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Estudios de cultura maya

versão impressa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.25  Ciudad de México  2004

 

Artículos

 

Los esclavos del Santísimo Sacramento. Dos siglos de religiosidad campechana (1745-1914)

 

Mario Humberto Ruz

 

Centro de Estudios Mayas, IIFL, UNAM. mhruz@avantel.net

 

Resumen

Con base en una serie de documentos inéditos resguardados en el Archivo Parroquial de Campeche, se analizan los reglamentos, las finanzas y el impacto que tuvieron en la vida moral y religiosa de los habitantes del puerto la Confraternidad de la Hopa (1745-1829) y su sucesora, la Cofradía del Santísimo Sacramento (1877-1914). Se muestra cómo, pese a tratarse de hermandades animadas supuestamente por el mismo espíritu, influyeron de manera muy diversa en la moral y la religiosidad del pueblo campechano, en especial en lo que toca a formas de devoción piadosa y fasto ritual.

 

Abstract

Trough the study of a group of inedited documents preserved at the Archivo Parroquial of Campeche, it is presented an analysis of the regulations, finances and impact that the Confraternidad de la Hopa (1745-1829), and later its successor, the Cofradía del Santísimo Sacramento (1877-1914), exerted in moral and religious life of the inhabitants of the port. It is shown how, in spite of being fraternities animated by the same spirit, they had diverse ways of influence in the moral and religiosity of Campeche people, specially in distinct forms of pious devotion and ritual pageantry.

 

A la memoria del cronista
José María Oliver y Casares

Es Jueves de Corpus, y el puerto de Campeche, al igual que el resto del mundo católico, se apresta a festejar solemnemente al dios que decidió tomar cuerpo y permanecer entre sus devotos.

Desde días antes, sin escatimar dineros ni esfuerzos, los "esclavos del Santísimo Sacramento", miembros de la Hermandad de la Hopa, donde se da cita la aristocracia porteña, han ido preparando los festejos para ese año, 1780.1 Lunes y martes, procesiones menores; los cinco días restantes, misa cantada, con "vestuarios" y sermón. A lo largo de ellos se mantiene "descubierto y patente [...] el trono" donde se coloca el sacramento desde comenzar la misa de ocho hasta las cuatro de la tarde, cuando se cantan las vísperas. ¿Cómo pensar que no se inflame el fervor de los fieles ante las 120 velas de a libra, 300 de a tres cuartos, 75 de a cuarta y una docena de hachones de a 12 libras, que iluminan profusamente el trono del Altísimo durante los festejos? ¡Ni siquiera Mérida puede vanagloriarse de tal derroche de luz y cera!2

Pero el clímax lo constituye la procesión. Saliendo desde la iglesia parroquial, bajo el estruendo de la pólvora, irrumpe por las Calles Reales: sus partes forman "un todo majestuoso, reverente y devoto", además de escenográficamente jerárquico.3 A la cabeza viene el clero con vestiduras sacerdotales y sobrepelliz, le sigue el pleno del Cabildo, y luego los orgullosos organizadores, los de la Hopa, vestidos con las túnicas carmesíes a las que deben su nombre, y sobre las cuales exhiben algunos los medallones con la efigie de una custodia. Al frente marchan el comisario, el hermano mayor, el de hachas o cajón y el secretario; le siguen los demás miembros, todos ellos provistos de hachones de cera como marcan las constituciones y, los más, provistos del "don" antecediendo a su nombre, como marcan el buen gusto y la consabida decencia.

Acompañando al Divinísimo, abriéndole paso, vienen las imágenes de los santos patronos, procedentes de las iglesias del puerto y los pueblos comarcanos. Su número es tal —pues incluso se han colado algunas particularmente reverenciadas, pese a no representar a los patronos— que se extienden a lo largo de calles y más calles. Muestra de la pujanza económica de la hermandad, los seis faroles de plata fabricados en 1752 flanquean la custodia, despertando la admiración del pueblo, que sólo puede verlos cuatro o cinco veces al año, en otras tantas procesiones.

"Rendidas las reales banderas y armas", los dos batallones del puerto, el de Castilla y el de Voluntarios, forman una barrera, como separando la piedad de los principales de la del pueblo, expectante bajo las altas enramadas que se levantaron a lo largo del recorrido para "que cubran el sol y hagan sombra a los fieles que la acompañan". Bajo ellas, configurando "una humilde y noble calle", se confunden los habitantes de intramuros con los que viven fuera de las murallas y los vecinos de los pueblos comarcanos.

Majestuosa la procesión de los notables, humilde el acompañamiento del pueblo, pero devotos y reverentes todos, como bien lo muestran con cantos y oraciones en las ocho esquinas donde se alzan otras tantas enramadas, "de mayor elevación y fortaleza", formando altares para el descanso de la majestad sacramentada; buen sitio para que los poderosos exhiban su piedad y riqueza adornándolos. Comenzarán por detenerse en la plaza mayor, justo frente a la casa de don Bartolomé Borreiro; harán otras paradas sobre la misma Calle Real ante las moradas de don Juan José del Valle y doña Marina Estrada y Lanz, para luego doblar a la izquierda y descansar la custodia ante la vivienda donde años más tarde se ubicará la botica de don Manuel López y Oliver. Vuelta de nuevo a la izquierda para alcanzar la esquina de la iglesia de San Francisco y desde allí, tras el quinto descanso, avanzar al altar situado frente a la casa de doña Clara Chacón de Baláis y luego al ubicado ante la iglesia del Dulce Nombre de Jesús, allí donde se administran los santos sacramentos a "los morenos".4 Y otro giro a la izquierda para completar el recorrido, descansando de nuevo en la plaza mayor antes de entrar a la parroquia acompañados otra vez por el estruendo de la pólvora.

El festejo se pretende estrictamente religioso; única concesión a lo profano, según se afirmaba ante el Obispado, es la salida de los gigantones, y eso por ser "costumbre inmemorial".5 Armazón de varillas y cartones, vestidura talar, cabezas y brazos enormes, las altas figuras caminan o giran gracias a "cierto aparato" que manejan dos hombres ocultos en su parte inferior. A veces, diversión adicional, uno de ellos exhibe doble cabeza, representación metafórica del "heresiarca Ecolampadio", que estando entre católicos se preciaba de ser uno de ellos, y hacía otro tanto cuando se veía entre protestantes.

Pero una cosa era lo que se declaraba para tranquilidad de los responsables de la Diócesis, y otra la que se permitía para solaz del pueblo. Allí están, para probarlo, los "diabletes", esos hombres o muchachos semidesnudos pintarrajeados con negro de humo y almagre que, a manera de cuernos, llevan pedazos de suela amarrados a los lados de la cabeza, y no falta quien haya agregado al atuendo un rabo. En una mano arrastran pedazos de cadena de hierro (para acompañarse del ruido propio de todo diablo que se respete) y en la otra portan largos zurriagos para azotar al distraído que no descubra su cabeza o se hinque a tiempo cuando pasa el Santísimo. Sin descuidar su papel de policías vigilantes, corren, brincan, gritan de rato en rato y hacen espantosos visajes que provocan la risa de los concurrentes. Tampoco faltan los indios, todos ellos delante de la procesión.6 Algunos, los llamados sacatanes, van con las caras tiznadas, haciendo gestos y movimientos "estrambóticos" mientras ejecutan, "al son de un tamboril destemplado", un baile "muy extravagante" en círculos, que hace estallar la hilaridad. Otros, más recatados, danzan "al son del mitote o tuncul", ese antiguo instrumento de percusión hecho con madera, que desde antes de llegar los españoles servía a los mayas para solemnizar actos sacros.

Con tanto aparato, ya ni se sabe a qué va la gente, si a reverenciar al Divinísimo, a admirar las galas de los notables o a disfrutar de las "morisquetas" de la comparsa, descuidando "lo esencial" con tantas risas, retozos y burlas. De allí la insistencia del alto clero (pues el bajo sin duda disfrutaba a la par del pueblo menudo, de donde procedía) en suprimir la parafernalia que consideran profana. ¿Cómo esperar que lo recordara el populacho, si ellos mismos parecían haber olvidado al paso de los siglos, que los gigantones figuraban a Goliat degollado por David y, alegóricamente, a los pecados mortales destruidos por Jesucristo? ¿Cuántos sabrían ya que las danzas tenían como función memorar a David bailando ante el arca del Antiguo Testamento, mientras que Cristo simbolizaba al Nuevo? ¿Alguna vez habrían oído las dignidades de las catedrales americanas que esa espantosa "tarasca" que tanto se afanaban en desterrar —por parecerles indecente la figura de un "serpentón engullidor" cabalgado por una mujer extrañamente vestida—, simbolizaba a la meretriz de Babilonia sobre Leviatán?7 Mundo, Infierno y Muerte derrotados por Jesucristo, que exhibía los despojos como muestra de su triunfo, al igual que los vencedores del mundo antiguo ataban a sus carrozas a los señores sometidos.

Mostrando lo corta que puede ser la memoria de los hombres incluso cuando de asuntos "inmemoriales" se trata, las autoridades se afanan durante dos siglos por proscribir esas manifestaciones. En vano. El pueblo las conservará, aun cuando menguadas, hasta que los laicos se hagan del poder y prohiban las muestras públicas de religiosidad. Mientras eso ocurre, cada fiesta de Corpus la Hermandad de la Hopa seguirá erogando, además de las crecidas sumas empleadas en las exorbitantes cantidades de cera, cerca de 116 pesos en misas y sermones y otros 100 en habilitar gigantes, diabletes, danzantes, gastos de pólvora para la entrada y salida de la procesión, los festejos de la Octava y la música continua del coro durante la exposición y velación diaria. Año tras año. Dios y el pueblo campechano se los agradecen.

 

I. Los antecedentes

El 15 de febrero de 1877 Nicanor Salazar, cura de la "parroquia principal de Campeche", se dirigía al obispo de Yucatán solicitando autorización a fin de "revivir la Cofradía antigua del Santísimo Sacramento,8 que hace tiempo está olvidada". Obtuvo la licencia dos días después.

Dejo lo referente a esta etapa9 para más adelante. Señalo apenas que el 27 de diciembre del mismo año se decidió rescatar lo que se pudiese sobre sus antecedentes, labor que recayó en el procurador, licenciado José María Oliver y Casares, quien se dio a la tarea con un entusiasmo y entrega dignos de encomio, pues no se limitó a copiar los papeles que le entregaron, sino que continuó hasta octubre de 1880 haciendo acopio de datos documentales, hemerográficos e incluso orales a través de pláticas con los ancianos, que registraba cuidadosamente en las hojas finales del libro de asientos de la cofradía.10 Gracias a su labor poseemos hoy una panorámica sobre la religiosidad del pueblo campechano de la segunda mitad del siglo XVIII y casi todo el XIX, de la cual busca dar cuenta este breve ensayo que, por lo que a datos concierne, en varias partes es más suyo que mío.

Para realizar su labor de rescate —"memoria histórica" le llama él— Oliver recibió los asientos de la Confraternidad de la Hopa, "un libro grande... (188 fojas) de pasta aforrada con terciopelo encarnado y con abrazaderas de plata", que trasladó a la letra cuanto pudo, o extractó con cuidado allí donde el pésimo estado de conservación hacía imposible la lectura completa, pues el libro estaba plagado de polilla, tenía páginas rotas o "comidas" y otras escritas con tinta ya para entonces "desteñida".

No contento con las 44 hojas de información que pudo obtener en ese volumen, don José María se dio a la tarea de registrar en el archivo parroquial. Encontró una "Instrucción" turnada el 13 de noviembre de 1780 a las iglesias del obispado de Yucatán a fin de que remitiesen datos sobre las cofradías existentes.11 Localizó después "unas hojas viejas escritas con tinta algo desteñida" donde se contenía la respuesta (febrero de 1781) concerniente a la antecesora de la suya.12 Puesto que en sus primeros párrafos contienen los supuestos antecedentes de la asociación, vale detenerse ahora en ellos.13

En su primera pregunta el interrogatorio inquiría sobre la creación de la hermandad. Tras señalar que no existían ya documentos probatorios, pues los libros más antiguos que se conservaban databan de inicios de ese siglo,14 la respuesta apuntaba saberse "por tradición" que la del Santísimo Sacramento se fundó justo al mismo tiempo que "se hizo la primera iglesia y se erigió en parroquia, por los años de 1500", curioso error puesto que la villa no fue fundada sino en 1540.15

Dejando de lado el yerro cronológico, no es extraño que se hubiesen erigido iglesia y cofradía casi al mismo tiempo; otro tanto se registra para Mérida y Valladolid (López Cogolludo, op. ni., I; 270, 390). Las hermandades dedicadas específicamente al culto del Sacramento surgieron también desde temprano, tanto en la parroquial de Mérida,16 como en el convento de San Francisco, en el cual se vinculaba a la Tercera Orden con el título de "esclavitud", y en la iglesia de San Cristóbal, donde quedaba a cargo de los indígenas, también denominados "esclavos". Los españoles de Valladolid mantenían otra hacia 1651. Existiese o no cofradía dedicada a solemnizarlo, a mediados del siglo XVII el culto al Sacramento era muy común en los pueblos mayas (López Cogolludo, op. cit., I: 368. 374, 376, 390, 397).

Si hemos de creer a la relación de 1781, resulta que en Campeche en un principio quedaron vinculadas cofradía y fábrica de la iglesia, bajo el cargo de un mismo cura. No se necesitaba más. El vecindario era pequeño y las rentas de ambas fundaciones, muy escasas.17 Los dos "ramos" permanecieron unidos hasta el 22 de enero de 1710, fecha en que el obispo Pedro de los Reyes los separó: dejó la fábrica a cargo del cura y nombró mayordomo para la cofradía. El divorcio fue efímero. Los escasos fondos con que contaba la fábrica y el hecho de que a fin de cuentas se dependiese del dinero de la cofradía para proveer al templo de los objetos necesarios para el culto y solemnizar los festejos, hicieron que el prelado diese marcha atrás.18 En auto del año siguiente ordenó se reuniesen de nuevo, dejando la administración de los fondos al mayordomo; costumbre que se mantenía hasta ese 1781.

La segunda pregunta solicitaba datos sobre el "instrumento" de fundación o, en su caso, el testamento o acta de donación que dio origen a la cofradía. Los redactores afirmaron que parecía no haber existido instrumentos que calificasen la fundación, y si los hubo sin duda "fueron consumidos con todos los archivos y demás papeles en el año de 684, que entró el inglés en esta ciudad".19 Se sabía, empero, que la cofradía original seguía las reglas y estatutos de su similar en México, como lo comprobaba un cuadernito en octavo impreso en la capital del Virreinato, titulado Carta de esclavitud de los cofrades y hermanos del Santísimo Sacramento en la villa de Campeche, conforme a la cofradía establecida en la santa iglesia catedral de la ciudad de México. Fue por ello que en 1735 el sacristán mayor, y por entonces mayordomo, Sebastián Méndez de Cisneros, hizo traer copias de tal carta y distribuirlas en la ciudad.20

La importancia atribuida a la celebración del Corpus —una de las principales funciones de las cofradías que tenían por advocación al Santísimo Sacramento—, aparece clara al recordar que se mantuvo cuando en 1722, atendiendo a una bula de Urbano VII, el obispado de Yucatán redujo a seis las celebraciones obligatorias por precepto para los indios, y a 31 las de españoles. Aparece en ambos listados (Fernández et al, op. cit.: 10). A decir de Alemán, el poder civil intentó incluso reconducir en el siglo XVIII las manifestaciones de piedad en todos los territorios españoles, prohibiendo gastos excesivos pero manteniendo, por su utilidad religiosa, las cofradías llamadas sacramentales, que se radicaban en las parroquias (1989: 368), como era el caso de la que aquí nos ocupa.

