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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.27 no.108 Ciudad de México ene. 2005

 

R E S E Ñ A

 

Replantear el cambio educativo.
Un enfoque innovador

 

ANDY HARGREAVES (COMP.)

Buenos Aires, Amorrortu, 2003, 323 pp.

POR TIBURCIO MORENO OLIVOS*

 

Desde mediados de la década pasada con la publicación del libro: Profesorado, cultura y posmodernidad. Cambian los tiempos, cambian los profesores, Andy Hargreaves se ha convertido en uno de los autores de referencia obligada para los profesionales de la educación de nuestro país. Por fortuna, actualmente podemos contar ya con varios textos suyos en lengua castellana. Precisamente la obra que aquí reseñamos es una de las últimas entregas, y está compuesta por una colección de artículos que abordan las dificultades que enfrentan hoy en día los docentes, las escuelas y el sistema escolar en su conjunto, así como los intentos de introducir reformas sustanciales y duraderas. Sus diferentes autores comparten la convicción de que es posible aprender tanto de los fracasos como de los éxitos, y analizan estos problemas con la intención de encontrar nuevos caminos que permitan superar los obstáculos y alcanzar una educación más eficaz para todos los alumnos. Con este propósito, examinan en detalle la aplicación de estrategias como las redes de reforma escolar, la investigación cooperativa para la acción, el manejo del tiempo, la fijación de metas compartidas, la consideración de las perspectivas de los alumnos, y nuevas formas de evaluación y rendición de cuentas.

Según el texto, el problema básico es que un cambio educativo fundamental es aún más difícil, complejo y controvertido que el cambio hasta ahora consignado en la bibliografía. En ella se tratan con bastante pertinencia los aspectos técnicos del cambio educativo: cómo construir la capacidad de la gente para implementar un cambio, cómo crear culturas profesionales sólidas que permitan a los docentes respaldarse y aprender unos de otros en sus esfuerzos de cambio..., pero se ha prestado muy poca atención a tres aspectos de la enseñanza, el aprendizaje y el liderazgo. Estos aspectos son la pasión, el propósito y la política del cambio.

Cada uno de los autores plantea de un modo realista, pero también esperanzado y creativo, muchas de las dificultades al parecer insuperables con las que tropiezan los participantes en el cambio educativo: los planificadores y directivos escolares para quienes la educación es puro procedimiento y nada de pasión, los grupos de interés de la comunidad que subvierten los intentos de cambio orientados a la equidad de las escuelas, las escuelas cuyas fallas son tan profundas y extensas que toda esperanza de mejora parece estar fuera de su alcance, etcétera.

En el capítulo desarrollado por Hargreaves titulado: “Replantear el cambio educativo: ampliar y profundizar la búsqueda del éxito”, con el que inicia la obra, el autor sostiene que las iniciativas de cambio han estado centradas en las destrezas y los estándares que no han llegado al núcleo de lo que constituye gran parte de la enseñanza: establecer vínculos y relaciones con los alumnos, convertir las aulas en ámbitos de entusiasmo y asombro, asegurarse de que todos los alumnos sean incluidos y ninguno se sienta marginado, etc. Esto implica un intenso trabajo emocional para los docentes, un trabajo amoroso, sin duda, pero de todas maneras muy arduo. Las estrategias de cambio referidas a estándares, metas, listas de control y confección de formularios podrían dejar a los docentes sin tiempo para interesarse en sus alumnos o conectarse con ellos.

Según el citado autor, las emociones no son una alternativa a la razón, sino una parte esencial de la razón misma. Si uno es incapaz de sentir, no puede juzgar. Las estrategias de cambio deben estar más dirigidas a convertir las escuelas en sitios de trabajo que reconozcan y respalden las relaciones afectivas de los docentes con sus alumnos como una base vital para el aprendizaje y, en la forma de la inteligencia emocional, como un aspecto central del aprendizaje mismo. Las relaciones de los docentes con los padres —sostiene el autor— también deben ser emocionalmente significativas.

Hargreaves no habla tanto de reestructurar las escuelas como de reculturarlas.

Demuestra que el modo como los docentes trabajan con docentes afecta su forma de trabajar con los alumnos. Una tarea fundamental para crear culturas de cambio educativo consiste en fomentar relaciones de trabajo más cooperativas entre los directores escolares y los docentes, y entre los propios docentes. Señala la necesidad de que los docentes colaboren entre sí con confianza, honestidad, franqueza, audacia y compromiso con el perfeccionamiento constante. El autor reafirma el valor de la colaboración profesional entre los docentes dentro del ámbito de la escuela, pero sostiene que ahora necesitamos extender esa colaboración más allá de las paredes del establecimiento escolar.

