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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.spe1 Ciudad de México nov. 2021  Epub 22-Mar-2022

https://doi.org/10.22201/iih.24485004e.2021.1e.75489 

Artículos

"El pecado de la revolución" Fray Mariano López Bravo y Pimentel y la interpretación reaccionaria de las independencias hispanoamericanas (1820-1822)*

"The Sin of Revolution" Fray Mariano López Bravo y Pimentel and the Reactionary Interpretation of Spanish American Independence (1820-1822)

1Universidad Nacional Autónoma de México (México) Instituto de Investigaciones Históricas josep.escrig92@gmail.com


Resumen

Este trabajo busca arrojar una mirada poco común sobre los procesos de las independencias hispanoamericanas desde el discurso de la reacción antiliberal. Se centra en el caso de Nueva España/México a comienzos de la década de 1820 en el contexto de una dinámica espacial y cronológica que remite a las realidades políticas de la monarquía católica. Para ello se analizan dos documentos escasamente conocidos de fray Mariano López Bravo y Pimentel, en los que explica y justifica las motivaciones independentistas con argumentos contrarrevolucionarios, los cuales trató de hacer llegar al rey Fernando VII y a los españoles.

Palabras clave: procesos de independencia; Hispanoamérica; Nueva España; México; revolución liberal; contrarrevolución; pensamiento reaccionario; antiliberalismo

Abstract

This paper seeks to shed an unusual glimpse on the Spanish American independence processes from the anti-liberal reactionary perspective. It specifically focuses New Spain/Mexico in the earlies 1820 in the context of a broader spatial and chronological dynamic which refers to the political realities of the Spanish Catholic Monarchy. In order to achieve this, two almost unknown documents of Fray Mariano López Bravo y Pimentel are analyzed. In them, he explained and justified the independence reasons based on counter-revolutionary arguments, and tried to make them reach King Fernando VII and the Spaniards.

Keywords: Independence processes; Spanish America; New Spain; Mexico; Liberal revolution; counter-revolution; reactionary thought; anti-liberalism

Introducción

La figura de Mariano López Bravo y Pimentel, fraile descalzo del convento de San Diego en Aguascalientes, es un tanto desconocida para el periodo en el que el militar Agustín de Iturbide acabó llevando a la independencia efectiva de México, en septiembre de 1821. Este vacío se debe a que la historiografía ha prestado menor atención a la interpretación que de ese momento realizaron algunos ideólogos de la reacción antiliberal, como el padre Pimentel. Tampoco se ha reparado en demasía ni en la entidad intelectual de los proyectos contrarrevolucionarios de emancipación, que fueron planteados para hacer frente a la Revolución liberal de 1820, ni en las implicaciones que supuso la inversión de los parámetros explicativos con los que hasta entonces habían justificado el discurso de la unión con la monarquía católica.1

En este trabajo se recupera la lectura y justificación que dicho fraile realizó de las independencias hispanoamericanas y, de manera más concreta, de la mexicana. Para ello me sirvo de dos documentos manuscritos conservados en el Archivo General de Indias en los que el religioso trató de explicar el sentido y alcance de la ruptura del antiguo virreinato novohispano con el Gobierno liberal de la península. El primero se trata de una Representación al rey Fernando VII, fechada el 6 de julio de 1821.2 El otro es un extenso Manifiesto dirigido al conjunto de la nación española, que fue terminado el 30 de marzo de 1822 y enviado al cabildo eclesiástico de Valencia, esperando que fuera impreso para su difusión.3

También se dirigió entonces a otras autoridades religiosas de la península, aunque sin variar sus argumentos.4 Pero, contrariamente a la voluntad de su autor, los escritos mencionados nunca llegaron a editarse, motivo por el que desconocemos cuál hubiera sido su recepción. Sólo sabemos que en Valencia se consideró al Manifiesto como subversivo.5 A pesar de todo ello, estos documentos constituyen una de las formulaciones más acabadas del sentido reaccionario atribuido a la emancipación, aspecto que resulta relevante para entender la mirada y el posicionamiento de algunos de los eclesiásticos más conservadores en una etapa de transición política.6 Desde presupuestos tradicionalistas, a principios del siglo XX el padre Mariano Cuevas dio cuenta de la existencia y valor documental de los textos de fray Mariano, a los que consideraba "parte de la filosofía de nuestra independencia".7

Los datos con que contamos sobre la trayectoria del padre Pimentel en Nueva España no son muchos, pero nos permiten ubicarlo en su tiempo como un hombre de acción interesado en los asuntos públicos, sobre los que siempre trató de influir. Natural de Sanlúcar de Barrameda, puerto ubicado en la costa andaluza de la península, debió nacer en torno a 1756-1757, pues a la altura de 1802 se registraba que tenía cuarenta y cinco años8 y en 1826 se dijo que superaba los setenta.9 Su llegada al virreinato se produjo en algún momento entre la década de 1770 y la de 1780, hecho que podemos intuir porque en 1822 el fraile afirmaba llevar medio siglo como misionero. Parece que a partir de ese momento desempeñó dicha labor en reales de minas del norte del territorio.10 La familia de los López Pimentel iba a desempeñar un lugar notorio en Aguascalientes desde su arribo a finales del siglo XVIII. Fray Mariano fue el hermano mayor de Jacinto y Manuel, nacidos, respectivamente, en 1762 y 1771.11 Jacinto destacó por su importante presencia en la vida comercial y política de la villa durante el primer tercio del ochocientos. El padre Pimentel, por su parte, es más célebre por los escándalos y enfrentamientos que tuvo con las autoridades políticas, a quienes desafió en diversas ocasiones: en 1815 abanderó las protestas para que se destituyera al subdelegado Felipe Pérez de Terán y, tres años más tarde, ganó ante la audiencia de Guadalajara un pleito contra los miembros del cabildo de Aguascalientes, quienes se habían abstenido de participar en la función pública celebrada en el convento de San Diego en honor de San Francisco de Asís, patrono de la villa. No en vano, durante los años de la guerra de la independencia, el fraile se presentó como "comisionado por el gobierno para la pacificación de los reinos", título que, como puede verse, lo animaba a intervenir en cuestiones que trascendían los límites estrictamente pastorales.12

En cualquier caso, su faceta más estudiada corresponde al proyecto que presentó entre 1808 y 1809 para construir un colegio o seminario -con capacidad para dos mil personas- en el que se convirtiera a los jóvenes infieles de Asia y de las Provincias Internas de Nueva España. A través de este plan esperaba salvar el alma de millones de gentiles.13 A gran escala, el fraile retomaba la utopía civilizatoria y evangelizadora del imaginario de los franciscanos que llegaron al virreinato en el siglo XVI.14 Entendía que los tiempos calamitosos que atravesaba la monarquía católica, a raíz de la invasión napoleónica de la península, eran un castigo de Dios que se sofocaría con la creación de este centro destinado a expandir el catolicismo. En 1813, cuando Nueva España se encontraba sumida en una guerra civil, Antonio Bergosa y Jordán -obispo de Oaxaca y arzobispo electo de México- informó que el proyecto del padre Pimentel resultaba irrealizable. Dicho prelado pidió a fray Manuel López Borricón -provincial de la provincia franciscana de San Diego de México- información detallada sobre el religioso que nos ocupa. Según este, fray Mariano tenía grandes dotes espirituales y un enorme celo pastoral, pero su falta de mesura denotaba en él un "punto menos que demente", pues pasaba sus días tramando fastuosos proyectos.15

Las notas biográficas hasta aquí esbozadas muestran que estamos ante un religioso que tenía un alto concepto de sí mismo y de las empresas que acometía. En todo caso, su personalidad todavía se nos va a dibujar mejor cuando analicemos sus escritos de carácter más político e ideológico. El espíritu ilustrado que se puede observar en algunos de sus planteamientos para la educación de los colegiales no se tradujo posteriormente en una filiación liberal o en una simpatía por la insurgencia. Más bien todo lo contrario. Los años de la guerra de la independencia y las secuelas del ciclo revolucionario de 1820 iban a exacerbar su militancia contrarrevolucionaria. Como veremos, en nombre de la defensa de los valores tradicionales llegó incluso a rectificar su anterior rechazo a las nociones de emancipación sostenidas hasta entonces por los insurgentes. Superar el peligro revolucionario requería asumir las implicaciones de dicha evolución intelectual.

