SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue47Practical people and professionals in the Morelos sugar plantations of the García Icazbalceta brothers, 1877-1894Insane criminals in the Porfiriato: Scientists discourse against clinical reality, 1895-1910 author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Estudios de historia moderna y contemporánea de México

Print version ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  n.47 Ciudad de México Jan./Jun. 2014

 

Artículos

 

Ejército federal, jefes políticos, amparos, deserciones: 1872-1914

 

Federal army, political chiefs, amparos, defections: 1872-1914

 

Mario Ramírez Rancaño

 

Investigador titular del Instituto de Investigaciones Sociales, de la Universidad Nacional Autónoma de México, y profesor en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad. Es investigador nacional nivel III. Obtuvo su doctorado en Sociología en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París, Francia. Entre sus publicaciones recientes destacan La justicia durante el Porfiriato y la Revolución, 1898-1914. Los amparos entre el ejército federal (México, Suprema Corte de Justicia, 2010), y El asesinato de Álvaro Obregón: la conspiración y la madre Conchita (México, INEHRM/UNAM, IIS, 2014). Su correo electrónico es: marara2005@yahoo.com.mx.

 

Recibido/Received 10 de octubre, 2013
Aprobado/Approved 28 de febrero, 2014

 

Resumen

El fracaso del ejército federal durante la revolución de 1910 tuvo varias explicaciones. Ante todo, un tamaño insuficiente, asociado a una grave corrupción en sus filas, constantes bajas y deserciones. Para resolver el problema, las autoridades militares, y sobre todo los jefes políticos, se esmeraron en reclutar nuevos efectivos mediante la leva. Ante ello, los nuevos reclutas respondieron con el amparo, y ganándolo. En plena lucha armada, tanto Francisco I. Madero como Victoriano Huerta decretaron aumentos en el tamaño del ejército, pero de nada sirvió. La leva adquirió tintes dramáticos, y las deserciones, los amparos y las traiciones continuaron.

Palabras clave: Revolución mexicana, ejército federal, amparos, jefes políticos, deserciones, leva.

 

Abstract 

The failure of the Federal Army during the 1910 Revolution was explained in several ways. Above all, its size, which was insufficient, associated to the severe corruption in its ranks, constant desertions and casualties. To solve the problem, the military authorities, and especially the political chiefs outdid themselves to recruit new soldiers through the levy or conscription. And the new recruits responded with a special injunction, which they won. In the middle of war, Francisco L. Madero as well as Victoriano Huerta declared increases in the size of the army, but it was fruitless. The levy acquired dramatic undertones, and desertions, injunctions and betrayals continued.

Keywords: Mexican revolution, Federal Army, injunctions, desertions, political chiefs, conscription.

 

Extinguido el Imperio de Maximiliano en 1867, Benito Juárez recuperó el poder, lo cual no gustó a varios de sus adversarios políticos. Uno de ellos fue Porfirio Díaz, quien ansioso por ocupar la silla presidencial, en 1871, se levantó en armas contra Juárez enarbolando el Plan de la Noria. Sobra decir que fracasó. En 1872, Juárez pasó a mejor vida, y por disposiciones constitucionales, Sebastián Lerdo de Tejada ocupó su lugar. El suceso enardeció a Díaz quien reforzó sus aspiraciones presidenciales. En 1876, al amparo del Plan de Tuxtepec, vio coronar sus máximas aspiraciones. Instalado en el poder, Díaz hizo gala de una gran capacidad de negociación. Implantó la llamada política de conciliación que aglutinó a todas las corrientes políticas, desde los grupos que apoyaron a Maximiliano hasta los juaristas, lerdistas e inclusive la Iglesia católica, lo cual se facilitó debido a que la población estaba hastiada de tantas guerras intestinas y ansiaba un México tranquilo y en paz. Ya nadie quería un país en el cual cualquier aventurero enfermo de poder, tomara las armas arrastrando tras de sí a centenares de personas con vagas promesas de redención, dejando abandonados en los pueblos a mujeres, ancianos y niños. Tampoco nadie quería más el lastre que significaba el bandolerismo que, como mal endémico, azotaba al territorio nacional.

Al resolverse gradualmente el problema de la pacificación, Díaz puso atención a prioridades tales como el impulso al desarrollo económico y la apertura al mundo, en particular a Francia, Inglaterra, Alemania y los Estados Unidos. Como es sabido, al amparo de la paz porfiriana fue tendida una amplia red ferroviaria que articuló todos los confines de la república.

Precisamente, los ferrocarriles cruzaron a lo largo y ancho el territorio nacional, derribando viejas barreras geográficas, numerosos cacicazgos al igual que sus ínsulas, facilitando el desplazamiento de la población hasta lugares jamás pensados, y estimulando tanto a mexicanos como a extranjeros a invertir en la agricultura, la ganadería, la minería, la manufactura, la industria textil, entre otras actividades. En particular, la industria textil floreció en Puebla, Tlaxcala, Veracruz y el Distrito Federal. El petróleo encontrado en el golfo de México generó una riqueza sin paralelo. Asimismo se inventó el prodigio llamado electricidad iluminando los principales centros urbanos, palacios de gobierno, calles, moviendo tranvías urbanos y cientos de telares en las fábricas textiles, y los motores para desaguar minas. Apareció la prensa moderna cuyo tiraje alcanzó miles de ejemplares que difundieron nuevas ideas, estilos de vida, aspiraciones y los parabienes que brindaba la paz social. Por los propios requerimientos del desarrollo económico, el aparato gubernamental se hizo más completo. La burocracia aumentó tanto en número como en nuevas tareas y funciones. A su vez, la población, estática por muchos años, empezó a crecer y a concentrarse en los nacientes polos de desarrollo primario exportador. Por supuesto que para el logro de tales metas fue necesario el convencimiento, las palabras y la razón, y cuando éstas fallaron, se utilizó la mano dura. Pero mientras se cumplían tales propósitos, Díaz se despreocupó del ejército. En parte porque, con el paso de los años, la pacificación dejó de ser un problema, pero también debido a que Díaz no olvidaba que se trataba de una institución con vocación golpista, que le podría provocar grandes sustos.

No obstante la indiferencia mostrada hacia el ejército, Porfirio Díaz se vio en la necesidad de tenerlo a su lado. Utilizarlo para resguardar la soberanía nacional de un país de casi dos millones de kilómetros cuadrados, una población que pasó de 9 481 916 habitantes en 1877, a 15 160 377 en 1910, y nuevas riquezas. La pregunta central es: ¿un ejército de qué tamaño? El sentido común indica que debió ser un ejército moderno, con un número creciente de efectivos militares, acorde con la transformación del país. Pero qué fue lo que pasó. Se cumplió o no con tal suposición. Se tomó un rumbo equivocado o fue el correcto. Antes de entrar en materia es necesario dejar en claro diversas tesis extraídas de la literatura especializada:

Primero. Al momento en que Díaz se sentó en la silla presidencial, el monto del presupuesto anual destinado al ejército, ascendió a casi el 36 por ciento. En los años siguientes, la proporción declinó. En 1885 la cifra se situó en el 31.2, y para el inicio del siglo XX, en especial en vísperas del estallido de la revolución, oscilaba en torno al 20.6.1 Resulta obvio que si año con año el gobierno federal destinó menos presupuesto al ejército federal, la tropa debió ser no sólo más reducida, sino la paga francamente raquítica, una reducción drástica y peligrosa para un país que crecía y se desarrollaba.

Segundo. Se ha propalado que durante el Porfiriato, el ejército federal redujo su número de efectivos. Lawrence Taylor es de la opinión que, entre 1884 y 1910, el número de efectivos de las fuerzas armadas se redujo en un 30 por ciento.2 Para Alicia Hernández, la reducción neta de efectivos del ejército federal en el periodo 1884-1910 fue del orden del 25 por ciento.3 En términos absolutos, el ejército porfirista osciló entre los 14 000 y los 30 000 efectivos, suficientes para sofocar las rebeliones locales, mas no una revolución.4

Tercero. La discrepancia entre las cifras oficiales y las reales sobre el tamaño del ejército tiene su explicación: una grave putrefacción en sus filas. Nóminas fantasmas utilizadas por los generales, jefes y oficiales para engordar sus cuentas bancarias, deserciones reiteradas, jamás reportadas, y dificultades para el reclutamiento. Al revisar una buena cantidad de expedientes de soldados de varias zonas militares, Robert Martin Alexius se topó con algo sospechoso: que a pesar de estar registrados en las nóminas, cientos de soldados jamás recibían cartas de sus familiares, lo cual lo llevó a sospechar que los nombres estaban inventados, que eran "fantasmas". Lo grave era que tales soldados fantasmas eran tantos que las cifras reales del ejército federal, oscilaban entre los 14 000 y los 18 000 efectivos. Lo mismo sucedía con los caballos y los respectivos gastos para el forraje. Los primeros no existían y la partida de lo segundo se agotaba regularmente. En síntesis: los salarios de los soldados fantasmas, los costos de los caballos y el forraje respectivo engrosaban las cuentas bancarias de los jefes militares.5 Era el botín o pago para quedarse quietos, el antídoto para calmar sus ansias golpistas.

