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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.spe1 Ciudad de México nov. 2021  Epub 22-Mar-2022

https://doi.org/10.22201/iih.24485004e.2021.1e.77720 

Artículos

El ocaso del primer imperio mexicano Agitación política y planes monárquicos en 1823*

The Decline of the First Mexican Empire Political Turmoil and Monarchical Plans in 1823

1Universitat de València (España) ivana.frasquet@uv.es


Resumen

La abdicación de Agustín de Iturbide al trono de México en 1823 y su posterior exilio desataron tensiones políticas que radicalizaron las posiciones ideológicas de quienes deseaban su regreso. La movilización popular simpatizante de la monarquía y la ruptura federalista en las provincias provocaron una crisis política e incertidumbre sobre el futuro del país. La inestabilidad e indefinición de la situación política en ese año propiciaron conspiraciones a favor del imperio. Este trabajo pretende acercarse a algunos de esos planes conspirativos dirigidos a mantener viva la opción monárquica desde las posiciones moderadas hasta las menos conocidas, pero plenamente ultramontanas. Para ello se examinan proyectos poco estudiados y se aporta documentación de archivo que no había sido analizada.

Palabras clave: Agustín de Iturbide; México; conspiración; monarquía; ultramontanismo

Abstract

The abdication of Agustín de Iturbide to the throne in Mexico in 1823 and his subsequent exile unleashed political tensions that radicalized the ideological positions of those who wanted his return. The pro-monarchist popular mobilization and the federalist rupture in the provinces provoked a political crisis and uncertainty about the future of the country. The instability and lack of political definition throughout that year led to conspiracies aimed to keep the monarchical option alive, either by moderate positions or by the less known fully ultramontane ones. This work is aimed to approach some of these conspiratorial plans. To do this, some projects that have been neglected hitherto are examined and archival documentation that had not been previously analyzed is provided.

Keywords: Agustín de Iturbide; Mexico; Conspiracy; Monarchy; Ultramontanism

Introducción

“La patria, señor, peligra, la situación en que nos hallamos

es muy difícil: quizá, quizá, pasarán siglos, para que

volvamos a vernos en iguales circunstancias”1

Agustín Paz, diputado por México

Peligro y temor era lo que sentían los diputados que se reunieron en México partir del 7 de marzo de 1823, fecha en la que volvió a sesionar el congreso que Agustín de Iturbide había disuelto en octubre anterior. Los sucesos que tuvieron lugar desde finales de 1822 -destitución del congreso, establecimiento de la junta nacional instituyente y proclamación del Plan de Santa Anna en diciembre- y principios de 1823 -ocupación y sitio de Veracruz, Plan de Casa Mata, formación del ejército libertador- resultan ampliamente conocidos y han sido convenientemente narrados por la historiografía especializada. También, los acontecimientos que siguieron a la abdicación del emperador y su posterior salida de México.

En los primeros meses de 1823 era difícil predecir el cariz que se adueñaría del movimiento iniciado en las provincias, donde las diputaciones tomaron el control del territorio a raíz de su adhesión a la Junta de Puebla. Por su parte, la actuación de Iturbide, ciertamente vacilante, alimentó las sospechas del congreso restaurado respecto a la seguridad para desarrollar sus sesiones. Mientras algunos diputados reivindicaban la absoluta legitimidad del órgano legislativo, otros conminaban a que se permitiera que la revolución provincial siguiera su marcha y no fuera entorpecida por las deliberaciones de un congreso que sólo debía elaborar una nueva convocatoria.

Estos meses fueron de gran agitación política y, sobre todo, de incertidumbre. Por un lado, la abdicación del trono que Iturbide realizó a finales de marzo de 1823 dejó al imperio mexicano sin monarca, al tiempo que, por otro lado, se desconocía el resultado que podía tener la revolución federal iniciada en las regiones. Si bien la historiografía ha dado cuenta de los principales acontecimientos que se generaron en este estado de tensión, en donde las fuerzas políticas favorables a la república o al emperador se movilizaron fuertemente, todavía pueden aportarse conocimientos que nos acerquen al difícil momento político que vivió México a partir de la abdicación de Iturbide y su posterior exilio. Los movimientos populares a su favor y las conspiraciones descubiertas para conseguir que regresara a México han sido poco considerados dado el escaso éxito que alcanzaron.2 A pesar de ello, fueron los partidarios más ultras del emperador los que se movilizaron dejando al descubierto un sustrato ideológico de genealogía reaccionaria que había ido fraguándose en los años previos y vinculándose a la existencia del propio Iturbide.

Este trabajo pretende acercarse a algunos de esos planes conspirativos que a lo largo de 1823 trataron de sostener la opción monárquica para México,3 bien desde presupuestos moderados, bien desde los menos conocidos planteamientos abiertamente ultramontanos. Con ello se integrará, a lo hasta ahora conocido, una alternativa política e ideológica que, si bien tuvo escaso éxito en sus pretensiones, colaboró en el reforzamiento de sus adversarios políticos ayudando a consolidar el sistema republicano de gobierno.

La movilización popular

La historiografía ha dado cuenta del clima de tensión que fue generándose en la ciudad de México a partir de las decisiones del emperador en los primeros compases de 1823, tanto entre sus partidarios como en sus cada vez más evidentes detractores.4 A lo largo de febrero y marzo se inició la desunión entre los imperiales y el abandono entre las filas iturbidistas de algunos de sus antiguos y fieles colaboradores. Las fuerzas militares comenzaron a polarizarse y los enfrentamientos entre los adictos al emperador y sus opositores reunidos en Puebla trascendieron los círculos jerárquicos del ejército para instalarse también entre la población. El historiador Torcuato Di Tella ya destacó la movilización popular que en algunos barrios de la capital comprometió a “grupos de frailes y jefes de una improvisada milicia” por el emperador absoluto.5 A principios de marzo de 1823 estos movimientos a favor de Iturbide parecían tomar cuerpo en inminentes sublevaciones populares de carácter radical en los barrios de México. La diputación provincial exigió al capitán general y jefe político, José Antonio Andrade, destacado militar fiel a Iturbide, que tomara medidas frente a la alarmante situación que se vivía en la ciudad: “Exmo sr. El populoso vecindario de esta capital se halla justamente alarmado y lleno de inquietudes y temores; ningún ciudadano honrado cree seguros sus bienes, ni aun su vida: circula una voz general que asegura se ha intentado y sigue intentándose poner en movimiento a los habitantes de los barrios para fines siniestros”.6

En su exposición, los miembros de la diputación acusaban veladamente a Andrade de permitir la movilización popular y tener acuartelada la tropa y le pedían que dictara las medidas oportunas para su tranquilidad, “que esos vecinos de los barrios alarmados y acuartelados se reduzcan a sus lugares y ejercicios, y que se escarmiente a los que los hayan alarmado”. En connivencia con la diputación, el ayuntamiento capitalino dirigió una carta a Andrade en similares términos, en la que solicitaba permiso para que “sus individuos salgan a rondar en todas estas noches hasta que desaparezca el peligro que amenaza a esta Corte” y que el capitán general destinara un “competente número de soldados” para asegurar las rondas. En sus respuestas a ambos, Andrade negó tener noticia alguna que diera cuenta de movimientos peligrosos en los barrios. Es más, consideró que los temores que manifestaban tanto el ayuntamiento como la diputación eran completamente infundados y explicó que las únicas movilizaciones que conocía se debían a la formación de un tercer regimiento provincial que, bajo sus órdenes y con conocimiento del emperador, se estaba organizando en esos barrios:

Efectivamente se está organizando con todas las formalidades de ordenanza un tercer regimiento con la denominación de Regimiento Provincial de Policía de los cuatro barrios: pero lejos de ser siniestras sus miras, son las más loables, pues cuento con esta fuerza para contener y evitar cualquiera desorden, que es de temer en las críticas circunstancias del día, en que los hombres de perversas intenciones quieren ver el campo libre a realizar sus inicuos proyectos.7

Por su parte, el jefe político, en el relato de estos acontecimientos a Iturbide, le manifestaba el compromiso y la fidelidad que estos vecinos de los barrios mostraban hacia su persona y reconocía cómo se habían afanado para “reunirse en un orden militar” por el bien de la patria. Por ello consideraba que eran “acreedores a otros epítetos más honoríficos y no al de revoltosos”, como los tachaban la diputación provincial y el ayuntamiento de la capital.8

Según Di Tella, el mismo día en que se producía este intercambio epistolar entre el capitán general Andrade y las instituciones capitalinas local y provincial, un grupo de militares firmaba un manifiesto exigiendo la represión de los rebeldes de Puebla, calificándolos como enemigos del sistema.9 Sin embargo, las tibias y poco fundadas justificaciones del capitán general no frenaron el aumento de las movilizaciones en los barrios, las cuales, muy en contra de lo que éste expresaba, se fueron radicalizando hasta mostrarse abiertamente reaccionarias. En el ambiente estaba la restauración del congreso realizada por Iturbide y la excarcelación de los diputados que todavía permanecían presos por la conspiración de agosto anterior.

El 11 de marzo la diputación provincial reiteraba a Andrade sus quejas y confirmaba los rumores sobre los desórdenes que se estaban produciendo en los barrios de la capital, en donde, precisaba, se había “vociferado voz en cuello en toda ella y determinadamente en los umbrales de esta casa, que viva el Emperador absoluto: que muera el congreso”.10 De estos disturbios también dio cuenta algún español en la capital -seguramente del anterior gobierno metropolitano- quien en carta al comandante Francisco Lemaur, aseguraba “que era voz pública (y fue cierto) de que si se verificaba la descoronación [sic] estaba prevenida toda la leperada y la guarnición advertida por el capitán general para no admitírsela y proclamar 2a. vez y absoluto al monarca, con la añadidura de muera el congreso, los Republicanos, Echávarri y los gachupines”.11

Pero el jefe político restó importancia a estas manifestaciones populares, aclarando que se trataba de expresiones de júbilo y ternura hacia el emperador que, en el día anterior, había salido para Tacubaya y que el propio Iturbide se había encargado de rebajar los ánimos y rogar a sus seguidores que mantuvieran el orden, la paz y la quietud: “Entre los trasportes que hubo de regocijo por esta causa, se oyeron repetidos vivas y aclamaciones al soberano congreso, a S. M. I. y a la paz y unión del imperio; y aunque se escuchó una voz de entre la multitud de ‘muera el congreso’ ni tuvo séquito ni prosiguió”.12

A pesar de ello, en el congreso, Carlos María de Bustamante denunciaba la conducta del jefe político como “verdaderamente criminal” por haber tolerado que “este motín y esta asonada” quedaran impunes habiendo sucedido a veinte varas de la puerta de su casa.13 Ese mismo día, José María Fagoaga también constataba en sede parlamentaria que se habían escuchado voces amenazadoras contra el congreso en “reuniones de gentes en las calles públicas de la capital” que comprometían la seguridad de las deliberaciones de los diputados y exigía la responsabilidad del ministerio para evitar estos desórdenes.14 Sin embargo, a juzgar por las noticias que llegaban de los ayuntamientos de pueblos cercanos a la capital, el intento de movilización popular de los seguidores del emperador se extendía más allá de las fronteras de la ciudad. La villa de Guadalupe dio cuenta de la invitación recibida por parte de un regidor de San Agustín de las Cuevas al servicio de la casa imperial para participar en la proyectada algarada

solicitando que se convocasen a esta villa y sus anexos, San Cristóbal, Tlanepantla, Cuautitlán y sus adyacentes, para que el día de mañana a las 9 del día, entrasen con todo sigilo a unirse con los demás pueblos, que ya tenían convocados y saliesen en tumulto gritando, viva el emperador, que a este efecto debían ocurrir todos armados, aunque completasen con coas, palos y piedras, dando por pretexto que los europeos intentaban degollar a los vecinos de la capital.15

El congreso exigió la responsabilidad del ministro de relaciones, José del Valle, antiguo diputado encarcelado por Iturbide en agosto de 1822. Éste, sin embargo, no reconoció tener noticia de disturbios y desórdenes, pero aseguró a los diputados que tomaría las medidas que le solicitasen para garantizar la tranquilidad de sus deliberaciones y personas. Como diputado que había sido, entendía que la unión de la nación debía residir en el congreso, único capaz de restablecerla en las circunstancias del momento. A pesar de ello, los diputados desconfiaban del jefe político Andrade y solicitaron su destitución y la disolución de los cuerpos que se habían levantado y armado sin aprobación del congreso. Rafael Mangino apuntaba al origen y autores de esas reuniones “formadas en el tumulto de defensores de la fe”, preguntándose quiénes eran los considerados contrarios a la fe. Por su parte, Carlos María de Bustamante daba un paso más en su acusación y revelaba la impostura de esa denominación: “¿Dónde están esos enemigos de la fe contra quienes se aprestan armas? Los verdaderos enemigos de la religión son esos visionarios (…) esos que vestidos tal vez del hábito religioso promueven el asesinato, el robo y todos los horrorosos crímenes de que es capaz la plebe desenfrenada”.16

El abuso de los privilegios religiosos era lo que había llevado a considerar herejes a los liberales, calumniándolos con inculpaciones acerca de que minaban la fe, cuando su única voluntad había sido derrotar la tiranía. La tarea de la religión no era oponerse a que los pueblos recobraran sus derechos, ni meterse en la forma de gobierno -según Bustamante- su finalidad debía ser privada y no entrometerse en los negocios públicos, de ahí que pudiera acomodarse igualmente a una república que a una monarquía. Para estos liberales no había alianza política posible entre el trono y el altar, no al menos como la consideraban los ultramontanos. El liberalismo y el sistema representativo eran compatibles con la religión, siempre que se mantuvieran en esferas separadas. Eran más bien los enemigos de la libertad los que mancillaban el nombre de esta.17

El apoyo de los religiosos al imperio de Iturbide había sido notorio, pues habían depositado muchas esperanzas en una independencia que pudiera contener las furias revolucionarias que azotaban a la monarquía española. Más, si cabe, a partir de 1820 cuando España había sucumbido a las veleidades liberales de un congreso que atacaba abiertamente a los eclesiásticos con sus decretos desamortizadores. El sentido contrarrevolucionario que algunos religiosos quisieron impregnarle a la separación política terminó por ligar la imagen de Iturbide con la defensa de posiciones ultramontanas.18 De este modo, la identificación de la defensa del imperio y de la persona del emperador con el clero, especialmente con los frailes y curas, fue fraguándose desde los inicios de la rebelión. Son muchos los ejemplos sobre esta cuestión que pueden encontrarse, pero resulta interesante también ver la conexión que algunos realizaban entre la participación del bajo clero en la defensa de la independencia proclamada por Iturbide y la imputación a los españoles de ser los responsables de los ataques a la religión.

