Introducción
El interés de los historiadores y antropólogos que regresamos sobre la figura de Manuel Lozada y el movimiento que lideró entre 1858 y 1873 en el occidente de México no sólo responde a una dinámica revisionista propia del quehacer histórico, sino también a que la “verdad histórica” sobre este personaje ha tenido que lidiar con una memoria embrionaria que ha sido construida entre la mitificación y la aversión. Más de un siglo después de su muerte, el “Tigre de Álica” ocupaba el papel del “Coco” para asustar a los niños nayaritas que no obedecían, según los cuentos que padres y abuelos transmiten a sus hijos; mientras que, para otras personas, Lozada era más bien recordado como un protegido de la virgen de Guadalupe “por ser tan ‘buena persona’ con la raza indígena”.1 Si en la memoria popular reciente coexisten representaciones opuestas sobre el mismo personaje, las variaciones son aun mayores entre las diversas generaciones de interesados abocados a su estudio y rememoración: engendro del contrabando, cacique cruel, tigre de Álica, indio cora, precursor del agrarismo, bandolero social, líder del conservadurismo popular, dirigente mesiánico, o Cristo transgresor, son todas representaciones que demuestran que la imagen sobre Manuel Lozada ha sido muy inestable, siendo aún objeto de nuestra imaginación histórica.
Lo anterior no es, por supuesto, exclusivo del tratamiento dado a Manuel Lozada, sino que es parte constitutiva del proceso de construcción de los héroes y los mitos nacionales. Mas a diferencia de aquellos héroes que emprendieron el “vuelo trascendental”, según la expresión de Edmundo O’Gorman en su célebre discurso sobre Miguel Hidalgo,2 Lozada sigue siendo poco conocido en su tierra natal y hasta hace poco fue integrado al imaginario gráfico regional en los murales del Ayuntamiento de Tepic.3 Las representaciones contradictorias que suscita no son comparables a las de aquellos héroes nacionales que, si bien pueden seguir generando debates acalorados -tomemos como ejemplo la discusión sobre la atribución de principios republicanos a la lucha emprendida por Hidalgo en el citado discurso de O’Gorman-, nadie se atrevería a designarlos como villanos. De manera inversa al culto a Simón Bolívar estudiado por Germán Carrera Damas, la personificación de Manuel Lozada como héroe fue por un periodo muy breve el símbolo de “la vinculación vital de un pueblo [el nayarita] con su pasado histórico”.4 Posiblemente su papel se acerque más a figuras como la de Pancho Villa en la medida en que el sentido “verdaderamente” agrario de su movimiento ha sido objeto de interpretaciones históricas opuestas.5 Como algunos de los líderes campesinos de la Revolución, Lozada también ha sido tema fértil para debatir cuestiones tan espinosas como irresueltas: las reivindicaciones agrarias, así como la autonomía y el papel de los pueblos indígenas y campesinos en la construcción del Estado nacional. Estas y otras tensiones, que no son exclusivas del papel histórico atribuido a Lozada pero que han sido constitutivas de su proceso de construcción, invitan a reflexionar sobre los modos de relación que su representación pone en evidencia ante el sector social al que es asociado, es decir, relaciones de exclusión, asimilación o paradójicas, sobre las cuáles volveremos a lo largo de este trabajo.
Historiadores, intelectuales y antropólogos dedicados al estudio sobre Manuel Lozada y su tiempo se han dado a la tarea de renovar sus métodos y herramientas de investigación y análisis para lidiar con una documentación fragmentaria, dispersa en archivos públicos y privados, con documentos perdidos y objeto de una campaña que buscó borrar su memoria.6 Para abordar la imagen de Manuel Lozada en la historiografía, aquí se hará una revisión no exhaustiva -diversos estudios introductorios han sido ya dedicados a esto-7 de las obras que considero representativas de la construcción y transmisión de su memoria, las cuales no serán expuestas según un orden cronológico. Lo que se intentará mostrar es que en cada etapa conviven representaciones diversas sobre el personaje, y que estas representaciones reproducen formas de exclusión, de asimilación y de naturaleza paradójica ante el sector social al que es asociado, enfatizando las maneras en que historia y política se articulan. Partiremos del año 1950, un parteaguas en la rehabilitación de su figura histórica que ejemplifica las sinergias entre historia y política, enseguida retomaremos las fuentes y obras que a partir de la muerte de Lozada se ocupan de legar su papel en la historia reciente y de manera explícita se escriben en defensa de principios y compromisos políticos. En un tercer apartado, haremos una revisión de la historiografía académica de la segunda mitad del siglo XX, que es a su vez un recorrido por la historiografía sobre los actores del medio rural que se desenvuelve en las fronteras entre la historia social, la económica y la política en constante renovación. Se concluye con la versión indígena sobre Manuel Lozada con base en registros principalmente mitológicos documentados a lo largo del siglo XX, que se consideran en su dimensión política y como parte del saber historiográfico en tanto forma de producción del saber sobre el pasado. Si bien estas fuentes historiográficas varían notablemente en sus contextos de producción y de transmisión (institucionales, políticos, históricos, teóricos, metodológicos) dentro de marcos que legitiman sus criterios de “verdad”, se consideran historiografía según la definición flexible que nos ha ofrecido Evelia Trejo, quien la entiende como “actos de producción del saber sobre el pasado” dados a través del lenguaje (oral o escrito).8
La rehabilitación de la figura histórica de Manuel Lozada: las sinergias entre historia y política
Una serie de artículos periodísticos publicados en Guadalajara, Tepic y la ciudad de México en la década de los años cuarenta encaminaron la polémica sobre “la figura histórica de Manuel Lozada” dando cuenta de un “intrincado laberinto de pareceres”.9 Ésta atrajo a historiadores, intelectuales y personajes de la vida política que formalmente, y con respaldo institucional, se reunieron el 27 y 28 de marzo de 1950 para debatir la cuestión, en la biblioteca del centro escolar “Miguel Alemán” de la ciudad de Tepic. En la convocatoria lanzada por el escritor zacatecano Mauricio Magdaleno y el historiador nayarita Everardo Peña Navarro, difundida semanas antes por la prensa, se proponían 16 puntos de discusión, todos relativos a la vida y la trayectoria de Manuel Lozada. El objetivo que se propusieron fue rectificar “un capítulo de la historia nacional y de Nayarit” y “un tema capital del país: la tierra”. Participaron unos 39 “historiadores e intelectuales” -entre ellos José Ramírez Flores, Luis Páez Brotchie, Ricardo Lancaster Jones, Salvador Gutiérrez Contreras y Agustín Yáñez- y se nombró una comisión permanente con la designación de un presidente, secretarios y delegados en Guadalajara, Mazatlán, Colima y México, D. F. De la presentación de ponencias, la exposición de documentos históricos y discusiones acaloradas, se produjo un acta notarial en la que se manifestaron tres puntos:
Existe fundamento histórico para declarar que Manuel Lozada es un caudillo precursor del agrarismo en el occidente de México.