Cuarto. A lo largo del Porfiriato, el ejército federal fue portador de una leyenda negra. Fue considerado una institución odiada, detestable y corrupta. La resultante fue que jamás atrajo voluntarios a sus filas. Y las personas que por una u otra razón ahí estaban, en la primera oportunidad desertaban. Para sustituirlos, las autoridades militares y los jefes políticos utilizaban el recurso de la leva, un mecanismo siniestro que a nadie gustaba. Pero contra lo que se supone, los reclutas no estaban perdidos. Tenían a su alcance un arma legal para defenderse: el amparo, y en no pocas ocasiones lo ganaban. Asesorados por personas que conocían el artículo 5°. de la Constitución política de 1857 y otros más, se ampararon ante los jueces de distrito, o bien en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Así, con el paso del tiempo, al difundirse las bondades de la citada Constitución, proliferaron los amparos. Su número aumentó en momentos críticos, o de emergencia nacional, ya que nadie quería perder la vida. Ante semejante reticencia de los civiles para engrosar las filas del ejército, las autoridades buscaron la forma de reducirlos al máximo, o francamente burlarlos.6

Quinto. Como maldición, hubo constantes bajas, deserciones y retiros en la institución armada, lo cual empujaba a los altos mandos militares a reemplazarlos o sustituirlos. La Secretaría de Guerra y Marina fue la instancia encargada de fijar las cuotas anuales que debían aportar los gobernadores, los jefes militares, tribunales militares, apoyados por los jefes políticos, jueces y otros. A la postre, todos ellos se convirtieron en las bestias negras, revestidas de odio y desprecio, pero sobre los jefes políticos. Los analistas ejercen una suerte de deporte atacándolos y vilipendiándolos. Han forjado una leyenda negra, la cual puede ser cierta o falsa.

 

La fórmula para integrar un ejército

Una de las máximas de los científicos de la guerra reza que el tamaño de cualquier ejército en el mundo depende del monto de la población. Así de simple. El tamaño no se decide en forma caprichosa ni arbitraria. Benito Juárez lo sabía y en 1869 expidió el decreto número 6 600 que contemplaba que, para formar el ejército mexicano, se debía seguir la regla de un soldado por cada mil habitantes. En su decreto, Juárez agregaba que los estados, el Distrito Federal y el territorio de la Baja California estaban obligados a aportar anualmente un contingente de hombres acorde con el tamaño de su población. Los gobernadores de los estados, el del Distrito Federal y el jefe político de la Baja California serían los encargados de reclutar a los candidatos a engrosar las filas del ejército mediante un sorteo. Pero Juárez señaló que tales autoridades quedaban en libertad para reglamentar el citado sorteo. Los reclutas estarían en servicio durante cinco años. Mas luego vino un agregado en la citada ley: la legislatura de cada estado podría sustituir el sorteo por el llamado "enganche" de soldados voluntarios. Quienes no tuvieran interés en servir en la milicia tenían la opción de proponer un sustituto.7 Una persona acomodada podía comprar o alquilar un sustituto para que tomara su lugar, a cambio de una gratificación. Por diversas sazones, el sorteo resultó un fracaso rotundo. No existían estadísticas confiables sobre la población para realizar el sorteo, y tampoco hubo mucho interés en la población para enrolarse en forma voluntaria. Así, la leva fue el método más utilizado. Los gobernadores y sus aliados utilizaron esta alternativa para cubrir sus cuotas exigidas anualmente por la Federación. También fue una práctica utilizada por las autoridades para deshacerse de personas desafectas o indeseables.

En 1885, un Juvencio, escandalizado, dijo en una columna de El Monitor del Pueblo, que México estaba convertido en una república militarizada. Todo por tener un soldado por cada 333 personas.8 Este juicio derivó de los militares incrustados en las gubernaturas, el Congreso de la Unión y las jefaturas políticas, entre otros cargos. Al poco tiempo, Francisco Bulnes hizo pública una versión opuesta: que durante su gestión, Porfirio Díaz desatendió al ejército federal, lo desmanteló, lo enfrío, lo convirtió en un tigre de papel. Para remediar el problema, en noviembre de 1911, inmerso el país en una grave crisis, Bulnes sugirió un ejército fincado en un soldado por cada 300 habitantes.9 Para él, se trataba de la cantidad adecuada. El técnico militar francés de nombre Noix dijo que la fórmula correcta para integrar un ejército profesional era la de un soldado por cada 100 habitantes en tiempos de paz, y el triple en tiempos de guerra.10 Alain Rouquié reiteró la misma fórmula. Dijo que desde 1962, en tiempos de paz, el gobierno de Francia integraba su ejército permanente siguiendo una regla simple: el uno por ciento de la población total.11 Debido a circunstancias especiales, en algunos países se sigue la regla de un soldado por cada 300 habitantes, entre otros criterios. Se trata de fórmulas probadas en diversas latitudes. Al cotejar la propuesta de Juárez con las de Noix y Alain Rouquié, en realidad se trata de una cifra exageradamente baja, arrojaba un mini ejército. No se sabe cuál fue la opinión de Porfirio Díaz al respecto, pero naturalmente que conocía el punto de vista de Juárez y de uno que otro especialista en el terreno militar.

 

Entre la teoría y la realidad

Para aclarar toda suerte de dudas sobre el ejército federal, es necesario utilizar datos duros y convincentes. Sólo así se podrá aclarar:

a) Si el ejército porfirista fue realmente una institución odiada y detestable, la cual jamás atrajo voluntarios a sus filas.

b) Si el ejército tuvo el tamaño adecuado para sofocar cualquier tipo de movimientos sociales, incluida una revolución, o bien, fue tan pequeño, que estuvo condenado al fracaso.

c) Debido al natural envejecimiento de los altos mandos del ejército y a las constantes deserciones, resultaba necesario reemplazarlos. Como supuestamente todo el mundo odiaba al ejército, es probable que en determinados momentos las vacantes hayan alcanzado límites alarmantes. Para sustituirlos, las autoridades militares y los jefes políticos utilizaban el recurso de la leva, pero los reclutas tuvieron a su alcance un arma legal para defenderse: el amparo. En este caso, será necesario indagar si ello fue cierto o no pasó de simple fantasía.

d) Finalmente, será necesario aclarar si Porfirio Díaz hizo uso de alguna de las fórmulas sugeridas por los técnicos de la guerra para formar el ejército, si tuvo una propia o bien se fue por la libre.

En la literatura militar referente al Porfiriato y a la Revolución mexicana, abundan los datos sobre el tamaño del ejército, pero los oficiales están consignados en las Memorias de la Secretaría de Guerra y Marina. De acuerdo con la citada fuente, en 1881 hubo 28 000 efectivos militares; durante el periodo 1883-1886 el número se elevó a 34 202; al inicio del siglo XX, concretamente entre 1901 y 1902, hubo casi 30 000; entre 1903 y 1906 hubo 28 361; entre 1906 y 1908, años de gran agitación obrera, el ejército contó con 29 533 elementos; y en 1910, con 29 000.

Primera conclusión. Dejaremos de lado la fórmula de Juárez ya que arroja resultados desconcertantes, un ejército de tamaño bastante reducido. Por consiguiente, realizaremos el análisis teniendo como eje las fórmulas de Noix y Alain Rouquié, a nuestro juicio, más razonables. Bajo este entendido, se tiene que entre los años 1876 y 1913, jamás se tuvo un ejército acorde con la fórmula correcta sugerida por los técnicos franceses. Noix dijo: un soldado por cada cien habitantes, y Alain Rouquié, el uno por ciento de la población total. Para fines prácticos, el resultado en términos absolutos es el mismo. Partiendo del criterio de Noix, sucede que en 1876 se tuvo un soldado por 281 habitantes. O sea casi el triple. Para el periodo 1877 a 1886, la cifra superó los 300 habitantes. Entre 1896 y 1902, hubo un soldado por más de 400 habitantes. Entre 1903 y 1910, la situación se relajó en forma extrema. Se tuvo un soldado por más de 500 habitantes. Nada que ver con la fórmula de los expertos en el arte de la guerra. Vigilar tantas personas resultaba imposible. En vísperas de la revolución de 1910, el ejército estaba convertido en un tigre de papel, que sólo servía para presumirlo en los desfiles militares, aplacar revueltas menores, extinguir cacicazgos locales y regionales, y neutralizar el descontento de núcleos indígenas. Para mayor desgracia, su labor en este último terreno ha sido considerada como genocida y le han lanzado infinidad de testimonios condenatorios.


Segunda conclusión: Alain Rouquié señaló que el tamaño adecuado del ejército era el formado con el uno por ciento de la población. Vistas las cifras con detenimiento, se tiene que en ningún caso se llegó al uno por ciento. En 1876, se tuvo el 0.35 por ciento. En los años siguientes, la situación se tornó crítica. En 1881 fue del orden del 0.29 por ciento; en 1896, del 0.23 por ciento; en 1903-1906, del 0.19 por ciento, y en 1910, el mismo 0.19 por ciento. Fue hasta 1914, con Victoriano Huerta, que se superó el uno por ciento.

Tercera conclusión: Al considerar las fórmulas propuestas por Noix y Alain Rouquié, indicativas de un soldado por cada cien habitantes, el contraste es sorprendente. Hacia 1876 el ejército federal debió tener 89 543 efectivos y en 1910, unos 151 603.

