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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.26 no.105-106 Ciudad de México ene. 2004

 

REDES

 

Autonomía: valor fundamental
de la institucionalidad universitaria

 

EFRAÍN MEDINA*

 

El Consejo Superior Universitario Centroamericano, por mi conducto, felicita a la Universidad Nacional Autónoma de México, una de las universidades más destacadas y reconocidas de Latinoamérica y el mundo, por sus 75 fructíferos y gloriosos años de autonomía.

La ya casi milenaria institución universitaria surge en la Europa medieval como universitas: “la unidad de lo diverso”, en torno al arte, la ciencia y la cultura, en medio de la lucha por el poder entre el clero, los reinados y los señores feudales. Entonces, la universidad, en su llamada “torre de marfil”, estaba constituida por élites de personas que se comunicaban y relacionaban sólo con representantes de los poderes de su tiempo, pero ejercía sus funciones e influencias, desde entonces, con cierta autonomía respecto de ellos. Desde sus orígenes y a través de los siglos, la universidad ha jugado papeles trascendentales en momentos álgidos de la historia de la humanidad y, a pesar de tantos años, no ha llegado a la senectud porque ha sabido renovarse y ponerse a la altura de los tiempos que le corresponde vivir, en las diferentes etapas de la historia.

En ese acontecer histórico, a través del tiempo y en todos los lugares, ha existido un accionar común a la institución universitaria: la lucha por la difusión y el desarrollo del saber, sin intromisiones externas; es decir, la lucha por la autonomía frente a la Iglesia, al Estado, a los partidos políticos y frente al mercado, lo cual en algunas épocas –y en algunos países o regiones más que en otras– ha hecho de la autonomía un elemento coesencial a la universidad.

Así, las instituciones universitarias surgieron en el ámbito de la Iglesia, para disponer de los privilegios eclesiásticos y de su justicia que les defendía de los burgueses y de la seguridad del rey, en un ambiente de progresiva laicización y de materias vitales para esa institución, como la teología. La universidad pretendía controlar el reclutamiento de maestros y de estudiantes, tener el derecho de elaborar y hacer valer los estatutos que regulaban su funcionamiento interno y escoger a los responsables de su aplicación. En ese contexto, los conflictos entre la universidad emergente y las autoridades eclesiásticas en París son paradigmáticos.

En esa época, al lado de las universidades que nacieron a partir de las escuelas catedrales, como las de Bolonia, París, Oxford y Montpellier, hubo universidades surgidas por la migración de maestros y estudiantes de aquéllas, otras creadas por los papas y por los reyes, como las de Cambridge y Padua, y otras más instituidas por los príncipes, como la de Nápoles, que fue el primer caso, en 1224.

En los siglos XIV y XV, la mayoría de las universidades fueron creadas por los príncipes, en función de las necesidades de formación de cuadros para la burocracia de los Estados nacionales en desarrollo.

Antes de los Estados nacionales, las ciudades medievales controlaron la autonomía de sus universidades para evitar los focos de agitación política. Con ese fin, nombraban ciudadanos para supervisar los estudios. Al respecto, Jackes Verger (1990) escribió que:

En el final del siglo XV, las universidades europeas eran por tanto bien diferentes de lo que habían sido en el siglo XIII. A las corporaciones autónomas, centros de investigación y de enseñanza, frecuentemente despedazadas por conflictos violentos, más ricas por su dinamismo y su vida propia, habían sucedido centros de formación profesional al servicio de los estados y fuertemente controlados por ellos. Éstos, sustituyendo progresivamente a la Iglesia, aceptaban verdaderos sacrificios para desarrollar y mantener las universidades [...] tales universidades debían funcionar regularmente, apoyar la acción de los gobiernos, formar clérigos, juristas, médicos competentes, no tornarse en focos de desorden intelectual, social, político o religioso.

Llama la atención que en cuanto las universidades pasaron a desempeñar ese nuevo papel social de formación de la fuerza de trabajo intelectual, dejaron de tener el monopolio de la producción intelectual y de la enseñanza superior. Además, la reducción del carácter internacional de las universidades, aunada a su directa manutención por el poseedor del poder político, fue fatal para su autonomía.

En la América Latina del siglo XIX se dio un dominio del Estado sobre la universidad para así asegurar la consolidación de las élites políticas y sociales, en el marco de un evidente dominio de clase. En ese contexto, la reforma de 1918 iniciada en Córdoba, Argentina, planteó la autonomía y el autogobierno como pilares para una democratización social de la universidad y para que ésta se constituyera en la entidad protagonista del desarrollo profesional de la sociedad, prescindiendo del Estado.