No era la del Sacramento la única cofradía en el puerto de Campeche. Aunque conocemos muy poco de ellas debido a la destrucción de los archivos locales, ciertas noticias y documentos han sobrevivido, e incluso se mantienen en el acervo parroquial algunos de sus libros. Gracias a éstos y a otros escritos sabemos que a mediados del siglo XVII se registraban al menos cinco de ellas, fundadas poco después de la muerte del obispo Gonzalo de Salazar (1636): Vera Cruz, Soledad de María,21 Purísima Concepción, Ánimas del Purgatorio y la del Santísimo Sacramento22 (López Cogolludo, op. cit., I: 387). En la sexta década del siglo XVIII se menciona también la de San José, que es de suponer apoyaba a sus miembros en lo relativo a aspectos funerarios ya que, junto con santa Rita, el patriarca es tenido en el mundo católico como abogado de una buena muerte. Para 1881 constan, entre otras, las de Las Ánimas, Nuestra Señora del Carmen y Nuestra Señora de la Merced, todas bajo un solo mayordomo: el vicario de la parroquia Mamerto Ojeda, quien además había restablecido "la antigua devoción al Cristo de la Salud" que se hallaba en la iglesia del Dulce Nombre de Jesús.23

 

II. La Confraternidad de la Hopa (1745-1829)

Reglamentos e inicios

Con antecedentes directos o sin ellos, la Confraternidad de la Hopa, del Cristo Sacramentado o de La esclavitud del Santísimo Sacramento,24 fue fundada en 1745, "a costa de sus propios caudales", por Francisco Solano Gutiérrez, alcalde ordinario y de la santa hermandad; Pedro Felipe de Sarricolea, procurador general de la villa; Antonio de Miranda, Agustín Victorio de Echauri.25 Gabriel Bernardo de Bizama [sic], Joseph Loauzet y el capitán Gabriel Franco, por instancias del cura beneficiado Juan Manuel de Nájera, que ostentaba los cargos de vicario in capite, juez eclesiástico y comisario de los santos tribunales de Inquisición y Cruzada de la villa y puerto.

Los fundadores se dieron a redactar las Ordenanzas (23 capítulos) que regirían la vida de la cofradía, concluyéndolas el 16 de junio. No iniciaron con los objetivos de la asociación, sino detallando quiénes podrían ser admitidos en ella: "personas bien reputadas en la república, así de cristiandad notoria como de procedimientos arreglados, que no tengan ejercicios ni oficios indecentes que los hagan indignos de la estimación que gozan los vecinos honrados". Se referían sin duda a vecinos como ellos, dignos de ostentar ante su nombre el "don" y sin necesidad de ejercer oficios manuales. Generosos, acordaron que podría admitirse como hermanas a "algunas mujeres", además de las esposas de los socios, quienes lo serían por derecho y sin tener que pagar. En caso de quedar viudas habrían de cubrir puntualmente con sus cuotas si deseaban seguir perteneciendo a ella.

Junto con el compromiso escrito de respetar las disposiciones estatutarias, los interesados deberían presentar su solicitud ante la hermandad, la cual resolvería sobre su admisión a través del voto secreto (con "bolillas blancas y negras"), una vez que se aseguraran de sus "calidades", pero teniendo también en cuenta "el deshonor que se le puede seguir en no ser recibido". En caso de empate, el comisario tendría voto de calidad. Si el solicitante fuese sujeto de dudosa calidad o reconocida mala fama, el mismo comisario intentaría disuadirlo "a solas" de no presentar su petición ante la Junta, "con la prudencia que corresponde; sin que entienda la razón porque no se le recibe, para obviar el odio y enemistad que pudiera tener [...]."

Al recién admitido tocaría cooperar con "cuatro pesos y un cirio o hacha de cuatro libras de cera", mientras que para la renovación anual entregaría 12 reales, bien por entregas mensuales, bien "en junio o en Semana Santa". En caso de que algún generoso desease contribuir con cantidades mayores se haría pública su largueza.

La cofradía sería dirigida por un comisario y su teniente, un hermano mayor, un mayordomo de cajón o hermano de hachas y un secretario, elegidos por voto "secreto" ["en voz muy baja para que no lo puedan percibir los demás"]. El comisariato estaría siempre a cargo del vicario in capite. La hermandad designaría asimismo —pero no por voto secreto— un coadjutor para el hermano de hachas, en caso que lo requiriese, y a cargo del comisario y el hermano mayor quedaría nombrar a dos personas que tomasen cuentas al mayordomo de cajón cuando finalizase el año de su ejercicio. Dichas cuentas tendrían que ser aprobadas en junta general, y sin necesidad de juez eclesiástico ni visitadores, "por ser caudal suyo el de esta administración".

Serían obligaciones del comisario concurrir a todos los actos de la cofradía: procesiones, recibimientos de hermanos y juntas. Considerado "quien debe protegerla en todo lo que ocurra", le correspondería mediar en caso de "disturbio, réplica o alteración entre los hermanos", pudiendo ordenar se les quitase la hopa y se les tachase del libro en caso preciso. Sería responsabilidad suya también, amén de proponer en primera instancia a los solicitantes ante la Junta, nombrar a aquellos que acompañarían entierros o procesiones o a quienes debiesen prestar otros servicios a la hermandad.

A cargo del hermano mayor quedaría "presidir a toda la hermandad fuera de la sala" (en ésta, sólo por ausencia del comisario) y tomar providencias en caso de suscitarse problemas en la iglesia o en la calle, mientras la hermandad decidiese en junta lo pertinente al caso. Además, se apunta, "dejará la limosna que quiera para el adelantamiento del cajón para cera, como para irse proveyendo de las alhajas precisas para su decencia y culto de su divina majestad". Administrar tales bienes y acrecentarlos sería tarea del mayordomo de cajón, responsable de cobrar cuotas de entrada y de renovación para adquirir toda la cera que se emplearía en el año, "a fin de lograrla más barata". Curiosamente las constituciones, más que en sus responsabilidades como tesorero, se entretienen en desgranar sus funciones protocolarias en liturgias y paraliturgias. Puesto que nos ilustran —entre otras cosas— sobre los objetivos, ideología y funcionamiento de la cofradía y, a su través, de la sociedad local, bien vale la pena detenerse en algunas de ellas:

En las funciones de iglesia tomará su lugar en el banco que es inmediato al hermano mayor, y a su tiempo convidará hermanos que repartan las hachas a los demás, y a otros (para) que ayuden a encender. Al subir la hermandad al altar mayor, tomará el báculo y cuando corresponde hace seña al hermano mayor y al que quedara enfrente para que suban y él irá adelante hasta el paraje donde deben quedar.

Si hubiere procesión señalará hermanos para el guión, palio, estandartes, faroles, etc., con su báculo en medio de la hermandad, procurando que todos vayan bien ordenados. A la vuelta de la procesión, y al llegar al altar mayor, al salir el preste26 del palio con su Majestad, quitará el guión [y] el estandarte y les dará hacha, haciendo lo mismo con los del palio...

Cuando [se] haya de llevar el guión de la hermandad en las funciones principales, lo dará al hermano mayor hasta sacarlo de la iglesia, y que ande algún poco la calle, y según las distancias [podrán relevarlo] los hermanos. Antes de entrar a la iglesia lo volverá a dar al hermano mayor. Esto es en el día de Corpus y visita de enfermos [...] En los demás días de Octava, Tercera y domingos y otros [...] queda a su arbitrio darlo al hermano que quisiere.

El cuarto integrante de la directiva, el secretario, además de estar presente en todos los actos públicos de la hermandad, tendría a su cargo la documentación (solicitudes, actas, cuentas, inventarios, etc.) y expedir certificados.

Por su parte, los hermanos quedaban obligados a concurrir a las liturgias y paraliturgias de Jueves Santo "y estaciones" [Via Crucis], Resurrección, Corpus con su octava, Nuestra Señora de la Concepción, patrona de la parroquia, y terceros domingos de cada mes, además de acompañar las visitas a los enfermos, los entierros y "en alguna procesión de rogativa u otra que la hermandad lo determine". Se turnarían para asistir al sagrario, en número de tres, cada uno de los días de Semana Santa y Pascua.27 En dichas "funciones" habrían de portar la hopa, la túnica carmesí distintiva y, si quisieran, una medalla con la imagen del Santísimo Sacramento, a más de las hachas y cirios, "de lo cual ninguno se ha de separar ni ha de haber distinciones en los esclavos de Su Majestad, pues sólo se ha de mirar su mayor culto, que es el fin para que se instituye esta hermandad".

Por lo que hace a reuniones privadas, los miembros estarían presentes en elecciones, recibimientos de hermanos y cualquier otra junta, durante las cuales se les exhortaba a emitir sus dictámenes "con prudencia, (sin] alteración ni réplicas". Ante la inasistencia reiterada a los actos comunes procedería la "reconvención" por parte del hermano mayor o el secretario. A la tercera reconvención no atendida seguiría la expulsión, a menos que existiese causa justificada, como haber abandonado el puerto para "dar vuelta a sus haciendas u a otro embarazo".

Para finalizar, los fundadores hicieron explícitas las causas que animaron su asociación: "en señal de reconocimiento por los repetidos beneficios que para la conservación de nuestro ser recibimos de su Majestad soberana a cada paso y en todos instantes". Buscaban, aseguraron a la Sede Vacante de Yucatán, "mover la divina piedad" para así conseguir su auxilio. El 8 de julio de ese mismo 1745 se aprobaron sus ordenanzas.

De inmediato se dieron a la tarea de elegir autoridades, pues diez días más tarde consta el nombramiento del bachiller Andrés Montero como teniente del comisario, don Agustín Victorio de Echauri como secretario, y los capitanes Francisco Solano y Gabriel B. de Bizama como hermano mayor y de hachas respectivamente.28 Pasaron entonces a la parroquia a entonar un Te Deum Laudamus, como marcaban las constituciones, y como se seguiría haciendo hasta extinguirse la asociación.

Que la hermandad inició reclutando a sus miembros entre los notables campechanos lo muestran los firmantes de esta primera reunión formal: Pedro Nicolás Romero de Niñón, Joseph Antonio de Yradi, Juan Santiago González, Pedro de Acosta, Leandro de Ortega y Zúñiga, Josef Lauzet, José Julián Martínez, Antonio de Miranda, Simón Herrera, Juan de Ávila Cano y Gabriel Franco, a más de los electos. En los dos años inmediatos se sumarían a la lista las familias De la Paz Cabezales, Abascal de Córdoba, Sorcente, Manté, De Almonacid, De Utrera Rendón, Naves Ysla, entre otros ilustres. A lo largo de una década aparecerían los Arizubialde, Lanz, Villaebriego, Zea, Villavicencio, De Roo y Fonte, Marcín, Rejón y Lara, Aldao, Abreu, Caraveo Grimaldi... Parecería no faltar ningún apellido local de abolengo, antiguo o recién logrado.

El éxito de la fundación trascendió incluso las murallas del puerto. A fines de 1747 los vecinos de Valladolid solicitaron una copia de las constituciones a fin de basarse en ellas para crear también tan "loable confraternidad".29 Si recordamos que en la catedral de Mérida existía para esas fechas una cofradía con igual advocación, podemos aventurar que los miembros del grupo dominante de las tres villas peninsulares que se preciaban de españolas, centraban por entonces parte de sus afanes en torno al honor en el culto al Sacramento.30 "La jerarquía es atraída por lo sagrado como las limaduras de hierro por un imán", diría Le Roy Ladurie (1992: 88).

Este afán por exhibir y reafirmar la preeminencia a través de rituales, en particular religiosos, es un hecho harto conocido,31 en el cual han hecho hincapié a últimas fechas autores como Peristiany y Pitt-Rivers. quienes observan en el honor una doble vertiente, en tanto que es, "por una parte, una cuestión de conciencia moral y un sentimiento al mismo tiempo y, por otra, un hecho de reputación y precedencia alcanzado ya sea en virtud del nacimiento, el poder, la riqueza, la santidad, el prestigio, la astucia, la fuerza o la simonía" (1992: 21).32

No es posible, sin embargo, analizar con detalle en cuáles puntos tales aseveraciones son aplicables al caso campechano, pues exceptuando los nombres de sus afiliados, poco sabemos sobre los primeros treinta años de la asociación. La mayor parte de datos que pudo (o quiso) rescatar Oliver corresponden a las elecciones anuales de directivos; constan apenas ciertos acuerdos y notas varias.

Vemos así que en abril de 1748 se resolvió acompañar con hopas y hachas encendidas a la imagen del santo entierro que iba de la parroquia a la iglesia del hospital de San Juan de Dios, y luego hacer lo mismo con la imagen de María que se "retiraba" a la parroquia. Poco después tal acto se decretó obligatorio. Ese mismo año, en septiembre, se registra una visita y revisión del libro de actas por parte del obispo Francisco de Buenaventura, cuyo único punto de interés es la decisión del prelado de reformar el artículo 15 de los estatutos: aquél que señalaba que aprobar las cuentas no requeriría "juez eclesiástico ni visitadores", disposición que, apuntó, era contraria "a lo dispuesto por el Santo Concilio de Trento". De allí en adelante los asuntos de la asociación tendrían que ser aprobados por el diocesano, sus libros revisados en cada visita episcopal y, anualmente, por la Vicaría General.

Acaso con el fin de alentar las adhesiones, el mismo prelado concedería más tarde 40 días de indulgencia para quienes se inscribiesen a la cofradía, y otros tantos cada vez que acompañasen al Sacramento. Pero al mismo tiempo que se estimulaba la participación de unos, se restringía el acceso a otros, pues adjunta a la disposición del obispo aparece una más que muestra cómo los directivos, alegando "la mucha confusión que se ha originado", lograron borrar el carácter democrático que animaba a la hermandad en cuanto a nuevos ingresos. Elegir a sus integrantes sería privilegio de una docena, quedando el comisario con voto de calidad para casos de empate. Integrarían la docena las autoridades constituidas y un número suficiente de "consultores".33 Los listados de éstos que se registran a partir de entonces confirman las tendencias elitistas de la hermandad; casi sin excepción se trata de clérigos y miembros prominentes de la sociedad regional.

Mencionaba, al hablar de las primeras Ordenanzas, que para ingresar era necesario ser "persona bien reputada en la República" y sin "ejercicios ni oficios indecentes que los hagan indignos de la estimación que gozan los vecinos honrados". Al parecer tal siguió siendo la norma durante muchos años, pues en 1789 se trató como caso especial el de José Ignacio Urriola, negro libre del puerto que se presentó "suplicando se sirviesen admitirlo en la hermandad, deseoso de servir voluntariamente y sin estipendio alguno a la Majestad sacramentada". Ofrecía acompañar con una campanilla al viático cuando se llevase a cualquier enfermo, y estar presente "con su instrumento" en todas las funciones que se celebrasen a lo largo del año. Según parece la promesa de andar sonando campanitas no bastó para impresionar a los cofrades; se le pidió además asistir a todos los velorios y a las misas de aniversario, y asear y cuidar la cera, "los hacheros y paños" y todas las pertenencias de la cofradía. A cambio, eso sí, se le dispensó de pagar la contribución de entrada, los "jornales y demás que son de obligación", y se ofreció asistirle en su enfermedad y fallecimiento "como a hermano".

Exceptuando este caso específico y el de dos mujeres mencionadas al final de la vida de la cofradía, no poseemos datos sobre la elección de miembros. Como lo notó en su tiempo Oliver, de pronto aparecen firmando en las actas de las juntas individuos que jamás antes se habían mencionado. Para explicarlo, aventura dos hipótesis: o existían "expedientes" separados (que jamás vio, agrega con suspicacia) "o los admitían arbitrariamente". Con los datos que se tienen resulta difícil apostar por cualquiera de las posibilidades, pero algunos puntos parecen claros. Primero: que en sus inicios la cofradía reclutó a sus miembros entre la élite campechana y, segundo que, con el paso del tiempo o bien las urgencias económicas predominaron sobre los criterios de honorabilidad familiar, o bien comenzó a hacer mella en los espíritus de la época la posición ilustrada de Carlos III sobre la honra asociada a los oficios manuales.

Sea como fuere, resulta claro al revisar las actas de al menos las primeras tres décadas el predominio de apellidos ilustres (hacendados, comerciantes), que más tarde vienen a compartir espacios con los clérigos de la villa y, mucho después, con militares y autoridades civiles no necesariamente integrantes del grupo de la "antigua nobleza" del puerto.