 

Los requerimientos de efectivos militares

Un país en franco crecimiento y transformación debió tener un ejército con mayores efectivos militares, lo cual no fue así. Aunado al desinterés gubernamental, hubo otros factores que conspiraron contra la institución armada. Se decía en tales años que servir en el ejército era literalmente un castigo para los bandoleros, asaltantes, disidentes políticos, vagos y malvivientes, entre otros. Los salarios bajos, las nóminas fantasmas y los malos tratos completaban el cuadro para desalentar a todo el mundo. François-Xavier Guerra señala que el servicio militar era obligatorio, pero había excepciones. Los miembros de la clase media y alta estaban dispensados, y al final de cuentas, los candidatos para nutrir al ejército eran reclutados entre los sectores bajos sin ajustarse al sorteo contemplado en la ley juarista. Para resolver el problema, las autoridades utilizaban el mecanismo de la leva, a la que se agregaban las multas y la prisión preventiva, sin juicio previo.12 A pesar de ello, las cifras del ejército federal siempre estuvieron lejos de ser gigantescas. Casi siempre hubo bajas y deserciones. Si bien la edad obligaba a algunos militares a retirarse, otros muchos desertaban por la sencilla razón de que los salarios eran bajos, o bien fueron enrolados por la fuerza, contra su voluntad. Fueron tantas las bajas, que resultaba necesario suplirlos en forma urgente e inmediata. Veamos: sobre la base de un ejército de 30 000 efectivos en 1886, 1901-1902 y 1909, fueron requeridos más de 10 000. Quiere decir, alrededor de la tercera parte, lo cual resultaba inaudito. Para los periodos 1897-1898, 1898-1899 y el segundo semestre de 1899, fueron requeridos entre 4 100 y 7 500, que en términos relativos oscilan entre la quinta y la sexta parte del ejército. Robert Martin Alexius coincide con tales cifras al expresar que para tiempos de paz, como fue casi todo el Porfiriato, el ejército federal tuvo 4 974 vacantes anualmente.13 Sea una cosa o la otra, el resultado fue un ejército federal bastante inestable que requirió nutrirse constantemente de nuevos elementos. De eso no hay duda.

Debido a los citados retiros y reiteradas deserciones, la Secretaría de Guerra y Marina fijaba anualmente el número de soldados para suplirlos. Por supuesto que el número variaba año con año. Según las fuentes oficiales, en 1877 los gobernadores enviaron un contingente que ascendía a 188 personas. Una cantidad bastante baja, la cual debe tomarse con pinzas ya que se ignora el monto de lo solicitado. En 1886, la citada secretaría fijó un requerimiento de 11 000 hombres. Casi la tercera parte de los efectivos del ejército. En este caso, los 26 estados y territorios enviaron únicamente 423 personas. En términos relativos significaba el 3.8 por ciento. Entre paréntesis: la ley indicaba que si un estado no cubría su cuota, se añadía el faltante a los requerimientos del año siguiente. En otras palabras: las cifras se le iban acumulando. En el periodo 1897-1898, se fijó un monto de 4 100 soldados, y se reclutaron 4 502. O sea, que hubo 402 elementos excedentes. Algo realmente inaudito. Entre 1898 y 1899, fueron requeridos 5 866 efectivos y los gobernadores enviaron 6 644. Era un excedente que superaba los 778 reclutas, lo cual probaba la eficacia de los gobernadores y los jefes políticos por complacer a Díaz.

Pero en los años siguientes, la política de los gobernadores, jefes políticos y diversas autoridades militares para reclutar soldados en cantidades superiores a las exigidas por la Secretaría de Guerra y Marina se vino abajo. En el segundo semestre de 1899, la citada secretaría hizo público que necesitaba 7 587 candidatos para la milicia y recibió 2 889, equivalentes al 38 por ciento. En esta ocasión, únicamente cinco de los 26 estados y territorios cumplieron con su cuota. Durante el periodo 1901-1902, se fijó un requerimiento de 10 006 hombres y se recibió 5 852, con la novedad de que fueron aportados por 23 de los 30 estados y territorios. En este caso se trataba del 58.5 por ciento. En 1909, los gobernadores debieron mandar 14 393 hombres y apenas se recibió 5 274, o sea el 36.6 por ciento. El monto de los efectivos requeridos por la Secretaría de Guerra y Marina resultaba alarmante ya que se trataba de alrededor de la mitad del tamaño del ejército. Al intensificarse la actividad revolucionaria en 1910 y 1911, el gobierno federal reforzó su presión para cubrir las vacantes. De ahí que en diciembre de 1911 enviara un telegrama a los gobernadores que a la letra decía: "Se les conmina urgentemente a integrar sus contingentes para el ejército y enviarlos inmediatamente".14 En realidad, siempre hubo graves problemas para cubrir las vacantes. Para los niveles medios y altos de la milicia, no hubo tantos problemas. Nos referimos a los coroneles y generales en sus distintas variantes. De hecho, casi lo mismo sucedió con los jefes y oficiales. Fueron extraídos de entre los participantes en las guerras de Intervención. En forma adicional, al reabrirse el Colegio Militar, se formaron los generales, jefes y oficiales faltantes. No obstante ello, en plan de sorna, Francisco Bulnes dijo que el Colegio Militar preparaba alumnos carentes de espíritu militar. En forma textual expresó: "El plantel contaba con bastantes alumnos, cuyos padres decían: he puesto a mi hijo en el Colegio Militar, porque le dan bien de comer, lo visten decentemente, lo disciplinan, le evitan las malas compañías y le proporcionan la carrera de ingeniero; pero no será militar, porque prefiero verlo de cargador o de billetero".15 Lo mismo sucedió con los alumnos de la Escuela de Aspirantes. El plantel se llenó de alumnos que no lograron los resultados apetecidos. Para evitar servir el tiempo obligatorio en el ejército, los oficiales cometían faltas o delitos con objeto de ser separados de la institución armada. El problema siempre fue agudo con la tropa. Nadie quería formar parte de ella. Como se ha advertido, el ejército era una institución odiada. Servir en la milicia era literalmente un castigo.


 

La frustrada reforma reyista

Por supuesto que entre el personal político porfirista hubo mentes lúcidas que comprendieron el peligro que corría el sistema político mexicano con semejante ejército, y sugirieron un drástico correctivo. En 1898, con Felipe Berriozábal al frente de la Secretaría de Guerra y Marina, se implantó el servicio militar obligatorio,16 sin conocerse sus resultados, pero Bernardo Reyes fue mucho más allá. En el mismo año, advirtió que las 26 000 personas repartidas por toda la república eran insuficientes para vigilar y proteger un México que por entonces tenía 13 607 000 habitantes.17 En un libro dirigido por Justo Sierra, destinado a celebrar la grandeza del México porfirista, Reyes publicó un texto bastante lúcido en el cual propuso un ejército basado en 34 000 elementos. Pero luego hizo un agregado francamente renovador. Habló de la necesidad de crear una Primera Reserva integrada por los 3 200 hombres de los cuerpos rurales de caballería, dependientes de la Secretaría de Gobernación; los gendarmes fiscales y los resguardos de las fronteras, incluidos 1 000 jinetes escogidos, a cargo de la Secretaría de Hacienda; la policía montada y de a pie de cada uno de los estados, y la Guardia Nacional en servicio activo, hasta sumar 26 000 hombres; y una Segunda Reserva organizada en cada estado de la república, a imagen y semejanza de la Vieja Guardia Nacional, cuyo número de efectivos debían alcanzar los 100 000. Al considerar los tres ejes, Reyes contemplaba un ejército federal de 160 000 soldados.18 Al momento que hizo la propuesta, nadie le puso atención, pero un par de años más tarde la cosa cambió. Una vez que se hizo cargo de la Secretaría de Guerra y Marina (1900-1902), Bernardo Reyes puso en marcha sus planes para crear la Segunda Reserva, lo cual fue aprobado por el Congreso de la Unión el último día de octubre de 1900. La apoteosis de la Segunda Reserva tuvo lugar el 16 de septiembre de 1902. Unos 6 000 reservistas desfilaron ante Porfirio Díaz durante la celebración de la Independencia. Se estima que a finales de 1902 había 210 unidades de reservistas en toda la república, cuya cifra alcanzaba las 30 433 personas. Se dice que un corresponsal extranjero informó que, bajo la conducción de Bernardo Reyes, el ejército mexicano se había convertido en una máquina prodigiosa y perfecta:

El ejército mexicano [...] se convirtió en una máquina prodigiosa, perfecta en cada detalle. Los libros azules de los gobiernos europeos [....] dan testimonio de lo que pensaban los expertos extranjeros sobre el Ejército Mexicano mandado por Bernardo Reyes. La tropa, oficiales y soldados, aunque reclutados en gran parte entre los convictos y los más o menos salvajes indios, le adoraban. Sus hazañas [de Reyes] en el campo de batalla durante su juventud habían sido contadas una y otra vez hasta significar para México lo que Phil Sheridan es para nuestro país.19

Como a los "científicos" los espantó la militarización del país y la popularidad de Reyes, propalaron que lo más probable era que utilizara al ejército para abrirse paso e instalarse en la silla presidencial. De paso, conspiraron en su contra y fue retirado del gabinete. Al poco tiempo, mediante un decreto, Díaz borró de un plumazo la famosa Segunda Reserva.20

 

Los amparos

Afirmar que durante el Porfiriato los candidatos a engrosar las filas del ejército federal en calidad de soldados rasos se podían negar, e incluso amparar y ganar, parecería una broma. Sin embargo, ello fue rigurosamente cierto. En la Constitución política de 1857, el artículo 5° predicaba que nadie podía ser obligado a trabajar sin su consentimiento y sin una justa retribución. Para reforzar la argumentación, y no quedaran dudas, se agregó el artículo 16°, que en esencia dictaba que nadie podía ser molestado en su persona, familia, domicilio, sino en virtud de un mandato girado por una autoridad competente. Ya los más sofisticados agregaban a la solicitud de amparo el artículo 19° que advertía que nadie podía ser detenido por el término que excediera los tres días, sin motivo justificado. Incluso, este artículo contenía una suerte de advertencia: todo maltrato y toda molestia registrados durante la aprehensión o en las prisiones serían castigados en forma severa.21 Pero en realidad, el artículo 5° fue más que suficiente para obtener el amparo y evadir el servicio de las armas.

