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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

Print version ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  n.40 Ciudad de México Jul./Dec. 2010

 

Artículos

 

La fundamentación del saber histórico en el siglo XX: investigación social, metodología y racionalidad operativa

 

Fernando Betancourt Martínez*

 

* Investigador en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y miembro del SNI. Su dirección de correo electrónico es: bmjf@unam.mx.

 

Resumen

El presente artículo busca mostrar el proceso de transformación de la disciplina histórica a lo largo del siglo XX. Este proceso afectó en dos aspectos al saber histórico: introdujo una pérdida de centralidad teórica que anteriormente definía su naturaleza cognitiva y produjo una diversidad de estilos y modalidades de investigación, lo que significó una reconversión de su orden metodológico. La tesis que sostiene el autor considera que dicha transformación puede explicarse atendiendo a la relación compleja que la historia entabló con el campo de la investigación social.

Palabras clave: historiografía, teoría de la historia, metodología, ciencias sociales, filosofía de la historia, epistemología.

 

Abstract

This article seeks to demonstrate the transformation of the historical discipline throughout the 20th century. This process affected two aspects of historical knowledge: it introduces a loss of theoretical centrality that previously defined its cognitive nature and produced a diversity of research styles and modalities, which led to a reconversion of its methodological order. The author's thesis considers that this transformation can be explained by exploring the complex relationship history established with the field of social research.

Key words: historiography, theory of history, methodology, social sciences, philosophy of history, epistemology.

 

Introducción

Es ya tónica común considerar que la disciplina histórica ha sido sometida a una transformación profunda, cosa que se deja ver más claramente en las cuatro últimas décadas del siglo XX. Las modalidades reflexivas a partir de las cuales se discuten sus presupuestos cognitivos de base, el complejo procedimental que instituye su lógica de investigación, así como los fines sociales que la historia puede justificar de manera plausible, no guardan continuidad con el tipo de discusiones que se presentaron a fines del siglo XIX. Este índice de discontinuidad en la propia reproducción disciplinaria y que puede describirse en un periodo de poco más de cien años muestra, por sí solo, la profundidad del proceso. En sentido coincidente, un buen número de investigaciones contemporáneas ha presentado los rasgos más sobresalientes del desarrollo de la reflexión historiográfica y teórica.1 Una somera revisión de estos trabajos permite identificar la transformación como una reorientación global de la investigación histórica, situación que se manifiesta hoy en el hecho de ser una ciencia con un profundo carácter transdisciplinario,2 lo que no deja de ser contrastante con el panorama decimonónico dominado por las grandes narrativas políticas y por una historia de las ideas de venerable tradición.

La aparición de vertientes historio gráficas tales como la microhistoria italiana, la nueva historia cultural e intelectual, la nueva historia política y social, así como la historia económica, sólo por citar algunas, expresa nuevas formas de practicar la disciplina, pero su condición de posibilidad radica en la complejización y ampliación de los procesos por los cuales la historia produce conocimientos sobre el pasado. De esta manera no sólo aparecen novedosas modalidades de investigación histórica sino que, paralelamente, la reflexión epistemológica que fundamentaba la disciplina perdió su viejo rostro. En cuanto a la práctica historiográfica es posible señalar que su orientación dominante, el historicismo, se vació de legitimidad, a tal punto que fue sustituida por una diversidad creciente de tendencias que rompieron con los modelos teóricos que sustentaban los procesos empíricos de investigación, la definición y aplicación de métodos, así como la cualidad de las representaciones históricas finales. En otras palabras, la lógica de investigación fue reconvertida en su conjunto rompiendo con la vieja definición de la historia como ciencia del espíritu o de las ideas.

El tipo de investigación que ponderaba el privilegio de la historia política y diplomática dejó su lugar a una ampliación en el horizonte temático. La aparición de la historia económica y social durante la primera mitad del siglo XX constituye el umbral de tal diversificación; pero éste sólo es el inicio de una tendencia que no ha cesado de profundizarse. De forma paralela, la tónica de la reflexión que acompañó la emergencia moderna de la historia como disciplina científica, la teoría de la historia pero también la filosofía de la historia, se fueron convirtiendo en un anacronismo que obstaculizó una clarificación respecto de su naturaleza y límites. En su perspectiva, la historia sólo podía acreditarse en tanto ciencia del espíritu, bien como manifestación de una universalidad que se expresaba en cada acontecimiento singular —la historia de la civilización humana de acuerdo con la visión que Hegel logró sistematizar del devenir en su conjunto—, bien como un tipo de proceder metodológico divergente al modelo de las ciencias naturales. Por supuesto, sólo la segunda problemática accedió a un planteamiento epistemológico del saber histórico, mientras que la filosofía de la historia mostró un agudo desinterés por esta cuestión al sostener posturas claramente afectadas por implicaciones metafísicas o idealistas.

Aun cuando la teoría de la historia ganó estatus normativo, el marco general de referencia que la posibilitó, la dualidad ciencias naturales–ciencias del espíritu, no pudo sostener su primacía en una situación de diversificación temática.3 La historia económica y social, y después la historia de las mentalidades, de género, la historia intelectual, etcétera, desacreditaron el tratamiento cognitivo clásico, pues no pudo responder al reto de explicar la transformación histórica de la historia. Es objetivo principal de este artículo mostrar que tal transformación fue producto de la vinculación que se presentó entre la historia y el campo de la investigación social.

Las relaciones que entabló con la economía, la sociología, la geografía, en suma, con el conjunto de las ciencias sociales y sus campos de investigación asociados, desempeñaron un papel crucial en la constitución de esas nuevas modalidades cognitivas y en su dispersión temática. Precisamente ambos aspectos, el cambio en la tónica de la discusión teórica y la diversificación de la investigación, serán abordados mostrando cómo y qué tipos de efectos se presentaron a partir de su interrelación con el campo social, pero particularizando las cuestiones de orden metodológico.

 

La fundamentación del saber histórico

La noción teoría de la historia es sin duda producto de la segunda mitad del siglo XIX y de un horizonte particular: la epistemología o filosofía de la ciencia. En tanto interesada por aclarar los procesos cognitivos que tenían lugar en las distintas formas de saber científico, se entiende su esfuerzo como reflexión filosófica. Su objetivo consistía en asegurar el estatus científico por medio de una fundamentación que mostrara como indubitables los principios generales que gobernaban toda producción cognitiva, independientemente de la disciplina en cuestión. Esta relación sagital entre filosofía y conocimiento científico significó, en el panorama del siglo XIX, una modificación sustancial en el tipo de reflexión que desde el clasicismo la había orientado, permitiendo la emergencia de la filosofía de la ciencia o epistemología.4 A pesar de sufrir una restricción en su horizonte general, la premisa que encontró cabida en el pensamiento epistemológico, por lo menos hasta las tres primeras décadas del siglo XX, resultó análoga a la temática previa del fundamento: dar cuenta de las condiciones que explican todo conocimiento posible remite a un estrato universal, necesario y a priori.

Resulta adecuado comprender este nuevo papel, resumido en el concepto epistemología, de la siguiente manera: es un tipo de pensamiento que, por su orientación filosófica, permite transparentar las condiciones necesarias para producir representaciones científicas justificadas. Esta labor de acceso al fundamento cognitivo debía admitir el establecimiento de un marco común y homogéneo para todas las ciencias. En tal sentido, la epistemología aseguraba la integridad de las disciplinas científicas por más diversas que fueran, puesto que cada una de ellas estaba encargada de producir conocimientos parciales de lo real, mientras aquélla mostraba los principios universales que gobernaban cada producción particular. La labor filosófica garantizaba la integridad de todas las formas de saber, precepto aceptado incluso por la tradición contraria a la propia epistemología, esto es, la filosofía idealista alemana.5 De lo anterior se deduce una petición de principio: la labor de fundamentación epistémica de las ciencias pertenece por derecho propio a la filosofía, al tiempo que los científicos realizaban su trabajo sin tener que dar cuenta de la legitimidad formal de sus propias disciplinas.

De igual manera que la filosofía fundamentaba a las ciencias naturales y de las cuales extrajo un modelo general, dotaba al saber histórico de un marco de validez que no estaba al mismo nivel que la investigación histórica. Por tanto, aludir a las determinaciones epistémicas de la historia conduce, necesariamente, a un tipo de problemas que son por definición filosóficos. Esta perspectiva puede ser considerada heterorreferencial, es decir, supone una clarificación dada desde la exterioridad filosófica de cada ciencia. La noción heterorreferencialidad estableció, por tanto, el tipo de relación entre filosofía e historia más allá del marco previo de la filosofía de la historia clásica.6 Si ésta se interesaba por encontrar las claves del devenir en su conjunto, el planteamiento epistemológico suponía que ella aportaba los criterios de validez que sostenían los juicios formulados por los historiadores. En sentido inverso, la historia aporta a la filosofía un ejemplo adecuado para demostrar que aun en el terreno de una ciencia poco formalizada o dudosa, no exacta como las naturales, funcionaban los mismos principios y criterios cognitivos.

