1. Introducción
Los cambios ocurridos en la política internacional y el comercio desde la última década del siglo XVIII, que incluían bloqueos comerciales y guerra entre las principales potencias marítimas, motivaron varios debates sobre los lazos que unían a los territorios de las monarquías hispana y portuguesa. En el Reino de Guatemala, los debates y la producción intelectual giraron en torno a las medidas que se necesitaban para mejorar las cosechas del gran comercio (añil, cacao y posteriormente cochinilla); las formas en que los cambios establecidos por la Corona, las conocidas Reformas Borbónicas, podían adaptarse a las condiciones existentes en el Istmo, y el impacto financiero de las empresas militares de la monarquía, como se ejemplifica en la Consolidación de Vales Reales. El descontento en el reino se expresó de muchas formas, ya sea por manifestaciones violentas en distintos pueblos o en el temor a la criminalidad. Este artículo es una primera aproximación, dentro de un proyecto más amplio, a los debates entre las élites políticas sobre las reformas necesarias en el ámbito de la justicia, en un periodo en que las prácticas judiciales eran cuestionadas por una parte de los funcionarios que buscaban convertirlas sólo en la aplicación de la ley, separada del ejercicio del gobierno, como lo manifestaron los debates sobre la Constitución de Cádiz de 1812. En este artículo quiero enfocarme en dichos debates, que funcionarios, clérigos y élites en general tuvieron sobre la justicia y las formas de administrarla. Tales debates estuvieron marcados por el miedo a las rebeliones o motines indígenas y por la ampliación de la ciudadanía y los nuevos equilibrios de poder. En gran medida, el debate sobre la justicia tiene que ver, desde la perspectiva de las élites, con las formas de contención de estos nuevos retos.
2. Problemas sobre la justicia en el Reino de Guatemala
En un ensayo que aborda los caminos de la historia andina colonial tardía, Sergio Serulnikov recuerda que la sociedad colonial estaba “intensamente politizada”, pues las relaciones sociales y sus conflictos estuvieron regidos por la Corona y sus representantes en América por medio de las instancias judiciales. Sin contar con la separación de las funciones administrativas y judiciales propias del Estado contemporáneo, cualquier procedimiento que involucraba una petición de justicia era en sí mismo un acto político. Esto hizo que los grupos sociales constantemente demandaran en los tribunales la restitución de sus derechos (tierras, honor y protección), apoyados del cuerpo de notarios y escribanos. Basándose en la legitimidad que les daba el derecho y, a su vez, en la tradición y la pluralidad social corporativa, las quejas que éstos presentaban en los tribunales eran una forma de recuperar el orden y, para las autoridades, de ejercer el poder. De esta manera:
En el imaginario político de la época, toda percibida afrenta a las prerrogativas de los individuos y las corporaciones constituía una afrenta a la santidad de la tradición y a la potestad del monarca pues era de éstos que aquellas prerrogativas en última instancia emanaban. Los conflictos sociales eran por necesidad asuntos de estado. Las disputas sociales, horizontales y verticales, tendían a transmutarse en luchas políticas; y las luchas políticas a traducirse en un flujo ascendente y descendente de apelaciones a la justicia regia (Serulnikov, 2012: 91).
La amplia difusión del derecho por parte de todos los actores sociales ha sido el punto de partida de la historiografía enfocada en la historia social del derecho, construyendo una base sólida que confirma que la legitimidad de la monarquía en sus territorios fue construida en gran medida por el papel que la figura del rey jugaba como juez ante sus súbditos y, en los lugares donde no podía estar físicamente, sus delegados actuaban como garantes de los privilegios y derechos que tenían los vasallos y habitantes (Hespanha, 1989; Garriga, 2004; Manori, 2007). En ese sentido, la justicia en la monarquía hispana no era un campo unificado basado en leyes homogéneas aplicables a todos por igual. Por el contrario, respondía a privilegios y obligaciones desiguales acordes a los “cuerpos” o grupos con reconocimiento jurídico. Por su parte, la transición hacia un proyecto republicano en el siglo XIX implicó, para todo el continente, la implementación de proyectos que buscaban unificar y homogenizar las prácticas jurídicas, golpeando de paso los comportamientos corporativos. Las pugnas provocadas por este golpe explicarían el largo aliento de las prácticas y bases doctrinarias del derecho colonial durante el XIX, pues fue una forma de continuar negociando los equilibrios políticos por parte de autoridades y grupos (Arenal, 2016; Gayol, 2007; Rojas, 2017).
La historiografía sobre la justicia en Centroamérica para las postrimerías del periodo colonial ha crecido en los últimos años, enfocándose con detalle en los llamados “motines” y en las condiciones sociales que permitieron la aplicación de la justicia. A partir de los estudios clásicos de Severo Martínez (2011) y Samayoa Guevara (1972), hay una diversidad temática que abarca la exploración parcial en la institucionalidad de la Audiencia, los juicios criminales, el papel de actores sociales de la población indígena, esclava y mulata y, por último, los cambios sociales en etnicidad, trabajo, honor y relaciones con la Iglesia. A esta diversidad se suma la historiografía que se ocupa del siglo XIX y la construcción republicana, donde uno de los tópicos recurrentes ha sido el de las rebeliones o movimientos armados, enfocándose desde perspectivas de diversa índole. Debido a cuestiones de disponibilidad de fuentes, muchos de estos aportes no incluyeron el análisis de la documentación judicial en forma detallada, pero sí agregan las tensiones creadas por la nueva ciudadanía. Por otro lado, ha sido más frecuente discutir el papel de los jefes políticos/corregidores departamentales como organizadores de la administración local y, por lo tanto, mediadores en las exigencias de justicia entre los sectores locales y el gobierno central. Esto también abrió el camino para reflexionar sobre el papel del jefe de Estado como “repartidor” de justicia, una de las bases del llamado caudillismo (Grandin, 2007; Jefferson, 2000; González Alzate, 1995; Pinto, 1989; Pollack, 2008; Reeves, 2006; Taracena, 2000; Wortman, 1982; Woodward, 2002; Sagastume, 2018; Sarazúa, 2018).
La aproximación más frecuente desde la documentación producida por las instancias de justicia ha sido la relacionada con el aguardiente y los estancos. Algunos de estos trabajos se basaron en fondos de Huehuetenango, cuyo juzgado y jefatura política cubren buena parte del siglo XIX. Dichos trabajos indagan, desde el contrabando de aguardiente y chicha, muchos de los temas que se quieren abordar en la presente investigación: las relaciones entre mayas y no mayas, la conexión entre el quebrantamiento de las leyes y el contexto político y la respuesta a las subalternidades republicanas (González Sandoval, 1990; Reeves, 2006; Ericastilla y Jiménez, 2003; Torras, 2007; Schwartzkopf, 2008).