En los archivos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación existe información a raudales en materia de amparos. Un primer vistazo a ella refleja que, no obstante la vigencia de la Constitución política de 1857, durante las guerras de Reforma e Intervención francesa casi no hubo amparos. Las cosas cambiaron a partir de 1872, año que marca el fin del juarismo y el inicio del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. Al tomar como referencia el periodo 1872 hasta 1914, se detectaron más de 12 500 expedientes de amparos. Por supuesto que el periodo de tiempo es muy largo, cubre más de cuatro décadas. Al dividir la serie en dos partes, se tiene lo siguiente: durante los años 1872 y 1900, el total de amparos se situó en los 4 657 y en el periodo 1901-1914 se registraron alrededor de 7 900. El primer periodo cubre casi tres décadas, y el segundo, catorce años, la mitad exactamente. Este último cubre la primera década del siglo XX, y gran parte de la revolución mexicana. Si bien en 1872 fueron únicamente cinco amparos, al año siguiente su número se incrementó en forma sustancial. Hubo medio centenar. Incluso en un año en particular, el de 1875 la cifra alcanzó los 681 amparos. Bajo otra perspectiva, para el periodo que corre de 1874 hasta 1882, en promedio se superaron los 271 amparos anuales. Como se infiere, se trata de parte del periodo de Sebastián Lerdo de Tejada, del primer periodo de gobierno de Porfirio Díaz y la mitad del cuatrienio de Manuel González. A partir de 1883 y hasta 1896, el número de amparos se redujo notablemente. En su mayor parte, ni siquiera se llegó al medio centenar. El promedio anual ascendió a 37 amparos. Tal pareciera que no hubo demasiada presión gubernamental para reclutar candidatos para la tropa. Casi al final del siglo XIX, al unísono de la transformación del país, resurgió el número de amparos. Durante el cuatrienio que transcurrió de 1897 hasta 1900 se registraron alrededor de 409 anualmente. A lo largo del primer decenio del siglo XX, se registraron en promedio 549 amparos anuales, y para el periodo 1911-1914, 601.


 

Los jefes políticos

Francisco Bulnes opina que los jefes políticos consignaban al servicio de las armas a toda clase de delincuentes para cubrir las bajas anuales del ejército convertido en madriguera de malhechores. Cuando las circunstancias exigían mayores contingentes, los gobernadores entraban en acción, y apoyados por la fuerza armada y el suficiente personal atrapaban una gran cantidad de candidatos sin importarles su condición, protestas y disgustos.22 En otra parte de su obra, Bulnes dijo que los jefes políticos eran vistos francamente como enemigos del pueblo, como seres que "vivían y gozaban de sus empleos y rapiñas, por soberana merced de imperial voluntad".23 Según José C. Valadés, la tropa estaba compuesta lo mismo por aventureros que por haraganes, forzados en su mayoría, voluntarios los menos, predispuestos a la deserción. Ya fuera en Xochimilco, en las puertas de la capital, a bordo del convoy de pasajeros de México a Veracruz, la mayoría de la guarnición huía arrojando las armas. Y cuando no lo lograban, se negaban a combatir. Incluso, se fugaban de los cuarteles al grito de "¡Muera el hambre!". Al huir se llevaban armamento, vestuario y municiones. Todo como resultante de la leva o reclutamiento forzoso.24 Para José López Portillo y Rojas, los gobernadores, jefes políticos o autoridades políticas inferiores aprehendían a los vagos, rateros y borrachines, y los consignaban al servicio de las armas.25

No obstante que los jefes políticos han resultado satanizados en grado superlativo en la literatura sobre la Revolución mexicana, su papel no siempre fue nefasto. Según François-Xavier Guerra, los jefes políticos fueron hombres extremadamente importantes en el sistema político y administrativo del México del siglo XIX. Se trataba de un funcionario ubicado en el nivel intermedio entre el gobernador y los presidentes municipales. Bajo el Porfiriato fueron nombrados por los gobernadores, y en otros casos, el resultado de elecciones. Ya sea que fueran llamados jefes políticos o prefectos, su papel fue semejante en todos los estados. Nombrados y destituidos según el capricho del gobernador, a su vez designaban a la mayoría de los presidentes de los consejos municipales de las villas y de los pueblos de su circunscripción. Colocado en la base del sistema, el jefe político apareció en las crónicas de la época —sobre todo en las revolucionarias y en la literatura pro revolucionaria— como el elemento más opresivo del régimen. Fue convertido en un tirano local al servicio del gobierno. Pero también hubo un matiz positivo. Si el régimen de Porfirio Díaz se consolidó, fue gracias a que los jefes políticos utilizaron su capacidad de negociación para resolver conflictos locales, en lugar de utilizar la fuerza. Incluso, en vísperas de la revolución, su nivel cultural y social se había elevado. Eran las personas más preparadas y conscientes de la realidad política y social del país, pero la leyenda negra era una realidad.26

Un balance de lo sucedido hasta las vísperas del movimiento armado refleja que la leyenda negra que satanizaba a los jefes políticos no fue del todo cierta. Entre 1872 y 1898, casi nadie los inculpó. En términos relativos, sólo el 3.7 por ciento de los reclutas los culparon de su enrolamiento en el ejército. Probablemente el sorteo funcionó, o fueron otras autoridades las responsables. Su estigma y leyenda negra cobró fuerza a partir de la primera década del siglo XX. Veamos: entre 1902 y 1911, en el 56.1 por ciento de los casos, los jefes políticos fueron señalados como los culpables de su reclutamiento. Por este tipo de resultados, a la larga, el binomio jefes políticos y soldados rasos se hizo célebre en la literatura sobre la Revolución mexicana. Se convirtieron en las dos caras de la misma moneda. Sobre los primeros se generó odio y desprecio absolutos, y sobre los segundos, una suerte de compasión. Pero como se ha visto, los reclutas no estuvieron del todo desprotegidos. Cuantas veces quisieron, utilizaron el amparo como arma legal, y lo que es más, tuvieron la posibilidad de ganarlo en plena dictadura.

Obviamente que no todos los individuos ganaban el amparo. Lo ganaban cuando tenían razón. Cuando no la tenían, no les quedaba más que servir en el ejército, y asunto concluido. Como de cualquier forma nunca faltaron los inconformes, los supuestos agraviados podían exigir la revisión de su caso en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. El arma legal esgrimida siguió siendo el artículo 5° de la Constitución política de 1857.


Claro que solicitar la revisión implicaba alargar el compás de espera, tiempo durante el cual el recluta se podía desesperar, acostumbrar e incluso desistir. Por norma general, entre el inicio del trámite del amparo y la sentencia transcurrían entre dos y seis meses, incluso un año. Asimismo, no fue raro que las autoridades militares utilizaran diversas artimañas para retener al recluta más de la cuenta. Evidencias de lo anterior sobran. El amparo de Higinio González duró tres meses. Tanto el juez de Veracruz como la Suprema Corte de Justicia lo ampararon con base en que en su consignación no hubo sorteo.27 El amparo tramitado por Ruperto Reyes contra el jefe político de Metztitlán duró cuatro meses, y al final de cuentas le fue negado.28 Los de José Ambrosio Castillo y José Bueno duraron cinco meses. En el caso del primero, la Suprema Corte de Justicia ratificó su consignación a las armas. La razón: fue legal, ya que hubo sorteo de por medio. En cuanto a José Bueno, el juez de Distrito lo amparó.29 El de Luis González Rodríguez tardó casi un año por las marrullerías de las autoridades militares. Inició su juicio de amparo en febrero de 1902, en septiembre la Suprema Corte de Justicia lo amparó, pero se le hizo perdidiza la copia de su libertad.30 En enero de 1903 seguía batallando para lograr su libertad. Pero también es cierto que un buen número de reclutas se habituaron a la vida cuartelaría y al salario, y por tales razones, a la mitad del camino, desistieron del recurso del amparo.