En términos generales, los escritos de fray Mariano que se analizan a continuación constituyen una síntesis de las ideas reaccionarias difundidas a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, pero aplicadas de forma novedosa en el contexto de las independencias hispanoamericanas. Su interés por demostrar la tesis contrarrevolucionaria de las emancipaciones le llevó a utilizar como propios argumentos de polemistas ajenos a la problemática por él abordada, insertando así sus explicaciones en una tradición afín de mayor entidad intelectual. Los pensamientos de autores diversos fueron recogidos selectivamente por el fraile y proyectados sobre un escenario histórico diferente, hecho que nos llevará a buscar las influencias que recibió y cómo las adaptó a sus necesidades. El padre Pimentel responde al perfil de un eclesiástico antiliberal y reaccionario cuyas ideas básicas forman parte de una cosmogonía relativamente común en otros personajes de su tiempo.16

Este religioso trataba de explicar los cambios del periodo en el que vivía a través de apriorismos que le permitían extraer conclusiones más generales. La obsesión por convertir a todos los gentiles es una muestra de la universalidad con la que exponía sus propuestas. La convicción con la que las reivindicaba partía de una percepción taumatúrgica de su capacidad de análisis y compresión del momento histórico. Trataba de recuperar el espíritu católico de un pasado lejano e idealizado con el objetivo de proyectarlo sobre su presente e incidir en la vida política y espiritual. Su rechazo al liberalismo era absoluto y condenatorio, pues entendía que eran sus ideólogos aquellos que buscaban establecer la libertad de cultos y la más terrible de las anarquías. De ahí que denunciara oscuras conspiraciones contra el altar y el trono y reivindicara la intolerancia religiosa como el más firme antemural ante cualquier amenaza revolucionaria. La represión y el ejercicio de la violencia se convertían en elementos depurativos a los cuales recurrir en caso de que penetrara el contagio ilustrado. La interpretación maniquea que vamos a encontrar en la mirada del fraile simplificaba el análisis de la realidad política y social al esquema amigo-enemigo, lo cual facilitaba dirigir las invectivas sobre el grupo al que se pretendía exterminar. Cuando la Providencia no era suficiente para preservar el statu quo, la comunidad de creyentes debía intervenir en la salvaguarda de los intereses de la religión, la monarquía y la patria; incluso aunque ello supusiera transgredir el orden político vigente.

De la unión a la independencia

Las noticias sobre el retorno del sistema constitucional a la monarquía católica, en 1820, se difundieron por el virreinato entre mediados de abril y mayo. En ese momento fray Mariano se encontraba inmerso en una campaña para intentar que se promoviera la impresión de un manifiesto, que había terminado a finales del año anterior, titulado El pacificador. Remedios contra la revolución y medios de salvación. Dicho escrito no se conserva en el expediente que sobre el particular alberga el Archivo General de la Nación (México), pues fue devuelto al fraile cuando finalmente se desestimó su publicación.17 En todo caso, conocemos su contenido a través de la síntesis que el padre Pimentel dirigió al virrey Juan Ruiz de Apodaca, tratando de obtener su beneplácito para que la Real Hacienda asumiera los costes de edición de tres o cuatro mil ejemplares.18 En enero de ese año le expuso que el documento había sido concebido como un "antídoto y preservativo" contra los insurgentes de todo el continente americano. Los métodos utilizados hasta entonces para sofocar las insurrecciones no habían dado resultado, pues, tras casi una década de enfrentamientos, los altercados permanecían en Nueva España, Caracas, Lima y Buenos Aires. El religioso, como vemos, reflexionaba con un carácter general a partir de las experiencias por él vividas en el virreinato. Su meta era proyectar la sanación de toda América a través de la expansión del mensaje contrarrevolucionario entre un público amplio. El caso novohispano le interesaba en la medida en que formaba parte de una amenaza más general contra el altar y el trono.

Según observaba, los revolucionarios "no tienen fe, ni religión, ni saben las obligaciones del cristiano y fiel vasallo del rey Fernando 7o., ni si hay Dios, ni si tiene alma". Éstos eran los motivos por los que "se arrojan sobre las bayonetas como brutos, y ésta es la causa de que no acaben las revoluciones de la América". Todos los habitantes del continente debían armarse con el objetivo de defender "los derechos de la Religión, del Rey y la Patria". El control de la opinión devenía una prioridad para movilizar, de ahí que propusiera a los soldados convertirse en "catequistas" para que instruyeran sobre religión a los pueblos. Las guerras se ganaban con las armas, pero también a través de las palabras. Éstas, en el moderno escenario que habían abierto las guerras civiles, constituían un instrumento del que no se podía prescindir, incluso en tiempos de absolutismo como en el que escribía. La capacidad de persuasión de los enemigos debía responderse con una cruzada propagandística y psicológica a favor de los valores tradicionales. El fraile explicaba al virrey que los impresos del momento sólo servían para la gente más letrada. El "pueblo ignorante", por el contrario, no conocía bien la revolución y los planes de quienes la sostenían. Su capacidad de persuasión era un peligro constante, de ahí se derivaba la permanencia del conflicto armado. Para paliar estas carencias, el religioso dieguino sostenía el valor didáctico de su manifiesto. Éste debía exponerse en los púlpitos "como una pastoral", repetirse "en las plazas y cuarteles" y, además, imprimirse "en octavos, con letra menuda, para que abulte poco, y que los pobres lo puedan comprar".19

Una vez jurada la constitución en la ciudad de México el 31 de mayo, el padre Pimentel aseguraría que su manifiesto estaba conforme con ella y con las Cortes. En él, afirmaba, "se hace ver al pueblo que se deben obedecer y respetar las legítimas potestades sean las que fueren como venidas de Dios". Este acatamiento no era óbice para que siguiera manteniendo su postura política: la revolución era un "pecado" del que "Lucifer" fue su primer correligionario. La salvación sólo podía encontrarse allí donde hubiera "fidelidad al soberano y religión católica". La guerra contra los insurreccionados no podía detenerse por un cambio circunstancial de régimen político. Sirviéndose entonces de los resortes del sistema liberal, pues todavía no se conocían las medidas secularizadoras que empezaban a impulsarse desde la península, el fraile amenazaba con recurrir a la libertad de imprenta para impugnar abiertamente las resistencias a que su escrito viera la luz. El ámbito de la opinión pública era un escenario compartido por revolucionarios y reaccionarios, en el que, al mismo tiempo, se disputaban su control y preeminencia. Sin embargo, a pesar de estas insistencias por parte del fraile, su empresa editorial naufragó ante la falta de las licencias pertinentes para autorizar la publicación, el nivel avanzado de pacificación del territorio y la nueva coyuntura política.20