Para el mundo hispanoamericano, la historiografía que aborda la justicia desde perspectivas culturales y sociales ha crecido en las dos últimas décadas hasta convertirse hoy en un campo fértil para mostrar la acción de los subalternos en distintas facetas. Ya sea en la adopción estratégica del lenguaje político del XIX por parte de comunidades indígenas, o en la transformación de las concepciones ciudadanas y su relación con las autoridades, este tipo de trabajos se han constituido en un campo propio de investigación. De esta rica historiografía se pueden destacar tres puntos centrales para las futuras investigaciones sobre la justicia y la política en Centroamérica. Primero, la consideración de que la cultura jurídica construida por casi tres siglos de práctica colonial compuso una de las bases primordiales que alimentó a las culturas políticas de los actores sociales en el momento de la transición a un modelo republicano. Este fue el resultado de los contactos constantes de indígenas, esclavos, mujeres y otros actores sociales con las prácticas judiciales y la presencia de un modelo jurisdiccional que tuvo la flexibilidad suficiente para incorporar las quejas y peticiones a lo largo del tiempo. La consecuencia más importante es que no se puede concebir a la justicia colonial sólo como un brazo ejecutor de la represión, sino como una arena de conflicto que permitió, a pesar de sus límites, el gobierno de la Corona en América (Fradkin, 2009; Garavaglia, 2011; Garriga, 2017). Segundo, como una consecuencia del anterior, que las formas que adquirieron las peleas por los derechos y obligaciones afectados en América, es decir, la justicia colonial encarnada en las instituciones y participantes legos, fue un proceso contingente en el que concurrieron de manera activa sectores previamente vistos sólo como objetos de la represión de la justicia. Ello se manifiesta en las formas de construcción de los documentos judiciales, en la resignificación de los lenguajes jurídicos presentes en el accionar ante los tribunales y, como parte de la construcción de la legitimidad de la Corona como juez, en la institucionalidad que permitió el acceso a la justicia (audiencias, Protectores de Indios, Juzgados de Indios y los llamados Casos de Cortes cuando no existían los anteriores) (Serulnikov, 2006; Premo, 2017). Tercero, las dinámicas de petición de justicia y la solicitud de amparos implicaron la conformación de una geografía política que sustentó, en parte, durante la mediana y larga duración la construcción de un centro político para los futuros Estados, como se ejemplifica en la figura de Rafael Carrera y las peticiones que le llegaban por justicia desde los pueblos indígenas durante la existencia del llamado Estado de Los Altos (Benton, 2002: 27-28; Taracena, 2000; Diego-Fernández, 2017).
3. Justicia en el ámbito municipal
Una perspectiva consolidada en la historiografía colonial americana es la del papel que los cuerpos municipales de las ciudades, villas y pueblos jugaron como voceros y cuerpos reconocidos desde el plano jurídico en las pugnas y demandas sociales. En este sentido, conviene recordar que los funcionarios municipales desempeñaron un papel clave en la impartición de justicia como parte esencial de sus responsabilidades, sobre todo con casos de menor coste o con disputas que podían solucionarse, los llamados juicios orales. Por un lado, algunas estimaciones para otros espacios como la Nueva España calculan que los casos que alcanzaban otras instancias de la justicia por medio de las apelaciones a la Audiencia apenas llegaban al 5% del total (Gayol, 2007: 103). Esto sugiere que la mayor parte del universo legal se escapa del análisis histórico por la ausencia o pérdida de los archivos locales. Llamado por algunos como infrajusticia,2 el conjunto de arreglos que solventaban cuestiones de agresiones familiares y honor por medio de estos juicios orales y la aprehensión de los criminales, apunta a la centralidad de la justicia aplicada desde estas instancias.
En el caso del Reino de Guatemala, la conformación de nuevos ayuntamientos en el siglo XVIII y los primeros años del XIX fue parte del reconocimiento de realidades sociales que habían superado a la doctrina política de las dos repúblicas, no sólo en las ciudades, como Santiago, sino también en lugares más recónditos. La autorización para la formación de nuevos ayuntamientos, como sucedió en Quetzaltenango, Comitán o Santa Ana muestra esta dinámica (Dym, 2006). En tal contexto, se escribieron dos textos que han sido utilizados para entender el papel de la Ilustración en el Reino de Guatemala, que reivindicaban la creación de la representación política de la población ladina-mulata en los pueblos de indios, acudiendo a la clásica postura del “roce” para asimilar a la población indígena. El primero es la Memoria sobre el fomento de las cosechas de cacao de Antonio García Redondo (1799) y el segundo Utilidades de que todos los indios y ladinos se vistan y calcen a la española de fray Matías de Córdova (1798).
García Redondo fue una de las figuras más conocidas de la Ilustración en Centroamérica. Su memoria sobre el cacao fue uno de los escritos más importantes en cuanto a la economía política de su momento (Bonilla, 1999; Belaubre, 2004). En este documento, García Redondo intentó proponer una serie de soluciones para la debacle del cacao producido en Suchitepéquez y Soconusco ante el cambio de la demanda en la Nueva España, cuyos comerciantes prefirieron el cacao proveniente de Guayaquil. García Redondo tuvo como punto de partida una opinión contraria a varias de las memorias enviadas a la Sociedad Económica, pues éstas proponían que la solución era obligar a los indígenas a trabajar en las plantaciones abandonadas. La primera constatación era que la agricultura y alimentación en el reino pasaban por las manos de los indígenas como agricultores. “A pesar de su decantada pereza”, el indígena era el más adecuado para las tareas de los distintos cultivos. Así que cualquier solución debía de contar con la participación mayoritaria de los “indios”:
Todos nuestros conatos pues deben dirigirse a mejorar la suerte de éste, meterle en codicia de estender [sic] sus siembras haciéndolas más útiles, y hacer entrar por la misma carrera al ladino, y aún al Español, ya sea cultivando por si sus heredades, ya por medio de operarios, o jornaleros (García, 1799: 4).
La discusión sobre el “roce” de las castas con la población indígena constituyó uno de los paradigmas de los debates sobre la ciudadanía e integración indígena a lo largo de los siglos XVIII y XIX (Taracena et al., 2002). En el tema que nos ocupa aquí, se debe enfatizar el aspecto central del debate sobre la justicia y, por lo tanto, el papel de una nueva comunidad política que atendería la realidad diversa en las poblaciones del reino. La presencia reconocida legalmente de otros sujetos, preferentemente labradores, en los pueblos de indios permitiría por medio del ejemplo y cierta coerción la dedicación intensa en las jornadas laborales.
Mientras más aislados los indios y distantes del trato, comercio y roce con los Españoles y ladinos, más lejos quedan de arribar a su civilización, y al contrario más se aproximan a ella mientras mayor sea el número de aquellos en sus pueblos. […] ¿Por qué en las provincias de San Salvador, San Vicente, San Miguel, Zacapa, Chiquimula, reynos de León y Granada, no se habla otro idioma que el castellano, y en Verapaz, sus inmediaciones, valle de Chimaltenango, Jocotenango, Sacatepéquez, Sololá, Totonicapán, etc., sólo se habla el idioma del país aún por los ladinos que hay en sus pueblos? ¿Por qué allí visten como los ladinos, y están civilizados como ellos, y aquí conservan sus trajes, costumbres, idiotez y rusticidad? La razón es clara: porque allí se han extendido más los ladinos y españoles, y aún se han mezclado unos con otros (García, 1799: 9).