 

Malestar por tantos amparos

Ante el alud de amparos que en determinados momentos resultó alarmante, las autoridades militares buscaron la forma de reducirlos al mínimo. Por ejemplo, en 1879, el secretario de Guerra y Marina, Manuel González, le expuso al general Francisco Tolentino un plan consistente en atrapar al candidato a la milicia en un lugar e inmediatamente trasladarlo a otro, de tal forma que a sus familiares les resultara complicado ubicarlo. En forma clara y directa, le sugirió burlarse de los mandatos del Poder Judicial. En forma textual le expresó que: "en vista de los frecuentes amparos que los jueces de Distrito de Guanajuato conceden a los individuos que consigna el gobierno al servicio de las armas, le propongo que los hombres sean remitidos a este punto inmediatamente, bajo custodia, para de esta forma eludir el amparo". Mas cuando éste llegara al citado punto, en realidad, "Las personas interesadas estarían en Lagos, fuera de la jurisdicción de esos funcionarios".31 La idea fue acogida con entusiasmo y pasados quince años seguía vigente. El general Emilio Lojero escribió una nota casi imperturbable al presidente de la República, para el caso de Inés Villegas y su hijo Manuel, acusados de bandidaje en 1904: "Tengo el honor de informar a usted que el juez de Distrito comunicó la suspensión de queja contra de Villegas, pero los puse a las órdenes del jefe de la Cuarta Zona esta mañana, junto con otros, diciéndole al juez que no se encontraban aquí".32 Para José López Portillo y Rojas, las familias de aquellos infelices se afanaban por libertarlos del cuartel y acudían a los tribunales federales en demanda de amparo, pero los jueces de Distrito, puestos por Díaz en los estados, siempre a gusto de los gobernadores, se daban maña para entorpecer el acto reclamado y dar tiempo a que los jefes hicieran perdidizos a los reclutas. Ya se levantaban actas falsas en que aparecía que el forzado se había enganchado por su voluntad, o bien era enviado lejos, y cuando llegaba la orden de libertad, no podía ser ejecutada, porque el hombre capturado por la leva no era hallado en ninguna parte.33

No obstante las artimañas utilizadas por las autoridades militares, el problema no fue del todo resuelto. El frenesí de los amparos continuó. En 1899, el secretario de Guerra y Marina, Felipe B. Berriozábal, se quejaba amargamente de que el amparo se había convertido en una práctica tan común que anulaba la posibilidad de tener un buen ejército:

El mayor de los inconvenientes para el arreglo del ejército es nuestro sistema actual de reclutamiento, pues por desgracia ni todos los contingentes que proporcionan los estados de la Federación proceden de sorteo, como la Ley lo previene, ni los hombres de que se componen llenan en su mayoría las condiciones que deben tener los soldados del ejército. De allí que muchos reemplazos piden amparo contra su consignación a las armas, el cual les es concedido.34

En 1904, las cosas seguían siendo por el estilo. El secretario de Guerra y Marina, Manuel González Cosío, reiteraba que, de acuerdo con la ley expedida el 28 de mayo de 1869, los gobernadores y demás autoridades estaban obligados a ajustarse al sorteo para cubrir las bajas anuales del ejército. En tono recriminatorio, el mismo funcionario expresaba que eran frecuentes los casos en que las autoridades hacían mal las cosas. Anotaban en los documentos respectivos los nombres de las personas, afirmando que habían sido consignados al servicio de las armas, sin mencionar el sorteo, o bien, en su defecto, sin agregar el contrato de enganche.

Semejante descuido importa una transgresión de la Ley, que es preciso evitar por ser de trascendencia muy perjudicial, pues los reclutas que en tales condiciones ingresan al servicio militar, casi siempre ocurren a la Justicia Federal, en demanda de amparo, que se les concede por considerarse que en esos casos se atenta contra la libertad personal de los quejosos, y todo se verifica así con mengua de la obligación política, perfecta y constitucionalmente exigible, que el mexicano tiene de servir en el ejército para defender la independencia, el territorio, el honor y los derechos e intereses de su patria.35

Como en la primera década del siglo XX hubo desesperación por cubrir las cuotas anuales asignadas por la Secretaría de Guerra y Marina, las autoridades civiles y militares utilizaron cualquier pretexto para hacerse de reclutas, y por supuesto estos últimos hicieron gala de marrullerías. Además de esgrimir el artículo 5° constitucional, alegaban falta de vocación para las armas, enfermedades, vendettas y rencillas con las autoridades locales, entre otros pretextos. Por ejemplo, en abril de 1901, Higinio González se amparó ante el Juzgado de Distrito de Veracruz contra las intenciones del jefe político del cantón de consignarlo al servicio de las armas. Para evadir semejante destino, presentó la documentación en la cual se asentaba que estaba en trance de casarse, que todo era cuestión de tiempo. Asesorado por expertos en el tema del amparo, agregó dos actas de nacimiento de sus hijos, alegó que no hubo sorteo tal como estaba previsto en la ley del 28 de mayo de 1869, y remató afirmando que no podía ser enviado al ejército por la sencilla razón de que mantenía a su cónyuge, a sus hijos y a su anciana madre.36

En febrero de 1902, el gobernador del Distrito Federal en alianza con el comandante de la plaza atrapó a Luis González Rodríguez sin contar con que resultaría respondón. Ocurre que se amparó argumentando la violación de los artículos 5°., 16°. e incluso el 21°. de la Constitución política de la República. Por su parte, las autoridades alegaron que González Rodríguez era una persona de malas costumbres y nocivo para la demarcación, lo cual de nada sirvió. Buscando echar abajo el amparo, agregaron que, por acuerdo presidencial, debían contribuir con 500 elementos para cubrir las bajas del ejército. No obstante que de inmediato fue remitido a la Comandancia Militar, González Rodríguez ganó el amparo al demostrar que no hubo el clásico sorteo, tal como estaba previsto en la ley.37 En mayo de 1905, José Ambrosio Castillo y José Bueno fueron consignados al servicio de las armas. Para evitar que el juez de Distrito los liberara, el primero fue trasladado de Yautepec hacia la ciudad de México. Pero no para permanecer aquí, sino con la intención de llevarlo a Yucatán. Al enterarse de su destino final, que por supuesto no le agradaba, dijo que no entendía el porqué semejante castigo, puesto que fungía como cuarto regidor del Ayuntamiento de Yautepec. Si bien gestionó un amparo ante el Juzgado del Segundo Distrito, finalmente no prosperó. Se supo que, en realidad, al momento de su consignación había dejado de ser regidor. De paso, su consignación al ejército fue legal ya que hubo sorteo de por medio.38

En enero de 1911, Ruperto Reyes protestó airadamente contra el jefe político de Metztitlán, quien lo aprehendió, y lo peor, quería consignarlo al servicio de las armas. Para quitarse de encima semejante amenaza, gestionó un amparo ante el juez de Distrito de Hidalgo. Adujo que no entendía por qué lo habían aprehendido, y mucho menos, por qué lo querían consignar al servicio de las armas. A continuación narró una supuesta odisea. Dijo que en calidad de juez auxiliar de San Pedro Tlaltemalco, intervino para poner fin a una trifulca, pero que en forma inexplicable fue aprehendido al igual que los rijosos, y puesto al servicio de la jefatura política. Pero Ruperto Reyes fue más allá. Para quitarse de encima la amenaza que pendía sobre su cabeza, argumentó que el sorteo fue ilegal, y que en resumidas cuentas, era una persona inútil para la guerra. Su explicación de nada sirvió. La Suprema Corte de Justicia le hizo saber que ninguna garantía se había violado, que el sorteo fue legal, además de que todo mexicano estaba obligado a prestar sus servicios en el ejército.39

A juicio de José Refugio Velasco, el último secretario de Guerra y Marina del viejo régimen, la leva practicada durante las luchas intestinas y las guerras contra el extranjero fue abandonada y se impuso el civilizado sistema de sorteo. Las instituciones encargadas de ejecutarla fueron las jefaturas políticas. Sus miembros seleccionaban a los candidatos para integrar la milicia, que luego distribuían por todo el país. Pero el propio José Refugio Velasco aceptó que tarde o temprano el sistema entró en putrefacción, y el supuesto sorteo se convirtió en el instrumento ideal para deshacerse de toda clase de desafectos al gobierno, incluidas las personas que etiquetaban de mala conducta.40 Para su desgracia, las autoridades militares tuvieron que lidiar con otros problemas igual de graves. Debido a que gran parte de los reclutas eran demasiado famélicos y no aguantaban los rigores de la vida militar, a la primera oportunidad desertaban. Abandonaban la vida cuartelaria.

 

La revolución y el desastre

Al entrar el siglo XX, México quedó atrapado en una encrucijada. La larga estancia de Porfirio Díaz en el poder, al igual que su elenco de gobernadores, diputados y senadores, provocó sumo rencor e irritación entre la sociedad. Lo peor fue que el gobierno ni siquiera tuvo a la mano las suficientes fuerzas del orden civil y militar para formar las guarniciones en las capitales de los estados, vigilar los puertos, las ciudades fronterizas, las aduanas y otros puntos neurálgicos, pero sobre todo para defender las líneas ferrocarrileras. Según Francisco Bulnes, al estallar la fiebre revolucionaria en 1910, Díaz necesitaba cuando menos 100 000 hombres para apagarla, y ni siquiera tenía a su alcance los 30 000 federales registrados en el papel. A duras penas, disponía de 18 000 soldados, 2 700 rurales, más los 5 000 elementos de las fuerzas de seguridad de los estados, unos 25 700 efectivos en total, insuficientes para proteger un país de 15 millones de habitantes, las principales ciudades, poblaciones fronterizas y los diversos puntos estratégicos del país.41

Es probable que en tales momentos haya pasado por la mente de Díaz y de su secretario de Guerra y Marina el plan de Bernardo Reyes para modernizar al ejército, pero era demasiado tarde para resucitarlo. Luego entonces qué hicieron para hacer frente a la revolución que prendió como la yesca en el norte de la república. La respuesta es: nada, o casi nada. A principios de mayo de 1911, Pascual Orozco capturó Ciudad Juárez, lo cual se convirtió en la puntilla para consumar la caída de la dictadura. Resulta imposible determinar una cifra exacta sobre los soldados que al mando del general Juan Navarro defendieron la citada ciudad. El propio general Navarro afirmó que tenía 675 soldados para hacer frente a 3 500 rebeldes.42 Un experto en asuntos militares calcula que las fuerzas maderistas, con Orozco al frente, se elevaban a casi 2 500 hombres, cinco veces superiores a las tropas federales. Otros hablan de alrededor de 3 000 rebeldes.43 Sea una u otra la cifra, los rebeldes aventajaban en número a la guarnición federal. El 25 de mayo Porfirio Díaz renunció a la presidencia de la República y se exilió. Pero el tigre estaba suelto, y tanto la agitación social como la efervescencia revolucionaria no se calmaron.

