Los grandes cambios políticos, sociales, económicos y culturales que inauguran el siglo XIX occidental provocaron la proliferación de discursos filosóficos, religiosos, morales, higiénicos, médicos, que reflexionaron en torno al lugar que las mujeres y los hombres debían ocupar en la nueva sociedad, así como a las complejas relaciones tejidas entre sí. Sin embargo, será el cuerpo de las mujeres, sobre todo por su función reproductiva, el que mayor atención y preocupación suscite. "El cuerpo femenino será el punto de entrada de normas y valores sociales a través de los discursos y las prácticas de la ley y la medicina, que una vez 'oficializados' intentaron normalizar y ordenar los comportamientos femeninos presumiblemente determinados por la compleja y débil fisiología de las mujeres."1
Este artículo pretende reflexionar en torno a la instrumentalización del cuerpo femenino para la reproducción dentro del matrimonio, apoyándose en varios textos médicos y tomando como eje rector la Higiene del matrimonio o El libro de los casados, escrita por el famoso médico español Pedro Felipe Monlau,2 quien, además de ser el autor de una vastísima literatura reeditada a lo largo del siglo XIX y hasta principios del XX, fue traductor al español de influyentes obras higiénicas francesas. Al iniciar esta investigación me sorprendí de la multitud de libros de higiene del matrimonio que se publicaron en español casi al mismo tiempo que en sus lenguas originales, en general en francés pero también inglés y alemán, y viendo la rapidez y el elevado número de sus reediciones, me sentí autorizada a pensar que fueron muy leídos en el siglo XIX occidental, lo que me permitiría hablar de una sensibilidad compartida entre una cierta clase social. Tan sólo las editoriales como Bailliére e Hijos o Garnier, editan en París, en Madrid y en Nueva York, y llegan a México al poco tiempo de ser publicados. Se traduce al español, por ejemplo, la Higiene de matrimonio... del doctor Auguste Debay, obra que fue publicada por primera vez en 1848 y que, hacia 1881, ya iba en su 125a. edición. Completaré esa reflexión con la lectura de otros textos higiénicos franceses citados por Monlau y con algunos más escritos o traducidos al castellano, esperando que futuras investigaciones nos permitan demostrar claramente la recepción que estos textos pudieron haber tenido en el seno de la sociedad culta del México del Porfiriato, que tan afrancesada y moderna se sintió. Recordemos brevemente que el gremio médico mexicano de la segunda mitad del siglo XIX estuvo fuertemente influenciado por la tradición médica francesa. Basta con revisar los planes de estudio de la Escuela Nacional de Medicina, y sobre todo, los libros de texto utilizados, cuyos autores eran casi todos franceses, para demostrar la fuerte influencia gala en la medicina mexicana.3
Por ello podemos pensar que este tipo de literatura prescriptiva, producida por reconocidos médicos a todo lo largo del siglo XIX, seguramente fue usada como instrumento científico para ayudar a apuntalar la construcción de los géneros, de la familia y de la nación en México.4 No podemos olvidar que esta construcción social y cultural de la diferencia sexual se lleva a cabo tanto de modo discursivo como prescriptivo en diversos registros y niveles, en la casa y en la escuela, en la prensa, las leyes, los manuales de conducta5 y, como intentaremos demostrar en este ensayo, también en los de higiene que, hasta la fecha, no han sido trabajados por la historiografía en México.
A pesar de que estos manuales estaban dirigidos a los esposos de ambos sexos, definen claramente que su objetivo era mucho más específico: "dar a conocer a la mujer su destino, con los deberes que de él emanan, hacer que se coloque en el lugar que le corresponde y aminorar sus incomodidades o aflicciones". El doctor Esteller no se cansa de repetirlo, la misión de la mujer es propagar lícitamente en unión con el hombre la especie humana y ser una compañera, su dulce mitad, sin olvidar jamás que su puesto es el segundo, así como es el puesto que ocupa en la Creación.6
Me acerco a lo que estos autores decimonónicos nombraron higiene del matrimonio pues creo que ahí se hallan resumidas metódicamente, como lo afirma Monlau en la suya, "todas las nociones de alguna importancia referentes a la fisiología, la higiene y la patología de las funciones de la reproducción", que hicieron del matrimonio esa pieza angular del edificio social que el siglo XIX esbozó para sus ciudadanos. Pensamos que esta literatura médico-higiénico-moral nos ayudará a entender un poco mejor esa construcción genérica que el Estado moderno requería, a la par que desvelar esa nueva economía de las pulsiones que se pretende imponer a las parejas casadas a partir de la segunda mitad del siglo.7 Otro aspecto no menos interesante es que en el siglo XIX escribir sobre la higiene del matrimonio era también una manera de otorgarse el permiso para hablar de sexo sin usar la palabra por cierto, ya que se prefiere la más "científica" de reproducción, generación o "propagación",8 antes incluso que la protosexología apareciera, a finales del siglo, con los estudios de un Havelock Ellis en Inglaterra o de Krafft-Ebing y Hirschfeld en Alemania.9
Estos manuales de higiene del matrimonio nos permitirán mostrar finalmente que la visión médica de los cuerpos -tanto masculinos como femeninos, así como de los comportamientos higiénicos, sexuales y morales que de ellos se esperaba- no fue sólo producto de un razonamiento científico sino, y sobre todo, el producto de varones educados, presas de su tiempo, clase social, de sus prejuicios y de sus pasiones. Al pretender enseñar a hombres y mujeres la higiene moderna y el funcionamiento fisiológico de sus cuerpos; al mostrarles cuál era ese "deber ser" a seguir, lo "verdaderamente femenino" y lo "verdaderamente masculino", lograrían alcanzar la meta trazada: la felicidad en el matrimonio, visto como la base de la sociedad, para el engrandecimiento de la nación.
