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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versão impressa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.30 Ciudad de México Jul./Dez. 2005

 

Reseñas

Romana Falcón (coordinadora), Culturas de pobreza y resistencia. Estudios de marginados, proscritos y descontentos

Felipe Arturo Ávila Espinosaa 

a Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, México.

Falcón, Romana. Culturas de pobreza y resistencia. Estudios de marginados, proscritos y descontentos México, 1804-1910. ,, México: El Colegio de México, Universidad Autónoma de Querétaro, 2005.


Este libro colectivo, producto del seminario de la doctora Romana Falcón en El Colegio de México, tiene varias virtudes. Representa, en primer lugar, un buen ejemplo de cómo se hace la historia, se plantean los problemas de investigación, se construyen las hipótesis que guían la búsqueda en archivos, se trabajan críticamente las fuentes y la reconstrucción de los hechos analizados.

Al leer este libro recordamos que la historia no es solamente la reconstrucción y la narración de los hechos sino que es, sobre todo, su interpretación: la necesaria búsqueda por entender, explicar y hacer inteligibles a los personajes, los acontecimientos y los procesos históricos. En el quehacer histórico convergen, explícitamente, la ineludible fusión entre el trabajo empírico y el teórico; entre los datos de las fuentes y los conceptos, las categorías, las generalizaciones y las comparaciones que alumbran los hechos y los hacen comprensibles.

Otra característica peculiar es la postura que comparten sus autores respecto a investigar y tratar de escuchar a los marginados, a los pobres, a los sectores subalternos que, sobra decirlo, no son objetos fáciles de estudio. Todos los que colaboran en este esfuerzo colectivo son conscientes de esta dificultad y se aventuran en la búsqueda de resolverla, mediante un uso riguroso de las principales aportaciones teóricas, metodológicas e historiográficas sobre estos temas. En conjunto, los autores escudriñan sobre las "condiciones en las que pueden ser de utilidad ciertos conceptos, modelos y teorías para aquellos preocupados por conocer y comprender a quienes habitaban el oscuro y amplio basamento de la pirámide social", como asienta Romana Falcón en su introducción.

Para lograr lo anterior, recurren al rico bagaje conceptual legado por algunos de los principales estudiosos de los grupos marginados, James C. Scott, Barrington Moore, E. P. Thompson, Ranajit Guha, etcétera, a través de un uso riguroso de nociones como negociación del poder, resistencia, subalternidad, paternalismo, modernidad, otredad, etnicidad, colonización interna, justicia, paternalismo, economía moral, discursos ocultos, conceptos utilizados en cada uno de los ensayos del libro desde la perspectiva de una historia de los de abajo, en la que el supuesto básico es que "es posible recuperar instantes de esos personajes anónimos y humildes cuyas voces se encuentran de manera indirecta, difusa y velada en los registros del pasado".

Así, los autores nos ofrecen un conjunto de estudios específicos sobre el México rural y urbano entre finales de la etapa colonial y los albores del siglo XX, articulados sobre ejes como la transformación de la sociedad colectiva en una de actores individuales, el avance en el control por el Estado central de los grupos marginados, el proceso de predominio de las relaciones mercantiles en el mundo rural, la apropiación de los recursos naturales y la modificación en los patrones de propiedad tradicional agraria en beneficio de las elites regionales y nacionales, etcétera. En todos estos procesos, lo que interesa básicamente a los autores es percibir la resistencia cotidiana con la que los grupos subalternos buscan paliar, obstruir, repeler y retar la explotación y dominación cotidianas, sin llegar a la rebelión, así como esos momentos excepcionales de movilización popular, en los que los subalternos recurren a la violencia y desafían el orden establecido.

Alejandra Araya, en su trabajo sobre vagos, mendigos y populacho en la ciudad de México durante el siglo XIX señala cómo las elites y las autoridades se debatieron en el trato que debían dar a los vagos y los mendigos que pululaban en la ciudad, oscilando entre la represión o su utilización política. Muestra cómo las elites se inclinaron por el control, por lo que se implantó una nueva moral sobre el trabajo y el uso del tiempo, así como un mayor control sobre la libido y el ocio. Esto fue acompañado de la construcción de un discurso dicotómico y maniqueo en donde el trabajo era sinónimo de honestidad y de ciudadanía.

La novedad legislativa del XIX, nos dice la autora, fue que incluyó las plazas y mercados como lugares nocivos, al lado de los mesones, casas de juego y tabernas, sitios condenados por la legislación colonial.