 

Madero y el abandono del barco

En vísperas de que Madero se sentara en la silla presidencial, la prensa anunció que independientemente de las muertes registradas en campaña y las continuas deserciones, 6 000 elementos de tropa se habían dado de baja del ejército.44 Un simple cálculo aritmético indica que se trataba de la quinta parte del ejército. Pero lo peor estaba por venir. Contar con suficientes fuerzas del orden en plena efervescencia revolucionaria, resultaba una tarea utópica. Desde años atrás, difícilmente hubo vocación por las armas, y ahora, menos. En el pasado, el destino de los reclutas no fue tan riesgoso. Salvo la destrucción de viejos cacicazgos, la rebelión de Canuto Neri en Guerrero, la de Tomóchic y el combate al bandolerismo, su destino fue pacificar a los yaquis y mayas, una tarea nada complicada. Pero al estallar la revolución, las cosas cambiaron en forma drástica. Ahora tenían que batirse contra Pascual Orozco, Benjamín Argumedo, Marcelo Caraveo, Blas Orpinel, Emiliano Zapata, los reyistas, los vasquiztas e inclusive los felicistas, algunos de ellos armados hasta los dientes, que mostraban audacia, valentía y una gran movilidad. Por ende, a diferencia de años anteriores, el riesgo de perder la vida era mayúsculo.

Buscando resolver el problema, y de paso sofocar la revolución, Madero optó por la fórmula más fácil: aumentar el tamaño del ejército, sin considerar su necesario adiestramiento y preparación. En mayo de 1912 firmó un decreto para aumentar los efectivos del ejército hasta el límite de los 60 000 hombres.45 Resulta difícil de saber si sus planes se cumplieron al pie de la letra, pero al parecer no fue así. Un informe oficial enviado al ministro plenipotenciario de México en Francia reporta que, a mediados de 1912, el ejército federal tenía 36 449 elementos. Como las desgracias no vienen solas, al percatarse de que las cosas se ponían al rojo vivo un buen número de militares de alta graduación tomó sus precauciones. La forma más elegante fue solicitar su retiro de las fuerzas armadas. Mediante ello, evitaban hacer el ridículo ante una turba de insurrectos de la cual ignoraban tanto su número como su peligrosidad. En 1910, la suma de los generales en sus tres variantes se elevaba a 99. Viendo las cosas con más detalles, se tiene que en 1910 había siete generales de división: Porfirio Díaz, Ignacio A. Bravo, Manuel González Cosío, Bernardo Reyes, Alejandro Pezo, Jerónimo Treviño y Francisco A. Vélez. Dos años más tarde, los cuatro primeros se habían retirado. La dimisión fue mayor entre los generales de brigada y brigadieres. Con los primeros se pasó de tres en 1910 a 13 en 1912; y con los segundos, de media docena a 13. La suma de los generales de división, de brigada y brigadieres retirados entre 1910 y 1912 se elevaba a 28. En otras palabras: más de la cuarta parte de los divisionarios le dio la espalda a Madero. A raíz de ello, quedó una cúpula militar bastante diezmada, agravada por el hecho de que, por su edad, de algunos ya nada se podía esperar. Permanecieron atados a la maquinaria militar, sin tener mucho interés en defender un régimen por el cual nada sentían.46 En suma: Madero no logró contener las fuerzas demoniacas que contribuyó a soltar, y el control del país se le salió de las manos. Atrapado en un mundo de conspiraciones y traiciones, fue derrocado y asesinado.

 

Huerta y un plan sin brújula

A Victoriano Huerta, el viejo colaborador de Bernardo Reyes, quien ascendió al poder en febrero de 1913, no le era desconocido el proyecto de la Segunda Reserva, u otro, adecuado para reimplantar la paz social en un país en franca ebullición, pero no tuvo el tiempo necesario, y posiblemente ni interés en ejecutarlo. Y es que disponer de un ejército moderno implicaba años, reclutar suficientes personas con vocación para las armas, abandonar la vieja práctica de la leva, y naturalmente la disposición de recursos para adquirir armamento moderno. A su favor, contaba con suficientes instructores egresados del Colegio Militar para preparar los nuevos soldados en el terreno de la infantería, la caballería y la artillería, pero nada o casi nada se hizo. Al igual que Díaz en los inicios de la llamada dictadura, militarizó las gubernaturas, y en forma complementaria, imitó a Madero, decretando aumento de los efectivos militares. Junto con sus aliados en las gubernaturas, los jefes políticos y diversas autoridades civiles y militares, Huerta marcó línea para aplicar sin contemplaciones la leva con resultados desastrosos. Sin el menor conocimiento del arte de la guerra, sin entrenamiento militar previo, sin conocer el manejo del armamento, cientos y aun miles de efectivos militares fueron llevados al campo de batalla, sin tener en claro la razón por la cual peleaban, y en la primera oportunidad desertaban. Para complicar las cosas, eran más y más las personas que sabían de la existencia del amparo y no vacilaron en utilizarlo para escapar del infierno.

El 1 de abril de 1913, Huerta se presentó ante el Congreso de la Unión e hizo público su primer diagnóstico sobre la situación política del país. Manifestó que las relaciones de su gobierno con los estados de la república, en su gran mayoría, eran cordiales. Algunos gobernadores desafectos a su gobierno habían renunciado, pero inmediatamente fueron sustituidos. Expresó que las situaciones extremas habían ocurrido en Coahuila y Sonora, donde las máximas autoridades asumieron el sendero de la rebelión, lo que determinó que el Senado de la República declarara la desaparición de poderes y nombrara nuevos gobernadores. Huerta agregaba que la situación por la que atravesaban tales estados resultaba dolorosa, pero que había puesto en juego los medios a su alcance para restablecer la tranquilidad.47 En otra parte de su intervención, el jefe del Ejecutivo aseguró que, en vísperas de asumir el poder, el ejército federal estaba compuesto por 32 594 hombres.48 Una cantidad hasta cierto punto similar a la reportada por el ministro plenipotenciario de México en Francia. Al no recibir el beneplácito del gobierno de los Estados Unidos, y extenderse la revolución encabezada por Venustiano Carranza, Francisco Villa, Alvaro Obregón y otros, a mediados de julio de 1913, Huerta anunció la necesidad de aumentar el ejército federal al nivel de los 80 000 hombres.49 Como con el paso de los meses la medida no dio los resultados apetecidos, decretó nuevos aumentos. A fines de octubre de 1913, hizo un anuncio espectacular: su intención de aumentar el ejército federal hasta el límite de los 150 000 efectivos.50 En su exposición de motivos, Huerta manifestó que tal cifra era necesaria para "las necesidades de la campaña y a efecto de restablecer la paz y tranquilidad públicas".51 En la desesperación completa, en febrero de 1914 se pasó a los 200 000,52 y para abril, al cuarto de millón de elementos.53 Pero una cosa era hacer anuncios espectaculares, y otra la cruda realidad. Es probable que tales aumentos de efectivos militares no hayan pasado del papel, que hayan sido mera ficción, un ardid para espantar a los jefes del ejército constitucionalista.

 

Una evaluación bajo la lente de los expertos en el arte de la guerra

Aquí vale la pena detenerse. En vísperas del estallido de la revolución, Bulnes dijo que la fórmula correcta para formar un ejército era la de un soldado por cada 300 habitantes. Acorde con su razonamiento, en 1910 el ejército federal debió tener 50 500 elementos. Evidentemente hizo sus cálculos para un México tranquilo y pacífico. Pero al estallar la fiebre revolucionaria, Francisco Bulnes cambió su punto de vista y dijo que se necesitaba cuando menos 100 000 hombres para apagarla. Como se recuerda, Noix habló de un soldado por cada 100 habitantes en tiempos de paz. Bajo este supuesto, durante el Centenario de la Independencia se debió tener un ejército que superara los 151 603 efectivos militares, lo cual no fue así. Pero en tiempos de guerra, que se desató a finales de 1910, se debió disponer de un ejército con el triple de efectivos militares: algo así como 454 000 efectivos. Carece de sentido insistir en la fórmula de Alain Rouquié referente a un ejército fincado en el uno por ciento de la población. Se trataba de los mismos 151 603 efectivos para 1910. El autor no mencionó si había que aumentar la cantidad en tiempos de guerra, lo cual seguramente así fue.

