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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.37 Ciudad de México ene./jun. 2009

 

Artículos

 

Un mesías, ladrón y paranoico en el Manicomio La Castañeda. A propósito de la importancia historiográfica de los locos

 

Andrés Ríos Molina*

 

* Estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Correo electrónico: crios@colmex.mx

 

Resumen

El artículo analiza el caso de Alberto Nicolat Talocín: un paranoico que tuvo varios ingresos al Manicomio La Castañeda. Con base en sus autobiografías y la tesis escrita por el médico Gregorio Oneto Barenque, el autor reconstruye la forma en que el "loco" se relacionó con la institución terapéutica y con el lenguaje psiquiátrico. Además, se discute el papel del enfermo mental y el contexto cultural en la construcción del saber científico sobre las psicopatías.

Palabras clave: paranoia, manicomio, enfermedad mental, mesías, psiquiatría.

 

Abstract

This article analyzes the case of Alberto Nicolat Talocín: a paranoic that was hospitalized several times in the lunatic asylum La Castañeda. On the basis of their autobiographies and the thesis written by doctor Gregorio Oneto Barenque, the author reconstruct the way "madmen" related to therapeutic institutions and psychiatric language. They also discuss the role of the mentally ill and the cultural context of the construction of scientific knowledge of psychopathies.

Key words: paranoia, lunatic asylum, mental illness, messiah, psychiatry, history of health.

 

El 20 de agosto de 1918 fue capturado Alberto Nicolat Talocín, famoso ladrón que se hacía pasar por cleptómano y el mismo que recorrió el país durante la Revolución afirmando que era un mesías enviado por la virgen María como pregonero de la paz. La policía detuvo a Nicolat y a los demás miembros de la banda de asaltantes después de haber robado Las Fábricas Universales.1 Una vez detenido, su declaración resultó incoherente y su comportamiento tan extraño, que los médicos consultados por el Juzgado Cuarto de Instrucción optaron por remitirlo al Manicomio General La Castañeda. Como ingresó en calidad de reo, fue asignado al Pabellón de Peligrosos.2

Debido a que la noticia de su aprehensión y posterior traslado fue publicada en periódicos de amplia circulación, diferentes juzgados escribieron al manicomio manifestando que en tales instancias también se buscaba a Alberto por varios delitos menores.3

El controvertido caso despertó interés entre los médicos de La Castañeda. Si Alberto padecía de alguna psicopatía, no tendría que asumir su responsabilidad penal y en lugar de castigo debía recibir tratamiento. Pero si su salud mental era óptima, entonces este simulador sería enviado a la cárcel. Esta función jurídica de los psiquiatras ya había sido reglamentada en 1871, con la aparición del Código Penal, cuando se hizo obligatorio el concepto de los médicos en los tribunales a la hora de definir si un acto criminal se había acometido en estado de locura o de cordura.4 En consecuencia, el diagnóstico psiquiátrico que de Alberto se hiciese no sólo tendría implicaciones clínicas sino, además, jurídicas.

Gregorio Oneto Barenque, uno de los practicantes de la Escuela de Medicina que en aquellos días laboraba en La Castañeda, se interesó particularmente en el caso de Alberto. Este médico fue quien años después recorrió diferentes prisiones de la capital mexicana para ver a los internos fumar marihuana y analizar los efectos que ésta producía.5 Además, asesoró a Juan Bustillo Oro en la realización de la película El hombre sin rostro,6 donde se narran los problemas edípicos de un médico que estrangulaba prostitutas de Reforma, al mejor estilo de Hitchcock. Este médico fue ampliamente conocido por la sociedad mexicana en septiembre de 1942 por haber sido el primer psiquiatra en analizar detalladamente al muy famoso multihomicidia Gregorio Cárdenas Hernández, Goyo, el "Estrangulador de Tacuba". Cuando Goyo cayó en un episodio psicótico después de haber asesinado a cuatro mujeres, su madre optó por internarlo en el hospital psiquiátrico que el doctor Oneto tenía en la colonia Juárez. Allí le inyectó pentotal sódico y, al obtener la confesión completa de sus crímenes, dio parte a las autoridades.7

Es muy probable que el encuentro entre Alberto y el doctor Oneto haya tenido lugar en la cátedra de Clínica Psiquiátrica, impartida en el mismo Manicomio. Era común que ciertos pacientes asistiesen a dichas clases, algunas veces en calidad de oyentes y en otras para ser entrevistados, en caso de ser considerados como casos "típicos". De hecho, Alberto fue varias veces invitado a la mencionada cátedra por el entonces profesor José Mesa Gutiérrez, quien fuera el primer director del Manicomio La Castañeda en 1910.8 Fue tal el interés de Oneto, que su tesis de grado titulada Un loco, un anómalo, ¿puede ser un responsable?, la dedicó a comprender el caso de Alberto. Le solicitó al entonces director de La Castañeda que le prestara el extenso expediente para analizar las numerosas historias clínicas, las autobiografías escritas por el paciente y hasta se tomó el tiempo para buscar a la esposa de Nicolat en Chalco y entrevistarla.

Antes de detenernos en la especificidad del caso, es necesario preguntarnos ¿qué relevancia historiográfica puede tener el análisis del caso de Alberto?

 

Los locos en la historiografía

El libro basado en escritos de locos que más influencia historiográfica ha tenido es A social history of madness. Stories of the insane (1987) de Roy Porter.9 Este texto analiza escritos de locos "famosos" como Daniel Paul Schreber, Virginia Woolf, Vaslav Nijinsky, para mencionar unos cuantos. En lugar de hacer una valoración del estado mental de estos personajes, Porter hizo uso de los textos escritos por ellos para comprender la forma en que el entorno social moldeó las diferentes formas de locura; demostrando que, por disparatadas que fuesen, las afirmaciones de los locos sólo pueden ser comprendidas en un marco histórico y cultural. Para este autor "las delusiones de los locos, los mitos de la psiquiatría y las ideologías de la sociedad en general forman parte de un tejido ideológico común".10 Esta tendencia ha influenciado la reciente producción historiográfica mexicana. Uno de los primeros intentos por hacer una historia que tuviese al loco como eje central fue el caso de Felipe Raygoza, analizado por Cristina Sacristán. Este hombre, quien fuera chambelán de la corte de Maximiliano de Habsburgo, estuvo encerrado en el Hospital para Hombres Dementes de San Hipólito debido a que su familia argumentaba que él estaba malgastando la herencia que estaba en su custodia como consecuencia de la enfermedad mental que lo aquejaba. Como Raygoza era abogado y se hizo cargo de su propia defensa, nos encontramos con un interesante caso donde era evidente la capacidad del "loco" para cuestionar tanto al régimen psiquiátrico como al jurídico.11

