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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.65 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.22201/iih.24485004e.2023.65.77805 

Artículos

El camino hacia la despenalización del suicidio en la ciudad de México, 1812-1872

The Path to the Decriminalization of Suicide in Mexico City, 1812-1872

Francisco-Javier Beltrán-Abarca* 
http://orcid.org/0000-0002-5814-0132

*Universidad Nacional Autónoma de México (México) Programa de Posgrado en Historia fjavierbeltranabarca@gmail.com


Resumen

Este artículo analiza la supresión de las penas y la definición jurídica novohispana del suicidio como crimen en México en el siglo XIX, según la adopción del principio liberal de la utilidad social del castigo, así como su efecto en la impartición de justicia en la ciudad de México. Mediante el análisis de expedientes judiciales, manuales de derecho y prensa, se documenta que primero fueron abolidas las penas y que el tipo delictivo fue suprimido décadas después. Ese desfase provocó confusión y disparidad en el procesamiento penal y eclesiástico de quienes se dieron muerte por su voluntad o lo hubieran intentado.

Palabras clave: delito; justicia criminal; justicia eclesiástica; derecho de transición; secularización

Abstract

This article analyzes both the suppression of punishment and the Novo-Hispanic juridical definition of suicide as a crime in nineteenth-century Mexico, in accordance with the liberal principle related to the social utility of punishment, as well as how these changes impacted the administration of justice in Mexico City. It is here documented-through the analysis of judicial files, law manuals, and the press-how the abolition of punishment came first, and the suppression of the act’s criminal quality came later. This lag in turn caused confusion and disparities both in civil and in ecclesiastical judicial instances, when processing those who had committed suicide or had attempted to do so.

Keywords: crime; criminal justice; ecclesiastical justice; derecho de transición; secularization

Introducción

En 1800, José Santiago Téllez se quitó la vida en la cárcel de la Acordada tras ser acusado de ladrón cuatrero. Por “verdadero suicida” fue sepultado fuera del camposanto, en lugar profano.1 Esta decisión respondió a una tradición cultural y jurídica arraigada en los confines del imperio hispánico, según la cual el suicidio era concebido como transgresión al orbe terrenal, reflejo del orden natural y divino.2 A ello correspondía detener todo intento deliberado por cometerlo, mediante una permanente disciplina social inspirada en la doctrina cristiana, que enseñaba el valor trascendental de la vida humana como manifestación de la voluntad de Dios, o bien, con castigos jurídicamente establecidos, encaminados a intimidar y castigar.

Este artículo analiza cómo fue suprimida del campo del derecho y de la práctica judicial de la ciudad de México la cualidad delictiva del suicidio durante el siglo XIX. Tal cambio estuvo asociado a otros de más grande envergadura, como la aparición de una doctrina moderna del derecho penal y la disolución del orden imperial hispánico, dando paso a la intrincada conformación de los Estados nacionales. Ambos fenómenos posibilitaron el denominado “derecho de transición”, proceso que consistió en el desmantelamiento del entramado jurídico de la monarquía para instaurar uno de corte liberal. Esa renovación demandó desarraigar formas de administrar justicia de larga data, regidas por un pluralismo en las fuentes del derecho y por el arbitrio judicial. Empero, no fue sencillo ni inmediato instaurar una justicia legalista. En las décadas ulteriores a la independencia, el ejercicio legislativo nacional y estatal no barrió completamente con la acumulación normativa que por siglos alimentó a los derechos castellano e indiano. En diversas materias jurídicas se derogaron leyes antiguas, pero otras permanecieron inalterables, coexistencia que frustró la aspiración del gremio letrado de disponer de códigos modernos con que los jueces fundamentaran sus decisiones sin rutas laberínticas. Así, el primer Código penal del Distrito Federal de 1872, que eliminó el tipo delictivo relacionado con el suicidio, se ha entendido como una coyuntura histórica, pues fue “el paso definitivo para la sustitución del antiguo derecho colonial”.3 Pero la consolidación de un derecho positivo, o el cambio de paradigma de un pluralismo a un absolutismo jurídico,4 no concluyó ahí. Aun con la tendencia trazada de hacer de los jueces meros aplicadores de la ley, la práctica judicial conservó márgenes y resquicios que permitían una aplicación discrecional y diferenciada de penas para un mismo delito, debido, en parte, a la incompleta profesionalización de los impartidores de justicia.5

En las últimas dos décadas el interés por el tema del suicidio se robusteció a partir de investigaciones historiográficas que lo abordan desde metodologías y enfoques plurales, como la historia de las transgresiones, de las enfermedades mentales y de las representaciones culturales, por citar algunos. La tendencia ha sido analizar el periodo de 1875 a 1940,6 sin considerar en sus marcos explicativos la cuestión aquí analizada, mientras que ha sido poco problematizada por los estudios sobre la justicia y el derecho.7 Miguel Ángel Isais Contreras estudió el caso de Jalisco y planteó que, si bien su primer Código penal (1885), inspirado en el del Distrito Federal, desechó las sanciones para el suicidio consumado, el conato fue sujeto a persecución judicial, pues cuando trascendía el espacio doméstico se reputaba como alteración contra el orden público, al devenir frecuentemente en medio de escándalos, riñas y ebriedad.8Me parece, sin embargo, que en tales casos lo sancionable eran esas faltas, vinculadas o no con tentativas de suicidio; por el contrario, éstas no se judicializaban sin estar entrelazadas con aquellos desórdenes. Sostengo que al concluir el siglo XIX se había dejado de formular derecho dirigido a criminalizar el acto suicida y a sus autores. La única imputación conservada en ese renglón fue contra quienes asistieran a otros para quitarse la vida. Cierto es que varios autores han identificado que los discursos periodísticos y médicos posteriores al código de 1872 a menudo ligaron el suicidio con el mundo del crimen.9 Es de advertir que si se aludió a esa relación fue para evocar a la tradicional reprobación social, todavía vigorosa, que lo signaba de irreligioso e inmoral, pero ya expurgada del discurso jurídico.

Dos preguntas orientan este trabajo: ¿cómo se alcanzó la eliminación de la penalización y tipificación delictiva del suicidio desde las primeras legislaciones liberales hasta la aparición del Código penal? ¿Cómo influyó lo anterior en la administración de justicia? Propongo que el siglo XIX experimentó el declive de los mecanismos de contención del suicidio a los que hasta entonces se les reconocía efectividad, siendo el judicial uno de los más importantes. Ocurrió como resultado no de un único acto, sino de un camino con distintos momentos clave que definieron primero la extinción de las penas con que se castigaba y, sólo hasta más tarde, la eliminación de su tipificación delictiva en la ley escrita. El desfase entre un momento y otro generó falta de claridad sobre el tratamiento judicial que debía darse a quienes lo intentaran o cometieran. Por décadas no fue resuelta la disyuntiva: sancionar o absolver. Para demostrarlo me valgo del análisis de causas judiciales ventiladas en juzgados civiles y eclesiásticos, que no podrían comprenderse a cabalidad sin una revisión legislativa y de la literatura jurídica y médica de la época. Utilizo, además, editoriales, artículos de opinión y noticias periodísticas en torno a la conveniencia social de mantener recursos punitivos.

El texto consta de cinco partes. En la primera hablo de la estimación delictiva del suicidio por el derecho de antiguo régimen. En la segunda reviso las medidas legislativas que abonaron a la extinción de las penas, y en la siguiente presento los puntos de vista que al respecto sostuvieron abogados, médicos y publicistas. En la cuarta propongo algunas directrices que siguieron los juzgados civiles del periodo liberal al procesar casos por conato. Y en la última explico el proceder de la corporación eclesiástica ante el dilema de castigar o no a suicidas.