Pero existe en este punto una paradoja. Describir heterorreferencialmente al saber histórico, es decir, delimitar su naturaleza epistémica desde la filosofía de la ciencia, ha consistido en emitir juicios ahistóricos sobre la historia. De ahí que toda descripción de la ciencia histórica planteada en términos epistemológicos convencionales tiende a deshistorizar el tipo de investigación que lleva a cabo, los procedimientos disciplinarios que permiten la formulación de hipótesis y los resultados que encuentran expansión discursiva. Este efecto se presentó incluso en posturas reflexivas aparentemente enfrentadas. Habrá que agregar que lo que hizo la filosofía de la ciencia que se interesó por la historia no fue tanto una clarificación de sus contenidos cognitivos; los diferentes esfuerzos que se llevaron a cabo entre el siglo XIX y la primera mitad del XX no aportaron una solución a los problemas teóricos que presentaba esta forma de saber. Los exámenes que la filosofía de la ciencia sometió al saber histórico consistieron en medir las desviaciones que presentaba respecto del ideal de ciencia empírica y que se formuló desde el siglo XIX.

Del ideal de ciencia empírica expresado en el concepto de explicación causal al modelo nomológico deductivo del positivismo lógico, las desviaciones fueron más significativas que las adecuaciones. Por eso más que una decisión final sobre la problemática cognitiva, esto es, la naturaleza y los límites de la disciplina histórica, la situación se caracterizó por tensiones y discusiones que tendieron a vulnerar todo ejercicio descriptivo de carácter epistemológico. En otras palabras, el tema de la epistemología de la historia da entrada a una revisión histórica de esas tensiones y discusiones nunca resueltas definitivamente. Así, la tensión entre el modelo de la explicación causal, radicalizado por el positivismo decimonónico y el modelo de la comprensión teleológica, reformulado por Dilthey a partir de la tradición de la hermenéutica romántica,7 da pie menos a una solución definitiva de las cuestiones epistémicas, que a una presentación histórica de sus vaivenes y discontinuidades.

Pero situación parecida se encuentra en el enfrentamiento entre la tradición abierta por Collingwood y sus discípulos, que aludieron a la denominada acción intencional, y la vertiente anglosajona del neopositivismo lógico, cuya estrechez formalista redujo todo a concordancia lógica, verificación empírica de los enunciados científicos y subsunción a leyes universales.8 Las desavenencias en el seno de la filosofía de la ciencia y sus anexos encubrían, por debajo de ellas, una situación de compartición de puntos de vista respecto de la ciencia que no fueron sometidos a revisión crítica sino mucho tiempo después. Uno de los más importantes fue aquel que planteaba que la lógica de la ciencia, deducida desde el trabajo reflexivo de la epistemología, guardaba prioridad en relación con la lógica de la investigación científica. En otras palabras, los asuntos de teoría debían guiar y modelar los aspectos prácticos de cada disciplina; eran por tanto normativos.

Por eso el tratamiento de los aspectos prácticos de investigación se reducían, primero, a cuestiones metódicas en tanto éstas regulaban la aplicación sintética de los contenidos teóricos ya resueltos, y segundo, a las cuestiones de orden técnico que gobernaban sólo elementos secundarios de carácter operativo, por ejemplo, los procedimientos de la experimentación y la observación científica. Esto último resultó notoriamente importante para el caso de la historia y dio pie a la emergencia de una forma reflexiva, la teoría de la historia, que intentó recuperar y traducir los desarrollos que se presentaban en el ámbito de la lógica de la ciencia a las particularidades de la lógica de la investigación histórica. A pesar de que la teoría de la historia no fue sólo asunto de filósofos sino también de historiadores, y a pesar de los desacuerdos que se presentaban por la introducción de perspectivas enfrentadas, fue dependiente del marco epistemológico de fundamentación. De ahí que un mismo supuesto hace notar su dependencia: lo teórico, en tanto resuelve los asuntos cognitivos de la disciplina, alcanza estatus normativo respecto de la lógica de la investigación.

El nivel teórico expresa la unidad profunda de las ciencias empíricas, mientras la lógica de investigación recupera las diferencias metodológicas que se presentan entre clases diversas de ciencias. Cosa presente en la teoría de la historia decimonónica que, llegando a plantar un dualismo metodológico entre las ciencias naturales y las ciencias del espíritu, terminó por reconocer una misma base científica que sólo se diversificaba por las exigencias que plantaba su remisión a esferas diferentes de lo real (la realidad natural frente a la realidad cultural).9 El ejemplo paradigmático se localiza en el trabajo en el que Dilthey apuesta por encontrar una base de fundamentación para las ciencias del espíritu que, sin embargo, duplica los problemas epistémicos y las aparentes soluciones aportadas por la lógica de la ciencia, todo ello en un medio metódico sustancialmente diferente.10 Contrario a esta postura, el positivismo radicaliza la unidad de la ciencia extrapolándola hacia la unidad metódica de toda investigación científica.

Aun los términos de este dualismo construido sobre una misma base epistémica para todo conocimiento posible, se extendió hacia el siglo XX introduciendo cambios semánticos y de distinción, por ejemplo, la oposición ciencias nomológicas y ciencias hermenéuticas o entre ciencias sintéticas y ciencias analíticas. Una forma de seguir la dependencia de la teoría de la historia a la reflexión epistemológica de fundamentación consiste en aludir a dos grandes líneas de problemas que, extrapoladas de la filosofía de la ciencia, orientaron una buena parte, si no la más determinante, de los aspectos teóricos aplicados a la historia. En primer lugar se encontraban los criterios que supuestamente definirían su carácter cognitivo. De este conjunto de problemas se derivó un precepto enarbolado por la tradición kantiana, a saber, todo problema cognitivo remite a la relación sujeto cognoscente y objeto por conocer. Tal precepto se desarrolló con el fin de delimitar el estatus y la naturaleza del sujeto de conocimiento frente al estatus y la naturaleza de su ámbito objetual.

 

La teoría de la historia y su campo problemático

La interrogación central que actuaba como guía enfocaba la cuestión de cómo es posible el proceso de captación cognitiva por parte de un sujeto dotado de atributos internos invariables (su estructura cognitiva, según Kant) de un campo objetual externo y variable. La traducción operada por la teoría de la historia consistió, a grandes rasgos, en introducir esta problemática de la siguiente manera: ¿cómo establecer la naturaleza del campo del conocimiento histórico frente al estatus del campo de lo histórico, entendido este último como campo empírico (acontecimientos, hechos, procesos, etcétera)? ¿Y cómo establecer de manera fiable los términos de su relación?11 Desde este tipo de afirmaciones se desprende toda una serie de problemas que supuestamente debían encontrar solución teórica. Por ejemplo, a partir de la relación cognitiva sujeto–objeto, la teoría de la historia abordó el papel que la subjetividad del historiador debía tener respecto de la producción de representaciones objetivas del pasado. El problema recaía en que, desde el ideal de ciencia postulado por la epistemología, el polo subjetivo tiende a estorbar la captación objetiva de lo real. Introduciendo puntos de vista, intereses o valores, que son esencialmente subjetivos y que no son susceptibles de obviar para una ciencia como la historia, se llega a un punto en el que se encubre o se oculta la naturaleza del campo objetual.

Una posible respuesta se dio igualmente recuperando la discusión de la filosofía de la ciencia. Así, el método, visto como una secuencia lógica que marca la sucesividad de las operaciones de investigación, debía salvaguardar la integridad de la realidad del pasado de toda intromisión subjetiva por parte del historiador. Desde luego, se han presentado variaciones, incluso aquellas que asignan un papel positivo a los puntos de vista del historiador en relación con su campo empírico. Pero han sido sólo variaciones sobre una misma problemática, de tal modo que con controles metódicos más estrictos podría resolverse la cuestión planteada, tomando como núcleo la cualidad documental de todo método histórico.12 El otro conjunto de problemas, igualmente crucial para la definición científica de la historia, se desprende de la naturaleza misma de las representaciones históricas. Se introduce con ello la cuestión de la validez de las teorías usadas por los historiadores y de los enunciados que utilizan para hablar del pasado. Pero a diferencia de la relación sujeto–objeto, el problema de cómo dotar de objetividad a los discursos historiadores fue abordado por la teoría de la historia de manera indirecta.