Esta cita de García Redondo es ampliamente conocida porque estableció un programa político y social para la identificación del ladino, en la acepción del siglo XVIII, como sujeto civilizador a través de la política agraria y la difusión de la ciudadanía en el siglo XIX. Aquí interesa rescatar de su propuesta el interés por construir cuerpos municipales integrados por estos ladinos como una forma de garantizar el arraigo y, en el mediano plazo, la castellanización de la población indígena. El fin del no reconocimiento civil y político a nivel local era la clave de la propuesta de García Redondo. Sólo con el reconocimiento de la propiedad de ladinos en pueblos formalmente de indios podía arraigarse a esta población. Esto se lograría con el registro de la propiedad, ya sea por la compra directa o por la denuncia de baldíos, en unos territorios donde la abundancia de la tierra era permanente, según el autor.3 Es decir, aspiraba a que se constituyera una sociedad de pequeños y medianos propietarios que aumentaran la riqueza, una de las metas de la mayoría de las propuestas ilustradas sobre el crecimiento económico. Las consecuencias más visibles serían que aumentarían los brazos para distintos oficios que no eran adecuadas para los mismos indígenas. Es decir, implicaba un proyecto de asimilación aún más fuerte que para sus contrapartes indígenas, ya sea por medio de la milicia y otras actividades:
Si a esto se añade como es forzoso un reglamento relativo a su gobierno civil, conforme al nuevo estado que entra a gozar en la sociedad, se verán desaparecer sus desórdenes. El ladino resultará un buen ciudadano, y será útil de todos modos, ya aumentando el número de vasallos de la monarquía, ya sirviendo gustosos en la milicia, marinería y demás destinos a que pueden y tienen actividad para ser aplicados (García, 1799: 11; cursivas mías).
En el plano judicial y político, por cada 10 familias ladinas en una población se podía elegir a un alcalde, y por 30 a un síndico, con su propio escribano, su propio cabildo y cárcel cuando fuese el caso. Es decir, se replicaba la estructura legal interna de los pueblos de indios. Cada uno de estos puestos se desempeñarían en forma separada con respecto a las autoridades indígenas. Dichos funcionarios tenían potestad para aceptar la vecindad de nuevas familias y levantar los censos respectivos. Pero aún más importante, ellos vigilarían que todos los ladinos tuvieran oficio y pagaran una contribución de un peso anual para gastos de comunidad. Si no fuese el caso, los ladinos estarían obligados a cultivar 14 cuerdas (García, 1799: 12-13). En cuanto a la justicia sobre los ladinos, estaría bajo la responsabilidad de sus propios alcaldes:
Estos jueces deberán tener una instrucción como la de alcaldes de barrio de la capital [Nueva Guatemala], componer las discordias y pleitos civiles que no sean de mayor interés, breve sumaria y amistosamente; y por lo que hace a lo criminal, formar su sumaria a los reos, asegurarlos y dar parte al Alcalde Mayor para que formalice la causa (García, 1799: 13).
Además de establecer las responsabilidades de todos los involucrados (indios, ladinos, subdelegados y alcaldes mayores), García Redondo sugirió que la Audiencia pudiera recibir en forma reservada las denuncias en contra del alcalde mayor como una forma de control sobre sus actuaciones. Otro punto polémico que García Redondo abordó era la jurisdicción sobre los españoles. No dejaba dudas de que el alcalde mayor fuese el encargado de impartir justicia sobre este grupo, pero en función de la prevención de los delitos, propuso que:
La humanidad y la razón demandan con energía, que donde no lleguen los españoles al número de seis o más familias avecindadas, puedan en caso de muerte o efusión de sangre, ser arrestados y presentados por las justicias indios o ladinos al Alcalde Mayor con toda brevedad, pero donde haya el número indicado de familias, habrá forzosamente un comisario o juez a prevención (García, 1799: 20; cursivas mías).
Por su parte, fray Matías de Córdova en la obra Utilidades de que todos los indios y ladinos se vistan y calcen a la española planteó varios aspectos morales y civiles sobre las formas de incorporación de indígenas y mulatos que iban desde el tipo de vestimenta hasta las vías de participación política. De su texto se desprende una amplia variedad de categorías sociales y étnicas en la sociedad colonial centroamericana a finales del siglo XVIII porque, además de los españoles reconocidos, entre los que se incluye a sí mismo, habla de “indio, negro, mulato, mestizo y aún español pobre”. Y eran las de “indio” y “mulato” las que más interesan aquí, porque se entiende que constituían la mayoría poblacional. Una de sus bases era que estos cambios no debían de hacerse con violencia. Por esta razón, el papel de los curas y alcaldes mayores era fundamental. Córdova propuso que los responsables con cargos concejiles y cofrades pudiesen vestir el traje español como una concesión que permitiría difundir con el ejemplo la vestimenta; además no serían tratados con el “tú” cotidiano reservado por parte de los españoles a los indígenas y tendrían un lugar especial en las funciones públicas. Estas concesiones, a primera vista menores, en realidad estaban cargadas con un fuerte simbolismo para reforzar a las autoridades indígenas locales. En cambio, con los mulatos, que se sentían a sí mismos más cercanos a los españoles, las vías de integración eran más factibles por el manejo del castellano e inclinación por la vestimenta española, a pesar del rechazo de éstos con respecto a los mulatos (Córdova, 1798).
El programa de reformas político-judiciales de García Redondo fue el punto de partida de los cambios en el ámbito municipal. Como algunos autores reconocen, la discusión en la que participó la Memoria inspiró el reconocimiento de nuevos ayuntamientos en el Reino, al mismo tiempo que la aplicación de los alcaldes de barrio en la Nueva Guatemala sirvió de modelo, como el mismo García, para pensar las formas de aplicar la justicia y, por consecuencia, gobernar al interior de los poblados (Dym, 2006; 2010). Entre los casos de creación de nuevos ayuntamientos, algunas veces superpuestos a las autoridades indígenas y en otros en cohabitación, se incluyen Rivas (1783), Antigua Guatemala (1799), Quetzaltenango (1805) y Santa Ana (1807). Quetzaltenango es el caso más conocido de los anteriores, y evidencia que la conformación del ayuntamiento de españoles le disputó, sin derrotarlo del todo, al cabildo kiche’ el manejo de los impuestos y cargas cobradas en la ciudad. Pero aún más importante, al contrario de la consecuencia que había previsto García de que el reconocimiento civil y judicial de la población ladina en pueblos de indios permitiría aumentar la cantidad de candidatos para los puestos públicos, como las milicias, fue la creación de éstas lo que permitió que la presión hacia las autoridades de la Audiencia facilitara el reconocimiento político. La historiografía ha mostrado con claridad el papel de las reformas milicianas en el siglo XVIII para facilitar el ascenso de ladinos y españoles a puestos de poder local y regional fuera de la capital del Reino. En Quetzaltenango, a diferencia de otros lugares, se conformaron milicias que incorporaron en un mismo cuerpo a patricios y miembros de las castas, a tal punto que casi todos los habitantes no indígenas de Quetzaltenango eran parte de ellas. Este cuadro se repitió con otras variaciones en Los Altos de Guatemala y otras zonas del Reino, ayudando al reconocimiento político de nuevas alcaldías.4
Tal paso tuvo otras consecuencias importantes en el manejo de la justicia. Una tesis importante de la historiografía en Centroamérica es la de que los cabildos y ayuntamientos jugaron un papel clave al ser portavoces de los intereses locales frente a los procesos de reforma y crisis que tuvieron lugar en la última parte del siglo XVIII e inicios del siguiente. Esto ha permitido retomar el papel de los cuerpos municipales en el momento del retorno de la “soberanía a los pueblos” durante la crisis política de 1808-1814. Por esta razón, el dominio de la élite guatemalteca se vio cuestionado con el derecho a juzgar que defendieron los ayuntamientos y cabildos. La conformación del Consulado de Comercio para finales del siglo XVIII tuvo como objetivo la separación de los asuntos comerciales de las esferas de los alcaldes y regidores. Sin embargo, la esfera judicial de los ayuntamientos se mantuvo como un espacio de defensa de lo local. El salto que intentaron algunos de los nuevos ayuntamientos se manifiesta en los distintos intentos de Quetzaltenango para ganar autonomía política entre 1810-1821 y el de Santa Ana, que buscó su autonomía en 1821 (Fernández, 2003; Méndez, 1971).