Hondas raíces de una penalización

La formulación jurídica del suicidio como delito se gestó en la Europa de los siglos V-XIII, y emanó de sectores letrados que cultivaron el derecho, la filosofía y la teología. La construcción de esa concepción se enmarcó en los procesos de sistematización del derecho romano-justiniano y de consolidación doctrinal de la Iglesia católica. Según Alexander Murray, las fuentes medievales de dicha normativa fueron plurales, pero coincidieron en asimilar al derecho común.10 Leyes civiles bizantinas cuyo foco punitivo fue la confiscación de bienes, por un lado, y leyes canónicas de la región occidental, orientadas a expiar al cuerpo, por otro.

Debido a la ausencia de pasajes bíblicos con una prohibición explícita, fueron obispos, teólogos y comentaristas quienes establecieron su condición criminal. San Agustín legó la interpretación del suicidio como una variante del homicidio,11 que perduró hasta el siglo XIX. Durante la Baja Edad Media, teólogos como Alexander de Hale y Tomás de Aquino lo reprobaron a la luz del pensamiento escolástico. Para este último representaba un pecado mortal, pues una vez consumado no se alcanzaba el arrepentimiento ni la comunión divina. Uno de sus razonamientos más trascendentales fue considerarlo un triple atentado: contra la inclinación del ser humano a su conservación natural; contra la comunidad, por despojarla de individuos con misiones terrenales asignadas desde un plano sagrado, y contra Dios, creador y dueño de la vida.12 La convicción de que el suicidio tenía derivaciones sociales tuvo origen en el pensamiento aristotélico, según el cual generaba un grave daño a la polis al privarla de los beneficios que le ofrecían sus miembros.13 Esta idea anidó perfectamente en la concepción orgánica que se tuvo del mundo en la monarquía hispánica, en concordancia con el principio de que los individuos gozaban de vida social en tanto integrantes de una colectividad.14

Los concilios y sínodos medievales fueron piedra angular en la institucionalización de los castigos. Los celebrados entre los siglos V y VII pusieron los cimientos de una larga tradición, afianzada después del siglo IX con la consolidación del binomio entre moral judeocristiana y penalización, e instauraron las injurias contra el cuerpo y la negación de sepultura en lugar sagrado,15 privando al suicida de las liturgias que cortejaban el paso de su alma a la vida eterna, preocupación para todo cristiano. La práctica de esa sanción varió de una región europea a otra. Los cadáveres llegaron a ser enterrados en campo abierto, arrojados a ríos, expuestos en cruces de caminos, arrastrados, mutilados o quemados.16

El derecho castellano recogió aquellos planteamientos jurídicos. Las Partidas asentaron que el suicidio constituía un crimen, cuya punición a largo plazo tendría carácter civil y canónico.17 Se refieren a los que se quitan la vida llevados por “desesperamiento”, sin recibir el perdón de Dios. Quedaban exentos de responsabilidad los que actuaran por “cuyta”, dolor de enfermedad, locura, o como respuesta de un hombre rico y poderoso al verse desheredado o deshonrado (leyes 1 y 2, tít. XXVII, partida 7). Merecían escarmiento póstumo los que, habiendo delinquido, se mataran por miedo de la vergüenza o para evadir una condena. La incautación de bienes a favor del rey se ejecutaría si hubiesen estado en un proceso judicial abierto o una vez sentenciados (ley 24, tít. I, y ley 3, tít. XXVII, partida 7). En adición, la Recopilación de Castilla precisó que sufrirían confiscación siempre que no tuviesen descendientes (ley 8, tít. 23, lib. 8). La aparición tardía de la Novísima recopilación (1805) legitimó la continuidad de esas penas en la antesala de las revoluciones liberales (libro XII, tít. 21, ley 15).

La ley cobraba sentido con el significado que tenían el delito y el castigo en el régimen confesional de la monarquía hispánica. El crimen comprendía las transgresiones contra el orden temporal custodiado por el rey, pero al ser aquél una manifestación del orden natural y divino, el atentado podía alcanzar a Dios, dando lugar a delitos contra la fe.18 El soberano encarnaba al máximo juez con autoridad normativa, pero su jurisdicción coexistía con otras detentadas por tribunales de diversa jerarquía, incluidos los eclesiásticos, piezas clave del entramado sociopolítico.19 Por otro lado, todo acto punitivo perseguía fines disciplinarios y ejemplificadores, de ahí su ejecución pública. Los castigos lícitos eran plurales y recaían en tres dimensiones del imputado: cuerpo (azotes, mutilación, trabajos forzados), prestigio (vergüenza pública) y bienes materiales (incautación, multas). Si fallecía antes de ser sentenciado, las penas podían ser extensivas contra su cadáver o descendientes.

Ese ordenamiento jurídico comenzó a ser cuestionado en el siglo XVIII por el pensamiento ilustrado, en especial por el iusnaturalismo racionalista que inspiró la doctrina liberal del derecho. La concepción antigua del delito fue revisada, para entonces definirlo a partir del daño inferido a la sociedad -lesión al “contrato social”- y ya no como ofensa contra el rey o contra Dios. El terreno quedó abonado para una secularización, más a largo plazo que inmediata, de los principios básicos del derecho penal, que llevó a descartar de castigo a ciertas conductas -no todas- con anclajes en la noción de pecado. Y la acción punitiva debía encauzarse a hechos consumados, no a cargos de conciencia.

Conforme a los derroteros de este viraje intelectual, se diluyó el carácter trascendental de las penas, debiendo aplicarse sólo al delincuente, además de ser proporcionales a la naturaleza de la infracción y gravedad del daño infligido. El principio de utilidad vertebraría la acción punitiva, empleándose únicamente cuando entrañara la capacidad de disciplinar la voluntad de los individuos para impedir la repetición de actos criminales (fin represivo), o persuadir a una comunidad para no incurrir en ellos (fin preventivo). Esta reforma, inspirada en ideas de filantropía y “humanización”, se proyectaba para moderar la crueldad a la que eran sometidos los procesados, reservando su penalización a situaciones de estricta necesidad.20 Aun cuando esa filosofía ilustrada se conoció entre círculos letrados del mundo hispánico, no modificó por lo pronto los cimientos del aparato de justicia, pero sus premisas echarían raíces en el discurso jurídico mexicano del siglo XIX.

La impronta liberal

El terreno propicio para cambios se dio con la crisis imperial desencadenada en 1808. Acorde a los principios liberales que modelaron la legislación gaditana, se configuró un poder judicial articulado en un sistema jerarquizado en tres instancias, escindido del ejecutivo y del legislativo. Los juzgados de letras fueron instituidos como órganos de primera instancia para la justicia ordinaria civil y criminal, cuyo modelo trascendió con pocas variaciones al México independiente. En ese proceso hacia un nuevo orden, los tribunales con jurisdicciones particulares fueron extintos, excepto los militares y eclesiásticos. Asimismo, se impusieron cotos para atenuar la dureza de los medios punitivos. Las cortes de Cádiz y los congresos nacionales mexicanos prohibieron el uso de tormentos, penas trascendentales y confiscación de bienes a los presos.21 Quedaron abolidos así los castigos impuestos a los suicidas, salvo la privación de sepultura cristiana. Eso no equivalió, sin embargo, a la derogación de las leyes que lo tipificaban como delito, situación que generó ambigüedad legal en la práctica judicial.