En gran medida se mantuvo como algo que implícitamente había sido ya resuelto por las doctrinas filosóficas. Esta especie de aproblematicidad con la que fue enfrentada se debió a que la teoría que racionalizaba la cualidad objetiva de las representaciones científicas alcanzó un consenso más generalizado entre los propios filósofos; fue incluso materia de un debate más tardío y arduo que el tipo de problemas aludidos anteriormente. Un efecto de ello puede ser identificado: no dio entrada a la posibilidad de una diferenciación al interior del campo científico al estilo de la dualidad ciencias naturales y ciencias del espíritu. De hecho el acuerdo fue tal que, independientemente del tipo de disciplina científica que se tratara, la consistencia de las representaciones científicas tenía por fuerza que ser la misma. Sin embargo, lo que Kuhn ha denominado para este ámbito como la teoría que racionalizaba las creencias sufrió un desplazamiento sensible del siglo XVIII al XX.13 La tradición cartesiana abrió las puertas para los tratamientos posteriores postulando la interrogación central: ¿cómo puedo estar seguro de mis propias representaciones? Aportando una respuesta que tendió a tomar distancia del empirismo de su época, esta tradición fue sintetizada por la Crítica de la razón pura de Kant.14

Estableciendo una complementariedad entre racionalismo y empirismo, formuló su famosa teoría lógica del juicio basada en una clarificación de la clase de enunciados que sistemáticamente son usados en el trabajo científico, los denominados juicios sintéticos a priori. Posteriormente y gracias a la influencia conjunta de cierto neokantismo y de la convicción tan profunda que tomó el objetivismo positivista, esta teoría fue objeto de simplificación. El resultado, de ninguna manera previsible desde la óptica de la crítica kantiana, encontró expresión en lo que se conoce como la teoría de la correspondencia. La evidencia de su ingenuidad, responsabilidad del objetivismo a partir del que se alimenta, se encuentra en su afirmación central: los enunciados científicos son de tal naturaleza que se corresponden directa e inmediatamente con lo real que designan y esta correspondencia puede ser verificada empíricamente. Esto es lo que hace la ciencia, verificar continua y permanentemente los enunciados que produce; conjuntados en un armazón discursivo (sistema conceptual) expresan inequívocamente los conocimientos que genera.

Se entiende como proceso de verificación la contrastación entre enunciado y realidad empírica, proceso que por medios y controles experimentales lleva a cabo la ciencia. Si esta teoría simplificó las posturas kantianas tratando de eliminar sus implicaciones idealistas, la crítica que le siguió en el siglo XX puso el acento en las inconveniencias que presentaban los juicios sintéticos a priori. Tal crítica mostraba que las inconveniencias de esa clase de juicios provenían de su cariz idealista y trascendental. Se trata de una postura filosófica que, partiendo de su herencia empirista, modificó el enfoque del problema afirmando su orientación formalista. De tal manera que el neopositivismo lógico adoptó como interés filosófico primario a esas estructuras conceptuales expresadas bajo criterios lógicos estrictos, pues son las que, ateniéndose a los elementos materiales que descubrimos a nuestro alrededor, dotan de exactitud a las representaciones científicas. Con ello se puso en primer plano la cuestión de la naturaleza lingüística de las representaciones científicas abriendo el camino para lo que será conocido posteriormente como giro lingüístico.15

El ejercicio crítico del neopositivismo lógico permitió articular una teoría del significado, supuestamente una teoría concordante con la problemática de la correspondencia. Así, el criterio básico afirmaba que existían representaciones privilegiadas que se diferenciaban de otra clase de representaciones dado que eran las únicas que podía expresar la estructura última de la realidad. De manera paralela, existía también un procedimiento para identificarlas, estudiarlas y producir otras representaciones igualmente privilegiadas. Ese procedimiento era el análisis lógico del lenguaje. Y puesto que las representaciones están constituidas por proposiciones, el análisis consistía en evaluar sus inferencias y derivar los significados correspondientes; al final el procedimiento confirma esos significados en sentido de referentes objetivos.16 Así, la derivación lógica se complementa con la confirmación aportada por la experiencia sensorial. El carácter fuerte del criterio se encuentra en la siguiente afirmación: sólo las representaciones científicas pueden ser reconocidas como modelo de representaciones privilegiadas porque ellas ejemplifican lo que debe ser toda proposición significativa.

Por tanto, los lenguajes científicos, combinando concepto (derivación y definición) con intuición (confirmación empírica) se elevan a paradigma de lenguaje correcto. A pesar de este notorio desplazamiento, las sucesivas teorías han partido de un presupuesto común: sólo el lenguaje científico y conceptual es cognitivo en tanto que designa lo real. Pero esta aseveración sólo se sostiene porque tal lenguaje se diferencia del habla común. El lenguaje científico es, por definición, literal e inequívoco, mientras los lenguajes naturales son de suyo ambiguos y polisémicos. Esta definición de los lenguajes naturales conlleva que no puedan ser lógicamente correctos, pues su uso requiere de interpretación (dado que son polisémicos) y su forma está dominada por lo metafórico (puesto que son ambiguos). Lo anterior ha permitido presentar una distinción crucial para este tipo de discusiones: la diferenciación entre enunciados de hecho y enunciados de valor. Los primeros son cognitivos porque tienen una base objetiva que permite decidir sobre su verdad o falsedad. Los segundos expresan contenidos subjetivos y por tanto no pueden ser verificados bajo ninguno de los procedimientos estándar, es decir, no podemos decidir sobre su verdad o falsedad.17

La conclusión es que sólo los enunciados de hecho son científicos. Ahora bien, dentro de los problemas teóricos planteados por la historia, dos tipos de cuestiones fueron retomadas: el carácter referencial que debía tener el discurso histórico y el proceso de verificación de los enunciados que lo componen. Insisto, ambas problemáticas no fueron materia de discusión en el ámbito de la teoría de la historia. En los dos casos, el esfuerzo por mostrar que la historia cubría los requisitos impuestos por la filosofía de la ciencia para dictaminar sobre su grado de cientificidad, fue responsabilidad de los mismos filósofos. Toda la discusión que se generó en la primera mitad del siglo XX en cuanto al tipo de enunciados teóricos usados por los historiadores, fue muestra de ello.

 

El cambio histórico y las nuevas modalidades de descripción de la disciplina

A partir de estos dos grandes campos problemáticos que articuló la teoría de la historia, la relación sujeto–objeto y la definición científica de las representaciones historiadoras, se entiende su dependencia epistemológica. La gran pregunta a partir de la cual se dotó de pertinencia, ¿cómo es posible el conocimiento histórico en tanto conocimiento verdadero?, mantuvo su vigencia hasta que el marco general, la filosofía de la ciencia, no fue motivo de crítica profunda. Describir la historia de esta manera suponía resolver la relación entre sujeto historiador y campo empírico, así como revelar las bases necesarias para producir representaciones verdaderas del pasado. Se deja ver cómo en el horizonte netamente filosófico de la epistemología se introduce un índice de historización puesto que, más que resolver los problemas epistemológicos que ella misma autorizó, dio pie a una historia de conflictos y desencuentros entre la idealización de la ciencia, por un lado, y las ciencias mismas sometidas a procesos de evolución social.

Así también, la pérdida de relevancia de la labor de fundamentación refiere a un cambio histórico que transformó el rostro tanto de la filosofía de la ciencia como de la disciplina histórica. El primer cúmulo de problemas a los que he aludido y que se desprenden de la relación sujeto–objeto hizo emerger un modelo aplicado a la historia pero diferenciado en tres grandes niveles. El primer nivel lo constituye el ámbito empírico de los acontecimientos, lo que vino a especificar al conjunto objetual de la ciencia histórica. El segundo delimita los procedimientos esencialmente metódicos a partir de los cuales alcanzan explicación los acontecimientos, al revelar sus conexiones, sus regularidades y las formas de la continuidad y los cambios históricos. El tercero refiere a la labor de justificación formal de los conocimientos históricos y por tanto señala el lugar de la reflexión epistemológica recuperada por la teoría de la historia.18 Este modelo permitía una descripción teórica de la historia, de su campo objetual y de los procesos metódicos que orientan la producción de conocimientos sobre el pasado.

Se expresó, por lo demás, en un ideal de historia concretizado en todo un programa de investigación que alcanzó predominio hasta bien entrado el siglo XX. El historicismo alemán dotó al ideal de un campo de empriricidades susceptible de conocimiento metódico, al tiempo que acreditó la investigación documental haciéndola pasar como el método histórico por antonomasia. Se sigue de ahí que el producto final, las representaciones historiográficas, elevando el documento al nivel de testimonio, adquieran el rango de objetivación de los acontecimientos pasados. Si la historia se hace con fuentes testimoniales o primarias entonces el proceso metódico aporta una base irrefutable que muestra que todas las afirmaciones historiográficas son susceptibles de comprobación, en este caso documental, de una manera análoga a la comprobación de las afirmaciones científicas estándar.19

Pero la historización alcanzó no sólo a este ejercicio de descripción de la historia sino a la base en la que se sustentó, esto es, la epistemología. Ni una ni la otra se mantuvieron invariables sino que, a contrapelo de su orientación ahistórica, debieron ambas reconocer que sus propios límites no estaban en los errores o desaciertos reflexivos. Hay que agregar que tratando de acomodarse a los nuevos tiempos ambas terminaron por diluirse en un panorama reflexivo diametralmente diferente: asumiendo su propia historicidad, se vieron obligadas a introducir una ruptura crítica respecto de su pasado inmediato. Para la filosofía el cambio histórico significó la necesidad de dejar tras de sí al conjunto de problemas agrupados en la lógica de la ciencia. Ello se hace notar en tradiciones como la hermenéutica y la filosofía analítica que antaño estaban muy interesadas en su desarrollo aunque desde perspectivas opuestas. En el caso de la historia, el desmoronamiento del edificio teórico de la epistemología condujo a un vacío en el trabajo de fundamentación que fue llenado rápidamente por otras formas reflexivas. Es posible seguir tal transformación tomando en cuenta cómo afectó este proceso a las modalidades de su interrelación. Con el desmoronamiento del edificio teórico que presuntamente dotaba de validez a la producción cognitiva, la filosofía dejó su tradicional papel normativo respecto de los saberes particulares.