A partir del momento referido, no se ha podido localizar ningún otro rastro documental del padre Pimentel hasta su Representación del 6 de julio de 1821, dirigida, como he señalado al inicio, a Fernando VII. Mariano Cuevas lo consideró uno de los miembros de las juntas del templo de La Profesa -Oratorio de San Felipe Neri, en la capital-, donde, supuestamente, en torno al canónigo Matías Monteagudo se organizaron reuniones secretas en el mes de mayo de 1820 para evitar que se publicara el Código gaditano en Nueva España.21 No obstante, es muy probable que la ubicación del fraile en dicha trama anticonstitucional se deba más a la simpatía que le despertaban al padre Cuevas sus ideas reaccionarias que a un aspecto documentalmente demostrable. De hecho, la ausencia de fuentes sobre ese conciliábulo hace muy difícil determinar quiénes pudieron haber participado en él y cuáles eran sus intenciones exactas.22 En cualquier caso, la avalancha de rumores y noticias que llenaron la vida de los novohispanos, desde la segunda mitad de ese año, no pasaron por alto a este fraile de genio impetuoso. Como más adelante veremos, estuvo bien informado de la enorme cantidad de propaganda que entonces se editó, tanto de signo liberal como contrarrevolucionaria.23 Apologistas y detractores del nuevo orden entablaron una discusión sin precedentes en el anterior periodo constitucional, cuando la libertad de imprimir sólo estuvo vigente dos escasos meses, entre octubre y diciembre de 1812.

El tema religioso fue ahora, en 1820 y 1821, uno de los que más controversia generó. Los políticos liberales de la península emprendieron un amplio programa reformista -y de claro signo secularizador- que iba a generar un profundo malestar entre los grupos conservadores, eclesiásticos especialmente, aunque no sólo. Entre las medidas que fueron aprobando sobresalen las siguientes: anulación del Tribunal de la Inquisición; supresión de los jesuitas; disolución de las monacales y reforma de las órdenes regulares, con prohibiciones para el ingreso de nuevos novicios; impulso desamortizador; abolición de los vínculos sobre los bienes raíces y prohibición para fundar obras pías y capellanías; reducción del número de beneficiados; restricción del envío de dinero a Roma por gracias y dispensas o, entre otras, implantación del medio diezmo.24 Los recelos hacia estas disposiciones se vieron acrecentados por el auge de las sátiras anticlericales y el conocimiento de las resistencias de Fernando VII a sancionarlas. Ello, a su vez, contribuyó a que se creara la imagen de un rey despojado de sus prerrogativas por los revolucionarios, incapaz de manifestar libremente su voluntad.25

Desde finales de 1820 diversas voces hicieron notar que los religiosos estaban influyendo en la conciencia de los feligreses y promovían conspiraciones contra el orden político legal.26 Aquí reside uno de los motivos principales por los que las medidas que acabamos de exponer no fueron completamente aplicadas en todo el territorio de Nueva España. Las autoridades políticas eran conscientes de la inquietud que podían provocar y temían que se produjeran desórdenes públicos.27 En este sentido, los frailes juaninos, hipólitos y betlemitas sólo fueron exclaustrados en la ciudad de México;28 se suspendió la restricción del fuero en los casos penales que no fueran infracciones de lesa majestad y no se pusieron en marcha todas las disposiciones para la confiscación de las propiedades eclesiásticas.29 Además, el obispo de Puebla Antonio Joaquín Pérez -antiguo diputado servil y firmante de la Representación y manifiesto que en 1814 pidió al rey anular el régimen liberal- tampoco fue detenido conforme a lo predispuesto por las Cortes.30 A pesar de estas restricciones al impulso revolucionario, lo cierto es que el clima de disconformidad hacia las directrices políticas de los diputados peninsulares no dejó de aumentar.

El temor al triunfo de la irreligión actuó en las conciencias de los individuos, alimentado, sin duda, por la continua intervención de los eclesiásticos en la vida pública. Los historiadores no hemos reparado todavía lo suficiente en el peso de estos factores psicológicos a la hora de explicar por qué la idea de independencia fue acogida en 1821 de una forma menos conflictiva que una década atrás. Tampoco nos hemos detenido en demasía en el esfuerzo intelectual que supuso explicar la conveniencia de la ruptura con la monarquía por parte de aquellos que hasta entonces habían predicado los beneficios de la cohesión política. Los religiosos actuaron en este sentido como mediadores de las nociones emancipadoras, articulando un mensaje que vinculaba las esperanzas de salvación con el éxito de la separación con el gobierno peninsular. Todos estos factores explican la amplia acogida que iba a encontrar entre un nutrido grupo de contrarrevolucionarios el Plan de Iguala, rubricado por Agustín de Iturbide el 24 de febrero de 1821. Como es sabido, sobre su base se articulaba el movimiento de las tres garantías: religión, independencia y unión. Entre otras disposiciones, en dicho documento se sancionaba el carácter católico de la nación mexicana, se devolvían los fueros y preeminencias a los eclesiásticos, se llamaba a Fernando VII -o a un miembro de la familia real- para ocupar el trono del Imperio y se estipulaba el carácter transitorio de la constitución de 1812. Además, de acuerdo con el lema trigarante, al ejército se le encomendaba como primera tarea la salvaguarda de la religión, "cooperando de todos los modos que estén a su alcance para que no haya mezcla alguna de otra secta y se ataquen oportunamente los enemigos que puedan dañarla".31 A todo ello se sumaron las proclamas de Iturbide en las que se presentaba como el principal defensor del catolicismo, motivo por el cual abanderaba la empresa emancipadora.32

Los datos hasta aquí expuestos constituyen una síntesis del contexto desde la perspectiva más conservadora, sin la cual difícilmente podremos entender la lectura que realizó el padre Pimentel. Su Representación al rey fue terminada poco menos de medio año después de que se diera a conocer el Plan de Iguala, y antes de que se firmaran los Tratados de Córdoba (24 de agosto) y el Acta de Independencia del Imperio Mexicano (28 de septiembre). Por tanto, el fraile se adelantó al desarrollo y desenlace de los acontecimientos para exponerle a Fernando VII los motivos que, a su juicio, habían llevado a que en el virreinato estuviera teniendo éxito el plan de emancipación de Iturbide. En ese documento quiso dejar constancia de las causas por las que muchos apoyaban la ruptura con el gobierno español. Las razones aportadas serían desarrolladas en el Manifiesto del 30 de marzo de 1822, donde el fraile mostraba abiertamente su simpatía por la independencia. Hay que hacer notar que en este segundo documento el padre Pimentel omitió cualquier referencia directa a los debates de la Junta Provisional Gubernativa y el Congreso Constituyente, en donde no se revirtieron parte de las medidas secularizadoras aprobadas por las Cortes madrileñas. El silencio intencionado le servía para salvar las instituciones del México independiente, aunque no compartiera el rumbo de sus decisiones. De cualquier modo, el caso mexicano se insertaba en los dos textos en una explicación de mayor entidad que abarcaba el conjunto de Hispanoamérica y se retrotraía hasta el tiempo de las Cortes de Cádiz. La reiteración de los argumentos que encontramos en ambos manuscritos permite que los analicemos de forma conjunta, incidiendo siempre que resulte conveniente en aquellos aspectos que se resalten más en uno u otro.