Debido al papel que jugaron como modelo para la instauración de ayuntamientos en el reino, la introducción de los alcaldes de barrio en la capital fue uno de los debates sobre la justicia local que se mantuvo desde la década de 1760 hasta la independencia. A pesar de las alianzas cambiantes entre Audiencia, capitán general y el Ayuntamiento de Santiago/Nueva Guatemala, todos reconocieron que la reforma de justicia en el mayor centro urbano era fundamental para evitar el crecimiento de los crímenes de sangre y otros desórdenes entre la población mulata, ladina e indígena. Sin embargo, las discrepancias estuvieron en la forma, es decir, en la potestad de los nombramientos respectivos. Si la Audiencia ganaba el derecho de nombrar a los alcaldes de barrio, el Ayuntamiento perdería una esfera de acción clave en el casco urbano. Por su parte, si el capitán general mantenía esa potestad, tendría a su favor una herramienta de patronazgo para nombrar a los vecinos, notables o no, que le favorecieran en su política, y esto incluía a los oficiales asentados en la ciudad. La decisión del Consejo de Indias permitió que el Ayuntamiento mantuviera sus potestades sin que los nuevos puestos afectaran las responsabilidades de los capitulares, incluyendo que los alcaldes de barrio fueran juramentados por los alcaldes de cuartel, conservando así las jerarquías defendidas por el Ayuntamiento. Y este modelo lo solicitaron formalmente varios ayuntamientos como Antigua (1805), Quetzaltenango (1815), San Salvador (1814) y Sonsonate (1817) (Dym, 2010).
La coyuntura que inició con la crisis monárquica de 1808 tuvo fuertes impactos en la aplicación de la justicia desde los ámbitos municipales. Las dos consecuencias más importantes fueron, primero, la discusión sobre la equiparación de las poblaciones a través de la categoría de ciudadanía, hecho que motivó el cese de los mecanismos de segregación política, como el protector de indios, y, segundo, la conformación de los ayuntamientos constitucionales, borrando las diferencias que existían entre ayuntamientos de ciudades y cabildos de pueblos de indios. En este sentido, los poblados con poca o ninguna población ladina y española usaron los mecanismos establecidos en la Constitución de Cádiz para defender su autonomía. Y en aquellos con población mixta, se notó el rechazo a aceptar que esta población minoritaria ocupara puestos o tomaran decisiones sobre aspectos internos, rechazando así la postura de asimilación política que favorecía a los ladinos. (Taracena et al., 2002; Alda, 2000: 200 y ss.). Dichos procesos abrieron la puerta para las futuras municipalidades mixtas de inicios de la década de 1820 en las que, sin importar la proporción de habitantes ladinos, éstos siempre conservaron puestos clave, como el secretario municipal, con el justificante de que así evitarían que un indígena los dirigiera. Esto se demuestra con la queja de los ladinos de Totonicapán en 1813, que expresaron que si se evitaba que “las castas” se reunieran para defender este reparto podía “resultar que un indio los mandase, si es elegido por la voz del pueblo” (Alda, 2000: 203).
Por otra parte, las quejas de inseguridad que circulaban en la Ciudad de Guatemala desde finales del siglo XVIII, situación generada porque era una ciudad en construcción después del traslado de 1776, obligaron a la Audiencia a reforzar los mecanismos de control sobre el ámbito urbano para evitar el crecimiento de los atracos y peleas en distintos barrios. La emisión de bandos y autos por parte de la Audiencia permitió reforzar el control de los vicios, como la embriaguez, según lo sugiere el Auto de 1801:
Que para la imposición de las penas sea suficiente la aprehensión del reo constante por fe de escribano o testigos en su defecto, o parte jurado del juez aprehensor […] Que todos los jueces del Reino puedan imponer dichas penas, dando cuenta de ellas en las razones semestres (Autos acordados, 1993: 144).
Este bando estableció penas diferenciadas según la calidad del reo. Se castigaba con un mes de servicio en las obras públicas a los “españoles, indios caciques, justicias o principales que se les encuentre verdaderamente ebrios”; a los mulatos y mestizos de “alguna reputación”, a dos meses de obras públicas; a los demás se les incluía el servicio en obras públicas más una cantidad de azotes mínima de 25. Este bando sería repetido al iniciar el año calendario y en 1804 se reforzó con la amenaza de destinar a los reos de embriaguez como pobladores a la Costa de la Mosquitia, en la actual Nicaragua.
Otro bando en la misma línea era el de la portación de armas, privilegio reservado para los españoles. Las castas y los indígenas tenían prohibiciones de distinto tipo sobre esta portación, exceptuando aquellos con fuero militar por pertenecer a las unidades militares regulares y algunas milicias. Por ejemplo, en el bando del 6 de noviembre de 1806 se ordena:
Que la portación de arma corta dentro de poblado se castigue con 100 azotes por las calles y otros 100 a la picota, llevando el arma colgada al cuello a más de 6 años de presidió en el arsenal de la Habana; y la fábrica y venta de tales armas prohibidas con 50 azotes, siendo mulato el reo, y si español, con 50 pesos de multa o dos meses de cárcel en defecto de bienes, por la primera vez, y por la segunda, al mulato se impondrá el doble de azotes e impondra presidio por siete años, y al español, destierro por igual tiempo, con multa de 100 pesos (Autos acordados, 1993: 108).
A pesar de que las penas anunciadas eran altas, sobre todo para el caso de los mulatos y mestizos, sectores donde se reportaba el mayor número de aprehensiones en el tema de las armas, la continua reiteración de este tipo de autos y bandos era una muestra de que el problema estaba más extendido (Hernández, 1999).
4. La Audiencia y otros espacios de justicia
La Audiencia con jurisdicción en el Reino de Guatemala sufrió cambios cuya tendencia era compartida por otras entidades semejantes en el mundo americano. Burkholder y Chandler (1984) han sugerido que entre 1760 y 1808, las audiencias americanas fueron recuperadas por la burocracia proveniente de España para tener más autonomía frente a las élites americanas. Sin embargo, los estudios detallados sobre las redes comerciales en Centroamérica han demostrado que esta percepción no toma en cuenta los vínculos que se construyeron entre los nuevos funcionarios y tales élites (Bertrand, 2007). Sin embargo, Burkholder y Chandler sí han demostrado que las escuelas de formación en derecho de los nuevos oidores y regentes sí cambiaron en este mismo periodo.
