría, publicado por primera vez en Londres en 2004.

Para este autor nacido en Salford, Inglaterra, en 1943, esta pregunta no es de ningún modo nueva, sino una de las líneas guía de sus libros, entre otros, aquellos dedicados a la explicación y enseñanza de la literatura: Una introducción a la teoría literaria (1998 [1996]) y La función de la crítica (1999 [1996]), obras cuyas primeras versiones datan de 1983 y 1984, respectivamente. Lejos de hacerse preguntas restringidas al ámbito "literario", cualquiera que pueda ser la connotación del término, Eagleton –en la vía de su maestro Raymond Williams—, abre la visión y las interrogantes al campo amplio de la filosofía, el psicoanálisis, la sociología y la economía política, perspectiva que elabora sobre todo a raíz de Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria (1998 [1981]), donde, a las lecciones del berlinés y de Williams, incorpora su propia lectura de Brecht y Bajtín. Mi lector, malicioso y avezado como es, dirá a estas alturas: "¡Ah, ya te tengo, se trata de los estudios culturales!".

 

Estudios culturales y universidad

En efecto, Eagleton conoce bien y se mueve con fluidez en ese ámbito. Procura una visión del arte y la literatura que no sea ajena a las instituciones y la plataforma político–económica que posibilitan su producción y consumo, y estructuran su función. Quizá el mayor reproche que puede hacérsele es la atención reducida que da a los aspectos formales de la representación artística, pero ése es un problema que no demerita la pertinencia de su enfoque para la reflexión sobre la cultura en un sentido amplio. De ahí su importancia. Lo que ocurre, para Eagleton, no es que haya que hacer a un lado la forma artística, sino evitar aislarla de sus bases sociales. Las disciplinas en que la modernidad ha dividido el estudio de las necesidades y deseos humanos también pueden ser mejor comprendidas desde esa perspectiva.

Los años sesenta nos legaron, pues –a raíz de su inquietud en torno al papel de las universidades y las disciplinas en la reproducción de un statu quo por lo menos discutible—, una preocupación cada vez más honda por la cultura, aunque el estudio de ésta se haya convertido poco a poco, después de las derrotas del '68, en una suerte de refugio para promover un cambio que en el terreno económico y político empezó a creerse difícil o imposible, tal como ocurrió también con los movimientos de emancipación colonial, que se toparon con unas clases gobernantes locales cada vez más aisladas de la población en su conjunto y, en contrapartida, socias intermediarias de los intereses mundiales.

Los estudios culturales, pese a su tendencia a no reconocer ningún valor universal o natural, y su inclinación a limitarse a las condiciones locales, tuvieron, a lo largo de casi cuatro décadas –y de modo paralelo al escepticismo deconstructivo y luego al nihilismo posmoderno–, logros indudables. La teoría cultural, escribe Eagleton,

nos ha persuadido de que en la construcción de una obra de arte intervienen muchas cosas además del autor. Las obras de arte tienen una especie de "inconsciente" que no se encuentra bajo el control de sus productores. Hemos acabado por comprender que uno de sus productores es el lector, el espectador o el oyente; que el receptor de una obra de arte es un cocreador de ella, sin el cual la obra no existiría. Nos hemos vuelto más sensibles al juego del poder y deseo que hay en los artefactos culturales, a la variedad de formas en que pueden confirmar o refutar la autoridad política. También entendemos que esto es al menos una cuestión tanto de su forma como de su contenido. Ha aflorado una sensación más acusada de cuán estrechamente las obras de la cultura pertenecen a sus épocas y lugares específicos; y cómo esto puede enriquecerlas en lugar de menoscabarlas. Esto mismo es cierto de nuestras respuestas a ellas, que siempre son históricamente específicas. Se ha prestado mayor atención a los contextos materiales de estas obras de arte, y a cómo tanta cultura y civilidad han tenido sus raíces en la infelicidad y la explotación. Hemos acabado por reconocer la cultura en el sentido más amplio como un territorio en el que los condenados y los desposeídos pueden explotar significados compartidos y afirmar una identidad común (2005, p. 107).

Sin embargo, es preciso advertir que, más allá de la literatura y el arte, prácticamente todo tipo de textos y artefactos culturales han recibido también esta revisión crítica. Los deconstructivistas y los postmodernistas han enfatizado esta perspectiva, especialmente en lo que se refiere a la pregunta constante sobre los basamentos de las afirmaciones presentes en toda obra o texto y a su carencia de estabilidad, lo que a veces los ha llevado a un escepticismo trágico (diría Eagleton) y a un relativismo cínico. A unos y a otros Eagleton les propone sacar jugo, con humor, a la ambigüedad e inestabilidad del sentido; pero, nos previene, la ironía de semejantes posiciones es que, a menudo, acaban siendo copartícipes de un statu quo al que se supone cuestionan. Al antiindividualismo pluralista, incluyente, "antijerárquico" y combativo de toda norma sostenido por los posmodernos, Eagleton responde:

