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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

Print version ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  n.29 Ciudad de México Jan./Jun. 2005

 

Reseñas

Martha Beatriz Loyo Camacho, Joaquín Amaro y el proceso de institucionalización del ejército mexicano, 1917-1931

Eduardo N. Mijangosa 

a Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México.

Loyo Camacho, Martha Beatriz. Joaquín Amaro y el proceso de institucionalización del ejército mexicano, 1917-1931. ,, México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, Fondo de Cultura Económica, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, Fideicomiso Archivos Plutarco Elías Calles y Fernando Torreblanca, 2004.


En principio debo señalar que el libro que ahora reseño no es un texto voluminoso, poco menos de 200 páginas, y se lee con el disfrute de una obra bien escrita y con sobria redacción que invita a la lectura pausada y complaciente. En efecto, en seis capítulos se narran los acontecimientos de dos vertiginosas décadas envueltas en enfrentamientos, rebeliones y ambiciones por el poder. Estos acontecimientos se reflejan cual espejo a través de la actuación de uno de los protagonistas de los hechos revolucionarios: Joaquín Amaro, un hombre que sin detentar el cargo más importante en la esfera política -la presidencia- coexistió y lo defendió fielmente para sus allegados. Pocos hombres hay como él en la historia moderna de nuestro país, que teniendo el poder al alcance de la mano resistieron la humana tentación de obtenerlo y ejercerlo.

Bien decía don Luis Cabrera en 1909, la víspera de la Revolución Mexicana: "En los países de régimen personal, la organización administrativa sirve principalmente para mantener el régimen imperante y apoyar la continuidad de las personalidades que tienen en sus manos el poder". En este sentido, el ejército mexicano sería la institución que por su naturaleza debía sostener al nuevo régimen revolucionario y garantizar el principio de estabilidad, necesario para su consolidación como nuevo sistema político. La tarea, sin embargo parecía mayúscula, ¿cómo dar coherencia y un liderazgo común a un inaudito panorama de fuerzas militares poco dispuestas a deponer las armas, a disciplinarse y a devolver las cuotas de autonomía alcanzadas hasta entonces?

La pacificación del país era la base de cualquier proceso de reconstrucción nacional y el ejército revolucionario debía transformarse como prerrequisito de los cambios estructurales planteados a partir de 1917. Así las cosas, la participación de un menudo personaje de origen campesino, general divisionario a los 31 años, encabezando este proceso pareciera un motivo legítimo y suficiente para dedicarle una amplia investigación histórica, como la que realizó favorablemente Martha Loyo. Y no es que fuese el primer estudio al respecto, académicos como Álvaro Matute Aguirre y Javier Garciadiego han realizado ciertos aportes sobre la naturaleza de los ejércitos revolucionarios, específicamente sobre los constitucionalistas y la transformación del ejército revolucionario en ejército nacional. Otros estudios menos conocidos como el de Edwin Lieuwen, crónicas como las de Luis Garfias Magaña y, a fin de cuentas, numerosas fuentes testimoniales y páginas autobiográficas dan razón de una montaña dispersa de información con un incierto valor historiográfico.

El mérito de esta obra es el de aglutinar esta clase de trabajos fragmentarios en una sólida investigación que, nutriéndose además de importantes fondos documentales (al menos 14 fondos, varios de ellos con información inédita hasta ahora), viene a representar una importante contribución al conocimiento que sobre uno de los actores fundamentales del suceso revolucionario teníamos, proporcionando de paso una nueva perspectiva de estudio capaz de revelar las intimidades del juego del poder en la cúpula de la "familia revolucionaria". "Este estudio -dice la autora- no es una biografía en el sentido clásico [...]. Es más bien la explicación de su actuación pública" (p. 13); podríamos agregar que es asimismo la reconstrucción de un sistema de lealtades, el esfuerzo por discernir las variables de la política nacional en un escenario caracterizado por las confrontaciones y las rivalidades político-militares.