Un factor importante en este proceso fue que empezó a imponerse la concepción de la decencia como sinónimo de honestidad, laboriosidad y buena conducta. El vestido, la apariencia y el ingreso denotaban la decencia. Por el contrario, la desnudez, la suciedad, la falta de higiene y la defecación al aire libre mostraban la indecencia. La condena moral se centraba en lo que recordaba la parte animal e instintiva, el cuerpo. Paralelamente, se avanzó también en el control y en la condena de la palabra, del juego, de la risa. Los gritos, las expresiones jubilosas, los disfraces y el mal uso del lenguaje eran juzgados inmorales y subversivos.

Este proceso no fue fácil para las elites y las autoridades, señala la autora. Hubo resistencia de los marginados y ganaron algunas batallas. Los artesanos defendieron con éxito su honorabilidad, para no ser considerados vagos. Otros, tuvieron éxito en su defensa legal contra la leva.

Patricia Pérez Munguía se ocupa de estudiar las continuidades y rupturas en relación con los vagos en Querétaro a fines de la Colonia y en el XIX. Como Araya, encuentra que la ruptura se dio en que la nueva legislación decimonónica fue más estricta al considerar a los vagos y los mendigos como no ciudadanos. Si no trabajaban y se ganaban la vida honradamente, no podían tener derechos plenos. A diferencia del virreinato, el nuevo orden vigilaba y condenaba a priori a estos sectores. Para controlarlos, se estableció una Junta Calificadora de Vagos en cada municipalidad. La ley de vagos de 1877 fue todavía más dura, pues incluyó en su clasificación a los jornaleros y a los artesanos que trabajaran menos de la mitad de la semana. Por su apariencia, los trabajadores urbanos eran detenidos y, en ocasiones, remitidos a la leva. Esta ofensiva, al decir de la autora, engendró resistencias en los grupos agredidos, que lucharon sobre todo por evitar la leva. Las estadísticas del periodo muestran un considerable incremento en los presos detenidos por vagancia, aunque hay pocos testimonios de los procesos porque los juicios eran orales.

Jesús Cosamalón Aguilar aborda la actitud de las elites ante los léperos en la ciudad de México durante la ocupación norteamericana de 1847-1848. En su trabajo, señala cómo el temor de las elites coloniales a los pobres continuó después de la Independencia y que esto se agudizó en momentos críticos, como la ocupación norteamericana de la ciudad. Ante la invasión, el ayuntamiento de la ciudad procuró asegurar el abasto de víveres no sólo por razones humanitarias, sino temiendo desórdenes de las clases populares. Sin embargo, las autoridades, haciendo a un lado su temor, llamaron a estos grupos a resistir al invasor, recurriendo al patriotismo y la defensa de la religión.

Algunos grupos respondieron: ante la incursión de las primeras tropas estadounidenses, la resistencia popular en las calles fue considerable. Los atacaban con piedras; algunos soldados extranjeros fueron asesinados.

La invasión provocó una división y una realineación de los grupos sociales. Entre los que opusieron no estuvo sólo la plebe; también lo hicieron sectores pudientes y religiosos. Otros, en cambio, se pusieron del lado de los invasores: las autoridades, parte de la Iglesia e, incluso, hubo también conductas de aceptación y aprovechamiento de la intervención por parte de artesanos y prostitutas. Llaman la atención, además de estas alianzas que rompían la barrera de clase, comportamientos como los saqueos de soldados norteamericanos apoyados por la plebe mexicana.

Edith Ortiz Díaz, aborda este mismo tema en su estudio sobre la ruptura del contrato social ante la invasión norteamericana. En él corrobora que la reacción de la población ante la invasión fue múltiple.

Las contribuciones forzosas que exigieron los gobiernos a la población entre 1845 y 1847 les restaron legitimidad. Entonces, la mayoría de la gente tuvo una actitud pasiva.

El reclutamiento forzoso no dio los resultados esperados. No hubo una estructura capaz de organizar la defensa de la ciudad.

El temor a los invasores se acrecentó por la diferencia de idioma, cultura y, sobre todo, religión. Las elites no organizaron milicias populares de defensa por el temor de que se convirtieran en rebeliones. La población no quería cooperar con el gobierno por la sabida corrupción que imperaba.

El pacto social se rompió ante la capitulación de las autoridades al invasor. La sublevación popular espontánea contra los invasores fue masacrada. Los gobernantes, nos dice la autora, no cumplieron su responsabilidad de proteger a la población, pero ésta tampoco cumplió las suyas. El pacto social fue roto por ambas partes.

