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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.25 no.102 Ciudad de México  2003

 

Artículo

 

La alquimia de la educación. Ensayos de interpretación*

 

María Esther Aguirre Lora**

 

** Investigadora en el CESU, UNAM y profesora en el Posgrado en Pedagogía de la UNAM y de la UJAT. lora@servidor.unam.mx

 

Resumen

Después de precisar algunos de los significados atribuidos a la utopía desde sus orígenes, la autora analiza algunos de los ejes compartidos por los grandes relatos emancipadores del siglo XIX para llegar, en nuestros días, a apuntar algunos de los impactos que las políticas neoliberales tienen en la vida académica. El horizonte utópico que plantea incursiona en las posibilidades del educador, como actor colectivo, como sujeto histórico, para movilizar la transformación posible hacia la calidad de vida de los grupos con los que comparte un proyecto de transformación social.

Palabras clave: Género utópico, Educación, Alta modernidad, Globalización, Sujeto histórico.

 

Abstract

After specifying some of the different meaning given to the term "Utopia" since its origins, the author analyzes the main axes shared by the greatest emancipating stories of the 19th Century in order to show how, at the beginning of the 21st, the neo-liberal policies influence academic life. The Utopian horizon she deals with has to do with the educator's possibilities, both as a collective actor and a historical subject, to move the feasible transformation towards life quality for the groups with whom they share a social transformation project.

Keywords: Utopian genre, Education, High modernity, Globalization, Historical subject.

 

El hombre es una decisión. Nuestros valores se
inscriben al término de la acción mediante la
cual hacemos nosotros mismos, de los instantes
que vivimos, nuestros tiempos.

Bachelard

 

De qué manera los procesos educativos inciden en la transformación de la vida de personas y sociedades, de grupos e instituciones; en el avance científico, cultural y tecnológico, en el mejoramiento económico de los grupos humanos; cómo es posible dirigir estos cambios de la manera más pertinente, plural, ágil y valiosa, son preguntas y reflexiones que están siempre a la orden del día en el campo de los estudios sobre la educación, en espera de explicaciones y abordajes que resulten más convincentes para nuestra compleja realidad. Su comprensión requiere de la convergencia de diversas herramientas teóricas, entre las cuales, recurrentemente aparecen, hoy como ayer, las posibilidades del pensamiento utópico, movilizador del cambio en educación. En este contexto, el propósito del artículo es incursionar en algunos de los sentidos que la utopía ha tenido, en términos generales, en el proyecto de la modernidad y con los que se perfila en los proyectos neoliberales, e incursionar en algunos de los sentidos que puede tener hoy, para los que nos desplazamos cotidianamente en el ámbito de la educación.

Las tradiciones del género utópico de tarde en tarde nos hacen adentrar en uno de los territorios más fecundos y complejos del pensamiento de los últimos quinientos o seiscientos años por lo menos, en una de las invenciones de la modernidad que, a través de sus múltiples aristas, no cesa de fertilizar el terreno de lo educativo, de lo social.

Ciertamente la utopía nace en Occidente en torno al siglo XVI, en las tramas sutiles que se tejen entre el saber y el poder, con un sentido político que arrastra consigo las formas posibles del gobierno de la sociedad y las proyecta a la educación. Se trata de un campo de tensiones y de conflictos entre el saber y el poder, de pugnas por la delimitación de territorios, de establecimiento de esclusas para evitar intromisiones. Y si bien es una de las expresiones del imaginario colectivo que se abre con la modernidad, en la perspectiva del tiempo lineal que se desplaza en pos de las promesas de futuro, con el mito de Prometeo contiene, en germen, sus atributos: Zeus, señor de los dioses, representa el poder, y manda encadenar a Prometeo, que representa el saber y la proyección inteligente del futuro, en la cima de una roca, castigándolo por haber mostrado a los hombres el arte del fuego. Ahí permanecerá, de por vida, como inmortal que es, con un águila que lo ronda y le desgarra el hígado sin que se lo destruya definitivamente —el hígado, como sabemos, es el órgano que representa el humor melancólico, que es el propio de los intelectuales—. Prometeo, al igual que Zeus, es un dios y no se doblega ni se doblegará jamás a su poder, tanto es así que acepta el castigo; ambos son dueños y señores de su territorio, no hay intercambio entre ellos, no existe la posibilidad de llegar a un acuerdo, no se tienden puentes en ninguna dirección.

El mito prometeico nos permite avizorar una de las coordenadas en las que se desplaza la utopía; el saber, con sus atributos de añoranza, de búsqueda de perfección, de plenitud, de autonomía, y la pugna con el poder, que lo expulsa de su terreno, que lo quiere doblegar y someterlo; que lo castiga. El relato despliega el drama que subsiste permanentemente entre el saber y el poder, motivo que atraviesa las construcciones utópicas.

 

LA UTOPÍA, UN TERRITORIO ACOTADO

Si asumimos que la utopía es una de las expresiones del imaginario colectivo, ¿qué rasgos la delimitarían frente a otras manifestaciones de este género?, ¿cuáles pueden ser los alcances del pensamiento utópico en la educación?

• Como género se definió en el siglo XVI con la obra del inglés Tomás Moro (1478-1535) quien, influido por los viajeros que descubren tierras ignotas, propone el viaje a Utopía (1516), una isla de-ninguna-parte cuya organización política y vida social se plantean en términos de la más absoluta de las igualdades. Del griego u, negación, y topos, lugar, remite al no-lugar, al lugar inexistente. Coexisten por esos años otras elaboraciones de este tipo muy conocidas: La ciudad del sol (1602), del dominico napolitano Tommaso Campanella (1568-1639), cuya construcción, circular y radial que alberga en el centro al sumo sacerdote, expone en sus muros, a la vista de todos, el conocimiento; la otra de la trilogía es La nueva Atlántida (1623), de Francis Bacon (1561-1626), en pos de nuevas formas de conocimiento propiciadas y concentradas en la Casa de Salomón. Una vasta producción de este tipo se siguió dando desde entonces hasta nuestros días, incluido éste en que el lector revisa este texto.

• Las utopías ciertamente son una de las expresiones del imaginario colectivo pero propias de los letrados: son un ejercicio de inteligencia, sana combinación de fantasía y razonamiento que proyecta el lugar deseado, el tiempo imaginado liberado de las presiones del poder donde el deseo construye mundos posibles, habitables.

