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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.51 Ciudad de México ene./jun. 2016

https://doi.org/10.1016/j.ehmcm.2016.03.001 

Reseñas

Pablo Mijangos y González, The Lawyer of the Church. Bishop Clemente de Jesús Munguía and the Clerical Response to the Mexican Liberal Reforma, Lincoln y Londres, Nebraska University Press, 2015.

Brian Connaughtona 

aUniversidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Ciudad de México, México.

Mijangos y González, Pablo. The Lawyer of the Church. Bishop Clemente de Jesús Munguía and the Clerical Response to the Mexican Liberal Reforma. Lincoln: Londres: Nebraska University Press, 2015.


Hay libros que ofrecen planteamientos ricos para que los participantes en un campo de estudio reflexionen y hagan un inventario de haberes y deberes. Abordan una temática y lo hacen con una destreza y penetración analítica que hacen cimbrar conocimientos que parecían sólidos. Al hacerlo, minan cuando menos indirectamente otros aspectos del saber, en este caso histórico, que aparentaba si no lozanía, cuando menos una salud razonable. En el caso del libro de Pablo Mijangos, el autor se acerca en primer lugar a uno de los protagonistas principales, por parte del clero, de la confrontación mexicana entre Iglesia y Estado a mediados del siglo XIX. Para muchos historiadores, ese protagonismo de medio siglo, que tenía ribetes vitriólicos y reaccionarios, definía por completo una personalidad de confrontación, indiferente a las consecuencias que surgirían de sus acciones, y fundamentalmente insensible a los grandes retos nacionales de su tiempo.

Mijangos presenta por contraste a un Clemente de Jesús Munguía inmerso en quizá la mayor crisis de su tiempo: cómo mantener a México católico en medio de una magna reorganización política que provenía del siglo anterior y se profundizaba con la Independencia y el advenimiento del federalismo republicano. ¿El hombre confrontacional posterior a 1850 añoraba la época virreinal y la política monárquica? ¿Deseaba echar el reloj para atrás, impugnando las modalidades políticas republicanas? ¿Era un adepto y un promotor de la monarquía? La respuesta que da el autor es que no, al contrario, había emprendido un esfuerzo relevante para unir liberalismo republicano y catolicismo en un pensamiento original que buscaba amparar el lugar central de la fe y el clero en la vida nacional. Para hacer este planteamiento Pablo Mijangos hace tanto la biografía político-cultural de Munguía como un análisis cuidadoso de sus obras escritas. Es una labor complementaria. Este abordaje es original y refrescante, iluminando aspectos complejos de la vida y pensamiento del hombre estudiado, arrojando simultáneamente luz sobre el país en una época tumultuosa.

Desde un inicio Mijangos procura alejar al lector de una visión binaria de la historia, en que dos corrientes se oponen sin permeabilidad alguna. Al contrario, esta es una obra que sugiere mucho movimiento e intercambio de ideas en un escenario político e intelectual de gran fluidez. No estaban dadas aún soluciones más o menos duraderas para muchas cuestiones contenciosas. Hubo muchas voces, muchos textos en "un mundo atlántico de intercambios intelectuales" (p. XXIV). Munguía integró sus referencias bibliográficas entre lecturas católicas anti-ilustradas francesas, jurídicas internacionales y liberales que le hicieron ver la posibilidad de liberarse de monarquías y un regalismo con pretensiones de mandar sobre la Iglesia, y arribar a un republicanismo donde el papel fundamental de la Iglesia fuera amparado, respetándole su guía moral, sus "derechos naturales", y su calidad de una "sociedad perfecta". Un problema toral, sin embargo, era lograr esto sin atentar contra la soberanía del Estado-nación, o para decirlo en palabras del autor: "la suprema autoridad en la esfera pública" (p. XXVI). Habría argumentos diversos, pero en términos políticos un recurso del episcopado mexicano, eventualmente con el papel protagónico del obispo Munguía, era buscar el apoyo de la Santa Sede para convencer al Estado mexicano de que su calidad católica exigía una relación que guardara una jurisdicción privilegiada para la religión y la jerarquía eclesiástica. En este esfuerzo estribó el fracaso eventual del personaje central de esta obra.