Debe rechazarse con fundamento histórico, el cargo de bandolero y malhechor vulgar con que ha querido cubrirse la memoria de Manuel Lozada.
Existe fundamento histórico para reconocer a Manuel Lozada como iniciador de situaciones de hecho que culminaron con la erección, primero, del Territorio Federal de Tepic y, después, del Estado Libre y Soberano de Nayarit.10
Las actas de esta reunión y algunos de los trabajos presentados fueron publicados. Entre éstos, tres posiciones fueron demarcadas: la que destaca la trayectoria de vida de Manuel Lozada a la luz de los grandes procesos de la época: su nacimiento en el pueblo de San Luis; su juventud como peón en la hacienda de Mojarras, en la que experimenta la vulnerabilidad del medio rural a inicios de la década de 1850; sus primeras incursiones como jefe de la “gavilla de Álica”, que le dio el apelativo de “Tigre de Álica”; su incorporación, proezas y ascenso como general del ejército de las tropas auxiliares conservadoras y después imperialistas en la década de 1860, así como su actuación en las etapas que fueron otorgando autonomía al entonces Territorio de Tepic hasta la campaña militar al mando del general liberal Ramón Corona, que culminó con su fusilamiento en 1873. De esta trayectoria, se destaca su labor a favor de los pueblos como precursor del reparto agrario en occidente y su papel en la conquista de la autonomía del territorio tepiqueño que se convertirá en estado federal hasta 1917, sustentada en fuentes documentales y obras históricas.11 La segunda posición enfatizaba, por el contrario, su “traición a la patria” como aliado de los latifundistas tepiqueños que amasaron sus fortunas del contrabando y la colaboración con los extranjeros, su alianza con los franceses durante el segundo imperio, y su fanatismo como defensor del clero y en contra de los principios liberales modernos. Esta posición rechaza enérgicamente su agrarismo que atribuye única y exclusivamente a los triunfos del Congreso Constituyente de 1917 y se sustenta en “lo que les contaron” y en el debate con la prensa reciente que encamina dicha reunión.12 Finalmente, la tercera exalta la “idiosincrasia indígena” y le dedica elogios poéticos del tipo “Padre Manuel Lozada, resplandeciente cora / que en estas tierras pródigas en una azul aurora / a tu raza anunciaste la etapa redentora”.13 De estos intercambios apasionados, un listado de nuevos temas surgió, cuestiones que debían ser tratadas en una segunda reunión que nunca tuvo lugar.
Las tres posiciones partían de un punto común: la memoria sobre Lozada era ambigua, enraizada en fábulas y leyendas, y era imprescindible extraer su “verdad histórica” de ella. Pero de éstas y tras deliberaciones sustentadas en datos empíricos, la segunda de estas posiciones fue descartada por “falta de seriedad histórica, plagado de calumnias y falsedades”.14 No obstante, esta versión sería defendida en una serie de artículos periodísticos que persistieron en ver a Lozada como bandolero, traidor y agitador de indígenas y a Nayarit como “el feudo de Lozada y el hábitat del ‘México desconocido’ ”.15
Esta reunión de 1950 marcó un parteaguas en la historia de la historiografía sobre Manuel Lozada y es producto de una doble coyuntura: una política y otra institucional. En primer lugar, en el ámbito político, Nayarit, donde la reforma agraria y la destrucción del latifundismo llegó tarde, se había convertido hacia 1939 en el “estado ejido”.16 Desde la llegada del ferrocarril en 1928 y la construcción de carreteras en 1945, se experimentaba una revolución para la economía y la vida de sus habitantes, que se tradujo en un crecimiento poblacional, dedicados en su mayoría a la agricultura. Como el resto del país, este auge se vio beneficiado por la Segunda Guerra Mundial, que da un nuevo impulso a las fábricas textiles que visten a los soldados estadounidenses.17 Este crecimiento económico fue divulgado por Mauricio Magdaleno en sus artículos periodísticos en El Universal.18 El gobernador del estado en 1950 era Gilberto Flores Muñoz, y con el apoyo presidencial atrajo importante capital para el estado. Fue él quien ofreció el respaldo institucional para la realización del evento, y hubo quien sugirió que el rescate de la figura histórica de Lozada se emprendió “por orden especial del general Lázaro Cárdenas”.1919 Mas Cárdenas, y su influencia en el occidente del país, era una presencia incómoda para la presidencia de Miguel Alemán, quien se aleja a pasos agigantados de la política social cardenista y aboga a favor del desarrollo industrial e incentiva al sector empresarial que acentúa las desigualdades y va ejerciendo un creciente control sobre los sectores campesino y obrero.20 De tal modo, el interés por rescatar a figuras como la de Lozada y exaltar su papel como “precursor del agrarismo” se ve imbricado en esta transición política que al mismo tiempo que difunde el legado revolucionario mediante obras históricas financiadas por el Estado -fundamento legitimador del priismo- marca la distancia necesaria para abrazar la ola modernizadora del alemanismo. La recuperación de la figura histórica de Manuel Lozada se había integrado a la búsqueda de la expresión de lo nacional, de la que el arte pictórico y la novela histórica hacían su causa desde unas décadas atrás.21