Después de la independencia mexicana distintos congresos estatales redactaron proyectos de código penal que, si bien no se ratificaron en su momento, evidencian la pluralidad de posturas imperante en el ámbito legislativo. En 1848, un proyecto para el Estado de México definió al suicidio como variante de homicidio, pero sin precisar cómo se sancionaría,22 mientras que otra propuesta descartó tal asociación en Durango.23 En 1832, en Veracruz se propuso castigar a quien prestare ayuda a otro para ese fin, o al que teniendo noticias de un caso potencial, “dejare de dar aviso correspondiente a quien deba y pueda impedirlo”.24 Otro fraguado en la misma entidad en 1853 fue más severo. Además de mantener vigentes las penas de infamia y vergüenza pública, señaló que “no se dará en público sepultura al cadáver del suicida, ni se le permitirá que se le hagan exequias fúnebres; ni se pondrá inscripción alguna en su sepulcro y su nombre será borrado de la lista de corporaciones, cuerpos y sociedades públicas a que hubiere pertenecido”; lo único que los exculparía sería un estado de locura.25 El cuerpo de quienes se quitaran la vida para evadir la pena capital u obras públicas sería expuesto por doce horas “en el lugar destinado a las ejecuciones y su nombre será inscrito entre los demás condenados a la pena que hubiere sufrido, publicándolo así por los periódicos”. Sendas consideraciones fueron retomadas en otro proyecto veracruzano en 1869.26 Sin ahondar en las coyunturas de elaboración de cada proyecto, esta concisa mirada fuera de la capital mexicana revela la falta de consenso jurídico, en vista de que los principios liberales no permearon ni se afianzaron homogéneamente en la valoración del suicidio.

Entre los abogados de la ciudad de México predominó la tendencia a favor de la despenalización. Para José Marcos Gutiérrez, hacia 1850 no tenía vigencia otra ley en la materia que la Recopilación en torno a la confiscación, aunque rechazó su aplicación.27 En contraste, Mariano Galván reconoció vigentes y útiles a la Novísima y las Partidas, porque instaban a jueces y ministros religiosos a que antes de emitir cualquier fallo indagasen si los suicidios eran antecedidos por un trastorno de la razón. De existir bienes, las autoridades civiles debían citar a los herederos y nombrar a un fiscal para su reparto.28 Para Juan Rodríguez de San Miguel, dichas normativas no habían sido derogadas,29 pero sí los castigos póstumos.30 Ambigua era esa circunstancia de haber leyes punitivas sin mecanismos de punición. Todavía hasta poco antes de la promulgación del Código penal se vio necesario aclarar la cuestión. En 1871, Viviano Beltrán, juez y político de extensa trayectoria, recogió las ideas predecesoras de sus colegas, y fue contundente en apoyar la eliminación de la tipificación delictiva del suicidio. La teoría de los delitos de fuero mixto -apuntó- que en otro tiempo sirviera a autoridades civil y eclesiástica para juzgar la dimensión tanto social como moral de las conductas, no fundamentaba más la codificación moderna de la ley. Los principios religiosos que lo censuraban debían circunscribirse al ámbito privado de los creyentes.31 Las antiguas leyes ya no guardaban correspondencia con una nueva manera de entender el delito. Para que una conducta se considerase criminal debía perjudicar a una segunda persona, condición no observada en el suicidio.

Desde mediados de siglo, la doctrina jurídica se resistió a entender el suicidio a través del tamiz delictivo. Esos abogados desdeñaron la utilidad social de penalizarlo y evitaron pronunciarse por crear nuevas sanciones. En su discernimiento, cualquier recurso en manos del poder judicial era ineficaz para disuadir a los individuos de atentar contra su vida. En lo inmediato estas apreciaciones no generaron derecho para derogar las leyes antiguas, pero fueron divulgadas, vía manuales de práctica forense, entre jueces, colegas y estudiantes.

La contención de una epidemia

La cuestión del suicidio no quedó circunscrita al interés de juristas, atrajo la atención de otros actores sociales que hablaron sobre sus implicaciones dentro y fuera de los juzgados. Una idea común entre publicistas, abogados, médicos y religiosos laicos fue que, al menos desde la década de 1830, en el país se identificaban señales de una “epidemia” o “plaga” de suicidios que iba agravándose.32 La alarma que eso despertó los condujo a indagar en sus causas y a reflexionar sobre la eficacia de los mecanismos de contención. Los castigos fueron sometidos a crítica para ponderar si guardaban vigencia en una realidad histórica distinta a la de su origen. Las respuestas no fueron unívocas. Antes bien, despertaron controversias sobre si los valores judeocristianos y la injerencia eclesiástica eran asuntos superados o no. Dependieron de las líneas editoriales y de las posturas individuales de los autores, enmarcadas en las coyunturas sociopolíticas de su elaboración.

En 1845, El Católico, periódico asociado al partido conservador recién fundado, defendió las sanciones sin reparar en su inconstitucionalidad, “porque si el hombre que se suicida da un malísimo ejemplo a los demás, es muy justo y conforme a la razón y a la justicia que se deshonre su memoria, no para castigar a quien ya sólo Dios puede castigar, sino para distraer en cuanto sea posible a los otros hombres que la imiten”.33 Esa atribución disuasiva sería cuestionada al correr del tiempo hasta volverse casi insostenible, incluso por quienes veían en el suicidio un homicidio o un crimen contra Dios, como Niceto de Zamacois o José Joaquín Pesado.34

Las discrepancias tomaron tintes de confrontación en los años sesenta, en el contexto de las pugnas sociopolíticas de la Reforma liberal y de la guerra que llevó al restablecimiento de la república por parte de Benito Juárez, una vez disuelto el imperio de Maximiliano de Habsburgo y mermado el poder político de los grupos conservadores y la Iglesia. La Iberia señaló en 1868 que los castigos contra el suicidio “rara vez o ninguna vez se cumplieron”, ya que las leyes “españolas” eran injustas al suponerlo un crimen.35 Ello fue rebatido por La Constitución Social, para quien entrañaba una verdadera transgresión contra las leyes natural, religiosa y civil. Pidió que, de ser necesario, los castigos se reformaran, “pero no se destruya el dique, por débil que se le suponga, ante la sola consideración de que no puede atajar toda la venida del mal”,36 aunque no fue claro sobre cómo instrumentarlo. En contraste, otros sostuvieron una crítica incisiva al señalar que su ineficacia no era asunto nuevo, sino histórico; no habían servido en el pasado y no contenían la actual epidemia.37

La divergencia alcanzó al discurso médico. El suicidio era censurable, sostuvo José María Reyes en 1869, en virtud de que “el hombre no tiene un pleno derecho sobre su ser, ni es dueño de hacer con su vida el uso que más le convenga”. Pero de ningún modo podía evitarse con leyes represivas, “porque imponen la pena a un cadáver, en quien ni hay sanciones ni posibilidad de corrección; pero el hecho en sí mismo lo merece”.38 Por su parte, Ignacio Maldonado Morón se cuestionó, a cuatro años de promulgado el Código penal, si aún cabía sancionarlo. Siguiendo al jurista Joaquín Escriche, definió al delito como “la infracción libre y voluntaria, y maliciosa de una ley que prohíbe u ordena alguna cosa bajo pena”. ¿Qué conclusión debía sacarse si dicho código no aludió al suicidio? Tuvo un razonamiento peculiar:

El Código penal, sin ocuparse del suicidio, determina en el art. 3o. de los preliminares, que cuando se cometa un delito o una falta de que no se hable en este Código, y cuya pena esté señalada en una ley especial, se impondrá aquélla, pero al aplicarla, se observarán las disposiciones conducentes de las contenidas en este libro: 1o. en todo aquello que no pugne con dicha ley. ¿Cuál es esta ley? La anterior a la existencia del Código penal, relativa a los casos de suicidios, que determinaba la aplicación de penas, por considerarlo como delito.39