A mediados de 1822, en unas diligencias practicadas en casa del teniente coronel Tomás Pereyra, comandante del batallón de comercio en Puebla, se encontró un papel que asentaba estas ideas:

Ya tenía este cabecilla [Iturbide] en buen estado sus negocios y no le restaba otra cosa para consolidar sus depravadas intenciones que el contar con los frailes, […] Ya se veían los frailes en el golfo de la ambición, la intriga y el despotismo para circular por todo el reino sus papeles sediciosos aconsejando a los americanos en el caos de miserias que estaban sumergidos si no renunciaban al gobierno español, pues con este que se acabaría la religión.19

Estas manifestaciones populares, fueran realmente instigadas por clérigos o no, muestran, al menos, dos realidades. Una, que parte de los seguidores del emperador estaban abiertamente posicionados en planteamientos reaccionarios, como se verá. Dos, que a pesar de la tercera garantía, los europeos-españoles fueron utilizados como ariete en contra del proyecto de independencia y república pero también contra el imperio. A ello contribuyó la actuación del comandante español de Veracruz, Francisco Lemaur, quien desde su posición cuestionaba la seguridad de los españoles en México y acusaba al emperador de haberles gravado con fuertes exacciones.20 Pero también la de los militares que habían formado el ejército libertador en Puebla, desde cuyas filas se acusaba a Iturbide de difundir la noticia de que el Plan de Casa Mata tenía por objeto retornar a los mexicanos bajo el dominio español. De este modo, los españoles residentes en México comenzaron a ser señalados por uno y otro bando como los causantes de la tensa situación y fueron el objetivo de los planes que, desde la abdicación de Iturbide y su salida del país, se organizaron en México bien para defender la república, bien para restaurar el imperio.

Este clima de hostilidad hacia los españoles también fue favorecido por el contexto internacional, ya que, desde abril de 1823, España fue invadida por las tropas de la Santa Alianza bajo el mando del duque de Angulema con la idea de liberar a Fernando VII del gobierno exaltado y devolver al país a un sistema análogo al francés. La noticia fue publicada en México en gaceta extraordinaria del domingo 27 de abril de 1823; en ella, además de dar cuenta del inicio de la guerra entre Francia y España, se especulaba con las posibles consecuencias que eso pudiera tener para los mexicanos: “Se verá la situación en que se halla la España envuelta en partidos domésticos y con una invasión extranjera, para poder intentar operaciones hostiles contra nosotros”.21 Desde entonces, la Gazeta del Gobierno de México no dejó de publicar novedades referentes a las circunstancias en las que se encontraba España y a la situación de la guarnición que ocupaba San Juan de Ulúa.

A pesar de ello, la inquina contra los españoles fue creciendo en los meses siguientes y se convirtió en un símbolo de defensa de la independencia nacional. La presencia de estos en la república mexicana era identificada como un apoyo necesario a los deseos de recuperación que podía albergar España, ayudada por la Santa Alianza, a culminar este plan. Más si cabe, cuando la presencia militar de las tropas en San Juan de Ulúa hostilizaba el puerto más importante de entrada al país. El fantasma de la reconquista que ya estaba presente desde que Fernando VII se negó a reconocer la validez de los Tratados de Córdoba y los diputados mexicanos abandonaron las Cortes españolas, fue creciendo con el paso del tiempo.

Un plan fallido y una conspiración nonata

Desde que Iturbide abdicó del trono comenzaron a notarse movimientos a su favor para revertir la situación. Sin embargo, dada su naturaleza conspirativa y el necesario secretismo que ésta conllevaba, no siempre han llegado hasta nosotros pruebas de estas intrigas. Y las que lo han hecho carecen, en muchas ocasiones, de información concreta como la fecha o los nombres de los promotores de éstas. Aun así, la existencia de estos complots ha sido demostrada, y aunque todavía nos falten por aclarar algunos detalles y por dilucidar el alcance real de ellos, no cabe duda de la importancia que tuvieron en la polarización del conjunto de las fuerzas políticas e ideológicas que confluyeron durante estos meses entre el final del imperio y la formación de la república federal.22

Algunos de estos intentos de rebelión mostraron la complejidad y confusión del momento político por el que atravesó México entre 1823 y 1824. Los escasos estudios de los que disponemos han revelado que el carácter de estas conspiraciones aglutinó igualmente a federalistas radicales en contra de la contención centralizadora que se impuso tras la abdicación de Iturbide, así como a iturbidistas descontentos con el desenlace del imperio. La confluencia de estas fuerzas, que podría resultar paradójica, ya fue apuntada por Di Tella y recientemente demostrada por Catherine Andrews, al probar las conexiones entre los federalistas de Jalisco y los iturbidistas de la ciudad de México.23 Lo cierto es que en el verano de 1823 y en los meses subsiguientes fue a converger la agitación federal en las regiones con los movimientos conspirativos que pretendían rescatar la figura de Agustín de Iturbide, aunque estos últimos no fueran necesariamente siempre de naturaleza monárquica.

La mayoría de los planes conspirativos que tuvieron lugar en estos meses compartieron un denominador común: el creciente sentimiento antiespañol que se fue instalando en las distintas versiones de estos. Una de las primeras conjuras que ha identificado la historiografía es la que debía producirse el 2 de octubre de 1823 y que fue descubierta por las autoridades. A ella se sumaron el plan fechado el 16 de enero de 1824 en el cuartel general de la villa de Cuernavaca y el de José María Lobato de finales del mismo mes. En ambos se defendía la república federal representativa y se apuntaba a los españoles como un obstáculo para la conservación de la independencia nacional.24 Paralelamente, la rebelión jalisciense se alimentaba con los constantes rumores del regreso de Agustín de Iturbide y el enfrentamiento entre el poder ejecutivo de la nación y los militares que controlaban el estado. Las conspiraciones de Guadalajara en 1824 tuvieron varias ramificaciones y hasta cuatro planes -según Catherine Andrews- circulaban entre esta capital, México, Querétaro y Guanajuato.25

En este caso no voy a detenerme en analizar los proyectos que aspiraban a la república, sino en dos de los que proclamaban abiertamente el regreso de Iturbide y la restauración del régimen monárquico. Uno de ellos es -probablemente- una versión o continuación de la mencionada conspiración del 2 de octubre de 1823 que, si bien es aludida por la historiografía, no ha sido suficientemente detallada en su contenido y alcances. Para este análisis aportaré, además, documentación inédita sobre su persistencia en los siguientes meses a través de unas actas que los conjurados reseñaron, lo que demostrará que los conspiradores no cejaron en sus intrigas incluso después de que algunos de ellos fueran detenidos,26 y que esta contaba con un gran número de implicados. El otro de los planes es un programa de clara inspiración reaccionaria cuyas raíces ideológicas pueden rastrearse desde el inicio de los años de revolución.27

El Plan para restaurar la libertad de la nación mexicana y conservar su independencia28 consta de 19 artículos y más bien parece un borrador incompleto que no lleva fecha ni firma. Sin embargo, por alusiones en su articulado al “congreso que ahora cesa”, es muy posible que fuera elaborado en octubre de 1823, dado que a finales de ese mes cerró sus sesiones el congreso restaurado por Iturbide en marzo anterior. Se trata de un proyecto liderado por militares, cuyo primer artículo se destina a crear un “ejército con la denominación de restaurador” que alude, como se indica en el título del plan, a la libertad y en clara contraposición al ejército libertador que habían establecido los opositores de Iturbide desde Casa Mata. Este ejército tenía como centro común el gobierno, al cual responderían sus jefes en las provincias, sin depender los unos de los otros. El objeto de este cuerpo armado sería conservar la religión católica, la independencia y la unión, todo ello con una justa y moderada libertad. Es decir, se basaba en la defensa de las tres garantías establecidas en el Plan de Iguala. Al mismo tiempo, se debía reunir un cuerpo de representantes conforme a la voluntad general, sin límites ni vetos respecto a la clase de éstos.