*

Así pues, el ejército revolucionario, artífice del desmantelamiento del viejo régimen porfiriano (después del huertista) llegó a constituirse visiblemente en un complejo fenómeno de fuerzas colectivas cuya expresión regionalista mostraba la naturaleza de sus orígenes diversos. Caudillesco en su carácter, el ejército en su conjunto dependía de un sistema de lazos clientelares y en ese contexto, personajes como Joaquín Amaro eran a la vez causa y efecto de esa circunstancia.

*

Amaro era entonces un hijo de campesinos y campesino él; su reclutamiento revolucionario probablemente obedecía a razones de índole social. Sin embargo, "Es difícil saber con certeza las causas que motivaron su adhesión al movimiento revolucionario", advierte la profesora Loyo, valga aquí un paréntesis. En el reciente libro de Álvaro Ochoa Serrano sobre José Inés Chávez García (Chávez García, vivo o muerto..., Morelia, Morevallado Editores, 2004) se pueden inferir ciertas motivaciones personales que indujeron a un personaje como Chávez García a incorporarse a la Revolución Mexicana. Relativas evidencias documentales hay también en ese aspecto; sin embargo, el escenario local prevaleciente parece inclinar las causas de su reclutamiento a problemas suscitados por un deterioro del nivel de vida local, agudizado por factores económicos y menos orientados tal vez a principios políticos o ideológicos. El escenario local, vulnerable a la movilidad laboral en el campo en el norte de Michoacán y en el norte de Zacatecas, tenía ciertas se mejanzas, el trabajo en las haciendas aledañas era un recurso para sostener el jornal. Al mismo tiempo, individuos como Joaquín Amaro y José Inés Chávez García, hijos de campesinos, poseían una instrucción elemental -sabían leer y escribir- y mostraban una personalidad rebelde; posiblemente el deseo de una mejor condición de vida pudo haber representado para ellos una premisa de aspiraciones; su mayoría de edad coincidió con los rumores latentes de que una "revolución" llegaba; su significado apenas comenzaba a esbozarse, sin embargo era la alegoría de los cambios venideros.

*

¿Parece válida una comparación de los escenarios donde surgen estos futuros revolucionarios? No lo sé. La intención responde únicamente al hecho casual de ilustrar a dos personajes marginales hasta entonces, los dos salidos del campo, con una personalidad similar forjada en un universo cultural campesino; por su parte, los dos eran morenos, de corta estatura, con habilidades natas en el combate y singular agrado por los caballos, ambos tenían la misma edad -nacidos en 1889-; para colmo, los dos fueron conocidos con el mismo apodo de "el indio". Finalmente ambos se conocieron militando en las filas del constitucionalismo, subordinados del general. Gertrudis G. Sánchez. Hasta ese momento subrayo las posibles afinidades y semejanzas, pues sabemos que sus destinos revolucionarios terminaron proyectándose de muy distinta manera. Prófugo del constitucionalismo a consecuencia de su participación en el combate del Cerro de las Vueltas, Chávez García renegó de su filiación revolucionaria y empezó sus correrías bandoleras en Michoacán y el Bajío hasta su muerte, en 1918; en contraste, y a pesar de su participación en el mismo combate, Amaro salvó la vida por voluntad e injerencia de Álvaro Obregón, convirtiéndose a la postre en un fiel obregonista sumamente valeroso para las ambiciones políticas del general sonorense.

En adelante, Amaro se fortalece como uno de los revolucionarios más leales y capaces del ejército constitucionalista. Antes de los 28 años -nos dice la autora- Amaro había fraguado ya su carácter y su fama de aguerrido y violento, un personaje con capacidad militar y con una de sus mejores virtudes, la lealtad a toda prueba. Esta condición sería pronto explotada por quienes encabezaban el liderazgo revolucionario, después de Carranza por supuesto, los sonorenses Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.