El problema que esto tiene como causa radical es que en ella no hay mucho con lo que disintiera el príncipe Carlos. [...] el capitalismo es un credo impecablemente incluyente: no le importa a quién explota. Es admirablemente igualitario en su buena disposición para menospreciar, sin más, a cualquiera. Está dispuesto a codearse con cualquier antigua víctima, por poco apetecible que sea. La mayor parte del tiempo, al menos, se muestra impaciente por mezclarse con tantas culturas diversas como sea posible, de modo que pueda venderle sus mercancías a todas ellas./ Con el ánimo generosamente humanista del poeta de la Antigüedad, a este sistema nada humano le es ajeno. En su búsqueda del beneficio recorrerá cualquier distancia, soportará cualquier penuria, se unirá a la más detestable de las compañías, sufrirá las humillaciones más abominables, tolerará el papel pintado más chabacano y traicionará alegremente a sus familiares más próximos. Es el capitalismo lo que es desinteresado, no los profesores universitarios (2005, p. 30).

 

Enseñanza y ciudadanía

En suma, para este autor, de lo que se trata es de dejarse de antinormatividades contestatarias de apariencia crítica y escepticismos de pretendido rigor metodológico, y hacerse responsables de lo que se propone a la sociedad con semejantes posturas. Qué enseñar, con qué instrumentos y para qué o con qué objetivos –las grandes preguntas que subyacen a todo quehacer universitario– confluyen, para Eagleton, en una temática que bien podríamos relacionar directamente con la discusión actual sobre la ciudadanía, siempre y cuando no olvidemos que participar de la ciudad y su conjunto de pactos no puede desligarse de la situación espacial de quien adopta esa ciudadanía: ¿qué tan ciudadano se puede ser cuando se vive en los márgenes de una metrópoli, aun cuando se transite por ella?

Toca, entonces, ahora, volver al punto de la relación entre las artes, las ciencias y las humanidades, y la búsqueda de mejores condiciones de vida para todos.

En polémica con buena parte de las corrientes actuales, Eagleton –en el que quizá sea el capítulo más importante de su libro (5)– regresa al problema de cómo se constituye la verdad, la objetividad y, nada menos, la virtud. Así, como suena y se escribe. El centro de todo es, pues, la moral. Pero nos advierte que no se trata de mojigatería ni imposición de normas, sino del hallazgo de las razones últimas de lo humano y de la convivencia. Lejos de quienes plantean que no hay universales, Eagleton sostiene que no debemos negar la base misma de nuestra posibilidad de identificarnos con el vecino y el habitante más lejano de nuestro planeta. Se trata de la corporalidad y sus necesidades (incluido un hábitat favorable), entre las cuales se hallan el conocimiento, el amor y la comprensión. Si se ha sostenido que no hay esencias, que todo es cultural y contingente, nuestro autor propone, en cambio, que no debemos olvidar lo característico de lo humano: haber nacido para nada en especial (lo que implica un largo periodo de adiestramiento infantil para la vida mediado por los afectos) y, por lo tanto, ser aptos para una transformación constante que reconstruye a cada momento el sentido de la vida sólo a partir de nuestra posibilidad de mejorar, de ser cada vez mejores en aquello que más nos gusta hacer. Eagleton afirma que nuestro principal deber consiste en ofrecer y ofrecernos las óptimas condiciones para ello.

Si para Aristóteles la virtud, el ser mejores seres humanos, tenía su recompensa en sí misma, Eagleton señala que esa perspectiva es irreal por lo que toca a la imprescindible necesidad del otro que entraña, pues no hay posibilidad de mejorar sin reflexión, y no hay reflexión sin la intervención del otro, que nos define y nos enriquece, y frente al cual también nos definimos y al que contribuimos a desarrollar. El conocimiento de sí y del mundo, que se da en un ir y venir entre ambas instancias (el yo interior y el ámbito externo), es indisoluble del conocimiento y reconocimiento del otro –quien nos muestra los límites–, para lo cual es indispensable el amor, la amistad o, al menos, una actitud opuesta al odio:

Sin embargo, hay una relación más profunda entre la objetividad y la ética. La objetividad puede suponer una apertura desinteresada a las necesidades de los demás, una apertura que está muy cerca del amor. No es lo contrario del interés personal y las convicciones, sino del egoísmo. Tratar de comprender la situación de los demás tal como es en realidad es una condición esencial para cuidar de ellos. [...] Lo importante, en todo caso, es que preocuparse genuinamente por alguien no es lo que supone un obstáculo para entender su situación tal como es, sino lo que la hace posible. En contra del adagio que dice que el amor es ciego, es precisamente porque el amor lleva consigo una aceptación radical por lo que nos permite ver a los demás tal como son./ Preocuparse por otro es estar presente para él bajo la forma de una ausencia, una determinada atención olvidada de sí mismo. Si a cambio uno es amado o los demás confían en uno, es esto en gran medida lo que propoporciona la confianza en uno mismo para olvidarse de sí, un asunto que de otro modo sería peligroso. En parte tenemos que pensar en nosotros mismos por miedo, el cual podemos superar mediante la seguridad de que se confía en nosotros (2005, pp. 140–141).