Causas de la emancipación

Fray Mariano era directo al identificar qué había promovido el trastorno: "la impiedad, la irreligión y el despotismo de las Cortes son las causas de la perdición de las Américas, y de que éstas hayan jurado su independencia". Los decretos secularizadores que antes hemos mencionado eran considerados por el fraile como "impíos", "sacrílegos", "escandalosos", "impolíticos" y "temerarios". Veía la revolución española como obra de militares "libertinos", "malhechores" y "traidores" (M). Junto a las medidas que suprimieron los jesuitas y la Inquisición, de especial relevancia le parecían aquellas que se aprobaron el 2 de septiembre y el 25 de octubre de 1820, las cuales se referían, respectivamente, a las prohibiciones para instituir obras pías, capellanías y vincular bienes, y a la disolución y reforma de las órdenes religiosas. Los americanos, afirmaba, estaban "escandalizados y enfadados" ante semejante ofensa al catolicismo, motivo por el cual habían variado su opinión y apostaban ahora por romper con la Asamblea española: "no hay pueblo ni ciudad que no quiere y estima los conventos que tienen los frailes y monjas, porque a ninguno perjudican, y para todos son útiles y provechosos". De ahí que todos gritaran al unísono "no queremos Constitución, sino religión". A la carta magna la denominaba "el nuevo Alcorán de Mahoma", queriendo dar a entender que los revolucionarios la habían elevado por encima de las Sagradas Escrituras (M). Frente a otros documentos del periodo, en los que sólo se criticaban los decretos antieclesiásticos de las Cortes españolas, en esta ocasión vemos que la impugnación se extendía también a la constitución doceañista. Frente al moderno ordenamiento legal, el fraile contraponía el valor de una política fundamentada en el catolicismo y en la teología.

En el análisis del padre Pimentel no existía diferencia alguna entre la religión como creencia y la Iglesia como institución, de modo que cualquier tentativa de reforma sobre ésta era entendida como un ataque directo a aquélla. No cabían matices en este punto: la salvaguarda de la fe y de los valores cristianos constituía la principal obligación de cualquier gobierno. Observaba el fraile que la propia constitución, que los diputados tenían jurada, sancionaba la defensa del catolicismo. Su lectura literal del artículo 12 -en donde se reconocía que era la nación la encargada de "proteger" la religión "por leyes sabias y justas"- le permitía reclamar un amparo efectivo, y rechazar así las pretensiones de injerencia que sostenían los liberales. Es decir, para reaccionarios como fray Mariano, los poderes civiles eran responsables de promocionar la religión y respetar la autonomía de la Iglesia, sin que ello supusiera ningún tipo de intromisión en su ordenamiento y gobierno. De hecho, este religioso observaba que la falta de respeto al Código por parte de los diputados mostraba las incoherencias del ideario revolucionario. El odio explícito del fraile a la Carta gaditana no era óbice para que la utilizara como un instrumento favorable a los intereses que perseguía. Incluso esgrimía el principio de soberanía nacional que impugnaba para justificar la capacidad de los americanos a la hora de independizarse "para defender sus iglesias, comunidades y religión" (R).

Según fray Mariano, tal era la unanimidad de sentires de los mexicanos sobre las materias eclesiásticas que existía una coincidencia en el desarrollo de los acontecimientos. En sus relatos al rey y a los españoles acoplaba en el día 27 de febrero de 1821 la publicación del Plan de Iguala con la expulsión de los religiosos de San Juan de Dios, de San Hipólito y los Hermanos de Belén (M y R). Así, el proyecto de emancipación se presentaba como una reacción religiosa. Sabemos que dicha exclaustración en la ciudad de México se produjo realmente una jornada antes33 y que el proyecto de Iturbide apareció impreso el día 2 de marzo, pero el padre Pimentel utilizaba la superposición para resaltar los vínculos entre independencia y protección del catolicismo. A través de este enlace, la guerra por la emancipación se convertía en una empresa de carácter sagrado que podía equipararse con una nueva cruzada. Los americanos estaban lidiando una contienda contra los políticos peninsulares enemigos de la fe, reactualizando así el imaginario de las viejas luchas de religión. Para dar consistencia a esta construcción, fray Mariano utilizaba dos recursos en el Manifiesto.

Por un lado, incorporaba la representación que los vecinos de Puebla dirigieron a su comandante militar -Ciriaco del Llano- y que, según dice, se publicó el 11 de julio de 1821 en la Gaceta del Gobierno de Guadalajara. En ella se asentaba que "en favor de la independencia no podemos usar mayor apología que la de asegurar que con ella se salva en este reino la religión católica, apostólica, romana, vulnerada en los Diarios de las Cortes últimas de 1820". El panorama en España era verdaderamente apocalíptico, motivo que justificaba la separación: "El ser Supremo y sus adorables misterios revelados se han visto blasfemados en aquel salón", mientras que en el resto de la península se veía a obispos y sacerdotes "despojados de sus facultades natas, desaforados, perseguidos, fugados, expatriados" y "los templos saqueados y en vísperas de ser arrancados". A la impiedad reinante en el viejo continente se contraponía la religiosidad del Nuevo Mundo. El abismo hacia el que aquél caminaba encontraba su contrapunto en el carácter purificador de las independencias americanas (M).

Por otro lado, resaltaba el carácter providencial de la emancipación. Ello tenía la virtud de presentar la ruptura con la monarquía como una decisión tomada por Dios como escarmiento al gobierno liberal de España. De este modo, el imperio mexicano nacía con el aval que le otorgaba haber sido el resultado de la voluntad del cielo. Aunque sin mencionar la fuente original ni su trascendencia, fray Mariano traía en su ayuda las palabras que José Manuel Sartorio -presbítero del arzobispado- dirigió a la Junta Provisional Gubernativa, de la que formaba parte, el 3 de noviembre de 1821. En ellas, advertía a los vocales que México estaba cerca de recibir un castigo divino similar al de la península si no se revertían inmediatamente las medidas eclesiásticas de las Cortes de Madrid que habían llevado a la independencia.34 El padre Pimentel hacía propia la secuencia expuesta por Sartorio: "La España quitó las religiones, y Dios quitó a la España estas ricas posesiones". Por eso, sentenciaba, "aquí anduvo el dedo de Dios, y en esto no cabe duda" (m). Por su parte, cuando se dirigió a Fernando VII en su Representación, el fraile también recurrió a la interpretación sobrenatural para explicar cómo era posible que hasta los soldados de origen europeo se hubieran vuelto independentistas en tan breve tiempo: "El trastorno del reino en 40 días", decía, "parece un castigo del cielo" (R).35