El papel de las audiencias en América como instituciones encargadas de gobernar e impartir justicia es bien conocido. Aquí se discutirá el debate que tuvo lugar sobre el papel de esta institución y las formas en que era percibido por distintos actores durante los últimos años de la monarquía hispana en Centroamérica. La solicitud de justicia y la reivindicación de derechos era parte cotidiana de la vida pública en las Américas, y el Reino de Guatemala no fue la excepción. Cartas, solicitudes y apelaciones eran los mecanismos más frecuentes, todo como parte de la cultura política sobre la que se apoya la monarquía en América. Por esta razón, la figura del rey como juez sustentaba el papel de las audiencias.
En Hispanoamérica colonial el rey era un significante vacío. En la medida que carecía de todos los atributos materiales asociados a magistrados y organismos de gobierno, podía ser evocado para transmitir aquiescencia al orden establecido tanto como para subvertir radicalmente las relaciones de poder en el que ese orden se fundaba (Serulnikov, 2019: 37).
En este sentido, el autor sugiere que la lectura de la crisis iniciada en 1808 debe estar atenta a las tensiones previas desde el mediano plazo, en las que se expresan la lucha por el significado de fidelidad al rey, cuyo discurso podía, al mismo tiempo, ayudar a erosionar la legitimidad del vínculo entre territorios y Corona. Y todas estas tensiones y solicitudes desembocaban en la Audiencia de Guatemala, cuya fragmentación interna y cambios ya mencionados favorecían, en ocasiones, las peticiones contra funcionarios o la solución de conflictos por derechos agraviados. El caso de la justicia hacia la población indígena ejemplifica este punto, pues buscaba garantizar la minoría de edad legal establecida desde el siglo XVI con la intención de evitar romper con los criterios de jerarquización social. Así, es representativa la opinión de los oidores de la Audiencia, expresada en una sesión del Real Acuerdo con fecha 22 de abril de 1782, sobre este tema:
Habiendo notado en varios expedientes la poca atención que merecen los indios […] cuando son tan dignos de toda recomendación, y que en nada se les defraude de los derechos concedidos en ellos, [los oidores] debían mandar y mandaron: que, en lo sucesivo, en su ejecución, no se les exijan derechos de costas en las causas civiles ni criminales, ni carcelaje por ningún juzgado dependiente de ellos, ni embarguen sus bienes a este efecto. Que en sus causas se les nombren intérpretes precediendo juramentos cuando no entiendan bien la lengua castellana, y en el caso de estar corrientes en ella, se omitan, con la precisa calidad de anotarlo y dar fe de ello al escribano o juez; y que respecto a que por privilegio siempre son menores aunque pasen los veinte y cinco años, se les nombren defensores para todas las declaraciones u confesiones, especialmente cuando se procede contra ellos por delitos ordinarios, precedente igualmente su juramento.5
En dicho auto de la Audiencia se desprenden varios puntos centrales para este periodo de grandes turbulencias. El primero era el continuo rompimiento de los procedimientos legales con respecto a la población indígena, incluyendo entre las faltas los cobros de costas. Prohibir este procedimiento tenía como objetivo facilitar el acceso a la petición por parte de las poblaciones indígenas. Segundo, la minoridad del indígena en todo sentido pues aún la edad no permitía que se le cambiase la condición ante los funcionarios reales.
Que ningún pueblo de indios de las provincias inmediatas (Quetzaltenango, Totonicapán, Escuintla y Chiquimula) pueda enviar a esta capital con el fin de formalizar o seguir sus instancias, más de una persona o dos, cuidando los jueces mayores e inferiores de ellas en sus respectivos distritos, de que así se cumpla y estando entendidos los indios que puedan dirigir directamente sus súplicas a la Real Audiencia, donde se les dará el correspondiente curso, por medio del fiscal del crimen su protector (Autos acordados…, 1993: 169).6
Esta orden legal ocurrió en noviembre de 1805 en un contexto marcado por las protestas, como lo demuestran distintos trabajos (Martínez, 2011; Gutiérrez, 2007; 2013; Pollack, 2008; Carrillo, 2015; Avendaño, 2009). Solicitar el cese de las comitivas indígenas multitudinarias para acompañar a sus representantes y apoderados ante las autoridades de la Audiencia mostraba que las altas autoridades del Reino eran precavidas ante la apropiación de las dinámicas judiciales para la defensa de su autonomía. Al mismo tiempo, indicaba el nivel de conocimiento legal por el uso de los llamados “casos de corte” como parte fundamental de las luchas políticas indígenas frente a sus rivales. Por otro lado, el papel del fiscal del crimen como encargado de las acciones judiciales de las comunidades planteó un fuerte debate porque podía ser un funcionario que garantizase los derechos como vasallos o un obstáculo que servía para obstruir las quejas y demás solicitudes. A mediados de 1808, el fiscal del crimen solicitó la exclusividad de los procesos judiciales para evitar los prejuicios causados por los notarios privados que se aprovechaban de los representantes comunitarios al momento de acudir a la Audiencia. Sin embargo, el capitán general Antonio González Saravia y su asesor estaban en contra de dicha postura. Aún más importante, en su rechazo, reconocieron el papel de la Audiencia para mediar en los conflictos cada vez más frecuentes en el Reino de Guatemala:
Hay quien pretende abrazar exclusivamente los asuntos judiciales de medio millón de individuos, cerrándoles todas las puertas de que busquen patrocinio en otro lugar. ¿Quién hace aquí la parte agraviada de los mismos individuos? ¿Quién representa la opresión y prejuicios que esto les produciría? Porque en fin suponiendo al Ministerio Fiscal siempre integrísimo, siempre solícito en tales defensas, habría multitud de casos en que por diferencia de opinión, bien o mal fundadas por preocupaciones, por otras mil causas, quedasen estos infelices con el desconsuelo de no haber tenido quien los defendiese, según en su concepto era justo, y de que por falta de buena defensa perdían o abandonasen sus derechos.7
La disputa entre el fiscal del crimen y el capitán general es importante porque muestra que, en un contexto de crisis política, remarcada por las inconformidades en distintos pueblos por los cambios tributarios y las presiones sociales, una de las preocupaciones de las principales autoridades era el mal funcionamiento de la Audiencia como destino de las apelaciones provocando así la escalada del descontento por la crisis fiscal y económica que tenía lugar a inicios del siglo XIX. No fue casualidad que, en el mismo conflicto, el capitán general y sus allegados expresaran preocupación por la difusión de estas disputas y el desobedecimiento a las órdenes superiores entre el público, pues sería un indicativo de debilidad.8
Otro ejemplo del papel de la Audiencia como institución de justicia en momentos de crisis fue la apelación que le hicieron llegar los esclavos de la Hacienda San Jerónimo en Verapaz, propiedad dominica, a partir de 1810. Los trabajos de Lowell Gudmundson (2003) y Catherine Komisaruk (2013) han demostrado que la población esclava de esa hacienda asumió varias estrategias para ganar su libertad o reducir las cargas laborales a partir de las rogativas y comisiones enviadas a la Audiencia. En sus apelaciones, solicitaban que las jornadas de trabajo fuesen iguales a las de los trabajadores libres de la hacienda. No era un asunto menor si se tiene en cuenta que en esta hacienda vivía el mayor conjunto de población esclava de todo el Reino de Guatemala. Con razón, ambos autores sugieren que este caso demuestra la erosión que había tenido la esclavitud para inicios del siglo XIX. Pero aún más importante, muestra el hecho que aún la población con menos autonomía, como los esclavos, había asumido su defensa a partir de los espacios judiciales que adquirieron nueva importancia en un contexto de crisis política. En este sentido, la postura del dominico fray Andrés Píntelos, mayordomo de la hacienda, con fecha 8 de julio de 1819, es ilustrativa del riesgo que, según las élites, implicaba el manejo de los caminos legales vigentes en ese momento por parte de los esclavos:
Algunos de estos esclavos están persuadidos que solo por ir a la capital [a litigar] cualquier cosa que quieran, les será concedido, y con esto ellos amenazan e intimidan a los mayordomos cuando les requieren [a los esclavos] que realicen su debido trabajo, y esta es la causa de que algunos esclavos rebeldes engañen a aquellos que están menos conscientes de ir con ellos y formar un grupo en sus injustas demandas y pretensiones (Komisaruk, 2013: 75; cursivas y trad. mía).