El matrimonio, de sacramento divino a contrato civil
En la época colonial la justificación de las diferencias entre los géneros se implementó a través de la Iglesia católica. La conducta de las mujeres, en especial, fue cuidadosamente reglamentada en catecismos, libros de enseñanzas morales, etcétera, y el confesionario sirvió como poderoso instrumento de control de la sexualidad femenina, que sólo podía expresarse legítimamente dentro del matrimonio concebido como un sacramento divino.10 Poco a poco en el siglo XIX, al irse consolidando, el Estado mexicano comienza a invadir terrenos antes eclesiásticos y a intentar tomar el control de esas áreas de la vida privada para normar las relaciones interpersonales apoyándose en los ideólogos y profesionales de su tiempo. La creación del registro civil es un buen ejemplo y muestra la disputa entre ambas instancias, ya que, si para el Estado el matrimonio era un contrato civil, la sociedad seguía prefiriendo casarse únicamente por la Iglesia, cuando podía hacerlo, puesto que en general, en México, la reproducción fuera del matrimonio parece haber seguido siendo la regla general y, por ende, la ilegitimidad continuará manteniéndose muy alta.11 Esta situación llevó incluso al político y observador social Francisco Bulnes a escribir en 1916 que 70% de los nacimientos en la ciudad de México era producto del amor libre.12 Desgraciadamente no sabemos la extensión exacta de las uniones "consensuales" ni el peso demográfico real de los hijos naturales o ilegítimos durante el siglo XIX.13
La poca frecuencia del matrimonio y esa gran masa de niños ilegítimos, constatadas por los estudiosos contemporáneos, fueron tomadas en cuenta por las leyes novohispanas. Los lineamientos planteados desde 1776 por la Real Pragmática de Matrimonio que pretendían apoyar a las mujeres embarazadas y abandonadas en los juicios que éstas levantaban por alimentos y que ordenaba investigar la paternidad para forzar a los hombres a alimentar a dichos niños, permanecieron vigentes hasta 1857. El derecho hispano, a deferencia del liberal, sí contemplaba jurídicamente el concubinato, al menos en una de sus formas: la barraganía, que era la unión monogámica, no formalizada ante la Iglesia, entre un hombre en general de clase superior y una mujer de rango más humilde.14 A partir de entonces, según las leyes de sucesión, se impuso el dogma liberal que prohibía investigar la paternidad para evitar "abusos" y proteger la vida privada de los varones. La "preocupación" por detener la ilegitimidad cierra las puertas de la justicia a las madres solteras pretendiendo evitar su creciente presencia ante los tribunales. El derecho, como sabemos, es también un muy buen espejo para ver la ideología decimonónica en acción. El mexicano va adoptando los modelos liberales, especialmente el derecho francés de lo familiar que refuerza aún más el papel del pater familias. Así, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, si los hombres negaban su paternidad, los juicios no procedían.15
En cuanto al matrimonio civil, que a partir de 1859 fue el único legalmente válido, los derechos y atribuciones legales de los cónyuges estuvieron claramente definidos en los códigos civiles de 1870 y 1884 que siguieron los lineamientos marcados por el código napoleónico francés.16 Aquí también la capacidad de representación y la defensa de los intereses de las mujeres eran muy limitadas, el marido era el único representante legítimo de sus intereses y ella no podía, sin su aprobación explícita, comparecer en un juicio. Al contraer matrimonio, la mujer quedaba reducida prácticamente a la condición de menor de edad, salvo cuando se le seguía juicio criminal o pleito con el propio marido.17 Silvia Arrom afirma que, a pesar de las pequeñas modificaciones que sufrió la condición jurídica de la mujer a lo largo del siglo XIX, los códigos continuaron afirmando su desigualdad y en ocasiones se añadieron incluso ciertas disposiciones discriminatorias.18
Es así como no podemos dejar pasar esa realidad social que la historiografía mexicana reciente nos hace patente: que en el siglo XIX mexicano sólo un sector social pudo vivir en el "estado perfecto" clamado por esta abundante literatura higiénica, es decir el del matrimonio. Creemos, sin embargo, que este discurso higiénico-moral no sólo estuvo dirigido a ese sector social -los casados- sino que seguramente también pretendió convencer al otro de entrar a la modernidad legalizando sus uniones y reforzar y apoyar la legislación vigente que no reconocía a las parejas que vivían en concubinato o que no se hubieran casado ante el registro civil, aunque lo hubieran hecho por la Iglesia.
Higiene y política de población en el siglo XIX
Sabemos que desde mediados del siglo XVIII en el mundo occidental se pone en marcha un dispositivo sanitario para tratar de combatir enfermedades que mermaban las poblaciones y "frenaban el proceso civilizatorio", lo que va convirtiendo al médico en un "controlador social" que rivaliza con el sacerdote por obtener un lugar dentro de la familia, al tiempo que la ciencia médica va adquiriendo prestigio dentro de la sociedad. En la segunda mitad del siglo XIX la importancia de la higiene, que era materia obligatoria en el programa de medicina, era ya ampliamente reconocida por los sectores más ilustrados de la sociedad, que la percibieron como clave para el progreso y riqueza de las naciones. Como escribía el higienista mexicano, Luis E. Ruiz, la higiene era "el arte científico de conservar la salud y aumentar el bienestar" y por ello los médicos tenían una clara labor pedagógica: instruir a todos los sectores sociales en los principios y preceptos de la higiene.19 Fue precisamente en el Porfiriato cuando médicos e higienistas llegaron a ocupar lugares importantes en el diseño y ejecución de planes y proyectos gubernamentales de infraestructura sanitaria, y participaron en la redacción de artículos de los códigos tanto civiles y sanitarios,20 así como penales.