En efecto, el encumbramiento de Amaro es paralelo al ascenso al poder del Grupo Sonora. Luego del triunfo de la rebelión de Agua Prieta en 1920, Amaro obtiene, a los 31 años, el grado de general de División (Lázaro Cárdenas, otro joven revolucionario lo obtuvo a los 33, en 1928) y recibe el nombramiento como jefe de Operaciones Militares de la 3a. Zona Militar en el noreste del país. Establece entonces su grupo personal, militares subordinados y comprometidos en un principio de lealtades recíprocas. En torno a él, tendrá la cercanía de los hombres de su confianza, que lo serán desde entonces: José Álvarez, zamorano de origen, como jefe de su Estado Mayor; Andrés Figueroa, y José Hurtado, entre algunos de los militares subordinados. Era, según parece, un trabajo en equipo: Figueroa y Hurtado, brazos de su organización militar, y Álvarez, desde la ciudad de México, su operador político, intermediario entre las influencias personales en las secretarías de Guerra y de Gobernación y base del entendimiento de la política nacional, en apariencia desdeñada por el propio Amaro.

Un nuevo conflicto militar vuelve a proyectar a Joaquín Amaro. Su leal desempeño en la rebelión de la huertista de fines de 1923 y la defensa del gobierno constituido ratifican su posición en la elite del poder. En recompensa, Amaro recibe finalmente la Secretaría de Guerra, en la que permanecerá por espacio de siete años. Tenía ya en sus manos la oportunidad de materializar sus planes y estrategias de planeación y organización, orientadas a disciplinar y hacer eficiente el desempeño del ejército mexicano a la par de cualquier ejército moderno. En suma la profesionalización representó al mismo tiempo la institucionalización del ejército, que abandonó con ello su carácter caciquil y caudillesco para transformarse en un cuerpo garante del gobierno y del sistema político constituido. Así pues, la mutilación de los liderazgos patrimonialistas y el desarraigo de las lealtades personales en el seno del ejército lo transformó gradualmente en un organismo funcional, moderno, salvaguarda del gobierno e instrumento de pacificación social.

Pero ¿cómo ese magno proyecto de reestructuración del ejército mexicano pudo encabezarlo un humilde campesino proyectado por la Revolución? Martha Loyo nos dice que Amaro era sin duda un líder nato, autodidacta en un sentido amplio del término para aprender de las experiencias y saberse manejar en un contexto de volatilidad, de oportunismo, de ambiguas militancias y frecuentes traiciones. Pocos revolucionarios como él estuvieron siempre del lado de los "ganadores" (al menos hasta antes de su rompimiento con Cárdenas, el presidente) y siempre además con una proyección en sentido ascendente. Insinuaciones o invitaciones no le faltaron para convertirse al villismo, o al delahuertismo; sin embargo, Amaro pudo mantener firmes sus principios obregonistas para solventar al mismo tiempo la consolidación de los sonorenses en el poder político. Ese agudo sentido de su realidad en un contexto vulnerable lo hizo figurar como el hombre indispensable para controlar y dominar el complejo y rudo espectro del militarismo revolucionario mexicano, situación en donde fracasaron otros líderes revolucionarios como Madero, Carranza y probablemente hasta el mismo Obregón.

Pero Amaro después de todo también era humano y susceptible a su condición, como tal solapó prácticas de corrupción y enriquecimiento de sus subordinados, de hecho él mismo se enriqueció convirtiéndose en propietario y empresario al mismo tiempo. "Amaro siempre defendió o solapó -dice la autora- a sus generales leales, pero no sólo por la lealtad en sí misma y la confianza hacia él, sino también porque le importaba sobre todo mantener en su división a quienes habían demostrado carácter, inteligencia y sangre fría para ejercer el mando" (p. 91). Por otro lado, los principios de moralidad inculcados al ejército podrían contrastar con varias de sus acciones que lo muestran como un ejecutor falto de escrúpulos, implicado además en magnicidios tales como el asesinato de Francisco Villa en julio de 1923, o las ejecuciones de Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez en octubre y noviembre de 1927. Éstas son evidencias de los "trabajos sucios" que estaba dispuesto a realizar en aras de eliminar riesgos o potenciales enemigos del orden establecido. Para él y para el régimen que respaldaba, "la eliminación de cualquier obstáculo que pudiera amenazar la precaria estabilidad del gobierno era fundamental" (p. 109). No había pues consideración con los enemigos, "Amaro actuaba sin miramientos y sin piedad" (p. 93).