Las comunidades profesionales de docentes corren el riesgo de volverse incestuosas y proteccionistas. Los docentes que trabajan con docentes a menudo están menos dispuestos a trabajar con otras personas. La colaboración puede incluir a los profesionales escolares pero excluir a la comunidad más amplia.

Las iniciativas de cambio educativo requieren mayor profundidad y amplitud. Hoy en día, muchos de nuestros intentos de mejorar el aprendizaje de los alumnos y la enseñanza de los docentes están dirigidos desde la cabeza. La teoría y la práctica del cambio educativo —a juicio del autor— no llegan al corazón mismo de lo que los alumnos, docentes y padres quieren y hacen, o a lo que los motiva a hacer mejor las cosas. “El cambio educativo debe tener más profundidad. Es preciso volver a poner el corazón” (p. 24).

¿Por qué es necesario ampliar nuestro enfoque del cambio educativo y la mejora escolar? Como están las cosas, muchos docentes ya se sienten abrumados por las presiones en favor del cambio dentrode sus propias escuelas y aulas. Aunque el autor plantea la necesidad del trabajo colaborativo no sólo en las escuelas sino con otros agentes externos a éstas, advierte que las asociaciones no siempre son beneficiosas y los grupos de presión fuera de las escuelas a menudo tienen en mente algo más que los intereses de los alumnos.

¿Por qué, entonces, deberían los docentes y directores trabajar con otras personas ajenas a la escuela para mejorar la enseñanza y el aprendizaje dentro de ella, cuando tantas demandas externas son políticamente dudosas o consumen tanto tiempo en actividades?

¿Cuál es el problema aquí? Hargreaves afirma que las escuelas necesitan establecer conexiones conscientes y constructivas con el mundo que las trasciende por varias razones, entre las que se encuentran: a)Como nunca antes, hoy las escuelas no pueden cerrar sus puertas y dejar fuera los problemas del mundo exterior; b)las escuelas están perdiendo su monopolio sobre el aprendizaje; c) en muchas partes del mundo desarrollado, las personas experimentan una crisis de comunidad, y las escuelas brindan una de nuestras últimas y mayores esperanzas de resolverla; d)los docentes necesitan mucha más ayuda; e)la competencia en el mercado, la elección parental y la autogestión individual redefinen las relaciones de las escuelas con sus entornos, y f)las escuelas ya no pueden ser indiferentes a la vida laboral que espera a sus alumnos cuando ingresen en el mundo adulto.

Hargreaves también habla del desafío que afrontan las escuelas y advierte que las fuerzas del cambio ya se hacen sentir dentro de incontables aulas: en las características de los niños, en los problemas que traen a la escuela y en su modo de abordar la actividad escolar. Dentro de los retos y las complejidades de estos tiempos posmodernos, los docentes deben encontrar más y mejores maneras de trabajar con otros en interés de los niños.

“Deben reinventar su sentido de profesionalismo” (p. 36). En la última parte de este capítulo el autor concede un espacio al papel de las emociones en el cambio educativo. Enseñar bien no se reduce a ser eficiente, adquirir competencia, dominar las técnicas y poseer los conocimientos indicados. La buena enseñanza también implica un trabajo emocional. Está imbuida de placer, pasión, creatividad, desafío y júbilo; es una vocación apasionada.

La bibliografía trata el cambio educativo, el liderazgo y el desarrollo docente de un modo racional, calculador, gerencial y típicamente masculino. Según Hargreaves, el hincapié en lo emocional ha sido aún insuficiente. En primer lugar, los sentimientos, emociones y predisposiciones que reconoce la bibliografía sobre el cambio y el desarrollo educativos parecen ser los más moderados como la confianza, el respaldo y la satisfacción. En segundo lugar, la bibliografía y la práctica del cambio educativo tienden a tratar los estados emocionales como acompañantes del pensamiento racional y no como componentes integrantes de la razón misma. Y en tercer lugar, las ocupaciones solícitas como la enseñanza requieren no sólo sensibilidad emocional sino también una activa labor emocional.

Finalmente, el autor señala que si los reformadores educativos y los agentes del cambio pasan por alto las dimensiones emocionales del cambio educativo, los sentimientos y las emociones habrán de ingresar por la puerta trasera al proceso de cambio: 1)el resentimiento acumulado debilita y desbarata decisiones racionalmente tomadas, 2)las comisiones de trabajo son saboteadas por miembros con rencores y agravios no resueltos, 3)las tablas de posiciones del desempeño no motivan a los maestros de los últimos puestos a mejorar, sino que los avergüenzan y humillan al punto de desmoralizarlos aún más, 4)las excesivas demandas de cambio desgastan a los mejores docentes, 5)un liderazgo pasivo- agresivo oculto bajo la máscara de la racionalidad y la sensatez sólo genera frustración entre quienes están sometidos a él, y 6)los cambios pedagógicos fracasan cuando ganan las pasiones del aula.