Con base en las cartas escritas por pacientes de La Castañeda, se han escrito artículos que buscan explorar la cotidianidad del encierro, las relaciones de poder que allí se establecían, los códigos que regían la comunicación entre pacientes y médicos, la experiencia subjetiva del interno, su actitud frente a la institución psiquiátrica, al tratamiento y al diagnóstico impuesto.12 Existen expedientes, como en el caso de Alberto, que contienen autobiografías escritas por los mismos internos. En estos textos solemos encontrar la postura del paciente frente a su internación. En caso de que el paciente no aceptase que tenía alguna enfermedad mental, solía explicar en términos sociales la causa de su internamiento. Algunos argumentaban complots por parte de los familiares para despojarlos de sus bienes,13 mientras que otros pensaban que habían sido víctimas de la brujería.14 Por otra parte, los que sí aceptaban su enfermedad mental, señalaban como causas la enfermedad crónica de algún antepasado, un accidente en la infancia, mala alimentación, hasta nos encontramos un francés que le echó la culpa de su locura a un tamal que se comió.15 Lo interesante de estas autobiografías es que son narraciones usadas por los locos para darle un sentido a su locura, a su encierro y hasta a su mismo sufrimiento. Sin embargo, un problema metodológico emerge cuando nos limitamos a las cartas de los locos como única fuente, sin tomar en cuenta los textos elaborados por los médicos. Considerar que los textos elaborados por los pacientes plasman su subjetividad en estado de "pureza", es tan extremo como desdeñar los escritos de los médicos por estar mediados por sus prejuicios culturales y elaborados bajo una impronta biologicista. Además de las catas de los locos, algunos expedientes contienen extensas descripciones hechas por los médicos que, obedeciendo al rigor propio de la clínica, registraban detalladamente lo que el paciente decía, sus posturas, gestos, hábitos, expresiones, etcétera.

Para resolver el mencionado problema, considero muy útil el planteamiento hecho por Cristina Rivera Garza para el análisis de las entrevistas realizadas por los médicos de La Castañeda. La relevancia analítica de las respuestas que los pacientes daban a sus médicos en el marco de la entrevista clínica no sólo radica en que nos exponen cómo percibían la sociedad de su momento o cómo narraban su personal e íntima experiencia subjetiva frente a la locura. Más bien, en dichas narrativas convergen tanto los significados médicos como sociales de la locura en el México de aquellos días. Esto quiere decir que, por una parte, los pacientes articulaban en sus narraciones el lenguaje y las expectativas de los médicos ya que así lograrían convencer a sus interlocutores de su cordura, expresar sus propias nociones de locura, de cuerpo y de sociedad en términos médicos.16 Y por otra parte, en tales entrevistas se pueden percibir que los criterios sociales en torno a clase y género, fueron determinantes a la hora de otorgarle un significado a la locura. Así, en las entrevistas clínicas podemos escuchar la voz del loco, de sus familias, de los médicos y, además, percibir los criterios culturales que en aquellos días regulaban las ideas de lo normal y lo anormal, lo loco y lo cuerdo con base en las diferencias de clase y género.

Además de la polifonía intrínseca a los expedientes clínicos es necesario señalar otro rasgo: nos narran la manera en que paciente y médico moldean sus discursos mutuamente, resaltando la naturaleza dialógica del saber psiquiátrico. La historiografía que se ha esmerado en analizar la forma en que las entidades nosológicas han cambiado a través del tiempo, nos ha enseñado que el saber psiquiátrico ha complejizado su mirada frente al conjunto de comportamientos "anormales" para clasificarlos en esquemas mucho más rigurosos desde la perspectiva "científica".17 Sin embargo, si incorporamos los casos particulares que en diferentes momentos han generado las reflexiones psiquiátricas, podremos analizar la naturaleza del saber psiquiátrico desde una perspectiva menos vertical; esto es, observar a los locos no sólo como sujetos pasivos frente a la erudita mirada médica, sino como actores sociales cuya acción social es determinante en las reflexiones propias del saber científico. En consecuencia, una aproximación historiográfica a los enfermos mentales nos permite dilucidar la manera en que el contexto social y cultural incide en la construcción de los parámetros usados por los psiquiatras para comprender los límites entre locura y cordura.

 

Un pasado de locura y comodidad

Podríamos pensar que por haber ingresado al Pabellón de Peligrosos en 1918, Alberto permanecía amarrado y sedado por su incontrolable violencia. Pero este hombre, siempre elegante en su vestir y amable en el trato, conversaba con tal fluidez y coherencia que era difícil determinar los límites tanto de su locura como de su cordura. Comencemos por escuchar la historia usada por Alberto para justificar esa locura que jamás se esforzó por negar.

Alberto Nicolat Talocín había nacido de la relación entre un hombre europeo y una indígena mexicana en 1879. Debido a que un perro rabioso había mordido al padre en la juventud, éste tuvo accesos esporádicos de locura.18 Los abuelos paternos fueron alcohólicos y la abuela había estado internada en el Hospital para Mujeres Dementes del Divino Salvador; además, una hermana de Alberto había pasado por periodos de enajenación.19 Bajo la teoría del degeneracionismo,20 la presencia de enfermos mentales en la familia de nuestro hombre era una prueba irrefutable de su psicopatía.

Según Alberto, su primer acceso de locura ocurrió en la adolescencia, allá en Guadalajara, cuando dos hombres se le echaron encima con un cuchillo, lo metieron en un costal de carbón y lo pusieron en una tina de las que se usaban para almacenar trigo. Cuando llegó el padre en su búsqueda, se le abalanzaron los mismos hombres para golpearlo. Alberto sacó una pistola que siempre lo acompañaba e hirió a uno de ellos. Simultáneamente llegaron unos amigos del padre que los rescataron. Debido a la "fuerte impresión" cayó enfermo. Según él, "a pesar de no tener fiebre deliraba constantemente" mientras gritaba "¡Que te matan, papacito, que te matan!". La imagen del hombre que lo había atado se había quedado "metida muy hondo dentro del cerebro". Después de dicho incidente, Alberto menciona: "quedé sumamente delgado y, además, como tonto […] flaquito, huraño, tardío y tonto; mi cerebro se había apagado".21 La recomendación de los médicos fue que paseara y se alimentara bien. Por esta razón el padre lo llevaba a fiestas y lo colmaba de regalos hasta que su mente recobró la lucidez.

Pasaron los años e ingresó al Colegio Militar donde se convirtió en un hábil gimnasta, destacando en esgrima y en las paralelas. En un día de permiso, mientras paseaba por el canal de Santa Anita, tres hombres lo asaltaron, lo golpearon y lo arrojaron al agua. Cuando abrió los ojos, estaba en la Quinta de Salud del Doctor Lavista, institución privada para enfermos mentales situada en Tlalpan. A raíz de este suceso pidió la baja y se instaló en Tuxpan (Colima) donde, según dice, ocupó la Secretaría de la Jefatura Política, en 1912.22 Mientras cumplía con dicho cargo, comenzó a darse cuenta de las múltiples injusticias que rodeaban al mundo; percepción que guió su nuevo sendero…

 

De la sagrada misión al comercio

Una noche, mientras soñaba, tuvo una revelación divina en la que se trazaba su nuevo destino como mesías y pregonero de la paz. Soñó que una doncella le decía:

Tú, Alberto, eres el elegido. ¿Ves esa tierra? Es Jalisco la bella, la de las mujeres hermosas; ésa es la Nueva Jerusalén, esa es la cuna de la paz […] Tú, el de la voz clara, sugestiva e impresionante, irás por los campos y caminos, y a las gentes que quieran escucharte dirás que la República Mexicana, la gloriosa, la querida, la respetada, la admirable, la idealista, si quiere ser grande, ha de buscar la paz.