• Si bien las utopías "son hijas de su tiempo" y su sentido se recrea constantemente proyectando alternativas para las necesidades y los conflictos que experimentan los distintos grupos sociales y las diversas épocas, todas ellas participan de cierta dosis de "locura", sana o menos sana, de fantasías de mundos al revés, trastornados, en comparación con lo que una sociedad, un tiempo, fijan como normal, aislándolo de lo que no lo es para evitar que el mal se disemine por todas las ciudades. En las utopías se sedimenta una de las más sugerentes narrativas medievales, la de La nave de los locos, temática compartida por varios —Sebastián Brand, con su Narrenschiff Artemius Güdrom, con su Ars navigatoris, entre otros—, según la cual embarcaban a los locos y los conducían a alta mar, donde las aguas eran más profundas y las corrientes más fuertes; ahí los dejaban, en medio de delirios, de conversaciones extravagantes y de estados oníricos que no iban a ninguna parte. El aislamiento y el abandono representaba la posibilidad de su curación o de su muerte. Ahí se acababa el problema.

Erasmo recogió muchas de estas lecciones en su Elogio de la locura (publicado al inicio del siglo XVI, que está detrás de la Utopía de Moro), y las leyó desde otra perspectiva; si la locura está en todos lados y la sabiduría se recluye en unos cuantos, hay que trastocar los términos y aventurarse en un gesto de locura, el único posible, a pensar la vida desde lugares renovados, a cambiar las cosas, a proponer un nuevo centro en el que converjan sueño y realidad, locura y proyecto para asir el futuro. Así, la sabiduría penetraría en todos los rincones.

La crítica hacia las utopías, y la negación de sus posibilidades, también se ejerce distorsionándolas e invirtiendo sus propuestas, como sucede con Cyrano de Bergerac en El otro mundo o los estados e imperios de la Luna (1657), partícipe de la locura, de la inversión de los mundos, quien, con perplejidad, se plantea: "¿Cómo formar otro mundo, cuyas contradicciones, lejos de influir sobre su crecimiento, sean las condiciones mismas de su posibilidad creadora?" (Bergerac, 1992, p. 34).

• Las utopías nacen de una fractura, de la crisis, del conflicto que sobrepasa los límites de lo aceptable. Alrededor de ellas hay añoranza y desasosiego que tienden a buscar nuevos centros que restablezcan el equilibrio. Surgen como reacción de la inteligencia que no quiere someterse a la opresión de la realidad que por momentos se recrudece volviéndose insoportable. A través de ellas se moviliza un potencial capaz de desprenderse de la vida diaria para imaginar nuevos horizontes de expectativas.

• Las utopías, como género literario, también son herederas de otras tradiciones medievales: el gusto por las fábulas, que siempre encierran una moraleja, que plantean una lección, una enseñanza. Plantean modelos a seguir, ejemplos de vida social.

• Quieren conjurar el caos y la incertidumbre, por ello construyen universos cerrados en los que todo está ordenado, regulado y previsto hasta en sus ínfimos detalles. La consigna asumida de evitar todo lo que pueda corromper o distorsionar el proyecto hace que se tracen fronteras, reales o imaginadas, entre ese mundo que se quiere perfecto y el exterior: el agua rodea la porción de tierra que se habita, como en el caso de La nueva Atlántida; las murallas, altas, concéntricas, que rodean la sociedad deseada organizan a los pobladores de La ciudad del sol, de Campanella; devienen enclaves.

• El incentivo de las utopías es el deseo de poder habitar de otra manera, mejor, más plena y gratificante, el tiempo y el espacio. Y si bien las construcciones utópicas se datan en torno al siglo XVI, puede decirse que su posibilidad ya se plantea en el siglo XII, con las profecías de Joaquín De Fiore que permitían avizorar el advenimiento de una nueva era. Así, participan del milenarismo, uno de los legados más significativos del pensamiento judeocristiano y de sus diversas versiones secularizadas. Corren en pos de la esperanza, como bien lo plantea la obra cimera de Ernest Bloch que concreta su ontología del "todavía-no", dirigida al horizonte de lo posible (Bloch, 1977).

• Las utopías muestran improntas del neoplatonismo, herencia también del cristianismo, buscando el perfeccionamiento y la armonía en sus diversas formas, pero no por ello dejan de ser fundamentalmente laicas, secularizadas: no es Dios el que resuelve las cosas, es el hombre, con su autonomía, con su libre albedrío, responsable de sí mismo y de los demás el que, optando por obrar bien o mal, también decide participar en la construcción de lo que es bueno para todos. La utopía pertenece al mundo de los hombres, conflictivo y laberíntico, que toma la vida entre sus manos e imagina las salidas posibles.

• Esto nos lleva a reconocer en ellas el espíritu del Renacimiento que restituye al hombre su dignidad y lo coloca en el centro del universo, como enlace entre los mundos posibles, capaz de construir su propia morada en la tierra. El lugar que a partir de entonces se le atribuye al ser humano le permite ampliar el horizonte de la mirada: ya no se trata solamente de ver hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, hacia atrás, como bien lo expresa la pintura medieval, sino de fijar un punto en el horizonte para proyectar en un continuum el conjunto de lo que se desea percibir, dando un ordenamiento a los elementos y aspectos que se seleccionan para constituirlo. No es casual que el siglo XV descubra el sentido de la proyección y de la perspectiva; por eso puede pintar otros mundos cercanos, imaginar la vida en otros lugares y dar la posibilidad a seres humanos y sociedades de adueñarse del porvenir. El interés renacentista por el diseño arquitectónico, por la construcción de ciudades con un sentido más humano que propicie la vida de otra manera, también ejerció un gran atractivo en aquellos que se darían a la tarea de inventar otros reinos del saber, donde el poder fuera subsidiario de su deseo.

• Pero la tensión y la pugna entre el intelectual y el gobernante, la contienda entre el saber y el poder por el dominio del espacio, no siempre cede: el poder domina el espacio de la realidad; el saber lo 'pinta' imaginándoselo como le gustaría y ésta es su arma, la dimensión política de su actuación, a través de la educación, de la producción de conocimiento, mediada por las alianzas, por las batallas dadas, por el espacio ganado para otros mundos posibles, para otros tiempos venideros.

• En el curso de los siglos el utopismo desplaza el foco de su atención del espacio al tiempo. Me explico: alrededor de los siglos XVI y XVII, cuando los descubrimientos de otras tierras no se habían agotado, el imaginario colectivo que nos ocupa se planteaba como utopía propiamente dicha: ciudades remotas emplazadas en otros lugares aunque coexistieran en el mismo tiempo. En la medida que avanza la Ilustración, orientada por la perspectiva lineal que corre en una sola dirección en pos del progreso, del dominio de la razón, y en el momento en que ya se sabe que no hay más tierras por descubrir, la utopía se transforma en ucronía, es decir, la ciudad se imagina, se proyecta no en otro espacio, sino en otro tiempo, el del futuro que conlleva la posibilidad de su realización, como se lo planteó el marxismo.