Fray Mariano comparaba las medidas secularizadoras emprendidas en 1820 con lo que supuso la Constitution civile du clergé (1790) durante la Revolución francesa. Ésta pretendía convertir a los eclesiásticos en funcionarios, reconociendo la capacidad de los políticos para legislar en materias antes sólo reservadas a la Iglesia. Contra dicho documento se alzó el papa Pío VI en su Breve del 10 de marzo de 1791, fragmentos del cual reproducía el padre Pimentel en el Manifiesto. El pontífice impugnó la labor de la Asamblea Nacional y condenó la Constitution civile du clergé como herética y cismática. Esta reprobación era proyectada por el fraile sobre los diputados de la Asamblea madrileña, mostrando así que los guiaba el mismo espíritu que a los revolucionarios de 1789. Observaba que este ánimo ya se había mostrado en las Cortes de Cádiz, en donde sus representantes trataron de reproducir las escenas que se vieron en Francia a finales del Setecientos. Al político Manuel García Herreros lo llamaba el Sanguinario y el Murat español, al reprocharle que hubiera invocado en 1811 la necesidad de que apareciera sobre la península "un pequeño Robespierre". Su cargo como secretario de Gracia y Justicia, a raíz de la revolución de 1820, hacía temer al padre Pimentel que dictara nuevas medidas "para que ahorquen a los grandes, a los clérigos y frailes que tengan rentas y posesiones" con el objetivo de que nadie sostuviera la alianza Altar-Trono (M). Además, en su interpretación, los planes de todos los revolucionarios de los últimos cincuenta años podían remontarse hasta los tiempos de la reforma de Lutero. Desde el siglo XVI empezaron a tramarse proyectos contra la Iglesia que se habían puesto al descubierto en las asambleas modernas.

Los reaccionarios participaban de la idea de que existía un complot contra los tronos y el altar que atravesaba épocas y espacios. Cualquier nuevo episodio revolucionario podía insertarse en la trama de la secuencia. En términos generales, este mito de la conspiración estaba basado en la creencia de que existía una liga de falsos filósofos, francmasones y jansenistas. Su objetivo final era el trastorno social, político y religioso de cualquier país, pues se aspiraba a introducir la libertad, la igualdad y la tolerancia de cultos.36 En la configuración sistemática de la teoría conspirativa ocuparon un lugar destacado las Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme (1797-1798), del exjesuita Agustín Barruel.37 La versión más difundida en castellano sería la traducción que realizó desde la isla de Mallorca el padre Raimundo Strauch en 1813.38 Ésta es la que utilizaba el padre Pimentel en el Manifiesto para dar consistencia a sus explicaciones e introducir los acontecimientos de 1820 como un suceso más dentro de la serie descrita por Barruel. A éste lo presentaba como un sabio y su obra le merecía una gran consideración, hasta el punto de tomar por válidos todos los documentos, confabulaciones y fantasías que en ella se recogen. Concretamente, le interesaba la correspondencia entre Federico II de Prusia y Voltaire para mostrar sus proyectos contra la religión. Observaba en éstos el precedente de lo que habían decretado los diputados jacobinos de Madrid, discípulos de los francmasones iluminados de Francia. Además, fray Mariano estaba fascinado por las dotes visionarias del padre Strauch, quien, en las notas que incorporó a la traducción de las Memorias, ya supo predecir la situación en la que se encontraban: "Suprímanse los frailes, y habrá menos ministros de la sagrada palabra... Suprímanse los frailes y se perderán las Américas..." (M). Para su asombro, los teóricos europeos de la reacción habían sido capaces de anticipar las razones de las independencias.

El padre Pimentel cerraba filas en la defensa de sus hermanos correligionarios. En su Representación al rey le recordaba que "las religiones son tan necesarias en la América para sostener el trono y el altar" como lo eran los ejércitos en la península a la hora de "defender el reino de sus enemigos y conservarlo en paz". Gracias a su tesón predicador, continuaba, los frailes "conquistaron" el continente y lo habían mantenido durante tres siglos bajo el respeto a la Iglesia y "la obediencia, amor y fidelidad de los reyes de España". En el imaginario del padre Pimentel se hacía depender casi exclusivamente de los religiosos la unidad de la monarquía católica, pues ellos eran los que enseñaban a los pueblos la subordinación a las autoridades políticas y eclesiásticas. De hecho, situaba en la expulsión de los jesuitas en 1767 el momento en el que empezó la decadencia general. Desde entonces, apuntaba, "todas las religiones y el clero han ido a menos, y ya muy pocos jóvenes siguen el estado de la Iglesia porque falta la educación y la piedad" (R).39 Las invectivas que había recibido el clero regular por parte de las Cortes explicaban que los americanos hubieran optado por la independencia para salvaguardar a los últimos padres del triunfo de la impiedad. Fray Mariano reivindicaba además el papel de los frailes como baluarte de los valores tradicionales. Ello no había pasado por alto a ilustrados y liberales, quienes los asociaban con la defensa del absolutismo y los veían poco útiles desde el punto de vista económico. Además, la propaganda anticlerical se dirigió en buena medida contra estos religiosos.40 No sorprende, por tanto, que el padre Pimentel se refiriera a los diputados de la Asamblea de 1820, en el Manifiesto, como "unos diablos reformadores, peores que aquel demonio que tentó a Jesucristo en el desierto" (M).

La defensa de la soberanía de Fernando VII era la segunda causa que fray Mariano contemplaba para justificar la independencia. En su Representación, explicaba al rey que la emancipación se realizó para conservar su autoridad del "despotismo de las Cortes". Los políticos en ella congregados lo habían "despojado" de esa prerrogativa para convertirse en los verdaderos señores absolutos de la monarquía (R). El padre Pimentel recordaba que esto ya había ocurrido el 24 de septiembre de 1810, cuando se proclamó el principio de soberanía nacional. Frente a él se alzaron voces como la del obispo de Orense, Pedro de Quevedo y Quintana, quien se resistió inicialmente a prestarle juramento por considerarlo una afrenta al rey (M). Una vez más, como vemos, el fraile observaba los acontecimientos que siguieron a la revolución de 1820 como una continuación de lo ocurrido una década atrás, con la diferencia de que ahora el monarca no había podido todavía acabar con el sistema liberal.

Fernando VII no debía dejarse engañar por las opiniones de "malos ministros y diputados", sino escuchar las razones auténticas que el padre Pimentel le exponía. A la altura de 1821 continuaba contraponiéndose la imagen de un rey honrado frente a la de unos consejeros perversos que buscaban seducirle. Si entre 1808 y 1814 estuvo prisionero en manos de los franceses, a partir de 1820 su voluntad estaba secuestrada por los liberales.41 La ruptura con el Gobierno peninsular tenía el objetivo de rescatarlo de este encierro: "Por esto los señores militares -apuntaba el fraile- celosos de los derechos de su católico monarca y de su religión se han levantado con sus tropas para proclamar la independencia de las Cortes y de su Constitución, y conservar a V. M. estos dominios". Sólo con su traslado o el de algún miembro de la familia Borbón, como estipulaba el Plan de Iguala, "quedará la América tranquila y conservará su religión" (R). Si Fernando VII permanecía en la península sólo podía esperar el mismo destino que el de Luis XVI en el cadalso. No en vano, como aseguraba el padre Pimentel a los españoles, los diputados que los gobernaban no eran "padres de la nación", sino "parricidas" (M).