Además, su misión era una crítica frontal a la violencia revolucionaria ya que la doncella lo invitaba a pregonar que:

No es leal ni debido que los hermanos se maten unos a otros por las bastardas y mezquinas ambiciones de cien mil analfabetas guiados por un grupo de bandoleros asalariados de los banqueros de Wall Street, que han hecho de nuestras desgracias una mina que explotar.23

Su obligación era seguir el dechado de Cristo: atravesar el país, con sus montes y llanuras, proclamando el mensaje de la paz. Pero la doncella le advertía que en caso de que se mofaran, lo insultaran y maltrataran, no debía abandonar su misión, ya que ése era el irremediable destino de un mesías. Al día siguiente decidió concluir con su vida de opulencia y convertirse en el "Propagandista de Paz" que debía recorrer la patria pregonando la necesidad de la concordia nacional. De manera que compró unas botas amarillas, un pantalón de montar, un chaquetín militar, una mochila y un sombrero de panamá; tomó un baúl con dos mudas de ropa, unos cubiertos de su comedor y emprendió el "Viaje de la Paz".24

Una vez en Guadalajara, anunció sus conferencias en pasquines que él mismo mandaba imprimir. Juntaba público en las esquinas y exponía sus ideas sobre la paz. Además, llegaba a los periódicos y hablaba con los editores, y en algunas partes publicaron pequeñas columnas relatando las andanzas de tan curioso viajero, acompañadas de su retrato o una caricatura. Usaba estas publicaciones a manera de salvoconducto para moverse por las regiones en guerra sin problemas. Recorrió pueblos donde, según él, "cautivó a la masa popular". Llegó a Sonora y se dio a la tarea de reunir firmas de todos aquellos que repudiaban la Revolución; según Alberto, juntó más de catorce mil. Con estas firmas se presentó ante el general José María Maytorena y le dijo que la revolución era antipatriótica. El alto mando le dijo que esas firmas eran de huertistas y le advirtió que de no salir de sus terrenos, lo fusilaría. Emprendió la huida y en varias ocasiones le dispararon.25 Como era de esperarse, en medio de la guerra civil de aquellos días, un mesías con sueños de paz era algo más que una anormalidad en un contexto donde la violencia era, por antonomasia, el lenguaje que regulaba la política. Sin embargo, la aparición de figuras mesiánicas en momentos de crisis social ha sido una constante en la historia.26

Salió de allí y en varias oportunidades le dispararon, pero él no sólo llevaba la protección divina: siempre cargaba una pistola con balas expansivas, con la que mató a varios que lo atacaron. Cuando llegó a Michoacán, estado "infectado de rebeldes", para escapar de las balas tuvo que hacerse pasar por sacerdote. Sin embargo, no perdía oportunidad para criticar fuertemente ese aspecto "misántropo, cenobita o anacoreta" de los sacerdotes que hablaban de la paz "porque no sabían de guerra". Por el contrario, Alberto se mostraba fuerte y vigoroso, y señalaba que por haber sido soldado, tenía todos los conocimientos necesarios para poder renegar de la guerra.27

De Michoacán saltó a Veracruz, donde el periódico El Dictamen, le dedicó un par de artículos, y allí se enrumbó hacia la ciudad de México. La Basílica de Guadalupe se convirtió en su centro de operaciones, siendo uno de los focos más importantes para la devoción y diversión popular en la capital.28 Después de impartir varias conferencias a los peregrinos, el jefe político lo mandó encarcelar. Pero la turba enardecida, según Alberto, exigió su salida mientras gritaban con frenesí: "¡Es un santo!". Besaban sus manos y los condujeron al Cerro del Tepeyac donde produjo su "oración lírica más sentida, más honda y profunda […] habiéndome interrumpido la gente para ovacionarme". La gente le llevaba frutas, las madres llevaban a sus hijos para que los bendijera y las esposas iban en busca de consejos. Cuando llegó al centro de la ciudad, anunció su conferencia en pro de la paz, pero el general Victoriano Huerta lo mandó aprehender y el rumbo del mesías se desvió por completo. Tres días después lo llevaron a espaldas de la cárcel y se hizo un simulacro de fusilamiento con balas de salva. Cuando dispararon, Alberto cayó al piso preso de una fuerte conmoción nerviosa. El jefe del pelotón lo ayudó a incorporarse y le dijo "No se asuste, amigo; esto es para que escarmiente y se quite de payasadas". A raíz de este suceso, Alberto anduvo "desalentado, descorazonado, con el alma preñada de amargura, mirando con asco a los hombres e implorando a los cielos justicia". En ese momento murió el propagandista de la paz y resucitó como un hábil comerciante. Su tarjeta de presentación decía: "Importaciones y exportaciones. Comerciante y comisionista. Representante de Casas Extranjeras. Compra–Venta de Casas Rústicas y Urbanas".29

Alberto montó una oficina en el centro de la capital y en poco tiempo amasó una considerable fortuna. Su técnica era sencilla: se presentaba en un almacén como comprador, tomaba los precios y salía hacia otro establecimiento donde ofrecía la misma mercancía. Si lograba venderla, obtenía comisión por ambas partes y el dinero lo usaba para comprar maíz que se producía en Milpa Alta. Después, en el DF, vendía el maíz al triple de su precio original.30 Sin embargo, su cordura duró poco tiempo.

Según una de las múltiples autobiografías que aparecen en su expediente clínico, la tendencia al robo comenzó cuando Alberto visitaba a un amigo. Sin explicación alguna tomó un reloj que estaba sobre una mesa. En el momento no lo notó, pero ya en su casa, se percató de la presencia del reloj en el bolsillo, razón por la que lo regresó terriblemente avergonzado. Este evento se repitió día con día al punto de llegar a los juzgados acusado de robo. Este hecho lo trastornó nuevamente: "se desequilibró probablemente mi cerebro; llegaba a mi casa mustio, triste, cabizbajo, como si tuviera un enorme peso en el cráneo". En otra ocasión, mientras estaba en un Banco, tomó una bolsa de oro, mientras alucinaba que dos hombres pretendían robarla. Por ello, la agarró mientras gritaba ¡ladrones, ladrones! Los empleados se rieron del suceso y lo dejaron ir.31

La siguiente alucinación de Alberto lo llevó a La Castañeda por primera vez el 20 de agosto de 1918. Esta vez fue capturado con los otros seis miembros de la banda mientras portaba dos talegas, cada una con mil pesos, saliendo de Las Fábricas Universales. Durante el juicio, Alberto afirmó no recordar lo ocurrido; argumentó que perdía la memoria y a ciencia cierta no recordaba cómo había llegado al sitio del crimen. Ofreció una respuesta poco creíble: el otrora "Pregonero de la Paz Mundial" afirmó que se encontraba en el sitio del crimen por mero accidente y que tenía las bolsas en su poder porque un desconocido las arrojó a sus pies. Además, Alberto cayó en un silencio profundo, se negaba a comer y murmuraba incoherencias en su soledad; comenzó a tener visiones. Finalmente, el Juez Cuarto de Instrucción lo condenó a seis años de prisión, condena que cumplió en La Castañeda. ¿Cómo transcurrió su encierro? Veamos.