Los acontecimientos posteriores a 1808 en la península y las tensiones locales por los cambios en la tributación y crisis económica en el Reino de Guatemala coincidieron para provocar que varios aspectos del régimen político fuesen cuestionados en distintas esferas. La historiografía ha demostrado con claridad el papel del descontento en pueblos indígenas y la represión ejercida por milicias, funcionarios intermedios y juzgados. Al mismo tiempo, se ha enfatizado el papel de las alianzas construidas entre distintos sectores (indígenas, funcionarios e intelectuales) de forma temporal en ciertas coyunturas. Es conocida la alianza de k’ichés de Totonicapán con el corregidor Narciso Mallol durante los conflictos con las élites no indígenas del lugar en 1813. Sin embargo, no fue la única que se pudo construir y, sobre todo, en esta coyuntura de crisis monárquica, se abrieron las posibilidades de cuestionar las formas de gobierno (Pollack, 2008; Gutiérrez Álvarez, 2007; Ruz y Taracena, 2010).
Parte de este debate, el cual se dio en la coyuntura de la ausencia del rey y la emisión de la Constitución de Cádiz en 1812, tuvo que ver con los cambios en la forma de gobernar, en la recaudación impositiva, en los gobiernos municipales y en la transformación profunda de la forma de aplicar la justicia. Hubo una correlación directa entre la nueva manera de concebir la ciudadanía española en ambos hemisferios y sus posibles exclusiones por falta de una fuente de ingresos propia, origen y género de los cambios que transformaron a las audiencias en su forma conocida hacia una entidad que sólo aplicaba la ley, como lo expresaría la Ley de Tribunales del 9 de octubre de 1812 (1829) (Arenal, 2016; Gayol, 2007; Rojas, 2017).
Los procesos electorales que tuvieron lugar en el Reino de Guatemala para elegir a sus representantes en las Cortes promovieron la emisión de instrucciones y apuntamientos por parte de los cuerpos políticos, ya fueran los ayuntamientos o el Consulado de Comercio. Elaborados alrededor de 1810, estos documentos mostraban las críticas y recomendaciones de reforma de la monarquía desde la perspectiva de las élites comerciales y políticas. El primero fue las Instrucciones para la Constitución fundamental de la Monarquía Española y su gobierno, a cargo del regidor perpetuo José María Peinado (1971); le siguen los Apuntes instructivos (1971), redactados por cuatro integrantes del ayuntamiento de Guatemala que no estaban de acuerdo con las posturas de Peinado y sus aliados en ese cuerpo municipal. Y por último, los “Apuntamientos sobre agricultura y comercio del Reyno de Guatemala [1811]” (1971) realizados por los dirigentes del Consulado de Comercio. Cada uno de estos documentos sirvieron de base para que el Dr. Antonio Larrazábal pudiera desempeñar su cargo de diputado en las Cortes en 1811.
En las Instrucciones… de Peinado se asumieron posturas liberales del debate contra el absolutismo provenientes de varias tradiciones políticas. Su meta era la emisión de
una Constitución, pues, que prevenga el despotismo del jefe de la nación; que señale los límites de su autoridad; que haga del Rey un padre y ciudadano; que forme del magistrado un simple ejecutor de la ley; que establezca unas leyes consultadas con el derecho natural, que contiene en si todas las reglas de lo equitativo y de lo justo, y que se hallen revestidas de todos los caracteres soberanos de bondad absoluta […] y que enseñen a los pueblos sus deberes; que circunscriban sus obligaciones y que éstas y a sus derechos señalen límites fijos e inalterables (Peinado, 1971: 112-113).
La propuesta de Peinado y el Ayuntamiento era una lectura propia inspirada en los documentos franceses emitidos a finales del siglo XVIII sobre los derechos del hombre y ciudadano. En las Instrucciones (1971), los artículos sobre los derechos de los ciudadanos y la propuesta de constitución giraron sobre las formas de limitar el despotismo de los funcionarios en América. Por esta razón, la insistencia de restringir el papel de los jueces sólo a ejecutores de la ley, hecho que era parte central de la filosofía política ilustrada en ambos lados del Atlántico. En su propuesta, la mayoría del Ayuntamiento estableció con claridad que el rey era jefe supremo de la justicia, pero que no podría juzgar por sí mismo, sino que “por medio de magistrados que lo harán con arreglo a las leyes, y no podrán ser removidos, si no es por sentencia pronunciada” (Peinado, 1971: 122). Sin duda, la opinión del Ayuntamiento respondía a posturas ilustradas que se habían convertido en la base de la filosofía política del momento. Pero, al mismo tiempo, también era una crítica a las prácticas judiciales que algunos integrantes de la Audiencia habían tenido en el pasado. Como lo recuerda Michel Bertrand, los autores de las Instrucciones eran del bando favorable al comercio libre que habían sido derrotados una década antes en el debate por los intercambios con neutrales durante los bloqueos británicos (Bertrand, 2007). No era casualidad que propusieran como parte de los derechos del ciudadano la postura de que en plenitud de los derechos naturales inalienables se pudiera “sembrar y comerciar activa o pasivamente con todas las naciones del universo” (Peinado, 1971: 116). En una sesión posterior del Ayuntamiento, esta mayoría hizo más solicitudes a las Cortes por medio de Larrazábal. Entre las nuevas solicitudes figuraban la restitución de la Compañía de Jesús, que se instituyera como patrona del Reino a santa Teresa de Jesús y la canonización del “Venerable siervo de Dios, Pedro San José de Betancourt, fundador de la Religión Betlemítica”, el libre comercio y, sin dudarlo, que se instruyese la administración de justicia gratuita para los que apelen a ella. Para ello emitieron una nueva instrucción que complementaba las peticiones del grupo dominante en el Ayuntamiento (Apuntes instructivos, 1971: 205, 208).