Las finanzas

Los datos que poseemos sobre este rubro son escasos, mezclados con los de la fábrica (dada la vinculación de la cofradía con la parroquia) y limitados a ciertos años —en particular 1781 cuando se rindió el Informe, y aquellos en que se registraron problemas con el manejo de los fondos—, aunque pueden hacerse algunas inferencias con base en otras declaraciones. Sabemos, por ejemplo, de algunas donaciones. Así, consta que el bachiller don Juan María Fajardo dejó en su testamento ciertas "casas" para que administrase la cofradía, cuidando que de su alquiler se pagasen tres novenarios de misas cantadas, y otras, con sermón, al Sagrado Corazón de Jesús Sacramentado, Nuestra Señora de la Soledad y san Juan Nepomuceno. Lo sobrante, calculado en más de 300 pesos, habría de aplicarse a la fábrica.34

No fue Fajardo el único donante piadoso. Otro tanto hizo doña Francisca de Aguilar, a partir de cuya muerte, el 13 de diciembre de 1780, pasaron a manos del mayordomo los 400 pesos obtenidos del alquiler de siete casas "en distintos parajes y sitios" que le heredó su padre en 1758. El dinero, dispuso, se dividiría en tres partes: una para apoyar los festejos del octavario de Corpus y ayudar a la cofradía, otra para cubrir los gastos de la celebración de las almas del Purgatorio en noviembre y el pago de varias misas con limosna de un peso,35 y la tercera para asistir a tres de sus sobrinas y, una vez muertas éstas, "a pobres vergonzantes en el Jueves Santo de cada año".36

Si a tales donaciones testamentarias agregamos el pago anual de cuotas y los donativos obligatorios al ingreso, no extraña que la cofradía haya tardado poco tiempo en acrecentar sus capitales. A tan sólo siete años de fundada se mencionaba existir en caja 404 pesos con seis reales,37 y 30 años después gozaba de una posición económica envidiable, pues en el Informe de 1781 se apunta como capital la para entonces muy crecida suma de 15 681 pesos, impuestos al 5% "en buenas fincas y seguro pago de las más [...]".38 Por el momento, pues, lo financiero no les apuraba. Pese a no poseer bienes rurales o ganado,39 aún se podían permitir erogar cada año cientos de pesos en limosnas, pago de misas, procesiones y otros festejos, que abordaré más adelante.

Contra lo que cabría esperar en el manejo de capitales tan cuantiosos, el control era bastante laxo. En efecto, los redactores del Informe buscaron esquivar la falta de "instrumentos de su primitiva imposición y fines a que se dirigen", sobre los que pedía noticias el Obispado, invocando la confianza en que los beneficiarios de los préstamos no habrían de abusar de un fondo destinado al culto divino y la costumbre, sancionada implícitamente por los obispos al certificar los libros de la asociación. El hermano de cajón, no poseía "sino sólo un arreglo y noticia general para su gobierno; así en sus respectivas cobranzas como en sus funciones". No mentían; como señalé al hablar de la Ordenanzas de 1745, los fundadores se engolosinaron en detallar el papel del tesorero en las funciones litúrgicas, descuidando el rubro económico propiamente dicho. Lo curioso es que 35 años después no se hubiese hecho nada al respecto. Acaso unos y otros confiaban realmente en el honor, la buena fe y piedad de sus acreedores. Esa confianza, ya lo veremos, los llevó a la ruina.

La hermandad en la vida religiosa de sus miembros

Más allá de brindarles un espacio desde el cual expresar su religiosidad a la vez que dar cauce a sus afanes de honor y lucimiento, ignoramos en qué medida la asociación apoyó a sus miembros durante su existencia (¿se les privilegiaba al momento de otorgar préstamos, por ejemplo?) pues carecemos de los libros de registro y data,40 pero no cabe duda alguna de que sí los auxiliaba en el difícil tránsito que suponía para un católico el término de su existencia terrena.

No es ninguna novedad; es harto conocida la función que desempeñaban por entonces buena parte de las cofradías en cuanto a velar por el bienestar final de sus integrantes, iniciando desde el momento mismo de su muerte. Y tal función era incluso más marcada en aquellas vinculadas al culto del Sacramento, en todo el territorio bajo la Corona.41 Así por ejemplo, la de Jaén fue creada en 1772 justamente para corregir el que "muchas personas se enterrasen [...] de limosna y a veces con indecencia, privándose de los sufragios por su alma" (Del Arco 1989: 318), en un período en que se registra lo que Alemán considera "semi monopolio' de las cofradías típicamente contrarreformistas: las del Rosario y las de Animas, "bien solas o en unión del Santísimo Sacramento". En tales asociaciones buscarían los fieles a las instancias capaces de "proporcionar sufragios lugar de entierro, mortaja y cortejos fúnebres, todo dentro del espíritu de piedad barroca y como plasmación del aspecto asistencial [...]" (op. cit.: 363, 373-75).

La aquí tratada se ajustaba a tales premisas. Ya desde las Ordenanzas de 1745 se apunto que además de los beneficios espirituales derivados de "las innumerables gracias' que suponía estar inscrito en el libro de la cofradía, sus miembros obtendrían la seguridad de ser enterrados en forma solemne, pues a cargo de ella quedaría dar el cajón. 12 hachas para la casa mortuoria y la iglesia y otras 12. más cuatro velas de a libra, para acompañar el cuerpo, amén de otras cuatro para el altar mayor. Todo lo relativo a los oficios correría por cuenta de la hermandad, según los aranceles que fijaría con el clero, así que la familia del occiso no tendría que preocuparse tampoco de pagar derechos parroquiales ni cuartas.42 Al hablar de las funciones del tesorero se puntualizaba:

Cuando muera algún hermano mandará [... ¿traer?] la hermandad y al coadjutor para el acompañamiento del difunto, y estando en la iglesia las dará [las hachas] y llevando un hermano el estandarte y el hermano de hachas su báculo, acompañará al clero hasta la casa mortuoria, en la cual se señalarán los hermanos que han de cargar el cuerpo, los que remudará en siendo necesario. Asistirá con la hermandad hasta el entierro y los hermanos cargarán al difunto hasta ponerlo en el sepulcro.

[...] Y si algún hermano cayere en tal pobreza que no tenga con qué enterrarse con el importe de esto (el pago obligatorio de un real al morir algún miembro se le podrá hacer su entierro, tomando de todo el mayordomo de cajón los recibos y resguardos correspondientes para su descargo al tiempo de dar sus cuentas.

Estas disposiciones dieron origen en 1750 a una curiosa disputa que hizo necesaria la intervención del obispo, pues a resultas de que muchos de los integrantes de la hermandad eran al mismo tiempo miembros de la Venerable Tercera Orden de San Francisco, ambas asociaciones comenzaron a litigar sobre a quien correspondía acompañar los cadáveres. Salomónicamente, el prelado ordenó se resolviese de la misma manera que en Mérida: los de la Hopa acudirían al entierro, con túnicas y luces, cuando el muerto fuese miembro únicamente de dicha hermandad. Quienes perteneciesen a ambas, deberían declarar en su testamento quién preferían les acompañase a su última morada. Si optaban por los franciscos, los sacramentados habrían de recibir el cuerpo en el templo y luego asistir, sin mayor aparato, al sitio donde se le sepultaría. De elegir lo contrario, toda la "función" quedaba a cargo de la cofradía, la cual debería "tener toda la preferencia en el entierro", incluyendo cargar el cuerpo. De no haber alcanzado a testar, la decisión la tomarían sus herederos o albaceas.

Si el moribundo previsor o sus herederos elegían a la hermandad, podrían sin duda exigir con mayor firmeza el gozar del privilegio de que fuese enterrado bajo las bóvedas de la parroquia por módicos seis pesos. Y también podrían hacerlo sus hijos pagando el doble,43 que para algo habían transado sitio especial y rebajas los directivos con el obispo fray Antonio Alcalde en 1767, alegando el incremento que ello significaría en entierros para el templo, y los innumerables apoyos que la cofradía daba a la fábrica: cera a lo largo del año. palio y guión, faroles de plata. Contribuciones en conjunto muy superiores a las otorgados por la Cofradía de San José, que ya había obtenido precios bajos, o la fundada por los militares en honor de "la amarga soledad de María Santísima", bajo cuyo amparo lograron no sólo importantes reducciones en los derechos parroquiales sino la muy envidiable ventaja de ser enterrados justo bajo el crucero de la parroquia. Acaso participaban de aquella vieja conseja que aseguraba resucitarían primero quienes se enterrasen más próximos al altar mayor.44

Los vínculos entre cofrades no se rompían ni siquiera al cerrarse la bóveda; era obligación de quienes sobreviviesen procurar el eterno descanso de los miembros, de allí que en 1745 se ordenara al mayordomo:

El día en que se ha de hacer el aniversario por los hermanos difuntos tendrá convidado sermón y prevenida la cera y demás que se necesite para esa función, pagando del caudal del cajón todos los costos.

Por cada hermano que muriere deberá mandar hacer un oficio [de difuntos] y que se digan 15 misas,45 cuya limosna pagará del mismo caudal y de un real que deberá pagar cada hermano y hermana siempre que muera alguno para ayuda de estos costos.

En ocasiones, sin embargo, las ocupaciones mundanas y personales parecieron privar sobre las celestiales y corporativas. Así. en 1757 se reportaba la escasa asistencia de los hermanos a la misa y sermón celebrados por los miembros difuntos el día de ánimas (el día era "feriado", la hora inconveniente), por lo cual se acordó distribuir la limosna que se entregaba ese día a los eclesiásticos en una sene de misas (a seis reales), distribuidas a lo largo del año. Con asistencia de sus antiguos compañeros, o sin ella, las almas de los ya idos seguirían contando con los sufragios. A lo mejor hasta les resultó provechoso el cambio, pues las misas se acrecentaron.

La hermandad en la vida religiosa comunal

Según se desprende de los documentos de archivo, buena parte del culto religioso, y en particular los actos públicos, corría a cargo de las cofradías o de algún donante particularmente rico y generoso,46 lo cual no es de extrañar tomando en cuenta los escasos ingresos de la parroquia campechana, que desde sus inicios parece haber enfrentado la penuria económica, como lo muestra el que su fábrica no haya podido completarse sino hasta 1705.47

El haber tardado tanto en concluirse quizá influyó en que poco tiempo después el templo fuera ya insuficiente "para el numeroso pueblo" que contenía la villa, de allí que a mediados de siglo el obispo Ignacio de Padilla procurase su ampliación. Para construir un nuevo tramo a la iglesia y una torrea48 se emplearon mil pesos existentes en caja y seis mil del caudal legado por doña Beatriz de Abreu. Tan generoso gesto le valió que el obispo ordenase solemnizar cada año la fiesta de santa Beatriz.49

Bajo la supervisión del padre Nájera, párroco y comisario de la cofradía se añadieron al edificio la parte del coro y los altares de la Purísima Concepción y Las Animas, a más de la torre, todo ello con un costo de casi 11 134 pesos Según apuntó en octubre de 1760,50 tuvo que poner de su propia "faltriquera" 2 780 pesos (a los que se sumaron luego otros 22 para colocar un reloj en la torre), pues las arcas de la fábrica fueron insuficientes. En 1777 se hicieron las cinco campanas. Tan sólo colocarlas costó la friolera de 1 800 pesos.

Es de pensar que buena parte de estos y otros muchos gastos fueron costeados con dinero de la Hermandad de la Hopa o gracias a generosas muestras de piedad de sus acaudalados miembros,51 pues según lo registrado para 1780, único año en que tenemos datos precisos, el capital de la fábrica se limitaba a lo obtenido en entierros y sepulturas. De los primeros se llevaba la mitad de lo entregado por "dobles y capas" y la tercera parte en lo correspondiente a túmulos ("mayor o menor"), cruz y ciriales. Eso sí, en cuanto a "cajón y los paños", se llevaba "el todo". En total, los ingresos por este "ramo" oscilaban entre 350 y 400 pesos anuales.

La parroquia también se beneficiaba en lo relativo a sepulturas, cuyo costo variaba según la capilla o tramo donde se efectuase. Hacerlo en las capillas de San Joaquín y Las Ánimas costaba dos pesos; en la de San José y Dolores, cuatro; la de Jesús Nazareno, 16; las del Sagrario y Rosario, 25. En el cuarto tramo de las puertas del costado los precios fluctuaban, pues un lugar allí comúnmente se cotizaba en 12.50, pero de tratarse de la bóveda de la Hermandad de la Hopa (situada en el mismo sitio), los socios pagarían seis pesos y sus hijos 12. El sitio más caro era "la bóveda de los repúblicos", que se cotizaba en nada menos que 50 pesos, aun cuando había ciertas rebajas: 10 pesos en caso de tratarse de descendientes de la fundadora, pero sólo "por una vez cada cabeza de casa de familia". Caso especial era también el de los soldados, sus mujeres e hijos, que pagarían cuatro pesos en caso de ser sepultados en la bóveda del Batallón. Los eclesiásticos, sin embargo, no cifraban mayores esperanzas en tales distinciones, pues casi todos los familiares optaban por sepultar a sus difuntos en las "de dos, cuatro y seis pesos". Elegir alguna de las otras eran "accidentes muy raros", tan raros como ser muy rico.

Otra fuente de merma era lo relativo a la defunción de sacerdotes, pues sus entierros, a pesar de ser solemnes, no reportaban nada. Y tampoco sus sepulturas, situadas en la bóveda superior del presbiterio. Buscando resarcir al menos en parte éstos y otros gastos irrecuperables (v.g. bautismos y entierros "de caridad"), el obispo Padilla ordenó que "el curato asistiese con la séptima parte a dicha fábrica" y las cofradías, puesto que se beneficiaban de ornamentos, luz y demás "utensilios de la iglesia", lo hiciesen con "una pensión anual de 15, 20 y 25 pesos", acaso dependiendo de su pujanza económica, aunque ello no se señala.

Si comparamos los 400 pesos obtenidos por la fábrica con los 15 681 que reportó como capital la Cofradía de la Hopa ese mismo año, entendemos cómo podía ésta hacerse cargo de buena parte no sólo de las celebraciones religiosas anuales, sino incluso de actividades vinculadas al culto cotidiano.

Ya que el objetivo primordial de la hermandad era alentar el "mayor culto" hacia el Santísimo Sacramento, conviene detenerse en una expresión privilegiada de este, el desplazamiento de la hostia consagrada cuando se otorgaba la comunión a alguien impedido para acudir a la iglesia, acontecimiento que de acuerdo a las Ordenanzas de 1745 debían acompañar los cofrades y en el cual afloraba la religiosidad vecinal,52 según se colige de los documentos

Al prepararse la salida del viático se tocaban nueve campanadas seguidas de un repique y el sacristán daba vueltas por el atrio haciendo sonar una campanila por espacio de quince minutos, todo ello para llamar la atención de los fieles. Por eso mismo se prefería realizar las visitas de noche, para lograr más concurrencia y mayor "lucimiento" de las luminarias. Cuando los devotos, ávidos de ganar indulgencias, se reunían en número suficiente, salía el sacerdote con el Santísimo. Alertados por el repique, dos guardias de los apostados en los bajos del que mas tarde sería el palacio de gobierno se habían ya desplazado a la puerta de la parroquia, rindiendo armas al aparecer el viático. Sonaba entonces un largo repique "con las campanas hermanas" que era señal para que el resto de la soldadesca se precipitara a la iglesia y presentara armas hasta que el Divinísimo se perdiese de vista, transportado por el cura en coche de muía cuya brida llevaba el cochero, que iba a pie. A ambos lados del carruaje se colocaban, además del par de soldados, los portadores de dos altos faroles con velas y otros más "suspendidos de las manos". Atrás venían los hermanos de la Hopa' con sus túnicas y hachones, y luego los demás hombres, seguidos de señoras y señoritas.