Así, la descripción de la historia que operó en sentido heterorreferencial quedó sin su sostén principal. Si la teoría de la historia definía su papel en una suerte de paralelismo con la filosofía de la ciencia, su pertinencia se encontraba condicionada al futuro de la epistemología. Y lo que se presentó no fue su continuación a partir de elementos más afinados con los que resolver definitivamente los problemas pendientes. Éstos fueron, más bien, sustituidos por otro tipo de cuestiones que ya difícilmente guardaban relación con las temáticas cognitivas clásicas. Las posturas filosóficas, como las que he señalado, hermenéutica y filosofía analítica, ejercieron, cada una a su manera, un profundo ejercicio crítico con relación a sus propias tradiciones. A grado tal que a mediados del siglo XX llegaron a la siguiente coincidencia. La coherencia de la epistemología o la filosofía de la ciencia se ha basado en presentar una serie de afirmaciones sobre la ciencia que no pueden ser ni justificadas ni verificadas bajo los mismos procedimientos científicos, esto es, constituyen una serie de afirmaciones indemostradas y tomadas de manera apriorística.

De tal manera que el cambio fue profundo y condujo a la introducción de otro tipo de fundamentación que no tiene relación con los planteamientos epistemológicos clásicos. Llevar a cabo un planteamiento epistemológico sobre los límites y la naturaleza de la disciplina histórica supone, en la actualidad, describir sus formas operativas (lógica de investigación) y las instancias discursivas (textos) que las acompañan.20 En otras palabras, instituye una descripción reflexiva y sistemática del conjunto de procedimientos que permiten construir interpretaciones historiográficas, por un lado, y de los procesos que determinan su expansión discursiva, por otro. La afirmación anterior no presenta semejanza alguna con los postulados que la epistemología tradicional, entendida como rama filosófica, e incluso como filosofía de la ciencia, estableció desde el siglo XIX para describir los principios cognitivos que la caracterizaban. No se trata ya de clarificar principios (por lo demás, sustentados en una declaración de corte kantiana supuestamente indubitable: son universales, necesarios y a priori), sino impulsar una autorreflexión disciplinaria sobre los condicionantes que presenta la historia en tanto racionalidad procedimental.

Ya la propia filosofía, en su desarrollo contemporáneo se encargó de deslegitimar la perspectiva epistemológica formalista introduciendo observaciones pragmáticas sobre la ciencia en general. Este giro pragmático consiste en presentar a las ciencias como racionalidades operativas; se definen, por tanto, a partir de la descripción de sus matrices disciplinarias,21 donde la interrelación entre marcos de referencia, procedimientos y fines posibilita su continuidad o reproducción, amén del establecimiento reflexivo de su naturaleza y límites. Es tónica ya común considerar que la autorreflexión sistemática (descripción de los niveles de la matriz disciplinaria) es crucial para la formulación de teorías particulares y por tanto para la deducción de hipótesis, para la delimitación de objetos y problemas de investigación, al tiempo que define las vías metódicas necesarias para resolverlos. En tal sentido, revela cualidades antes ignoradas en cuanto a los marcos generales de referencia que permiten la operación científica en su conjunto. Por otra parte y en cuanto a la propia disciplina histórica, destaca un cambio sensible en los procedimientos de investigación a lo largo del siglo XX.

De hecho la continuidad de la disciplina fue asegurada no tanto por mantener un cuerpo unitario y un método singular que salvaguardara su integridad frente a otras ciencias sociales, sino por una dispersión creciente que es resultado tanto de la introducción de una diversidad de enfoques de investigación como por la falta de centralidad teórica a la cual recurrir. En el primer caso, la expansión de las temáticas de investigación abarcó campos frente a los cuales los historiadores anteriores no sólo habían mostrado desinterés, sino que las consideraban parte de los objetos de estudio de otras ciencias sociales. Cuestiones tales como transculturación, mentalidades, prácticas de lectura, vida cotidiana, la subalternidad o la sexualidad, son sólo algunos ejemplos de esta especie de colonización del campo histórico por parte de temáticas trabajadas desde tiempo atrás por otras disciplinas.

Mientras, de forma paralela, el desvanecimiento de la centralidad teórica que orientaba supuestamente la práctica de investigación, cosa que no necesariamente guarda continuidad con los contenidos y las potencialidades de la teoría de la historia tradicional, forzó un acercamiento con los procesos de sistematización conceptual desarrollados en otros campos del saber. Esto es, con modelos constituidos a partir de teorías sociales generales. El ejemplo de la historia económica no es el único que puede ser mencionado, pues también la antropología social derivó formas conceptuales (por ejemplo, el concepto mentalidad y su campo semántico asociado) que tuvieron importancia determinante para un tipo de investigación histórica. Lo mismo podría decirse de la geografía o de la sociología a partir de Max Weber. Ambos procesos en paralelo vaciaron de contenido la definición de la historia como ciencia del espíritu o ciencia de la cultura, pero este vaciamiento se encuentra conectado con la pérdida de plausibilidad del marco trascendental desde el cual se tematizaron en primera instancia. Ésta es una cuestión que me parece menor frente a las implicaciones que arrojaron ambos procesos o que por lo menos lo hicieron notorio: la ampliación de la base disciplinaria de la historia.

Este proceso de expansión es posible definirlo como dispersión paradigmática, situación que se manifiesta en una especialización creciente de ramas de investigación histórica al punto de no guardar relaciones entre sí en cuanto a sus estatutos cognitivos, pero tampoco en cuanto a los procedimientos metodológicos involucrados. Un efecto notable de este proceso de transformación consistió en la pérdida de plausibilidad del paradigma historicista. Precisamente, el cuestionamiento al documento y al tratamiento sancionado por el historicismo abrió la puerta para un debate mucho más amplio respecto de los alcances metodológicos en el terreno social. La emergencia de la historia económica y social en el panorama historiográfico francés, por sólo señalar un ejemplo, se entendió como una reconversión general de la historia por la cual se pasó del hecho histórico, único e irrepetible (historicismo), a una consideración de los fenómenos sociales colectivos cuyas regularidades exigen otro tipo de perspectiva teórica y de proceder.22 La importancia que tuvo la discusión metodológica en sociología fue el contexto que legitimó tal desplazamiento, lo cual es válido para el ejemplo mencionado pero también para el conjunto de la historiografía europea. Los presupuestos que sostenían la validez de la historia política y diplomática y de la historia de las ideas, vertientes predominantes en la tradición historicista, determinaban un marco de referencia que rápidamente fue cuestionado.

Así, la temática de la intencionalidad subjetiva como explicación última de la ocurrencia de los acontecimientos históricos mostró sus límites, mientras que los aspectos metodológicos que se circunscribían al tratamiento documental fueron objeto de una revisión crítica profunda, al tiempo que la utilidad social de la historia, que no podía pasar de ser un instrumento para construir representaciones globales identitarias, tendió a ser materia de una perspectiva mucho más compleja y problemática. Estas tres temáticas fueron establecidas desde un marco de referencia que les daba fuerza vinculante para la lógica de investigación: se trata de la contraposición entre ciencias naturales y ciencias del espíritu o de la cultura. La pertinencia recaía en una pretendida diferencia ontológica entre campos objetuales claramente diferenciados (naturaleza frente a sociedad o cultura). Además, suponía una contrastación entre procedimientos metodológicos dispares: explicación científica (relaciones causales y aplicación de leyes universales) frente a comprensión teleológica (empatía, intuición y generalización inductiva); finalmente, la utilidad de la historia no podía recaer en aquella cualidad de las ciencias naturales que resultaba más preciada, es decir, la predicción científicamente controlada (lo que suponía el paso del conocimiento puro a su aplicación tecnológica), pero sí permitía abordar la cuestión de los orígenes en tanto representaciones globales de la génesis moderna.