Por otro lado, hasta la década de los años cuarenta, el intelectual mexicano, como también el historiador, estaba directamente expuesto a los cambios que sacudían “al país, a su región, a su clase, a su medio”, y su obra respondía directamente a esos incentivos y “no dudaba en convertir el pasado en campo de batalla de las contiendas del presente”.22 Mas esta vinculación directa con los determinantes políticos, sociales, económicos e ideológicos que incidían en su producción intelectual sufrió cambios importantes en el curso de la institucionalización y la profesionalización del quehacer historiográfico que fue marcadamente desigual en las distintas regiones del país. En el ámbito educativo, Agustín Yáñez desempeñó un papel fundamental en los estados de occidente, como primer rector del Instituto del Estado de Nayarit en 1930, y en Guadalajara será gobernador durante la creación de la Facultad de Filosofía y Letras de Guadalajara que inaugura la enseñanza profesional de la historia en 1957. Estos
ritmos desiguales en la profesionalización de la disciplina hicieron propicias las sinergias entre historia y política, y las primeras obras historiográficas sobre Manuel Lozada y su tiempo fueron emprendidas por actores de la vida política: Salvador Gutiérrez Contreras ejerció diversos cargos, como por ejemplo diputado local de Tepic, y Silvano Barba González, otros más como senador y gobernador de Jalisco. Este último, dedicó su obra La lucha por la tierra “al Sr. General Lázaro Cárdenas, presidente agrarista de México y servidor sincero y leal de las clases pobres y desvalidas” en 1956,23 y recomendó la publicación de la obra de Everardo Peña Navarro, Estudio histórico del estado de Nayarit de la Independencia a la erección del Estado, del mismo año, un estudio fundacional de la historiografía nayarita, que produjo mientras ejerció una serie de cargos públicos en su estado natal, desde gobernador interino hasta fundador del Museo Regional, y fue un hijo auténtico de la revolución en la que peleó atraído por los ideales de Francisco I. Madero.
Si en 1950 la representación de Lozada como precursor del agrarismo fue una innovación que distaba de ser asimilada, la que lo concebía como indígena y como traidor había sido arraigada por la primera generación de historiadores que escribieron su historia.
La leyenda negra sobre Manuel Lozada y la “raza indígena”: la historia es la política
Los primeros trabajos historiográficos sobre la reforma y el segundo imperio fueron producidos por hombres que participaron directamente en los hechos y vieron en la producción de sus obras un medio para incidir en la consolidación de un proyecto de nación. Es decir: estos hombres de acción, protagonistas y observadores de su tiempo, no enmascaran sus compromisos políticos sino, por el contrario, los exaltan para defender los principios sobre los cuales asientan dicho proyecto y por los cuales empuñaron armas y plumas para resguardarlos. Se trata de destacados periodistas y hombres políticos que conocieron a Manuel Lozada -como José María Vigil, quien peleó en el Ejército de Occidente en contra de los franceses y escribió en El País y El Siglo Diez y Nueve, o Manuel Payno, quien fue diputado por Tepic a lado de Carlos Rivas Gómez (hijo del aliado estratégico de Lozada) y escribió desde El Federalista, primero a favor de Tepic incidiendo en su reconocimiento como Distrito Militar durante el gobierno juarista en 1867, y más tarde críticamente distanciándose de tan espinosa “cuestión” por su “carácter inconstitucional” durante el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada-. Si en 1872 la opinión pública sobre Manuel Lozada se alineaba en su contra, diez años antes las opiniones variaban tanto entre liberales y conservadores como al interior de cada bloque, y aprovechaban la “Cuestión de Tepic” para debatir y redefinir conceptos y posiciones políticas sobre la forma de gobierno ideal, el problema de la propiedad y su desamortización, la religión y la cuestión del indio.24 Cuando la prensa de la ciudad de México aún se refería a Lozada como “general”, la prensa de Tepic se abocaba a promover su imagen positiva como “hombre laborioso, honrado, legal, justiciero”.25 Y cuando la prensa liberal se explayaba en adjetivos despectivos y racistas (por ejemplo en la pluma radical de Juan A. Mateos que lo llama “el pigmeo de Álica”, el “indígena de Nayarit”, un “cacique cruel e imbécil”; “engendro del contrabando”),26 la prensa conservadora planteaba la pregunta que los opositores no hacían: “¿Qué es lo que en verdad han hecho estos indígenas que están en són de guerra?”, aunque fuera tan sólo para legitimar sus posiciones políticas y reivindicar el viejo tropo que equivalía religión a civilización.27
Mas cuando el proyecto conservador de nación había sido derrotado, y más aún con la muerte de Juárez, la “Cuestión de Tepic” se había convertido en una situación incómoda que recordaba a liberales y conservadores, por igual, aquello que quería dejarse atrás: los excesos de la guerra, las colaboraciones con los imperialistas, las fortunas ilícitas, las contradicciones de la reforma liberal. La última campaña militar para apresar a Lozada y su fusilamiento en 1873 crearon las condiciones para la convergencia en una narrativa periodística común. Primero, al deslegitimar las demandas campesinas e indígenas a las que se desconoce cualquier “sentido político”, y segundo, al estigmatizar a Lozada mediante la elaboración de una descripción seudocientífica sobre su fisionomía como “espejo” de su naturaleza criminal que instaura su “leyenda negra”.28 Las descripciones ad hoc a esta “naturaleza criminal” son difundidas y reproducidas rápidamente entre los diarios de distintos puntos del país, en especial por el diario Juan Panadero de Guadalajara, el primero en publicar datos sobre la biografía de Lozada que serán retomados por las generaciones de historiadores siguientes, y entre los cuales algunos son ensalzados: asalta, roba, incendia, viola y tira mujeres como si fueran muebles, descuartiza niños, tortura con métodos de los cuales sus preferidos son “la carcaña, el volantín y la chamusca”, de forma ritualizada, con música, bailes y alaridos salvajes.29