En su diagnóstico, las consecuencias que había tenido la libertad de imprenta completaban las razones que demostraban la urgencia de la emancipación. Según la singular percepción del fraile, todo se había trastocado desde el Decreto de 10 de noviembre de 1810 que la instauró. Anotaba que en las Cortes de Cádiz no se hizo caso a los intentos por moderarla que propuso el virrey peruano José Fernando de Abascal, conocedor de los efectos perniciosos que iba a tener en ultramar.42 Su voz fue desautorizada y se le respondió premonitoriamente lo siguiente: "Piérdase la América, y no se toque la libertad de imprenta". Una década más tarde el presagio se había cumplido (M).

A los reaccionarios les molestaba la ampliación del espacio de debate y la pérdida de la hegemonía intelectual por parte de la Iglesia. Aunque recurrieran a las posibilidades de difusión de los mensajes que suponía la imprenta, su objetivo era conseguir un uso exclusivista de ella. De hecho, es muy común encontrar en los textos de los más conservadores críticas a los escritores noveles que se incorporaban a las discusiones públicas.43 El padre Pimentel recordaba a Fernando VII que fueron estos mismos "libertinos ateos y materialistas", partidarios de la libre circulación de ideas, los que formaron la constitución gaditana. A su juicio, la obra más terrorífica que entonces se editó para sostener sus doctrinas liberales fue la Teoría de las Cortes (1813), de Francisco Martínez Marina.44 Ésta, decía, "es capaz de revolucionar a todo el mundo, y de descatolizar al universo", pues en ella se desarrollaban las ideas del "hereje" Rousseau. Los americanos "sabios y piadosos" que la habían leído estaban convencidos de que los diputados de 1820 se regían por sus principios, hasta el punto de creer "que todos los españoles son ya como Marina, que no tiene fe, ni religión". El escándalo que dicho opúsculo había provocado en ultramar era otro motivo de la independencia. La solución que fray Mariano aconsejaba al rey era tajante: autor y obra debían quemarse para evitar que sus ideas siguieran expandiéndose. La lucha contra el liberalismo requería adoptar medidas categóricas (R).

Remedios contra la revolución

Los documentos del padre Pimentel no eran sólo una crítica al liberalismo y una radiografía de las consecuencias que había supuesto su reposición en 1820. En ellos encontramos también un programa de acción para acabar con la experiencia constitucional y superar así el trauma revolucionario. Partía del presupuesto de que los territorios americanos de la monarquía se habían perdido de manera irreversible. En su imaginario, la independencia debía suponer una completa rectificación del rumbo de los acontecimientos que había seguido la península desde 1810. De una forma bastante ingenua, a través de la ruptura esperaba que se revirtieran todos los males que había traído el liberalismo. La América emancipada en la que pensaba era un espacio libre de revoluciones. Éstas formaban parte del pasado, el futuro se construía sobre bases ajenas al cambio que proponían las reformas liberales.45 Por ello, en su Manifiesto, interpelaba a los diputados de las Cortes españolas con las siguientes palabras: "Dejen ya a los americanos quietos con su independencia que ellos sabrán moderar su gobierno y su imprenta", del mismo modo que habían restaurado los privilegios de los eclesiásticos y conservaban intactos los derechos de Fernando VII (M). Éste era el escenario sobre el que el fraile proyectaba sus esperanzas de recuperación del orden natural trastornado por los filósofos liberales. A su juicio, la emancipación tenía un carácter contrarrevolucionario y restaurador que se orientaba hacia el futuro.

La interpretación antiliberal de la independencia servía a fray Mariano para sugerir a los peninsulares que tomaran ejemplo de esta empresa. Les recomendaba que siguieran el espíritu que guio a los americanos a la hora de romper con el liberalismo de las Cortes, de ahí que en el Manifiesto afirmara que la emancipación "servirá a los españoles para evitar los males que amenazan a la religión y nación española". La península se encontraba en un estado de "anarquía" tan avanzado que todos los que vivían en ultramar sentían esa dolencia "como los males propios". El padre Pimentel aseguraba no ser un "profeta", pero preveía un funesto desenlace, aunque todavía no estaba todo perdido (M). Los remedios que planteaba al rey y a los españoles para enmendar esa deriva tenían una doble dimensión. Se trataba de combinar la aplicación de iniciativas de efecto provisional, para paliar los desarreglos inmediatos, con medidas de más larga duración, cuyos resultados permitieran extirpar el germen revolucionario de manera definitiva.

Las primeras acciones se dirigían contra el sistema liberal vigente: la constitución debía quemarse; las Cortes, ser clausuradas; los diputados, encarcelados; y los decretos secularizadores, derogados. El padre Pimentel tomaba como ejemplo a seguir el momento en el que Fernando VII anuló la legislación gaditana en 1814.46 El Decreto del 4 de mayo de ese año, que sancionó el golpe de Estado, era considerado como un documento sabio. La Representación y manifiesto que los diputados serviles le presentaron previamente al rey le merecía todos los elogios. Se trataba de una exposición "sabia, verídica y enérgica" en la que se demostraba "todo el veneno que contenía" la constitución y "la mala fe de las Cortes de Cádiz". Estas referencias históricas servían al fraile para reivindicar la necesidad de un nuevo golpe de fuerza encabezado por el monarca que zanjara la segunda experiencia constitucional en la península, reponiéndose así el "antiguo gobierno"47 (M). Aseguraba al rey que "pide la justicia y la razón que se revoquen los tales decretos, y que acaben las Cortes, que siempre han sido, lo son, y lo serán malas, hasta el fin de los siglos" (R).

El efecto inmediato que supondría la abolición del orden legal debía ir acompañado de disposiciones para promover una regeneración a más largo plazo. Para fray Mariano esa tarea le competía especialmente al Tribunal de la Inquisición. Los reaccionarios analizaban su entorno con ojos clínicos y promovían medidas quirúrgicas para sanar el cuerpo social enfermo por las ideas ilustradas y liberales. La depuración era un paso necesario para curar la infección. En este sentido, los textos del padre Pimentel constituyen una apología del papel del Santo Oficio. Según exponía, éste fue establecido por la Iglesia para "conservar la fe, la religión y la paz en los reinos", por ello los revolucionarios de todos los tiempos le profesaban tanto odio. Veía en la Inquisición el instrumento pertinente para castigar cualquier conato de subversión. Su denuncia a los principios del habeas corpus lo llevaba a reivindicar la práctica del tormento y de los castigos físicos a la hora de extirpar el mal revolucionario (M y R).