Cuando alguno de los pudientes del puerto se daba el lujo de comprar coche o calesa, lo dejaba cerca de la parroquia, cediendo al Sacramento el privilegio de estrenarlo. Pero eso era algo esporádico; para los días de siempre allí estaba la piedad del hermano de la Hopa don Mauricio Rodríguez,53 en cuya casa número 37 de la calle Colón, se guardaba un coche "cerrado, muy decente y adornado con esplendidez", siempre limpio, en un cuarto con puerta de zaguán para que el "moreno" encargado pudiese uncir la muía al carro y salir rápidamente al atrio apenas repicar las campanas, a llevar al Santísimo sin que a parroquia ni enfermo les costase un centavo. Pese a su generosidad, don Mauricio sufrió al cabo de los años "algunos disgustos", por lo que dejó de ofrecer el servicio. El Señor Sacramentado no tuvo más remedio que renunciar al coche e ir a pie, bajo palio. De hecho a él le daría igual, que nunca en su paso por la tierra se caracterizó por el afán de lujo; si acaso los curas habrán refunfuñado.

Viniese a pie o en coche, el tránsito de la hostia por las calles era motivo de diversas muestras de fervor. Hachas o velas de cera encendidas en las puertas o ventanas de las casas, ofrecimiento de incienso, pétalos de flores o "agua de olor" arrojados allí donde pasaría el relicario. No era inusual ejecutar música religiosa y hasta marchas "por medio de algún cilindro o caja de música", y no faltaba quien hiciera incluso acompañar al viático con música de violines, flautas y otros instrumentos. Al pasar cerca de alguna iglesia, se saludaba a la procesión con repiques.

Los transeúntes detenían su marcha, y apenas oír la campanita que encabezaba el cortejo se quitaban el sombrero (recordando el viejo refrán "A tu Dios cuando lo oyeres y a tu rey cuando lo vieres"), tal como se acostumbraba hacerlo cuando las campanas de Santa Ana, San Román, San Francisco, San José, El Dulce Nombre de Jesús o Guadalupe se echaban al vuelo al momento de la consagración, o cuando algún oído aguzado percibía la campanilla de cualquiera de ellas que daba a entender se estaba administrando la comunión. Quien tuviera urgencia de ir a otra parte, debería doblar rápido la esquina (eso sí, procurando no dar nunca la espalda al Señor), pues de encontrar el cortejo debería postrarse de rodillas mientras pasaba.

A la puerta de la casa del enfermo había ya quienes esperaban con hachas encendidas. Saldrían al encuentro cuando el coche distara media cuadra, se hincarían al reunirse y luego se incorporaban a la comitiva. Los guardias permanecían apostados en el umbral de la vivienda, como centinelas. Al salir, como se acostumbraba llevar de regreso una hostia consagrada, se hacían los mismos honores, pero regresando por distintas calles. Si en una misma noche se visitaban dos o más enfermos, el concurso de gente era aun mayor.

De vuelta a la parroquia, nueva presentación de armas de los soldados. El cura recordaría a los asistentes las indulgencias que habían ganado, para luego bendecirlos con el relicario, mientras repicaban las campanas y los pequeños hacían girar la manigueta de las dos ruedas de campanillas adyacentes al sagrario, de las que se habían apoderado los más avispados.54

Mencioné líneas arriba que la Cofradía de la Hopa, a más de paraliturgias cotidianas, se responsabilizaba de ciertas celebraciones anuales cuyos presupuestos, según apuntaron en 1781. eran "de bastante consideración". Veámoslas con detalle.

Cada tercer domingo de mes, a las ocho de la mañana, se ofrecía una misa cantada y "con vestuario" al Sacramento; se exponía luego éste y se efectuaba una procesión por el cementerio, ubicado en el atrio,55 finalizando con una bendición al pueblo "que en mucha parte concurre con toda devoción". Asimismo, cada jueves se ofrecía una misa para la fábrica, "y por todas se satisface la limosna de 67 pesos anuales".

En el octavo día de los seis primeros meses del año, a las siete de la mañana, se ofrecía una misa cantada a la Virgen de la Concepción, titular de la parroquia, y se distribuían entre el curato y los ministros 36 pesos de limosnas. Para los aniversarios de san Francisco, santa Rita, santa Gertrudis y Nuestra Señora se celebraban vísperas y misa cantada, pagándose 10 pesos por cada una. En ocasión de recordarse al santo Ángel Custodio, además de la misa cantada se ofrecía un sermón, lo cual duplicaba el gasto. Con mayor solemnidad aun se festejaba la fiesta de Corpus y su octava, que ya detallé al inicio de este trabajo. Recordemos tan sólo que para 1780 los gastos —sin incluir la cera— alcanzaron los 216 pesos, más de la mitad de lo que declaraba recibir la parroquia por entierros y sepulturas en todo el año.

La esfera de influencia de la cofradía no se limitaba al ámbito de los festejos, también tenía ingerencia en otras manifestaciones del culto, incluyendo el mantenimiento de la parroquia, sus mejoras materiales o la adquisición de elementos para solemnizar el culto. Mencioné ya, por ejemplo, las famosas farolas de plata adquiridas hacia 1752, y tres años después se registra la compra de un palio "decente" para pasear la custodia los domingos. Y bastante "decente" debió ser ya que costó nada menos que 100 pesos.

Asimismo, en 1787 el hermano Sebastián Betancurt hizo donación de una peana de plata que pesaba cuatro marcos y una onza, con su caja y llave, para mayor realce del culto del Santísimo, estipulando que debería emplearse en todas las exposiciones pero exclusivamente de la parroquia; estaría bajo responsabilidad del "hermano mayordomo" en turno y, en caso de extinguirse la corporación, pasaría a la fábrica parroquial. Sin embargo, de cambiar de sede la cofradía, la peana iría donde ésta fuese. Hermanos era también el canario Cayetano Pérez Abreu, presbítero que —a más de diversas fundaciones— donó la pila de mármol del baptisterio y una mesa del mismo material para la sacristía; doña María de Urriola. que regaló una custodia de oro para la procesión del Corpus que costó la enorme suma de siete mil pesos y doña Rosario Marentes,56 donante de una urna para la imagen de la Inmaculada.57

Algunas alhajas llegaron por caminos curiosos, tal como la custodia de oro fino de 50 onzas, dos cuartas y 10 tomines, y con su cruz "guarnecida con 29 diamantes, tres perlas de buen oriente y tres esmeraldas, una en figura de almendra y dos cuadradas", que con un costo de 2 315 pesos y cuatro y medio reales compró doña Manuela Rodríguez de la Gala, donándola el 15 de julio de 1815 al templo de San Juan de Dios. Como por entonces ese edificio no garantizaba su seguridad, el albacea Tomás Aznar acordó con el vicario se turnase a la parroquia, prestándose a la iglesia originalmente beneficiada para cuando se expusiera el Santísimo.

Que las muestras de piedad no excluían el afán de lucimiento y podían dar pie incluso a fervorosas rivalidades de las cuales terminaba beneficiándose la parroquia, lo muestra la registrada entre dos cofrades de la Hopa, doña María Josefa de la Fuente y Sarmiento y su tocaya y quizá pariente doña María Josefa de la Fuente y Valle, viudas de don Bartolomé Borreiro y don Antonio Estrada respectivamente. Viviendo calle de por medio, se disputaron durante mucho tiempo el privilegio de levantar la enramada donde descansaría el Señor. La contienda alcanzó tintes tan agrios que a principios del siglo XIX tuvo que mediar el obispo. Decretó que se turnarían para levantar el altar; el Santísimo se detendría un año frente a la casa de la una y al siguiente en la contraesquina, donde habitaba la otra. Buscaba acabar con las rivalidades, pero no hizo más que atizarlas; año tras año la viuda en turno se esmeraba por hacer un altar más rico que el de su predecesora. Ocasión hubo en que el lujo con que lo montó la de Estrada fue tal que se pensó no podrían superarla. Era voz popular que "cantaba el triunfo". La otra se limitó a callar.

La víspera de Corpus del siguiente año llegaron procedentes de México unas misteriosas cajas que se introdujeron con todo sigilo a su casa. Esa noche se armó el altar "con gran lujo", pero sin elemento central. Al rayar el día, se colocó una espectacular urna de plata maciza que había importado varios miles de pesos. La viuda de Estrada se dio públicamente por vencida.

La anterior no fue la única muestra de fervor —todo lo falto de humildad que se quiera— por parte de ambas viudas. María Josefa de la Fuente y Sarmiento, respetando las instrucciones de su esposo Bartolomé Borreiro, empleó en 1802 algunos miles de pesos para fundar dos capellanías laicas. Con los réditos se pagarían cada año una misa solemne el día de san Mateo en la iglesia de San Román y otra a san Bartolomé en el templo de San José, cuyo altar había costeado, adquiriendo la imagen en Mérida hacia 1820. A fines de ese mismo año testó dejando una urna dorada a la virgen de la Merced y ordenó que la famosa urna de Corpus se emplease cada año para adornar el altar donde reposaría el Santísimo.

A la viuda de Estrada también se le recordaba en los libros como protectora de la cofradía y de diversos establecimientos. Además de varios regalos de valor a la parroquia, pagó el altar del sagrario en el Colegio de San Miguel —hecho en México con mármoles de colores al parecer europeos— y, amén de diversos obsequios en vida, dejó 500 pesos para que de sus réditos se mantuviese una lámpara ante el sagrario de la capilla de Jesús Nazareno, de la que era particularmente devota.58 Asimismo, creó dos becas para el seminario con capital de dos mil pesos y en su testamento (1826-1827) mandó se impusiesen a censo nada menos que otros 10 mil para instituir en el seminario "una cátedra de jurisprudencia natural, canónica y civil" que, conjuntamente con las de Gramática, Filosofía y Teología dotadas por su hijo político Miguel Antonio de Estrada, serviría para instruir a los jóvenes sin que tuvieran que abandonar la ciudad.59

Los anteriores fueron sin duda gestos extraordinarios que sólo los más ricos podían permitirse, pero existían también las continuas erogaciones cotidianas que requería el mantenimiento del santuario "con la mayor decencia", y los utensilios para celebrar la eucaristía y otras funciones litúrgicas. Que había no sólo lo suficiente sino incluso más, se advierte en la enumeración hecha en 1781: copón y relicario de oro, más casi nueve mil onzas de plata labrada en cálices, custodias, copones, blandones, candeleras, lámparas, arañas, varas de palio y guión, cruces, ciriales, incensarios, hostiarios, frontales y el propio sagrario, sin meter en cuenta los candeleras o los tronos, bases, coronas, diademas y resplandores de las imágenes.

Si de sus exiguos 350 a 400 pesos (contando, por supuesto, con que a la gente no se le antojara empecinarse en no morir o hacerlo lejos de la villa) se deducen los 60 pesos de salario del sacristán, los 63 de los cantores, los 48 de organista y campanero, los 25 del "que le da cuerda al reloj", ¿de dónde podría obtener la parroquia dinero suficiente no ya para nuevas adquisiciones sino incluso para mantener lo existente? ¿Cómo afrontar el costo anual de seis arrobas de aceite, 29 frascos de vino, 12 pesos de pan? ¿Y los 30 pesos para lavado de ropa? ¿Y los 10 para asear y componer la plata labrada? ¿Y los otros 30 que había que pagar a quienes quitaban y ponían el monumento o cuidaban la cera en Semana Santa, Pascua de Resurrección, Corpus y otras fiestas? ¿Y los 25 a 30 necesarios para remendar ornamentos, manteles, manípulos, frontales; reparar llaves, clausurar goteras, comprar clavos, tachuelas, alfileres, escobas, cántaros, cubos y hasta mecate para las campanas?

Todo ello significaba más de 1 250 pesos anuales, 425 de los cuales, por cierto, se dedicaban a la compra de 75 arrobas de cera y su factura en velas. La lista en este rubro es impresionante. Para Jueves Santo y Pascua: 300 velas de a libra, "todas de cera de bollo y cajas de Castilla", más 180 de media libra de marqueta "y cubierta de la de bollo". Para las cornisas, barandas y altares, de dicho porte, y para las arañas, lámparas y arbotantes del monumento, "las mismas 400 de a cuarta", más seis hachones que consumían cada uno 12 libras. Para la fiesta y octavario del Corpus: 120 velas de a libra, 300 de a tres cuartos, 75 de a cuarta y una docena de hachas de a 12. Durante el jubileo celebrado en la parroquia y en el templo de Guadalupe: 150 velas y seis hachas. "Para los doce domingos del mes [sic], renovación de todos los jueves, misas de Concepción y de dotación asignadas, 150 velas de a libra." En Nochebuena, 60 de a libra, 40 de a media, y cuatro pesos de velas de sebo para la cornisa, más otras 50 de media libra para las arañas y lámparas, a las que se sumaban seis hachas. Agréguese a ello el gasto diario anualizado: 1 200 velas de un cuarto de libra de cera de marqueta y 400 bujías de a cuatro onzas para los faroles del Santísimo y santo óleo. Arrobas y más arrobas de cera, cientos y cientos de velas para testimoniar a la divinidad el fuego y la luz de la fe de los fieles. La cofradía vela porque no se extinga la luminosidad del fervor. Brilló mientras ella brillaba. Se apagaron al unísono.

El ocaso

Curiosamente, una de las causas que se invocaron como causa del languidecimiento de la hermandad fue el empleo de la túnica distintiva; la misma que en un inicio les produjo tal orgullo que de ella tomaron su nombre. En efecto, el 3 de marzo de 1804 el obispo Esteves y Ugarte, buscando restablecer el perdido esplendor de la cofradía y remediar la inasistencia a las juntas que se venía registrando desde unos años antes, decidió reorganizarla. Para ello pidió al comisario que alentase el celo de los hermanos para mantener las funciones "con el mismo fervor que tiene noticia lo hacían sus ilustres fundadores" y decidió dispensarlos de la obligación de portar las hopas carmesíes que se negaban muchos a llevar "por haber variado las circunstancias que movieron a esa disposición",60 concediéndoles no usar más distintivo que "traer pendiente al cuello una cadena, o de la casaca una medalla que contenga la imagen de una custodia".

Sería exagerado, sin embargo, pensar que la declinación obedeciese únicamente a un simple repudio a una vestidura tenida por entonces fuera de moda. El propio Oliver agrega a ello "la poca armonía que había entre los curas párrocos de esta ciudad y el Ayuntamiento y otros altos personajes, y sobre todo el espíritu de rebelión y de irreligiosidad que difundieron las doctrinas liberales de la época".

No tenemos mayor noticia sobre tales aspectos, pero que el pensamiento liberal se difundía en el puerto se deduce, por ejemplo, de la literatura circulante. Así, en un decomiso efectuado hacia 1828 de libros supuestamente españoles y, por tanto, de comercio prohibido, constan obras de Rousseau, Maquiavelo, Voltaire, Montesquieu y otros librepensadores, junto con ejemplares de picaresca, historia universal y de la Iglesia, economía política y novela romántica.61

Sobre la "poca armonía" existente entre notables y autoridades, civiles y eclesiásticas, también algo puede inferirse de notas sueltas. En 1748, recordemos, se dio la primera intromisión formal de la Iglesia, cuando el obispo ordenó modificar las Constituciones allí donde señalaban que sería la Junta general, sin intervención del clero, la que decidiera sobre aspectos económicos, "por ser caudal suyo el de esta administración". Pocos meses después se acordó incluir entre las autoridades a los consejeros o conciliarios, que a partir de entonces fueron elegidos, casi siempre, mitad "eclesiásticos" clérigos y mitad "legos". No suena descabellado suponer que el diocesano hubiese influido en tal disposición.62 A partir de entonces y al menos hasta 1774 se observa cierto balance en la composición del grupo, predominando incluso en ocasiones los laicos (seis frente a cuatro).63

Para el siglo XIX se constata la injerencia de autoridades civiles e incluso militares en los asuntos de la cofradía. Así, por dar algunos ejemplos, en 1805 el teniente de comisario es un eclesiástico; el hermano mayor, un coronel; en 1816 la junta fue presidida por el alcalde mayor, en enero del año siguiente por el alcalde primero; en noviembre de ese mismo 1817, por el alférez mayor. En 1819 sesionaron "bajo la presidencia del teniente del rey" y se eligió como hermano mayor al comandante del Batallón de Castilla. Un año después figura presidiendo el alcalde segundo; en 1823 el alcalde primero y se elige a un capitán. La siguiente sesión registrada corresponde a agosto de 1827 y de allí hasta la última de nuevo aparece presidiendo el alcalde primero. Parecería que los "ciudadanos" notables particulares habían sido desplazados al menos en parte de la dirección de la cofradía que fundaron; rara vez figuran apellidos ilustres entre los elegidos para dirigirla esos años. ¿Correspondería tal intromisión a los tiempos de insurgencia que se vivían? ¿Seguían los principales campechanos dirigiendo sus asuntos religiosos, pero ahora desde los puestos de mando civil y militar? ¿O acaso se había apoderado una nueva élite de este bastión desde el cual controlar la religiosidad comunal, y de paso un capital nada despreciable en tiempos económicamente difíciles?