La misión del médico-higienista era nada menos que, como lo decía el conocido doctor José María Reyes, "evitar la debilidad creciente de nuestra raza".21 La ecuación que los higienistas mexicanos hacían era sencilla, entre más hijos, más trabajadores y, por lo tanto, mayor riqueza, aunque esta riqueza no se reducía a una cuestión económica, debía ser también fisiológica y moral. Había una íntima relación entre el progreso social y el vigor de la población, mejorar las condiciones higiénicas del país dependía de asegurar los mecanismos de reproducción de la población ya que, sin tener estadísticas nacionales confiables para probarlo, los higienistas mexicanos decían estar seguros de que la población mexicana crecía demasiado lentamente.22 Se preguntaban, como lo hacía la demografía de su tiempo, si el crecimiento dependía de que los padres tuvieran más hijos y del mejoramiento de las condiciones higiénicas, o de la reducción de la mortalidad infantil, y concluyeron que la preservación de los hijos nacidos dentro del matrimonio aseguraría el crecimiento sano, física y moralmente, de la población. Para llevar a cabo esta misión proponen la vigilancia estrecha a los matrimonios y a las prácticas y cuidados maternos. Sin embargo, aunque la higiene infantil, el matrimonio y los nacimientos fueran el objetivo general de la higiene pública, fueron las altas tasas de mortalidad y en especial la infantil las que inquietaron más a los higienistas.23 A pesar de su preocupación y la dedicación de muchos de ellos por combatirla, Justo Sierra hizo un diagnóstico político de la sociedad de finales del siglo bastante pesimista y que coincidía con las estadísticas de los higienistas. Al tan deseado "progreso" se le oponía la propensión al vicio, a la enfermedad y a la degeneración de una gran parte de la población, pues en general los médicos pensaban que las epidemias y vicios como el alcoholismo, la prostitución y los malos hábitos se imprimían en el cuerpo y eran susceptibles de heredarse. La aspiración de los higienistas fue entonces la de crear un modelo de paciente-ciudadano en el que ellos serían como los padres de familia, enseñando firmemente los principios higiénico-morales que requería la modernidad para lograr por fin alcanzar el tan deseado progreso nacional.24 Veamos cómo la higiene del matrimonio será un útil medio para apoyar el desarrollo de esa misión pedagógica-moral en el seno de las familias.
Los sabios consejos del médico
El 12 de julio de 1865 le otorgan en Madrid al doctor Pedro Felipe Monlau la licencia para publicar su obra Higiene del matrimonio ó El libro de los casados. Desde las primeras páginas, seguramente sin imaginar que su obra se volvería un best seller hasta principios del siglo XX, el doctor Monlau deja bien asentado que no contenía cosa alguna contraria al dogma católico y a la sana moral. Considera muy importante distinguirse de los "otros" libros y para demostrar lo noble de su empresa, aunque en más de algún capítulo, "por el tenor de su tema, tendría que enfrentar algún escollo y no queriendo en lo más mínimo ofender el pudor de sus lectores, ni los oídos de las personas más escrupulosas", lo presenta a la censura de la autoridad eclesiástica.
La licencia le permite afirmar tranquilamente que su Higiene del matrimonio no se parecía en nada a esas obras que con fines poco loables se publicaban en el extranjero ni a compararse con aquellos "librejos inmundos de groseras páginas y obscenas estampas donde busca inspiraciones eróticas la inexperta juventud". La suya, clamaba este galeno, era una obra verdadera de higiene del matrimonio, seria, filosófica, médica y efectivamente será reconocida como tal, siendo citada como autoridad por otros médicos, higienistas, moralistas y primeros sexólogos hasta principios del siglo siguiente.25
La Higiene del matrimonio de Monlau deja bien claro el público al que iba dirigida, que fue el mismo para quien se escribieron tantos libros de ese mismo género a lo largo del siglo XIX: "debe formar parte de toda biblioteca doméstica y ser consultada por los jefes y las madres de familia; por los médicos, cirujanos y matronas, así como por los eclesiásticos, quienes son los que reciben las confidencias íntimas de éstas".26
La intención que motivó su escritura era claramente pedagógica, un tanto a la manera de los catecismos católicos; es decir, prodigar saludables consejos, pero esta vez, apoyados en la "novedad" tranquilizadora del siglo, la ciencia médica, que se pone al servicio de la humanidad para lograr que las parejas vivieran en feliz armonía, para enseñarles a ambos cónyuges a comportarse entre sí sabiendo lo que cada etapa del matrimonio les deparaba, para que lograran salvar los escollos y problemas que podrían surgir entre ellos. Y muchos de estos autores, médicos-higienistas, como el propio Monlau, escribieron versiones más breves y sencillas, encaminadas a la educación de las jovencitas y fueron rápidamente adoptados por los estados o municipios para ser libros de texto.27 Otros, como el médico y también sacerdote Debreyne, intentan explicar a los confesores la relación entre la teología moral y la medicina, específicamente cómo abordar los "delicados" problemas conyugales en el confesionario, apoyados en la ciencia.28
Somos conscientes de que estas obras "científicas" de divulgación consagradas al matrimonio merecerán un análisis ulterior más específico para poder ver los cambios sutiles o evoluciones que se van dando entre las nuevas ediciones a lo largo del siglo; pero lo que es patente es que, en general, se copian unas a otras, usan los mismos ejemplos sacados de la Biblia o de la historia de Grecia y Roma antiguas. Y a pesar de pretender ser absolutamente objetivas, dejan percibir un "saber popular" hecho de proverbios, consejos, relatos de falsos pacientes con historias truculentas y nada científicas -sobre todo cuando se refieren a los estragos causados por todos los excesos venales, como el famoso crimen de Onán, por ejemplo-29 que nos permite entrar de lleno al corazón del siglo para comprender un poco mejor su sensibilidad. Porque si estos doctores se ven obligados a "reconocer las delicias del encuentro entre dos seres de diferente sexo, por el imperioso impulso de la procreación", acto seguido tienen que poner un freno a lo que ellos llaman la peligrosa "voluptuosidad".30
Si bien la higiene del matrimonio no pertenecía forzosamente al territorio exclusivo de la medicina, los naturalistas y los filósofos se interesan bastante en el tema desde el siglo XVIII, ya entrado el XIX, la mayoría de los que escriben son médicos y aprovechan el lugar privilegiado que han ido ganando en el seno de la sociedad, sobre todo de las clases altas, para meterse en la intimidad de los hogares y decirles cómo debían actuar en general como amas de casa, pero también como mujeres en el lecho conyugal, para que lograran desempeñar dignamente ese importante papel que el siglo y su naturaleza les deparó, el de esposas y madres de familia.
