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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.43 Ciudad de México ene./jun. 2012

 

Reseñas

 

Pablo Picatto, Ciudad de sospechosos: crimen en la ciudad de México, 1900-1931

 

Odette María Rojas Sosa

 

traducción de Lucía Rayas, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010 (Publicaciones de la Casa Chata).

 

Universidad Nacional Autónoma de México. Doctorado en Historia

 

A principios del siglo XX la ciudad de México parecía estar en vías de convertirse en una ciudad digna de competir con las grandes capitales europeas, gracias a la construcción de suntuosos edificios y al establecimiento de elegantes colonias. Pero, detrás de la fachada cosmopolita, se recrudecían algunos de los problemas que la aquejaban desde su pasado virreinal y a ellos se sumaban las complicaciones que traía consigo la modernidad. La expansión de la capital no sólo se traducía en el aumento de su territorio, sino también en una población cada vez más numerosa y, para las autoridades, difícil de controlar.

Ante la facilidad con la que los criminales podían perderse en el anonimato de la gran ciudad, aumentaron las sospechas hacia ciertos habitantes, ya fuera por su conducta, por su estilo de vida o incluso por el barrio en el que residían. En Ciudad de sospechosos, Pablo Piccato busca dar cuenta de las transformaciones de la ciudad de México, de los criminales y de sus víctimas, de la administración de justicia y del castigo, a lo largo de los primeros treinta años del siglo XX.

Cuando apareció por primera vez este libro (en inglés) hace poco más de una década, la historiografía sobre la criminalidad experimentaba un auge que se tradujo en la publicación de diversas obras sobre el tema: Criminales y ciudadanos de Robert Buffington (2000 en inglés, 2001 en español), De Belem a Lecumberri de Antonio Padilla Arroyo (2001) y Crimen y castigo de Elisa Speckman Guerra (2002),1 entre otras. Los autores no se limitaron a tratar aspectos normativos y judiciales, sino que hicieron una historia sociocultural del crimen y de las ideas criminológicas de su época de estudio. Es por ello que, a la distancia, estos trabajos precursores se han convertido en referentes para los estudiosos de los fenómenos criminales en la historia de México.

Hace algún tiempo, al leer City of suspects, no pude evitar preguntarme cómo se "leería" en español. La reciente edición ha despejado mi duda. La traducción resulta, sin duda, acertada, gracias al notable trabajo de Lucía Rayas. Debe añadirse que el texto en español permite una mayor precisión en los términos legales empleados, pues en ocasiones son inexistentes o de difícil equivalencia en lengua inglesa. Asimismo, al verter a otro idioma ciertas expresiones "coloquiales" o de uso meramente local, se perdía un tanto su sentido. Este punto resulta de capital importancia cuando se analiza cómo dos amigos que beben en una cantina (o incluso sin alcohol de por medio) pueden enfrascarse en una riña de fatales consecuencias, sólo por la alusión que uno de ellos hizo acerca de la madre del otro o por alguna otra ofensa a su honor.

Resulta interesante la delimitación temporal que eligió el autor, ya que su periodo de estudio, a primera vista, se antoja poco convencional. En vez de guiarse por los cortes que impone habitualmente la historiografía, Piccato analiza un periodo que va del año 1900 a 1931 y abarca, por consiguiente, las postrimerías del Porfiriato, la Revolución y los años posteriores a la lucha armada; de este modo, busca exponer no sólo los cambios, sino también las continuidades que experimentaron el panorama urbano, la criminalidad y la justicia.

La primera parte del libro aborda el contexto geográfico e ideológico del periodo de estudio. En los dos primeros capítulos, Piccato examina la visión de la elite acerca de la ciudad ideal y cómo la rebasaba la compleja y agitada vida cotidiana de sus habitantes. Uno de los ejemplos más notorios de la disociación entre las normas y las prácticas fue el cambio de nomenclatura que se intentó en 1888 pues, si bien las autoridades pretendieron imponer un sistema "racional", la medida terminó por fracasar ante el arraigo que tenían los viejos nombres de las calles entre quienes caminaban y vivían en ellas. Aunque la policía se pensó como un instrumento de orden y control su labor no siempre resultaba efectiva por varias razones, entre ellas, el reducido número de agentes en relación con los habitantes de la ciudad y el escaso respeto —a veces, franca animadversión— que le mostraba la población.

En el tercer capítulo se revisan los inicios de la construcción del discurso criminológico en México. A partir de las últimas décadas del siglo XIX, las ideas de la antropología y de la sociología criminal, postuladas por italianos y franceses, tuvieron una notable aceptación entre abogados, médicos y no pocos periodistas, que comenzaron a apropiarse de ellas para explicar la criminalidad nacional. Sin embargo, Piccato argumenta que no puede hablarse de un mero calco, pues los criminólogos mexicanos adaptaron las propuestas de Lombroso, Ferri, Tarde o Morel a una población heterogénea y, en ocasiones, tomaron incluso elementos de teorías opuestas entre sí —degeneración, herencia, atavismo, influencia del medio, así como factores biológicos y sociales— para configurar un discurso propio. Con todo, la influencia real de la criminología en la legislación o en la administración de justicia resultó limitada.