La tradición sobre autonomía en América Latina se sustenta en la elección democrática de las autoridades institucionales. No obstante, el Estado se ha reservado el derecho de reconocer jurídicamente la autonomía de las instituciones universitarias, por medio de la expedición de algún tipo de ley o decreto, lo cual, como algunos plantean, no significa precisamente que el Estado esté de acuerdo con dicha autonomía.

Por otro lado, en el siglo XX, durante la guerra fría, la participación político ideológica de profesores, estudiantes y trabajadores administrativos y de servicios dio lugar a la llamada “universidad militante”, considerada como la vanguardia de los movimientos revolucionarios en América Latina y en otros países del mundo; ésta hizo de la universidad un espacio sensible de expresión de conflictos sociales, de los cuales se tienen suficientes y dramáticos ejemplos.

Esta situación tuvo efectos deletéreos para la autonomía, situación más sentida en los países que en esa época cayeron en regímenes dictatoriales. Dentro del factor político, debemos considerar además la actuación de los partidos en el interior de las universidades en forma indirecta, por medio de los grupos sindicales u otras agrupaciones de docentes, de estudiantes y de funcionarios técnicoadministrativos.

Estos factores, a lo largo de la historia, han llevado a plantear la autonomía universitaria, sobre todo en los países de habla hispana, como una defensa a la intromisión de influencias que tienen por objeto impedir, directa o indirectamente, la función sustantiva de la universidad, que es el libre análisis e investigación de todas las ideas y pensamientos, su expresión pública y su enseñanza ordenada a los estudiantes.

Esta limitación del ejercicio de la libertad de pensamiento puede ocurrir directamente por factores como la intervención militar y religiosa en una universidad, o bien por medios indirectos, como la manipulación de las instituciones con fines políticos y su paralización por movimientos ajenos a la vida universitaria.

Asimismo, en los últimos veinticinco años, el Estado se ha atribuido la nueva función de la evaluación de las universidades en cuanto a la formación de los estudiantes, a la producción de conocimiento y, sobre todo, en cuanto al uso de los recursos, pudiendo resultar de ello un aumento en la asignación de tales recursos o, como usualmente ocurre, una reducción de los mismos, a pesar de que cada vez los presupuestos universitarios son menos suficientes para desarrollar las funciones académicas fundamentales.

En la actualidad, en algunas universidades de carácter religioso se han llegado a prohibir temas de investigación y estudio, no sólo en las ciencias sociales y humanas, sino también en el ámbito tecnológico, como es el caso de la genética y la biotecnología.

¿Cuáles han sido entonces los puntos críticos de la autonomía universitaria a lo largo de la historia? Muchos coincidimos en que un punto crítico importante lo ha constituido el factor económico. La autonomía permite a las universidades demandar la asignación de subsidios para su adecuado funcionamiento, lo cual se torna crítico si tal subsidio no se administra eficientemente y con transparencia por parte del gobierno universitario. La carencia de fondos públicos se ve agravada por la presión demográfica que demanda el crecimiento de la matrícula estudiantil.

El Estado considera que las universidades deben rendir cuentas del uso que hacen de los recursos públicos, y cada vez más se observa la presión estatal para que sean los órganos del Estado los que realicen permanentemente auditorías a las cuentas públicas de la Universidad, en aras de la transparencia, de la eficiencia y del logro de cambios sustanciales en sus dinámicas institucionales. Lo anterior impacta más a aquellas universidades que se han encerrado en sus muros, sin asimilar en forma crítica los cambios sustantivos que traen consigo la sociedad del conocimiento, las tecnologías de la información y la llegada de un nuevo orden mundial y económico.

Otro punto crítico de la autonomía universitaria es que, bajo la sombra de la misma, los universitarios expresan su inconformidad, su malestar con políticas internas o sociales, rebasando el ámbito de la propia universidad, lo que ocasiona que las universidades sean vistas como fuente de conflicto social, al provocar desórdenes internos y alteraciones del orden social de un país.

La interpretación distorsionada del valor de la autonomía ha influido en las actitudes de ciertos sectores de la administración universitaria, provocando procesos ineficientes, burocratizados y poco transparentes; en otros casos, como el del sector estudiantil, dicha distorsión ha contribuido a aplicarle al espacio universitario, merced a la autonomía, una condición de extraterritorialidad, lo que se ha expresado, por ejemplo, cuando se impide que ingrese la policía al campus universitario.