El autor sugiere que la paradoja mayor de la vida de Munguía era haber nacido en medio del estallido liderado por Miguel Hidalgo y Costilla en 1810, haber entendido que la transformación revolucionaria conformaba su época, y simultáneamente desear "entender y domar" algunos de sus aspectos más notables (p. 1). Tras una vida temprana provincial, signada por sus modestos orígenes en una familia dedicada al pequeño comercio, a los veinte años la precoz curiosidad intelectual de Munguía y sus amplias lecturas le ganaron el generoso ofrecimiento de una beca en el Seminario de Morelia. A los veintiocho años, ya graduado y titulado como abogado, tuvo su primera gran oportunidad como orador público con el discurso que acompañaba las fiestas patrias en la capital michoacana ese año. Defensor de la independencia y sus próceres, antiespañol sin ambages, Munguía ya se evidenciaba partícipe en la ola de pesimismo que sacudía el país por el conflicto cívico que había sido no solo el medio sino inexplicablemente la secuela de aquel movimiento. Su receta política incluía libertad y orden, y las instituciones de progreso unidas al principio religioso. El joven abogado estuvo dedicado a su profesión entre 1838 y 1841, localmente y en la Ciudad de México, pero descontento y sin aparentes asideros en la vida que había escogido, abjuró de ella, regresó a Morelia, y con insólita rapidez fue ordenado sacerdote.

El autor presenta al lector un Munguía que, valiéndose de su experiencia como alumno y luego colaborador de un importante reformador de los estudios del Seminario de Morelia, Mariano Rivas, a partir de 1843 ocupó el puesto de Rector y asumió la tarea de continuar tan importante labor. En resumidas cuentas, era cuestión de poner la biblioteca al día, reformar el programa de estudios y mejorar los textos utilizados, depurar la selección de alumnos, someter los estudiantes a un régimen de ejercicio, rigurosos estudios, liturgia envolvente, moralidad impecable, lectura actualizada -si bien depurada de tendencias suspicaces en términos intelectuales o morales- para consumar una enseñanza que produjera la seguridad de que la fe, la moralidad y la razón podían y debían caminar de mancuerna. El sacerdote, o incluso el ciudadano laico del mañana -ya que el seminario fue abierto a todos durante largos años-, serían capaces de tomar lo mejor de su tiempo, descartando las filosofías erradas y defender a la Iglesia y la patria de las pasiones revolucionarias que minaban el orden y las posibilidades del Estado-nación católico. Pablo Mijangos sigue con cuidado los esfuerzos del Rector Munguía por integrar sistemáticamente las dos vertientes principales de la docencia bajo su dirección: la teología y la jurisprudencia. El rector con sus propios escritos contribuyó al esfuerzo para lograr, desde su óptica, textos actualizados, conocimientos amplios e integrados, así como una ortodoxia a prueba de todo peligro.

La ambición de Munguía, sin embargo, tenía un pie en la docencia y otro en el terreno político. Preocupado por la marea revolucionaria del siglo XIX que hacía sucumbir instituciones y cambiaba simultáneamente el vocabulario político y el discurso público de su época, alterando irremediablemente la realidad sociopolítica vivida, el rector y luego obispo Munguía emprendía dos magnas tareas: corregir las bases oratorias de su centro docente y enderezar la comprensión del derecho natural mediante la difusión de sus ideas. Deseaba abatir las pretensiones liberales, orientadas a transformar radicalmente la sociedad y marginar al clero como actor autónomo frente al poder temporal. Munguía vinculó lenguaje, razón y civilización en su programa de actividades, sin confinarse a libros académicos, sino proyectándose a la prensa a través del periodismo y eventualmente sus sermones y pastorales. Ante la expansión del peligro revolucionario, había que reunir el razonamiento bien hecho con la fe al servicio de Dios. Munguía aceptó el constitucionalismo liberal, pero exigía que no se apartara de la constitución social de la sociedad mexicana que servía. De ese modo, una constitución válida debía mantenerse fiel a esta sociedad de origen. México era exclusivamente católico, y así debía mantenerse, justamente para lograr esa ecuación perfecta entre la constitución jurídica y la social. A la vez, la Iglesia mexicana no debía ser privada de sus prerrogativas y bienes en tal sociedad, porque jurídicamente era a su vez una "sociedad perfecta", con leyes propias, jerarquía, poderes y metas, que merecía un respeto equivalente al otorgado como derecho natural y constitucional a los ciudadanos individuales.