 

LA ANTIGÜEDAD DE LA NOVEDAD

Ubicados en el parteaguas del presente, propicio para remontarnos a una visión retrospectiva y, a la vez, señalar algunas tendencias del futuro inmediato, en principio, es posible afirmar que el contenido de las utopías no es novedoso, marca una constante en los anhelos y sueños que muestran facetas de lo inacabado, de lo que no se ha resuelto, de lo que está pendiente; expresan fisuras frente a todo aquello que se impone, de manera arbitraria o no deseada, sobre la vida social. En los intersticios expresan el deseo de dar forma, de habitar de otro modo la vida, el tiempo del mañana, indicio de modernidad.

Las utopías se desplazan de Occidente a tierras americanas; también en ellas florecen. Las Américas, aún antes de su deslinde en la América de cuño latino, católica, y la anglosajona, suelo de evangelizadores protestantes (puritanos, calvinistas), desde muy temprano no sólo no estuvieron ajenas a las utopías; ellas mismas fueron tierra de promesas incumplidas, de sueños de redención, de salvación. Baste recordar a los primeros franciscanos, que llegaron a la Nueva España alrededor de 1523 y 1536, procedentes de las atmósferas milenaristas de la Europa de las reformas religiosas, entusiasmados con la reforma de la iglesia española que propusiera, hacia 1496 el cardenal Ximénez de Cisneros con la que podría realizarse el viejo anhelo de las órdenes mendicantes fundadas por Francisco de Asís hacia el siglo XIII y cuyo deseo era el retorno al cristianismo de los primeros tiempos. Su utopía educativa, inicialmente concretada en el centro del país —Texcoco, donde se le daría a los aborígenes un oficio y elementos para reorganizarse autónomamente—, se dirigió a conquistar las almas de los indígenas, con lo que compensarían las que se habían perdido en Europa con motivo de las luchas con las iglesias evangélicas. Pensar y ubicar el no-lugar en tierras americanas posibilitó que las utopías educativas de los evangelizadores se multiplicaran a lo largo del siglo XVI, con Vasco de Quiroga, Bartolomé de las Casas y otros más. Pero también, procedentes específicamente de los indígenas, los anhelos de liberación y autonomía canalizados en movimientos religiosos colectivos, no carentes de programa educativo, que se desencadenan a partir de la profecía como señal sagrada que marca el inicio de una proyección mesiánica, son recurrentes desde el siglo XVI hasta el siglo XXI.

Las utopías, como proyección social, apuestan a la justicia, a la dignidad, a la paz, a la igualdad, a la armonía, al poder del conocimiento, pero cada uno de estos movimientos genera su propia dialéctica, de modo que las utopías americanas de los evangelizadores europeos del siglo XVI fueron el punto de partida de lo que, pasando varios lustros, abriría el horizonte de expectativas e interrogantes sobre la vida social en curso en diversos tiempos y lugares, generando reacciones críticas, fermento de las posibilidades de transformación. Las circunstancias en que florecen las utopías marcan tendencias en las aspiraciones de las que emergen, en una perspectiva de largo aliento, señalando coincidencias en aquello que las sociedades modernas experimentan como problemático, escenarios donde también tiene lugar la educación.

Si tratáramos de hacer una apretada síntesis de los imaginarios colectivos que, a partir del concepto de utopía, ha heredado la modernidad a los educadores, en el curso de quinientos años por lo menos, podríamos identificar, entre otros, los siguientes ejes, que se cruzan entre sí, asumidos como aspiración, para ordenar la vida social:

• Comunidad universal. La comunidad data de milenios atrás, desde las alianzas judaicas; la aspiración ecuménica que procede de la cristiandad, de los cismas y rupturas entre las iglesias, de los conflictos bélicos, emigra a la modernidad, siempre en pos, sea como añoranza o como modelo, de la unidad de todos los seres humanos. Diversas utopías coinciden en el deseo de ir más allá de las fronteras de los estados, de superar barreras marcadas por los poderes territoriales, fuente de arbitrariedades y opresiones. La cosmópolis, la comunidad mundial, la sociedad planetaria, la unificación de todas las naciones, los estados unidos planetarios, serán el escenario de los ciudadanos universales, los habitantes del cosmos, los organismos internacionales vigilantes de la paz, la seguridad, la distribución de los bienes, la concentración del saber.

• Comunicación universal, que impulsa, desde muy temprano, a la búsqueda de lenguas y lenguajes universales, base del entendimiento universal, sucediéndose el latín, los símbolos, los emblemas y otros, a los que se integrarán las técnicas de comunicación (telégrafo, correo, teléfono); los medios de transporte que desplazan a los convencionales; el ilusorio y frágil ciberespacio de nuestros días.

• Saber universal, como cualidad restauradora de la vida humana, donde el ser humano domina la naturaleza y, a través de la ciencia y de la técnica, emplea los recursos para el mejoramiento y perfeccionamiento de la condición humana, de las sociedades.

• Economía planetaria, donde los intercambios económicos oscilan entre el acceso de todos, indiscriminadamente, a la distribución de bienes, son los sueños comunitarios del socialismo y del comunismo, pero también del nacional-socialismo y del fascismo, a la libertad de adquisición, de producción, a la unificación mundial del mercado —es el viejo sueño de la república universal mercantil planteado por Adam Smith en pleno despliegue capitalista de finales del XVIII (véase Smith, 1961) y continuado por Saint-Simon (1760-1825) apelando a la conservación de la paz en el mundo y el mejoramiento de las condiciones de la vida, a partir de los industriales.

Salta a la vista que el anhelo que subsiste en las construcciones utópicas es el de la unidad de los seres humanos, donde persisten, sedimentadas en medio de una cosmovisión secularizada, tradiciones judeocristianas, del tiempo de la espera, de la llegada del Mesías como portador de salvación. En cada caso se trata de lograr la paz, el progreso, el conocimiento, el perfeccionamiento, la razón, la felicidad, la armonía, el bienestar, la igualdad, la equidad, la tolerancia, la verdad, la prosperidad, o bien se proyectan destructivamente, como sucede en las antiutopías y distopías. Las decisiones, de acuerdo con las prioridades del modelo de ordenamiento social, las toman los sabios, los científicos, los empresarios, los ingenieros, y así sucesivamente, pero siempre está presente la consigna de redimir a la sociedad de lo que se perciben como sus carencias, sus limitaciones, sus males.

Éste ha sido el contexto de las utopías educativas; el de la proyección de la educación, que comparten los países occidentales y los que estamos en el ámbito de su influencia.

En el caso de nuestro país en particular, y de nuestra región latinoamericana en general, a partir de los movimientos de independencia con respecto de las metrópolis ibéricas, el campo de lo utópico se inscribe en las narrativas de los liberales ilustrados, que conocemos muy bien y en las que hemos creído, creemos, a pie juntillas: las de la emancipación dirigida a superar las desigualdades e injusticias sociales, donde las narrativas en torno a la educación-escolarización juegan un papel decisivo para los grupos sociales que se quieren, se requieren, modernos. Manuel Payno, Altamirano, Ignacio Ramírez, el propio Maximiliano, Juárez, Guillermo Prieto, los rebsamenianos, Justo Sierra —y la lista sería interminable—, apostaron, desde la diferencia de sus posturas y de su circunstancia, al utopismo en educación.