Por otro lado, en los Apuntes instructivos (1971), a cargo de la minoría en el Ayuntamiento se declaró sin dudas que la meta era salvar a la “patria” de la crisis que atravesaba con la ocupación de las tropas francesas y, a la vez, emitir una Constitución que remediara el despotismo de los agentes reales “sin tocar a las altas prerrogativas de la Corona”. Este era el punto de choque con las Instrucciones (Peinado, 1971) de la mayoría del Ayuntamiento: las consideraciones sobre el sentido de las potestades reales discrepaban, a pesar de la aceptación circunstancial del despotismo ejercido en América. La minoría aceptaba que las Cortes debían fundar un gobierno legítimo, representativo del Soberano ausente, por medio de una ley fundamental sólida y a la vez serían las primeras en jurarle obediencia pero que mientras “los enemigos subsistan en el suelo patrio, no se permitan reformas ni novedades en la administración pública de justicia, rentas, ni otro ramo alguno” (Apuntes instructivos, 1971: 205, 208). Reconocían que el origen del despotismo eran los abusos de poder emanados de funcionarios que rodeaban al rey y que una de las vías para evitar que este vicio afectase a América era que ésta fuese considerada como una parte esencial de la Monarquía:
El Soberano es una persona tan elevada sobre los montes mismos de la Nación, tan fuera del combate de las pasiones pequeñas y superior a ellas, que con sobrada razón se le supone el inalterable deseo del bien y el acierto en procurarlo a su Pueblo. Depositando en ella y en su totalidad el poder omnímodo de la ley, la abundancia y la riqueza, el honor y los beneficios, la distribución de la justicia y la defensa de la Libertad Nacional, es consiguiente que se le respete como sagrada y mire como una Deidad benéfica. Esta sublime idea de la Soberanía, que la figura siempre con los brazos ligados para hacer el mal, y abiertos para dispensar gracias, es la mejor salvaguarda de una Nación grande, por lo tanto es preciso no disminuir en lo más mínimo esta idea tan racional, como consoladora, y declarar, que los abusos del poder no dimanan de esta fuente limpia, sino de la pequeñez y ambición de los Ministros que lo rodean (Apuntes instructivos, 1971: 220-221; cursivas mías).
La postura de la minoría con respecto al rey obliga a volver a las indicaciones metodológicas propuestas por Serulnikov sobre el papel del soberano como significante vacío. A través de su figura, cada bando podía erosionar la legitimidad o reforzarla, es decir, dotar a la imagen real de los atributos que, según cada postura, debería de tener para resolver la contradicción del modelo político entre la promesa de redención y la realidad cotidiana del ejercicio del poder. Lejos de considerar este monarquismo como ingenuo o cándido, Serulnikov (2019) recuerda que expresa en sus interpretaciones antagónicas las tensiones centrales acumuladas por años o décadas pero que eran manifestadas en momentos de crisis. En este sentido, las posturas encontradas al interior del Ayuntamiento de la Nueva Guatemala, entre una mayoría que prefiguraba a una monarquía constitucional y la de una minoría que resguardaba los atributos del rey a cambio de evitar el despotismo de los funcionarios, vendrían a confirmar la sospecha de infidencia en las propuestas enviadas por la mayoría del Ayuntamiento a favor de una Monarquía Constitucional que el capitán general José de Bustamante tuvo con respecto a los alcances de estos documentos, después del retorno de Fernando VII y el fin del primer periodo constitucional (Hawkins, 2004).9
En cuanto a la justicia, después de asegurar el papel del soberano con todas sus facultades intactas, la minoría del Ayuntamiento sugería varias propuestas para concebir la justicia en esta nueva etapa. Coincidían con la mayoría en solicitar tribunales independientes apegados a leyes claras; criticaban fuertemente los excesos públicos en cuanto a la extensión del litigio, “tan funesto por su naturaleza”, y sugerían que las causas debían llevarse prontamente. Los aspectos centrales de su propuesta eran la instauración de un Tribunal Supremo y la formación de juzgados de primera instancia. El primero tendría jurisdicción sobre cada uno de los reinos o “grandes provincias”, coincidentes con las divisiones de la monarquía. La característica de esta institución era que las causas hallarían su fin en la decisión tomada en ellos, es decir, se convertirían en la instancia máxima para apelaciones. Por su parte, los juzgados de primera instancia estarían en cada partido y su sentencia ya habría producido ejecutoria de la misma. Y la primera instancia era la justicia municipal en manos de sus alcaldes, cuya jurisdicción era “la más amplia y más primordial del Estado”; por esta razón, no se tendría que hacer distinciones más que por el fuero criminal de los militares, los empleados de la nación y los representantes nacionales:
En suma, a presencia de su jurisdicción, desaparecerán los fueros particulares y no necesarios que no producen otro efecto en el Estado que el de dividir el espíritu de la Nación en partidos y empeñar a éstos, naciendo de tales choques la impunidad, o la burla de la justicia (Apuntes instructivos, 1971: 247).
Por su parte, el Consulado de Comercio emitió los famosos “Apuntes del comercio” (1971) para la labor en las Cortes de Antonio Larrazábal. Este documento, muy conocido por su postura comercial y por las denuncias de las consecuencias negativas sobre los indígenas en el Reino, coincidió en algunos aspectos sobre la formación de un cuerpo de jueces provinciales que no dependieran de las fianzas para acceder a sus puestos, y que pudieran continuar con sus labores judiciales si recibían el beneplácito real al finalizar su judicatura y con mejores salarios. Al mismo tiempo, denunciaba los juicios interminables causados por los procesos litigiosos escritos que extendían en el tiempo las demandas. A pesar de no ser más específico en cuanto a la estructura judicial central que sustituyese a la Audiencia, pues el interés del Consulado era el crecimiento de la agricultura y las actividades mercantiles, sí dejaba en claro que la postura judicial debía de mediar a nivel local para garantizar el crecimiento económico:
En la suposición también de que un Juez de Provincia debe ser con respecto a sus súbditos, especialmente si son indios, lo que es un padre relativamente a sus hijos, ha de procurar por todos los medios posibles hacerlos felices, laboriosos, morigerados, y en suma hacerles conocer y palpar sus verdaderos intereses. Para ello es sobre todo esencial, el abstenerse de aquella detestable voz ‘presentante por escrito’, cuyo fallo trae consigo el lucro del Juez, y la ruina del quejoso y del común, puesto que de ella nacen, se fomentan y eternizan los pleitos entre los súbditos, sólo por el ruinisimo [sic] miramiento de coger costas y derechos procesales en asuntos, que el mismo Juez puede componer y conciliar paternalmente sin gastos ni estrepito judicial en bien de los interesados, de la Provincia y satisfacción suya (Apuntamientos, 1971: 342-343).