Entre las obras que inauguran la historiografía sobre Manuel Lozada y estabilizan su representación estigmatizada tenemos el Ensayo histórico del Ejército de Occidente de José María Vigil y Juan B. Híjar y Haro, publicada en 1874, y el Ensayo estadístico y geográfico del territorio de Tepic de Julio Pérez González, de 1893. Éstas coindicen en algunos recursos: uno, situar a Lozada a partir de su antagónico por excelencia, el general liberal y juarista Ramón Corona; dos, al fundar su discurso a partir de una serie de dicotomías: fuerzas rapaces/soldados valientes, facinerosos/honestos, traidores/patriotas, derrota/triunfo, barbarie/civilización; y, tres, al deslegitimar y marginalizar las demandas agrarias de los pueblos del campo político de la época. En Híjar y Vigil:
Lozada, en concepto nuestro, no acordaba la hospitalidad a los enemigos del gobierno, porque simpatizase con sus principios, sino más bien a causa de una completa indiferencia hacia ellos: tanto el gobierno, como sus contendientes, eran, o deberían ser con el tiempo, sus enemigos; ninguna de las causas debatidas en los campos de batalla era la suya.30
Y en Julio Pérez, la marginalización se extiende a toda la “raza indígena” que hace responsable de la guerra más temible que es “la guerra salvaje”:
“La ignorancia, la uniformidad de tendencias, de miras, de intereses y propósitos de los indígenas, y, a más, la simpatía de la raza, hicieron que en poco tiempo, todos los habitantes de estos pueblos de raza india, y algunos que no eran de ella, se pusieron a las órdenes de Lozada”.31
El lugar central que Lozada, el Tigre de Álica, ocupa en ambas obras da cuenta de su papel rector en una trama que lo convierte en el chivo expiatorio al que se le atribuye todo lo funesto de una época, el principio y fin de todos sus males. Este papel se inscribe en el monumento que en 1896 se levantó para conmemorar al general Ramón Corona en el Jardín de San Francisco en la ciudad de Guadalajara, cuya inscripción alguna vez dijo: “Salvó a la sociedad de la invasión de los salvajes de Álica”.32
El discurso explícito sobre la exclusión de Lozada y de la raza indígena del proyecto político nacional que perduró por décadas empezó a desestabilizarse paulatinamente en vísperas de la Revolución Mexicana. Primero, pasando a segundo plano, por ejemplo, en la Historia de Jalisco de Luis Pérez Verdía. En ésta, Manuel Lozada figura aún como causa de los infortunios que afectaron la integridad del estado de Jalisco y de la inestabilidad en Tepic, pero se ubica en el fondo del telón en coexistencia con los grandes hombres que propagan los principios liberales “en todas las clases sociales hasta en el pueblo bajo”.33 Un año después, Ciro B. Ceballos publicó Aurora y ocaso y dedica un capítulo al “Tigre de Álica” en el que, además de reproducir fuentes periodísticas y documentales de su tiempo -cartas con Porfirio Díaz hasta entonces desconocidas-, lo nombra “general”, entre comillas, y lo ubica como el “producto de una sociedad no salida todavía del desquiciamiento revolucionario”, matizando cualquier rasgo extraordinario, ni sanguinario ni heroico, pero reproduciendo el discurso racista de la prensa de la época del fusilamiento de Lozada, que es su principal fuente de información.34
Tras estas obras y los años de lucha revolucionaria que de nueva cuenta trastocaron al país, una nueva sensibilidad hacia el papel histórico de “los de abajo” se plasmaría en el arte y la literatura que, como hemos visto, produce un efecto radicalmente opuesto que de indio enemigo y traidor de la patria abre paso a una versión heroizada y nacionalista del caudillo indígena.
La exaltación de la indigenidad en Lozada y su construcción como precursor del agrarismo en occidente lo sitúa en el linaje de los héroes patrios, posterior a Hidalgo y Morelos, y como un visionario que se adelanta a Zapata, aunque posiblemente haya sido Mauricio Magdaleno quien lo colocó en ese lugar.35 En esta interpretación avanzada de algunos de los participantes en la reunión de 1950, en Tepic, se glorifica el progreso y el liberalismo agrario y se edifica como héroe, agente de progreso, que gesta pacientemente el plan en su mente, medita cada paso, catequiza a peones y labriegos, y es firme en sus propósitos de liberación agraria, según la representación de S. Barba en uno de sus cinco tomos de la obra La lucha por la tierra. No importaría que Everardo Peña Navarro hubiera demostrado que Lozada no era indígena cora, pues de nueva cuenta su figura se convierte en terreno fértil para abordar “el problema indígena” de la posrevolución, que empieza a examinarse como un problema científico, y la nueva imagen de Lozada se forja como un otro, un caudillo indígena constitutivo de la nueva identidad nacional, imagen que es manipulada suavizando los rasgos negativos (especialmente sus vínculos con los imperialistas y el clero) y exaltando los positivos, ejercicio propio del indigenismo de la época. De manera concomitante, el Estado posrevolucionario consolida la legitimidad que la historia le confiere como representante de los derechos de las mayorías asumiendo la misión de restituir las tierras a los indígenas, “sus verdaderos dueños”,36 logrando de una vez por todas la incorporación de las comunidades a un proyecto unificado de nación, que sin lugar a dudas abrió una nueva etapa en la recuperación legal de los antiguos territorios indígenas con las dotaciones agrarias y las resoluciones presidenciales.