De hecho, hubieron de sucederse más de doscientos años durante los cuales se fue consolidando paulatinamente la convicción de que los dones de la Ilustración y la expansión de las redes escolares constituían el Medio, así con mayúsculas, para hacer de los mexicanos una sociedad civilizada, equitativa, democrática, próspera, formada por ciudadanos educados, capaces de contribuir al logro del bienestar común a través del estudio, del trabajo, de la conservación del orden y la paz social, del conocimiento y observancia del código de deberes y derechos. El compromiso con el otro genera expectativas y respuestas a ellas que marcan una forma de ser. La razón, y no las creencias mágicas, las supersticiones oscurantistas y los fantasmas fetichistas propios del pasado colonial, habría de dominar la visión del mundo, la regulación de las relaciones sociales, el comportamiento ético de las instituciones. Educación y saber constituyeron un bien común, por sus cualidades intrínsecas para perfeccionar seres humanos y sociedades, para hacer los nuevos hombres que necesitaban las nuevas sociedades. El Estado sería el garante de la equidad, de la democracia y del bienestar colectivo, el motor de la modernización y del cambio; se trata de la emergencia del Estado educador, robusto, capaz de difundir los dones de la Ilustración entre los más amplios y recónditos sectores de la población; la escuela pública y los maestros serían los gestores de su política cultural, plenamente identificados con sus instituciones.

Desde entonces se acuñó la fórmula escolarización igual a movilidad y progreso, marcada a fuego en nuestras convicciones: el estudio y el esfuerzo constituían las vías posibles para superarse personal y socialmente, para desplazarse en el juego de posiciones sociales y económicas jamás imaginadas. Escuela, moral y ciencia redimirían a personas y sociedades en continuo progreso y avance a niveles de mayor realización.

La batalla por esta empresa, recreada en el curso de más de doscientos años, ha constituido el fermento de utopías y proyectos educativos de diverso tipo, aún no saturados.

 

EL PUNTO EN EL QUE NOS ENCONTRAMOS

Hoy el neoliberalismo y la globalización forman parte de nuestras preocupaciones y discusiones cotidianas; los efectos de las embestidas modernizadoras que, de 1990 en adelante, han experimentado nuestras instituciones educativas, ya se perciben en varios planos. Sabemos que 1989 fue la evidencia que marcó el parteaguas entre la modernidad y lo que se conoce como posmodernidad, cuando el muro de Berlín se hizo añicos —pasó a ser un souvenir más que se podía comprar en cualquier tienda de turistas—, irrumpiendo en el juego de fuerzas que mantenía el equilibrio mundial no sólo en el campo de lo económico; también en otras esferas de la vida social. Pareciera que, de unos cuantos años para acá, abruptamente nos confrontamos con la perspectiva de ser absorbidos por los mercados internacionales, los grandes consorcios transnacionales, la mayor dependencia de las economías mundializadas. Cada día, en la prensa, en la radio, en la televisión, las noticias resultan alarmantes: se venden bancos tradicionalmente mexicanos —como el Banco Nacional de México, BANCOMER y otros—; se venden empresas nacionales, lo que hace pocos años era impensable; nos llenamos de Mc Donalds, de Sam's Club, de Carrefour, de COSTCO, y el eurodólar nos confronta con la amenaza del mexdólar. Cada día experimentamos los coletazos de un Estado benefactor que se diluye y se desentiende, como puede y hasta donde puede, de su compromiso con amplios sectores de la población. Nuestra vida parece suspendida de los hilos de los grandes centros económicos mundiales.

¿Será que el vuelco es radicalmente novedoso?, ¿o ya había indicios que anticipaban este futuro? Me inclino, como lo hemos venido analizando, por considerar que el momento actual, por sorprendente que nos pueda parecer, con su carga de desazón, de desaliento, de incertidumbre, es resultado de las viejas aspiraciones y sueños del hombre, constantemente recreados, empeñado en atrapar el porvenir a través de la economía, el conocimiento, la comunicación, la comunidad universal; ahora lo hace a través de la economía global, la comunicación cibernética y mediática, la sociedad de la información. Las soluciones del presente son resultado de las múltiples expresiones del pensamiento utópico que se entrecruzan a lo largo y a lo ancho de la modernidad; quizás por ello me adhiero a la forma en que Giddens y Augé conciben lo que otros autores llaman posmodernidad; uno, el sociólogo inglés opta por denominar este momento alta modernidad (Giddens, 1993), en tanto que el antropólogo culturalista francés lo designa sobremodernidad (Augé,1993). En ambos casos nos remiten a la exacerbación y polarización del orden social que implica la globalización —si optamos por el anglicismo— o la mundialización —si nos inclinamos por el galicismo. Immanuel Wallerstein, por su parte, hace ya dos décadas viene hablando del inevitable sistema-mundo —como en su momento Braudel hablaba de la economía-mundo—, señalando la interdependencia planetaria en todos los órdenes. Actualmente tenemos conciencia de que todos estamos en el mismo barco y compartimos, por fuerza o por destino, los peligros que acechan en altamar.

Esto ha revertido el signo de los discursos y de las prácticas sociales y culturales. Ha replanteado el papel social de la educación y el conocimiento; las tareas del otrora Estado educador.

La situación en cada uno de los países occidentales y americanos —latinos y anglos— es por demás compleja; presenta múltiples aristas y particularidades que habría que analizar con mayor detenimiento, pero lo que queda claro es que en el curso de estos siglos la modernidad, si bien ha tenido importantes logros, no ha cumplido muchas de sus consignas. Lyotard (véase 1990), al inicio de los ochenta, aporta nuevos contextos de referencia para pensar el resquebrajamiento del orden social al apuntar a la disolución de las promesas de la modernidad, tales como el dominio de la razón, de la verdad, de la equidad, cuyo propósito era crear las posibilidades de la convivencia humana. El desmembramiento —desagregación— de los grandes relatos, que en un momento dado constituían las promesas válidas para todos, la unión posible de todos, y la pérdida de credibilidad e interés en el Estado-nación, las instituciones, los partidos, genera un movimiento posmoderno en el que prevalece la pérdida de esperanza y el desencanto respecto a la vida social que hubiera podido ser, liberada de todos sus lastres y opresiones. En un movimiento pendular se quiere lejana al racionalismo, a la Ilustración.