En el artículo tercero, el plan renegaba de las actuaciones de las provincias y el “ejército que se llamó libertador” respecto a la forma de configurar el Estado, así que afirmaba reservarse “la declaración de la forma de gobierno que haya de constituir a la nación, al futuro congreso”. Si bien es cierto que ello suponía no definir la forma de gobierno en ese momento, dejando la puerta abierta a distintas combinaciones políticas, en el siguiente artículo establecía que el gobierno provisional que ejecutara el plan, una vez que este fuera pronunciado en la capital de México, sería “una Regencia que gobernará a nombre del Sr. D. Agustín I, quien hasta que un congreso legítimamente electo y autorizado no decida lo contrario, es de hecho nuestro emperador constitucional”. Es este, por tanto, uno de los escasos proyectos conspirativos que abiertamente mantiene -aunque sea provisionalmente- la monarquía constitucional en la persona de Agustín de Iturbide y lo llama al trono. A pesar de ello, los redactores del plan indicaban que, si fuera otra la organización política elegida, Iturbide obtendría siempre la primacía entre sus conciudadanos y se le otorgaría el “augusto título de Libertador”.

El plan debía ser proclamado por un general en la capital del país, quien se pondría a la cabeza de la regencia a la que se añadirían otras dos personas designadas por él, un eclesiástico y un individuo de cualquiera de las otras clases del Estado. Además, se proponía el restablecimiento del gobierno existente en marzo anterior, antes de que Iturbide se viera obligado a realizar los cambios de su gabinete para evitar su caída, para los cuales tuvo que excarcelar a algunos diputados. El proyecto diseñaba un poder ejecutivo unipersonal y provisionalmente monárquico, con una regencia tripartita gobernada por un militar a cuyas órdenes estarían los generales de las provincias que se adhirieran al pronunciamiento; nombraría a los secretarios del despacho y podría consultar con una “junta compuesta de un individuo por provincia, elegidos por la misma Regencia” cuyos dictámenes no serían vinculantes. Sería tarea de este ejecutivo también, formar un reglamento para las elecciones del futuro congreso soberano constituyente en las que tendrían derecho al sufragio “todos los mejicanos que hayan cumplido 18 años”. En consecuencia, el congreso y el supremo poder ejecutivo que existían en ese momento, debían cesar en sus funciones inmediatamente. Sin embargo, en connivencia con lo apuntado por algunos autores sobre las conexiones con los federalistas, el plan respetaba la existencia de los ya formados estados libres de Jalisco, Zacatecas, Oaxaca “y demás que tuvieren ya su congreso provincial”. Es decir, pretendía fusionar -no se sabe muy bien cómo- la monarquía moderada con el federalismo en las provincias.

Por otro lado, el proyecto respetaba la libertad de opinión y protegía las vidas y propiedades de los ciudadanos, también las de los españoles que habían colaborado con la independencia, siendo sus personas especialmente protegidas por el ejército restaurador. Ello cumplía con la garantía de la unión que siempre había defendido Iturbide. Ahora bien, quien intentara impedir la ejecución del plan sería arrestado y juzgado, pero en ningún caso condenado hasta que se reuniera el nuevo congreso y se dictara sentencia. En el lado opuesto, los militares, desde sargento hasta cabo segundo, que se adhirieran al pronunciamiento serían premiados por sus méritos, antigüedad y servicios.

El programa político recogido en este plan incluía también una libertad indefinida de imprenta que esperaban fuera utilizada por los sabios de la nación para ilustrar y guiar al nuevo gobierno. No se alejaba, pues, de los presupuestos básicos del liberalismo moderado que ya se expresaron en el Plan de Iguala en 1821. Consecuentemente, se encargaba a los eclesiásticos que cumplieran con su misión de “propagar la obediencia a las autoridades nuevamente constituidas” al tiempo que mantenía los fueros y privilegios del clero regular y secular.29 De este modo, el plan era casi una actualización de los presupuestos establecidos por Agustín de Iturbide en Iguala dos años atrás, con la incorporación, dadas las circunstancias, del reconocimiento al incipiente federalismo propagado en las provincias.

En definitiva, si este plan es una versión de lo que pretendían los conspiradores detenidos el 2 de octubre de 1823, todavía le quedaba cierto camino por recorrer, pues en los meses subsiguientes se reunirían secretamente -y lo consignarían por escrito- aquellos que mantenían vivo el pronunciamiento. La historiografía ha demostrado que después de detenido el general José Antonio Andrade, uno de los líderes del iturbidismo, tomó el relevo el teniente coronel Manuel Reyes. Éste reunió a los militares conjurados en México el 31 de octubre de 1823, citados como “amantes decididos del bien de la patria”, conservadores de la “sacrosanta religión”, defensores a costa de su existencia de la “emancipación” para restaurar “la justa y bien entendida libertad”.30 Los congregados a esta cita eran los coroneles Rafael de la Vara y Miguel Infanzón, el teniente coronel Antonio Alvarado y el capitán Mariano Rivera. Éstos parecían formar, junto a Reyes, la célula organizativa central de la conspiración, pues se reunían sin otros testigos y tomaban las decisiones relativas a la ejecución del proyecto, considerándose a sí mismos como una junta.31 En esta primera sesión, acordaron las medidas -las cuales no fueron consignadas en las actas- para el pronunciamiento que debía tener lugar el lunes 3 de noviembre, para lo cual se reunirían la noche del domingo con objeto de convenir los términos para llevarlo a efecto. A esta segunda sesión asistirían otros implicados como el capitán Simeón Martínez, el ayudante mayor Manuel Caro, el teniente Tomás Martínez y el alférez Antonio Tenorio. Entre todos convinieron que Manuel Reyes debía ponerse a la cabeza del pronunciamiento hasta que, logrado el éxito, pudiera hacerlo el general Andrade, puesto que Reyes era “el autor del plan y de la empresa, el que tiene conexiones con los que la auxilian […] y en quien se encuentran los demás conocimientos”. Seguidamente, se quedaron a solas los que formaban la junta para tratar sobre aspectos operativos del plan. Les faltaban “armas, llaves, instrumentos y cohetes de luz” para realizar las señales convenidas y por ello acordaron retrasar el pronunciamiento un día más, con el fin de obtener todo lo necesario para llevarlo a cabo.

Los conspiradores sabían de la dificultad de mantener el secreto de un plan de esas características y estuvieron de acuerdo en que no podían demorarlo por más tiempo “por el peligro a que puede conducirnos mayor retardo, y porque con este, si bien no es nada remoto sea descubierto nuestro proyecto”. Y no les faltaba razón para sospechar de un posible delator entre sus filas, pues tal y como escribió Carlos María de Bustamante en su Diario histórico, el día en que pensaban pasar a la acción, el gobierno fue advertido de la conspiración y ordenó acuartelar a los cívicos y salir a la caballería.32 Este movimiento obligó a los conjurados a abortar la ejecución del levantamiento y reunidos el 4 de noviembre en casa de Manuel Reyes confirmaron la existencia de un quintacolumnista entre sus filas:

la dolorosa experiencia de acontecimientos ni menos funestos que peligrosos en nuestras circunstancias, demandaban imperiosamente adoptar cuantas medidas exigen el logro de nuestra empresa, […] no queda duda que entre los con quienes [sic] guardamos relaciones existe un vestiglo, que revela el secreto de nuestros acuerdos y resoluciones.33