La autora señala el bajo perfil político de Joaquín Amaro, en el entendido de que rechazaba inmiscuirse en la política nacional. Siendo sus terrenos lo militar, parecería lógica su posición, en tanto un hombre de campo, de armas, carente de discursos y renuente a la prensa y a la opinión pública. No obstante ésa era una posición política pues a pesar de todo, como decía Calles, la Revolución se había convertido en gobierno, y ambas cosas, gobierno y Revolución parecían indisolubles; luego, su manera de entender la política era otra, menos protagónica, subterránea y velada pero política al fin para pertenecer por igual a la cúpula política nacional y permanecer en ella a toda costa.

Decía Amaro en 1921: "decir revolucionario equivale a ser hombre, hombre de ideas de progreso, tanto para la querida madre patria como para sí mismo". Ante la ausencia de más elementos, Martha Loyo termina por reconocer en él un "liberalismo moderado, progresista y reformador heredado del pensamiento político del siglo XIX, distinguiéndose por su contenido anticlerical y moralista" (p. 96). A esa ideología nacionalista y anticlerical (p. 183), podríamos agregar que su sentido pragmático de la realidad y su carácter reformador fue producto de su inmediatez, de las vicisitudes de los acontecimientos revolucionarios. Luego de todas las experiencias acumuladas, podemos inferir que Amaro fue uno antes de 1920 y otro después. Con nuevas expectativas, los recursos mediáticos de su triunfo y el grado militar más alto, Amaro emprende su verdadera carrera hacia el ascenso social; una nueva forma de vida transforma al rudo militar de la arracada en un distinguido e instruido oficial del ejército, quizá estimulado por su matrimonio o por el arribo del fino y educado José Álvarez a su Estado Mayor; como quiera, Amaro se transformó a la par de la Revolución. Amaro en efecto "tenía conciencia de su talento natural para la milicia pero sabía que eso no era suficiente. Se fue transformando en la medida en que la Revolución también lo hacía, y buscó la superación no solamente en el conocimiento de las batallas sino en su capacidad de organización y planeación" (p. 94).

Amaro era, pues, un "hombre funcional y necesario" (p. 183); lo fue en momentos de crisis, de transición, y dejó de serlo una vez que cumplió su cometido. Instruido y valeroso en el arte de la guerra y renuente a la diplomacia política, luego de siete años al frente de la Secretaría de Guerra, desde donde respaldó a tres presidentes, Amaro "regresó a su casi anonimato después de 1931, desapareciendo poco a poco del escenario público del país". Detrás de él quedó un ejército que no era más el mismo, adaptado entonces a su condición institucional. En adelante ninguna rebelión o asonada volvió a poner en riesgo la estabilidad política del régimen posrevolucionario.

Al menos dos preguntas, finalmente, se retienen una vez concluida la lectura: ¿qué aconteció con los colaboradores de Amaro? En particular, la actuación de José Álvarez me parece fundamental para entender el desarrollo de los acontecimientos de la década de los treinta, sobre todo al convertirse en uno de los hombres de confianza de Plutarco Elías Calles. Por otra parte, luego de valorar el proceso de institucionalización del ejército mexicano, su creciente desempeño, organización, disciplina y modernización, capaz de enfrentar y suprimir con relativa rapidez rebeliones como la de los yaquis en Sonora, o las encabezadas por Adolfo de la Huerta y Gonzalo Escobar, ¿por qué razones los focos de rebelión cristera en algunos estados del occidente sobrevivieron más de dos años y su resolución finalmente fue en virtud de acuerdos políticos?

Los anteriores son cuestionamientos que ameritarían quizá otro sentido de la investigación, pero no pude dejar de mencionarlos. Fuera de eso me congratulo de la lectura y reconozco el valor académico a la profesora Martha Loyo por el excelente texto que produjo.

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