Aunque este médico reconoció que correspondía a juristas y legisladores dar respuesta al dilema, su postura personal era que el suicidio constituía un delito, eximido sólo por trastorno mental. Empero, sabía que no era fácil justificar su penalización ante el avance de argumentos legales e ideológicos que la criticaban.40 Incluso así, demandó la intervención legislativa para actualizar las sanciones y dejar atrás su estado de “inercia y abandono” ante la epidemia. Su propuesta fue clasificar los suicidios entre consumados y conatos para proceder de forma diferenciada. En los primeros no cabía la corrección, en los segundos sí. Como lo hicieron algunos publicistas,41 criticó la “indulgencia hasta el abuso” de los jueces al dejar en libertad fácilmente a quienes intentaban o fingían suicidios, sin tomar medidas firmes contra ellos, “vacío que el legislador debe llenar”, pero no precisó medidas concretas. Lo más que sugirió fue generar leyes centradas en “moralizar e ilustrar al pueblo”, mediante la fundación de penitenciarías, escuelas y casas de trabajo. Todavía en 1891, otro joven médico se pronunció por lo mismo.42

Aleccionar o absolver

Sabido es que la aplicación del derecho castellano en los vastos territorios de la monarquía hispánica varió acorde al funcionamiento y jurisdicción de cada tribunal, así como por las necesidades y dinámicas socioeconómicas locales. En lo que toca al suicidio, la observancia de los principios jurídicos fue diversa debido al casuismo sistémico que imperó. Aún falta mucho por conocer cómo se le procesó en Nueva España, pero con base en los testimonios consultados sobre la ciudad de México de fines del siglo XVIII puede decirse brevemente que casos de suicidios consumados, más que conatos, llegaron a tribunales eclesiásticos y ordinarios.

Algunos implicados, por lo general hombres, fueron sujetos a procesos post mortem, sin demasiadas formalidades, castigándoseles con la negación de sepultura cristiana.43 Otros se vieron envueltos en intricados juicios, que derivaron en ejecuciones públicas y ritualizadas. Además de injuriar al cuerpo con sambenitos o quemándolo, tribunales como la Inquisición practicaron la incautación de bienes a suicidas sin descendientes.44 Ello formaba parte del repertorio de penas y penitencias disponibles para expiar delitos contra la fe,45 las cuales gozaban de sustento legal, aunque los jueces no solían fundamentar su sentencia en ley, autor o doctrina. Un factor de peso para la imposición de sanciones fue el hecho de que los procesados, previo a quitarse la vida, mostraron conductas poco afectas al dogma o liturgia cristiana, o bien, lo hicieron con una intencionalidad que se creyó perversa (ausencia de locura). Delineando su fallo en clave casuística, las jurisdicciones eclesiástica y civil evocaron una larga tradición jurídica, variable en sus detalles según el espacio y el siglo, pero cuyo núcleo era básicamente el mismo desde el medioevo.

Bajo el orden judicial liberal, tentativas o suicidios consumados ocurridos en los espacios domésticos eran informados por parientes o vecinos a las autoridades locales, siempre que no procuraran la secrecía para eludir la reprobación social. Al suceder en espacios públicos acudían agentes de seguridad para un primer reconocimiento de los hechos. Llamaban a un médico cuando la persona aún tenía vida; de haber fallecido, lo comunicaban a los jueces de letras y trasladaban los cadáveres a cárceles u hospitales. La prensa que reportó esas muertes refiere que se emprendían investigaciones, aunque aporta escuetos detalles. Los registros judiciales tienden a ser más explícitos. La disponibilidad actual de esas fuentes depende de sus circunstancias de elaboración y conservación. En 1876, el médico Maldonado Morón anotó que tuvo oportunidad de revisar cerca de 300 expedientes relativos a conatos y suicidios consumados correspondientes al periodo 1850-1874, dirimidos en los seis juzgados de letras de la ciudad y resguardados en el archivo del ramo Criminal.46 En mis propias pesquisas no localicé íntegro ese conjunto de papeles, quizá por su destrucción parcial. En lo que sí coinciden ambas investigaciones es que la mayoría de los expedientes consultados data del tercer cuarto del siglo (1850-1875), habiendo un vacío de información sobre las décadas inmediatas a la independencia. El sesgo probablemente respondió a una medida judicial que incentivó la escrituración de esos casos, como veremos.

Autoridades judiciales locales y nacionales señalaron frecuentemente las condiciones operativas deficientes de los juzgados de letras capitalinos. Un reclamo común fue el número insuficiente de jueces, escribanos y dependientes para atender la gran cantidad de asuntos civiles y criminales acumulados, ocasionando dilaciones para sentenciar delitos leves y graves.47 Por otro lado, los dictámenes médicos eran fundamentales para las investigaciones. A mediados del siglo circularon los primeros manuales de medicina legal con lineamientos para el reconocimiento científico de cadáveres de suicidas. El objetivo principal de esos saberes era esclarecer si las muertes fueron por mano propia o ajena. Lo deseable era que las diligencias se practicasen antes de cualquier fallo judicial.48 Examinado el cadáver en un hospital o prisión, se remitía el certificado correspondiente a los órganos judiciales.49 Pero la situación de los juzgados no siempre posibilitó las autopsias. Como buen conocedor de los papeles judiciales, Maldonado Morón señaló que, salvo los certificados de médicos de cárceles, los expedientes a menudo carecían de datos médico-legales, cuyo levantamiento era delegado a agentes de policía y empleados “apáticos, escasos de inteligencia y de la instrucción que requieren estos actos”.50¿Cómo procedieron entonces los jueces frente a esas deficiencias técnicas y dictámenes forenses imprecisos?

Las evidencias disponibles confirman que la huella liberal nulificó los antiguos castigos y nadie que se haya quitado la vida fue penalizado póstumamente por la jurisdicción civil. Las pesquisas judiciales se hicieron sólo para descartar homicidios. Con los conatos fue distinto: sus autores podían ser remitidos a prisión. Carecemos de estadísticas secuenciales al respecto, pero registros carcelarios de la ciudad indican que esos ingresos no eran excepcionales, si bien su cifra fue notoriamente menor en comparación con delitos de alta incidencia, como homicidios, robos o riñas.51 Tales aprehensiones también se ejecutaron en poblaciones cercanas a la capital, como Texcoco, Cuautitlán y Tlalnepantla, en especial contra hombres.52 Los jueces de letras solían mantener comunicación con la Suprema Corte o con el Tribunal Superior de Justicia para informar de averiguaciones, revisiones o ratificaciones de sentencias.53 Con esa documentación, aunque fragmentaria y sucinta, se pueden formular cuatro ideas sobre la práctica judicial.

  1. En la ciudad y en los pueblos circunvecinos los detenidos permanecieron en prisión por días, semanas o meses.54 Se podría aducir que ese fue el tiempo que demoraron las investigaciones para descartar intentos de homicidio. Sin embargo, en ninguno de los casos revisados se presumió dicha tentativa, gracias a las declaraciones de acusados y parientes. La única razón para alargar las detenciones fue el conato de suicidio. Al menos formalmente, los jueces debían dictar un auto motivado de prisión dentro de las 60 o 75 horas inmediatas a la captura; alargar el encierro sin cumplir esa medida contravenía los preceptos constitucionales (art. 151 de la Constitución de 1824 y art. 19 de la de 1857).