Nuevas luces sobre Manuel Lozada y la problemática social de occidente: una historia política en constante renovación
La rehabilitación de Lozada como héroe y caudillo indígena no generó el mismo revuelo entre los historiadores desencantados por el impacto social de la revolución que en esos años profesionalizan e institucionalizan su quehacer disciplinario, constituyéndose como gremio y marcando su distancia de los centros de poder político en aras de una imparcialidad y una objetividad científica.
El vuelco hacia la historia decimonónica, la propiedad agraria, las instituciones liberales, el reforzamiento del aparato estatal y las leyendas negras que de ahí surgen, y de las cuáles aún no hemos logrado librarnos del todo, renuevan y estimulan la historia económica y social. Daniel Cosío Villegas, desde El Colegio de México, impulsa esta vía en busca de respuestas posibles ante “la crisis de México”, y con él, Luis González y González y Moisés González Navarro serán figuras clave en el desarrollo de una corriente historiográfica que saca a la luz la pluralidad demográfica de México y enfoca el papel histórico de los pueblos indígenas, el “subsuelo de la nación”.37
Ellos influyen notablemente en una nueva generación de historiadores profesionales, que entre las décadas de los años setenta y ochenta abren brecha al ampliar el marco de comprensión de “los de abajo” dentro de procesos más amplios. El quehacer historiográfico y los contextos políticos e intelectuales de la época incitan un revisionismo que se vuelca al pasado con nuevas sensibilidades y herramientas metodológicas -el papel de los actores rurales y su pauperización, el campo de las ideas, las historias locales y las estructuras universales- vinculadas con las inquietudes de su tiempo -movimientos estudiantiles, descolonización, izquierdas, dictaduras militares americanas, caída del bloque soviético. En este contexto, los estudios sobre Lozada y la historia del occidente de México se multiplican y elaboran una nueva representación de Lozada en la que lo indígena queda en segundo plano.
Jean Meyer es, desde mi perspectiva, el autor de los estudios fundacionales sobre Manuel Lozada. Practicante de la historia social renovada por la escuela marxista, sus estudios ofrecen un enfoque refrescante del que emerge una nueva periodización que desentraña la “problemática propia del occidente de México” a la luz de las fuerzas modernizadoras globales: crecimiento demográfico acelerado, crisis económica, surgimiento de nuevas clases sociales campesinas, entre las cuales se cuenta la del indio ladino y ranchero. Su estilo es también original pues se rehúsa a la gran narrativa, a veces con un enfoque estructural y otras desde la microhistoria y con base en la revisión minuciosa y paciente de nuevas fuentes documentales y testimonios orales, para la reconstrucción de historias que se asumen como parciales desde sus respectivas escalas de análisis que trazan las relaciones en juego: las que se desenvuelven entre hacendados y campesinos, de las que surge la figura del ranchero; entre el clero y los feligreses, de las que proviene el párroco, y entre indígenas y no indígenas de las que emerge el mestizo.38 Para Meyer, el meollo del asunto es “netamente agrario”, que no se reduce a la desamortización impulsada por la Reforma (pues ve en la ley Lerdo un “precipitante político”39 y no una causa explicativa), demostrando que en occidente, la problemática agraria se remonta a varias décadas atrás.
Desde esta óptica, la figura de Lozada se libera de viejas dicotomías y emerge como un bandolero social mestizo, católico y campesino, plenamente integrado a la economía regional, visibilizando en el plano geográfico una porción del territorio que no es ni la de los centros urbanos ni la de las serranías del Nayar. Lo indígena en el movimiento lozadista, visto por Meyer, es puesto entre comillas,40 y retomando a William Taylor concuerda con que “la etnicidad es una forma de conciencia de clase, o mejor dicho, de conciencia política”.41 Esto tiene como resultado que lo indígena se diluye dentro de la problemática campesina y presupone que la estructura de clase supedita la diferencia cultural, dejando bajo la sombra el papel particular de los diversos pueblos indígenas que participan de lado de Lozada, y oscureciendo la inteligibilidad de las relaciones interétnicas e interclasistas que caracterizan el movimiento.