Resulta imposible responder a tales interrogantes con los escasos datos que poseemos, pero lo que sí queda claro es que en el derrumbe de la hermandad tampoco han de soslayarse los aspectos financieros. En su proyecto de renovación de 1804 el obispo Esteves sugirió solicitar el apoyo de Gaspar Machín de Fuentes, quien se había desempeñado con particular celo a lo largo de los últimos años como mayordomo de cajón, velando por el aumento de "los intereses de su fondo", que para entonces ascendía a 2 309 pesos y un real, a más de 1 085 pesos y cinco reales que se debían a la hermandad. En total, activos y pasivos sumaban 3394 pesos y seis reales. ¿Dónde había quedado el resto?

La información, ya lo señalé, es muy parca en lo que a finanzas toca, por lo cual resulta imposible seguir el rastro a los capitales originales o, al menos, a los 15 681 pesos que se reportaron en febrero de 1781. Podría pensarse que las arcas terminaron por vaciarse si la hermandad continuó afrontando año tras año no sólo sus propios gastos, sino erogando los 1 250 pesos que consignó como ayuda a la fábrica, sin aumentar al mismo ritmo sus ingresos, algo difícil de creer pues en una sociedad tan pequeña los pudientes no abundaban. Si éstos, además, se vieron desplazados de los puestos de mando, es de suponer que sus aportaciones irían en decremento. Y también ha de tomarse en cuenta que varios de los deudores se mostraban morosos en el pago de los réditos, como lo muestran no sólo algunas alusiones sueltas en el libro, sino el balance del propio 1804: un 30% del total de los fondos estaba por entonces en manos de deudores.

Y no debe creerse que sólo los particulares medraran sobre los bienes de la hermandad. El mismo obispo ordenó en 1809 tomar 800 pesos de la caja para la construcción del ciprés de la parroquia,64 dinero que siete años más tarde los hermanos —ya bajo la supervisión de las autoridades civiles— suplicaban les devolviese para poder mantener viva su asociación. Contestó que ya resolvería cuando se informase bien del estado de la fábrica. En noviembre de 1817 seguían intentando el cobro; alegaron que jamás se pidió autorización a la cofradía para disponer del dinero, todo había sido un arreglo entre el párroco y el obispo. Oídos sordos.

Por si fuera poco, ese mismo 1816 se hizo público el "descubierto" en que se había encontrado al hermano de cajón, que seguía siendo nada menos que aquel Gaspar Machín cuyo celo tanto encomió el prelado en 1804. Sin duda don Gaspar había seguido velando por el aumento de "los intereses de su fondo" como escribió el obispo, pero de los propios, no los de la hermandad. Había sustraído de ésta 2 521 pesos con siete reales. Ignoramos qué destino les dio. Se le concedió un plazo de cuatro años para reintegrar lo que debía. A fines de 1816 pretendió infructuosamente obtener rebajas. Hubo de entregar como garantía la escritura de su casa y exhibir dos fiadores.65 Magnánima, la Junta acordó dispensarse los réditos si pagaba en el lapso estipulado. Llegó 1820 y seguía sin pagar, pero hizo "algunas proposiciones" que los socios acordaron discutiese con el hermano de cajón, convencidos "de la honradez acreditada del señor Machín" [!]. Se trataba, se apuntó, "de lograr el pago lo más pronto posible, evitando dar pasos judiciales".

No sabemos en qué consistían las proposiciones del deudor pues no se estipulan, pero es obvio que ni el hermano Rengil, que murió en 1823 (por cierto, debiendo también), ni sus sucesores llegaron a un acuerdo con los herederos de Machín,66 pues en 1829. en la última reunión registrada, seguían tratando de cobrarles; ofrecieron incluso una gratificación a quien lo lograse. Se disolvió la hermandad antes que devolviesen un centavo.

La penuria económica que se abatió sobre la cofradía ese 1816 obligó a restringir incluso el boato acostumbrado en los entierros de los hermanos. Como la antigua estaba ya "totalmente inservible", se decidió abrir nueva "tumba", pero recomendándole al hermano de hachas velar por que fuese "más reducida" y duradera, y a fin de "estimular" a los socios, se accedió a su solicitud para que, en vez de colaborar con los gastos cada vez que se registrase una defunción, pagaran una "corta limosna anual" que asegurara su propio entierro. Durante éste se mantendrían la misa cantada (si era de mañana), el empleo de cruz alta, capa y vigilia, y la campana seguiría sonando sus dobles, pero el acompañamiento se limitaría a cuatro ciriales. Ya no estaban los tiempos para lujos de túmulos, velas ni hachones. Mucho menos para andar financiando entierros de cofrades empobrecidos.

En 1817 se aprovecharon los intereses pagados por doña Ana Calderón sobre mil pesos, para medio componer los muebles deteriorados y sustituir los inútiles, "procurándose la mayor economía". Ahorrar se había vuelto un imperativo. Y protegerse al máximo también, como lo muestra el que al autorizar en 1819 se prestaran al propio hermano de hachas los mil pesos que se reportaban en caja, se cuidase de extenderle escritura estipulando un interés del 5%. y pidiéndole hipotecase seis casas como garantía.

El 9 de septiembre de 1827 se nombró una comisión "para proponer medios de organizar y aumentar la archicofradía". Acaso uno de los medios que postularon fue el de alentar la entrada de mujeres, pues en octubre se admite a una y en diciembre a otra. Junto con la viuda de Rengil (1829), ambas "madamas" son las únicas mujeres que figuran como integrantes a título propio en toda la historia de la hermandad. Había que allegarse nuevos miembros donde se pudiese.

Pese a estos correctivos tardíos, la cofradía enfrentaba otros problemas internos, como lo muestra la renuncia del secretario ese 1827, mismo año en que hubo de elegirse a otros revisores de cuentas, pues los designados no lo habían hecho. Al mes siguiente, "después de una grave y detenida discusión" tuvieron que nombrar a otros para revisarlas de nuevo, pues no estaban claras. Se pidió incluso se turnasen copias detalladas a los cofrades de los estados financieros. La desconfianza parecería ir en aumento. Corría enero de 1828.

El 18 de octubre de 1829 sesionó la hermandad bajo la presidencia del alcalde primero. Se acordó que el adeudo del finado Miguel Rengil lo pagase su viuda, y se encargó al hermano de cajón en turno, el padre Gregorio Jiménez, "activar" el cobro de lo que debían los sucesores de Machín. Puesto que muchos socios adeudaban "los jornales del último año vencido", alguien propuso que quien no pagase fuera borrado de la lista. Dos clérigos y un seglar, José Ma. Sales, Clemente Ortega y Esteban Paullada, "se retiraron de la junta diciendo que los borrasen". Fue el principio del fin. Apenas el alcalde y otra persona firmaron el acta. Nunca más volvió a sesionar la hermandad.

 

III. La nueva Cofradía del Santísimo Sacramento (1877-1914)

Mencionaba en las primeras páginas que en febrero de 1877 se solicitó permiso al obispo de Yucatán para "revivir la Cofradía antigua del Santísimo Sacramento".67 Junto con la licencia se obtuvieron 40 días de indulgencia para quienes ingresaran y otros tantos cada vez que asistiesen a un acto piadoso correspondiente a la hermandad. De nueva cuenta se asignó la iglesia parroquial como sede.

El 22 de marzo el teniente de cura Valerio Couto y Sosa, propuesto como director a la Diócesis, eligió como secretario a Carlos Gual, tesorero a José María Suárez Poblaciones y por sacristán a Bernabé Jiménez. Ese mismo día el obispo hizo dos observaciones al reglamento: no convenía que el ministro de la parroquia tuviese bajo su responsabilidad dirigir la cofradía, pues tenía ya demasiadas ocupaciones y, además, al hacerse cargo de los fondos "podría excitar el celo de las autoridades civiles y, considerándolos como meramente eclesiásticos, despojarían de ellos a la cofradía, como prohibidos por las llamadas Leyes de Reforma". Sugirió se nombrase una Junta Directiva, aunque, se entendía, sujeta a los párrocos, "presidentes natos" de tales asociaciones.

Nato o nonato, el teniente de cura figuraba el Jueves Santo como presidente en la solemne ceremonia de restauración de la "Venerable cofradía de devotos del Santísimo Sacramento". Ataviados con "el santo escapulario distintivo", los hermanos restaurados, como se hacían llamar, asistieron a misa y luego se turnaron para velar al Santísimo expuesto. Se habían suscrito más de 250 vecinos. Ya no sería posible, como en la primera época pasar listas de asistencia y mucho menos firmar. Las siguientes actas se limitan a consignar "multitud de hermanos". Los tiempos aristocráticos de la cofradía parecían superados.

Reglamentos

Tras proclamar a la Inmaculada como "su principal abogada, confiando en que así alcanzará perpetuidad, progreso y perfección", las "bases" del reglamento apuntaban como objetivos: tributar en común un culto digno a Jesús Sacramentado, hacer plegarias públicas y privadas, comunes e individuales, por las necesidades públicas de la Iglesia y la Nación,68 y por las individuales de los cofrades y, tercero, propagar por medio de comisiones la enseñanza de la doctrina cristiana.

Pese a lo sugerido por el obispo, se acordó que el cura de la parroquia sería el presidente, quien tendría a su cargo vigilar el orden, asignar tareas, presidir reuniones y "ejercitar en la Hermandad el ministerio de edificación y enseñanza". El mismo nombraría cada año, "entre los cofrades distinguidos", secretario, prosecretario (suplente), tesorero, sacristán (vigilaría aseo y mantenimiento de lugares y cosas del culto, en especial la lámpara que debía arder día y noche ante el Sacramento) y tres conciliarios o consejeros, uno de los cuales al menos debería ser un eclesiástico. Suplirían en caso necesario al presidente, "debiendo preferir el eclesiástico al seglar".

"Especialísimo cuidado" requeriría el nombramiento de procurador, cargo en el cual Oliver plasmó su autorretrato:69 un seglar de honradez acreditada, edad provecta, piedad reconocida y pública respetabilidad. En caso de haber varios prospectos, se escogería al más instruido, "especialmente si es abogado", pues tendría a su cargo representar a la cofradía enjuicio o fuera de él en lo concerniente a sus temporalidades y vigilar por la regularidad de su administración y el aumento de sus fondos. La labor del tesorero sería únicamente llevar la contabilidad y administración, con cortes mensuales y anuales. "Y no podrá hacer ningún gasto, por mínimo y necesario que sea, sino por orden del presidente", a quien debía entregar todo el dinero, además de rendir cuentas anuales al obispo. Todos los nombrados integrarían una Junta, cuyo carácter define el reglamento como meramente "consultivo", insistiendo en que las decisiones corresponderían al cura presidente. El control de la Iglesia se pretendía total.

Podría ser admitido, previa presentación por un hermano, quien lo solicitase, "sin distinción de ninguna clase", como no lo había en el amor de Cristo a los hombres, "con la única condición de que resuelva recogerse [sic] a los deberes de la vida cristiana y dedicarse a la devoción y culto de Jesucristo sacramentado". Firmaría tal propósito y pagaría la cuota señalada.

Que en efecto las puertas estaban abiertas, es claro al observar que ya desde las primeras listas aparecen registrados miembros con apellidos mayas: Camal, Chablé, Uc, Yamá. Ché, Cab, Quej, Cocom, Quimé, May, Huchim, Chí, Moo, Coh... Algo impensable entre los de la Hopa. Y otra muestra de las tendencias pretendidamente democráticas es el señalamiento de que los sacerdotes miembros no tendrían más prerrogativas que ocupar los sitios de honor en las ceremonias. No tardaron en obtener otras. También se alentó la participación de las mujeres. Ya en su primer año la nueva cofradía estaba integrada en un 75% por ellas, y seguirían siendo mayoría hasta sus últimos momentos, cuando prácticamente ningún hombre solicitaba ser admitido.

A los hermanos, cuya única participación en los asuntos internos se restringía a asistir a una junta informativa anual, se les recomendaba el rezo diario del Padre Nuestro y el Ave María ("salutación angélica"), un rosario y una visita al Santísimo, a más del rezo del rosario en común los sábados a las cinco y, "sobre todo, encarecidamente," frecuentar confesión y comunión, en especial durante las fechas litúrgicas que festejara la cofradía, las mismas de la parroquia en que se expusiera el Santísimo, además de Jueves y Viernes Santo, el día de la patraña y las marianas "secundarias": Carmen, Rosario, Merced y Santísimo Corazón de María. Obligación, que no recomendación, era asistir a las velaciones cuando les tocase.70 A cambio no se les prometía más que la complacencia divina; ni siquiera un entierro decente.

Finanzas

Que la cofradía no ofreciese mayor cosa a sus socios es de comprender; no tenía con qué hacerlo. En el agradecimiento enviado en marzo de 1877 al obispo por autorizar la restauración71 se señalaba que sería "solamente un núcleo muy en pequeño y apenas revestido de formas exteriores; es un punto de partida casi imperceptible que queremos desenterrar y esclarecer de la antigua cofradía. Es, en fin, la pequeña semilla de mostaza que queremos sembrar en el campo del Señor". Se antoja sano el que desde un inicio los restauradores insistiesen en tomar distancia de sus antepasados cofrades y en la escasa atención que se prestaría a las "formas exteriores". Ni la ideología de los directivos, ni los tiempos políticos, ni los fondos eran comparables a los que caracterizaron a la Hermandad de la Hopa.

Financieramente arrancaron de la nada. Tanto los capitales como los bienes muebles de la Hopa y la fábrica parroquial eran en su mayoría apenas un recuerdo. Los primeros, "por haber dispuesto de ellos el supremo Gobierno conforme a las leyes de nacionalización"72 y las alhajas por haberse vendido en buena parte en 1848, junto con otras prendas de muchas iglesias peninsulares, para sufragar gastos de la llamada Guerra de Castas, por acuerdo entre las autoridades civiles y eclesiásticas.73

Entre las joyas parroquiales —casi nueve mil onzas de plata labrada tan sólo en 1781, recordemos— apenas se salvó la famosa urna comprada por María Josefa de la Fuente y Sarmiento, que en 1821 se integró al ciprés de la parroquia contraviniendo su última voluntad.74 El que en la donación hubiese estipulado no podría utilizarse para ningún otro fin, "ni darse prestada aun con el objeto más sagrado" so riesgo de volver a sus herederos, la libró de ser enajenada por el gobierno yucateco. Y también se salvó la custodia de oro y piedras preciosas donada por Manuela Rodríguez de la Gala bajo cláusulas similares.