El segundo capítulo, “La escolaridad y la familia en el mundo posmoderno”, de David Elkind, examina con mayor profundidad las relaciones entre la escuela y la comunidad. Las familias, afirma el autor, se han vuelto más permeables. Las fronteras entre el hogar y el lugar de trabajo, los niños y los adultos, y la vida privada y la pública son más difusas. El aumento de la tercerización en la economía hace que haya más trabajo remunerado en el hogar. Los niños han perdido gran parte de su inocencia, se los trata más como adultos y se les reconocen más derechos. El paso de la familia nuclear a la permeable provoca importantes cambios en las escuelas. Algunos de estos cambios —como un nuevo reconocimiento y un currículo más ampliado respecto de diferentes tipos de familias e historias culturales, así como los ajustes que se efectúan para contemplar las diferencias existentes entre los niños en materia de formación cultural, estilo de aprendizaje y capacidad— son sin duda positivos. Pero también ha habido cambios muy negativos. Adolescentes aparentemente independientes quedan demasiado librados a sus propios recursos. Los niños de familias fracturadas, excesivamente programadas o sobrecargadas, reciben un respaldo emocional insuficiente debido a que las iniciativas de reforma parten del supuesto de que la enseñanza se reduce a la aplicación de técnicas apropiadas.

En el capítulo tres, “Lecciones de equidad extraídas de escuelas desescalonadas” Jeannie Oakes y sus colaboradoras critican la bibliografía existente sobre el cambio educativo por ignorar la raza y ser ciega al color. Su investigación de un grupo de escuelas que procuran implementar el desescalonamiento ( detracking) evidencia que los padres de raza blanca y situación privilegiada a menudo tratan de frustrar o desviar estos esfuerzos amenazando con una “defección de los blancos” o negociando tratos especiales con la escuela para proteger a sus hijos de los efectos por la innovación (por ejemplo, mantener programas de honores, ubicar a sus hijos en clases para alumnos dotados o asignarles los mejores docentes). Oakes y sus colaboradoras nos instan a encarar estas realidades políticas del cambio educativo y nos describen algunas maneras constructivas de hacerlo.

Mientras que los tres capítulos iniciales muestran cómo se subestima en la bibliografía el papel que cumplen los padres y las comunidades en las iniciativas de cambio educativo, en el capítulo cuatro, “Perspectivas de los alumnos sobre la mejora escolar”, a cargo de Jean Rudduck y colaboradores, se considera de qué manera esas iniciativas deben incluir a los alumnos y sus propósitos en la tarea de mejorar las escuelas. Desde el punto de vista político, los alumnos están en el fondo de un orden escolar en el que predomina la ley del más fuerte. Aunque se supone que son los beneficiarios finales del cambio educativo, suelen ser los últimos en tener noticias al respecto. Aún menos probable es que se los consulte acerca de qué cambios se necesitan y cómo deben efectuarse.

En el capítulo cinco, “Los docentes, el tiempo y la reforma escolar”, Nancy Adelman y Karen Panton Walking-Eagle analizan una de las dificultades más generalizadas del cambio educativo: el tiempo.

Encontrar tiempo disponible y poder modificar los horarios establecidos son dos de los problemas perpetuos de la reforma escolar. La falta de tiempo puede agobiar emocionalmente a los docentes y desviarlos de sus propósitos. La mayor parte de la bibliografía existente sobre el cambio educativo se refiere a ciertos procesos relativamente generalizables de mejora escolar, válidos para la mayoría de las escuelas en la mayoría de los lugares. Pero ¿son aplicables estas reglas de cambio a las escuelas que están en serias dificultades, escuelas “fracasadas” o con graves problemas?

En el capítulo seis, “¿Escuelas fracasadas o sistemas fracasados”?, Kate Myers y Harvey Goldstein sostienen que no lo son. Según su apreciación, las escuelas fracasadas no sólo carecen de las características positivas de las exitosas.

Tienen además sus propias patologías activas. Los remedios necesarios para estas escuelas tal vez no se encuentren en la teoría convencional de la mejora escolar. Los investigadores aciertan al reconocer que la definición del “fracaso” de las escuelas es una cuestión a la vez política y técnica, y que las mediciones absolutas de ese fracaso hacen que las escuelas y los docentes de las comunidades socialmente desaventajadas sean muy vulnerables a las estigmatización y la censura.

Por tanto, proponen métodos más complejos para la identificación de escuelas fracasadas o problemáticas. Al hacerlo, critican severamente a quienes pretenden determinar con precisión el “fracaso” mediante tablas de posiciones de desempeños comparativos, debido a que el desaliento que esto crea a menudo aumenta el fracaso, en vez de mitigarlo.