La historia social y económica es también impulsada y enriquecida por la historiografía regional.42 El historiador jalisciense Mario Aldana introdujo a este estudio la noción de lucha de clases y desde una perspectiva marxista explícita aborda el lozadismo dentro de la problemática más general del campesinado mexicano. Manuel Lozada es aprehendido en términos de su trayectoria lineal y evolutiva -de gavillero a líder social- destacando su proceso de politización que de una dimensión regional ensancha sus horizontes y piensa en términos nacionales, como sus propios escritos lo demuestran.43 En esta corriente historiográfica, el pasado se estudia en busca de respuestas con base en un presupuesto: el de los factores que “impiden” la transformación social, postulado cuyas pretensiones universalistas han sido cuestionadas.44 En ésta, la religión se reduce al plano ideológico, la conciencia de clase no alcanza su plenitud, y los campesinos, víctimas de las estructuras de poder dominantes, quedan eclipsados tras la figura del líder, negando al indígena condiciones particulares -salvo las de su marginalidad- a favor de una abstracción homogénea. Entre los historiadores nayaritas se abre una nueva línea de investigación que indaga sobre los vínculos del lozadismo con las elites regionales -hasta entonces abordadas tangencialmente- y ofrece una mejor comprensión sobre la configuración de esta región en el marco global del comercio marítimo, las relaciones diplomáticas, las inversiones privadas y la modernización del campo y la industria; por ejemplo, en los trabajos de Pedro Luna y Mario Contreras. En estas historias, las familias Barrón, Forbes, Rivas, Menchaca, Castaños, Aguirre y Sanromán son actores determinantes en el devenir de la región y hacen evidente que el fenómeno lozadista sólo puede entenderse en el seno de relaciones sociales y económicas heterogéneas y globales.45
La historia política, que hasta entonces había privilegiado los enfoques materialistas y estructurales, daría un nuevo giro en la historiografía mexicana en el contexto de una nueva coyuntura política. El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional impulsó una nueva oleada de estudios que se interesan en los procesos de resistencia y la diversidad de respuestas frente a los procesos de construcción de los estados nacionales. Éstos se caracterizan por una marcada renovación metodológica en la que convergen la nueva historia política, la nueva historia cultural y la cultura política, para dar cuenta de lo que Eric Van Young nombró la “historia de lo inarticulado”.46 El ámbito de la política y de lo político se ensancha, desde la organización de la convivencia grupal, las relaciones entre mayorías y minorías, hasta los modos de actuación, las prácticas cotidianas de lo político y los “factores de cohesión” como creencias, ideas y valores.47
Estos enfoques han sido puestos a prueba en los estudios más recientes sobre el lozadismo a la luz del “giro conservador” que busca reestablecer el vínculo entre la problemática religiosa, la agraria y la política en los trabajos recientes de Zachary Brittsan y de Aaron Van Oosterhaut.48 En México, este giro se liga a una nueva coyuntura: la llegada al poder del Partido Acción Nacional, y crea las condiciones para revisar el papel histórico del grupo de los conservadores y los imperialistas en la historia nacional.49
Brittsan retoma la gran narrativa del movimiento -a la que Meyer se había negado- y dimensiona el lozadismo desde una perspectiva comparativa general. Primero, favoreciendo la dimensión local y popular de los procesos políticos en la posición de Florencia Mallon y de Peter Guardino, quienes integran la perspectiva cultural al estudio de los campesinos como agentes políticos y la formación de los estados-nación.50 En esta perspectiva los rasgos de Lozada -edad promedio de 30 años, campesino, casado, capturado cerca de su lugar de origen- responden al perfil típico del joven insurgente retratado por Eric Van Young, de modo que su perfil es plenamente integrado a una dinámica social propia de la época. Segundo, abordándolo como parte de la dinámica multirregional del movimiento conservador en sus bases populares y locales, y reconociendo dicha dinámica como parte constitutiva de la formación del Estado mexicano entre 1857 y su contención y declive con el ascenso porfirista. En un tenor semejante a Meyer, para Brittsan, la “cuestión indígena” es supeditada a lo agrario. A. Van Oosterhaut, por su lado, se lanza al terreno fértil y ambicioso de la comparación con la región de Sierra Gorda y aborda la problemática de occidente enfocando las relaciones entre bajo clero y feligreses desde sus antecedentes coloniales. Con ello propone un nuevo acercamiento a las coyunturas que ligaron los intereses de la Iglesia a las reivindicaciones agrarias del lozadismo, primero en el marco de la pugna entre el bajo clero y la Iglesia corporativa, y después en el contexto de la desamortización de los bienes eclesiásticos y su afectación a los bienes de cofradías en el que destaca el culto a la Inmaculada Concepción y expresiones de religiosidad popular, cuyo componente milenarista ha sido sugerido por los especialistas. Para este autor, el conservadurismo popular en Nayarit fue la defensa de la economía espiritual de los campesinos, situando como área principal de la actividad lozadista la región “fronteriza” de los valles altos (y no de la sierra) de la que surgen sus principales jefes (Andrés Rosales, Práxedis Núñez, Domingo Nava y el propio Manuel Lozada), y con ella demarca su problemática específica, distinguiéndola de la indígena. De este modo, la relación religión-política es intrínseca, inseparable, cuando es analizada en el plano agrario, mientras que para Brittsan, la alianza con el clero es tácita, funciona siempre y cuando no afecte los intereses agrarios, es decir que lo religioso es supeditado a lo agrario, que examina en términos de una economía política.