Munguía rehuía el regreso al regalismo monárquico, y se acogía a un constitucionalismo definido en términos construidos bajo la guía filosófica de autores europeos católicos, una visión histórica próxima al anglo-irlandés Edmund Burke, y con algunos ribetes tomados de fuentes más rancias como José de Maistre y Louis Gabriel vizconde de Bonald. Con inspiración en François-René de Chateaubriand y Jaime Balmes aceptó el concepto de una civilización en marcha, en que la sociedad llegaría a mayor perfección bajo la tutela del catolicismo. Y a semejanza de Denis de Frayssinous priorizó el papel de una excelsa educación católica para emparentar progreso y catolicismo. Sus sacerdotes ideales eran ciudadanos, oradores y patriotas: constituyendo una activa vanguardia para lograr tan amplios propósitos.

La sociedad, sin embargo, era concebida como una familia, no un conjunto de individuos, y si bien su jerarquía tampoco debía ser arbitraria, la representación popular que constituyera su gobierno no podía legítimamente alejarse de la constitución social, su piedra de toque. Munguía buscaba un equilibrio de fuerzas en la sociedad, que permitiera cambios consensados cuando estuvieran justificados, pero nunca una organización constitucional que proyectara transformaciones a fondo, lo que rebasaría el marco de lo que consideraba legítimo. En esta visión de gobierno y sociedad como un sistema jurídico unido a Dios y la perfección social, Munguía reconocía obligaciones a los gobiernos, más que derechos. A una sociedad católica, como la mexicana, le tocaba un gobierno católico, y el bienestar de la república requería la intolerancia religiosa igual que un sistema educativo bajo la égida del clero, en pos de la entereza de la fe y la unidad nacional.

La década de 1850 presenció la traducción de los planteamientos teóricos de Munguía en un comportamiento cada vez más rígido y desafiante hacia los avances de la autoridad civil, pues esta pretendía influir en cuestiones eclesiásticas. Permanecía sin resolverse el reconocimiento formal por la Santa Sede del ejercicio del patronato por los gobiernos mexicanos, pero estos presumían ese derecho en sus actos. En la ceremonia cívico-religiosa para recibir la bula de su nombramiento como obispo en 1851, Munguía rehusó prestar el juramento habitual que reconocía el patronato y leyes que emanaran de él. Accedería eventualmente, pero solo después de un largo año de tensiones y presiones en que pugnó por definir el patronato como sujeto a un concordato con la Santa Sede. Poco después, confrontó al gobernador de Michoacán por decisiones en materia educativa. A su vez, resistió las pretensiones del gobernador y el congreso de ese estado para apoderarse del manejo del hospital público y los diezmos, ambos en manos del clero históricamente. Al decretarse la Ley Juárez en 1855 y la Ley Lerdo en 1856, impugnó los cambios en materia de justicia y propiedad de la tierra que afectaban a la jerarquía eclesiástica. Luego, en la Constitución de 1857 se asomó el peor de dos mundos para el obispo Munguía: un estado activo en cuestiones atinentes a la Iglesia y un cambio constitucional que -al dejar de declarar el carácter católico de la nación- abría la puerta a una paulatina separación de Iglesia y Estado.

El conflicto ya crecía de manera exponencial, con nuevas medidas estatales y respuestas cada vez más concertadas por Munguía, ahora apoyado por un número importante de prelados. Fuera del estado de Michoacán, entró el obispo Munguía en conflicto con el gobernador del estado de Guanajuato cuyo territorio quedaba bajo su autoridad diocesana. El prelado acabó desterrado de su diócesis y confinado a los alrededores de la Ciudad de México sin dar signos de claudicar en sus posturas. La Santa Sede fue reclutada en apoyo del episcopado mexicano, cuyas acciones estribaban crecientemente en las posturas de Munguía. En Roma, el prelado de Puebla, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, amigo íntimo de Munguía exilado de México por su oposición frontal a la Ley Juárez, informaba y orientaba al papa. Ya convergían las posturas de Roma y el episcopado mexicano. En la Constitución de 1857 veían el viraje histórico en que México dejaba injustificadamente su herencia católica. Mientras los portavoces estatales negaban tal apreciación, y la impugnaban a la vez que cuestionaban el derecho de los prelados a interpretar la constitución, Munguía respondía que los únicos que podían establecer la postura eclesiástica mexicana eran los obispos de la Iglesia, quienes ya pronunciaban sus aprobaciones o condenas de los argumentos vertidos en el foro público. La confrontación asumía un carácter total. En un corto tiempo, en medio de un conflicto que dio paso a la guerra civil entre 1858 y 1860, México transitó rápidamente de represalias mutuas entre las autoridades clerical y gubernamental, a la declaración unilateral de la separación de Iglesia y Estado mediante las Leyes de Reforma dictadas por el gobierno del presidente Benito Juárez.