  2. Un decreto emitido en 1841 por el presidente Antonio López de Santa Anna exigió a los jueces que motivaran en ley o doctrina sus sentencias, medida hasta entonces no obligatoria.55 Esa normativa representó un avance hacia una justicia asentada en el derecho positivo, pero estuvo lejos de extinguir el pluralismo jurídico y el arbitrio judicial que databan del periodo colonial. Así se observa en el Prontuario o manual y correspondencia de delitos y penas, guía concisa para auxiliar a los jueces a fundamentar sus fallos en materia criminal, frente a un panorama de leyes antiguas y modernas superpuestas. Es revelador que en su catálogo de delitos incluyera todavía al suicidio, con la posibilidad de ser sancionado por el derecho castellano.56 Ese camino hacia la motivación de sentencias probablemente explica por qué a partir de los años cincuenta se generaron más expedientes judiciales sobre conatos. Desde entonces los jueces se vieron constreñidos a levantar un registro escrito -como no siempre sucedía antes-, además del carcelario, para asentar la justificación de su resolución. Y dado que no se generó nuevo derecho en esa materia, se siguió apelando al medieval y colonial (Partidas y Novísima);57 con menos frecuencia se citó la doctrina de juristas contemporáneos como Senén Vilanova y Joaquín Escriche.58

  3. Tarde o temprano los detenidos fueron liberados, compurgados con el daño corporal autoinducido y con la prisión sufrida.59 La ratificación de esos fallos por tribunales superiores tomó días, semanas o meses, lo que demoró las liberaciones. Entre 1850 y 1870 la cárcel no estaba afianzada como recurso punitivo definitivo y preferente. Por el peso de la tradición seguía utilizándose como custodia provisional hasta que se dictara otro castigo.60 Aun así, algunos jueces la contemplaron como un correctivo o aleccionador. En la historia de la legislación penal hispánica, desde el derecho romano hasta el medieval, la figura jurídica del conato para cualquier delito fue escasamente normada en términos generales, y se tendió a castigar sólo el acto consumado. En el ámbito doctrinal hubo debates al respecto, pero el casuismo y la gradación de los actos criminales, desde gravísimos a leves, limitaron su sistematización y una solución unívoca.61 Ante la ambivalencia sobre si fincar o no responsabilidad penal, por cierto, señalada también en reportes periodísticos,62 hubo juzgadores para quienes la tentativa de suicidio era una infracción que, si bien no grave, continuaba estando en el terreno de la transgresión, acaso influidos por sus convicciones religiosas. Ese hecho demuestra la distancia que podía haber entre práctica judicial y doctrina mexicana, misma que restringió la vigencia del derecho castellano punitivo. El conato acarreaba sanciones comunes como el apercibimiento y la prisión temporal, sin la teatralidad y la publicidad de antaño, ni con la severidad que clamaron algunas voces contemporáneas. Cuando se sospechaba que el implicado había “perdido el juicio” o se mostraba arrepentido, el trato era más benigno por ser atenuantes del delito no consumado.63 Victoriano Gutiérrez, que era un vecino pobre y ciego del pueblo de la Magdalena, en Chimalhuacán, sobrevivió después de arrojarse desde lo alto de una iglesia en 1859. Ante el juez letrado de Texcoco, “aseguró que cansado de la vida, y considerándose inútil para todo trabajo, determinó privarse de la existencia”. Estuvo preso 13 meses hasta que el juez dictó sentencia, ratificada por el Tribunal Superior de Justicia. Las razones jurídicas para liberarlo fueron: a) las penas trascendentales estaban en desuso; b) “se cree que el que se quitó la vida perdió antes el juicio”; c) encontró por sí mismo un correctivo, al propinarse graves heridas y quedar “cojo para toda la vida”, y d) mostró arrepentimiento, sumado a su “miserable estado”. Fue compurgado con esos padecimientos y la prisión sufrida.64 Acaso pasó tanto tiempo preso por no contar con alguien quien presionara a los jueces para agilizar la tramitación de su causa.

  4. Los tribunales militares tenían competencia especial para procesar los conatos ejecutados por miembros de cuerpos castrenses. Sus pesquisas y reconocimiento médico eran similares a los practicados por la justicia civil,65 pero su enjuiciamiento tendió a ser más severo. En 1855, el soldado Teófilo Correa fue juzgado bajo ese cargo en Zacatecas, y condenado por el Consejo de Guerra a tres años de servicios en obras públicas. Facultada para revisar fallos militares, la sentencia fue remitida a la Suprema Corte, quien la anuló, bajo el argumento de que el “delito” no había sido más que una tentativa. La defensa de Correa alegó, además, que su actuar derivó del “maltrato y castigo de palos que recibía” de sus superiores. La Corte fundó su veredicto en las Partidas, compurgando al reo con los dos meses de prisión padecida.66

El clero ante los cambios liberales

Como ya se mencionó, la Iglesia católica fue crucial para la puesta en marcha de las penas infamantes. Además de tribunales como el Santo Oficio, en la sociedad virreinal los ministros del clero secular tenían competencia para decidir el desenlace de los cadáveres de los suicidas, pero a menudo los párrocos necesitaron del aval de los altos jerarcas ligados al arzobispado de México para ejercerla,67 situación que pervivió hasta la primera mitad del siglo XIX. Durante sus diligencias, los cuerpos llegaron a ser depositados temporalmente en terrenos extramuros a los cementerios. Se procuró averiguar en especial dos aspectos del difunto: si padeció locura y si fue buen creyente. Para deslindarlo, las pesquisas se basaron enteramente en los dichos de testigos; el dictamen médico estuvo casi siempre ausente.68 Cuando no concurrían esas circunstancias, el sepelio podía ser denegado.69 Con ello, el acto suicida era interpretado según el estilo de vida de sus ejecutores.

Las leyes liberales que prohibieron las penas infamantes y trascendentales no hicieron que de inmediato la Iglesia modificara su postura punitiva; ésta siguió en pie, aunque recompuesta por nuevos criterios de salubridad pública sobre el manejo de cadáveres. La antiquísima costumbre de hacer entierros en iglesias y templos había disminuido a fines del siglo XVIII, por considerársele un foco de enfermedades. Después de que en 1824 se prohibiera esa clase de inhumaciones, el gobierno local de la ciudad asumió a partir de 1833 un rol más central en la inspección de panteones. Se ordenó que los entierros se hicieran en despoblado, fuera de la traza urbana, en beneficio de mayor ventilación y aseo.70 Fueron edificados nuevos cementerios como el de Santa Paula (1836), San Fernando (1832) y el Campo Florido (1846), mientras que otros se clausuraron por insalubres y estar rodeados de viviendas.71

Esta creciente injerencia de las autoridades civiles no desplazó los rituales eclesiásticos en los cementerios. Un hecho fundamental es que al mediar el siglo los deudos de los suicidas todavía tenían que solicitar autorización para que sus exequias se realizaran bajo la liturgia sagrada, y la última palabra la tenían las autoridades canónicas.72 Éstas admitían que los juzgados civiles eran los facultados para desarrollar las averiguaciones y solían aguardar los resultados antes de tomar cualquier decisión,73 aunque hubo ocasiones en las que emprendieron sus propias pesquisas. En 1844, José María Carrera, notario oficial del Provisorato Metropolitano, fue encomendado por el arzobispo Manuel Posada a practicar diligencias sobre el suicidio del capitán Manuel Romaña, a fin de resolver si debía dársele o no sepultura religiosa. Aquella tarde esperó en vano a que el juez de letras le remitiera informes, así que por orden superior pasó directamente a la vivienda del difunto para recabarlos. Con base en interrogatorios a vecinos y en un oficio militar que incluía un resumen de las averiguaciones hechas por las autoridades castrenses, el notario comunicó al cura de la parroquia de San Miguel que solicitara al administrador de Santa Paula la sepultura del cuerpo. Agregó que el capitán llevó una vida religiosa y padecía “demencia”.74

El caso anterior muestra la superposición de competencias que de facto se daba entre autoridades civiles, militares y religiosas durante las averiguaciones, pero el veredicto de estas últimas solía prevalecer. Mientras que los administradores de panteones y sepultureros, si bien obligados a acatar las regulaciones municipales, estuvieron dispuestos a conservar los cadáveres sin inhumarlos o en tumbas improvisadas, a la espera de la venia eclesiástica. Los jueces letrados así lo convalidaron y cooperaban con sus propias diligencias para apuntalar esa decisión. De hecho, abogados de importante influencia como Juan Rodríguez de San Miguel75 y Rafael Roa Bárcena76 decidieron no criticar frontalmente a la Iglesia por esa potestad, aun cuando coincidían en reconocer la independencia de los juzgados civiles para definir el trato hacia el suicida, por encima de sus divergencias políticas en torno a la secularización del Estado.77 La actitud punitiva de los párrocos y la cúpula clerical se suavizaba en razón de las dos antiguas atenuantes: ser buen cristiano, padecer locura.