Médicos iban y venían por el manicomio, con preguntas necias
y charlas interminables que me impacientaban;
luego, una alimentación desastrosa; sin medicinas,
además. Me sentí perseguido, creí que mi mujer me robaba,
que los médicos se vendían y mis abogados me engañaban.32

 

Vivir en La Castañeda

Alberto no dudó en afirmar que el encierro en el Pabellón de Peligrosos había sido la causa por la que cayó en una crisis nerviosa que lo tornó huraño y agresivo. Pero después de seis meses de encierro comenzó a adaptarse a su nuevo contexto: se convirtió en sastre y montó su propio taller. Se hizo amigo de médicos y practicantes y hasta entraba en acaloradas discusiones con ellos sobre la naturaleza de su enfermedad, comparándose a sí mismo con los demás internos.

"Paranoia", "Parálisis general progresiva", "constitucional", "psicosis reivindicatriz", "locura razonante", se mezclaban en las discusiones acerca de mi mal; yo me fijaba en los enfermos y procuraba comparar su caso con el mío: a aquel le faltaba la memoria, hablaba mucho, tenía ideas de grandeza, pero absurdas: mientras recogía un millón, recogía la colilla de un cigarro o se robaba la comida de su vecino.33

En los expedientes clínicos de pacientes de La Castañeda solemos encontrar cartas en las que algunos pacientes no sólo cuestionaban el diagnóstico que se les hacía, sino que, además, utilizaban el lenguaje psiquiátrico para comprender los comportamientos anómalos de sus compañeros de encierro. Algunas veces usaban los criterios clínicos para compararse con los demás pacientes y reformular los diagnósticos del cuerpo médico.34 Los tratamientos también eran refutados, no por erróneos sino por insuficientes ya que los mismos pacientes exigían una mayor medicación. Nótese la siguiente carta firmada por ocho pacientes y dirigida al director de La Castañeda:

Desde el día en que el Dr. Martínez Baca se hizo cargo de este departamento […] nos ha suspendido el baño frío que algunos tomábamos por las mañanas y hasta la fecha y a pesar de tener 6 o 7 días como médico del pabellón, no ha examinado a ningún enfermo. Sólo sea examen el llamar dos o tres personas y hacerles unas cuantas preguntas vulgares y triviales.35

Alberto fue de aquellos pacientes que exigían una mayor medicación. En cierta ocasión le tomaron una muestra de sangre para aplicarle la reacción Wassermann, con el objetivo de detectar si tenía sífilis. Los médicos que laboraban en La Castañeda sabían que esta prueba era altamente imprecisa, por lo que preferían hacerla hasta tres y cuatro veces antes de comenzar el tratamiento.36 Debido al fuerte estigma que tenía la sífilis en aquellos días, resultaba obvio que muchos pacientes cayeran en una profunda crisis cuando esta afección les era diagnosticada a partir de una serorreacción sin que necesariamente se presentasen síntomas físicos. En 1925, el doctor Edmundo Escomel señaló que algunos pacientes obtenían un resultado positivo en la reacción Wassermann, careciendo de las manifestaciones clínicas propias de la sífilis. Cuando esto ocurría, la explicación solía fundarse en que la enfermedad la había heredado del padre o del abuelo y que en algún momento se harían manifiestos los síntomas.37 Inmediatamente se debía someter al supuesto sifilítico a un tedioso tratamiento: inyecciones de arsenobenzoles, como el salvarzán,38 además de sales mercuriales por un mínimo de tres años.39 Se le prohibía contraer matrimonio antes de cinco años y, además, tenían que portar en sus carteras el "pasaporte de R. Positiva", que les imprimía el estigma de sifilíticos, degenerados y pertenecientes a una familia de viciosos y enfermos.40 Por todo esto, el doctor Escomel no dudaba en afirmar que estos tratamientos aunados a la carga social, solían generar la "neurastenia wassermánica"; esto es, que si el supuesto sifilítico no daba muestras de locura, con el resultado positivo en la reacción Wassermann, la locura terminaba por emerger. Por lo tanto, el doctor Escomel les recomendaba a los médicos dudar de los resultados de la reacción; sin embargo, debido al pánico que generaba ser portador de sífilis, los pacientes con resultado positivo solían exigir "innúmeras inyecciones arsenicales" que les generaba síntomas diarreicos, hepáticos y cutáneos. Es más, el mismo médico mencionó que uno de sus pacientes, "obsesionado por la ignominia de su padre, de hacerle padecer males en que no tenía culpa alguna", llegó al suicidio después de ver el resultado positivo de la reacción Wassermann.41

Esto le ocurrió a Alberto. Cuando se le diagnosticó sífilis a raíz de un errado resultado Wassermann,42 cayó nuevamente en crisis y comenzó a solicitar inyecciones de salvarzán en cantidades que superaban las dosis estipuladas.43 Como los médicos no le aplicaban la cantidad de medicina que él solicitaba, la compró con sus propios recursos. De tantas inyecciones le acaeció una crisis nitritoide que puso en peligro su vida, aceptando dejar tan contraproducente tratamiento. Meses después se le aplicó nuevamente la reacción y salió negativa. Pero Alberto ya había gastado todos sus ahorros en la costosa medicina, razón por la que solicitaba autorización para salir del manicomio de manera temporal con el objetivo de ajustar negocios personales y así poder elevar su nivel de vida en el nosocomio.44

En cuanto a la relación de Alberto con los demás internos, valga mencionar que no sólo se granjeó la confianza de médicos y practicantes: en su expediente encontramos una extensa carta dirigida a una de las internas donde le declaraba su profundo amor y le proponía que sostuvieran una conversación en el cine, durante la función del sábado siguiente.

No sé ni su nombre ni he querido averiguarlo, sólo sé que una fuerza magnética arrebatadora, me lleva hacia usted. Al mirar fijamente sus lindos ojos siento estremecimientos que agitan las fibras de toda mi alma y pasa sobre mí una luz misteriosa, acariciadora que me sume en ignorados éxtasis de pasión.45

A manera de presentación, le decía que él era muy celoso y le prohibía salir de paseo a los jardines el día que le tocare. Le propuso un plan de fuga y crear un buzón y sitios para sus encuentros. Ella le respondió que accedía a la propuesta en cuestión, en tanto le facilitara algo de dinero.46 Frente a esta condición, Alberto declinó su propuesta y siguió con su célibe encierro. Mientras tanto le enviaba cartas a la esposa para exigirle que contratara abogados y agilizase su salida.