El vínculo que el obispo Munguía había reclamado, entre México, su religión, su constitución social y política, quedaba roto. Quedan reveladas aquí lecturas encontradas del liberalismo, de la Iglesia como componente de la sociedad, de los justos derechos del Estado hacia ella, y a su vez del clero hacia las modalidades del gobierno temporal. Curiosamente, el divorcio ofrecía más posibilidades de convivencia que la mancuerna continuada por ambas partes y disfuncional. Pero faltaba una vuelta de tuerca más antes de que el episcopado mexicano estuviera dispuesto a aceptar la derrota final de la fórmula de un México oficialmente católico.

En su último capítulo Pablo Mijangos aborda no solo al Segundo Imperio y el papel jugado allí por el obispo Munguía, sino hace repaso de los diversos acercamientos de Munguía con gobiernos de orientación más conservadora. Halla que en ningún caso el nexo fue feliz, que hubo roces y pretensiones sobre la Iglesia y sus bienes, y que esto influía mucho en la terrible ironía de que Munguía finalmente prefirió recomendar al papa Pío IX aceptar la fórmula propuesta por Benito Juárez -de separación de Estado e Iglesia-, y desdeñar la ofrecida por Maximiliano de Austria de una Iglesia privilegiada, en un régimen de tolerancia, bajo un patronato concedido por concordato. Munguía prefirió al fin confiar en las bondades de la libertad, por encima del privilegio.

Este libro, como expresé al principio, cimbra algunos aspectos importantes de la historiografía político-eclesiástica mexicana del siglo XIX. Con una bibliografía amplia y actualizada, utilizada atinadamente por el autor, y con una documentación rica e igualmente bien seleccionada, permite ver que la Iglesia mexicana vivía una situación crítica a partir de la Independencia de México, en que el pasado no era un ancla segura para el bienestar, y el presente ofrecía numerosos escollos que sortear. Clemente de Jesús Munguía, pese a ser excepcional en muchos sentidos, representaba en sus empeños el reconocimiento de muchos eclesiásticos de que la monarquía era una opción difícil e incluso indeseable en el México independiente. Pero el liberalismo tenía cierta tendencia a plantear transformaciones a fondo de la sociedad dentro de un espíritu de debate y actualización constante dentro de la cultura amplia del mundo atlántico. ¿Cómo caminar con esta realidad, y a la vez domarla, frenarla, asegurar al clero, las prácticas habituales de la fe y las estructuras eclesiásticas en esa larga coyuntura en que todos afirmaban desear un México moderno, pero a su vez oficialmente católico? El gobierno de México, al dejar de ser monárquico, tras la caída de Agustín Iturbide en 1823, dio paso a un gobierno republicano preconizado sobre la soberanía popular. Esta, interpretada en los periódicos y congresos, era cambiante y debatida en su autoridad y cometido. Había dudas sobre el papel de las clases privilegiadas en una república liberal, y había cuestionamientos desde los congresos de los estados que multiplicaban las ponderaciones del congreso nacional en cuanto a derroteros.

De este modo, el estudio tan preciso y acotado a la vida y obra de Clemente de Jesús Munguía que ofrece Pablo Mijangos, resulta el abordaje biográfico que faltaba para señalar cómo esta crisis estructural calaba en la vida del clero, y obligaba a algunos de sus miembros a dedicar su vida a una solución. Queda claro que los orígenes profundos de la crisis antecedieron a la Reforma entre 1855 y 1861. Los problemas comenzaron mucho antes, la zozobra venía de lejos, y la vida de Munguía comenzó en medio de ella, avanzó para detenerla, y acabó reconciliándose con la solución a que se había opuesto radicalmente. Lo que importaba, al fin y al cabo, no era tanto derrotar a Juárez y los liberales, como salvar a la Iglesia dentro de un marco que respetara su entereza y autoridad propia para mandar sobre la vida religiosa de sus fieles.

Esta obra será lectura obligada a futuro en nuestra comprensión del siglo XIX mexicano.

Correo electrónico: tani01us@yahoo.com

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