Otras escasas alhajas, provenientes de iglesias en su mayoría campechanas, lograron escapar de la venta en el extranjero gracias a la decidida acción del vicario Gregorio Ximénez, el cual pagó los 1 190 pesos siete reales en que las valuó el Gobierno. Permanecieron así en Campeche una corona de oro de la virgen de Chicbul, una cruz y una palangana de plata de Hopelchén. una urna de plata de Bolonchenticul. una corona del mismo material extraída de Poquiapam75 un encaje, un sagrario y un copón de plata de Hecelchakán. un cáliz de oro y un frontal de plata de Halachó, más otros pequeños objetos del mismo pueblo e idéntico material. Tres de ellas (corona, sagrario y encaje) fueron costeadas por doña Mana del Rosario Marentes, mujer de Juan de Estrada, quien proporcionó a Ximenez los casi 372 pesos en que se valuaron. Más tarde hizo entrega formal a la parroquia, junto con un crucifijo de plata que dio su esposo, asentando ante notario que se reservaba el derecho de propiedad, sin duda para evitar otro futuro despojo. El resto de las joyas de la península se embarcó rumbo a Nueva Orleans para ser vendido. Adquiridas a lo largo de siglos con el sudor y fervor del pueblo, terminaron sirviendo para reprimirlo.76

La cofradía no contaba, pues, con capitales o alhajas. Ya en el artículo 29 del bosquejo de reglamento se recordaba la carencia "de bienes ciertos y seguros" y se adelantaba que "los que adquiera probablemente han de ser de cortísimo valor". Para paliarlo se cobrarían a cada hermano: un peso al ingresar "ya en estado de salud o en artículo de muerte", tres reales de "jornal" al año —en días previos al Jueves Santo, para poder solemnizarlo— y dos reales más "de limosna" por cada escapulario que solicitase. El siguiente artículo, el último, acotaba que el presidente podría dispensar del pago total o parcial de dichos pagos.

Otra muestra de la tendencia popular de esta nueva cofradía fue lo relativo a sus fuentes de ingreso. Pero apostar por el pueblo tenía costos que se reflejan claramente en los estados de cuenta y en las relatorías de las juntas, que dan buena cuenta de cómo, a diferencia de su antecesora, ésta funcionó en condiciones casi de penuria durante buena parte de su existencia. Así, en una de las primeras se señala que las "bases" reglamentarias presentadas por Oliver en enero de 1878 no se copiaron en el acta "porque no había fondo para pagar a un escribiente",77 y ese mismo mes se acordó derogar otra contribución obligatoria, la de medio real que se entregaba en cada velación, pues corrían rumores de que algunos dejaban de ir por no poder pagarla.

La nueva cofradía cerró 1877, su primer año, con apenas 17 pesos en caja. Y eso que sus gastos fueron mínimos: en celebrar las dos fiestas principales, la de Corpus y la de la patrona, erogaron apenas 20 pesos.

De allí en adelante hubieron de manejarse con "suscripciones" voluntarias a fin de solemnizar los festejos, pues vivían por lo común con estrechez. Y ni siquiera empleaban todo lo recaudado para las fiestas, sino que buscaban economizar para dejar algo en caja. En abril de 1878, por ejemplo, lograron colectar 55 pesos para el Jueves Santo, pero sólo 30 de ellos se destinaron al festejo, el resto pasó al tesorero. En noviembre recurrieron al mismo sistema para poder llevar a cabo las fiestas de la patrona, pero apenas se juntaron 62 pesos con cuatro reales.

Para la Semana Santa del año siguiente las cosas pintaron peor, pues no se presentó ni la mitad de los "invitados" a la reunión del 16 de marzo, lo cual hizo presumir al presidente se debía a que "se iba a pedir" cooperación para el próximo Jueves Santo. Uno de los consultores señaló: "no convenía se preguntase públicamente a los hermanos cuánto daban, porque a veces dan sin tener voluntad o dan más de lo que quieren o pueden, sólo por no singularizarse o ser menos que otros". Sugirió mejor indicasen en voz baja al secretario cuánto darían, lo que se aprobó. Abril los encontró con 50 pesos en caja. De allí en adelante es común leer en las actas de las juntas dos recomendaciones a los hermanos: que confiesen y comulguen, y que sean generosos al cooperar para las fiestas.

Al menos el segundo exhorto parece haber hecho alguna mella pues, si bien poco crecidos, los saldos anuales muestran un aumento continuo, según se deduce de una revisión somera del debe y haber en los 10 años que duró la presidencia del cura Couto y Sosa. Exceptuando los tres últimos años, sin embargo, nunca el saldo superó los 200 pesos; del resto, apenas en uno lograron juntar más de 150 y en otros tres no llegaron ni a 50. La diferencia con los reportes financieros de sus antecesores es abismal. La siguiente década se muestra un poco más uniforme en sus primeros siete años, pues a lo largo de ellos las existencias en caja se situaron siempre por arriba de los 140 pesos y en los dos primeros incluso superaron los 270, pero a partir de 1896 muestran un continuo descenso: de 118 a 19 y luego 11 pesos. Las finanzas en el nuevo siglo parece haber sido catastróficas, pues apenas en cuatro años se obtuvieron saldos positivos (en 1903 el déficit superó los 75 pesos), pero sólo uno se situó arriba de los 10. al alcanzar miserables 12.50. Para 1913-1914. los dos últimos años para los cuales se poseen reportes, el corte se dio en ceros. Ni registro de actividades, ni dinero; los signos vitales de la cofradía daban fe de su estado vegetativo.

Si tomamos en cuenta las mínimas fuentes de ingreso la situación es comprensible, pues si bien éstas seguían siendo básicamente las mismas que las de la Hopa, la capacidad económica de los hermanos distaba mucho de asemejarse. Así por ejemplo, ni siquiera los más pudientes, como era el caso de los directivos y los clérigos, intentaron emular a sus predecesores en la virtud de la largueza. Con excepción de Oliver y el presbítero Regil, no cubrieron ni su inscripción, y en la lista de pagos de "jornales" de 1878, once de ellos aparecen exonerados por su "trabajo personal", al igual que seis mujeres, cuatro de las cuales parecen ser familiares del directivo Manuel Méndez, en cuya casa sesionaba la junta femenina.

Tampoco los donativos parecen haber sido su fuerte. En el inventario realizado en 1887 se observa que a lo largo de sus primeros 10 años de existencia la cofradía sólo se había beneficiado con una alfombra donada por el presbítero Regil (25 pesos), una sortija de brillantes valuada en 100 pesos que regaló Luisa Diego "para colocar [...] en la media luna de la custodia de plata dorada del uso diario de esta parroquia" y un par de floreros, sin valor registrado, que donó Josefa Capmany de Zubarán para el sagrario.

El resto de bienes sumaba módicos 280 pesos. Columnitas de madera dorada o forradas de lienzo, candeleras de hoja de lata, floremos adquiridos en los comercios locales, ocho reclinatorios y una banca, briseras, un par de "ángeles pequeños" que costaron raquíticos cinco pesos, un cuadrito de caoba "que anuncia las indulgencias", una imagen de bulto del Corazón de Jesús por la que se pagaron 19 pesos, tan dañada que se tuvo que retocar con costo de otros 13... Cualquier parroquia de indios del siglo XVIII se encontraba mucho mejor provista.

Huérfana de benefactores o directivos generosos, la cofradía solventó sus gastos mayores en los primeros años gracias a la suscripción masiva de miembros (132 tan sólo en el primer listado). De allí se costearon la impresión del Reglamento o la compra de algunos objetos urgentes para el culto —como los escapularios— o las reuniones, pero con el tiempo las solicitudes de ingreso fueron menguando, sobre todo en los últimos años, cuando el desinterés resultó obvio. Que el problema era añejo se observa en la exhortación que hizo el vicario Couto a los nuevos directivos en noviembre del 87, para que trabajaran "por atraer a la cofradía cuantos hermanos sea posible".

Además, el pago de un peso al entrar y tres reales por "jornal" al año, difícilmente podrían cubrir los gastos mínimos de la asociación. Máxime si en ocasiones se dispensaba parcial o totalmente del pago. Así por ejemplo, si desglosamos lo recaudado entre los hermanos inscritos en la primera ocasión (marzo de 1877), vemos que los 71 hombres sólo dieron 35 pesos con cuatro reales, lo que señala que el pago promedio de inscripción se situó no en un peso sino en su mitad. Las 210 mujeres, por su parte, colaboraron con 97.4 pesos, cantidad que parecería ubicar su contribución en niveles semejantes a la de los hombres. El total, empero, es engañoso. Analizando el listado se ve que 63 de ellas entregaron un peso, ocho cooperaron con seis reales, 42 dieron cuatro, cinco sólo alcanzaron a dar tres, otras 38 colaboraron con dos, y una más con un real. Ergo, 64 no dieron un centavo. Para fines de ese año se consignaban ya otros 121 miembros, pero a la caja sólo habían ingresado 75 pesos cuatro reales.

El 22 de diciembre de 1878 se reportan 442 membresías, y en agosto de 1882 aparece un pago de 32 pesos "por la impresión de 500 ejemplares del Reglamento, por haberse gastado los anteriores", impresos en idéntico número en mayo de 1877. No es de extrañar que en los inicios se hayan registrado inscripciones masivas. Tomando en cuenta el antiguo prestigio de la cofradía, ingresar a ella a cambio de una bicoca debió parecer una ganga.

La ilusión no duró demasiado. Como veremos luego, aunque exigía el pago de los "jornales" (en 1883 aparece ya un recaudador contratado), la hermandad no ofrecía mayor cosa a cambio. Al menos no de las que un vecino pobre esperaría encontrar bajo su amparo. A 10 años de su refundación, 1887, sólo se apuntan siete inscripciones (seis mujeres) y una década más tarde, en 1897, apenas dos. A partir de 1907 ya no se inscribió nadie. En el último año asentado (1914) únicamente se recaudaron 5.92 pesos de "jornales" pagados por 16 hermanas. Imposible continuar.78

La cofradía en la vida religiosa de sus miembros

Señalaba párrafos arriba que una de las características diferenciales entre los dos principales momentos de la Cofradía fue el hincapié que, se hizo en la participación femenina al restaurarla. No en balde en una de las primeras reuniones de la directiva se apuntó la gran ayuda que se esperaba de ellas, pues "el corazón de la mujer es más tierno, amoroso, perseverante y más lleno de piedad que el del hombre". Es comprensible; a diferencia de su antecesora, ésta buscaba más incidir en la vida familiar que en las expresiones comunales.

En la sesión del 23 de diciembre de ese 1877 se acordó alentar a las mujeres para formar entre ellas una Junta que sirviese de apoyo. En junio de 1878 Mana Concepción Cicero aceptó organizar la "Junta de Señoras", de la cual sería más tarde presidenta.79 Se definieron sus funciones: habrían de reclutar nuevas hermanas, fomentar el culto del Divinísimo velando los días señalados y propagar la enseñanza de la doctrina cristiana.80 tan descuidada en las escuelas y que en las familias "suele mirarse con indiferencia", en tanto que en la iglesia había pocos sermones doctrinales.81 mientras que era "muy común la propagación de doctrinas heréticas, impías e inmorales".

Aunque la señorita Cicero parece haberse apurado en cuanto a reclutar nuevas hermanas,82 poco pudo hacer para cumplir con los otros objetivos, pues murió el 27 de agosto. La vicepresidenta ocupó su lugar. No tardaron en aflorar los problemas. El siguiente abril renunció la secretaria. Al intentar disuadirla puso una condición (no expresada en el acta) que la Junta se negó a aceptar, exceptuando al tesorero Suarez que se abstuvo de votar. Y lo hizo de nuevo cuando se votó por nombrar como sucesora a una de las hijas de Méndez. Meses después él también dimitiría.83 El 12 de enero de 1880 renunció la presidenta pretextando "sus muchas ocupaciones". La substituyó Cregoria Ferreiro viuda de Canmany. Las actas no vuelven a ocuparse de detallar las actividades de la rama femenina, que a tan sólo dos años de su relativa independencia parece haber sido subsumida en el resto.

Lo que si detallan, y con una prolijidad a veces exasperante, son los servicios rendidos por los miembros de la directiva, por nimios que fuesen. De hecho las juntas parecen haber sido en ocasiones verdaderos concursos de oratoria donde uno u otro, y en particular Oliver. Se dedicaron a aderezar panegíricos barrocos —cuando no hagiográficos— en favor del vecino, del canónigo Carrillo y Ancona o del obispo en turno. Por haber donado unos pesos.84 dirigido una sesión musical, coordinado un festejo, copiado una noticia del periódico, concedido una indulgencia, adornado la iglesia, haber dado un pésame o prestado una casa, etc. La razón aducida para ello aparece clara en el acta del 16 de marzo de 1879 donde, tras acordar se leyeran públicamente las muestras de agradecimiento, se anota: "pues es regular que toda la cofradía tenga noticia de esos hechos tan laudables, dignos de imitarse, y vea el aprecio que se hace de ellos y la muestra de gratitud que se da a los bienhechores".

Como apuntaba el reglamento, las juntas generales se limitaron a informar de aspectos de orden muy amplio, solicitar colaboraciones y sobre todo recordar a los hermanos la importancia de frecuentar los sacramentos, pero en la celebrada el 23 de noviembre de 1879 ocurrió algo novedoso: el tesorero Manuel Méndez, tras hablar sobre "las doctrinas impías y contrarias a la fe y la moral" que se enseñaban en las escuelas del Gobierno, a las que tildó de causar "gran daño" a la sociedad y sobre todo a las familias, apuntó como solución crear otras bajo la estricta vigilancia de la Junta Directiva pero, consciente de las limitaciones económicas, propuso "enseñar en mi casa a leer y escribir, y el oficio de impresor, a algunos niños de los dignos hermanos pobres, para evitar que asistan a las escuelas públicas. Y con ese motivo aprenderán la doctrina cristiana y los demás rudimentos de sana moral". Invitó a otros a hacer lo mismo, y a la Junta a influir en ello.

Ignoro los efectos de su decisión y si alguien lo secundó, pero no cabe duda que su propuesta se inscribía perfectamente en los lineamientos y preocupaciones no sólo de la asociación sino del alto clero: afianzar piedad y moral cristianas, a la vez que corregir costumbres tenidas por inconvenientes y de las que se culpaba, al menos parcialmente, a la laicidad o impiedad del momento, saturado de nuevas y "malas" doctrinas.

Por otra parte, a diferencia del afán por publicar los apoyos brindados en vida o sus repetidos intentos por moralizar el ámbito familiar, y en franco contraste con lo que hicieron sus antecesores, los directivos de la nueva Cofradía parecen haber cifrado un mínimo interés en acompañar a los hermanos comunes durante su sepelio o después de él, pues ni el Reglamento apunta acciones específicas para con los difuntos, ni se observan pagos de misas celebradas por ellos.

Hay, es cierto, cuatro menciones a exequias (¡en 37 años!), tres de ellas en 1878 y la otra en 1881, pero no se trataba de muertos cualesquiera, sino de la presidenta de la Junta de Señoras, un notable, la esposa del consultor Álvarez y la del vicario de la parroquia, Mamerto Ojeda, gran benefactor de las iglesias del puerto.85 Más adelante, ni siquiera la muerte de miembros tan destacados como el procurador Oliver o el tesorero Méndez merecieron mayor mención en el libro que el escueto señalamiento de que habían sido substituidos por defunción.

Exceptuando la del vicario Ojeda, que llena varias páginas del libro, tampoco en esas primeras muertes se detienen demasiado los cronistas de la hermandad. En el caso de la presidenta se apunta se hicieron exequias solemnes, se pronunció oración fúnebre, y que acompañaron a pie el cadáver hasta el panteón. Cuando murió Perfecto Castro hubo exequias "muy decentes" en San Francisco extramuros, oración fúnebre, y varios hermanos fueron junto al carruaje hasta el Cementerio General. De los funerales de la cofrade María Concepción Buela, mujer de Álvarez. se acota que "el entierro fue suntuoso con numeroso acompañamiento y excelente capilla", hubo oración fúnebre y caminaron tras el carruaje ciertos hermanos y una representación de la Junta, misma que luego fue a la casa a dar el pésame. No es de extrañar que en todos estos casos se haga hincapié en las oraciones fúnebres: fueron pronunciadas por Oliver, el cual llevaba los registros y, además de copiarse en el libro, publicadas (como varias otras relaciones de exequias) en el periódico La Esperanza, propiedad del tesorero Manuel Méndez. Se antojaba estaban empeñados en hacerse publicidad mutua, a fin de apoyarse en la cosecha potencial de estima.86

Curiosamente, a la vez que casi ignoró los valimientos de sus contemporáneos muertos, los méritos y virtudes cristianas de algunos integrantes de la Hermandad de la Hopa fueron registrados con detalle por José María Oliver, por motivos que él mismo señala:

[...] Conviene recordar las buenas acciones para que se imiten, y porque habiendo ellos adquirido gloria por su conducta ejemplar, esa gloria, ese honor, toca a nuestra cofradía, porque la cofradía del Santísimo ha sido y es la misma, y nosotros sólo somos hermanos que en el curso del tiempo hemos venido a remplazar a los otros hermanos que finaron. Constituimos la misma familia piadosa y los honores ganados por algunos hermanos resplandecen sobre los demás y sobre la familia toda (pp. 502-503).