Además de sus acaloradas discusiones sobre clínica psiquiátrica, el pequeño negocio y su eventual coquetería, Alberto no olvidaba el sueño de consolidar la paz alrededor del mundo entero. En cierta ocasión llegó a sus manos un periódico en el que se informaba que miles de personas morían a diario en la Guerra Mundial que se libraba en aquellos días. Esta noticia impresionó a Alberto: "en la noche no dormí, impresionado fuertemente por este actuar de humanos cuerdos". Posteriormente, escribió un texto titulado El sueño de un loco en el que cuestionaba la razón de ser de la guerra y lo leía en público cada que tenía la oportunidad. Lo hizo en la clase de Clínica Psiquiátrica en La Castañeda y también en la Basílica de Guadalupe; en la primera lo vieron como loco y en la segunda como un santo.

Los pueblos todos de la tierra, locos, muy locos, enfermos de parálisis espiritual progresiva, con delirios de grandeza, de dominio, de ambición, de orgullo, destrucción […] ¡Dios mío! Hasta cuando acabará este amargo cáliz donde no soy nadie: ni enfermo ni hombre de honor… sólo un infeliz preso desengranado de la máquina social, a quien se le impide hasta lo más noble: trabajar.47

Finalmente, en agosto de 1923 fue dado de alta ya que se le rebajó un año a la pena que purgaba. Cuando el juez le peguntó al director del manicomio si Alberto estaba en condiciones de abandonar el encierro terapéutico, los doctores Ezequiel Vásquez y Salvador Iturbide Alvírez diagnosticaron "enajenación caracterizada por delirio crónico sistematizado o paranoia".48 Es más, consideraron que el paciente formaba parte de los "locos orgullosos" que vivían en un constante "delirio de reivindicación", razón por la que deseaba suprimir todos los males tanto del manicomio como de la humanidad. Sin embargo, mencionaron que sus delirios "no lo hacen temible para la sociedad y lo capacitan para sus negocios". En consecuencia, Alberto Nicolat fue dado de alta.49

 

La paranoia o el don de fingir

¿Qué enfermedad mental le diagnosticaron a Alberto?: paranoia, una afección que, al igual que la histeria, ha desaparecido como entidad nosológica de los manuales de psiquiatría.50 Aproximarnos a una enfermedad que actualmente "no existe" nos pone frente a una falacia científica que nos obliga a develar la trama social y cultural oculta tras esa etiqueta conocida como paranoia. Las implicaciones y características de esta enfermedad fueron ampliamente discutidas en aquellos días. Recordemos que unos cuantos años atrás, Sigmund Freud había publicado Observaciones psicoanalíticas sobre la autobiografía de un caso de paranoia (1911) a partir del caso de Daniel Paul Shreber, quien fuera presidente de la Corte de Apelación de Dresden y autor de Memorias de un enfermo de nervios (1903). Todo apunta a que Oneto desconocía el texto de Freud; sin embargo, nuestro estudiante de medicina estaba a tono con las discusiones de la época.

Para empezar, ¿qué era la paranoia en aquellos días? Esta "enfermedad" fue propuesta en 1818 por un profesor de medicina en la Universidad de Leipzig: Johann Henrioth (1773–1843). Él sugería este concepto para clasificar las manifestaciones de "desorden intelectual en las que se conserva la volición y el sentimiento". No obstante, era una definición tan extensa que podía abarcar diferentes tipos de psicopatías.51 Después de haber sido ampliamente discutido en la psiquiatría alemana, la paranoia se consideró como un delirio sistemático alucinatorio, marcado por la coherencia interna, la organización del relato y el alto nivel intelectual del paciente.52 Simultáneamente, en otros países de Europa se estaba reflexionando sobre síntomas similares; sin embargo, eran relacionados con otras psicopatologías. Por ejemplo, en Francia Jean Etienne Esquirol (1772–1840) propuso la categoría de "monomanía", y como la psiquiatría francesa fue la que más aceptación tuvo en México, ésta fue la que se usó para esos sujetos que tenían ideas erróneas pero que, al mismo tiempo, mantenían una lógica en su razonamiento.53 Asimismo, Charles Lasègue (1816–1883) acuñó el término "délire des persécutions" para hacer referencia al síntoma más sobresaliente de la paranoia.54 En consonancia con esto, Karl Kahlbaum (1828–1899) puso sobre la mesa la discusión si se estaba hablando de un síntoma que podía formar parte de otras psicopatías, o si más bien era una forma de locura separada de la manía y de la melancolía.55

Para comprender la afección de Alberto, el doctor Oneto se basó en cuatro notables psiquiatras europeos: el italiano Eugenio Tanzi (1856–1934), el francés Paul Sérieux (1864–1947) y los alemanes Richard Kraft–Ebing (1840–1902) y Émile Kraepelin (1856–1926). En términos generales, estos autores coincidían en que los paranoicos reunían cinco características: a) multiplicidad de ideas delirantes; b) ausencia de alucinaciones; c) gran lucidez y sobresaliente actividad psíquica; d) evolución de las interpretaciones; e) incurabilidad sin demencia terminal. Sin embargo, había diferencias en los enfoques de cada autor. Por ejemplo, según Oneto, el paranoico descrito por Tanzi y Sérieux solía encontrarse en las calles viviendo sin problema alguno. Estos "enfermos" solían ser orgullosos, ególatras, manipuladores, creadores de fantasías en las que ellos se ponían a sí mismos en el centro del mundo e imponían a otros sus criterios por su notable capacidad para persuadir. Todos ellos contaban "intrigas románticas, historietas inverosímiles, cuentos absurdos, hazañas pueriles […] inspirados en sentimientos de vanidad, de orgullo, de miedo y de avaricia"; siempre engatuzando a los incautos que asumían como reales todos sus delirios de grandeza expuestos con fuerza carismática sustentada en una robusta lógica que rige sus aberraciones.56 "Son incapaces de tolerar el estado psíquico de dudas científicas, y por ese camino […] originan sus explicaciones por analogías."57

Sin embargo, el perfil del paranoico ofrecido por los alemanes se acercaba más a esos sujetos que "se confunden con la masa anónima del frenocomio". Para Kraft–Ebing, la paranoia era un estado psicopático primitivo consistente en la asociación de ideas delirantes y conceptos absurdos usados por el enfermo como materia prima para construir una especie de novela fantástica en la que actúa como personaje principal, creyendo que su relato es una expresión justa de la realidad. Así, este notable psiquiatra consideraba que había una notable cercanía entre los paranoicos y los "salvajes" ya que ambos resolvían sus problemas con la imaginación.