Por eso el poder tiene tantas dificultades para salir de sí y reconocer al otro y confiar en él, y por eso, también, la objetividad es tan difícil. Requiere un esfuerzo moral a toda prueba: "nadie que no esté abierto al diálogo con los demás, que no desee escuchar, argumentar con honestidad y reconocerlo cuando esté equivocado puede hacer progresos reales investigando el mundo" (2005, p. 142):

Si conocer el mundo significa con bastante frecuencia escarbar en los complejos envoltorios del autoengaño, conocerse a sí mismo significa esto aún más. Solo alguien inusualmente seguro de sí puede tener el coraje de enfrentarse a sí mismo de este modo sin racionalizar lo que descubre para desecharlo ni quedar consumido por una culpa inútil (2005, p. 146).

 

Un mundo para todos

Preocuparse por otro, en suma, significa darle esa confianza, fincar las condiciones para que la adquiera; y regateársela no habla más que de nuestra propia inseguridad. Preocuparse por otro es trabajar recíprocamente en la construcción de las condiciones para desempeñarnos de lo mejor en lo que más nos gusta, aunque, claro, Eagleton no es ingenuo, y sabe de sobra que este ideal es cabalmente contrario al utilitarismo del dinero, para el que toda ocupación gratuita resulta ya en sí misma sospechosa. La aparente gratuidad de las artes y las humanidades es uno de sus rasgos más ominosos a la vista del egoísmo, el poder o la racionalidad práctica del capital, pero, con todo –y por eso–, esas áreas siguen siendo cultivables, ya que es en ellas donde a menudo surge la pregunta de si no sería necesario transformar la realidad para prosperar (2005, p. 51), en vista de la aguda conciencia sobre la calidad de vida en un mundo como el actual; y aunque, por otro lado, sean los artistas los más difíciles de organizar para efecto de acciones sociales y, como dice Eagleton, no sean los mejores a la hora de levantarse de la cama.

En la tarea de renovar y mejorar la enseñanza no debe menospreciarse nunca el papel del arte o las humanidades, y menos en la de contribuir a la generación de mejores ciudadanos, pues, recordemos, el reconocimiento y la objetividad –tan importantes para la convivencia–, poseen fuertes lazos con la vida afectiva y la reflexividad (rasgos sobresalientes del arte).

Contra los antiteóricos, que sostienen que no es posible la autorreflexión epistemológica en la medida en que estará siempre mediada por el ámbito al que pretende conocer, y que "no hay que rascar donde no pica", Eagleton les recuerda que ese límite no es obstáculo sino precondición, de la misma manera que el autoconocimiento es imposible sin la conciencia de que se pertenece no a otra y nada más que a aquella piel en la que estamos contenidos. Los límites, a diferencia de la opinión de Lady Macbeth (que, como el capital, odia toda restricción), son creativos, no anuladores del crecimiento humano (Eagleton 2005, p. 128), e implican siempre la conciencia plena de la otredad, del otro irreductible que nos inventa y se reinventa a sí mismo a partir de nuestra presencia. Lejos de combatirlos, debemos tenerlos siempre en mente y cultivarlos.

El poderoso, el egoísta, el millonario emprendedor o el niño mimado no deben sentir ningún temor al otro ni a los límites que impone incluso con su mera existencia, pues en la de él descansa la suya propia, al modo en que escribió Saer en El entenado, acerca del exterminio colonizador:

Como ellos [los indígenas] eran el único sostén de lo exterior, lo exterior desaparecía con ellos, arrumbado, por la destrucción de lo que lo concebía, en la inexistencia. Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada (1983, p. 125).

Para finalizar, digámoslo, si se quiere, una vez más: "la cultura es [...] un nexo vital entre la política y la experiencia personal; da a las necesidades y deseos humanos una forma que se puede debatir públicamente, enseña nuevos modos de subjetividad y combate las representaciones recibidas".

 

REFERENCIAS

EAGLETON, Terry (1999), La función de la crítica, trad. de Fernando Inglés Bonilla, Barcelona, Paidós.        [ Links ]

— (1998), Una introducción a la teoría literaria, trad. de José Esteban Calderón, México, Fondo de Cultura Económica.        [ Links ]

— (1998), Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, trad. de Julia García Lenberg, Madrid, Cátedra.        [ Links ]

SAER, Juan José (1983), El entenado, México–Buenos Aires, Folios.        [ Links ]

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