Mario Barbosa Cruz estudia el tema del control moral y la resistencia cultural en la ciudad de México a finales del Porfiriato. El autor intenta demostrar la hipótesis de que las prácticas de sociabilidad en lugares públicos de juego y consumo de alcohol llevadas a cabo por los sectores populares, además de su aspecto lúdico, reflejaban un discurso oculto que expresaba su oposición a la modernización urbana porfiriana.

Sostiene que la legislación republicana, aunque mantuvo los intentos por controlar y normar la conducta, el tiempo libre, las diversiones y la socialización de los espacios públicos, no fue tan precisa ni diferenciada racialmente como durante la Colonia al aplicar los castigos.

Señala que, si bien en 1903 y 1904 el gobierno de Díaz modificó la reglamentación de pulquerías y casas de juego con disposiciones más restrictivas, el consumo de alcohol en esos años se incrementó.

Las infracciones más frecuentes eran por no respetar el horario de venta de bebidas y por no acompañarlas de alimentos. También por la presencia de menores y policías en esos lugares y en burdeles. Se castigaba también la música y el juego. Los acusados regularmente negaban los hechos e inventaban pretextos de todo tipo. Diversos testimonios de los detenidos mostraban mecanismos y estrategias para violar la norma, como colocar platos de alimentos como escenografía.

Úrsula Camba Ludlow desarrolla el tema del paternalismo, la esclavitud y la resistencia cotidiana, a través del caso de homicidio de una negra esclava en la ciudad de Córdoba, en 1804. La autora describe cómo la violencia ejercida en el hogar por el hombre contra la mujer, los hijos y los esclavos era una costumbre permitida por la sociedad colonial. La violencia contra los negros era vista como una medida necesaria para imponer la disciplina. La sevicia era castigada por las leyes. Los castigos corporales eran vistos como purificación y enmienda.

En este contexto, la madre de la víctima denunció al dueño de un trapiche de Córdoba, por haber castigado con saña a su hija, esclava del señor, hasta causarle la muerte; la mujer había muerto sin sacramentos. La madre pedía justicia, rompió el silencio y se aventuró a demandar al dueño sin importarle las consecuencias. Esa actitud mostraba la ruptura del vínculo de la dominación. Aunque la mujer no cuestionaba la relación de poder sustancial ni el derecho a golpear de los amos, protestaba por el exceso. Ese caso no fue único. En los archivos hay otros ejemplos que muestran que las esclavas no permanecían pasivas ante la muerte de sus hijos y que recurrían a los instrumentos que tenían a su alcance para pedir justicia. Esto no garantizaba, empero, que tuvieran éxito, como ocurrió en este caso.

Los esclavos negros que presenciaron la escena, temiendo las represalias de sus amos, se negaron a ratificar la versión de la madre en los tribunales y ésta se quedó aislada. Sólo otra de sus hijas se solidarizó con ella.

Édgar Mendoza García ofrece un interesante trabajo sobre el impacto de la desamortización y la resistencia ante ella en los pueblos de Cuicatlán y Coixtlahuaca, Oaxaca, en la segunda mitad del siglo XIX. La conclusión a que llega el autor es novedosa y cuestiona tanto las interpretaciones que sostienen que la desamortización fue un golpe casi definitivo para las comunidades como la visión contraria de que la propiedad agraria casi no sufrió cambio durante el XIX. Este estudio, en cambio, revela que el impacto fue diferenciado: en las tierras de cultivos comerciales hubo un amplio proceso de expropiación, mientras que en la sierra y tierras áridas los pueblos conservaron la mayoría de sus propiedades.

El caso de Coixtlahuaca muestra cómo los primeros en solicitar la adjudicación individual de los ejidos y propios fueron pueblos de la periferia montañosa, que tenían pleitos agrarios por límites. De esa forma recurrieron a la ley de desamortización para parcelar la propiedad y obtener títulos legales definitivos que les dieron la garantía de conservar su propiedad. Si bien la mayoría de los pueblos conservaron sus tierras, se dio también un proceso de individualización de la propiedad y acaparamiento por algunas familias. Los beneficiarios fueron los arrieros y, sobre todo, los comerciantes, que aprovecharon la coyuntura para hacerse de grandes propiedades. Se fortalecieron varios caciques, pero muchos de éstos no se separaron de la comunidad y funcionaron como defensores de la propiedad comunal.

En Cuicatlán el proceso fue distinto. Entre 1856 y 1890 la aplicación de la Ley Lerdo fue marginal; la mayoría de los pueblos conservaron sus tierras y los repartimientos individuales que hubo obedecieron a la misma estrategia de protegerlas de propietarios privados extraños.