Más recientemente, otro elemento crítico lo constituye la dimensión mercadológica de la prestación de servicios universitarios, que desde la segunda mitad del siglo XX se fue haciendo presente en las instituciones públicas, en virtud del cada vez más reducido financiamiento estatal. La búsqueda de recursos en el ámbito del mercado de bienes y servicios pasó a ser considerada como un mecanismo que expresa la inserción de las universidades en la sociedad, de modo que los gobiernos, al reducir o no aumentar las dotaciones financieras, empujan a las universidades a aumentar la prestación de servicios que obtengan valor en el mercado. Esta situación puede debilitar la autonomía universitaria, pues los intereses empresariales son distintos de los académicos, como ocurre, por ejemplo, con el inmediatismo en la aplicación de la propiedad intelectual sobre los resultados de investigaciones realizadas para la empresa privada.

El desafío más reciente para la educación superior y las universidades es que, en 1996, el Acuerdo General sobre Comercio de Servicios (GATS, por sus siglas en inglés) incluyó a la educación, particularmente a la educación superior, como un servicio comercializable. Bajo la falsa premisa de que la educación es un servicio económico, los gobiernos de ciertos países están exigiendo a la Organización Mundial del Comercio (OMC) que obligue a todos los países a abrir sus “mercados educacionales” a la competencia internacional. Para ellos, la enseñanza superior debería ser un servicio ofrecido por empresas diversas, de países diversos, de modo que el alumno/consumidor escoja su proveedor, como se hace con cualquier mercancía transnacional.

En este nuevo contexto, ¿cuál es la situación de la autonomía universitaria frente a un nuevo orden mundial y económico que empequeñece a los estados con macro políticas de ajuste estructural, apartándolos de funciones sociales sustantivas como la salud y la educación; que promueve la liberalización progresiva del comercio de bienes, servicios e inversiones, y que en esa tendencia, aparte de romper las fronteras nacionales, se prepara para romper las fronteras de la libertad académica y de la autonomía misma en las universidades?

Al respecto cabe anotar que el principio de la libertad académica concierne a cada uno de los profesores, investigadores y estudiantes, mientras que la autonomía concierne a la universidad, en cuanto institución. Ambos conceptos constituyen derechos, pero a su vez implican deberes que pueden ser resumidos en la responsabilidad social, que obliga tanto a la universidad como a cada uno de sus miembros.

La responsabilidad de las universidades se expresa por el deber que cada institución tiene de respetar sus obligaciones colectivas, por ejemplo, el respeto a la calidad, la ética, la equidad y la tolerancia; obligaciones de elaborar y mantener reglas de exigencia de naturaleza científica y administrativa, de implementar mecanismos de rendición de cuentas a la sociedad, mecanismos de autoevaluación y control, así como de evaluación por pares externos, y de exponer su gestión de modo transparente.

Por otro lado, las universidades deben explicitar políticas y estrategias institucionales que permitan incidir positivamente en las diferentes dimensiones de la responsabilidad social, tales como la contribución para la inclusión social de hombres y mujeres, de todas las razas y edades, en el acceso a las oportunidades de bienestar y desarrollo humano integral; la contribución para el desarrollo económico y social, y la contribución para el mejoramiento del medio ambiente, de la producción artística y del patrimonio cultural y natural.

En un ejercicio inteligente y responsable de su autonomía, las universidades deben constituirse en organismos que generen un examen crítico, no sesgado, de las realidades naturales, políticas, sociales, culturales y económicas de su país y su sociedad, y de los logros o limitaciones en sus avances hacia un desarrollo estratégico. Esta visión objetiva permite distinguir los valores y las necesidades profundas y trascendentales de una sociedad, diferenciándolas de las urgencias coyunturales o políticas de un gobierno; a su vez, las universidades ejercen un papel pertinente y relevante que les otorga solvencia académica ante los ojos de una sociedad que con sus impuestos las sostienen.

Vemos entonces que la autonomía, más que un mito fundante, permanece a través de la historia como un elemento vital de la identidad universitaria. La Magna Charta Universitatum, editada hace 14 años en ocasión del centenario de la Universidad de Bolonia, declaró que:

La Universidad es, en el seno de las sociedades diversamente organizadas y en virtud de las condiciones geográficas y del peso de la historia, una institución autónoma que, de modo crítico, produce y transmite la cultura a través de la investigación y de la enseñanza. Para abrirse a las necesidades del mundo contemporáneo, ella debe ser, en su esfuerzo de investigación y de enseñanza, independiente de cualquier poder político, económico e ideológico.

 

* Secretario General del Consejo Superior Universitario Centroamericano

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