Para evitar futuras delaciones, los confabulados aprobaron expresar un juramento solemne -bajo su palabra de honor los militares y a Dios y una cruz los paisanos- de ser “fieles defensores de la Religión, la independencia, la libertad justa y bien entendida y el Héroe de Iguala”. También, que si se descubría al confidente, éste debería ser asesinado sin mayor dilación. Y, consecuentemente, todos juraron “guardar inviolable secreto en todas nuestras determinaciones y ser su última voluntad que si faltasen en lo más leve, sean asesinados en justo castigo de tamaña maldad”.34 Después de estas expresiones patrióticas los que formaban la junta se quedaron reunidos para ultimar los detalles del golpe, el cual estuvieron de acuerdo en disponer para el domingo 9 de noviembre. Para ello consideraron acertado valerse de un coche cubierto que ocultase la tropa que debía pronunciarse en los diversos puntos y, al mismo tiempo, intentar obtener información de las precauciones que tomaría el gobierno. La noche antes del pronunciamiento volvió a reunirse la junta y Reyes estimó que, para no levantar sospechas en la concentración de la fuerza armada que tenía que congregarse antes de salir para los enclaves donde debía levantarse, se adquiriesen dos grandes viviendas para ir agrupándola con disimulo.

Lo cierto es que ninguna de estas medidas pudo realizarse, bien por temor a ser delatados o por carecer de recursos con que llevarlas a efecto. El 12 de noviembre, es decir, tres días después de cuando iba a producirse el levantamiento, éste todavía no había tenido lugar. Por lo visto, varios de los comprometidos no se habían presentado con la tropa señalada en las casas donde se concentrarían, a pesar de las reiteradas demandas de Reyes. El jefe de la empresa exigió una vez más un juramento a los que debían disponer de tropa para ejecutar el plan, así como el reiterado compromiso del secreto. Y todos, unánimemente lo prestaron sin dilación, señalando cada uno la fuerza que pudiera reunir.35 Las contribuciones de los comprometidos con la causa tal y como quedaron referidas en las actas fueron las siguientes:

  • - Teniente coronel Antonio Alvarado: 20 hombres útiles

  • - Capitán Mariano Rivera: 30 hombres armados y montados

  • - Capitán Juan Nepomuceno Leonel: 100 hombres de todas clases

  • - D. Carlos Altamirano: 30 hombres decididos y útiles

  • - Teniente Mariano Goyeneche: 19 hombres armados la mayor parte

  • - Sargento primero José Gregorio Mesquía: 20 hombres

  • - Alférez Antonio Tenorio: 10 hombres armados

  • - Capitán Simeón Martínez: fuerzas foráneas que tengo ofrecidas

  • - Teniente Tomás Martínez: fuerzas foráneas que tengo ofrecidas

  • - Subteniente Mariano León: mi persona única puedo ofrecer

  • - D. José María Ocampo: mi persona y arbitrios

  • - Ayudante mayor Manuel Caro: mi persona única

  • - Teniente de caballería Ignacio Rodríguez: mi persona

  • - Alférez de caballería Manuel Gallegos: mi persona y la fuerza positiva de 50 hombres

  • - Teniente Mariano Martínez de la Busta (?): mi persona, mis arbitrios y 200 hombres útiles

  • - Alférez de caballería José María Camargo: mi persona, mis arbitrios y 100 hombres útiles la mayor parte armados

  • - Teniente de caballería Manuel Astorga: mi persona, mis arbitrios y 50 hombres capaces de todo menos de la cobardía

  • - Teniente del regimiento de infantería de línea n. 3 Antonio Ortiz: mi persona, mi influjo en el cuerpo que sirvo

Estas actas secretas terminan el 17 de diciembre con el último de los juramentos, sin darnos más pistas sobre por qué no tuvo lugar el pronunciamiento a pesar de que, al parecer, era posible reunir un buen número de tropa para ello. Lo cierto es que el ambiente político atravesaba graves dificultades y la agitación en las calles se hacía notar con la impresión de pasquines y movimientos de tropa. A petición de Carlos María Bustamante, el congreso aprobó armar a la milicia nacional y facultar al gobierno para hacer lo propio con cuatro batallones de milicias provinciales para “disponer de su fuerza según convenga al bien público y lo exijan las presentes circunstancias”.36 Pero además del conflicto federal con las provincias, el gobierno debió hacer frente a la guerra en Veracruz, donde los españoles resguardados en San Juan de Ulúa se enfrentaron a las fuerzas de la república durante varios años. Aunque al inicio del sitio las transacciones comerciales y los negocios no se habían interrumpido en el puerto veracruzano, a partir de que llegaron las noticias de la guerra desatada entre el gobierno liberal de España y la Santa Alianza, las tropas militares al mando de Lemaur iniciaron su asedio y bombardeo a la ciudad en septiembre de 1823.37

Esta circunstancia todavía empeoró más, si cabe, la situación de los españoles residentes en el país, pues los rumores de que Fernando VII preparaba una gran expedición para reconquistar el territorio con ayuda de sus aliados europeos no dejaron de circular durante este tiempo. Como anotaba Bustamante en su Diario el 30 de noviembre de 1823: “Termina este mes con un tiempo pésimo en lo atmosférico y político. El odio a los españoles se multiplica rápidamente y ya se explica sin embozo. Todo amenaza un rompimiento y sedición”.38 También insistía en que los pudientes de Puebla anhelaban por la llegada de las fuerzas de la Santa Alianza. E incluso que en esa región se había formado “una gavilla de pícaros llamándose la ‘Santa Liga’” con la sola intención de robar y asesinar. El escenario, por tanto, era de gran tensión interior, pero también exterior, pues se esparció la noticia de que Inglaterra pensaba reconocer la independencia de México bajo las condiciones estipuladas en los Tratados de Córdoba, lo que suponía, necesariamente, el establecimiento de una monarquía con un infante Borbón en el trono.39 Desconocemos el alcance que esta rumorología pudo llegar a tener sobre la actitud antiespañola que se desató de manera generalizada durante este tiempo en México. Sin embargo, lo que parece bastante claro es la vinculación política e ideológica que los partidarios de la república establecían entre los españoles y el éxito de una expedición de reconquista del país enviada por los monarcas coaligados europeos. Si ello pudo reactivar el odio a los peninsulares, también pudo fortalecer a los partidarios de una monarquía de sesgo más reaccionario que habían apoyado a Iturbide durante su breve período en el trono.

Un plan ultramontano

En este sentido, otro de los planes que se diseñaron en esos momentos y que no ha sido suficientemente analizado en este contexto es un borrador que supone una restauración de los principios imperiales -sin renunciar a la independencia- desde presupuestos ideológicos contrarrevolucionarios. El apoyo que Iturbide recibió de las fuerzas ultramontanas dio paso a una manifiesta frustración cuando comprobaron que la ruptura independentista no había sido bastante para evitar la consolidación de un sistema liberal y constitucional.40 Más si cabe, ahora, después de la caída del emperador, con la proclamación de la república como forma de gobierno.