Los incrementos reflexivos en sociología tendieron, sobre todo después de la primera guerra mundial, a establecer una conexión íntima entre conocimiento de lo social y racionalización propia del mundo moderno como proceso histórico. Lo que puso en evidencia la discusión a partir de Weber fue que el campo de estudio abordado no podía establecerse con independencia del proceso que constituyó la cultura occidental moderna. Ya en Mauss la complejidad de lo social requiere de tratamientos que puedan interconectar regularidades diversas, pues éstas son las que configuran estructuras susceptibles de descripción y comprensión.23 Tales sistemas articulan complejos de representaciones colectivas que no pueden ser motivo de captación psicológica o empática, pues están inmersos en los procesos de intercambio y comunicación social propios de la racionalidad humana. No es casual que una apreciación como está sea retomada, posteriormente, por tipos de investigación histórica hoy altamente apreciados.

En suma, la transformación del saber histórico implicó un cambio sustancial en la tónica de la discusión epistemológica y en la centralidad teórica que la disciplina presentaba todavía hacia la segunda década del siglo XX. Acompañando este proceso, la introducción de modelos conceptuales y métodos de investigación originados en otras esferas de investigación social desplazó al documento como el factor determinante en su lógica procedimental. De tal modo que, en términos contemporáneos, repensar la naturaleza del saber histórico conlleva necesariamente a interrogar el cambio teórico y práctico de la disciplina, sustituyendo los niveles de análisis de antaño (principios de siglo XX) por aquellos otros instituidos por la continuidad de la historia misma (últimas cuatro décadas). Si en el primer caso se trataba de aislar preceptos normativos amparados en una centralidad teórica y práctica, estamos en una situación donde toda reflexión epistémica debe mostrar las condiciones que hacen posible la racionalidad procedimental de la historia en una dinámica de dispersión teórica y metodológica. El supuesto central del que parto consiste en considerar a la disciplina histórica, en el orden de su operación metódica, como un espacio de interdependencia respecto del conjunto de las ciencias sociales, particularmente, de la autorreflexión a la que están orientadas.

 

Historia y ciencias sociales: una interrelación necesaria

En lo que sigue apuntaré una serie de observaciones generales sobre la cuestión metodológica del saber histórico, iniciando con ello un trabajo de análisis más sistemático y detallado en términos de racionalidad operativa. Estas observaciones se enmarcan en el cambio agudo que se operó durante el siglo XX en los procesos metódicos de investigación y en la naturaleza del documento histórico, de tal forma que inducen elementos que hoy caracterizan el ámbito más general de la lógica de investigación. La tesis que sostengo consiste en asumir que los niveles que articulan la operación historiográfica, esto es, los procedimientos de investigación, los presupuestos de carácter epistemológico y la correlativa delimitación de fines, pueden entenderse en su modalidad contemporánea sólo desde el tipo de problemas teórico–metodológicos instituidos por la investigación social. Resulta necesario precisar que tal afirmación es plausible pero no en el sentido convencional en que se comprende la denominada interdisciplinaridad o multidisciplinaridad.

De tal manera que la tesis no busca situar las modalidades de complementación de enfoques teóricos que permitan potenciar el conocimiento de objetos de investigación hasta cierto punto compartidos, o, en el otro caso, introducir procesos metódicos provenientes de diversas disciplinas que, por la simple suma metódica, asegurarían un tratamiento mejor situado de fenómenos sociales complejos. La relación que se establece entre historia y ciencias sociales no se reduce a la posibilidad de volver complementarios enfoques teóricos ni a la simple diversidad metodológica que puede aplicarse a la investigación histórica. Esta situación de irreductibilidad y la dificultad que se presenta entre historiadores por establecerlo como un tema central de índole metodológica quizá se deban a una cuestión más de fondo: el saber histórico es un tipo de racionalidad operativa que ya en sí misma exige funcionalidad interdisciplinaria.

Una de las grandes cuestiones de la filosofía de la ciencia fue aquella que intentó aclarar las diferencias de carácter formal entre ciencias nomológicas y ciencias hermenéuticas. Tales diferencias se expresaban en una disyunción metódica: las ciencias nomológicas deducen métodos que buscan explicar causalmente los fenómenos apelando a leyes; las ciencias hermenéuticas alcanzan comprensión de los fenómenos sociales gracias al potencial interpretativo que subyace en los métodos empleados.24 En la actualidad esta discusión ha sido superada por una visión que ya no considera válidos los términos de la diferenciación enunciada. Por el contrario, existen posturas que, por debajo de la diferencia objetual, reconoce complementariedad entre procedimientos nomológicos y procedimientos hermenéuticos, de tal forma que es sostenible una apreciación del saber histórico desde esta complementariedad. Así, la ciencia histórica debe su naturaleza interdisciplinaria a la combinación, ahora expresada de manera metódica, de procesos propios de las ciencias nomológicas con procedimientos interpretativos.

La anterior definición como ciencia característicamente hermenéutica, sostenida desde el historicismo, carece de fundamentos. Su plausibilidad recaía sólo en la diferencia epistemológica que contraponía una explicación científica causal que apela a leyes generales a la comprensión subjetiva de fenómenos singulares. Lo que antes le era exterior, la diferencia epistemológica, ahora le es instancia interna que determina su forma sistémica de operación. En otras palabras, la contraposición explicación–comprensión es un rasgo definitorio del saber histórico.25 En ese sentido, la lógica de investigación histórica responde, precisamente, a esta combinación compleja de procedimientos dispares. Por supuesto, esta instancia operativa es lógicamente anterior, pero no claramente determinante, de aquella construcción discursiva donde el historiador presenta sus resultados. Insisto, se encuentra delimitada al nivel de los procedimientos de investigación.

Por tanto, desplazo la tesis un nivel más: la posibilidad de que la historia accede a una clausura operativa26 —cuestión central para la metodología— recae en la combinación entre procedimientos nomológicos y procedimientos hermenéuticos. Esa combinación se localizaba ya en la primera mitad del siglo XX en la base de la investigación social, en otras palabras, caracterizaban los procesos de cierre operativo de las propias disciplinas sociales. En la medida en que estas disciplinas aportan modelos conceptuales y métodos de investigación en el terreno historiográfico, inducen dos aspectos que paulatinamente serán rasgos de la matriz disciplinaria de la historia: la falta de centralidad teórica y la dispersión paradigmática. Esto último está en consonancia con la elevación de la operación historiográfica a racionalidad procedimental.27 Es necesario subrayar que el ascenso moderno de la historia como ciencia fue posible por el establecimiento de un orden metodológico que mostrara como análogos a los procesos científicos estándar sus propios procedimientos, en el entendido de que tal orden estaba circunscrito al carácter documental de la investigación.

Con ello, la lógica que gobernaba el escrutinio de una masa documental puede ser analizada como una forma de racionalidad formal. Cabe aclarar que esta elevación de la historia a un cierto nivel de cientificidad tiene por condición general la contraposición entre explicación científica y comprensión hermenéutica, normativa filosófica alcanzada previamente. Por otro lado, esta situación inédita en el panorama general de la historia desde sus orígenes clásicos, es decir, instituir como método a la propia investigación documental en el sentido de justificación formal del saber histórico, se le debe atribuir al historicismo y a una modalidad historiográfica precisa: la historia de las ideas, tanto en su vertiente de historia política como diplomática. La crítica inaugurada por la Escuela de Annales —entre otras formas de práctica historiográfica— puede ser vista como un índice de discontinuidad respecto de la situación central del documento histórico tomado como testimonio fiel del pasado.

El mismo Marc Bloch afirmó que la ingenuidad del historicismo se debía, entre otras cosas, a la identificación que llevó a cabo entre documento escrito y testimonio cuasi visual de acontecimientos. La vertiente escéptica —en el sentido apuntado arriba, esto es, aquella que pone en entredicho la credulidad del intérprete— introdujo un cambio notable en el valor del documento: no puede ser tomado como testimonio neutral.28 El ascenso de otras formas de hacer investigación, la historia económica y la historia social, fue un factor crucial para establecer una manera diferente de entender el valor del documento. En términos generales, sólo desde marcos conceptuales y teóricos es posible ubicar el cuerpo documental como elemento pertinente para la investigación, lo que Annales entiende como cuestionario.29 Desde estos marcos los historiadores están en capacidad de formular hipótesis, delimitar problemas de investigación y establecer criterios explicativos.