En el Manifiesto, el padre Pimentel reforzaba su exposición a partir de las citas de autoridad que fray José de San Bartolomé había recogido en El duelo de la Inquisición (1814).48 Por un lado, a través de L’Univers Enigmatique (1779), del marqués de Caracciolo, aseguraba que "un tribunal de la Inquisición que impida el que se hable o se escriba contra la religión es un tribunal prudentísimo y muy necesario". Por otro, extractaba las palabras que Melchor Rafael de Macanaz dirigió a Fernando VI en su Defensa crítica de la Inquisición, escrito entre 1734 y 1736 y publicado en 1788. Este texto resulta interesante porque recoge una idea central en el pensamiento de los reaccionarios. Se trata de la premisa que estipulaba que los monarcas tenían como deber prioritario el cuidado y la defensa de la religión, pues sin ella no había reino que se sustentara:

Todas las desgracias temporales que caigan sobre una monarquía católica pueden reponerse y sufrirse si la aplicación del príncipe hace laboriosos a los vasallos. Las que son insoportables son aquellas que provienen por falta de religión, aquellas que nacen de profanar el santuario sembrando y admitiendo doctrinas torpes y erróneas por contrarias al dogma, [...]. El primer objeto de V. M., la primera atención de todos sus cuidados, debe ser que la religión resplandezca siempre en España para lo cual ningún otro monarca del universo tiene los auxilios y disposición que V. M. en manteniendo con el debido lustre, autoridad y respeto el Santo Tribunal de la Inquisición [M].49

El poder y la fuerza que Dios entregaba a los monarcas debían dirigirse a promocionar el catolicismo. Desde una visión sacralizada de la vida política y social, el padre Pimentel aplicaba estos principios sobre el modelo de gobierno que tendría que regir en la península una vez que Fernando VII recuperara sus plenos poderes. Es decir, estaba planteando un modelo de gobierno teocrático en el que la autoridad conferida al monarca por la Providencia se orientaba al reforzamiento de la Iglesia y sus ministros. De manera complementaria, ello lo llevaba a reivindicar que se aumentara el número de religiosos para promover la recatolización del país desde los parámetros de una cultura confesional e intolerante (M). En este punto, el imaginario de fray Mariano conectaba con sus antiguas propuestas de evangelización: sólo expandiendo la fe se podría frenar el castigo de Dios y acabar con el pecado revolucionario.

Finalmente, el padre Pimentel recomendaba la impresión de tres obras en la presentación que realizó del Manifiesto a los miembros del cabildo de la catedral de Valencia, para "restablecer el orden, el amor y fidelidad debida al rey". Éstas eran El vasallo instruido en las principales obligaciones que debe a su legítimo monarca (1792), del presbítero Antonio Vila y Camps; el Catecismo Real... en que por preguntas y respuestas se enseñan... las obligaciones que un vasallo debe a su Rey y Señor (1786), del arzobispo de Charcas José Antonio de San Alberto; y el Catecismo del Estado según los principios de la religión (1793), de Joaquín Lorenzo Villanueva. Influidos por Bossuet, en estos escritos se consideraba a la monarquía absoluta como la mejor forma de gobierno y se apelaba a la obediencia de los súbditos por mandato divino. El contexto en el que fueron difundidos responde al giro conservador de la monarquía que siguió a la Revolución francesa. Se trataba de centralizar el poder en el soberano y anular cualquier pretensión de intervención activa de los individuos en la política.50 Una vez más, fray Mariano establecía paralelismos entre ambos periodos de agitación. La politización de los sujetos debía amortiguarse, anulando cualquier tipo de iniciativa que pretendiera transgredir las normas tradicionales y la obediencia al rey, según sancionaban las Sagradas Escrituras. El fraile aseguraba que con las doctrinas de estos autores consiguió entre 1810 y 1820 "desengañar a los mexicanos y a los insurgentes". Si se hubiera mandado enseñar dichas ideas por todo el reino no se habrían producido nuevos desórdenes, "pues de la ignorancia de estas obligaciones han venido las revoluciones del día y la pérdida de las Américas" (M).

Conclusiones

El análisis de las ideas, argumentos y propuestas del padre Pimentel recomienda seguir matizando el sintagma revolución de independencia con el que, de una forma bastante generalizada, se ha connotado al periodo que en Hispanoamérica transcurre entre 1810 y, aproximadamente, 1825. Las nociones emancipadoras no fueron patrimonio exclusivo de los revolucionarios, ni la ruptura con la monarquía católica implicaba per se una radical transformación de la cultura política. En México, el devenir histórico durante esos años formó parte de un proceso revolucionario de larga duración que finalmente se resolvió en términos de república federal a partir de 1824. Sin embargo, el resultado de dicho transcurso no debería empañar aquellas otras alternativas cuyas propuestas no terminaron concretándose. Una de ellas fue la de la reacción antiliberal, capaz también de ofrecer soluciones emancipadoras ante la crisis que generó la revolución española de 1820. En algunos contrarrevolucionarios el discurso de la unión fue reemplazado por otro que apostaba por la ruptura. En la defensa del binomio altar-trono, paradójicamente, la retórica de la fidelidad sustentaba la independencia. La incorporación al bagaje intelectual de los antiliberales de nociones emancipadoras, en origen poco afines a sus planteamientos políticos, es una muestra de su sorprendente capacidad de adaptación y respuesta. En esa permuta, se produjo una renovación en el discurso de la tradición, así como en el valor y el sentido atribuidos a viejos marcos de referencia como la religión, la monarquía y la patria. En eso consistió su particular revolución.

La reivindicación que fray Mariano realizaba del antiguo gobierno no suponía un retorno idéntico al Antiguo Régimen, ni en América ni en España. En el primer espacio, se trataba de la reconstrucción imaginativa de una realidad que nunca había existido como tal y que pretendía extrapolar al presente. De ahí que presentara la independencia como un medio para convertir a México e Hispanoamérica en los espacios donde el altar y el trono pudieran recomponerse para empezar una nueva era ajena a la revolución. En el imaginario del fraile encontramos una adaptación figurativa de las esperanzas que los primeros misioneros depositaron en el continente americano a los nuevos tiempos de la independencia. Todas sus expectativas de salvación estaban puestas en la ruptura con el gobierno liberal que regía la monarquía. En este sentido, se aspiraba a aprovechar la crisis revolucionaria para promover una regeneración de los territorios emancipados desde los presupuestos de la más estricta ortodoxia católica. Del mismo modo, la vuelta al absolutismo que planteaba para España no se correspondía sin más con las directrices seguidas por Fernando VII como rey antiliberal. El peso que el padre Pimentel atribuía a la Inquisición en su utopía restauradora implicaba un reforzamiento de la posición e influencia de la Iglesia que el monarca nunca toleró. De hecho, tras la anulación del régimen constitucional en 1823, no mostró interés en el restablecimiento de dicho tribunal.51 El altar y el trono coincidían en su lucha contra la revolución de los liberales, pero divergían en sus objetivos finales, pues ambos pugnaban por imponer su hegemonía.

La contrarrevolución católica de fray Mariano no se circunscribía al ámbito de la mera apologética, sino que estaba orientada a la acción. El ímpetu por convertir a los infieles de sus primeros proyectos tenía su correspondencia en la obsesión por acabar con las doctrinas políticas modernas, a las que hacía partícipes de la impiedad. La intolerancia y el fanatismo reaccionario lo acompañaron el resto de sus días. En 1826, ante un nuevo impulso secularizador, predicó en la iglesia de San Diego de Aguascalientes un sermón en el que imploraba la liberación del continente americano "de las herejías y cismas que lo amenazan", porque, añadía, "cuatro hombres impíos y libertinos se quieren levantar con el gobierno de la Iglesia para destruirla".52 Años después de sus primeras intervenciones públicas, el fraile continuaba insistiendo en la vigencia del eterno conflicto entre religión e incredulidad. Las esperanzas que algunos contrarrevolucionarios depositaron en los efectos palingenésicos que debía producir la independencia de 1821 se habían desvanecido por completo, anunciando nuevos enfrentamientos que se prolongarían más allá del cambio de siglo.