Otro rasgo común de este tipo de obras, que no podemos dejar de señalar, fue el de las extremas precauciones que los médicos tomaron para hablar del tema; en todos ellos hay un resquemor no sólo frente a la censura eclesiástica, como es el caso en general de las obras españolas, sino frente al pudor de su público que quieren eminentemente femenino pues, al pretender enseñar el arte de vivir felices en el sagrado matrimonio, se ven forzados a hablar del amor, de la anatomía y de la fisiología de la reproducción. Sin embargo, no quieren ser los iniciadores o incitadores de vírgenes ni mucho menos corruptores de supuestas inocencias. Recordemos el peligro latente que implicaba la lectura de novelas o la mirada sobre las obras de arte, de desnudos, de obras de teatro, que podrían "imprimir una dirección viciosa a la imaginación y activar la pubertad, cosa doblemente funesta".31
Les cuesta mucho hablar del tema, "la anatomía es fría", decía el doctor Auber, "puede herir las susceptibilidades de esas almas frágiles, sensibles y tan predispuestas a la enfermedad para las que escribimos". He aquí una ambigüedad que estos médicos modernos tienen que reconocer, el doctor Coriveaud, por ejemplo, quiere evitar el uso de palabras técnicas que por su rudeza pueden asustar, pero escribe que la ciencia se compone de nociones y principios que se tienen que saber, es decir, que para hablar de la vida orgánica tiene que recurrir a la fisiología, "que es a la higiene, lo que la anatomía es a la medicina". Piensan que su tarea sería mucho más fácil si "hubiéramos acostumbrado a las jóvenes a ver las cosas reales tal cual son, si esa falsa modestia no hubiera hecho de la sacrosanta maternidad un término que hace sonrojar a las jovencitas".32
El matrimonio tiene por objeto la felicidad
"El matrimonio crea entre los dos esposos una solidaridad fisiológica y moral, es la salud o enfermedad a dúo." Esta frase, atribuida a la famosa Madame de Staél por el doctor Monlau,33 podría resumir el sentido de la higiene matrimonial que desde finales del siglo XVIII los higienistas le pretenden dar. ¿Qué más loable propósito que lograr por fin la felicidad de la humanidad? Y si aparentemente la cosa parecería sencilla, en realidad y viendo el volumen de estos tratados, no lo era tanto.
El Diccionario enciclopédico de ciencias médicas, tal vez la mejor síntesis científica del saber médico del momento (1872) y escrita para un público también culto pero no forzosamente médico, en el rubro Higiene del matrimonio nos permite ver la importancia del tema. Es el doctor Bertillon, quien escribe este largo capítulo para el que se apoya en un detallado estudio sociológico de estadística y demografía.34
El matrimonio, nos dice, esa potente unidad de dos seres de diferente sexo, tenía múltiples ventajas y era preferible por mucho al estado célibe y al de la viudez. Basándose en datos de diferentes países europeos demuestra, y es un tema desarrollado por los demás higienistas, cómo en ambos sexos, los solteros eran empujados al suicidio con mucha más frecuencia que los casados, ya que el hogar conyugal tenía una influencia de lo más saludable, a pesar de las cargas y penas que suponía, para preservar de ese fatal destino a las personas, ya que "el egoísmo, la indiferencia o el aislamiento del célibe, o la triste soledad de la viudez dejan al espíritu y al corazón sin apoyo para resistir a tan fúnebre tentación".35 Bertillon afirma también que la criminalidad de la mujer era correlativa a su estado civil. Así, las célibes y las viudas eran dos veces más criminales que las mujeres que vivían en un matrimonio fecundo.36
El matrimonio sigue siendo para estos científicos, generalmente católicos, aunque no siempre, un sacramento divino que debía ser respetado hasta la muerte. Sin embargo, viendo la realidad de frente, algunos abogan por el derecho al divorcio para aquellas desgraciadas parejas que no habían logrado formar una verdadera y sólida unión. En México la indisolubilidad del matrimonio continuó vigente durante todo el siglo, ya que si bien en 1859 se codificó el divorcio civil por separación de cuerpos, éste no fue total, o vincular, sino hasta 1914.