No se trataba, pues, de recordar únicamente las virtudes cristianas de los ya desaparecidos y emplearlos como referentes ejemplares, sino, como en cualquier familia respetable, de usufructuar el honor de los antepasados. Conectarse en el pasado, como diría Di Bella, para asegurar el tránsito hacia el futuro, "ya que el honor es la primera expresión visible de la conciencia de sí misma de una sociedad en el tiempo y de su determinación de participar en la historia" (op. cit.: 202).

Este afán por mantener la memoria de lo pasado se transparente en la súplica a los cofrades que insertó Oliver al concluir su recopilación, el 24 de octubre de 1880:

Si en adelante tuvieseis noticia de algunos hechos notables correspondientes a la antigua villa de Campeche [...] si supieseis algo de nuestras iglesias y capillas, si oyereis referir acciones meritorias de sacerdotes que han servido en esas mismas iglesias o en los seminarios o colegios; si os contasen algunas proezas o hechos maravillosos que puedan honrar a nuestra religión, a nuestra patria, y cuya memoria convenga eternizar, os suplico encarecidamente que me lo contéis todo, porque así no se perderá el recuerdo [...] (p. 504).

La cofradía en la vida religiosa comunal

De algunos datos sueltos es posible colegir que durante el tiempo que medió entre la desaparición de los de la Hopa y la restauración, las celebraciones religiosas —aunque con altibajos y en forma atenuada— continuaron efectuándose, es de suponer que organizadas por otras cofradías o las propias autoridades eclesiásticas. Así por ejemplo, la procesión de Corpus siguió estilándose hasta prohibirse las manifestaciones públicas de religiosidad, pero ya desde antes algunas características habían cambiado. La "antigua enramada de yerbas" fue substituida por un toldo obsequiado por el cura Gregorio Ximénez, y se suprimieron las estaciones tercera y cuarta, limitándose a seis: tras salir de la iglesia, el cortejo se detenía frente a las casas de don Hilario Lavalle (aquella que ocuparon los Borreiro), don José Ferrer (antes de los Del Valle), la iglesia de San Francisco, la "botica nueva" que suplantó la vivienda de doña Clara Chacón, la iglesia del Jesús y de nueva cuenta a la plaza mayor. Los gigantones desaparecieron hacia 1812 y los diabletes en 1827. Las manifestaciones indígenas, los sacatanes y "el baile del tunkul", sobrevivieron unos cuantos años más, pero también terminaron por caer en el olvido.

Para cuando la cofradía fue reinstalada, las cosas habían cambiado totalmente. El puerto, al igual que el resto del país, vivía bajo los lineamientos de laicidad impuestos por los gobiernos de la República Restaurada. Pese a ello, y a su declarado desinterés por las "formas exteriores", los directivos decidieron solemnizar el día de la Inmaculada, patrona de la ciudad, desde el primer año de la refundación. Chocaron con dos obstáculos: el político y el económico.

Las autoridades civiles, aunque consintieron en que desde la víspera se encendieran luminarias en las casas y se adornasen éstas, prohibieron el repique de campanas y limitaron la procesión al atrio. Las desventajas del anonimato popular, por su parte, se hicieron patentes a la hora de contar lo depositado secretamente en una urna: sólo había 18 pesos y algunos reales. Se procedió a colecta abierta, obteniéndose otros 50 pesos y, animados acaso por las ventajas del don hecho público, no faltó quien propusiese el concurso musical de la Sociedad Filarmónica; la reparación, limpieza y pintura de pirámides, paredes, escaleras y piso del atrio, o el arreglo del mismo con "innumerables faroles" y de la torre y bóveda con "centenares de candilejas". Numerosas velas de sebo, alquitrán, pez rubia y esperma se mezclaron con banderas, grímpolas y gallardetes. Las primeras dificultades parecían superadas. Sólo lo parecieron. Momentos antes de iniciar los festejos, el jefe político ordenó despojar atrio y torre de adornos y prohibió la ejecución musical. Hubieron de limitarse a los rosarios, cánticos y vigilia en la penumbra.

Al año siguiente se recurrió de nuevo a la suscripción voluntaria para organizar la fiesta de la virgen. Sólo 70 de los más de 400 hermanos registrados aportaron. Y no lo hicieron en demasía, pues se reunieron escasos 62 pesos con cuatro reales. Con ellos, más cooperaciones en trabajo, se armó la celebración. Se adornaron las fachadas de las casas intra y extramuros y el interior del templo, y se puso el libro de la cofradía en el altar de la patraña "a manera de ofrenda". La víspera hubo rosario, salve y "letanías solemnes a toda orquesta", de las siete a las doce. El día 8, misa con sermón y acompañamiento musical, pues el hermano consultor Francisco Álvarez ofreció los servicios gratuitos de los 30 ejecutantes de la Filarmónica de Campeche y las voces de las ocho mujeres y otros tantos hombres de la Capilla que dirigía.87 En la tarde hubo procesión dentro de la iglesia.

En el reporte enviado al obispo sobre las fiestas en honor de la Inmaculada el año siguiente, el último que poseemos,88 se observa con claridad cómo había variado el concepto de celebración en cien años (1780 y 1879). La vigilia se rezó el rosario "acompañado de cantos preciosísimos muy adecuados", y a las 12 de la noche se continuó la velación a puerta cerrada "asistiendo únicamente hombres". El día 8, además de las procesiones dentro del templo y la música, hubo una "cosa muy extraordinaria en esta ciudad, pues no hay memoria de que se haya hecho ni una sola vez": la celebración de un triduo de misas el mismo día.

Se aprovechó además la ocasión para informar solemnemente al pueblo de tres noticias que, si hemos de creer al cronista, causaron "justo regocijo, porque ofrecen a los fieles mayores socorros espirituales para mejor cumplir los deberes de cristiano": se había obtenido permiso para revestir ornamentos azules en las fiestas de la virgen, se darían indulgencias plenarias a quienes empleasen el escapulario bendito de la Inmaculada y, por gracia del obispo, los sacerdotes de la parroquia podrían celebrar dos misas al día, para suplir la carencia de oficiantes. En respuesta a la invitación hecha en la junta general del 23 de noviembre. 300 fieles vistiendo el nuevo escapulario azul, casi todos ellos hermanos del Santísimo Sacramento, se inscribieron a la Cofradía de la Purísima. La mañana siguiente se comenzó un octavario y el día 15, bajo palio, se condujo a la imagen de la virgen a su altar "con música, luces y gran acompañamiento; todo con el mayor orden, reverencia y devoción". Las casas se adornaron con cortinas, colgaduras, flores, palmas, banderas y luminarias, pero no parecen haberse registrado otras muestras externas de celebración.

El placer musical no duró demasiado tiempo; se fue apagando a la par de la generosidad de los ejecutantes. El año de 1879 fue al parecer el último en que prestaron gratis sus servicios, pues en los dos siguientes no se les menciona, y a partir del 82 aparecen a menudo en la sección de finanzas del libro, pero cobrando 16 pesos por cada hora de ejecución, suma enorme si recordamos que en el resto de preparativos se gastaban entre 20 y 25. En años posteriores se redujo su participación de tres a dos horas. Para 1888 subieron su cuota a 25 pesos por hora, por lo que apenas pudo pagárseles una, pues había disminuido la cooperación que para ello daban los hermanos. Se les volvió a emplear de nuevo a partir de 1891, pero alternando con un cantor cuyas intervenciones en dos fiestas costaron 8.4 pesos; de allí en adelante figuran juntos, casi siempre con pagos raquíticos que acaso signifiquen participaciones más cortas. No estaban las economías para maratones de orquestas y cantantes.

Ni gigantones, ni diabletes, ni estallidos de pólvora, ni procesiones en las calles con vestiduras de galas, ni derroche de cirios o música... ninguna de esas manifestaciones que causaban tanto regocijo un siglo antes en el pueblo campechano; aquí sólo se trata de encausar y consolidar la piedad.

La extinción

Si en lo que toca a la Hermandad de la Hopa podemos al menos leer entre líneas las razones de su ocaso, en el de la cofradía restaurada no poseemos siquiera esos atisbos, pues dejaron de asentarse actas y no hubo un Oliver que se diera más tarde a la tarea de recopilar noticias. El libro, tras la copia que hizo don José María el 12 de septiembre de 1881 de la oración fúnebre pronunciada en honor del vicario Ojeda, calla hasta noviembre del 87, cuando se apunta haberse substituido a los directivos difuntos: Ojeda (¡muerto seis años antes!), Manuel Méndez y el propio Oliver.89 El vicario Couto y Sosa exhortó a los recién nombrados a "trabajar por atraer a la cofradía cuantos hermanos sea posible". Sin duda ya estaban "de hopa caída".

El acta siguiente remite justo a un año más tarde, cuando Couto citó a reunión para informar que al haber cesado como cura encargado de la parroquia, dejaba de ser presidente de la cofradía. Dio posesión oficial a su sucesor, José Concepción López, el cual "en una larga alocución exhortó a los cofrades al cumplimiento de sus deberes como cristianos y como miembros de la cofradía, con lo que terminó la reunión". Exceptuando algunos listados y cuentas que alcanzan hasta 1914. allí terminó también el registro de actividades de la hermandad. Si la de La Hopa, tras una convulsa agonía, desapareció violentamente al envenenarse sus relaciones internas y trastocarse el principio jerárquico de honor que le daba sustento, su sucesora simplemente expiró por agotamiento. Como dirían en la época colonial, "murió de su muerte".

***

No sólo difirieron en la forma de morir. Como ha podido observarse en las páginas anteriores, en correspondencia con el momento histórico llevaron también existencias disímiles. Allí donde la una buscó el patrocinio de los ricos, la otra pretendió el apoyo del pueblo. Ésta apostó a la piedad interna; la primera, privilegió solemnizar el culto externo. En tanto que una —conciente de las flaquezas humanas, pero confiada en la misericordia celestial— buscaba "mover la divina piedad" a la vez que prometía el apoyo de los hermanos para obtener el perdón tras la muerte, la otra deseaba estimular en los cofrades la obtención individual de la gracia durante su existencia; no porque ignoraran que fuese un don gratuito de Dios, sino porque comulgaban con la idea católica de que puede acrecentarse con una vida recta, la oración y en particular la recurrencia a los sacramentos.

Nada extraño, por tanto, que así como los de La Hopa aguijonearon la vanidad y el sentido del honor público de los hombres para dar lustre a las celebraciones, sus sucesores buscaran el respaldo de la piedad femenina para incidir en la esfera de lo privado.90 No era necesario levantar altares de plata, ni donar custodias cuajadas de gemas, sino aderezar cuerpo y alma para albergar al Divinísimo.91

Me parece además que, con independencia de las restricciones gubernamentales imperantes en la segunda etapa, estamos también frente a dos conceptos muy diversos de celebración, donde el ámbito del fasto religioso estereotipado, circunspecto y ordenado —conforme a una óptica clerical pretendidamente superior— logró al fin primar sobre la idea del festejo secular barroco, que conjugaba con gracia y armonía lo sacro y lo profano, lo íntimo y lo comunal, el orden a la par del caos. Dos visiones del mundo expresadas, en idéntico espacio aunque en tiempos diversos, en el marco de una misma Hermandad.

ANEXO 1

ANEXO 2

ANEXO 3

 

BIBLIOGRAFÍA

Documentos

Archivo Parroquial [de la catedral] de Campeche, Sección Cofradías, Libro de la cofradía del Santísimo Sacramento, restaurada en la parroquia de Campeche en 29 de marzo de 1877.

Archivo General del Estado de Campeche, Sección Juzgado de Distrito, caja 14, exp. 115. "Comiso de cuatro baúles de libros en español, procedentes de Havre, hallados en la fragata francesa Mercurio, año de 1828."

Archivo General del Estado de Campeche, Sección Juzgado de Distrito, caja 50, exp. 36, "Testamento del cura José Onofre Vicunia". Año de 1853.

 

Autores citados

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Notas

1 A menos que otra cosa se indique, todas las referencias a esta asociación proceden del Libro de la cofradía del Santísimo Sacramento (véase bibliografía). Agradezco a las autoridades eclesiásticas y en particular a Ney Canto, responsable del Archivo Parroquial de Campeche, su invaluable apoyo para la consulta y, sobre todo, haberme permitido trabajar dicho libro pese a su delicado estado de conservación. Gracias también a María del Carmen León y Dolores Aramoni por sus amables y atinados comentarios.

2 Acerca de festejos similares en Yucatán, Fernández et al. (1993) apuntan que para 1795 se emplearon en Mérida 80 velas de una libra, seis hachas y seis arañas con 72 luces. López Cogolludo menciona la existencia desde épocas tempranas, de un monumento de estilo dórico y gran tamaño, con "multitud de luces" (1971, I: 371).

3 Sobre la participación de gremios, autoridades civiles y religiosas, y los distintos personajes grotescos que se estilaban desde el xv en España en las procesiones del Corpus, consúltese Romero Abao (1989). Acerca de los conflictos que podían surgir por la expresión de la jerarquía, véase lo reportado para la Mérida decimonónica exactamente en las procesiones de Corpus, donde tuvo que intervenir Fernando VII para congraciar a militares, autoridades civiles, principales, eclesiásticos, etc. (Fernández et al., op. cit., 12).

4 Véase también López Cogolludo (op. cit., 1: 389). Resulta curioso que para el siglo XIX y principios del xx esta iglesia haya pasado a ser el lugar favorito para depositar los restos de varias familias notables de la villa, según se advierte por las lapidas.

5 Acerca de la presencia de gigantes, cabezudos y enanos en los festejos de Corpus de la España medieval, véanse las breves pero interesantes notas de Aguja (1975).

6 A decir de Fernández et al. (op. cit., 9-10), en la Mérida de mediados del XVI los indios únicamente participaban en "la hechura de los adornos callejeros, la limpieza de las plazas y la contemplación del importante rito". No sabemos si en fechas posteriores intervenían ya en la procesión como ocurría en Campeche.

7 Ignoro si alguna vez hubo representaciones de la "tarasca" en Campeche, pues aunque Oliver la cita no hace explícita su participación. De que se estilaba en otras partes de América junto con "diablos" y "diablitos" no hay duda. Véase por ejemplo la Relación de fray Epifanio de Moyrans sobre la "sacrilega" participación de tales personajes en las fiestas de Corpus Christi. que se conserva en el Archivo de la Congregación de Propaganda Fide. fondo SC, vol. I, ff. 52 a 54 tapud Mario H Ruz 2002).

8 Respeté el uso que hacen los documentos de los términos "cofradía" y "hermandad" como sinónimos. De hecho, según Van Oss (1986: 89), comúnmente lo eran en áreas como Cuatemala. diferenciándose cuando mucho en el número de misas pagadas por una u otra.

9 Si tomamos en cuenta los antecedentes a la instauración en 1745, bien puede hablarse de ésta como una "tercera época", expresión que de hecho aparece en el libro de actas.

10 Puesto que la forma de tal registro obedeció a las modalidades temporales de su rescate, la información no siempre se encuentra en orden cronológico. Con el objeto de darle su secuencia original, aquí se presenta reorganizada. Cabe mencionar que dado el avanzado deterioro que muestra el volumen, decidí rescatar todo lo posible sobre el apartado "histórico" (entregué al Archivo una copia completa, incluyendo lista de cofrades, que puede consultar el interesado). Apunto también que el 24 de octubre de 1880 el presidente de la cofradía restaurada propuso que se imprimiera en un volumen lo recopilado por Oliver, "para que llegue a conocimiento de todos", pero ignoro si se concretó tal acuerdo.