Este plan constaba de 20 artículos divididos en cuatro apartados: Ejército, Gobierno, Religión y Legislación, donde se recogían sucintamente las ideas que sus autores tenían sobre cómo organizar estas cuestiones una vez el pronunciamiento tuviera éxito. Como vemos, se trataba de cuatro pilares básicos para la organización de un Estado. Empezando por el ejército, el plan estipulaba la creación de una fuerza militar compuesta de todos aquellos que quisieran adherirse a él, exceptuando aquellos jefes que habían capitulado -“de coroneles para arriba”- y, sobre todo, “los cinco principales llamados libertadores”.41 Este ejército se llamaría imperial y aunque no definía quién sería su jefe, sí concretaba cuál era su principal finalidad: “El fin del ejército será indemnizar a D. Agustín I de las calumnias que lo han deshonrado, restituirlo al trono en su caso, o mantenerlo alta y decorosamente conforme a su gran mérito dentro de la América, y siempre a la cabeza del ejército y del gobierno”.42

Parece evidente, pues, que los redactores del plan tenían claramente la intención de fomentar y apoyar el regreso de Iturbide y colocarlo al frente del ejército, pero también del gobierno. Es más, aunque no hace alusión expresa a los españoles, establece la defensa de las propiedades y los derechos de todos, lo que en el contexto en el que nos encontramos equivalía a proteger la garantía de la unión.

En el apartado Gobierno no se definía con claridad qué forma se iba a adoptar, pero sus inclinaciones eran evidentes por el imperio, dado que se acordaba que el “emperador presidiendo una junta compuesta de los obispos de América”, a los que se sumarían un diputado por provincia y doce personas nombradas por el ejército, serían los encargados de elegir el tipo de gobierno. Sin duda, la presencia esencial de Iturbide como emperador junto a los obispos, demostraba el claro sesgo reaccionario de la propuesta, que ligaba indiscutiblemente el altar y el trono en una suerte de poder mancomunado para dirigir los destinos del país.43 Es más, el proyecto determinaba que el gobierno debía pedir la protección de la Santa Alianza, lo que revelaba una indudable preferencia por las coronas legitimistas europeas. Por otro lado, en este esquema, Iturbide siempre quedaba como emperador a título legítimo, fuera o no esa la forma de gobierno adoptada finalmente: “Quede o no imperio el mexicano, el emperador se llamará tal, y de facto él únicamente lo será en caso de haberlo, y de no, tendrá ese llamamiento con alguna adición que denote llamarse así por haberlo sido legítimo, aunque con cabeza de gobierno distinto tendrá también en seguida la denominación que se establezca”.44 Resulta difícil imaginar que se pueda conservar el título de emperador en un sistema de gobierno que no sea monárquico, pero tal vez ahí reside buena parte de la utopía ultramontana con la que confabulaban los autores del proyecto.

Por otro lado, aunque temporalmente se mantenía el congreso, su presencia no pasaba de ser meramente testimonial, pues no se permitía que este conservara sus actuales diputados, sino que se debían elegir otros que no rechazaran el plan porque “éstos no podrán tener mando alguno”.45 Por supuesto, no había mención a unas posibles elecciones, sino que era el gobierno quien designaría a estos diputados. Ello recordaba, y mucho, al procedimiento que había seguido Iturbide al nombrar la Junta Nacional Instituyente.

En el apartado dedicado a la religión, único en todos los planes conspirativos que se conocen de este momento, los autores rescataban la intransigencia ya mostrada en otros documentos políticos de la época. La católica sería la única y verdadera, sin consentirse ninguna otra. Pero yendo un poco más allá, la defensa del catolicismo y de la intolerancia religiosa se completaba con medidas de claro sentido ultramontano. Frente a cualquier tipo de injerencia del poder civil en el eclesiástico, el proyecto sostenía la supremacía papal y su exclusiva capacidad para introducir reformas en la institución: “El gobierno de la Iglesia jamás tocará a otro que al Romano Pontífice y las iglesias particulares a sus obispos sin que ni a título de protección o patronato tome parte el gobierno”.46

Ante la falta de comunicación con Roma, los obispos ocupaban interinamente dicha autoridad, asumiendo todo el poder en sus diócesis hasta que el Papa determinase el procedimiento a seguir. Explícitamente, se mencionaba que el gobierno no podría intervenir sobre la Iglesia con el pretexto de protegerla. Ello era una clara contestación a la segunda parte del artículo 12 de la constitución gaditana, que sería adoptado por la mexicana de 1824 en su entrada tercera. En aquél, al hablar de la religión, se asentaba que “la nación la protege por leyes sabias y justas”. Algunos liberales entendieron que esa fórmula autorizaba a la reforma de aquellos aspectos que no afectaran al dogma. Por el contrario, los serviles interpretaron que esa invocación al amparo de la fe y de sus ministros significaba una defensa efectiva, pero sin ningún tipo de intromisión. Es más, a su juicio se trataba de una posibilidad de que se promocionara a la Iglesia, motivo por el cual muchos de ellos aceptaron inicialmente la carta doceañista, sin que por ello se les pueda considerar liberales.47 Por otro lado, la mención expresa a no poder hacer uso del patronato por parte del gobierno remite a la todavía breve experiencia desde la independencia en la que los estados asumieron rápidamente el ejercicio de esta potestad regia apelando a la soberanía nacional y al traspaso de todo el poder del rey a la nación. Con esta autoconcesión, los gobiernos comenzaron a controlar los nombramientos y salarios de los cargos eclesiásticos, restando así poder a la jurisdicción privilegiada que la Iglesia había mantenido hasta entonces.48 Este derecho les concedía también la posibilidad de intervenir los bienes raíces de la Iglesia y la recaudación del diezmo, y aunque el Estado mexicano no lo había llevado a cabo todavía a la altura de 1823, se apuntaba ya una disputa sobre esta cuestión entre los estados de la federación y el gobierno federal.49 De ahí que uno de los artículos de este proyecto protegiera de manera absoluta y permanente los bienes de la Iglesia, aludiendo expresamente a las desgracias que tuvo que llorar España por permitir esta injerencia. En este sentido, el plan reforzaba esa autonomía de la Iglesia al bloquear cualquier posible tentativa desamortizadora. La alusión directa a lo acontecido en España a partir de la revolución de 1820, cuando se aplicaron medidas de claro signo secularizador, entre las que estaba la desamortización y venta pública de los bienes de los conventos asignados al Crédito Público, pone de manifiesto el carácter contrarrevolucionario del proyecto. Los graves conflictos que se generaron entre la jurisdicción política y la eclesiástica en el interior del Estado se extenderían también a la Santa Sede, puesto que esta no podía nombrar los obispos sin entrar en una comprometida situación con el derecho de Fernando VII a ello.

De este modo, se aplicaba el mito de la conspiración filosófica contra la Iglesia a la situación peninsular, explicando las desgracias que se vivieron en dicho país como resultado de la aprobación de medidas irreligiosas. Esa crítica proyectaba una voluntad por revertir la situación comprometida en que se encontraba la institución eclesiástica. Era una forma de reivindicar el espíritu religioso de la independencia por el que los antirreformistas apoyaron el proyecto emancipador de Iturbide. Los más conservadores entendían que si la experiencia imperial había fracasado por la acción de los conspiradores revolucionarios, que impidieron a Agustín I desplegar su programa de gobierno, la restauración del emperador debía suponer una vuelta al ánimo seguido en los momentos en que se consumó la ruptura del viejo vínculo colonial. La religión y los valores cristianos debían ser el fundamento sobre el que se alzara el nuevo imperio.