Pero después de 1892 todo cambió por el arribo del ferrocarril y por el crecimiento de la producción de café. Tuvo lugar un masivo proceso de compra de terrenos por particulares y conversión de los campesinos en asalariados de las haciendas cafetaleras. Los dueños se apropiaron de las mejores tierras de cultivo. Sólo marginalmente algunos pueblos conservaron sus tierras, que eran las menos fértiles. El proceso benefició al principio a los caciques locales, pero éstos vendieron las tierras muy pronto a grandes comerciantes, capitalistas y funcionarios externos.

Daniela Marino en su análisis de los conflictos por la tierra y la identidad comunal en Huixquilucan, Estado de México, durante la segunda mitad del XIX, señala cómo el proyecto modernizador, que trató de homogenizar en un solo corpus jurídico todas las fuentes antiguas de derecho, implicó un cambio en la práctica consuetudinaria de la justicia a la que acudían los pueblos en la Colonia. No obstante, los pueblos se adaptaron a los cambios y siguieron utilizando la arena judicial para defenderse.

La Constitución de 1857 privó a los pueblos de personalidad jurídica para litigar y para poseer y administrar bienes raíces. Les permitía, en cambio, recurrir al amparo y muchos así lo hicieron. El imperio restableció esos derechos y la ley federal de 1894 permitió a los ayuntamientos representar a los pueblos en litigios sobre desamortización. Pero a nivel estatal las cosas eran distintas. Los jefes políticos tenían la facultad de permitir o negar el permiso para litigar a los pueblos y en varios casos lo autorizaron, a pesar de estar en contra de la legislación federal.

A través del estudio que hace la autora de los pleitos legales librados por el pueblo de San Juan en contra de Atarasquillo, y de Acopilco por la posesión de los montes colindantes, Marino muestra un abanico de estrategias de los pueblos para defenderse, desde la resistencia armada hasta el recurso a la ley, adaptándose así a las modalidades que había impuesto la modernización liberal de la justicia.

Gloria Camacho Pichardo estudia las resistencias ante la intervención estatal a través de dos motines de los pueblos de Calimaya y Chalco para defender su acceso al agua en el Estado de México a fines del XIX.

Camacho muestra cómo el avance de la federación en el control del agua de lagos y ríos navegables generó resistencias de los pueblos afectados y, en varios casos, se retrasó o impidió su aplicación. Así lo hizo el pueblo de Calimaya en 1871, cuando se movilizó para tener acceso al agua del Lerma e impidió que el dueño de la hacienda de San Francisco frustrara su objetivo. Después de un motín en el que apresaron a habitantes del pueblo, éste mantuvo el control del agua.

Otro motín tuvo lugar en la ribera de Chalco, donde el pueblo de San Francisco Soyaniquilpan se movilizó en contra del hacendado José Escandón reclamando el uso de sus aguas. Los pueblerinos se amotinaron y el jefe político hizo uso de las fuerzas públicas del estado.

Inés Ortiz Yam aborda el descontento de los pueblos yucatecos a finales del siglo XIX y muestra cómo el desarrollo henequenero aceleró el proceso de denuncia y apropiación de terrenos por hacendados y particulares, que aprovecharon las facilidades que les daba la ley de baldíos para incrementar su propiedad.

Ortiz señala que para los campesinos yucatecos era mucho más importante el uso del monte que la posesión de la tierra, por las condiciones geológicas e históricas de la región. Entre los usos y costumbres de las comunidades estaba el uso común e itinerante de los montes para el cultivo de productos tradicionales. Esta situación fue cambiando paulatinamente con el avance del proyecto liberal, pero las resistencias se presentaron hasta que se les prohibió el acceso a los montes. Se defendieron legalmente, pero no tenían los títulos que avalaran sus derechos ancestrales. La culminación fue el motín de Maxcanú de 1891.

Blanca Estela Gutiérrez Grageda desarrolla el conflicto agrario entre la comunidad de La Magdalena, San Juan del Río, y el dueño de la hacienda de San Francisco. Este caso es significativo en virtud del alto grado de conciencia y organización de la comunidad, así como el compromiso de las autoridades municipales con el pueblo de La Magdalena. En 1877, los pobladores se apoderaron por la fuerza de un monte de encinos que reclamaban como suyo, sostuvieron la ocupación y usaron el monte en su beneficio. El hacendado tuvo el apoyo del jefe político de San Juan del Río y del gobernador de Querétaro. El ayuntamiento de Tequisquiapan encabezó la defensa del pueblo y, no obstante que fueron destituidos los representantes municipales, siguieron dirigiendo la resistencia.