Este tema invita a una seria reflexión ahora que se ha puesto de moda en nuestro país la medición del logro de las escuelas (por ejemplo, las escuelas normales) mediante la aplicación de exámenes o pruebas estandarizadas a los alumnos.

El capítulo siete, “Fijar metas en tiempos turbulentos”, a cargo de Mike Schmoker, se propone rectificar otro desequilibrio en que incurre parte de la bibliografía contemporánea sobre el cambio educativo: su excesiva insistencia en el proceso, el caos y la complejidad, en menoscabo de la concentración de las iniciativas de cambio en ciertas metas claramente definibles que permitan medir el progreso en el tiempo.

En el capítulo ocho, “Replantear la evaluación y la rendición de cuentas”, Earl y LeMahieu abordan el espinoso tema de la evaluación y la rendición de cuentas. La agenda del cambio educativo es políticamente controvertida. La educación es la principal vía de acceso a las oportunidades y un poderoso agente de distribución de las posibilidades de vida. En una sociedad con divisiones sociales y diversidad cultural, las reformas educativas siempre favorecen a algunos grupos e intereses a expensas de otros. Los autores examinan la naturaleza polémica de la reforma de la evaluación y la rendición de cuentas, y sostienen que las políticas suelen consistir en una componenda torpe e ineficaz entre los intereses de quienes buscan que los sistemas de evaluación seleccionen y clasifiquen a los alumnos según criterios específicos de rendimiento académico y quienes desean que esos sistemas sirvan para mejorar el diagnóstico de los problemas de cada alumno y la calidad global de la enseñanza y el aprendizaje. El mejor tipo de rendición de cuentas, sostienen, se manifiesta en conversaciones bien informadas y de alta calidad, y no en largas listas de cifras.

Por su parte Richard Sagor, en el capítulo nueve, “Investigación cooperativa para la acción en el cambio educativo”, examina los tipos de conversaciones que pueden darse entre los docentes que emprenden juntos el camino hacia el cambio educativo. El autor presenta una estrategia de cambio y describe los principios y enfoques básicos de la investigación cooperativa para la acción. En el penúltimo capítulo, “Las redes, la reforma y el desarrollo profesional de los docentes”, Ann Lieberman y Maureen Grolnick analizan formas aun más amplias de colaboración entre los docentes y sus colegas fuera de las escuelas que pueden contribuir a crear y mantener un cambio educativo positivo. Las autoras afirman que las redes no prescriben el cambio sino que lo promueven en virtud de la participación cuestionadora y la resolución de problemas; posibilitan que surjan estructuras de apoyo a las actividades en vez de confinarlas en las estructuras existentes; dignifican el conocimiento práctico que comparten todos los docentes; ofrecen papeles de liderazgo a sus miembros, y brindan a los docentes la oportunidad de relacionarse con colegas fuera de sus escuelas en circunstancias que escapan al control de custodios académicos o administrativos.

Y para cerrar con broche de oro, en el último capítulo cuyo título reza: “Emoción y esperanza: conceptos constructivos para tiempos complejos”, Michael Fullan vuelve al lugar de la emoción y la esperanza en el cambio educativo y destaca el poder de los docentes y las escuelas para propiciar la inteligencia emocional. Este destacado autor del cambio y la mejora de la educación afirma que en los tiempos actuales, cuando los docentes se ven abrumados y desalentados por múltiples reformas contradictorias y a menudo abiertamente ideológicas, todo lo referente a sus identidades y sus propósitos como docentes se torna vulnerable. Pero lo más vulnerable es su esperanza, pues sin ella no hay compromiso ni optimismo, ni la sensación de poder mejorar la vida de los niños.

No bien se marcha la esperanza, aparece el cinismo. Por tanto, Fullan exhorta a los educadores a reavivar sus esperanzas. Después de todo, señala, nada vale más la pena que luchar por las causas perdidas. Sin embargo, renovar las esperanzas no es una apelación ingenua a la imaginación y la iniciativa individuales. Los planificadores de políticas, los administradores y también el público en general —afirma el autor— deberían considerar seriamente en qué medida sus propias prescripciones para el cambio reconstruyen las esperanzas de docentes y alumnos, o las destruyen.

Se trata, en definitiva, de un texto prolijo en análisis y reflexiones que resultan de investigaciones y prácticas educativas sólidas en escuelas de educación básica, referidas a temas diversos que ocupan el debate contemporáneo de la educación en el contexto internacional. Los autores son reconocidos investigadores educativos quienes, por medio de múltiples ejemplos, nos alertan sobre algunas de las posibilidades y riesgos que entrañan las políticas de reforma que promueven la mejora y el cambio de la educación.

 

* Doctor en Pedagogía. Universidad de Murcia, España, Candidato a investigador nacional por el Sistema Nacional de Investigadores. Correo electrónico: tiburcio34@hotmail.com

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