En el último de los apartados del proyecto dedicado a la legislación, los autores dejaban la elaboración y aplicación de ésta a la junta presidida por el emperador. No se determinaba, por tanto, qué decretos, leyes o códigos se emplearían, ni si se aprobarían algunos nuevos, pero lo que sí se explicitaba era la rotunda negativa para utilizar la constitución española como base legislativa. Estaba claro aquello que se rechazaba, pero no tanto cuál era la propuesta de futuro. En este sentido, el plan tenía una clara inspiración antigaditana, siguiendo las críticas que se formularon al código doceañista durante los años del imperio. Y en su manifiesta línea reaccionaria y antiliberal, el artículo tercero de este apartado consignaba: “No permitirá la libertad de imprenta como hasta aquí”. La restricción de la libertad de imprenta había sido una demanda constante entre los contrarrevolucionarios mexicanos. Sus reivindicaciones fueron plasmadas en el Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano. Allí se hacía un “racional sacrificio” a “la libertad de pensar y manifestar ideas”, el cual consistía en la prohibición de que se arremetiera contra los “principios fundamentales” de la “religión y disciplina eclesiástica, monarquía moderada, persona del emperador, independencia y unión”.50 El ataque a una de las bases fundamentales del liberalismo resulta evidente.

Por lo demás, se apuesta por una legislación moderada basada en los cánones, lo cual tampoco clarifica demasiado los objetivos del plan. La inspiración católica de la política había sido un reclamo permanente de los reaccionarios, quienes cuestionaban la independencia de la esfera política y denunciaban, al mismo tiempo, la autonomía de la razón y la voluntad emancipadora del primer liberalismo. Referirse a la autoridad de las normas eclesiásticas como guía legislativa podría plantear que se apostaba por un orden de tipo patriarcal, en el que el emperador-padre ocuparía el centro de la vida política y sería obedecido por unos súbditos fieles. Además, al ejército le correspondería resguardar los derechos de la Iglesia. Ésta, como institución guía, sería respetada y privilegiada en el nuevo orden. En cualquier caso, el hecho de que se continuara insistiendo en la necesidad de evitar seguir la constitución de 1812 y la legislación hispana es una buena muestra de que ambas continuaban siendo un referente importante en México y revela, a su vez, la fuerza del liberalismo gaditano en el país.

Conclusión

Como ya se ha visto, el año 1823 concentró grandes tensiones políticas en México, al igual que grandes incertidumbres sobre el resultado de la revolución provincial iniciada en Casa Mata, la abdicación y exilio del emperador y los debates sobre la futura forma de gobierno. En ese escenario, la movilización popular en la ciudad capital a favor de Iturbide y, concretamente, en su deriva más radical ultramontana, colaboró a sostener un clima de inseguridad que, como ha indicado la historiografía, en buena medida se manifestó en un antiespañolismo generalizado. Esta situación estuvo a punto de desembocar en una guerra civil que, si bien no se desencadenó abiertamente, no dejó de manifestarse en enfrentamientos puntuales en las provincias. A ello habría que añadir la tensión internacional auspiciada por el deseo de reconquista de Fernando VII -de la que no me he podido ocupar aquí- y las presiones de las coronas legitimistas europeas por encontrar una solución preferentemente monárquica para México.

No es de extrañar, pues, que en semejantes circunstancias los partidarios del emperador conspiraran para conseguir su regreso a México. Aunque desde posiciones bien distintas, hemos analizado dos de los planes que apostaban por el mantenimiento de una monarquía en México. Por un lado, una conjura que aspiraba a recobrar la monarquía moderada en la persona de Agustín de Iturbide, aunque sin renunciar, seguramente por necesidad, al apoyo de las provincias declaradas federales. Por otro, un proyecto de inspiración ultramontana que, sin ambages, pretendía la restitución de Agustín I, pero con la introducción de ciertos cambios que claramente concentraban el poder en el emperador y la Iglesia.

Por todo ello, las tensiones y agitaciones políticas que se desencadenaron con la abdicación de Agustín de Iturbide coadyuvaron a la radicalización de las posiciones ideológicas de aquellos que deseaban el regreso del exemperador a México. La crisis política con la que tuvo que lidiar el congreso restaurado y el nuevo supremo poder ejecutivo no sólo se manifestó en la ruptura federalista adoptada por la mayoría de las provincias, sino también en una oposición subrepticia que no siempre pudo mantenerse oculta. Si bien la república pudo imponerse a la monarquía, la constante amenaza de invasión por parte de España con ayuda de las potencias legitimistas europeas colaboró en mantener un clima de tensión e incertidumbre que estaría presente en los años subsiguientes. La situación de indefinición que había dejado el monarca tras su abdicación fue, en parte, la responsable de las conspiraciones que se tramaron para conseguir su retorno a México.

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*Esta investigación forma parte del proyecto financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España con referencia HAR2016-78769-P.

110 de marzo de 1823, “Actas de reinstalación del primer congreso mexicano nombrado en 1822 y disuelto por el golpe de Estado del emperador Iturbide”, en Historia parlamentaria de los congresos mexicanos, 1822 a 1824, ed. de Juan A. Mateos, v. II, t. 2, I (México: Miguel Ángel Porrúa, 1997), 122.

61 de marzo de 1823, “Carta de la diputación provincial de México al capitán general José Antonio Andrade”, Benson Latin American Collection (de ahora en adelante BLAC), Genaro García, G388, f. 4.

71 de marzo de 1823, “Respuesta de José Antonio Andrade a la diputación provincial de México”, BLAC, Genaro García, G388, f. 4.

82 de marzo de 1823, “Carta de José Antonio Andrade a Francisco de Paula Álvarez dando cuenta de los movimientos de los barrios”, BLAC, Genaro García, G388, f. 4.

9Entre los firmantes de este manifiesto se encontrarían el marqués de Salvatierra, Juan Cervantes Padilla, José María Azcárate y José Antonio Andrade. Di Tella, Política nacional…, 143.

1011 de marzo de 1823, “Exposición de la diputación provincial de México a José Antonio Andrade”, BLAC, Genaro García, G388, f. 4. Di Tella, Política nacional…, 144.

11Carta que copia Lemaur, sin destinatario, 5 de marzo de 1823, Archivo General de Indias, México, 1504, n. 1. Se encuentra entre la correspondencia de virreyes.

1211 de marzo de 1823, “Contestación de José Antonio Andrade a la diputación provincial de México”, BLAC, Genaro García, G388, f. 4. Sin embargo, en carta al ministro de la guerra admitía que hubo voces de “mueran los europeos y muera el congreso, la cual no tuvo aplauso, ni se pudo averiguar el motor, es promovida de algún borracho u otro genio díscolo que nunca falta en semejantes grupos”.

13El diputado Joaquín Román, constataba “que había temido anoche un gran desorden, porque vio un grupo de hombres que pretendía forzar la puerta de la torre de Catedral para repicar y proclamar absoluto al Emperador”. José María Covarrubias dijo que en la puerta de su casa se juntó “una porción de gente del populacho” para dirigirle injurias, 11 de marzo de 1823, “Actas de reinstalación del primer congreso…”, 125.

1411 de marzo de 1823, “Actas de reinstalación del primer congreso…”, 126.

15Sesión del 7 de marzo de 1823, La diputación provincial de México. Actas de sesiones, 2 v. (México: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2007). La noticia era recogida en un folleto titulado Ni se ha instalado el congreso ni tenemos libertad. Citado en Di Tella, Política nacional…, 146.

1611 de marzo de 1823, “Actas de reinstalación del primer congreso…”, 138.

17Bustamante: “Yo no he oído gracias a Dios, una sola expresión que induzca al ateísmo, al materialismo, etc., o que ataque de modo alguno el dogma”, 11 de marzo de 1823, “Actas de reinstalación del primer congreso…”, 138. Sobre la compatibilidad entre el liberalismo y el catolicismo, véase Gregorio Alonso García, La nación en capilla, ciudadanía católica y cuestión religiosa en España, 1793-1874 (Granada: Comares, 2014).