La afirmación de que no hay investigación histórica sin teoría previa expresa, con otras palabras, la introducción de procesos nomológicos en el campo de una ciencia hermenéutica como la historia. Pero también involucra un cambio en su definición general: si el historicismo la estableció como ciencia del pasado, ahora no puede obviar su condición presente como forma operativa.30 Si la referencia a una realidad pasada sostenida ayer por el historicismo no puede valorarse de la misma manera al buscar precisar las modalidades presentes de construcción de esa referencia —en la perspectiva de Michel de Certeau, si lo real es un producto determinado por criterios operativos—,31 ¿cómo, entonces, se construyen metódicamente las referencias historiográficas? Acudo de nueva cuenta a este autor:

En efecto, el estudio se establece en nuestros días desde el comienzo sobre unidades que el mismo estudio define, en la medida en que es capaz y debe ser capaz de fijarse a priori objetos, niveles y taxonomías de análisis [...] La investigación cambia de frente. Apoyándose sobre totalidades formales establecidas por decisión, se dirige hacia las desviaciones que revelan las combinaciones lógicas de series y se desempeña mejor en los límites. Si tomamos un vocabulario antiguo que ya no corresponde a la nueva trayectoria, podríamos decir que la investigación ya no parte de "rarezas" (restos del pasado) para llegar a una síntesis (comprensión presente), sino que parte de una formalización (un sistema presente) para dar lugar a "restos" (indicios de límites, y por ahí, a un "pasado" que es el producto de un trabajo).32

Esas totalidades formales remitidas por De Certeau al proceso metodológico puesto en marcha por la historia consisten en sistemas conceptuales o campos semánticos desarrollados desde teorías generales de carácter social. Como tales, es decir, sistemas de inteligibilidad, se convierten en elementos formales (modelos) dado que expresan el vasto espectro de nuestros modelos de racionalidad presente. Digamos que muestran cualidades de aplicación empírica o sintética; en otras palabras, son aptas para dirigir el proceso metódico en su conjunto. Su consistencia formal radica en que son vocabularios que tienen orientación empírica, por tanto pueden derivar conjuntos enunciativos susceptibles de falseación al permitir la formulación de problemas específicos de investigación. De ahí que puedan considerarse como vocabularios sintéticos ya que en el nivel de los ejemplos estándar son motivo de contrastación documental.33

Por tanto, fijan de manera previa al proceso de investigación problemas, objetivos, hipótesis y variables explicativas; delimitan los corpus documentales y definen los niveles de análisis y las formas pertinentes de tratamiento de esos materiales: ya sea serial o cualitativo, análisis estadísticos, por muestreo o por frecuencias y distribuciones, etcétera.34 Ahora bien, la aplicación metódica de los modelos a un conjunto de materiales busca delimitar la significabilidad del propio modelo o sistema conceptual. Ése sería el resultado del proceso de falseación metódica en el saber histórico, pues permite establecer los límites de inteligibilidad del vocabulario formal estableciendo al pasado no como dato sino como diferencia respecto de nuestros modelos de racionalidad actuales. Volveré sobre esto un poco más adelante. Quisiera tratar algunos problemas que se extraen del planteamiento anterior.

El hecho de que estos modelos provengan de otras ciencias sociales plantea un desafío a la investigación histórica, puesto que estos instrumentos de análisis guardan relación directa y explícita con teorías sociales. Pero esa relación se vuelve implícita en la historia e incluso modelos deducidos desde una misma teoría pueden ser considerados por el historiador como contrapuestos. Esto genera un trabajo reflexivo necesario que consiste en reconstruir las relaciones entre los modelos y las teorías de origen, pues estas últimas son cruciales para delimitar la significabilidad de los modelos. Este trabajo exigido al historiador se conecta con una problemática más general que tiene que ver con los procesos de adaptación histórica de esos modelos y que es crucial para la operación sistémica de la disciplina. Esos modelos y las teorías de las que se deducen presentan un innegable rasgo sincrónico por más que introduzcan criterios temporales en sus esquemas explicativos.

Es decir, están orientados a volver tratables científicamente fenómenos contemporáneos. El paso de una dimensión sincrónica a un enfoque diacrónico es posible porque se lleva a cabo un proceso adaptativo de los sistemas conceptuales. Se puede entender esto como una modificación tendencialmente hermenéutica de los modelos, aun cuando este proceso pueda cuestionar la capacidad explicativa del mismo. Esto puede deberse a que los modelos tiene cualidad sintética para sus disciplinas de origen de una forma no convergente con la dimensión sintética que tiene funcionalidad para la investigación histórica. Introducir criterios diacrónicos en esos modelos significa una transformación sintética que se cumple como metaforización de sistemas conceptuales originariamente no históricos.

Hablar de metaforización en este proceso adaptativo supone la introducción de relaciones de analogía entre el modelo (sistema conceptual) original y el modelo adaptado al tipo de análisis diacrónico. Podría decirse que entre el tipo de investigación social que lleva a cabo la sociología —por ejemplo— y la investigación histórica que apela a una masa documental existe inconmensurabilidad; este rasgo de imposibilidad de traducción entre formas discursivas dispares es superado por el fenómeno de traslado metafórico que salva las distancias lógicas establecidas. Lo anterior implica que dicho fenómeno presenta atributos heurísticos sin los cuales no podría haber investigación histórica; pero además, pone en juego una serie de cualidades hermenéuticas por parte del historiador que son, en sentido estricto, preteóricas. Son cualidades que circulan en los mundos de la vida donde el propio historiador es sujeto de racionalidad práctica.

Se debe apuntar que el fenómeno de metaforización alcanza todo el espectro de la escritura de la historia —proyectos, avances, publicaciones de todo tipo, hasta el informe final— pero en este nivel funciona más como forma de expansión discursiva y combinación de géneros escritos (por ejemplo, entre sistemas conceptuales y formas narrativas).35 En ambos casos, traslado y expansión, se trata de una transformación de los campos semánticos que las disciplinas sociales articulan en sus propias clausuras operativas; en tal sentido, se puede definir como resemantización a la secuencia que introduce otro contenido sintético en el tipo de clausura que lleva a cabo la investigación histórica. Posteriormente al proceso adaptativo de los modelos se lleva a cabo su contrastación con la base documental, esto es, su aplicación metódica propiamente dicha, dando por resultado una serie de elementos que permiten medir la viabilidad del propio modelo. Entonces, si el objetivo de la investigación consiste en un proceso de validación de los alcances sintéticos del modelo, esto significa una apreciable diferencia respecto de los procesos metódicos de la investigación social.

Lo que resalta en el caso del saber histórico es que sus procesos metodológicos remiten a una falseación del propio modelo expresado conceptualmente y no de un conjunto de enunciados singulares derivados de manera lógica del modelo. Recordemos que la segunda forma de falseación fue vista durante algún tiempo como la única modalidad autorizada de proceder científico, de ahí que la historia vendría a justificar una ampliación de la gama metódica considerada. Pero esto supone algo más: vulnera la imagen tradicional del método como un procedimiento que se justifica al final por sus alcances realistas o referenciales. Si la investigación histórica falsea la viabilidad del modelo, esto quiere decir que busca precisar sus alcances y sus límites, siendo estos últimos más significativos para la continuación de la propia investigación que la especificación de un conjunto de enunciados fácticos. Este proceso de validación permite identificar aquellas resistencias al modelo —sus límites y carencias— pero que son susceptibles de tratamiento metodológico ulterior.36

La apreciación que se puede establecer hasta aquí de la racionalidad operativa de la historia es que se gestiona como una especie de circuito que, en cada una de sus partes —en este caso la falseación metódica— asegura su continuación sistémica. Esto es crucial para entender por qué la investigación permite llevar a cabo correcciones continuas a los modelos, ya cristalizados como paradigmas historiográficos. Precisamente, la discusión historiográfica se presenta como una continua corrección de investigaciones previas en el ámbito de paradigmas compartidos por historiadores.37 La historiografía valida estas correcciones, no la cualidad realista de los discursos historiográficos, y con ello permite la reentrada sucesiva del paradigma en el circuito del proceso metódico. Así, identificar correcciones no consiste en cuestionar la validez de un modelo y por ende del paradigma deducido, menos aun supone la pérdida de validez de la teoría general de origen, por lo que la continuación de la investigación no pasa por un proceso de sustitución de paradigmas.38

Entonces es plausible afirmar que la reproducción de la matriz disciplinar de la historia se asegura por medio de la reproducción paradigmática, en un contexto caracterizado por la permanente competencia entre modelos conceptuales y paradigmas. Esto explica la convivencia de paradigmas específicos —por ejemplo la historia de las ideas— con otros sustancialmente contrarios; en este último caso me refiero como ejemplo a la nueva historia cultural francesa. Por otro lado, la forma sistémica que adquiere la operación historiográfica va más allá del nivel de validación de los resultados metódicos: introduce una suerte de crítica histórica de los propios modelos de racionalidad que operan en la investigación social y en otras áreas. Esto resulta importante para la continuación de la lógica de operación de las ciencias sociales —por tanto, de los aportes respecto de la autocomprensión social— pero también de la misma operación de los sistemas sociales. Esta problemática sienta las bases para discutir de otro modo la denominada función social del saber histórico.