Oneto consideró más acertada la propuesta de Tanzi y Seglás, razón por la que asumió la paranoia como una enfermedad que era vista por la gente sin pericia como "el cultivo de las pasiones y no la cosecha de la locura". Para este joven médico, el paranoico tenía una notable capacidad para engañar a los incautos con sus extravagantes delirios, propios de la imaginación "volátil" de algunos sujetos "de alcurnia" que gozaban mezclando símbolos sin sentido, consecuencia propia de la "pedantería que rige el alma del paranoico".58 Según Oneto, como paranoicos podían clasificarse a:

los futuristas, los estridentistas, los creadores de artes pictóricas como el dadaísmo, el cubismo, entre los cuales se encuentran embadurnadores de paredes que gozarían con las paredes del manicomio. Estos paranoicos se encuentran entre personas cultas e inteligentes que gozan de raro prestigio y mantienen fructuosa relación con el resto del mundo. Ellos gustan de los símbolos de los neologismos, de los dogmatismos y como todos ellos sufren la nefasta influencia de su lógica pervertida, así como tampoco pueden desligarse del cultivo del yo, lo que los hace creerse sí admirados, sí vituperados […]. Es curioso ver como todos estos paranoicos son grafómanos, polemistas, poligrafistas y sus libros, como si obedecieran a una escuela, tienen un signo, un sello especial: su inutilidad.59

Pese a que la psiquiatría de aquellos días consideraba que todo enfermo mental debía mantenerse encerrado, Oneto proponía que los paranoicos no debían ser aceptados en los manicomios ya que ellos eran perfectamente conscientes de sus actos y su fingir obedecía a una moda de aquellos días. El México de la década de 1920 fue el escenario de una notable efervescencia cultural, gracias a una generación de artistas que, habiendo sufrido los horrores de la Revolución y algunos de ellos el exilio, buscaban afanosamente crear arte en un país arrasado por la guerra. Entre ellos encontramos a los estridentistas, que tanto malestar le causaban al doctor Oneto. Este grupo de artistas, liderado por el poeta Manuel Maples Arce, tuvo su apogeo entre 1921 y 1928. La influencia del futurismo, el dadaísmo, el creacionismo y el ultraísmo se hacen evidentes, en las artes pictóricas, en la obra de Ramón Alva de la Canal, Leopoldo Méndez, Jean Charlot, Fermín Revueltas, para mencionar sólo unos cuantos.60 Estas nuevas manifestaciones artísticas fueron interpretadas por Oneto, desde el saber psiquiátrico, como expresiones evidentes de la paranoia que envolvía a amplios sectores de la población mexicana.

Esta posibilidad de usar conceptos psiquiátricos para comprender algunas manifestaciones culturales ajenas por completo a los contextos clínicos la encontramos casi setenta años después en el ya citado artículo dedicado a la historia de la paranoia escrito por Ian Dowbiggin, profesor de historia en University of Prince Edward Island en Canadá. Después de habernos expuesto la evolución de este concepto a lo largo del siglo XX, en sus conclusiones utiliza la noción decimonónica de paranoia para analizar la "posmodernidad" imperante en el ambiente intelectual del año 2000:

The paranoia intellectual temper, of inveterate mistrust, reductive suspicion and heroic irony may actually be the paradigmatic mental condition of the late twentieth century. Postmodernism, with its heavy reliance on the antihumanism though of people like Michel Foucault, Jacques Lacan and Jacques Derrida, has contributed to this intellectual trend through its deconstruction of rationality […]. Like the paranoid, the postmodern insists that nothing is what it seems, nothing should be accepted at face value […]. The worst fear of the paranoid is realized in postmodernist theory.61

Así como el doctor Oneto vio síntomas de paranoia en las expresiones artísticas de su época, el mencionado historiador de la psiquiatría encuentra manifestaciones de la misma afección en las teorías posmodernas que tanto han incomodado a algunos sectores de la intelectualidad recientemente. En consecuencia, las reflexiones tanto del psiquiatra como del historiador de la psiquiatría trascienden la enfermedad y al enfermo mental. Por una parte, son moldeadas por los referentes culturales imperantes en el ambiente y, por otra, funcionan como herramientas para interpretar en términos biológicos diferencias culturales.

 

Después de La Castañeda

Oneto buscó a Alberto para saber qué había sido de su vida. El antiguo paciente confesó que la dificultad para incorporarse nuevamente a la vida social por el peso del estigma de haber estado loco.

A bayoneta de trabajo y buen comportamiento, tomé posiciones en el campo de los cuerdos que viven entre locos, para los locos y por los locos; más vuelvo a ser arrojado de sus trincheras, porque los cuerdos no quieren a los que un día fueron locos, aun cuando tengan tanta o más razón que ellos.62

Según Nicolat lo relató, el primer trabajo que consiguió fue como colaborador cercano de Luis Morones, quien años después se convertiría en el líder sindical con mayor poder durante la presidencia de Plutarco Elías Calles. Pero un buen día este sindicalista le pidió asesinar a uno de sus enemigos políticos. Le ofreció una buena cantidad de dinero y, como Alberto tenía antecedentes de locura, terminaría de nuevo en el Manicomio. Morones se ofrecía a mantenerlo con todas las comodidades durante el encierro, hasta que lograse sobornar a algún funcionario para que le dieran el alta de nuevo.63

Después de su desencuentro con Morones, Alberto se sumió en el alcoholismo y llegó voluntariamente a las puertas del Manicomio. Allí estuvo dos semanas, cuando una hermana solicitó el alta, comprometiéndose a cuidar de él. Tres días después de haber sido dado de alta, se desató un escándalo que nos permite comprender el ingreso "voluntario" de Alberto: se había perdido una considerable cantidad de dinero en La Castañeda y todo apuntaba a que nuestro hombre había estado directamente implicado, abusando de la confianza de los empleados con los que había sostenido una buena relación.64

Nuevamente en libertad, Alberto volvió a sus múltiples negocios. Se fue a vivir a Chalco y montó un almacén para vender muebles. Allí se encontró con unos viejos amigos que se dedicaban a la venta de "drogas heroicas" —heroína y cocaína— y ellos lo invitaron a participar en el negocio. En una de sus correrías fue capturada toda la banda y terminaron encerrados en la Penitenciaría.65 En ese momento el doctor Oneto fue a entrevistar a Alberto quien estaba, como siempre, muy tranquilo y elegante, leyendo un libro de D'Amicis. Con cinismo comentó que a los traficantes sólo los encerraban 15 días; por lo que ni siquiera intentaría manifestar sus antecedentes de locura. Oneto quedó profundamente indignado ya que el supuesto loco siempre había fingido, y manipuló la institución psiquiátrica y al cuerpo médico en su propio beneficio: para eludir su responsabilidad penal. Así, la paranoia, supuesta enfermedad que afectaba a Alberto, fue entendida como un don, una capacidad de mimesis, un despliegue teatral que el "enfermo" ejecutaba a su antojo para lograr sus fines egoístas. En la conclusión de su tesis, presentada en 1924, Oneto afirmó categóricamente que los paranoicos eran unos manipuladores "seminormales" totalmente responsables de sus actos criminales.

El 18 de febrero de 1932 Alberto apareció nuevamente en la escena pública. El Universal informó en primera página de un asalto que había tenido lugar en la tienda La Gran Vía, ubicada en la calle República de Ecuador. Por un agujero hecho en la pared fueron extraídos 15 000 pesos. El periódico mencionó:

Se iniciaron las investigaciones y se pudo descubrir que el famoso ladrón de cajas fuertes Alberto Nicolat estaba enredado en el asunto. Este pájaro de cuenta tiene larguísimos años de actuar como ladrón. Fue especialista en abrir cajas fuertes y en una ocasión en que fue condenado, se fingió loco de una manera tan perfecta, que acabaron por enviarlo a La Castañeda y de allí salió supuestamente curado, para continuar entregado a sus actividades.