Ambos estudios responden a la necesidad de abrirse a la perspectiva comparativa que unas décadas más temprano había parecido precipitada -por ejemplo, en el estudio clásico de John Tutino-,51 ampliando el diálogo y nutriendo la historiografía sobre diversas regiones que van dando cuenta de una nueva geografía del conflicto en el siglo XIX.52 Desde mi perspectiva, estos trabajos motivan nuevos llamados. Por un lado, a la revaloración de las diferencias internas al movimiento -que Van Oosterhaut ya demarca-, y con ello, del carácter interclasista e interétnico que distinguió, no al lozadismo, sino a las Fuerzas de los Pueblos Unidos del Nayarit, que es el nombre con el que sus adherentes se dieron a conocer públicamente. Si bien Brittsan da pasos importantes al integrar el perfil de Manuel Lozada dentro de una dinámica social regional, la necesidad de dislocar la mirada de este personaje (tan fascinante, sin duda), se ha tornado fundamental para dar cuenta de los demás liderazgos que junto a Lozada, configuraron el occidente de México.53
La multiplicación de abordajes y perspectivas en la historiografía sobre Manuel Lozada lo ha ido liberando poco a poco de la responsabilidad histórica que se le había imputado como causa y fin de un movimiento -el de los Pueblos Unidos del Nayarit-, que poco a poco hemos reubicado en la interacción entre indígenas coras, huicholes, huaynamotecos, peones, rancheros, jornaleros, párrocos, obispos, hacendados, comerciantes, contrabandistas, empresarios, etcétera. Su abordaje a lo largo de la historiografía de la segunda mitad del siglo XX ha sido también un recorrido por algunas de las vetas metodológicas, conceptuales y teóricas que la historia política moderna ha explorado para investigar y comprender mejor a los actores del medio rural cuyas voces fragmentadas escuchamos cuando se dan eventos extraordinarios que irrumpen cierto orden. Estas estrategias creativas para “pasearse por el taller del historiador” como lo expresa Juan Pedro Viqueira,54 han producido también formas narrativas originales para desprenderse de la necesidad del relato coherente y continuo, de ofrecer marcos temporales que han dejado de ajustarse al marco independencia-revolución, de integrar las historias y memorias que “desde abajo” replantean la Historia con mayúscula, y demuestran que “lo político”, como una modalidad de la práctica social, sólo se vuelve inteligible en “los límites fronterizos entre los campos del saber histórico”.55
La versión indígena sobre Manuel Lozada: hacia una historia de lo político
Una aportación, que si bien retoma parte de las preocupaciones económicas y sociales de sus antecesores, pero marca un nuevo rumbo en los estudios sobre Manuel Lozada, es la propuesta por José Romualdo Pantoja, que representa el primer esfuerzo por ofrecer una versión indígena de este fenómeno. Para hacerlo, diferencia a los colectivos participantes en el plano espacial -los valles fronterizos, los valles centrales y las sierras- y aborda sus dinámicas de conflicto y de colaboración desde la larga duración dadas en el curso de los intercambios comerciales y el proceso de diversificación de sus productos ligados al desarrollo agrícola y ganadero y al comercio terrestre y marítimo del occidente mexicano. Para comprenderlas, recurre en parte a la explicación económica -en la que ya reconoce limitaciones- para dar cuenta de los procesos de “fragmentación” del espacio indígena y los “diferentes ritmos de expansión capitalista”.56 Esta diferenciación parte de un importante cuestionamiento que se refiere a un tema común en la historiografía: el de la traición al interior del movimiento, que aún para Meyer es una de las causas del “ocaso de Lozada”, y que se explica como consecuencia de las divisiones internas entre los pueblos indígenas.57 Para Pantoja, esta interpretación presupone la “unidad” entre pueblos muy diversos en el plano histórico, étnico, cultural, etcétera, que ha persistido para justificar la derrota del movimiento.58 Mas si bien este autor hace uno de los primeros esfuerzos para dar cuenta de diferencias sobre las cuáles no se había prestado suficiente atención, cae en la tentación de indigenizar un movimiento que apenas la historiografía buscaba restituir en su diversidad, recurriendo a fuentes etnográficas no siempre sometidas a crítica y utilizadas de modo ilustrativo. Por otro lado, si bien es crítico de la versión sobre la derrota indígena y del énfasis en la figura de Lozada, se adscribe indirectamente a ésta al darle fin a la lucha nayarita con la campaña en contra de los lozadistas, que “culmina” en la década de los 1880, cuando sabemos que la región se mantuvo en lucha bajo otros liderazgos serranos hasta la Revolución.59 Pero al concebir este movimiento como parte de ciclos de rebelión recurrentes, Pantoja avanza sobre el reconocimiento de una temporalidad alterna a los procesos nacionales, que elabora con base en la ponencia de José Briones Montoya de 1972 en el campo de la antropología, que propuso a Manuel Lozada como una “figura mesiánica”.60 Estas cuestiones han alumbrado parte de los retos que el análisis del lozadismo plantea cuando es reubicado en la dinámica interétnica del Nayar, sugiriendo nuevas líneas de investigación y la necesidad de una colaboración más estrecha entre historia y antropología.
La pregunta sobre las consecuencias del lozadismo para los pueblos del Nayar ha sido desde entonces retomada por los antropólogos a partir de la recuperación de la tradición oral documentada por las primeras generaciones de etnógrafos, en especial de la década de los años treinta, como Robert Mowry Zingg y Roberto Téllez Girón, y más recientemente por Jesús Jáuregui y otros que dan cuenta de la versión nativa sobre Manuel Lozada, en concordancia con el interés de los antropólogos especialistas en la región durante los años noventa, que integra la dimensión cultural a la comprensión del Nayar como región de la cual esboza los principios estructurales de su “núcleo duro”.61
La participación de los pueblos nayaritas serranos en el lozadismo ha sido revalorada en relación con los procesos que restauran y fortalecen su autonomía y soberanía política y religiosa, que ha puesto en duda dos versiones imperantes en la historiografía: la versión derrotista del contingente indígena lozadista y su supuesta adhesión al movimiento para la defensa de sus principios agrarios. Para el antropólogo Philip Coyle, la perspectiva histórica de la ritualidad cora o náyeri de la comunidad de Santa Teresa no deja ver un nativismo o regreso a formas previas sino una reformulación simbólica que une en una sola tradición los elementos del catolicismo y del mitote antes clandestino practicado por los grupos parentales con las autoridades políticas legítimas dentro de la confederación lozadeña, que es el fundamento de los pueblos políticamente autónomos y soberanos coras.62 Estos pasos, que elucidan la problemática indígena y la relación con la tierra en sus propios términos, abren también camino a una mejor comprensión de la diversidad de posicionamientos y de estrategias políticas de los pueblos y sus representantes para mantenerse dentro de la arena política que las elites liberales les negaban, y evaluar sus consecuencias en el plano agrario. Por consiguiente, como lo sugerían los participantes de la reunión de 1950, la tierra es, y sigue siendo, un tema capital del país.