Esta realidad de la ciudad de México de ningún modo puede considerarse representativa de otras localidades. Como toda práctica religiosa asentada en principios pretendidamente universales, presentó variaciones regionales resultado de dinámicas socioculturales particulares y de las posturas discordes al interior del clero. Fuera de la capital mexicana, algunos ministros rechazaron las sanciones78 y otros mostraron nula indulgencia, pese a que se presentaron las atenuantes ya mencionadas.79 Las comunidades podían no respaldar esa dureza del poder canónico al negar la sepultura cristiana, pero difícilmente podían imponerse a su autoridad efectiva.80

Los cambios legislativos de la Reforma liberal acotaron ese arbitrio. La Ley Orgánica del Registro Civil (1859) no fijó condicionantes para la expedición de certificados de defunción. En las muertes ocurridas bajo circunstancias violentas, el juez de primera instancia levantaría averiguaciones y las comunicaría a ese órgano para la elaboración de dicho documento, haciendo a un lado la intervención eclesiástica. Tal disposición encontró su complemento en la ley que quitó el control administrativo de los cementerios a la Iglesia y prohibió hacer entierros en otros sitios.81 Las gestiones de los deudos para obtener la anuencia clerical se tornaron prescindibles, y, sobre todo, ilegales. Aun así, como reconoció la misma normativa, su cabal cumplimiento demoraría, pues la transición administrativa demandaba presupuesto público y una estructura burocrática operativa en todo el territorio mexicano, en especial en pequeñas comunidades distantes de las capitales, en donde todavía años más tarde llegaron a darse negaciones de sepultura.82

Conclusiones

La transición del derecho del antiguo régimen hispánico al moderno posibilitó la ruptura de una tradición jurídica en torno al suicidio. Su despenalización no fue consecuencia de un único acto legislativo o judicial. La antigua matriz criminal que lo atravesaba se vio trastocada indirectamente por la ola legislativa del liberalismo gaditano al abolir la mayoría de las penas infamantes. Después de la independencia, el sistema judicial de la ciudad de México no las restableció, pero continuaron vigentes las leyes centenarias que lo tipificaban como delito. El resultado fue una situación de ambigüedad prolongada por décadas, y que tuvo su mejor expresión en el conato. A quienes lo cometían no se les impusieron los severos castigos de antaño, aunque tampoco pasó inadvertido para los jueces letrados, interesados en aleccionarlos con apercibimiento o prisión. Ese tratamiento dividió opiniones. Unos rechazaron cualquier sanción pese a la llamada epidemia de suicidios. Otros, sin formular proyectos de reforma legislativa o judicial, seguían confiando en su potencial disuasivo.

Los medios para la contención del suicidio entraron a una fase secular en el siglo XIX, con el debilitamiento y posterior desaparición de los respaldados por instituciones judiciales y eclesiásticas. Mantener la negación de sepultura cristiana o penalizar los conatos no detuvo el supuesto incremento de esas muertes, que seguiría generando alarma a fines del siglo. Tras la Reforma liberal, a la Iglesia y los laicos católicos sólo les quedó apelar a fortalecer la educación religiosa como recurso de prevención. Fue en esa situación que la ciencia médica se hizo de mayor presencia social y logró autolegitimarse como experta para el tratamiento de la conducta suicida.

La interpretación jurídica del suicidio pasó por un proceso de secularización con distintos momentos clave. Las Leyes de Reforma fueron cruciales, pero el liberalismo gaditano y el primer constitucionalismo mexicano ya lo habían iniciado, y no se cerraría sino hasta con el Código penal. Pablo Mijangos cuestiona las interpretaciones historiográficas que sostienen la idea general de que los procesos de secularización del derecho van siempre antecedidos por una secularización de la sociedad y la cultura, de modo que “primero tendría lugar un cambio en las mentalidades, un distanciamiento colectivo frente a las tradiciones religiosas dominantes, y después el derecho se adaptaría a la nueva realidad, a manera de causa y efecto”. A su parecer, eso no sucedió con la Reforma, pues en medio de una guerra civil estableció la separación entre los negocios civiles y los eclesiásticos en una sociedad todavía profundamente católica. Benito Juárez apostó por “sentar las bases de una nueva convivencia en materia religiosa, que hiciera posible la gobernabilidad del país en el marco de la Constitución”.83

¿La sociedad de la ciudad de México asimiló de buena gana una interpretación secularizada del suicidio o en qué medida contribuyó activamente a ella? Las fuentes consultadas albergan pistas para apenas esbozar una respuesta. Las actitudes sociales sí habían ido modificándose desde antes de la separación Estado-Iglesia. Sin dejar de rechazarlo como acto moral, se le escindió cada vez más de la concepción de pecado. Siendo creyentes o no, abogados, médicos y publicistas lo pensaron a partir de sus consecuencias en el cuerpo social, como una suerte de reformulación de la herencia aristotélica y tomista, engarzada ahora a la idea de una epidemia contra la que ya no eran efectivos los antiguos recursos preventivos. Quizá son los deudos quienes mejor manifestaron ese cambio pausado. Antes de que las leyes les facilitaran el camino para sepultar a sus muertos bajo la ritualidad católica, buscaban por la vía eclesiástica sortear la sanción póstuma que se los impedía. Acaso eso era una forma de disentir con la tradición punitiva. Quiero decir que antes del impacto social de la Reforma ya había individuos proclives a dejar de ver en el suicidio un atentado contra la fe. Lejos de una mirada dicotómica, considero que a mediados del siglo XIX estaba enfilado un viraje irreversible en la mentalidad social de la época, que no hubiese estado completo sin el componente jurídico-judicial que progresivamente lo despenalizó. Los principios de ese derecho a fin de cuentas eran resultado de un cambio cultural multidireccional y de largo plazo, que no sólo transformó con lentitud las creencias y opiniones de la población, sino también a la Iglesia católica mexicana, que, a pesar de su reticencia en las primeras décadas de aquel siglo, terminó por desprenderse tarde o temprano de su antigua doctrina sancionadora.

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1“Notificación del envío de una certificación que instruye el suicidio del reo José Santiago Téllez, dentro de una bartolina (1800)”, Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Indiferente Virreinal, caja 3332, exp. 32, f. 1-2.

2El término “suicidio” no se utilizó en la cultura escrita occidental sino hasta el siglo XVII. Se piensa que el primer registro (suicide) apareció en la segunda edición del Religio Medici (1643), de Tomás Brown, y en 1656 en la Glossographia, diccionario en lengua inglesa de Thomas Blount. Anton J. L. van Hooff, “A Historical Perspective on Suicide”, en Comprehensive Textbook of Suicidology, comp. de Ronald W. Maris et al. (New York: The Guilford Press, 2000), 110. Para el caso hispánico, dicha palabra se registró por primera vez en la edición de 1817 del Diccionario de la lengua castellana y después en el Diccionario universal español-latino de Manuel de Valbuena (Madrid: Imprenta Nacional, 1822), 1008. Es de advertir que esta inclusión por parte de los estudiosos del lenguaje se hizo tardíamente, pues el vocablo ya figuraba por lo menos desde el siglo XVIII en expedientes judiciales de la Nueva España, posible indicio de un proceso de vulgarización. Como lo ha apuntado Mario A. Téllez G., la tradición del derecho castellano se había referido a este tipo de muerte en términos de “desesperamiento”, como en las Partidas. “Discusiones y etapas en torno a ‘quien se mata a sí mismo’ y al ‘suicidio’, su confluencia en el caso mexicano y la pertinencia de crear un derecho humano: el derecho a la muerte digna”, Revista del Posgrado en Derecho de la UNAM, n. 15 (julio-diciembre 2021): 300-301, 307-308, https://doi.org/10.22201/ppd.26831783e.2021.15.185.