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*El artículo forma parte del Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM, bajo la asesoría de Ana Carolina Ibarra González. Se inscribe en los proyectos de investigación "Entre dos mundos: historia parlamentaria y culturas políticas en los años del Trienio Liberal (1820-1823)" (HAR2016-78769) y "La dimensión popular de la política en la Europa meridional y América Latina, 1789-1898" (PID2019-105071GB-100).

9 Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Administración Pública, Justicia Eclesiástica, v. 56, f. 1-13v.

12Jesús Gómez, Los españoles en ..., 203-230.

15Sheridan, "El fin de la infidelidad...", 1096 y 1102.

17AGN, Indiferente Virreinal, caja 5425, exp. 70.

18Mariano López Bravo y Pimentel a Juan Ruiz de Apodaca, convento de San Diego, Aguascalientes, 28 de enero de 1820; AGN, Indiferente Virreinal, caja 5425, exp. 70, f. 3 y 4.

19A pesar de esta opinión, sabemos que desde el inicio de la insurrección del cura Miguel Hidalgo, en septiembre de 1810, existió una enorme preocupación por parte de las elites intelectuales novohispanas por atraer a los sectores populares a la causa virreinal. Sobre este aspecto se han ocupado, en diversos trabajos y desde distintas perspectivas, Hugh M. Hamill, Carlos Herrejón, Juan Ortiz, José Antonio Serrano, Marco Antonio Landavazo, Víctor Gayol, Alfredo Ávila, Moisés Guzmán, Jaime Olveda, Mariana Terán, Marta Terán y, entre otros, Gabriel Torres Puga.

20Mariano López Bravo y Pimentel a Juan Ruiz de Apodaca, s. f., AGN, Indiferente Virreinal, caja 5425, exp. 70, f. 10 y 11.

21Cuevas, "La Iglesia y la independencia nacional (1800-1821)", 100. Añade al arcediano y gobernador del obispado de Valladolid de Michoacán, Manuel de la Bárcena y Arce. Sin embargo, la información que tenemos sobre este religioso recomienda poner en cuestión, nuevamente, la interpretación del padre Cuevas. Tomás Pérez Vejo, Manuel de la Bárcena y Arce. Obras completas (Santander: Editorial de la Universidad de Cantabria, 2016), 11-87. También se supone que participaron en esas juntas Miguel Bataller, miembro de la Audiencia de México, y el exinquisidor José Antonio Tirado y Priego, según Lucas Alamán, Historia de México, t. v (México: Imprenta de Victoriano Agüeros, 1885 [1849-1852]), 46.

25Esta idea sería alimentada por el propio monarca, como puede verse en Emilio La Parra, Fernando VII. Un rey deseado y detestado (Barcelona: Tusquets, 2018), 399-432.

26Véase, por ejemplo, la conocida carta que el fiscal José Hipólito Odoardo dirigió al secretario de Gracia y Justicia el 24 de octubre de 1820, reproducida por Alamán, Historia de..., 39-44.

27Sala Capitular del Ayuntamiento Constitucional de México a Juan Ruiz de Apodaca, 13 de marzo de 1821, AGNM, Administración Pública, Justicia Eclesiástica, v. 1, f. 205 y 206.

28Juan Ruiz de Apodaca al secretario de la Gobernación de Ultramar, 15 de marzo de 1821, AGN, Administración Pública, Justicia Eclesiástica, v. 1, f. 8 y 9.

30 Antonio Joaquín Pérez, Manifiesto del Ilmo. Sr. Obispo de la Puebla de los Ángeles a todos sus amados diocesanos (Puebla: 16 de abril de 1821), Centro de Estudios de Historia de México-Carso, 082.172 VA, 21645, Miscelánea Varios Autores, n. 7, folleto 82.

33Según informó Juan Ruiz de Apodaca al secretario de la Gobernación de Ultramar, 15 de marzo de 1821, AGN, Administración Pública, Justicia Eclesiástica, v. 1, f. 8 y 9.

38 Agustín Barruel, Memorias para servir a la historia del jacobinismo, escritas en francés por el abate Barruel; traducidas al castellano por F. R. S. V. observante de la provincia de Mallorca, 3 v. (Palma de Mallorca: Imprenta de Felipe Guasp, 1813). La primera traducción apareció como Compendio de las Memorias para servir a la historia del jacobinismo por Mr. el abad Barruel (León: Villafranca del Bierzo, 1812).

40En el Manifiesto se citan los siguientes folletos: El amante de la Constitución (México: Imprenta de don Mariano Ontiveros, 1820); Un bosquejo de los fraudes que las pasiones de los hombres han introducido en nuestra sagrada religión (México: Oficina de J. M. Benavente y Socios, 1820 [1813]); La Confederación Patriótica al obispo de Málaga (México: Oficina de D. José María Betancourt, 1820); Un ciento de preguntas por ahora, sobre frailes y rentas eclesiásticas (México, 1821); y Lamentos de la Iglesia de España, dirigidos a las Cortes por la Diputación Provincial de Galicia (Puebla: Oficina de D. Pedro de la Rosa, 1822 [1820]). Una parte de este último documento, además, fue reproducido en la Gaceta del Gobierno Imperial de México, 12 de octubre de 1822, n. 108, 827-832.

41Sobre estos imaginarios, véase La Parra, Fernando VII.

47Tanto la Representación y manifiesto como el Decreto del 4 de mayo responden a un tipo de antiliberalismo pactista que no encontramos en las propuestas reaccionarias de fray Mariano, a pesar de sus alabanzas a ambos textos.

49Este escrito suponía el arrepentimiento del exfiscal de Carlos V tras su persecución por parte del Santo Oficio. Además, fue utilizado intensamente durante el debate sobre su abolición en las Cortes de Cádiz por partidarios y opositores a dicha medida. Francisco Precioso, "Una memoria controvertida. Melchor Macanaz y la Defensa crítica de la Inquisición", Espacio, Tiempo y Forma, n. 29 (2016): 187-206.

52AGN, Administración Pública, Justicia Eclesiástica, v. 56, f. 1-13v. En un primer momento se le suspendió del ejercicio de predicación y el jefe político de Aguascalientes informó sobre dicho sermón al gobernador de Zacatecas, pues fue considerado "muy ultrajante y subversivo contra el gobierno federal". Elías Amador, Bosquejo histórico de Zacatecas, t. II (Zacatecas: Talleres Tipográficos Pedroza, 1943 [1892], 333). El malestar que generó dicha predicación no acabó llevando a su extrañamiento del país, pues aparece en 1828 entre los exceptuados de la ley de expulsión de españoles. AGN, Administración Pública, Justicia Eclesiástica, v. 72, f. 4-27.

Recibido: 06 de Abril de 2020; Aprobado: 18 de Septiembre de 2020

Sobre el autor. Josep Escrig Rosa es becario posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Obtuvo el doctorado en Historia Contemporánea en la Universitat de València (2019). Es autor de varios artículos académicos y capítulos de libro sobre las culturas políticas contrarrevolucionarias y antiliberales en España y México a comienzos del siglo XIX. Junto a Encarna García Monerris ha reeditado Los orígenes del pensamiento reaccionario español, de Javier Herrero, para Prensas de la Universidad de Zaragoza (2020).

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