Esto que muchos pensadores llaman el "fin de la modernidad", Edgar Morin lo dice con mucha claridad:

Nuestra civilización, nacida en Occidente, soltando sus amarras con el pasado, creía dirigirse hacia un fututo de progreso infinito que estaba movido por los progresos conjuntos de la ciencia, la razón, la historia, la economía, la democracia. Ya hemos aprendido con Hiroshima que la ciencia es ambivalente; hemos visto a la razón retroceder y al delirio estalinista tomar la máscara de la razón histórica; hemos visto que no había leyes en la Historia que guiaran irresistiblemente hacia un porvenir radiante; hemos visto que el triunfo de la democracia definitivamente no estaba asegurado en ninguna parte; hemos visto que el desarrollo industrial podía causar estragos culturales y poluciones mortíferas; hemos visto que la civilización del bienestar podía producir al mismo tiempo malestar. Si la modernidad se define como fe incondicional en el progreso, en la técnica, en la ciencia, en el desarrollo económico, entonces esta modernidad está muerta (Morin, 1999, p. 67).

Una de las pérdidas más significativas que acarrea la llamada posmodernidad en el terreno de la educación, es la crisis de sentido de lo social, ámbito en el que fermentan utopías y proyectos educativos.

En el momento actual, sea que optemos por llamarlo posmoderno, neoliberal, globalizado, mundializado, apelando a una de sus vertientes y a los lugares desde los cuales se interpreta, lo que nos queda claro es que se ha ido imponiendo por unos cuantos, un modelo de sociedad competitiva, regida por las leyes de la oferta y la demanda, por los modelos empresariales aplicados a todos los ámbitos para volverlos eficientes, racionalizando sus acciones. Todo parece indicar que estamos atrapados por los centros económicos que, a través de agencias de financiamiento, programadoras y evaluadoras, regionales e internacionales, tales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Banco Mundial (BM), Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económicos (OCDE), Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), y otras más, marcan las políticas de desarrollo institucional, educativas y culturales; el orden mundial que se quiere, conserva y amplifica los trazos iniciales del taylorismo; la sociedad, sus instituciones, sus actores se inscriben en las reglas de una economía de mercado. Esto impacta profundamente los comportamientos sociales, los estilos de vida, las opciones culturales, el sentido y la razón de ser de las instituciones educativas y culturales.

El desencanto, el escepticismo, la incredulidad y la violencia desplazan el modelo de sociedad de ciudadanos educados comprometidos con los demás para el logro de las mejores condiciones para todos, de las libertades individuales y sociales; el lugar privilegiado del saber, como un don cuyos frutos son la formación, el constante perfeccionamiento personal y social logrado a base de esfuerzo y disciplina, de participación y colaboración con las tareas del tiempo y de la sociedad. Ni el conocimiento ni la escolarización se consideran el medio per se de emancipación social, de nivelación de todos, como en otros tiempos. Se ha llegado a hablar, incluso, del fin de la historia, en la medida en que no hay futuro de que apoderarse, no hay posibilidad de trascender las condiciones sociales y personales.

La escolarización y la cultura se privatizan, se colocan en el mercado del mejor postor; el conocimiento pierde, poco a poco, las cualidades emancipadoras que le había atribuido la modernidad para realizar las metas de justicia social, democracia, tolerancia (véase De la Torre, 2000, pp. 277 ss.). El saber ha entrado en el circuito de la economía por medio de su comercialización; ahora es una mercancía más, un objeto que se compra, que se vende, un recurso del poder económico. Predominio económico que establece nuevos territorios de utopía —basta con echar una ojeada a los comerciales de la televisión y de la radio, a los anuncios publicitarios de las calles, del metro— con otros atributos que ofrecen otras promesas aparentemente a la medida del deseo de cada cual.

En este contexto, uno de los virajes más significativos es el del síndrome del individualismo: al romperse el compromiso con las tareas colectivas, al deslindarse de la colaboración con las tareas del Estado, que cada día se adelgaza más en medio de las presiones de los mercados globales y los cuellos de botella del financiamiento y de la deuda externa, el individuo se vuelca sobre sí mismo, sobre su realización personal a través de la libertad, la felicidad, el hedonismo y el presentismo, susceptibles de lograrse con el mínimo esfuerzo y renuncia de sí mismo. La ausencia de compromiso social se transforma en campo fértil de la indiferencia respecto a los males sociales, de insensibilidad a la intervención remedial del Estado, a la participación en los espacios de la vida pública. Otra de las ecuaciones de la vida social se trastoca. Me explico: si en los grandes relatos de la modernidad el individuo contribuía a la realización del destino social, al logro del bien común —y esto le daba sentido a su vida, consistencia a su comportamiento—, ahora se plantea al revés: la sociedad ha de servir de trampolín para la realización del individuo, para usufructuar una posición, para acceder al conocimiento:

En este contexto, ¿cuál es el valor que se atribuye a lo societal en la construcción de la persona?, ¿a qué espacio se delega el valor formativo de la solidaridad y compromiso con los proyectos colectivos?, ¿cuál es la ética que emerge? Todo esto, ¿quiere decir que se agotaron las utopías, que entramos a la edad de la atopía?

En nuestro presente hay aspectos positivos que hemos de rescatar, tales como la conciencia de la diversidad étnica, cultural, social, que se fortalece y desencadena la proliferación de programas de integración económica y cultural. El problema de la interculturalidad se ha transformado en un próspero campo de indagación que requiere soluciones inéditas para resolver la tensión permanente entre lo global, lo nacional y lo local. El momento actual es propicio a la movilidad, a la circulación de la información, al desarrollo de la privacidad, aunque también incide en la polarización social, fuente de conflictos que se agudizan al parecer sin solución, y esto ni podemos ni queremos olvidarlo. Podríamos decir que todavía no hemos tocado fondo.

Nuestras actuales instituciones educativas no son lo que eran; han cambiado su sentido y en esto no hay marcha atrás, pero también hay indicios de que se pueden propiciar otras condiciones más favorables para su desarrollo. El texto de Edgar Morin, que apuesta a un futuro humanizado en sus saberes, en sus instituciones, en sus formas de convivencia, recientemente publicado por la UNESCO (op. cit.), permite avizorar otras posibilidades que se abren en los contextos del cambio global.

 

ENRARECIMIENTO DE LOS LUGARES DE TRABAJO

En nuestro caso concreto, en nuestras instituciones específicas, ¿de qué manera ha incidido la convergencia tanto de las fisuras de las narrativas emancipadoras de la modernidad como la exacerbación de las políticas del neoliberalismo en la recreación de sentido de lo educativo que, aceleradamente, hemos percibido a la vuelta de unos cuantos años?, ¿qué indicios de estas transformaciones recogemos cotidianamente en nuestras comunidades académicas, en nuestro trabajo de todos los días?