Los indígenas recurrieron al amparo, pero un tribunal federal de distrito desechó su solicitud. Recurrieron luego a la Suprema Corte, pero ésta les negó también la razón e incluso les impuso una multa acusándolos de que se precipitaban al comunismo. En 1880 el caso fue trasladado a los juzgados de la ciudad de México. Los indígenas volvieron a ocupar los terrenos, siendo aprehendi dos cuarenta de ellos. A mediados de esa década el conflicto no se había resuelto.

María Aparecida de S. López, finalmente, estudia la relación entre la crisis económica y el desorden social en Chihuahua en vísperas de la revolución y señala cómo, en 1908, la producción de maíz y frijol en Chihuahua se redujo a la mitad de la del año anterior, por la sequía y las heladas. El precio del frijol se duplicó, el del maíz subió entre 50% y 75%. La crisis afectó a las empresas mineras y hubo un grupo de trabajadores desempleados que en algunos casos llegó al 28% y concluye que la crisis de 1907-1908 se tradujo en una disminución de los delitos contra la propiedad y un ligero aumento de los delitos violentos.

Conviene señalar, por último, que, más allá de sus aportaciones, este libro deja abiertas varias e importantes interrogantes. Una primera es la de las limitaciones de las fuentes para poder escuchar efectivamente la voz y seguir la conducta y la resistencia de los subalternos. A pesar de sus esfuerzos, en varios de los trabajos no se percibe con nitidez a los sectores populares. Las fuentes dan cuenta en su mayoría de la opinión, de las acciones y las estrategias de las clases dominantes y de las autoridades. No se escucha claramente a los mendigos y los vagos, a los léperos, a los ebrios. La voz y la vida de los oprimidos se pierden en las narraciones, a pesar de la voluntad de los autores para hacerse eco de ellas.

Otra limitación, más fuerte aún, es que en la mayoría de los estudios no se percibe la resistencia cotidiana de los oprimidos. Las resistencias de los vagos y mendigos a los avances en las prohibiciones legislativas contra ellos y al mayor control del Estado sobre sus conductas son marginales y no se documentan con fuerza. La oposición popular citadina ante la invasión estadounidense, por ejemplo, no es unánime y nos es exclusiva de los subalternos; dentro de estos mismos hay colaboracionismo y división. Inversamente, la resistencia al invasor involucró también, parcialmente, a sectores de las elites y no sólo fueron los grupos populares los que se opusieron a ella. En este mismo tenor que muestra la complejidad de las actitudes de los grupos sociales y la dificultad de explicarlas de manera unilineal, la exigencia de justicia de la mujer negra ante el asesinato de su hija no es respaldada por los otros negros que trabajaban con ella. El temor a las represalias del amo fue más fuerte que su solidaridad ante la injusticia y determinó su proceder, más allá de la similitud de sus condiciones de vida e incluso de su parentesco. De igual modo, en las movilizaciones agrarias que se reseñan, los pueblos no sólo se movilizan contra los hacendados y las autoridades, sino que pelean también unos pueblos contra otros por su aspiración a defender lo que consideran que es suyo, sin que pueda establecerse cuál tiene razón, derecho y legitimidad. Las contradicciones al interior de los pueblos no pueden obviarse y a veces pesan más para explicar su conducta que la resistencia que se piensa que deben tener en contra de las elites y las autoridades.

Con todo esto aparece un problema de más fondo: el marco conceptual utilizado, en estos estudios, basado sobre todo en Scott, quizá no sea del todo adecuado ni suficiente en estos casos para reconstruir los discursos y los códigos de resistencia de los subalternos, porque quizá el problema sea que la resistencia al poder no tiene que ser, necesariamente, la conducta dominante en los oprimidos. Parece difícil aceptar que la ebriedad y el juego puedan ser considerados como resistencias. La vida y la psicología de la gente y las motivaciones de su conducta tienen una dimensión más amplia que ésa.

El otro asunto es que en la conciencia de los oprimidos, como señala Samuel Farber en su comentario al modelo de Scott, están a menudo presentes no solamente las ideas de resistencia y de cambio, sino también la aceptación de valores de las elites y de la legitimidad de ciertas acciones de éstas. Como señala este autor, los marginados pueden estar de acuerdo con alguna autoridad que se porte bien con ellos, pueden ver como legítima su conducta y, al mismo tiempo, pueden renegar de su condición de subordinación y reaccionar en menor o mayor medida contra ella. En muchos casos, también, no tienen conciencia clara de sí mismos o tienen una falsa conciencia de su situación, de sus intereses y de sus aspiraciones. Éstos son algunos de los temas que quedan abiertos y es también un mérito de este libro colectivo que abran una discusión sobre ellos.

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