3María del Refugio González, “Derecho de transición (1821-1871)”, en Memoria IV Congreso de Historia del Derecho Mexicano (1986)(México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1988), 448.

4Paolo Grossi, Derecho, sociedad, Estado (Zamora: El Colegio de Michoacán; México: Escuela Libre de Derecho; Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2004), 61-75.

5Elisa Speckman, “Del Antiguo Régimen a la Modernidad. Reflexiones en torno a la justicia (1821-1931)”, Criminalia, v. LXXIII, n. 3 (2006): 8-16.

6Luis Roberto Canto Valdés, “La muerte voluntaria en Yucatán durante el Porfiriato”, Secuencia. Revista de historia y ciencias sociales, n. 82 (mayo-agosto 2012): 75-100, https://doi.org/10.18234/secuencia.v0i82.1142; Kathryn Sloan, Death in City: Suicide and the Social Imaginary in Modern Mexico (Oakland: University of California Press, 2017).

7Una aproximación al tema en Téllez G., “Discusiones y etapas”, 314-317.

8Miguel Ángel Isais Contreras, “Suicidio y opinión pública en la Guadalajara de fines del siglo XIX: representaciones y censuras”, Anuario 2005. Seminario de Estudios Regionales, ed. de Jorge Alberto Trujillo et al. (Tepatitlán de Morelos: Universidad de Guadalajara, Centro Universitario de Los Altos, 2007), 112-113, 127-128.

9Alberto del Castillo y Troncoso, “Notas sobre la moral dominante a finales del siglo XIX en la ciudad de México. Las mujeres suicidas como protagonistas de la nota roja”, en Modernidad, tradición y alteridad. La ciudad de México en el cambio de siglo (XIX-XX), coord. de Claudia Agostoni y Elisa Speckman (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2001), 324-325; Estela Alejandra Reynoso Arreguín, “Interpretaciones sobre el suicidio en la ciudad de México, 1876-1940” (tesis de maestría, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2014), 99-103; María Graciela León Matamoros, “De la vida que reniego. El suicidio en la ciudad de México del Porfiriato a la posrevolución” (tesis doctoral, El Colegio de México, 2017), 105 y 180.

10Alexander Murray, Suicide in the Middle Ages. Volume 1. The Violent against Themselves(Oxford/New York: Oxford University Press, 1998), 186-187.

11San Agustín retomó fuentes antiguas como Platón, para quien, salvo algunas excepciones, el suicidio era una ofensa contra la divinidad. Georges Minois, History of Suicide. Voluntary Death in Western Culture(Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1999), 27-28.

13José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía(Madrid: Alianza, 1980), t. 4, 31-60.

14Alejandro Agüero, “Las categorías básicas de la cultura jurisdiccional”, en De justicia de jueces a justicia de leyes: hacia la España de 1870, coord. de Marta Lorente Sariñana (Madrid: Consejo General del Poder Judicial, 2007), 25-27.

16Alexander Murray, Suicide in the Middle Ages. Volume 2. The Curse on Self-Murder(Oxford/New York: Oxford University Press, 2000), 32-37.

18Bartolomé Clavero, “Delito y pecado. Noción y escala de transgresiones”, en Sexo barroco y otras transgresiones premodernas, coord. de Francisco Tomás y Valiente et al. (Madrid: Alianza, 1990), 61-62, 65-66.

20Luis Prieto Sanchís, La filosofía penal de la Ilustración(México: Instituto Nacional de Ciencias Penales, 2003), 32-38.

23Proyecto de Código Criminal para el Estado de Durango(México: Imprenta de Ignacio Cumplido, 1849), arts. 582-622.

24Proyecto de Código Penal presentado al Cuarto Congreso Constitucional del Estado de Veracruz(Jalapa: Impreso en la Oficina del Gobierno, 1832), art. 187.

25Proyecto de Código Criminal y Penal, y de Procedimientos en lo Criminal, firmado por el Sr. Lic. D. José Julián Tornel, quien lo presentó a la Legislatura del Estado de Veracruz(México: Imprenta de Ignacio Cumplido, 1853), arts. 499-501.

26Proyecto Penal del Estado de Veracruz, presentado por la Honorable Legislatura(Veracruz: Progreso, 1869), arts. 555-557.

27José Marcos Gutiérrez, Práctica forense criminal(México: Imprenta de Juan R. Navarro, 1850), t. 3, 58-60.

28Mariano Galván Rivera, Nuevo febrero mexicano. Obra completa de jurisprudencia teórico-práctica(México: impreso por Santiago Pérez, 1850-1852), t. 2, 606-607 y 758-760.

29Juan Rodríguez de San Miguel, Pandectas hispano-megicanas(México: Librería de J. F. Rosa, 1852), t. 3, 526-527.

30Juan Rodríguez de San Miguel, Curia filípica mejicana(México: Imprenta de Mariano Galván, 1858), 417 y 420.

31Viviano Beltrán, “El suicidio”, El Derecho, 19 de agosto de 1871, 398.

32Sobre la gestación de esa idea, Francisco Javier Beltrán Abarca, “La construcción de la epidemia de suicidios: interpretaciones y confrontaciones de los letrados en torno a sus causas sociales. Ciudad de México, 1830-1876”, Trashumante. Revista Americana de Historia Social, n. 5 (enero-junio 2015): 60-82, https://doi.org/10.17533/udea.trahs.n5a04.

33“Impugnación de la obra de M. Eugenio Sue, titulada el Judío errante”, El Católico, 20 de diciembre de 1845, 379.

34Niceto de Zamacois, “Del suicidio”, La Verdad, 1854, 653; José Joaquín Pesado, “Suicidios”, La Cruz, 10 de enero de 1856, 341; “El suicidio”, El Siglo Diez y Nueve, 5 de mayo de 1858, p. 1.

35“Los suicidios”, La Iberia, 30 de junio de 1868, 1.

37“El suicidio”, Revista Universal, 6 de septiembre de 1869, 1; Francisco Zarco, El Siglo Diez y Nueve, 1o. de septiembre de 1868, 1; “El juego y el suicidio”, La Gaceta de Policía, 28 de febrero de 1869, 2.

38José María Reyes, “Estadística criminal. El suicidio”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1869, 365.

39Ignacio Maldonado Morón, “Estudio del suicidio en México. Fundado en datos estadísticos” (tesis de Medicina, Escuela Nacional de Medicina de México, 1876), 120.

41“La plaga del suicidio”, La Constitución Social, 14 de julio de 1868, 1.

42Jesús Morán, “Ligeras consideraciones sobre el suicidio” (tesis de Medicina, Cirugía y Obstetricia, Imprenta de la Escuela Correccional, 1891), 16.

43“Notificación del envío”, AGN, Indiferente Virreinal, caja 3332, exp. 32, f. 1-2.

44Así ocurrió con el capitán Juan María Murgier, procesado por la Inquisición (1790-1795) por “apóstata, dogmatizante práctico y especulativo suicida voluntario”. Sobre este y otros casos, Francisco Javier Beltrán Abarca, “El suicidio en México. Problema social, individuo y poder institucional (1830-1875)” (tesis de licenciatura, Universidad Nacional Autónoma de México, 2011), 26-41; Zeb Tortorici, “Reading the (Dead) Body: Histories of Suicide in New Spain”, en Death and Dying in Colonial Spanish America, ed. por Martina Will Chaparro y Minura Achim (Tucson: The University of Arizona Press, 2011), 53-77.

45Antonio M. García-Molina Riquelme, El régimen de penas y penitencias en el Tribunal de la Inquisición de México(México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1999), 393414, 511-550, 593-603.

47“Memoria del Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos de la República Mexicana, 1832”, en Memorias de la Secretaría de Justicia, México, comp. José Luis Soberanes Fernández (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1997), 94; El Observador Judicial y de la Legislación, 18 de agosto de 1842, 42-45.