Sea lo que fuera, a partir de 1912, con Francisco I. Madero en el poder, seguido por el gobierno de Victoriano Huerta, se intentó revertir el viejo esquema porfirista de achicar el ejército. Prueba de ello son los citados aumentos en su tamaño. Aceptando las cifras de los decretos como verdaderas, en 1912 se tuvo un soldado para vigilar 264 habitantes, y con Victoriano Huerta el correctivo fue más drástico. En 1913 se pasó de 251 personas por soldado, y con el paso de los meses, a 102. En 1914, la mecánica continuó y se cayó al límite de 75 y aun a 60 personas por soldado. El problema es que existen demasiadas dudas sobre el cumplimento de los decretos de Huerta alusivos al tamaño del ejército. Un cálculo somero refleja que la suma de los efectivos militares que participaron en las batallas más sangrientas de la revolución no superó los 30 000 o 40 000. Veamos: cuatro fueron las divisiones que monopolizaron el grueso de las tropas: la del Nazas, la del Norte, la del Yaqui y la del Bravo, y difícilmente cada una superó los 10 000 efectivos. En los momentos más álgidos, la División del Nazas tuvo entre 7 700 y 10 000 elementos; la del Bravo, unos 7 600; la del Norte, 6 300, y la del Yaqui, unos 3 600. La suma arroja menos de 30 000 elementos. La media docena de divisiones restantes desempeñaron un papel marginal, con los efectivos militares apenas necesarios para fines de vigilancia. Ello induce a pensar que jamás se cumplió con lo asentado en los decretos de Huerta, a más de que los elementos reclutados mediante la leva desertaron en forma casi inmediata. Para mayor desgracia, Venustiano Carranza y sus adláteres fueron más hábiles para hacerse de recursos y formar un ejército más eficaz, valiente y combativo. Los caudillos norteños no tuvieron empacho en aparecer en calidad de Mesías prometiendo a todos nuevos y mejores tiempos. El salario, el derecho al robo y al saqueo, más las prédicas reivindicativas que les prometían un mundo mejor resultaron más que atractivas. No sólo sedujeron a grandes contingentes de obreros, campesinos y trabajadores desocupados, sino a la misma tropa federal, por cierto mal pagada, todo ello sin contar con que a principios de 1914 los Estados Unidos levantaron el embargo de armas con la finalidad de vendérselas a los carrancistas, mas no a los huertistas.

 

El resquebrajamiento del sistema de reclutamiento

Ante el desinterés de la población por tomar las armas en forma voluntaria, los gobernadores, los jefes políticos y otras autoridades militares reiniciaron el clásico reclutamiento de candidatos para la tropa. Un reclutamiento tan abusivo y arbitrario como el verificado durante el Porfiriato. Al calor de la guerra, se olvidaron del sorteo, lo cual se tradujo en el reforzamiento de la leva. Resultaba urgente nutrir un ejército que aspiraba a tener 60 000 elementos, luego 80 000, 150 000, y aun los 250 000. Como las desgracias no llegan solas, al expandirse la revolución, el sistema de reclutamiento hizo crisis y la respuesta no se hizo esperar. Los candidatos a servir en el ejército reforzaron el arma legal a su alcance: el amparo. Los datos disponibles no dejan lugar a dudas. En 1911 hubo 212 amparos tramitados en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero en 1912, en pleno maderismo, su número se triplicó. Se elevó hasta alcanzar los 639. Sorpresivamente, en 1913, en pleno huertismo, hubo 1 287 amparos. Casi el doble del año inmediatamente anterior. En 1914, el panorama cambió. Ante el avance del carrancismo, la provocación americana en el puerto de Tampico y la invasión a Veracruz, el número de amparos se redujo a 268. Lo expuesto demuestra que los reclutas y familiares no tuvieron miedo al gobierno militar ni a la extrema movilidad del ejército federal. Nada complicó la mecánica del amparo. Lo tramitaron en el lugar de su reclutamiento o bien en el de su cambiante destino. Se ampararon sin importarles que los jueces de Distrito, y aun la Suprema Corte de Justicia, tardaran meses en resolver su situación.

Si bien para las últimas tres décadas del siglo XIX, el 51.8 por ciento de los amparos se tramitaron en tres entidades —Distrito Federal, Jalisco y Guanajuato—, durante los tres primeros quinquenios del siglo XX se cayó casi al 45.5 por ciento. En particular, en el Distrito Federal fue donde más disminuyeron. A lo largo del primer periodo de referencia, aquí se tramitaron casi un tercio de los amparos, y para el segundo, apenas fue el 20.3 por ciento. Desde otro punto de vista, durante la revolución, sin importar la elevada o nula actividad bélica, los amparos se generalizaron por toda la república. La explicación es simple: Huerta movió su elenco de gobernadores militares para que le abastecieran de carne de cañón. El que resultaran excelentes combatientes, y con vocación para las armas, es otra historia.


Al considerar tres entidades —Chihuahua, Sonora y Coahuila—, convertidas a la postre en el bastión de operaciones del ejército constitucionalista, la cantidad de amparos fue mínima. De un total de 7 903 amparos entre 1901 y 1914, apenas se llegó a 161. Durango se salió un poco del esquema al registrar 127. En Tamaulipas y Nuevo León las cosas fueron por el estilo. En el primer caso fueron 54 amparos y en el segundo 40. Por qué esta situación. A nuestro juicio, ante la menor sospecha de su reclutamiento por parte del ejército federal, la población prefirió enrolarse en el constitucionalista en el cual su militancia fue compensada con creces. El libertinaje, el saqueo y la rapiña eran su mejor aliciente.

Pero al igual que durante el Porfiriato, las víctimas de la leva se defendieron sin importarles la tardanza en la respuesta. Los ejemplos abundan. El amparo tramitado en 1912 por los abogados de Ernesto L. de Gyves, contra el Consejo Extraordinario de Guerra de Veracruz, duró dos meses. Al enterarse de que finalmente no iba a ser ejecutado por sumarse a la rebelión de Félix Díaz, desistió y la Suprema Corte de Justicia nada tuvo que hacer.54 Los dos amparos promovidos por los abogados de Nicanor Serrano tardaron cuatro meses. Uno de ellos fue tramitado ante el juez del Distrito de Puebla y el otro, ante el juez del Distrito de Veracruz. El primero fue sobreseído, y en cuanto al segundo, la Suprema Corte de Justicia lo amparó justo en momentos en que el comandante militar de Veracruz estaba a punto de enviarlo a Quintana Roo.55 El de Francisco de la Rosa, quien ante la completa desintegración de su cuerpo militar fue señalado como culpable, tardó cinco meses. Al final de cuentas, la Suprema Corte lo amparó.56 El de Pedro Vargas, quien para quitarse de encima una acusación por robo alegó una supuesta amenaza de consignación a las armas, tardó seis meses. Ganó el amparo, pero fue encarcelado precisamente por robo.57 Los de Isidoro Fuentes y Evaristo Pérez tardaron cuatro meses. Ganaron el amparo debido a su condición de extranjeros.58

 

¿La suerte de los jefes políticos?

Durante el maderismo, los jefes políticos dejaron de tener la sartén por el mango, y su papel en el reclutamiento de la carne de cañón disminuyó. Veamos: en 1910, los jefes políticos seguían siendo objeto de la inquina de los reclutas, al registrarse 57.1 por ciento de los amparos en su contra, y aun en 1911, la magnitud se elevó a 59.9 por ciento. En los años siguientes, la tendencia declinó. En 1912, 1913 y 1914 cayó a un tercio del total de los amparos. Qué sucedió: al parecer, obligados por las circunstancias, los gobernadores militares ocuparon su lugar. Para eso fueron designados. Sin proponérselo, los jefes políticos de raigambre porfirista dejaron de provocar más la ira entre la población. Fueron otros quienes asumieron la responsabilidad de reclutar soldados. Para su desgracia, en un país en el cual habían provocado suma inquina, muchos tuvieron que huir para salvar su vida. Le fue puesto precio a su cabeza. Claro que hubo jefes políticos supuestamente comprometidos con las aspiraciones de la población que, a la caída de Díaz, se sumaron a las filas revolucionarias. En su caso, no se regían por la Ordenanza Militar, lo cual los eximió de ser etiquetados de desertores, pero algo hubo de ello.

 

El drama de la leva

Edith Coues O'Shaughnessy, la esposa del encargado de Negocios de la embajada estadounidense, pintó un cuadro lacerante de la brutalidad utilizada durante el huertismo para reclutar soldados rasos a granel. Dijo que a mediados de noviembre de 1913, al salir a la calle, se sorprendió al observar los rostros de algunos soldados que marchaban hacia la estación ferroviaria. Muchos tenían un gesto desesperado y desesperanzado. Temían cualquier desplazamiento, ya que por lo general significaba una catástrofe y la separación eterna de sus seres queridos. Con frecuencia era preciso amarrarlos en los vagones del ferrocarril. Recalcó que en México el reclutamiento carecía de sistema. La cuadrilla de la leva se llevaba a cualquiera que les parecía apto. Enrolaban a padres de familia, a los hijos únicos de viudas, a los que no tenían a nadie, y además, a mujeres destinadas a cocinar y a trabajar en las fábricas de pólvora. Pero lo que le pareció el colmo, fue observar por las calles grupos de niños de escuela escoltados por sus maestros, para evitar la leva.59 En los primeros días de febrero de 1914, por el rumbo de Tacubaya, observó en una amplia calzada, la leva en acción. Una veintena de hombres rodeados por hileras de soldados. El cuadro se completaba con dos o tres mujeres atrapadas en la tragedia. Contra su voluntad, sus hombres eran alistados para la guerra.60 Para el 25 de marzo de 1914, aseguró que: "Para mantenerse leales, las tropas no piden más que comida suficiente para continuar con vida durante la campaña. El cuadro de los soldados hambrientos a los que encierran durante la noche en vagones de carga para que no deserten, y después llaman a luchar cuando los sueltan por la mañana, es para enfermar a cualquiera".61

 