Tanto para el funcionamiento de la investigación social como para la propia operación de los subsistemas funcionales de la sociedad contemporánea, la investigación histórica introduce elementos de contingencia sin los cuales no se pueden reproducir, pues deben reconocer distinciones temporales adecuadas.39 En un afán de caracterización general podría arriesgar la siguiente apreciación. En un primer nivel, la operación sistémica de la investigación histórica se presenta como un caso de funcionamiento autorreferencial puesto que permite la reproducción paradigmática, cosa notoria en la forma por la cual se validan los resultados aportados. En el sentido de autorreferencialidad, la validación es de carácter historiográfico pues está determinada por el conjunto de comunicaciones dadas en el seno de comunidades de investigación específicas. La justificación sobre el conjunto operativo de la investigación se produce como diálogo entre historiadores que comparten criterios para sancionar investigaciones anteriores y autorizar proyectos futuros.40

El segundo nivel —que podría denominar de los objetivos sociales de la investigación— se capacita para ejercer una crítica histórica que introduce contingencia en las áreas de investigación social, en la autocomprensión que generan y en el funcionamiento de los propios sistemas sociales, por lo que se desarrolla de manera heterorreferencial. Ambos niveles se complementan o se intersectan en diferentes puntos del circuito, dando consistencia a la racionalidad procedimental de la historia. En suma, abordar el problema de la operación historiográfica muestra la importancia que adquieren las ciencias sociales para la propia operación y reproducción de la base disciplinaria de la historia. Pero a la inversa, esta reproducción tiene funcionalidad en la propia operación sistémica de la investigación social. Esto es particularmente notorio respecto de la autorreflexión a la que están orientadas y que buscan satisfacer las exigencias de autocomprensión social.

Así como su vinculación a modelos conceptuales y métodos específicos de las ciencias sociales permite a la historia acceder a su propia clausura operativa, la operación historiográfica alimenta la clausura que se produce en el seno de esas disciplinas sociales. Es a partir de esta situación que la historia puede definirse como ciencia del presente más allá de la referencialidad que manejan los discursos historiográficos, puesto que la determinan sus criterios operativos. Al mismo tiempo y gracias a lo anterior, su adscripción al marco de los saberes sociales se convierte en rasgo ineludible de su propia base disciplinaria, situación que hace emerger problemáticas teóricas que requieren otro tipo de tratamientos que no se dejan reducir simplemente al concepto teoría de la historia convencional.

 

Notas

1 Véanse los siguientes trabajos: F. R. Ankersmit, Historia y tropología. Ascenso y caída de la metáfora, traducción de Ricardo Martín Rubio Ruiz, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, 470 p.; Michel de Certeau, La escritura de la historia, 2a. edición rev., traducido por Jorge López Moctezuma, México, Universidad Iberoamericana, 1993, 334 p.; Companion to historiography, edición de Michael Bentley, Nueva York, Routledge, 1997, 997 p.; Debates recientes en la teoría de la historiografía alemana, coordinación de Silvia Pappe, traducción Kermit McPherson, México, Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco/Universidad Iberoamericana, 503 p.; Mary Fulbrook, Historical theory, Londres/Nueva York, Routledge, 2002, 228 p.; Historia de la historiografía contemporánea (de 1968 a nuestros días), compilación de Luis Gerardo Morales Moreno, México, Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, 2005, 540 p.; Georg G. Iggers, Historiography in the twentieth century. From scientific objectivity to the postmodern challenge, Hanover/Londres, Wesleyan University Press, 1997, 182 p.; Dominick LaCapra, Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica, traducción de Teresa Arijón, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, 364 p.; The nature of history reader, edición de Keith Jenkins y Alun Munslow, Londres/Nueva York, Routledge, 2004, 352 p.; Jörn Rüsen, History. Narration. Interpretation. Orientation, Nueva York, Berghahn Books, 2004, 222 p.; Beverly Southgate, History: what and why? Ancient, Modern, and Postmodern perspectives, 2a. edición, Londres/Nueva York, Routledge, 1996, 200 p.

2 Guillermo Zermeño, "Sobre la crítica 'posmoderna' a la historiografía", Historia y Grafía, México, Universidad Iberoamericana, n. 9, 1997, p. 223.         [ Links ]

3 Jörn Rüsen, History. Narration. Interpretation. Orientation, op. cit., p. 77 y s. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, n. 40, julio–diciembre 2010, p. 91–120.

4 Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, traducción de Jesús Fernández Zulaica, Madrid, Cátedra, 1983, p. 128.         [ Links ]

5 "Aun cuando afirman que han 'ido más allá' de la epistemología, [los filósofos neokantianos] han llegado al acuerdo de que la filosofía es una disciplina que se encarga del estudio de los aspectos 'formales' o 'estructurales' de nuestras creencias, y que cuando las examina el filósofo realiza la función cultural de mantener la integridad de las demás disciplinas, limitando sus afirmaciones a lo que puede 'fundarse' adecuadamente." Ibidem, p. 153–154.

6 "Pero este tipo de descripción de la historia, que conocemos como teoría de la historia, siempre se realizó desde presupuestos ahistóricos, o dicho de manera más puntal, desde doctrinas filosóficas. La reflexión sobre la ciencia de la historia partía de la necesidad de fundamentar filosóficamente (la única forma que concebía el siglo XIX para validar un conocimiento en tanto científico) a la ciencia histórica. Este tipo de descripción reflexiva del conocimiento histórico lo vamos a denominar heterorreferencial, que significa que la historia como saber se comprendía desde un saber distinto al suyo, en este caso, el filosófico." Alfonso Mendiola, "El giro historiográfico: la observación de observaciones del pasado", Historia y Grafía, México, Universidad Iberoamericana, n. 15, 2000, p. 181.         [ Links ]

7 Véase un pertinente análisis de la contraposición entre el modelo de la explicación causal y el modelo de la comprensión teleológica en el trabajo de Karl–Otto Apel, La controverse expliquer–comprendre. Un appoche pragmatico–trascendantale, traducción de Sylvie Mesure, París, Cerf, 2000, 293 p.         [ Links ]

8 F. R. Ankersmit, Historia y tropología, op. cit., p. 99. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, n. 40, julio–diciembre 2010, p. 91–120.

9 Para una revisión crítica e histórica de la discusión que acompañó al dualismo ciencias naturales y ciencias del espíritu, véase Jürgen Habermas, La lógica de las ciencias sociales, 2a. edición, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Tecnos, 1990. En particular el punto I del capítulo 4, intitulado "El dualismo de ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu", p. 81–124.

10 Cfr. Wilhelm Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu. En la que se trata de fundamentar el estudio de la sociedad y de la historia, traducción, prólogo, epílogo y notas de Eugenio Ímaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1978, 426 p.         [ Links ]

11 "[...] esta oposición introduce una distinción central en el seno del saber histórico que recupera la diferencia ontológica entre lo trascendental y lo empírico, ya que configura, primero, el espacio del saber histórico frente al campo de lo histórico, y segundo, la contraposición entre pasado y presente desde la cual se legitima toda la cuestión de la objetividad de las representaciones historiadoras. Lo que salvaguarda la cualidad científica de la historia es, precisamente, la distancia cognitiva entre un sujeto historiador y su saber (instancia trascendental), por un lado, con un pasado objetivado entendido como núcleo de empiricidades, por otro." Fernando Jesús Betancourt Martínez, El retorno de la metáfora en la ciencia histórica contemporánea, op. cit., p. 45.

12 Véase la ya clásica presentación que realizó Walsh de la denominada teoría de la perspectiva y que recupera lo señalado arriba. W. H. Walsh, Introducción a la filosofía de la historia, 9a. ed., traducción de Florentino M. Torner, México, Siglo XXI, 1980, p. 134 y s.         [ Links ]

13 Kuhn afirmó que la discusión filosófica sobre qué clase de garantías racionales existe para discriminar creencias verdaderas y falsas ha resultado crucial puesto que el filósofo tiende a formular una racionalización de la creencia considerada verdadera. Esta forma de tratar los problemas muestra una diferencia notable respecto del trabajo del historiador ya que él adopta una perspectiva que busca entender los cambios de creencias a través de incrementos, construyendo una imagen de la ciencia no estática como la que produce la racionalización de la creencia, sino como una empresa siempre en desarrollo. El punto que destaca es que la adopción del filósofo de una perspectiva diacrónica condujo al reconocimiento de que no existen tales garantías racionales para discriminar las creencias. Para profundizar en esta discusión, véase Thomas S. Kuhn, La tensión esencial. Estudios selectos sobre la tradición y el cambio en el ámbito de la ciencia, traducción de Roberto Helier, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 131–148.         [ Links ]

14 Manuel Kant, Crítica de la razón pura, 6a. ed., estudio introductorio y análisis de la obra por Francisco Larroyo, versión española de Manuel García Morente y Manuel Fernández Núñez, México, Porrúa, 1982, p. 103 y s.         [ Links ]

15 Para una revisión crítica de la teoría de la correspondencia, véase Karl–Otto Apel, Teoría de la verdad y ética del discurso, introducción de Adela Cortina, traducción de Norberto Smilg, Barcelona, Paidós, 1998, p. 44 y s.         [ Links ]

16 Richard Rorty, El giro lingüístico. Dificultades metafilosóficas de la filosofía lingüística, seguido de Diez años después y de un epílogo del autor a la edición castellana, introducción y traducción de Gabriel Bello, Barcelona, Paidós, 1990, p. 54 y s.         [ Links ] Véase también, del mismo autor, su trabajo ya citado anteriormente: La filosofía y el espejo de la naturaleza, op. cit., p. 237 y s.