48Rodríguez de San Miguel, Curia filípica mejicana, 84-393; Rafael Roa Bárcena, Manual razonado de práctica criminal y médico-legal forense mexicana (México: Imprenta de Andrade y Escalante, 1860), 636-647; Luis Hidalgo Carpio, Introducción al estudio de la medicina legal(México: Imprenta de Ignacio Escalante, 1869), 193-194; Maldonado “Estudio del suicidio”, 64-106.

49“Sobre el suicidio de Luis de Grooff” (1869), AGN, Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (en adelante TSJDF), caja 484; “Conato de suicidio. José María Hernández” (1870), AGN, TSJDF, caja 499, s/e; La Iberia, 14 de junio de 1868, 3; La Constitución Social, 29 de junio de 1868, 3; La Razón de México, 7 de diciembre de 1864, 3 y 11 de enero de 1865, 3; La Revista Universal, 30 de julio de 1868, 3; La Sociedad, 18 de julio de 1864, 2; La Revista Universal, 30 de julio de 1868, 3.

51Por ejemplo, en 1849, en el lapso de un mes fue remitido a la cárcel de la Diputación un individuo por conato de suicidio, de un total de 395 presos. El Siglo Diez y Nueve, 18 de enero de 1849, 1. También El Observatorio Judicial y de Legislación, 11 de agosto de 1842, 22; El Siglo Diez y Nueve, 15 de junio de 1851, 4. El Derecho,16 de enero de 1869, 47; La Gaceta de Policía,8 de noviembre de 1868, 1 y 4 de enero de 1869.

52Archivo Histórico de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante AHSCJN), Penal, exp. 1759; exp. 2047; exp. 2563.

54AHSCJN, Penal, exp. 2047; “Sentencia del soldado del escuadrón activo de Zacatecas Teófilo Correa, por conato de suicidio” (1855), AGN, Justicia, v. 552, exp. 48, f. 167; “Conato de suicidio. José María Hernández” (1870), AGN, TSJDF, caja 499, s/e.

55González, “Derecho de transición”,444-447; Graciela Flores, La justicia criminal ordinaria en tiempos de transición: la construcción de un nuevo orden judicial (Ciudad de México, 1824-1871)(México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2019), 147-149.

56Juan G. Solana, Prontuario o manual y correspondencia de delitos y penas(México: Imprenta de Ignacio Cumplido, 1844), 7.

57“Notificación de la sentencia pronunciada contra el francés Lorenzo Maitral, por conato de suicidio” (1851), AGN, Justicia, v. 397, exp. 103, f. 178; “Sentencia del soldado del escuadrón activo de Zacatecas Teófilo Correa, por conato de suicidio”, AGN, Justicia, v. 522, exp. 48, f. 166-167; “Toca a la causa instruida contra Herculana Hernández por suicidio, en el juzgado 5o. del ramo criminal” (1860), AGN, TSJDF, caja 514, s/e; AHSCJN, Penal, exp. 2047, s/e.

59“Notificación de la sentencia pronunciada contra el francés Lorenzo Maitral, por conato de suicidio” (1851), AGN, Justicia, v. 397, exp. 103.

60Graciela Flores, “Del pluralismo punitivo a la pena de prisión: un tránsito a través de la práctica judicial (Ciudad de México, siglo XIX)”, Signos Históricos, n. 39 (enero-junio 2018), 218-222.

61Pedro Ortego Gil, “Puesto en ejecución. Notas históricas sobre conato y tentativa”, Initium. Revista catalana d’història del dret, n. 19 (2014): 421-524.

62“Gaceta de tribunales”, El Siglo Diez y Nueve, 16 de enero de 1852, 1.

64AHSCJN, Penal, exp. 1759.

65“Sumaria instruida en averiguación del suicidio del teniente de caballería Felipe Barrera en el hospital de San Hipólito” (1835), AGN, Archivo de Guerra, v. 217, s/e, f. 297.

66“Sentencia del soldado del escuadrón activo de Zacatecas Teófilo Correa, por conato de suicidio”, AGN, Justicia, v. 522, exp. 48, f. 166-167.

67[Suicidio del mulato Ramón de la Rosa], AGN, Bienes Nacionales, leg. 1016, exp. 20. El deterioro del expediente impide su datación.

68“Autos sobre si se ha de dar sepultura eclesiástica a un hombre que amaneció ahorcado en el mezon junto a Porta Coeli” (1698), AGN, Bienes Nacionales, v. 1393, exp. 25.

69“Consulta el Ber. Don Juan Ignacio de Murguía y Sevilla, teniente cura del Partido de Ayozingo en la que da cuenta a su Exma. haber amanecido ahorcado de un lazo José María Guerrero, al que se le negó la sepultura” (1795), AGN, Bienes Nacionales, leg. 1010, exp. 15.

70Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante AHCM), Policía Salubridad: Cementerios y Entierros, v. 3673, exp. 15 y 32.

72“Sobre el suicidio de D. Manuel Ignacio Fernández” (1853), AGN, Bienes Nacionales, v. 717, exp. 85.

73“Sobre el suicidio de Antonio Calvo” (1843), Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante AHAM), Episcopal: Provisorato, caja 62, exp. 28.

74“Sobre si ha de sepultarse o no en sagrado el cadáver del capitán don Manuel Romaña que se suicidó”, AHAM, Episcopal: Provisorato, caja 106, exp. 40.

75Partidario de la libertad de la Iglesia para intervenir en asuntos políticos, eso no obstó para que rechazara la vejación de cadáveres. Rodríguez de San Miguel, Pandectas hispano-megicanas, 526-527, y del mismo autor Curia filípica mejicana, 417 y 420.

76Roa Bárcena, Manual razonado, 647-648.

77En ello concordó Galván Rivera, Nuevo febrero mexicano, 606-607 y 758-760.

80Sobre un caso de negación de sepultura en Chihuahua, “Suicidio-Locura-Misiones”, El Siglo Diez y Nueve, 28 de marzo de 1856, 4”; también, “Suicidio, El Siglo Diez y Nueve, 26 de junio de 1854, 4; “Suicidio”, El Siglo Diez y Nueve, 1 de agosto de 1856, 4; “La suicida de Coyoacán”, El Siglo Diez y Nueve, 5 de agosto de 1856, 3-4.

81“Ley orgánica del registro civil” y “Decreto que declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos”, en Felipe Ramírez Tena, ed., Leyes fundamentales de México, 1808-2002(México: Porrúa, 2002), 647-656 y 656-659.

82“Suicidio” (Acayucan, Veracruz), El Pájaro Verde, 21 de marzo de 1873, 2.

83Pablo Mijangos González, “La república católica y el difícil camino a la secularización del derecho mexicano”, en Derecho y cambio social en la historia, coord. de José Ramón Cossío, Pablo Mijangos y Erika Pani (México: El Colegio de México, 2019), 80, 96.

Recibido: 19 de Noviembre de 2021; Aprobado: 26 de Mayo de 2022

Francisco Javier Beltrán Abarca es maestro y candidato a doctor en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus principales intereses de investigación son: historia del trabajo y los trabajadores y la cultura jurídica mexicana durante el siglo XIX. Entre sus publicaciones recientes se encuentra “Sirvientes e inmigración a México. La entrada marítima de trabajadores por Veracruz y Tamaulipas (1826-1855)”, en Inmigración, trabajo, movilización y sociabilidad laboral. México y América Latina, siglos XVI al XX, coordinación de Sonia Pérez Toledo (México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa; México: Ediciones del Lirio, 2022), 213-260; “Controlar la casa, ordenar la calle. Inserción al mercado de trabajo y regulación de los sirvientes domésticos (Ciudad México, 18221852)”, Signos Históricos [en prensa].

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