Por ello los médicos insistirán en la importancia de seguir sus consejos prodigados, pues el matrimonio era "la institución con la que el ser humano completaba su unidad por la cohesión íntima del principio activo y del principio pasivo, confundidos en gloriosa y armónica amalgama [...]; por ello, el divorcio no es justo, no es fisiológico, no es moral".37 Antes del matrimonio, explica el doctor Monlau, "tenemos a un hombre y a una mujer; al primero fuerte por la inteligencia y a la segunda poderosa por la sensibilidad. Después del matrimonio el ser humano resume en su unidad todas las potencias que se hallaban separadas en cada mitad de sí mismo, la inteligencia se encuentra embellecida por la sensibilidad y la sensibilidad fecundada por la inteligencia".38
Como también el matrimonio era la única forma legal de propagar la especie y las especies vivas dependían del instinto de la reproducción,39 entramos a otro interesante aspecto desarrollado por estos manuales. Porque todos se pretenden científicos, son tratados en general bastante gruesos, plagados de observaciones y experimentos sacados del reino animal y vegetal, ya que buscan reaprender de la naturaleza lo perdido por un exceso de civilización. Al insistir en lo instintivo de la reproducción, el instinto genésico, como le llaman al deseo, tienen que reconocer que éste es genérico y que corresponde a la fisiología del aparato reproductor, es decir a la naturaleza de cada sexo, su comportamiento específico. El de los hombres, que es físicamente visible, es imperioso, necesario y por lo tanto es muy peligrosa su contención; el de las mujeres en cambio, que es interno, es siempre pasivo, está como dormido. "La indiferencia para los placeres del amor, muy rara en el joven sano, es muy común en la mujer, porque en ella está más desarrollado el temperamento linfático, tiene menos ardor y menos fogosidad y esto se halla en todas las hembras del reino animal", afirmaba categóricamente el doctor A. Debay.40 Aunque dentro de la higiene había otra corriente de pensamiento que se desarrolló en paralelo y que veía a las mujeres como seres dominados completamente por su naturaleza y ésta era, al revés, eminentemente insaciable y por lo tanto muy peligrosa.41
Al contrario de los manuales de urbanidad que pretendían sacar de la barbarie a una población inculta y enseñar la civilización, la elegancia, las buenas maneras, como el famosísimo manual de Carreño, escrito en 1854 y sin cesar reeditado en toda Latinoamérica, estos manuales de higiene matrimonial vuelven a recuperar al instinto, a una cierta naturaleza, pero para mejor dominarlo, porque ven en la ciudad y en el desarrollo modernos demasiada sofisticación que aleja a los hombres de lo sensato, de lo natural, sin olvidar por supuesto que el instinto tenía que ser domesticado, ya que era la condición que volvía humanos a los hombres.42
El matrimonio exigía tomar serias precauciones que los doctores tratarán de explicitar claramente: primero que nada, era imperioso convencer a la madre de la joven virgen, que tenía que llevar a examinar a su hija casadera al doctor. Monlau lo advirtió claramente, "si el matrimonio puede en algún caso ser un remedio, su aplicación debe ser consultada siempre con un médico higienista y experimentado", lo que nos habla del nuevo papel que los médicos aspiran lograr. Veinte años después, Bertillon sigue deseando que la joven esposa tome la resolución de sobreponerse a su repugnancia natural y rendirse "a la constatación del arte" y dejarse examinar antes de dar ese paso tan importante. No quieren otra cosa nuestros obstetras mexicanos, cuando se quejan de la alta frecuencia de abortos espontáneos de las jóvenes mexicanas, que mencionar que, si fueran al médico antes de casarse y si siguieran sus instrucciones, se evitarían.43
Había dos fuertes impedimentos para el matrimonio que los higienistas y los obstetras pretenden descubrir con esas primeras revisiones físicas; el tamaño pequeño de una pelvis que impediría el nacimiento de un bebé y saber si alguno de los cónyuges portaba gérmenes de enfermedades hereditarias o tenía algún "vicio de conformación" congénito o algún "impedimento moral" para llevar a cabo esa sagrada unión entre los sexos. Tales problemas vistos a tiempo podían evitar mucho dolor, pero también, y esto era fundamental para la higiene, tenían el fin de perpetuar una familia sana primero y después una nación, una raza fuerte, vigorosa.
A las mujeres, afirman los doctores, no se les debería permitir el matrimonio sin una constancia médica de su aptitud física para el parto. Puesto que ésa era la misión del matrimonio, las mujeres que no podían concebir no debían casarse. Deploraban que las leyes no contemplaran nada sobre el particular, "pero el amor y la prudencia de los padres debe suplir ese silencio que ha causado más de cuatro víctimas". Pretenden hacer prohibir el matrimonio cuando el diámetro antero-posterior del estrecho abdominal fuera menor a tres pulgadas.44 También quisieran que fuera más tardía la edad al contraer nupcias, ya que veían como peligrosísimo que tanto los muy jóvenes, como los muy viejos contrajeran ese estado. Bertillon señala que casarse antes de los 21 era condenar a los hombres a tener hijos flacuchos, débiles, poco vivaces y a una muerte temprana y segura. La edad ideal para los varones debía ser entre los 22 y los 25 años,45 pues antes, y así pensaban todos los higienistas del siglo XIX, los excesos venéreos no hacían más que desarmar, enervar los organismos, quitarles la resistencia vital, que debía usarse poco a poco a lo largo de una vida juiciosa.46
Pensaban que el abuso de esos placeres conyugales era la causa de la mortalidad tan elevada de jóvenes que la voluptuosidad consumía antes de tiempo y los hacía sucumbir o los volvía com pletamente incapaces para desarrollar un trabajo físico o mental. El doctor Debay va más allá y ve incluso una clara relación entre lubricidad y locura, "el abuso produce un agotamiento nervioso, soltando al sistema cerebro-raquídeo que es el que mantiene la integridad de los efectos nerviosos orgánicos [...] particularmente dañino para la médula espinal".47
El interés de la continencia, de la moderación, era, por lo tanto, múltiple: higiénica, moral, social. Para las mujeres, la edad ideal para el matrimonio era un poco más difícil de determinar, Bertillon se apoya en la fisiología para afirmar que entre los 19 y 20 era lo recomendable, pero que lo que sí estaba completamente bien definido por la ciencia era que en ellas el matrimonio después de cierta edad era muy perjudicial, sobre todo por la alta mortalidad de los partos tardíos; aunque también porque en este rubro entraba lo que él llamó "la moral", afirmando que "nadie duda de que las célibes pierden rápido esa amable y graciosa ligereza de carácter que hace ser más dócil y agradable para el esposo".48 También los higienistas ponen en guardia a las madres para que no casaran a sus hijas con hombres viejos por simple interés económico, "¿no vemos ajarse rápidamente mujeres jóvenes que se entregan como esposas a viejos ardientes?", preguntaba consternado Monlau.49
La edad al casarse también era importante para concebir hijos bellos y fuertes, algo que preocupó mucho a los higienistas, incluso había una rama llamada calipedia que daba recetas para tener no sólo hijos bellos, sino del sexo deseado.