Nuevamente Alberto fingió estar loco y regresó al Manicomio General. Pero una insuficiencia renal que lo aquejaba desde tiempo atrás lo llevó a la muerte dos meses después de haber ingresado al gran psiquiátrico inaugurado en 1910 por Porfirio Díaz.66

 

Consideraciones finales

La historia de Alberto estuvo lejos de ser la triste secuencia de narraciones de abandono, insalubridad y maltratos que suelen acompañar los imaginarios sobre las instituciones psiquiátricas. Por el contrario, nos encontramos con un sujeto que, más allá de su locura o su cordura, tuvo la capacidad de definir y ejercer su acción social a su conveniencia haciendo uso de la institución y el lenguaje psiquiátrico con gran habilidad. La vida de Alberto en el encierro nos lleva a cuestionar la idea que se tiene del manicomio como el sitio a donde llegan a morir en el olvido multitudes de enfermos, para verlo como un sitio de paso utilizado por personas que hacen uso del manicomio de acuerdo con sus necesidades e intereses. Por otra parte, Alberto articuló una autobiografía en la que incorporó hábilmente los criterios psiquiátricos con sus antecedentes familiares y su vida como mesías, comerciante y ladrón, para justificar una locura que le convenía para efectos jurídicos.

Las discusiones de Oneto sobre la enfermedad mental de Alberto nos revelan la dimensión metafórica de la psicopatía ya que, por científicas que tratasen de ser las reflexiones que se dieron en torno a la paranoia, están muy lejos de darnos cuenta de lo que ocurría en el cerebro de Alberto. Pese a que nuestro estudiante de medicina recurrió a destacados autores en materia psiquiátrica de aquellos días, su reflexión sobre la paranoia incorporó sus propios prejuicios sobre lo que debía ser o no aceptado socialmente. Su preocupación principal, la responsabilidad jurídica del paranoico, estuvo más influida por criterios sociales que clínicos. Si bien para la psiquiatría de la década de 1920 era indudable que cualquier forma de locura debía estar encerrada, Oneto nos dice que los paranoicos andaban por la calle libremente y, muchas veces, gozando de prestigio y fama por su capacidad para engañar. La conducta de Alberto fue el detonante de una reflexión psiquiátrica que traía consigo numerosas referencias para comprender los cambios culturales que en aquellos días tenían lugar. Así, la paranoia, una "enfermedad" que actualmente "no existe", fue una mezcla entre síntomas clínicos y comportamientos considerados anormales culturalmente. Pese a su desaparición del lenguaje médico como entidad nosológica, la paranoia se ha incorporado plenamente a nuestro léxico cotidiano. Lo que comenzó siendo una enfermedad, ahora es una categoría coloquial usada para hacer referencia a esos sujetos o colectividades que aseguran ser constantemente atacados o amenazados, que desconfían de lo que perciben, que consideran que sus deducciones son más brillantes de lo que son, etcétera. Sujetos que no necesariamente están en una institución psiquiátrica y muchas veces pueden tener vidas admirables y hasta deseables. El trabajo de Oneto resalta por haber sacado el saber psiquiátrico del manicomio y haberlo usado para comprender la dinámica social de su entorno, por haber hecho de la enfermedad mental una elocuente metáfora de la realidad social.

 

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Notas

1 El expediente clínico de Alberto reposa en el Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (en adelante, AHSS), Fondo Manicomio General (en adelante, F–MG), Sección Expedientes Clínicos (en adelante, S–EC), caja 97, exp. 25.

2 Los internos eran clasificados en libres y reos. Los primeros eran llevados "voluntariamente" por las familias y podían ser dados de alta cuando éstas lo requiriesen, mientras que los reos eran remitidos de las cárceles, la policía o algún juzgado debido a que habían cometido un crimen. Estos últimos eran internados en el Pabellón de Peligrosos.

3 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 16.

4 El papel jurídico de los médicos en la definición de los límites entre locura y cordura es ampliamente desarrollado por Cristina Sacristán, Locura y justicia en México. La psiquiatría, la familia y el individuo frente a la modernidad liberal: el caso Raygoza (1873–1875), tesis de doctorado en Antropología Social, Tarragona, Universitat Rovira i Virgili, 1999.

5 Gregorio Oneto Barenque, La mariguana ante la psiquiatría y el Código Penal. Estudio presentado al Tercer Congreso de la Asociación Médica Panamericana, México, A. Mijares y Hno., 1931.

6 Dirigida por Juan Bustillo de Oro y estrenada en el Cine Chapultepec en julio de 1950. Con fotografía de Jorge Stahl Jr., música de Raúl Lavista y protagonizada por Arturo de Córdova, Carmen Molina, Matilde Palou y Miguel Ángel Ferriz.

7 Una investigación muy completa sobre el caso de Goyo Cárdenas es Everard Kidder Meade, Anatomies of justice and chaos: capital punishment and the public in Mexico, 1917–1945, tesis doctoral en Historia, Chicago, Universidad de Chicago, 2005, p. 464–515.

8 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, tesis presentada en la Escuela Nacional de Medicina, México, 1924, p. 166–173.

9 Publicado en español como Historia social de la locura, Barcelona, Crítica, 1989.

10 Roy Porter, Historia social de la locura, Barcelona, Crítica, 1989, p. 15–16. Siguiendo los referentes de Porter, Allan Beveridge hace un análisis de la cotidianidad del encierro con base en 1 151 cartas escritas por pacientes que estuvieron en el Royal Edinburgh Asylum entre 1873 y 1908 (Allan Beveridge, "Life in the Asylum: patients' letters from Morningside, 1873–1908", History of Psychiatry, IX, 1998, p. 431–469). Otro trabajo del mismo autor está dedicado a las numerosas cartas escritas por un paciente, John Home, quien estuvo internado en la misma institución entre 1886 y 1887 (Allan Beveridge, "Madness in Victorian Edinburgh: a study of patients admitted to the Royal Edinburgh Asylum under Thomas Clouston, 1873–1908. Part I", History of Psychiatry, VI, 1995, p. 21–54 y 113–156).

11 Cristina Sacristán, Locura y justicia en México…, op. cit.

12 María Inés García Canal, "La relación médico–paciente en el Manicomio La Castañeda entre 1910–1920, tiempos de revolución", en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Coloquios, (en línea), puesto en línea 02 enero 2008, URL: http://nuevomundo.revues.org.index14422.html. Consultado el 24 de noviembre de 2008; Andrés Ríos Molina, "Locos letrados frente a la psiquiatría mexicana a inicios de siglo XX", Frenia. Revista de Historia de la Psiquiatría, VI:2, 2004, p. 17–35, y Francisco Jesús Morales Ramírez, "Las letras de la locura. Los escritos de locos en la naciente psiquiatría de la ciudad de México durante la segunda mitad del siglo XIX". Ponencia presentada en el Seminario de Antropología Médica de la Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH, 2008.