Los resultados relacionados con la justicia en las Cortes de Cádiz eran ilustrativos de las posturas compartidas y los debates. En primer lugar, la justicia tenía un impacto en la conformación de la ciudadanía. Uno de los requisitos fundamentales para poder votar era no tener sentencia firme (“no ser criminal”) en un juzgado. La base de esta condición era la intención de construir al nuevo “ciudadano moral y virtuoso” tan propio a la Ilustración y a la filosofía política que le servía de base. Por esta razón, la condición de padre de familia o de tener el sustento necesario eran otros rasgos de la discusión de la ciudadanía desde 1812 y que duraría décadas en el imaginario político en América. En segundo, era común en los integrantes de las Cortes la aceptación de una función judicial sin intervención del ejecutivo o las mismas Cortes. Más allá del fuero eclesiástico y militar, ya tan problemáticos por las consecuencias de la militarización en América o las disputas por los derechos eclesiásticos, la opinión aceptada giraba en torno al principio de una unificada, por medio de códigos, y el establecimiento de una Suprema Corte en Madrid. Pero la mayor concesión para los americanos fue que los casos civiles y criminales podían finalizar en la instancia representada por la audiencia local, con la excepción de algunos casos especiales. Por otro lado, los distritos establecidos a lo largo del continente que seguían fieles a la Corona estarían a cargo de un juez de letras. Los alcances territoriales de las jurisdicciones de las audiencias produjeron que las regiones que buscaban autonomía frente a la capital del Reino solicitaran con urgencia la instauración de una diputación provincial y una audiencia, sumados a otras peticiones particulares. Esto explica las solicitudes de todo tipo sobre audiencias, intendencias y diputaciones provinciales de Ciudad Real, Quetzaltenango, Nicaragua y Santa Ana en 1813 y 1821, entre otros (Rodríguez, 1984: 102-117).
Estas condiciones se plasmaron en la Ley de Tribunales del 9 de octubre de 1812 (1829). En ella se proponía la jerarquía judicial en tres niveles: los alcaldes constitucionales de los pueblos, los jueces letrados de partido y las Audiencias. Con ello, buscaban descongestionar esta última. En el plano político, se plasmó el nuevo papel de la Audiencia como Tribunal Superior, ya que prohibía “tomar conocimiento alguno sobre los asuntos gubernativos o económicos de sus provincias” (Ley de Tribunales, 1829: 38). A ello se sumaba la reorganización interna. En cuanto a los jueces de letras, definía que su nombramiento se establecía entre la Diputación Provincial y la Audiencia sobre partidos con 5,000 habitantes. Y los alcaldes constitucionales tenían la potestad sobre los casos menores a 100 pesos y, en los casos que el expediente judicial era enviado a un juez letrado, tenían que enviar una constancia en la que afirmaban que habían buscado la conciliación en el mismo.
El retorno de Fernando VII puso fin al experimento constitucional y, en el caso de Centroamérica, permitió que la política del capitán general José de Bustamante y Guerra fuese justificada frente a sus rivales entre las élites centroamericanas (Hawkins, 2004; Rodríguez, 1984). El retorno de la vigencia constitucional en 1820 permitió abrir de nuevo la discusión sobre la justicia gracias a la libertad de imprenta. Casi al mismo tiempo que sucedía el movimiento en Totonicapán, entre julio y agosto de 1820, se daba el debate en la Ciudad de Guatemala sobre la justicia en este nuevo periodo constitucional y la forma en que se debía de proceder en los casos que involucraban a la población indígena.10 El regente de la Audiencia Territorial, Francisco de Paula Vilches, en su discurso por la instalación del Tribunal en el sistema constitucional y el retorno de la Ley de Tribunales de 1812, hacía una relación de la Constitución y los derechos contenidos en ella para el pueblo y las responsabilidades de los funcionarios. Acorde con el discurso historicista de la Constitución, que defendía las raíces de larga data de la nueva constitución en los fueros y derechos reconocidos desde el Medioevo en la península, Vilches redactó una relación histórica para mostrar que la figura del rey no se disminuyó con la jura constitucional:
La ley Constitucional señala las precisas atribuciones del Rey en la administración de su Monarquía; no le priva de ningún derecho propio de esta clase de gobierno admitido entre las naciones cultas del mundo; y en las restricciones que pone a su poder, no hay otro fin que ciertamente apartar el abuso, cosa que jamás puede servir de agravio a los Reyes españoles (Vilches, 1820: 12).
La jurisdicción unificada que implicaban la Constitución y la Ley de Tribunales sería la defensa para evitar los abusos y, con ello, que las pasiones se levantaran hasta llegar a los niveles de destrucción que tenían lugar en Sudamérica. Esta postura de Vilches respondía al hecho de que, como funcionario real, le tocó llevar los casos contra los revolucionarios en Caracas para 1817-1818, y a la situación de descontento en Los Altos de Guatemala por el rechazo al pago del tributo en esos meses aciagos.11
Al mismo tiempo, la nueva estructura judicial, que eliminaba la atención de negocios de hacienda y de gobierno, permitiría la pronta ejecución de las penas, ayudaría a que los afectados fuesen juzgados en sus territorios y eliminaba los llamados “casos de corte”, es decir, los expedientes judiciales tramitados directamente ante la Audiencia, uno de los recursos más usados por las comunidades indígenas para defender su autonomía:
La exclusión de los negocios de gobierno, y la de todo punto político, la abolición de los casos de Corte, juzgados de primera instancia, alcaldías de cuartel, comisiones particulares de jefes, jueces, asesores y protectores en otros ramos extraños, ha sido la medida más acertada, por ser estos encargos una distracción del Ministro y un sobrecargo y gravamen a su privativa atención y funciones (Vilches, 1820: 32).12
Esta postura era una de las más polémicas, pues algunos integrantes de la misma Audiencia consideraban que en realidad era un menoscabo a sus atribuciones, ya que veían una interferencia en el hecho de que la diputación provincial y el jefe político nombraran a los jueces de letras. De igual forma, los integrantes de algunos ayuntamientos se quejaron porque veían el nuevo orden como una reducción a sus jurisdicciones. Eso no niega que otros pueblos hayan decidido asumir la Constitución, pero en forma mucho más selectiva (Rodríguez, 1984: 187-188). Por esta razón, la Protecturía de Indios debía desaparecer para unificar la jurisdicción de primera instancia pero también porque, según los funcionarios judiciales como Vilches, era la forma de elevar al “indio” al goce de los mismos derechos que los demás ciudadanos españoles.13
5. Conclusiones
En un artículo reciente, Carlos Garriga indica el horizonte compartido por las élites americanas con respecto a las transformaciones necesarias en la aplicación de la justicia: la aplicación de la ley y fuera de los asuntos de gobierno (Garriga, 2017). En este sentido, el debate sobre la justicia en el Reino de Guatemala entre 1797 y 1820 compartía los dos ejes mencionados, pero con la particularidad de una mayoritaria población indígena y mulata que era tratada políticamente en forma diferente.
A diferencia de los Virreinatos del Perú y la Nueva España, que contaban con un Juzgado de Indios, en Centroamérica era la misma Audiencia la encargada de atender los casos de la población vista como “miserable” o “menor de edad” (mujeres, esclavos e indígenas), permitiendo que la figura de la justicia estuviese siempre vinculada a la Audiencia y a las pugnas internas. Por esta razón, es comprensible la exaltación de Vilches en 1820 al cese de los llamados “casos de corte”, ya que dicha medida no sólo igualaba políticamente a la población heterogénea del reino, sino que también permitiría la eliminación de este tipo de petición de justicia que había sido visto, por parte de las élites, como una amenaza. A ello se sumarían los cambios en la justicia en el ámbito municipal, espacio fundamental para asumir los nuevos derechos ciudadanos y el reconocimiento político de la población que antes había sido excluida de puestos políticos locales.