La segunda parte del libro da cuenta de "las prácticas", vistas a partir de los expedientes judiciales. Para analizar algunos aspectos de la criminalidad capitalina de la época, Piccato eligió determinadas categorías delictivas: crímenes relacionados con el honor, violencia contra las mujeres y robo.

En el trasfondo de muchos de los delitos de sangre que se cometían en la ciudad se encontraba el honor, concepto un tanto esquivo que involucra la autopercepción, las apreciaciones que hacen otros de la persona y podría agregarse también, una especie de observación de tercer grado, es decir, la manera en que uno cree que lo evalúan los de más. Si bien las elites parecían considerar la defensa del honor como una prerrogativa de su condición social, las clases bajas poseían sus propios códigos y aquellos que los transgredieran debía n enfrentar las consecuencia s. De tal modo, las formas, los gestos y las palabras tenían una importancia vital en las relaciones interpersonales de los capitalinos.

Buen número de riñas comenzaban por ofensas hechas en un momento de furor, a las que muchas veces se sumaban agravios añejos. Los resultados podían ser mortales. Sin embargo, parte de ese código de honor también consistía en "no rajarse" por lo que una considerable cantidad de víctimas moría sin declarar el nombre de su agresor. Los expedientes judiciales le permiten al autor analizar los argumentos que esgrimían tanto los criminales, para justificar sus acciones, como las víctimas o sus familiares, para asegurar que se les hiciera justicia; no era infrecuente que en estos últimos recayera la labor de identificar y hallar a los agresores.

La violencia contra las mujeres podía manifestarse en varias clases de delitos. En primer lugar, Piccato revisa los "crímenes pasionales", tanto aquellos que se hicieron célebres a través de la prensa, como otros tantos que no llamaron la atención pública por carecer de caracteres "sensacionales" o llamativos. En muchos casos, los "matadores" aseguraban haber asesinado a la mujer por su infidelidad —aun por la mera sospecha— o bien, porque no correspondía a su amor. Las penas solían atenuarse pues se argumentaba que el acusado no había tenido otra opción para reparar su honor o que éste se había visto vulnerado por la acción de la mujer. La violencia dentro del hogar —contra la esposa, contra los hijos— era, hasta cierto punto, cotidiana y no mal vista, por lo que rara vez se denunciaba o se castigaba.

Por su parte, los delitos sexuales tenían múltiples aristas, tanto en los códigos legales como en la manera en que los percibían los agresores y las víctimas; más que el violentar la voluntad de la mujer o el ataque físico, lo importante era remediar el agravio hecho al honor familiar. Así pues, con frecuencia se recurría a acuerdos extrajudiciales, se imponían sanciones leves a los acusados o incluso se les exoneraba.

Si bien el trabajo de Pablo Piccato es, en general, muy sólido, en algunas partes del libro —los primeros capítulos, sobre todo—parece dar mayor énfasis a los años porfirianos, en tanto que los capítulos (sexto y séptimo) que dedica al robo y a los "rateros" constituyen, a mi juicio, la parte mejor lograda de la obra. Es en ellos donde se aprecia con más claridad cómo confluye todo lo que el autor ha expuesto desde el inicio. En primer lugar, Piccato aborda los delitos relacionados con dinero: falsificación, latrocinio y, sobre todo, robo; para explicar los vaivenes que reflejan las estadísticas de estos delitos, analiza brevemente las dinámicas económicas (épocas de crisis y de bonanza) entre 1900 y 1930. No obstante, también advierte que no puede establecerse una correlación directa entre ambas variables sin tomar en consideración otros múltiples factores, por ejemplo, el papel que desempeñaba el hurto —como medio de intercambio de bienes y dinero en efectivo— en la economía de las clases bajas.2

En los años finales del Porfiriato, el robo empezó a considerarse un mal casi endémico en la capital y la preocupación por los "rateros" se convirtió en un tema central para las autoridades, la prensa y buena parte de la población. A partir de entonces los ladrones que "pululaban" por la ciudad tuvieron contornos más definidos en el imaginario popular; ya no se les consideraba sujetos que actuaban a título individual, sino que pertenecían a una especie de "estamento", además de que detentaban un mote distintivo: "rateros".