En lo que sigue, particularmente me refiero a mi experiencia personal en las instituciones de educación superior y en los posgrados; soy consciente de que otros niveles escolares tienen sus propios caminos, que sería interesante profundizar en otra ocasión. Creo, sin embargo, que hay tendencias que, si bien difieren en su especificidad, las compartimos.

Transitar del paradigma de una sociedad que aspira a constituirse por ciudadanos educados, civilizados al paradigma de una sociedad que quiere integrarse por individuos competitivos, en mayor o menor medida, trae aparejadas una serie de implicaciones que podemos organizar en los siguientes rubros.

 

Excelencia académica, o el discurso de los imprescindibles versus los prescindibles

En los centros de educación superior, abocados a la docencia y a la investigación, el parámetro de la calidad académica, de la excelencia y ahora de la competitividad internacional, hace rato que se fijó como el espejo en el que tendríamos que mirarnos para apreciar nuestros avances, nuestros logros, nuestras deficiencias y limitaciones, como personas, como grupos de trabajo, como instituciones. La política de Salinas de Gortari (1988-1994), a partir de la evaluación que hicieran organismos institucionales, BID, respecto al desempeño de nuestras instituciones educativas en sus diversas modalidades y niveles, desplazó el foco de atención de la planeación a la evaluación. Desde entonces han proliferado los organismos, los expertos y los programas de evaluación, nacionales e internacionales, más allá de la bondad o no de estas tareas.

Acordes con las políticas neoliberales y los procesos de globalización, la búsqueda de la excelencia, de la calidad, constituye, podríamos decir, la versión neoliberal del sistema de premios y castigos, a partir de la cual el académico, como individuo, se realiza y distingue de entre los pares, mostrando su capacidad de trabajo, de liderazgo, de iniciativa, de las competencias esperadas. Por medio de estos atributos se opera un proceso de deshomologación de los ingresos económicos, fijados por el nombramiento original institucional, y de compensaciones salariales que se otorgan en cada caso particular, sujetas a revisiones periódicas y a concursos, tales como las Becas de Desempeño Académico, la membresía al Sistema Nacional de Investigadores, PROMEP, diversos fondos del CONACYT, y otros más, cuyos principios se distancian de la intención de origen, distorsionándose, en la medida que devienen la fuente de compensaciones salariales. El reconocimiento de los académicos de excelencia redunda en las instituciones de procedencia, también en camino a transformarse en centros de excelencia, que pueden recurrir a programas de financiamiento complementarios en la medida en que la calidad de su trabajo quede certificada y quizá estén en condiciones de competir internacionalmente con instancias similares, pues la corona de laurel y la victoria nunca se garantizan, ni siquiera de un periodo de evaluación al otro. Siempre media el reconocimiento y prestigio que corre de afuera hacia dentro, ponderado por las comisiones evaluadoras en turno; no parte necesariamente de la propia convicción y el compromiso con el trabajo.

Puede decirse que el mundo académico que va en pos de la excelencia, de motu proprio o por decreto, cada vez está más atrapado en las redes de la evaluación que le implican la elaboración de acuciosos informes de trabajo y de fotocopiado de papeleo, pues ha de comprobar detalladamente que todo lo que dice que ha hecho, es cierto. El resultado de estos procesos de evaluación, efectuados por comisiones ad hoc, es la diferenciación de los juegos de posiciones y de lugares ocupados dentro de las instituciones y en las comunidades académicas. Eduardo Ibarra, siguiendo a Clegg, señala la "existencia de grandes contrastes que parecieran facilitar la emergencia de nichos posmodernos" (Ibarra, 1997, pp. 49-86), que, al actuar reubicando a su personal, da lugar, a dos emplazamientos, suficientemente diferenciados entre sí: el de las masas y el de los nichos de excelencia, cada uno de ellos con sus particulares condiciones de trabajo, de anonimato reconocimiento y prestigio. El asunto nos coloca frente a la naturalización del comportamiento de la excelencia en la academia:

Los símbolos de la excelencia son utilizados para crear y acotar ciertas realidades, construyendo un significado compartido que adquiere su fuerza en la esperanza por ingresar de quienes están fuera y en la intimidación y el temor de salir que soportan quienes están dentro (ibid. p. 62).

Las facetas de la moneda de la excelencia académica de las instituciones de educación superior, o bien de la carrera magisterial, más allá del vicio de los papelitos que han de avalar hasta las acciones más difíciles de sujetarse a comprobación, a medición y a cuantificación, también han generado otro tipo de problemas que ahora se traen a la mesa de los comités evaluadores: la relación entre cantidad y calidad; la apariencia de productividad y eficiencia a nivel personal e institucional, en contraposición a la seriedad y consistencia de las aportaciones, a su proyección más amplia.

 

Vendimia de milagros académicos

La búsqueda de la excelencia y las políticas de certificación de calidad inciden en la vida interna de las instituciones, generando demandas y amenazas, algunas menos veladas que otras, que tienen que ver con las posibilidades de contratación o directamente con la conservación del empleo y el mejoramiento de los ingresos fijos de los trabajadores académicos, como es el caso de la obtención de grados para que, a la vuelta de unos años, nos erijamos en una 'sociedad de doctores'. De modo que, apelando a la necesidad de los académicos, se ha configurado una suerte de vendimia académica promovida por lo que podríamos llamar 'cuerpo de estrategas de la imagen' que montan cualesquiera de los escenarios requeridos: venta confidencial, por internet, de títulos y grados; elaboración de tesis a domicilio; participación en congresos internacionales, con cuotas diferenciadas a solicitud del cliente, según su interés en participar —y obtener la constancia respectiva— en la presentación de ponencias, de mesas redondas, de conferencias magistrales, y, por supuesto, no puede faltar la proliferación de doctorados y maestrías de dudosa calidad y beneficio —comúnmente denominadas "marca patito"—, que ofrecen todo tipo de facilidades para la obtención de grados, de manera independiente al proceso formativo que éstos deberían avalar. También se da la pericia de hacer informes equilibrándolos en cada una de sus partes, para que acumulen más puntos, por ejemplo, suele suceder que dos artículos publicados en revistas con arbitraje valgan más que un libro de autor. O bien, en el caso de la carrera magisterial, cuenta más tomar un curso que impartirlo, aunque éste sea totalmente ajeno a las necesidades de la propia preparación.

 

Síndrome de la "corrosión del carácter"

Vivir en una sociedad que ingresa tardíamente al neoliberalismo, al neocapitalismo y a algunas otras de estas tendencias, tiene sus ventajas: los términos de la flexibilidad, de la movilidad, de los riesgos que hay que enfrentar no son tan acusados como en las sociedades altamente desarrolladas, aunque las tasas de desocupación sí son más que evidentes y desalentadoras.