13 Modesto fue encerrado en La Castañeda por solicitud del hermano, quien argumentó que Modesto estaba sumido en la locura debido a que dilapidaba la herencia familiar que tenía a su cuidado. Este caso es desarrollado en Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana. Los primeros años del Manicomio General La Castañeda, 1910–1920, tesis doctoral en Historia, México, El Colegio de México, 2007, p. 191–203.

14 AHSS, F–MG, S–EC, caja 10, exp. 658, f. 4.

15 Ibidem, caja 87, exp. 31.

16 Cristina Rivera Garza, " 'She neither respected nor obeyed anyone': inmates and psychiatrist debate gender and class at the General Insane Asylum La Castañeda, Mexico, 1910–1930", Hispanic American Historical Review, 81:3–4, 2001, p. 653–688, p. 655–656.

17 El análisis de las enfermedades mentales y sus síntomas a través del tiempo, corresponde a la historia de la psicopatología descriptiva, cuya investigación más sobresaliente es Germán Berrios, The history of mental symptoms. Descriptive psychopathology since the nineteenth century, Cambridge, Cambridge University Press, 1996.

18 Quien se contagia de rabia pasa por cuatro etapas. La tercera se conoce como la "neurológica", cuando el virus ataca directamente el cerebro y el sistema nervioso central. Los síntomas se han asociado a la "enajenación mental", como hiperactividad, ansiedad, depresión, delirio y parálisis. Para una historia de la rabia en México a fines del siglo XIX, véase Laura Rojas Hernández, "El combate de la rabia en la ciudad de México a finales del siglo XIX: un vaivén entre viejas y nuevas prácticas". Ponencia presentada en el Seminario Internacional Prácticas, Objetos y Actores de Salud en América Latina durante el Siglo XX. Continuidades, Cambios e Innovaciones, Ciudad Universitaria, México, D. F., 5 de noviembre, 2008.

19 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 153.

20 La teoría degeneracionista fue esbozada por el médico francés August Bénédict Morel (1809–1873). En esencia, el degeneracionismo proponía que individuos con hábitos o prácticas "viciosas", como el consumo de licor, marihuana, opio o cocaína, o una vida sexual "anormal", tendrían hijos locos o epilépticos y éstos, a su vez, tendrían imbéciles que acabarían con la progenie. Una muy completa exposición de esta teoría es Rafael Huertas García–Alejo, Locura y degeneración. Psiquiatría y sociedad en el positivismo francés, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1987.

21 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 154.

22 Ibidem, caja 97, exp. 25, f. 154.

23 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 72.

24 Ibidem, p. 71–72.

25 Ibidem, p. 74.

26 Para un análisis de un caso de mesianismo a inicios del siglo XIX en México, véase "El milenio en las regiones norteñas: el trastornado mesías de Durango y la rebelión popular en México, 1800–1815", en Eric Van Young, La crisis del orden colonial. Estructura agraria y rebeliones populares de la Nueva España, 1750–1821, México, Alianza, 1992, p. 363–398. Un abordaje más amplio de la relación entre crisis social y movimientos milenaristas es María Isaura Pereira de Queiroz, Historia y etnología de los movimientos mesiánicos, México, Siglo XXI, 1978.

27 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 74.

28 "Talocín quiere hacer la paz en unos cuantos días", El Universal, 12 de enero de 1914.

29 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 51.

30 Esta información fue confirmada por la esposa de Nicolat, en entrevista con el doctor Oneto. Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 77.

31 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 61.

32 Ibidem, caja 97, exp. 25, f. 101.

33 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 80.

34 Andrés Ríos Molina, "Locos letrados frente a la psiquiatría mexicana a inicios de siglo XX", Frenia. Revista de Historia de la Psiquiatría, VI:2, 2004, p. 17–35, p. 26–28.

35 AHSS, F–MG, S–EC, caja 109, exp. 34, f. 80.

36 Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana. Los primeros años del Manicomio General La Castañeda, 1910–1920, tesis doctoral en Historia, México, El Colegio de México, 2007, p. 161–168.

37 Edmundo Escomel, "Reacción de Wassermann positiva sin sífilis en tres piorreicos. 'La neurastenia wassermánica' ", Gaceta Médica de México, t. 56, 1925, p. 288–291, p. 288.

38 Para una historia del salvarzán y su implementación en México, véase Rosalina Estrada Urroz, "Del mercurio al 606", Elementos: Ciencia y Cultura, junio–agosto, v. 8, 2001, p. 47–53.

39 Además de las sales mercuriales, se usaba protoioduro, cianuro, peptonato, cloro albuminado, biyoduro disuelto en aceite y el cacodilato yodo hidrargírico. José M. Álvarez, Las inyecciones intravenosas de cianuro de mercurio en el tratamiento de la sífilis, México, Tipografía y Litografía de A. y D. Aragón, 1904, p. 9.

40 Ciro Montes Vargas, Las enfermedades venéreas y su profilaxis (Estudio médico–social), México, A. Carranza y Comp. Impresores, 1905, p. 23–26, habla de prohibir el matrimonio entre sifilíticos, reglamentar la prostitución e imponer largos tratamientos.

41 Edmundo Escomel, op. cit., p. 290.

42 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 254.

43 Ibidem, caja 97, exp. 25, f. 258.

44 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 97.

45 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 49–50.

46 Ibidem, caja 97, exp. 25, f. 51.

47 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 106–110. Otra versión de El sueño de un loco está en AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 307.

48 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 162.

49 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 81.

50 Ian Dowbiggin, "Delusional diagnosis? The history of paranoia as a disease concept in the modern era", History of Psychiatry, 1; v. 11, 2000, p. 37–69, p. 38.

51 Jean Garrabé, Diccionario taxonómico de psiquiatría, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 209–212.

52 Jacques Postel y Claude Quetel (comps.), Historia de la psiquiatría, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 337–339.

53 Las discusiones que en México tuvieron lugar sobre la monomanía se exponen en Cristina Sacristán, Locura y justicia en México. ,op. cit., p. 174, y Andrés Ríos Molina, La locura durante la Revolución mexicana.,op. cit.,p. 78–80.

54 Ian Dowbiggin, op. cit., p. 41–42.

55 Ibidem, p. 43.

56 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 22.

57 Ibidem, p. 24.

58 Ibidem, p. 30.

59 Ibidem, p. 45.

60 Sobre los estridentistas, véase Carlos Monsiváis, "Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX", en Historia general de México, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2000, p. 1003–1005.

61 Ian Dowbiggin, op. cit., p. 68.

62 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 188.

63 Gregorio Oneto Barenque, Un loco, un anómalo, ¿puede ser responsable?, op. cit., p. 128–129.

64 AHSS, F–MG, S–EC, caja 97, exp. 25, f. 145.

65 Ibidem, caja 97, exp. 25, f. 229–230.

66 Ibidem, caja 97, exp. 25, f. 354.

 

Información de autor (a):

Andrés Ríos Molina, colombiano, realizó estudios de Antropología en la Universidad Nacional de Colombia, de maestría en Ciencias Antropológicas en la Universidad Autónoma Metropolitana —Unidad Iztapalapa— y de doctorado en Historia en El Colegio de México. Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

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