17 Cfr. Hilary Putnam, Razón, verdad e historia, traducción de José Miguel Esteban Cloquell, Madrid, Tecnos, 1988. Acúdase en particular al capítulo titulado "Hechos, valores y cognición", p. 199–213.         [ Links ]

18 F. R. Ankersmit, Historia y tropología, op. cit., p. 118–119. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, n. 40, julio–diciembre 2010, p. 91–120.

19 El ejemplo de esta postura es ya un clásico. Poniendo énfasis en la capacidad reconstructiva de lo real pasado, Langlois y Seignobos apuntaron lo siguiente: "La historia se hace con documentos. Los documentos son las huellas que han dejado los pensamientos y los actos de los hombres en otros tiempos [...] Para deducir legítimamente de un documento el hecho que guarda la huella, hay que tomar numerosas precauciones". Entre estas precauciones tenemos a la heurística, la crítica discriminatoria de documentos útiles de aquellos que no lo son y, finalmente, las llamadas ciencias auxiliares de la historia (paleografía, diplomática, filología, etcétera). C. V. Langlois y C. Seignobos, Introducción a los estudios históricos, traducción de Domingo Vaca, Buenos Aires, La Pléyade, 1972, p. 17.         [ Links ]

20 Puede decirse de otra manera: epistemología aplicada a la historia es un tipo de análisis que dilucida la relación entre un lugar social, un conjunto operativo y la construcción textual. Véanse los siguientes trabajos que se singularizan por introducir una perspectiva semejante. Michel de Certeau, La escritura de la historia, op cit., particularmente el capítulo "La operación historiográfica", p. 67–118; y Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Buenos Aires/México, Fondo de Cultura Económica, 2004, sobre todo la introducción al capítulo II "Historia/Epistemología", p. 177–183.         [ Links ]

21 Para una precisión del concepto resulta esencial el texto de Thomas S. Kuhn, La tensión esencial. Estudios selectos sobre la tradición y el cambio en el ámbito de la ciencia, traducción de Roberto Helier, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 320 y s.         [ Links ] Para seguir la discusión en un terreno propiamente filosófico, véase el trabajo ya clásico de Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, op. cit.

22 Véanse al respecto los siguientes estudios: Francisco Vázquez García, Estudios de teoría y metodología del saber histórico, Cádiz, Universidad de Cádiz, 1989, 135 p.         [ Links ]; Ludmilla Jordano–va, History in practice, Nueva York, Oxford University Press, 2000, 224 p.         [ Links ]; François Dosse, La historia en migajas. De Annales a la "nueva historia"', traducción de Francesc Morató i Pastor, México, Universidad Iberoamericana, 2006, 249 p.         [ Links ]; y de Peter Burke los trabajos titulados Historia y teoría social, traducción de Horacio Pons, Buenos Aires, Amorrortu, 2007, 320 p.         [ Links ], y La revolución historiográfica francesa. La Escuela de los Annales: 1929–1989, traducción de Alberto Luis Bixio, Barcelona, Gedisa, 1996, 141 p.

23 Cfr. Marcel Mauss, Sociologie et anthropologie, précédé d'une introduction à l'oeuvre de Marcel Mauss par Claude Lévi–Strauss, París, Presses Universitaires de France, 1950, 482 p; Jürgen Habermas, La lógica de las ciencias sociales, op. cit., p. 173 y s.; Narciso Pizarro, Tratado de metodología de las ciencias sociales, Madrid, Siglo XXI, 1998, p. 65 y s.         [ Links ]; Le modèle et l'enquête. Les usages du principe de rationalité dans les sciences sociales, dirección de Louis–André Gérard–Varet et Jan–Claude Passeron, París, École des Hautes Études en Sciences Sociales, 1995, 580 p.

24 Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I. Racionalidad de la acción y racionalización social, versión castellana de Manuel Jiménez Redondo, México, Taurus, 2002.         [ Links ] Véase el apartado: "La problemática de la 'comprensión' en las ciencias sociales", p. 147–191. También Karl–Otto Apel, La controverse expliquer–comprendre, op. cit.

25 Paul Ricoeur, Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, 2a. edición, traducción de Pablo Corona, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.         [ Links ] En particular véase el apartado intitulado: "Explicar y comprender. Acerca de algunas conexiones destacables entre la teoría del texto, la teoría de la acción y la teoría de la historia", p. 149–168.

26 Niklas Luhmann, La ciencia de la sociedad, traducción de Silvia Pappe, Brunhilde Erker y Luis Felipe Segura, bajo la coordinación de Javier Torres Nafarrate, México, Universidad Iberoamericana/Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente/Anthopos, 1996, p. 26 y s.         [ Links ]

27 Michel de Certeau, La escritura de la historia, op. cit., p. 67–68.

28 Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador, edición crítica preparada por Étienne Bloch, traducción de María Jiménez y Danielle Zalavsky, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Fondo de Cultura Económica, 1996.         [ Links ] Véase para esta discusión el capítulo III, "La crítica", p. 185–231.

29 Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, op. cit., p. 234.

30 "Sin embargo, lo 'real' representado no corresponde con lo real que determina su producción. Oculta, detrás de la figuración de un pasado, el presente que lo organiza. Expresado sin miramientos, el problema es el siguiente: la puesta en escena de una realidad (pasada) construida, es decir el discurso historiográfico mismo, oculta el aparato social y técnico que lo produce, es decir, la institución profesional." Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis. Entre ciencia y ficción, traducción Alfonso Mendiola, México, Universidad Iberoamericana, 1987, p. 55.         [ Links ]

31 Michel de Certeau, La escritura de la historia, op. cit., p. 97.

32 Ibidem, p. 92.

33 La noción sintético está tomada en sentido estricto, esto es, alude al proceso empírico de investigación y señala los criterios que gobiernan todo el desarrollo, desde la deducción de hipótesis hasta la valoración de los resultados.

34 Michel Foucault, La arqueología del saber, 17a. edición, traducción de Aurelio Garzón del Camino, México, Siglo XXI, 1996, p. 17.         [ Links ]

35 Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, op. cit., p. 181.

36 "Se podría decir que la formalización de la investigación tiene precisamente como objetivo la producción de 'errores' —insuficiencias, carencias— que puedan utilizarse científicamente." Michel de Certeau, La escritura de la historia, op. cit., p. 91.

37 Jörn Rüsen, "Origen y tarea de la teoría de la historia", en Debates recientes en la teoría de la historiografía alemana, op. cit., p. 43.

38 En cuanto a la situación de los paradigmas en las ciencias sociales, véanse los siguientes textos: Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, I. Racionalidad de la acción y racionalización social, versión castellana de Manuel Jiménez Redondo, México, Taurus, 2002, p. 194 y s.; Sheldon S. Wolin, "Paradigms and political theories", en Paradigms and revolutions. Appraisals and applications of Thomas Kuhn's philosophy of science, edición de Gary Gutting, Notre Dame/Londres, University of Notre Dame Press, 1980, p. 160–191;         [ Links ] Mary Fulbrook, Historical theory, op. cit., p. 31 y s.

39 "Los sistemas funcionales que conforman a la sociedad moderna (economía, política, arte, ciencia, religión, etcétera) plantean relaciones con los horizontes de la temporalidad de manera diferenciada. Por ejemplo, a través de su función social se vinculan con el presente; por medio de las prestaciones que pueden ofrecer a los otros subsistemas de la sociedad, con el futuro y, como ya adelantábamos, su autorreflexión los orienta hacia su pasado." Alfonso Mendiola, "El giro historiográfico: la observación de observaciones del pasado?", Historia y Grafía, México, Universidad Iberoamericana, n. 15, 2000, p. 196–197.         [ Links ]

40 Cfr. Fernando Betancourt Martínez, "Teoría e historia: los signos de una transformación. Observaciones a propósito del diálogo entre historiadores", Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, n. 32, julio–diciembre 2006, p. 103–125.         [ Links ]

 

Información sobre el autor

Fernando Betancourt Martínez, mexicano, es doctor en Historia por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Es investigador en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y miembro del SNI. Ha impartido clases en la Universidad Iberoamericana, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus trabajos se han centrado en historiografía y teoría de la historia. Su libro más reciente, publicado por el Instituto de Investigaciones Históricas en 2007, lleva por título El retorno de la metáfora en la ciencia histórica contemporánea.

 

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