De acuerdo con Piccato, la figura del "ratero" era más bien una construcción, una "invención". Se trataba de un estereotipo al que se adjudicarón ciertas características, como vivir en zonas específicas (los barrios bajos) y aliarse con otros de su clase para operar. La prensa incluso reportó la existencia de academias donde rateros experimentados impartían instrucción a los novatos en el robo. En la década de 1920, el "ratero" se había convertido en un personaje habitual de la ciudad. Las autoridades hicieron pública su intención de "limpiar" a la ciudad de esa indeseada plaga, de tal modo que la policía podía llegar a detener a sujetos "potencialmente" culpables de un delito, ya fuera de manera individual o colectiva, a través de razzias periódicas.

El análisis del autor subraya un aspecto que la historiografía sobre el tema ha hecho particularmente visible en los últimos años: el crimen —la transgresión, en un sentido más general— no es una categoría inmutable ni "natural"; de ahí que los sujetos y los comportamientos calificados como delictuosos se encuentren en una constante redefinición, dependiendo del tiempo y de la geografía.

Además de los robos menudos, en esa época comenzaron a surgir bandas criminales, cuyos atracos llamaban la atención por su espectacularidad: grandes botines y uso de adelantos tecnológicos —pistolas, automóviles— como parte de su modus operandi; otro factor no menos importante fue el encubrimiento, e incluso la complicidad, de alguna autoridad, como ocurrió con la celebérrima "banda del automóvil gris". En éste, al igual que en otros casos, la simulación llegó a los extremos: los ladrones se disfrazaban de policías y los policías aprovechaban su posición para delinquir. Al conocer tales pormenores, la población vio confirmadas sus sospechas sobre los vínculos que unían a los encargados del orden y a los criminales, lo cual no hizo sino reforzar el poco aprecio que sentía hacia los primeros.

Finalmente, Piccato analiza el último eslabón del proceso judicial: el castigo, visto a través de la experiencia penal. La historia del sistema penitenciario desde sus inicios en el siglo XIX estuvo llena de altibajos. La función rehabilitadora de las prisiones quedó rebasada ante la corrupción, el consumo de alcohol y drogas y la sobrepoblación. La construcción de Lecumberri había generado altas expectativas, pero, al cabo de un tiempo, también esta prisión "modelo" mostró su insuficiencia y se vio afectada por los mismos problemas que habían enfrentado sus antecesoras.

Los regímenes posrevolucionarios redactaron nuevos códigos penales (1929, 1931) en los que se exaltaba la posibilidad de regenerar a los delincuentes en las prisiones por medio del trabajo y de la educación; aunque esto se tradujo en algunas mejoras en la vida carcelaria, no se obtuvieron los resultados deseados. Piccato, sin embargo, va más allá del discurso de 1 os criminólogos o de las autoridades y se adentra en la visión de los reos. Sus testimonios dan cuenta de las hostiles condiciones de vida dentro de las cárceles, pero también permiten advertir que no eran sujetos que aceptaban de manera pasiva sus circunstancias. Algunos de ellos se unieron con propósitos tan diversos como crear una banda de música o reclamar amnistías; para quejarse de los maltratos a los que se les sometía o para solicitar la remoción de algún guardia.

Un gran acierto de Pablo Piccato consiste precisamente en dejar oír la voz de todos los involucrados en la administración de justicia: las autoridades, los criminales y las víctimas, que recupera gracias a soportes como la prensa y los expedientes judiciales. La investigación es excelente por ser exhaustiva y por la gran cantidad de fuentes utilizadas, pero, sobre todo, porque Piccato supo manejarlas con enorme habilidad.

La vigencia de Ciudad de sospechosos es indudable, a pesar de que fue escrito hace más de diez años. El texto suscita en los lectores una reflexión en la que resulta natural confrontar el pasado con el presente y constatar las permanencias y las transformaciones que ha experimentado una ciudad donde la administración de justicia se percibe como lenta, ineficaz y corruptible (lo cual provoca que en muchas ocasiones no se denuncien los delitos).

También en la actualidad los códigos no escritos —muchas veces al margen de la ley— regulan en buena medida la convivencia social y, a pesar de todo lo que pueda argumentarse en contra, resultan funcionales en el día a día. Las condiciones de vida en las cárceles son deplorables y pocos creen aún en las bondades del sistema penitenciario; las soluciones propuestas van desde la restauración de la pena de muerte hasta la imposición de medidas alternativas a la prisión. La desconfianza crónica hacia las autoridades prevalece, acaso porque muchas víctimas de delitos, para asegurar que se les haga justicia, deben tomar el proceso en sus manos o porque existen sujetos acusados por mera presunción que tienen que demostrar su inocencia si desean librarse de la cárcel. Y es que en esta ciudad, puede que muchos estén libres de culpa, pero casi nadie está libre de sospecha.

 

Notas

1 Las tres obras tuvieron su origen en las tesis doctorales de los autores.

2 Piccato también hace notar que los parámetros utilizados para la elaboración de estadísticas no eran estables, por lo que las cifras deben analizarse con cuidado e incluso con cierta reserva, sobre todo, al momento de realizar comparaciones entre diferentes lapsos temporales.

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