Reflexiones

Acorde con el criterio de los expertos en el arte de la guerra, en cualquier parte del mundo, el tamaño de un ejército tiene que ver con el número de habitantes. De eso no hay duda. Como se ha visto, el propio Benito Juárez estuvo consciente de ello, pero víctima de su antimilitarismo acendrado propuso una fórmula que arrojaba un ejército minúsculo. Para Noix, la fórmula correcta es la de un soldado por cada 100 habitantes en tiempos de paz, y el triple en tiempos de guerra. Para Alain Rouquié, lo razonable era un ejército basado en el uno por ciento de la población total. Posiblemente, Huerta intentó imitarlos en 1914, pero ya era demasiado tarde. Claro, sin poder asegurar que de haberse ajustado a tales cánones, el ejército federal hubiera neutralizado el movimiento armado. Pero como se ha señalado, las cifras sobre los aumentos de efectivos militares durante el maderismo, y sobre todo el huertismo, provocan suspicacias. Es probable que jamás se hayan alcanzado. En un libro de tinte biográfico sobre José Refugio Velasco, se consigna que en agosto de 1914, vísperas de la disolución del ejército federal, se contaba con 38 600 hombres.62 Como se recuerda, a lo largo del Porfiriato, el ejército federal tuvo alrededor de 30 000 efectivos. Los 8 600 elementos adicionales significaban poco más de la cuarta parte, pero estuvieron muy lejos de los 100 000, 200 000 y 250 000 reportados en los decretos de Huerta. A nuestro juicio, los supuestos aumentos en la institución armada fueron mera ficción. Algo o mucho se reclutó mediante las prédicas patrióticas de Huerta, algo o mucho se atrapó mediante la leva, pero tan pronto como fueron enviados a los frentes de batalla, los soldados desertaron. Al margen de ello, la historia nos enseña que ante el levantamiento masivo de la población contra el antiguo orden en Rusia, España, Cuba y Nicaragua, el ejército profesional de nada sirvió. Resultó barrido y masacrado. En el México de 1910, probablemente ello fue lo que sucedió. De ahí que la lección sea que, ante un fenómeno revolucionario, las fórmulas de los expertos de la guerra salen sobrando, a no ser que el ejército profesional lleve a cabo un genocidio y acabe con la población.

 

Notas

1 Moisés González Navarro, Estadísticas sociales del Porfiriato, México, Dirección General de Estadística, 1956, p. 37-38.         [ Links ]

2 Lawrence Taylor, La gran aventura en México, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, v. 1, p. 108-109.         [ Links ]

3 Alicia Hernández, "Origen y ocaso del ejército porfiriano", Historia Mexicana, n. 153, julio-septiembre de 1989, p. 285.         [ Links ]

4 Véanse los siguientes autores: Lawrence Taylor, La gran aventura en México, v. I, p. 108-109;         [ Links ] Santiago Portilla, Una sociedad en armas. Insurrección antirreeleccionista en México 1910-1911, México, El Colegio de México, 1995, p. 398;         [ Links ] Paul Vanderwood, Los rurales mexicanos, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 161,         [ Links ] y Antimaco Sax, Los mexicanos en el destierro, San Antonio, s/e, 1916, p. 35.         [ Links ]

5 Robert Martin Alexius, "El ejército y la política en el México porfirista", en Lief Adleson, Mario Camarena, Cecilia Navarro y Gerardo Necoechea, Sabores y sinsabores de la Revolución Mexicana, México, Secretaría de Educación Pública/Universidad de Guadalajara/Consejo Mexicano de Ciencias Sociales, s/a, p. 585 y 607.         [ Links ]

6 Robert Martin Alexius, op. cit., p. 594-596.

7 Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana, México, Imprenta de Dublán y Chávez, 1878, v. X, p. 604.         [ Links ]

8 "Boletín del Monitor", El Monitor del Pueblo, 1 de mayo de 1885, p. 1-2.         [ Links ]

9 Diario de los Debates de la Cámara de Diputados, 15 de noviembre de 1911, p. 15-21.         [ Links ]

10 Noix, "Armée et marine", en Le Mexique au début du siècle, 2 v., París, Ediciones Príncipe Bonaparte,         [ Links ] citado por Alicia Hernández, "Origen y ocaso del ejército porfiriano", op. cit., p. 262.

11 Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, II. 1943-1973, Buenos Aires, Emecé, 1982, p. 305.         [ Links ]

12 François-Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. I, p. 122-124.         [ Links ]

13 Robert Martin Alexius, op. cit., p. 600.

14 Ibidem, p. 587.

15 Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la Revolución, México, Contenido, 1992, p. 300.         [ Links ]

16 Bernardo Reyes, "El ejército nacional", en Justo Sierra, México y su evolución social, México, J. Ballescá y Compañía, Sucesor, 1900, v. I, p. 414.         [ Links ]

17 E. V. Niemeyer, Jr., El general Bernardo Reyes, Monterrey, Gobierno del Estado de Nuevo León/Universidad Autónoma de Nuevo León, Centro de Estudios Humanísticos, 1966, p. 103-104.         [ Links ]

18 Bernardo Reyes, op. cit., p. 414-415.

19 E. V. Niemeyer, Jr., op. cit., p. 104-105.

20 Ibidem, p. 104-105 y 109.

21 "Constitución política de la República Mexicana de 1857", en Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana. Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República, México, 1877, v. VIII, p. 384-399.         [ Links ]

22 Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la revolución, p. 301.         [ Links ]

23 Ibidem, p. 293.

24 José C. Valadés, El porfirismo. Historia de un régimen, 1. El nacimiento (1876-1884), México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1987, p. 138.         [ Links ]

25 José López Portillo y Rojas, Elevación y caída de Porfirio Díaz, México, Porrúa, 1975, p. 347.         [ Links ]

26 François-Xavier Guerra, op. cit., p. 122-124.

27 Archivo Central de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante, ACSCJN), Fondo SCJN, Sección Pleno, Serie Amparo, exp. 968, año 1901.         [ Links ]

28 Ibidem, exp. 29, año 1911.

29 Ibidem, exp. 1561, año 1905.

30 Ibidem, exp. 521, año 1902.

31 Robert Martin Alexius, op. cit., p. 594.

32 Memoria de la Secretaría de Guerra y Marina, 1881, v. 1, doc. 64, p. 771, citado por Robert Martin Alexius, op. cit., p. 594. Véase también José C. Valadés, op. cit., p. 139.

33 José López Portillo y Rojas, op. cit., p. 347.

34 Memoria que el secretario de Estado y del Despacho de Guerra y Marina, general de división Felipe B. Berriozábal, presenta al Congreso de la Unión y comprende del 19 de marzo de 1896 al 30 de junio de 1899, México, Tipografía de El Partido Liberal, 1899, p. 28.

35 Memoria de la Secretaría de Estado y del Despacho de Guerra y Marina presentada al Congreso de la Unión por el secretario del ramo, general de división Manuel González Cosío. Comprende del 1 de enero de 1903 al 30 de junio de 1906, México, Talleres del Departamento de Estado Mayor, 1906, p. 321.

36 ACSCJN, Fondo SCJN, Sección Pleno, Serie Amparo, exp. 968, año 1901.

37 Ibidem, exp. 521, año 1902.

38 Ibidem, exp. 1561, año 1905.

39 Ibidem, exp. 29, año 1911.

40 Miguel S. Ramos, Un soldado. Gral. José Refugio Velasco, México, Oasis, 1960, p. 16.         [ Links ]

41 Francisco Bulnes, El verdadero Díaz y la revolución, p. 295-296.         [ Links ]

42 Secretaría de Guerra y Marina, Campaña de 1910 a 1911: estudio en general de las operaciones que han tenido lugar del 18 de noviembre al 25 de mayo de 1911 en la parte que corresponde a la Segunda Zona Militar, México, Talleres del Departamento de Estado Mayor, 1913, p. 288-289.         [ Links ]

43 Luis Garfias Magaña, Historia militar de la Revolución mexicana, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 2005, p. 30, y Michael C. Meyer, El rebelde del norte. Pascual Orozco y la Revolución, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1984, p. 54.         [ Links ]

44 "El ejército y la retirada de los diez mil", El Imparcial, 1 de noviembre de 1911.         [ Links ]

45 Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos, 15 de mayo de 1912, p. 166.

46 Los datos han sido tabulados de la Secretaría de Estado y del Despacho de Guerra y Marina, Escalafón general del ejército. Cerrado hasta 30 de junio de 1910, México, Secretaría de Guerra y Marina, 1910.

47 "El presidente interino, Gral. Victoriano Huerta, al abrir las sesiones ordinarias del Congreso, el 1 de abril de 1913", en Los presidentes de México ante la nación 1821-1966, México, Cámara de Diputados, 1966, v. III, p. 53.         [ Links ]

48 Ibidem, p. 65.

49 Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos, 10 de julio de 1913, p. 77.

50 Ibidem, 27 de octubre de 1913, p. 637.

51 Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos, 27 de octubre de 1913, p. 637.

52 "Victoriano Huerta presidente interino Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, a sus habitantes, sabed:" en El País, 5 de febrero de 1914,         [ Links ] y Lawrence Taylor, op. cit., v. II, p. 66.

53 Diario Oficial de los Estados Unidos Mexicanos, 16 de marzo de 1914, p. 122.

54 ACSCJN, Fondo SCJN, Sección Pleno, Serie Amparo, exp. 4484, año 1912.

55 Ibidem, exp. 1314, año 1912.

56 Ibidem, exp. 1449, año 1912.

57 Ibidem, exp. 4876, año 1913.

58 Ibidem, exp. 4969, año 1913.

59 Edith Coues O'Shaughnessy, La esposa de un diplomático en México, México, Océano, 2005, p. 91-92.         [ Links ]

60 Ibidem, p. 193.

61 Ibidem, p. 244.

62 Miguel S. Ramos, op. cit., p. 53.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License