20 William S. Robertson, Iturbide de México (México: Fondo de Cultura Económica, 2012), 319. Este antiespañolismo era atizado por los folletos de Luis Espino, quien acabó preso a cuenta de agitar a las masas contra las posesiones de los españoles, Di Tella, Política nacional…, 145. Para este tema sigue siendo de utilidad Harold D. Sims, La expulsión de los españoles de México, 1821-1828 (México: Fondo de Cultura Económica, 1974). También, Jesús Ruiz de Gordejuela, La expulsión de los españoles de México y su destino incierto, 1821-1836 (Sevilla: Diputación de Sevilla, 2006).

21 Gazeta del Gobierno de México, 27 de abril de 1823, Hemeroteca Digital Hispánica, acceso el 19 de marzo de 2021: http://hemerotecadigital.bne.es/issue.vm?id=0004591693&-search=&lang=es.

22Hasta la fecha los dos estudios más completos son Andrews, “The Defence of Iturbide or the Defence…” y Ávila, “La oposición clandestina y el orden…”. Por otro lado, las conspiraciones republicanas han sido estudiadas por Alfredo Ávila, Para la libertad, los republicanos en tiempos del imperio, 1821-1823 (México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2004).

23La autora concluye que los iturbidistas como Luis Quintanar y Anastasio Bustamante, ambos vinculados al estado de Jalisco, pudieron asumir los planes confederales pensando en una unión de estados liderada por Iturbide. Andrews, “The Defence of Iturbide or the Defence…”.

2416 de enero de 1824, “Plan o indicación que los ciudadanos General de Brigada Francisco Hernández y Coroneles Antonio Aldama, Luis Pinzón y Guadalupe de Palafox, dirigen con el más alto respeto al Soberano congreso Mejicano y Supremo Poder Ejecutivo…”, Cuernavaca, BLAC, Hernández y Dávalos, HD.17-1.3768. El Plan de Lobato insistía en deponer al poder ejecutivo y eliminar a los españoles de los empleos públicos.

25Los detalles de estos planes y el desarrollo de la conspiración de Guadalajara pueden verse en Andrews, “The Defence of Iturbide or the Defence…”. También en Jaime Olveda, “El iturbidismo en Jalisco”, Cuadernos de los Centros, v. 9, 1974.

26Sobre la detención y suerte de los cabecillas de la conspiración del 2 de octubre véase Di Tella, Política nacional…, 157. También la narración de los hechos en el mes de octubre de 1823 por Carlos María de Bustamante, Diario histórico de México, 1822-1848, ed. de Josefina Z. Vázquez y Héctor C. Hernández Silva, 2 v. (México: El Colegio de México/Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2001).

28BLAC, Hernández y Dávalos, HD.16-6.3442.

29La idea de que las bases más sólidas del iturbidismo se encontraban entre el clero y las capas populares estaba bastante difundida en aquel tiempo, como ya hemos aludido. Di Tella, Política nacional…, 162. Algunas rimas satíricas daban cuenta de ello en panfletos públicos: “Diré en métricos renglones / quienes son iturbidistas / eclesiásticos pancistas / y frailucos modorrones […] Idem la raza sirvienta/de serviles imperiales / los léperos de arrabales / las mujercillas livianas / las hipócritas ancianas / y los pillos inmorales”, BLAC, Genaro García, folder 110b.

30BLAC, Hernández y Dávalos, HD.16-7.3596.

31Puede que estos fueran los “incógnitos directores” que mantuvieron viva la conspiración hasta la reunión de la calle de Celaya en junio de 1824 y que menciona Ávila, “La oposición clandestina y el orden…”, 125-135.

32“También se ha repartido esta noche armamento al segundo batallón de cívicos por mano del jefe político, a cuya casa ocurrieron los soldados, y allí se formaron las compañías”. Bustamante, Diario…, 3 de noviembre de 1823.

33BLAC, Hernández y Dávalos, HD.16-7.3596.

34A esta acta se adhirieron las firmas de los anteriormente citados más las de Cayetano Méndez, Francisco Martínez, Juan Nepomuceno Leonel, José María Ocampo, Mariano León, Gregorio Mesquía y Carlos Altamirano.

35El juramento era como sigue: “Juro por Dios, por mi honor, por mi Patria y por su digno libertador y padre el Héroe de Iguala, nunca desistir de la empresa a que me he obligado contribuir con mi persona y arbitrios, y que a la hora que me sea prevenido presentaré sin falta alguna, en el paraje que se me ordene por el jefe que reconozco, veinte hombres útiles para obrar en el acto: repito y ratifico el juramento que tengo prestado, de nunca faltar al inviolable secreto que he ofrecido guardar aun en el mayor peligro; y que a su mayor firmeza me constituyo responsable ante Dios y los hombres del más puntual cumplimiento de lo relacionado, firmándolo de mi propio puño a presencia de todos y para que en todo tiempo, y de cualquier manera obre en pro o en contra mía, los efectos que haya lugar en justicia”, BLAC, Hernández y Dávalos, HD.16-7.3596.

36Sesión del 27 de noviembre de 1823, “Actas de reinstalación del primer congreso…”, 598.

38Bustamante, Diario…, 30 de noviembre de 1823.

39A tal efecto se hablaba de un tal Mr. Harvey que había salido con una gran comitiva de buques en dirección a México. Bustamante, Diario…, 28 de noviembre de 1823.

41No se especifica a quiénes se refería con este calificativo, pero entiendo que entre ellos se encontrarían, al menos, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero, Antonio López de Santa Anna y Nicolás Bravo, quienes formaban parte del llamado ejército libertador.

42BLAC, Hernández y Dávalos, HD.16-6.3441. Aunque el documento no lleva ni fecha ni firma, se encuentra archivado junto al resto de planes que venimos analizando en 1823. También otros autores lo consideran redactado en esos momentos, véase Ávila, “La oposición clandestina y el orden…”, 128.

44BLAC, Hernández y Dávalos, HD.16-6.3441.

45Esto sitúa claramente el documento en algún momento anterior a finales de octubre de 1823, cuando se disolvió el congreso restaurado.

50Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano, 18 de diciembre de 1822, artículo 17, en De la crisis del modelo borbónico al establecimiento de la república federal, coord. De Gloria Villegas (México: Miguel Ángel Porrúa, 1997), 232-245.

Recibido: 17 de Abril de 2021; Aprobado: 20 de Mayo de 2021

Sobre la autora. Ivana Frasquet es profesora titular del Departamento de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Valencia, España. Sus líneas de investigación e centran en el estudio histórico del liberalismo en la primera mitad del siglo XIX en México y España, así como la construcción de ambos estados nacionales en esta época. También investiga sobre los procesos de independencia iberoamericanos en el contexto de disolución de las monarquías ibéricas. Entre sus publicaciones recientes destacan “México en el Trienio Liberal. Entre la autonomía monárquica y la federación imposible”, en La Revolución política, entre autonomía e independencias, coord. de I.Frasquet y V. Peralta, Marcial Pons/Instituto de Investigaciones Históricas/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Madrid, 2020, 189-214;“The Constitution of Cadiz and Spanish-American Independence”, en The Routledge companion to the Hispanic Enlightenment, ed. de Mónica Bolufer, Catherine M. Jaffe y Elizabeth Franklin Lewis Routledge, Abingdon, 2020, 399-411. “Lealtad y unidad en Miguel de Lastarria y Francisco Magariños. Dos proyectos políticos para el Río de la Plata entre la restauración y el trienio liberal”, Revista Complutense de Historia de América, n. 47, 2021. “Los rostros de la revolución. Ideas y proyectos políticos en el México independiente, 1821-1822”, Signos Históricos, v. 23, n. 46, 2021.

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