Al conversar con colegas y amigos de diversas instituciones académicas de procedencia, siempre se dan los comentarios de rigor sobre las pugnas entre los grupos, los protagonismos, las lamentaciones de las víctimas, la prepotencia de los victimarios, y demás. Esto no es totalmente nuevo; forma parte del conflicto en la vida de las comunidades académicas, pero sí se ha exacerbado en el último tiempo. Y no podía ser de otra manera si en medio de la participación en el trabajo de los grupos, de los cuerpos colegiados y de otras formas de colectivos, subsiste el proyecto de una sociedad no sólo competente, sino también competitiva que abre el espacio al individualismo radical, donde cada quien ha de velar por sus propios intereses, por su realización personal, por sus compensaciones económicas, sin perder tiempo ni energía en lo no redituable, en lo escasamente reconocido por los organismos evaluadores —se dan casos, por ejemplo, de quien elige, para publicar, sólo revistas arbitradas, y si son internacionales, mejor; de quien asesora tesistas sólo si proceden de instituciones altamente reconocidas, y los ejemplos podrían seguir multiplicándose—. Por lo demás, una sociedad competitiva necesariamente refracta las leyes de la libre oferta y la demanda en una nueva ética, la de la competencia, mediada por las zancadillas y los codazos, eso sí sutiles y evanescentes, pero efectivos a fin de cuentas.

Parece que el carácter social de la producción del conocimiento, la tarea de difundir a varios niveles y en diversos ámbitos los avances y elaboraciones se ha diluido. Sólo se toma en cuenta el juicio de los pares, el intercambio "entre iguales".

Las condiciones actuales también nos han impuesto, casi sin darnos cuenta, el aceleramiento de los tiempos, su saturación en múltiples actividades; un ritmo tal, una diversificación y proliferación de responsabilidades, no siempre a salvo del calificativo de 'burocráticas', que acortan los tiempos y las tareas que hay que concluir, con la consecuente falta de maduración y de profundidad en lo que se hace. Hay una tendencia a la superficialidad: relaciones con los otros de superficie; lecturas y estudio de superficie; compromisos de superficie, ponencias, documentos y otros escritos de superficie. Hay necesidad de aprender a flotar y esto constituye otra vuelta de tuerca al debate de la calidad versus la cantidad.

La fragmentación de los tiempos distribuidos en otras tantas actividades parceladas, la exacerbación de cumplir con las tareas previstas en el tiempo previsto, indicador de eficiencia, no siempre resultan exentos de rutina ni de insatisfacción. Las vacaciones se acortan o directamente se suprimen: no se puede perder tiempo y hay que tomar cuantos cursos se prescriban; la constante atención personalizada a los estudiantes exige más tiempo y dedicación de los que se puede, y el maestro no siempre sale bien parado. Todo esto genera tensiones y presiones, con efectos boomerang sobre la salud física y hasta mental... Ciertamente personas, grupos e instituciones hemos adquirido un carácter más dinámico, más acorde con los ritmos y exigencias de las sociedades en constante proceso de modernización, pero ello no nos exime de derrapar en lo ficticio, en las formas y apariencias.

La reorganización del trabajo académico en la actualidad plantea, también, a personas e instituciones, exigencias de movilidad, de flexibilidad, de apertura que, sin lugar a dudas, pueden resultar muy benéficas cuando no son prefabricadas, pero tienen un lado oscuro que es el de forzar los desplazamientos bajo la amenaza de incurrir en el incesto o la endogamia académica. Hay que salir permanentemente de las instituciones, hay que integrarse a grupos de trabajo cambiantes, hay que rotarse en diversos espacios y foros, y eso sin detenernos a pensar en qué momento se trabaja... Por otro lado, sabemos que los grupos de amistades de los adultos se dan, sobre todo, en torno a los proyectos compartidos en el trabajo cotidiano; es ahí donde se gesta un compromiso, un sentido de pertenencia y de lealtad, que son las camisetas con las que hemos convivido hasta ahora.

El trabajo, vivido con plenitud, es una fuente de realización personal y social, pero estas nuevas condiciones cambian su sentido e innegablemente influyen nuestra forma de ser, impactan nuestro carácter, nuestra estabilidad emocional, nuestras opciones a largo plazo.

 

EL EDUCADOR-SUJETO HISTÓRICO, ESPEJO DE UTOPÍA

Frente a este panorama, ¿podemos pensar que todo está perdido?, ¿qué no hay nada que hacer, más que "cerrar el changarro e irnos a nuestras casas"?

Los aspectos planteados no son nuevos; hace tiempo los estamos percibiendo. Nos llegan de muchos modos, por varias vías nos afectan. Pero también es cierto que no permanecemos de brazos cruzados, esperando fatídicamente el destino que nos deparen las transnacionales y demás...

Ciertamente la utopía es un producto cultural de la modernidad que se perfila muy temprano, cuando el ser humano se descubre como hacedor de sí mismo, como homo faber. Desde ese entonces hemos tenido la conciencia de que

más que mantener el mundo como lo hemos heredado, tenemos que darle nueva forma; nuestra dignidad depende de que así lo hagamos [...]. Nuestro trabajo en el mundo es crear, y la mayor creación es la propia historia (Sennett, 2000, p. 107).

Ésta es nuestra condición de sujetos históricos; al asumirla inevitablemente nos comprometemos a incidir en la perspectiva de cambiar nuestras condiciones y las de los otros.

Por lo demás, si antes no existió un solo relato utópico capaz de unificar las proyecciones de futuro de toda la sociedad, por más que los círculos intelectuales asumieran sobre sí la tarea de hacerlo, menos ahora que somos conscientes de la diversidad de proyectos, del papel que tiene el sujeto en la explicación del cambio social, de la multiplicidad de narrativas mediadas por el ámbito de la subjetividad.

Hace ya algunas décadas la indagación por vía de la subjetividad fortaleció otras formas de conocimiento, otros ejes para explicar el cambio y la transformación de seres humanos y sociedades que perfilaron lo que sería el giro biográfico en las ciencias humanas y sociales —esto sin desconocer que paulatinamente se ha filtrado en otros campos del conocimiento—, lo cual ha puesto de relieve la importancia de la experiencia del sujeto en la construcción social de la realidad, la necesidad de integrar en el conocimiento de lo social otras dimensiones personales tocantes a las emociones, a los afectos, a los anhelos, a las intenciones y motivos más profundos en la actuación de las personas, de los sujetos colectivos. Se trata de un observatorio que se ubica en la dialéctica de la convergencia entre la persona y la sociedad, entre el individuo y las estructuras.