Aunque apenas empezamos a entender el tipo de participación entre los pueblos tepehuanes, tepecanos y tecualmes-mexicaneros, Jáuregui dio un paso crucial al retomar el estudio del lozadismo como una etapa más en la larga historia de “resistencia cora” en un ensayo cuyo título sintetiza el enfoque: “el reino de Lozada y la segunda conquista de El Nayarit…”. En éste, desarrolla una metodología original que combina la historia regresiva, la historia oral, la toponimia, el discurso mitológico, las fuentes históricas y la historiografía para proponer una serie de hipótesis sugerentes sobre el proceso en que los coras “recobraron el control político y militar de sus comunidades”, pues lo que los documentos no dicen, la tradición oral lo transmite.63
Esta perspectiva encaminada por Jáuregui motiva a dar un paso más para profundizar, no sólo en la participación indígena en dicho movimiento, sino en la versión indígena sobre Manuel Lozada. Una de las instituciones indígenas más estables, por medio de las cuales se ejerce el poder y se transmiten los modelos para el ejercicio del poder, son los rituales indígenas. En este marco, el acceso a las representaciones indígenas de “lo político” devela otro tipo de registro sobre el pasado, que es el de la mitología. Del registro mitológico documentado entre coras y huicholes, la memoria de Manuel Lozada emerge como “un collage o modelo para armar”, según la expresión de Elisa Ramírez. Ésta se transmite junto a otras figuras de la cosmogonía náyeri o cora, como el antepasado Sautari o Venus, cuyo aspecto más notable es un falo de tamaño desproporcionado, una figura “traviesa y desenfrenada que copula por doquier”, del arcángel Santiago de Matamoros, un santo jinete con sombrero y sable y del Cristo Nazareno, que los judíos persiguen para matarlo durante la Judea cora de Semana Santa, que se realiza año con año.6464 En el registro wixárika o huichol, esta figura se asocia al Hermano Mayor Datura (o kieri) que es brujo y chamán, y al Santo Cristo “entregado a los judíos por el General Ramón Corona y el Mayor San Nicario”, “en los cepos del Palacio Nacional”, según una versión documentada en 1938.65 De este collage o ensamblaje de trazos recuperados de mitos, acciones rituales y entrevistas documentadas por etnólogos de diferentes épocas, se destacan rasgos de una personalidad que poco tiene que ver con el líder social que defiende a los indígenas, sino que describen a un mujeriego, borracho, jinete, brujo, es decir, un transgresor que pone en evidencia otro modelo de conducta en la que se valora la osadía, la astucia y el deseo de conocimiento. En esta versión, Lozada no es “atrapado”, sino que “ya se había entregado solo”,66 y con este acto sacrificial, se vincula a una larga historia de autosacrificios que informan sobre el modo de conceptualizar la experiencia histórica en estos pueblos.
El ordenamiento de los rasgos en cada uno de estos contextos nos habla de la manera en que se resguarda la memoria indígena del otro, vecino blanco o mestizo, que no se refiere a un conflicto en específico sino a la experiencia del conflicto como si se tratara de una misma historia. Dentro de este mecanismo que la antropología llama la alteridad constitutiva, la incorporación del otro en lo propio refuerza la identidad étnica que es el núcleo de relaciones múltiples: de parentesco, de alianza y de guerra, entre otras.67 Más lo que quisiera destacar en este ordenamiento es que la imagen que resulta de este acoplamiento no implica ni la exclusión del otro ni su asimilación plena, sino que su fuerza mnemónica radica en la coexistencia de aspectos heterogéneos y paradójicos en una sola imagen, de modo que Lozada-Cristo-Venus puede ser al mismo tiempo aliado y enemigo. Estos “actos de producción de saber sobre el pasado”, en el presente, nos ofrecen destellos sobre los mecanismos con los que las sociedades del Nayar piensan, socializan, rememoran y transmiten las relaciones complejas y dolorosas con sus vecinos. Esta imagen paradójica es reveladora del “contexto de inestabilidad ontológica de conceptos por las diferencias culturales de los colectivos concernidos y la desigualdad entre ellos”, según el antropólogo Alexandre Surrallés lo ha señalado en su estudio sobre la Amazonía peruana.68
Reflexiones finales
Las muy diversas representaciones de Manuel Lozada que hemos abordado en la historia de su historiografía han mostrado que los vínculos entre la producción de conocimiento sobre el pasado y la política no pueden desvincularse. Los modos en que historia y política se articulan se han dado de diversas formas a lo largo del tiempo, es decir, son históricas. Ya sea por la distancia cercana o lejana que el quehacer historiográfico adopta en relación con los centros de poder, porque las explicaciones históricas buscan responder preguntas que las coyunturas políticas exigen, o porque la política y lo político son un objeto privilegiado de la historia que renueva y dinamiza el trabajo del historiador.
Por otro lado, estas imágenes inestables han puesto en evidencia modos de relación con el sector social al que es asociado (los conservadores, el campesinado, los pueblos indígenas), que han sido de tipo excluyente cuando se enfatiza la diferencia étnica, de asimilación cuando las diferencias son supeditadas a la estructura de clase, o de tipo paradójico cuando movilizan las contradicciones que la misma relación pone en evidencia. Mientras estos modos de relación sigan siendo objeto y producto de tensiones se mantiene lo que Enrique de Aguiñaga asentaba: “El único problema que enfrenta Manuel Lozada para poder ser considerado héroe es su presente”.69