Bertillon afirmaba, apoyándose en investigaciones realizadas en diferentes países, tanto entre humanos como entre animales, que si la edad del padre era mayor que la de la madre, engendrarían más niños que niñas y que esta predominancia de varones sería mayor mientras mayor fuera la diferencia de edad entre ambos cónyuges, y todo lo contrario si la mujer era mayor que el esposo; en cambio, si ambos cónyuges eran de la misma edad, las niñas serían siempre un poco más numerosas.
Es así como la ciencia concluía lo que la cultura dictaba como razonable: que el hombre debía ser mayor pero no tanto, más experimentado, más instruido, para que desde el comienzo de la relación fuera el ejemplo, el guía, el jefe y lograra elevar poco a poco a su mujer "en general, más atrasada por su educación".50 Algunos manuales dejan percibir aún fuertemente la influencia de la vieja medicina hipocrática, pues señalan la importancia radical que tenían los temperamentos en la elección de la pareja para la futura armonía y el entendimiento.51
Por otro lado, los doctores insisten en fomentar el miedo a una mala herencia porque están convencidos del peligro de portar taras degenerativas que sin saberlo debilitarían a la larga la potencia de la nación.52 No solamente se refieren a la tan temida sífilis o a la tuberculosis, sino a muchas otras de contagio dudoso, o que si no eran contagiosas se "comunicaban" a la larga en el matrimonio por imitación, como la hipocondría o la histeria. Es por eso que aconsejan vivamente a un hombre jamás casarse con una histérica y a una mujer con un hipocondriaco, para evitar así sufrir la vida entera con enfermos, en general vistos como incurables y contagiosos.
Pero antes de llegar a la tan esperada noche de bodas tenemos que recordar, aunque sea de pasada, otro interesante tema abordado por estos manuales, la importancia vital que el himen tenía para la reputación y la futura felicidad de la joven mujer y de su pareja. En la segunda mitad del siglo XIX sigue siendo un valor simbólico igual de importante que el biológico o el patrimonial, si no es que mayor, aunque los médicos legistas mexicanos discutieran, igual que sus pares franceses, sobre la dificultad de discernir sobre esa tan elástica y "caprichosa" membrana y la gravedad que implicaba para una mujer el dictaminar su ruptura a la ligera. Como escribía en 1885 el doctor Flores en su ensayo El himen en México, "aquí se le rinde culto a la virginidad idolatrada y allí están sus leyes protegiéndola contra todo atentado [...] pues para el joven que adora a una mujer, su más soñada ilusión está en la virginidad".53 Y es que, recordemos, entonces algunos aún creían que el semen de un coito previo podía impregnar la matriz largo tiempo y así los hijos concebidos en santo matrimonio podían parecerse a los de un primer marido o un primer amante que había dejado su "huella".54
Con el mismo rigor científico con el que se llegó a la conclusión de que el estado marital era mejor que el célibe o la edad ideal de los jóvenes para contraer nupcias, se discute también sobre la fundamental noche de bodas.
La tan temida noche de bodas
La primera cosa que recomienda el doctor Bertillon a cualquier nuevo esposo era la dulzura, la delicadeza hacia la nueva esposa. Como sus pares lo escribieron, no era raro que, debido a la brusquedad del esposo o a la excesiva susceptibilidad de la esposa, "el terror, el asco e incluso una aversión irremediable fueran el amargo resultado que el marido recogerá de su primera noche de bodas". Afirma que "en Francia, se inician cada año de 30 a 40 demandas de separación de cuerpos, desde el primer año de matrimonio (14/1000) y tengo razón en pensar, que la mayoría son debidas a esas primeras brutalidades de un hombre que cree estúpidamente que debe mostrar su fuerza o que no sabe dominar su lujuria".55
Los higienistas no dejan de señalar otros delicados problemas que impedían que el matrimonio pudiera consumarse y para los que daban sabios remedios, consejos y recomendaciones que sólo señalaremos de pasada: para una esposa algo histérica, o con un himen muy resistente o con estrechez de la vulva, las técnicas aplicadas llegaban hasta la aplicación de electricidad en las zonas poco sensibilizadas para el amor; todas esas maniobras recomendadas iban en el sentido de relajar a una mujer paralizada por el miedo, la ignorancia y años de represión.
Los problemas masculinos, como el tener un pene demasiado chico o demasiado grande, ser impotente, o padecer la engorrosa y "peligrosa" espermatorrea, también tenían remedios y no debe sorprender el que muchos de estos manuales recomendaran vivamente una terapia basada en latigazos y nalgadas para despertar una libido adormilada por un exceso de "civilización". Aquí cabría hacerse la pregunta sobre si estos problemas sexuales señalados por los médicos fueron una excepción o la regla y si tenían algo que ver con el impacto de la lectura de estos mismos manuales.