De modo que si bien hemos tenido noticia de la existencia de las utopías educativas a través de las obras escritas que circulan, que leemos directamente o de las que nos hablan otros lectores, éstas no son una abstracción, la producción de un individuo aislado de la historia. Son indicios de lo que acontece en otros muchos espacios, con muchos otros sujetos sociales; entre ellos los educadores que, por definición, vivimos inmersos en las tramas de lo utópico, ya que este oficio siempre se ejerce cara a un mejor porvenir, a un ser humano más pleno, a un mundo más humano; parte de un principio de confianza en que las cosas pueden ser mejores. Esto nos marca; forma parte del carácter proyectual del ámbito de la educación y nutre las convicciones y móviles recurrentes: nuestra actuación queda innegablemente vinculada al Otro, con las expectativas y confianza que deposita en nosotros, lo cual nos hace responder —ser responsables— por nuestra acción en relación con él; esto fragua el carácter, estructura la propia identidad, conforma la solidez y consistencia de una respuesta.

¿Cuáles son los sueños de transformación social que se albergan en cada uno de nosotros?, ¿cuáles son las apuestas de futuro que compartimos día con día con amigos y compañeros, con estudiantes, en las comunidades académicas, en las instituciones donde trabajamos?

Los relatos biográficos de los educadores forman parte de una narrativa propicia para adentrarnos en el mundo del sujeto, y a través de él percibir la vida de un grupo social, de un tiempo dado; permiten aprehender el sentido de su acción, de su intención. A través de los fragmentos de experiencias dispersos en el relato se vuelve inteligible lo vivido; en ello se destacan las zonas luminosas y de penumbra, los vacíos, los aciertos, las desazones; el sentido de una vida, la complejidad de la dedicación a la tarea de educar.

La vida, recabada en los territorios del trabajo cotidiano —los grupos de escolares, los colectivos agrupados en torno a los contenidos de enseñanza, la proeza de coordinar una institución, las comunidades abocadas a las tareas de investigación en educación, la participación en los procesos de reformas académicas—, da cuenta de los momentos en los que se opta por la disyuntiva, en los que se expresan convicciones y se lucha por defenderlas, en los que se enfrentan los retos y las contingencias modelando una intención. En las biografías individuales, colectivas, institucionales y otras más, la narrativa trae a colación la persistencia en las empresas, las rutas que ponen de manifiesto los imaginarios colectivos, las mitologías compartidas, las utopías de transformación social en las que participamos.

Recorrer itinerarios en forma retrospectiva e introspectiva —y el relato biográfico es uno de los recursos idóneos para ello— permite darse cuenta del lugar en el que se está. Nos conduce a reconocer la condición mítica de la vida, espejo de aventura, ámbito donde acontece lo extraordinario. Los recorridos planteados conducen a reconocerse en la propia mitología personal, en los universos oníricos y en los silencios que se encierran en ellos, lugar donde las utopías devienen vida. Todo ello nos remite a la perspectiva de lo posible que se filtra en la experiencia humana.

Ninguna vida ha asumido una configuración, potencialmente rica compleja, si no prefiguró con anterioridad, a través de los sueños, la lucha con los propios límites, la necesidad de poner de manifiesto su propia singularidad. Cuando el biógrafo reconstruye el camino recorrido, necesariamente vuelve a andar las fantasías, las aspiraciones e ilusiones de las diversas edades transcurridas (Demetrio, 1995, p. 85).

Incursionar en la reconstrucción de las utopías educativas por esta vía, recuperando los fragmentos de experiencias vividas, nos hace conscientes de que lo que hemos sido, lo que hemos deseado; aquello por lo que luchamos y nos comprometemos está siempre con nosotros, no nos abandona, nos marca de por vida develando las claves de nuestras particulares mitologías. Participar en la construcción del futuro que implica, por definición, el acto de educar, nos coloca cara al tiempo del porvenir imaginado y deseado, nos hace partícipes de la aventura —del latín adventura, cosas que han de venir—, de todo aquello que, en algunos momentos más que en otros, nos ha hecho adentrarnos en territorios desconocidos a sabiendas de los desafíos que habría que enfrentar, de alguna que otra proeza que habría de realizarse; del sentido de los itinerarios del viaje, de los móviles de la búsqueda, poblados con los otros con los que se ha convivido y de los que se aprendió algo importante.

Podemos decir que la conciencia de nuestra condición de sujetos históricos nos hace un poco héroes a la antigua —no a la antigüita—. Para Homero, héroe era simplemente todo aquel que, en su condición de hombre libre, decidía participar en la aventura troyana en lo cual ya estaba implícita su decisión; el valor y la osadía para atreverse, para mostrarse y correr el riesgo de dejar su lugar, constituían el punto de partida de su actuación, de su palabra. Sobre él, nos dice Hanna Arendt, podía contarse una historia...

 

A MODO DE CONCLUSIÓN

• El género utópico como tal se inscribe en el ámbito de los discursos de la acción, en los que el hombre, como señala Ricoeur, "dice su hacer". Sus preferencias, sus motivos, su incidencia, su compromiso para consigo y para con los otros quedan conformados; la realidad, imaginación y el deseo les da forma, los modela imaginando mundos posibles a través de tarea formadora.

No podemos olvidar, alerta Ricoeur, "que el deseo es desear, y desear es hacer; por consiguiente, desear hacer es una parte de hacer" (Ricoeur, 1987, p. 31).

• La utopía resume la expresión de los sueños colectivos de transformación social, por ello su campo resulta de gran magnitud, inconmensurable; puede ser leído desde los pensadores que se dieron a la tarea de escribir estas construcciones imaginarias, que por lo demás expresan las preocupaciones y crisis de un momento dado, de un grupo social, pero también pueden indagarse en la biografía de los que se dedican al campo de la educación en su condición de sujetos colectivos, en el sentido de sus búsquedas profesionales, en su devenir como hacedores de historias.

• Por lo demás, es importante no perder de vista que sólo desde el sueño y la locura nos es dado movilizar las posibilidades latentes en cada uno de nosotros, compartirlas y afinarlas con los pares; sólo desde ahí es posible imaginar una educación diferente de aquélla plasmada en múltiples realidades que, enseñoreándose de los espacios, los oprimen, los rutinizan, los inmovilizan; les quitan vitalidad.

Finalmente, no podemos olvidar —como ya se señaló— que América fue, desde finales del siglo XV y durante el siglo XVI, y sigue siéndolo, tierra de utopía, de promesas. Ha constituido un fuerte acicate para pensar la vida desde otros lugares, para empezar a organizarla partiendo aparentemente de cero. Por lo demás, México ha sido pródigo en utopías educativas en el curso de su historia; hay muchos sueños que cristalizaron y, sedimentados, forman parte de la memoria colectiva de los mexicanos. Hacer una lectura renovada de ello no estaría de más, por el significado que tiene en las formas de imaginación educativa que nos requiere el momento presente.

 

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NOTA

* Una versión preliminar de este texto tuvo su origen en la conferencia magistral que presenté en el XVI Encuentro de Investigación educativa Realidad y utopía educativa, organizado por el Instituto Michoacano de Ciencias de la educación, 2002.

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