De cualquier forma, todos concluyen en una misma cosa, la felicidad en el matrimonio eran los hijos. Para el hombre, era la única manera de trascender, pero para las mujeres, la maternidad les proporcionaba su pasaporte para una existencia real, era la coronación de la vida femenina, su meta, su fin. "Es la función suprema que la santifica, que la levanta, si es que ha caído, que la lleva al deber si es que se ha alejado".56
Debemos reconocer por último, que si estos tratados hablan de placer, en general sólo es del masculino pues, desde que la frigidez femenina dejó de ser un impedimento para la concepción, su placer no fue ya importante y sí, al contrario, fuente de eternas preocupaciones. Sin embargo, sorprende que una minoría pensara que el matrimonio podía ser más feliz si las mujeres lograban "despertar" y, en general, responsabilizaban al hombre de ello y le daban consejos para lograrlo. Aunque éstos siguieran afirmando que la posición correcta e idónea para llevar a cabo los encuentros amorosos era la tradicional o "del misionero", es decir, el hombre encima de la mujer. ¿Otra forma de reafirmar su supremacía?
De cualquier manera, la agenda matrimonial del siglo XIX debió conocer muchas restricciones pues, además de los conocidos peligros que conllevaba el exceso, los médicos no dejaron de señalar los muchísimos días o las horas en los que no era recomendable para nada practicar el acto sexual, lo que podría ser, en parte, una explicación del aumento tan visible de la prostitución en todas las ciudades durante el siglo XIX.57
Someter nuestras pasiones al imperio de la razón
Espero haber logrado mostrar que en estos manuales hay un hilo conductor subyacente que los une y les da cierta coherencia y éste es el de las pasiones humanas. El famoso tratado sobre ellas, escrito a principios del siglo XIX por Jean B. F. Descuret, fue muy leído, discutido y también traducido al español por el doctor Monlau.
Al escribir en 1854 un discurso en español titulado La higiene de las pasiones, el doctor Basilio San Martín explica la importancia de tomarlas en cuenta "para luchar contra el desarrollo de las enfermedades morales y de las físicas que luego serían su consecuencia por no saber gestionar las pasiones humanas".58
Tenían que dejar muy claro, y lo hicieron de manera bastante poética, que todas las personas tenían que aprender a controlar o a reprimir sus pasiones. Si los jóvenes esposos se dejaban llevar por los efluvios de la sexualidad y se embarcaban en el matrimonio sin otro fin que el placer, se arriesgaban a chocar dolorosamente y tal vez a quebrarse en los primeros arrecifes de la vida real. Todas las parejas tenían que tener como meta la familia, su educación moral y su desarrollo físico armonioso, debían casarse por amor y respetarse y quererse el resto de sus vidas.
Entonces todos los médicos estaban persuadidos de los terribles riesgos que conllevaba el exceso. Bertillon explicaba que así como era malo comer sin hambre, beber sin sed, era mil veces peor excitar la voluptuosidad sin el llamado de la naturaleza, el deseo de procrear. Así como el exceso de lubricidad de los jóvenes era mortal para ellos, las voluptuosidades tardías eran igualmente fu nestas. Concluía que la enorme mortalidad que pesaba sobre los viudos fuera en parte por esa razón; por ello muchos higienistas pensaban que después de los 50 años un hombre sensato debía renunciar a los placeres del amor.59 Otros menos drásticos, o tal vez mayores, recorren esta edad hasta los 60. Bertillon recomendaba, más bien, alejar de sí las excitaciones "ficticias", es decir, aquellas producidas por la imaginación, de ahí lo peligroso de la lectura de novelas lascivas o la vista de desnudos, y sólo responder a las verdaderamente orgánicas, moderadamente, con la esposa legítima. El doctor Bouchardat tiene un largo capítulo donde explica lo terrible del abuso de los placeres sexuales que volvía impotentes a los hombres antes de tiempo. Relata historias de viejos que murieron súbitamente porque tenían esposas bonitas y jóvenes.60 Y es que se pensaba que cada persona tenía una cantidad fija tanto de óvulos (o huevos) como de espermatozoides; diferían en el número, pero todos temían que se acabaran antes de tiempo, lo que implicaría la irremediable debilidad de la economía corporal.
El doctor Debay predecía que "usar con moderación y reserva los placeres del matrimonio" así como seguir ciertas normas, como "no darse a ellos después de comer, pues el violento espasmo que provocan en todo el sistema puede suspender las funciones digestivas y producir una sofocación", harían larga y fructífera esa unión.61
Todos estos tratados tocan en mayor o menor medida en el rubro de higiene moral las "pérdidas involuntarias de semen", tan emparentadas con otros "vicios" como el famoso y "terrible" crimen de Onán y también con lo que algunos higienistas llamarán el "onanismo conyugal" (coitus interruptus). Estas prácticas, vistas como funestas por los médicos, tenían como común denominador la idea de que eran peligrosas porque el semen no era requerido por la naturaleza para cumplir con fines loables y, ¡colmo de los colmos!, tampoco era vertido en el recipiente natural concebido para ello. Los males que producían dichas manipulaciones emanaban de la idea de que ese vital y precioso líquido, ese "licor prolífico", no podía desperdiciarse sino a riesgo de terribles e innumerables achaques que empezaban por atacar la médula espinal y terminaban con la muerte segura o con una demencia pertinaz, y para convencer al público, recurren a contar casos "de la vida real" que terminaban en medio de atroces sufrimientos.62 En las mujeres, semejante elixir vital tenía la virtud de apaciguar una matriz insaciable, el semen era capaz de prevenir histerias, anemias, metritis y una lista interminable de desarreglos que cada médico interpretó a su manera.
Para que el matrimonio funcionara y tuviera esas virtudes higiénicas, morales y de longevidad que los higienistas preconizaban, además de la moderación en todos los aspectos de la vida cotidiana, recomiendan también ciertas reglas de higiene corporal. El doctor Bertillon se refiere ya a
un uso bastante novedoso y recién introducido, que no queremos dejar de recomendar a los esposos, sobre todo los jóvenes se habituarán fácilmente, y es que cada mañana hagan una ablución general en todo el cuerpo con una esponja mojada en agua fría. Ninguna práctica es más recomendable para la salud, es una gimnasia cotidiana de la piel, además, claro está, de las abluciones parciales que reclaman imperiosamente ciertas partes del cuerpo.63
La limpieza corporal fue siempre una cuestión importante y cada época histórica la entendió y practicó a su manera; pero estos manuales nos permiten ver la evolución de las costumbres sobre todo respecto del agua y las abluciones. Aunque no hay aún un acuerdo sobre la frecuencia con que debe tomarse el baño, sí la hay sobre los enormes beneficios que para el amor y el entendimiento mutuos proporcionaba el mantener alejados del cuerpo los malos olores y del papel pedagógico de las mujeres en difundir estas sanas costumbres en el seno de su hogar.
Algunas conclusiones
La historiografía contemporánea se pregunta si el desarrollo de la burguesía, la economía de mercado y la revolución industrial que caracterizaron al siglo XIX occidental favorecieron la represión sexual -recordemos el terror que provocan el desperdicio y todas las prácticas sexuales no reproductivas y, peor aún, aquellas que se realizaban "en solitario" o con alguien del mismo sexo- o si, al contrario, permitieron una apertura moral, una cierta liberación de las pulsiones que desembocaría en la famosa "liberación sexual" de la segunda mitad del siglo XX.64 De cualquier forma, creemos que la higiene del matrimonio es un lugar privilegiado para observar claramente cómo ambas posturas ideológicas pudieron discutirse y desarrollarse a lo largo del siglo XIX.
Asimismo espero haber logrado mostrar que el desarrollo de "eso" que se llamará "sexualidad" no fue algo sencillo; si por un lado comúnmente se ha pensado que el XIX, bautizado como victoriano, fue "mojigato", esta literatura apoyaría la tesis de Peter Gay y es muestra de que no lo fue tanto y de que a pesar de que todas las parejas tenían la certeza de que al tener relaciones sexuales había enormes posibilidades de concebir un hijo y de los graves riesgos que ese estado acarreaba a las mujeres y a los niños, no por ello dejaron de practicarlas, aunque muchas de ellas no estuvieran casadas.65 Peter Gay complejizó ese cuadro al mostrar cómo la moral decimonónica estaba compuesta por dos elementos complementarios, aunque aparentemente contradictorios, la hipocresía masculina que exigía la castidad y pureza de sus mujeres, al mismo tiempo que sentía una tremenda fascinación por la "fuga social", lo que lo convirtió en asiduo visitante de burdeles y ávido lector de literatura erótica. Y por otra parte, confirmó el hecho de que las parejas casadas de las clases medias y altas vivieron más felices y tuvieron relaciones sexuales mucho más plenas y satisfactorias de lo que se había pensado tradicionalmente, tal vez la lectura de estos manuales haya sido un granito de arena para lograrlo.
A finales del siglo XIX México había logrado la paz y un cierto desarrollo económico, aunque realidades sociales tan contrastadas así como la recurrencia de enfermedades epidémicas, la falta de higiene de las capas bajas de la sociedad, la elevada mortalidad infantil, el gran número de hijos nacidos fuera del matrimonio y el miedo a que los sectores marginales de la sociedad minaran el capital biológico de la nación estuvieran latentes en la mente de los observadores sociales y desembocaran en una creciente intervención estatal en materia de salubridad e higiene.66
Esta abundante literatura higiénica-pedagógica-moral, así como su gran difusión entre un público cada vez más amplio mostró claramente que esta nueva preocupación "laica" por la familia en un matrimonio armonioso y con muchos hijos, a la que el sector médico quiso darle una respuesta, fue también muy importante en México. Valores como la higiene, la decencia, la prudencia, la continencia, la abstención, el control de las pasiones, fueron los ideales que la naciente pero pujante burguesía porfiriana necesitaba imponerse, pero sobre todo al resto de la población, para lograr el ansiado progreso social y económico. Estos manuales insisten en introducir en los hogares los nuevos hallazgos que la medicina científica va descubriendo sobre todo de higiene privada, en convencer a las familias sobre la necesidad de escuchar al médico y especialmente de acudir a ellos en sus consultorios privados; quieren sacar a parteras y matronas del lecho de las parturientas67 y volverse consejeros de los matrimonios.
La higiene del matrimonio no habla de las mujeres que trabajan fuera de su hogar, o sólo para mostrar lo aberrante de esa situación, esta literatura muestra el miedo masculino a la igualdad entre los sexos, refleja el temor decimonónico a la emancipación de la mujer. Es una de las razones por las que los médicos insisten tanto en inscribir la anatomía femenina en la dichosa naturaleza, en apuntalar su esencia en una maternidad siempre renovada. Pues si por una parte se sienten muy orgullosos de los avances y nuevos descubrimientos que va haciendo la ciencia médica, también muestran un claro temor de que las mujeres dejen de querer ser lo que ellos dicen que deben ser. Por eso insisten en que ellas son puro sentimiento, que no se les da la razón, que el trabajo fuera de casa es una aberración. Para todos el ideal es la mujer sometida, dependiente y con muchos hijos.68
Concluyamos con una cita de nuestro Monlau, "efectivamente, con la anatomía y la fisiología en la mano, se prueba que la mujer fue creada para perpetuar la especie [...] que sus instintos son más certeros y su inteligencia menos vasta que la nuestra"; su lugar es el hogar y su función la maternidad, pues "¿quién puede imaginar, sin echarse a reír una asamblea legislativa obligada a suspender mensualmente sus sesiones, a causa de la indisposición prevista de la mayoría de sus individuos (pues ellas podían ser mayoría) y precisada a conceder licencia fundada en un estado interesante? [...] pero no, es hora de poner fin a esta broma digna del tablado de titiriteros".69