11 Es de suponer que esta orden diocesana respondía a su vez a la solicitud real de 1775. tendiente a registrar todas las cofradías del reino y "reformar" aquellas que lo necesitaran, enterándose de paso de sus economías. A decir de Alemán los intentos reformistas eran "depurar los excesos festivos, la superstición y la amenaza de subversión, real o figurada, por parte de dichos organismos" (1989: 363).

12 En la p. 463 apunta que el informe fue "con otros de diferentes cofradías que tenían fecha de enero del mismo año". Lamentablemente no los copió.

13 A fin de facilitar su comprensión los presento —muy resumidos— como si se tratase de uno solo, dejando para más adelante lo relativo al estado de la cofradía en 1781. Incorporo, de ser pertinente, las notas de Oliver, que buscaban corregir errores o subsanar carencias, pero que a menudo fueron mucho más allá, enriqueciendo la relación.

14 En ellos, según dijeron, se hacía referencia a otros anteriores.

15 Oliver reparó de inmediato en el equívoco, aclarando lo relativo a la fundación. Agregó saberse "por tradición" que la primera iglesia fundada fue la de San Francisco extramuros, erigiéndose luego como parroquia otra "que se llamó de Campechuelo" (p. 458). Más adelante agregaría varias reflexiones históricas, tomadas tanto de López Cogolludo como de papeles que encontró en el archivo parroquial. Apunta, por ejemplo, la existencia de una inscripción sobre la puerta mayor de San Francisco (en altorrelieve. en piedra), con la fecha 1558, que supone ser el año en que se terminó la fábrica. Conjetura que a los pueblos de indios que, a decir de López Cogolludo, administraban los franciscanos de la villa Meop, Kechté, San Pedro. Chiná. Santa Ana y San Román) ha de agregarse Zamulá o pensar que Santa Ana estaba dividido en dos secciones: Holcab y Bolonchén, a fin de completar los siete que menciona el historiador. Asegura haber consultado en el archivo un libro de defunciones de Santa Ana (1664-1670) donde aparecen tres secciones: Santa Ana. Naborío y Hecclchacanillo [sic]. y que la construcción de la primera se concluyó antes de 1733, con el patrocinio del gobernador Antonio Figueroa y Silva.

16 Es de suponer que ésta se mantenía en el siglo XVII, pues en la solicitud enviada a la Diócesis los fundadores de La Hopa se apresuraron a aseverar que nada de lo que planeaban efectuar sería en perjuicio de Ta archicofradía que bajo la advocación del Santísimo Sacramento funcionaba en la sede episcopal, y en algún lugar se advierte que el empleo de las túnicas sería "como sus correspondientes de Mérida".

17 Por eso, buscando acaso legitimar los antecedentes, se dio como advocación oficial la de "Fábrica de la santa iglesia y cofradía del Santísimo Sacramento".

18 Hacia 1775 en los pueblos indios de Guatemala incluso la mayor parte de ingresos de los curas provenía de las cofradías, según declaró el obispo (apud Van Oss, op. cit.: 91).

19 Nueva aclaración de Oliver: no todo lo consumió el fuego; él había encontrado en el archivo "libros y documentos anteriores a ese año", como uno de 1655 (ibid. y p. 471). Jacqueline Leal fecha el ataque, comandado por Lorencillo y Crammont, el 6 de julio de 1685 y apunta que en la toma de la villa se "destruyeron gran parte de los archivos parroquiales, que se encontraban en la iglesia de Jesús" (1991: 53-55).

20 Otro dato que habla de que, en efecto, existía una cofradía vinculada al culto del Santísimo es la anotación de que al menos desde 1705 los "libros" daban fe de que había sido "visitada" por los obispos (p. 454).

21 Mientras que. según Oliver. ésta fue fundada por los militares de la villa en honor de "la amarga soledad de Mana Santísima", en Mérida era la cofradía asociada a la "nobleza", a decir de López Cogolludo (op. cit., I: 375).

22 Oliver apunta que el cronista la registra desde 1567. pero no encontré tal aserto.

23 Por su parte, desde que se fundó el asentamiento de El Carmen, parece haberse creado una cofradía en honor de la patrona. también reputada como auxiliadora para una buena muerte y en especial, para redimir a los que sufren en el Purgatorio, como bien se observa en la iconografía y hasta en la inca popular: "A la virgen del Carmen quiero y adoro, porque saca las almas del Purgatorio (Copla citada en Alemán, op. cit.: 382).

24 De allí las frecuentes referencias a los integrantes como "esclavos". A partir de 1757 se menciona incluso como "archicofradía". al igual que su equivalente meridana. pero no siempre.

25 En algunas (más bien raras) ocasiones se registra como Echaniz.

26 El sacerdote.

27 Dos portarían las hachas mientras se daba la comunión, y otro tendría bajo su cargo llevar vaso de agua, cuya función no permite saber el estado del documento.

28 Este último pidió y obtuvo se designase como su coadjutor a don Ángel de Urbina.

29 Supongo que había desaparecido para entonces aquella que reportó López Cogolludo hacia 1651 (vid. infra).

30 Fernández et al., comentan que a diferencia de las de indígenas, en Yucatán las cofradías de españoles tenían con frecuencia como titular al Santísimo Sacramento (op. cil.. 10). López Cogolludo, por su parte, refiere que todas las cabeceras indígenas tenían cofradías dedicadas a la vircen (op. cit., I: 401).

31 "[...] El honor, como el ritual, es principalmente un problema de apariencia y efecto, no de intenciones. La apariencia fisíca. el decoro social, la integridad de los límites forman parte de él" (Campbell, 1992: 177).

32 Lo cual en su opinión implica que el honor no puede "reducirse y tratarse meramente como un epifenómeno de algún otro factor", sino que responde a una lógica propia que anula las aparentes paradojas de esa doble vertiente (ibid.).

33 No se explicitan los mecanismos de su elección, pero parecen haber sido los mismos que para los otros cargos.

34 Disposición que. según se asienta, no se cumplió durante varios años, sino hasta que intervino el provisor general (p. 456). ¿Contribuyeron tales réditos a engrosar el capital de la cofradía?

35 Por razones de espacio no abordo lo relativo a las misas solicitadas en testamentos; tema ampliamente trabajado por los historiadores hispanos (vid. Álvarez et al., 1989).

36 El donativo, empero, no estaba exento de problemas: las casas necesitaban "de mucha reedificación" y además estaban gravadas con 1500 pesos.

37 Durante la junta celebrada en junio de 1752 se acordó emplear parte de ese caudal para fabricar seis faroles de plata (con un costo de 60 pesos cada uno), a fin de solemnizar "los días de Corpus, su Octava, Jueves Santo, mañana de Pascua [de Resurrección] y demás fiestas del Divinísimo". Puesto que se había mostrado un administrador eficiente, se encargó de ello a don Baltasar Miguel Principe Navarrete, hermano de cajón, proponiéndose incluso su reelección anticipada para que pudiese llevar a buen fin el encargo.

38 El Informe precisaba "a excepción de 4226 pesos, que si bien permanece su seguridad en fincas de conocido abono, se hallan actualmente ejecutadas y en concurso, por los réditos de 1780 pesos que deben a este fondo, y en estado de sentencia definitiva ante lo? señores de la Real Audiencia de México [y] tribunales de cuenta y justicia ordinaria de esta ciudad".

39 Ello se deduce de la falta de respuesta a buena parte de la pregunta siete del cuestionario que pedía precisión sobre todos los bienes "sean plantas o casas, cercados, norias, estanques y huertas; el de sus palomares, gallineros, colmenares, milpas y demás labranzas. La extensión de sus tierras, sus varias calidades y el número de los ganados: caballar, ovejuno, vacuno y otras especies".

40 Se menciona por ejemplo que en 1754 doña María Magdalena Sánchez pagaba 25 pesos anuales de rédito sobre su casa (que se decidió aplicar para mayor "lucimiento" de la fiesta de la Resurrección), pero su nombre no figura en el listado final de 224 miembros que pudo rescatar Oliver aunque cabe recordar que las esposas de los hermanos no siempre se enumeran, acaso porque formaban automáticamente parte de la cofradía. En dicho listado figura un tal Pedro Sánchez.

41 Tal asociación se observa incluso en la lírica popular, como en aquel rezo que apunta: "Santísimo Sacramento, hijo del eterno Dios, por el alma del difunto recemos una oración" (Ruiz y Molina. 1989: 168).

42 El que sí habría de preocuparte era el hermano de hachas, a cuyo cargo quedaría velar porque todo lo empleado volviese al cajón ("sin que el [cura] beneficiado ni el sacristán mayor tomen cosa alguna [...]").

41 En 1775 se obtendría permiso del obispo para que los paños del túmulo reservados a los hermanos, pudiesen ser empleados también por sus hijos.

44 Esta creencia, muy común en la época colonial entre los criollos y mestizos, no parece haber influido en los patrones de enterramiento indígena, exceptuando a algunos caciques ladinizados (Ruz. 1992: 150: 2005).

45 Cinco años más tarde el obispo San Buenaventura propuso que de dichas 15 misas tres se aplicasen apenas administrar al moribundo el viático, a fin de rogar por su curación o. si tales fuesen los designios divinos, por "una buena muerte", tal como se hacía en Mérida (p. 419), pero ignoro si la sugerencia fue aceptada.

Esta tendencia a "acelerar" la celebración de misas, en la cual no estaban ausentes aspectos económicos, se reportaría también en ciertas áreas de España en lo que a sufragios toca (López, 1989).

46 Así, en el propio libro se apunta que en 1705 doña Margarita Guerra estableció la procesión vespertina del Viernes Santo.

47 El 14 de julio la bendijo el obispo De Los Reyes, como constaba en una inscripción en "una alacenita enrejada de fierro que está en la sacristía", donde se guardaron los zapatos bordados de hilos de oro que empleo el prelado durante la procesión. Para cuando escribía Oliver ya no quedaban más que las suelas". Otro dato que certifica dicho año como el de conclusión de la fábrica es que en el libro de defunciones se registrase que el primer sepultado bajo su bóveda, el 6 de octubre de 1705. fue el capitán Juan de Frías Salazar.

48 La información de Oliver es confusa, pues en la p. 469 habla de un "intestado", y más adelante apunta que doña Beatriz Barranco donó la quinta parte de sus bienes. Puesto que las Techas y la acción coinciden es de suponer que Barranco fuese su apellido paterno y Abreu el de su marido Ambos apellidos figuran en el listado de cofrades.

49 Se acostumbra realizar entonces "vigilias, misa [con] vesturios y reponso" por el alma de la bienhechora.

50 Por dicha nota del archivo, Oliver infiere que ese año se concluyeron las obras, mientras que Leal Sosa (op. cit.: 57) afirma que esta torre, la del costado marítimo, se edificó en 1758.

51 Incluyendo al propio vicario Nájera cuya aportación, por cierto, no deja de parecer exorbitante tratándose del cura de una parroquia con ingresos tan menguados. Acaso se tratase de dinero heredado, o de la "faltriquera" de la cofradía.

52 He preferido emplear esta expresión en vez de la ya consagrada "religiosidad popular" tomando en cuenta las advertencias de Sánchez Lora ,1989) sobre los equívocos a que se presta la última, ya que a menudo coincidían en la época las manifestaciones religiosas supuestamente "populares" con las de la élite. Tal aseveración resulta válida en muchos casos para nuestro material al menos en lo que hace a los tiempos de la Hopa. material, al menos en lo que hace a los tiempos de la Hopa.

53 El repone no especifica que se tratase de un cofrade, pero -a menos que estemos ante un homónimo- supongo que lo era, pues el nombre figura en la lista de hermanos.

54 Aunque consignados de otra manera, estos pequeños detalles anecdóticos constan también en los registros del Libro.

55 A decir de Jacqueline Leal, el sitio exacto del cementerio sería el atrio ubicado frente a la pequeña capilla adjunta a la parroquia, donde aún se observan múltiples lápidas. No sería sino hasta 1821 cuando se construyera el Cementerio General (op. cit.: 72).

56 La lectura del apellido, escrito en interlinea (p. 488). es muy dudoso. No figura nadie con éste en el listado que da Oliver.

57 Actitud particularmente destacada fue la del cura yucateco Gregorio Ximénez, hermano de la Hopa, rector del Seminario campechano durante 21 años y párroco durante 19, quien embaldosó de marmol la iglesia, hizo un nuevo ciprés para el altar mayor, amplió el presbiterio, hizo levantar hacia 1845 la segunda torre, colaboró en la construcción de la capilla del Cementerio General completo la cúpula y la torre del templo de San José y fundó la cofradía de María Santísima Puesto que buena parte de tales obras las llevó a cabo durante el lapso en que la cofradía no funcionó (1829-1875), no lo incluyo en el texto. Oliver proporciona una detallada biografía, de gran interés para los estudiosos de Campeche. Así, por ejemplo, adelanta en cinco años la fecha tradicionalmente reportada para la construcción de la segunda torre, la "campechana" (Leal Sosa. op. cit.: 76) y da numerosos datos sobre la educación superior en la época y diversas edificaciones.

58 Allí sería enterrada, bajo una lápida que rezaba: "Bajo este mármol reposa y en eterna gloria se halla. María Josefa del Valle, pía, honesta y religiosa".

59 Dejó la elección y supervisión del profesor en manos del Ayuntamiento ("tan interesado en los progresos y perfección de la República") y puntualizó que la cátedra habría de adecuarse al plan de Instrucción Pública prescrito por "el Supremo Gobierno o la Soberanía nacional". ¿Se conformaba a los aires civiles que predominaban o recelaba de las autoridades eclesiásticas?

Si por cualquier causa, al cabo de cuatro años no se hubiese empleado, el capital y sus intereses volverían al conjunto de sus bienes y serian aplicados "a otro objeto de positiva utilidad pública" o se distribuirían entre sus herederos (pp. 478-480). No fue necesario, la cátedra se abrió en marzo de 1829.

60 Oliver apunta: "repugnaron los hermanos ponerse esa vestidura especial, o porque fomentaba la vanidad, o porque algunos lo criticaban, o por economía o por cualquier otra causa. Lo cierto es que por no vestir de ese modo dejaron de asistir a las procesiones y actos públicos" (p. 459).

61 Archivo General del Estado de Campeche. Sección Juzgado de Distrito, C14, exp. 115 año de 1828.

62 Oliver señala, entre ambas disposiciones, la existencia de un acta que no pudo leer.

63 Aunque cabe apuntar que Oliver no siempre registró los nombres de los consejeros, limitándose a escribir "elección sin novedad".

64 Se trataba de un ciprés elegante pero pequeño, rodeado de una baranda de hierro, que realizó el romano Zápari, a quien se encargaron también varios altares (p. 486).

65 Nombró a su esposa Dolores Baledón y a su hijo José María.

66 Para agosto de 1827 se apunta haber muerto don Gaspar.

67 Curiosamente en un acta posterior se anota que "la causa principal" para restaurarla era la devoción del Rosario, no el culto del Santísimo: acaso se buscaba sacar partido del antiguo prestigio de la Hopa.

68 Lo relativo a "La Nación" se suprimió casi de inmediato por recomendación del vicario.

69 El 5 de abril de 1877, "en las adiciones que se hicieron a las bases de nuestro reglamento", se había acordado proclamarle "uniforme y generalmente" por procurador de la cofradía.

70 Por su parte "a las señoras hermanas se les pondrán al pie del presbiterio, según la antigua práctica, cuatro velas, y se alternarán en turnos arbitrarios".

71 Consta en el acta del 8 de diciembre de 1878 (p. 69), no en donde cronológicamente le correspondería.

72 El Archivo General de la Nación guarda en su Ramo Bienes Nacionales varios documentos que dan cuenta de préstamos a particulares sobre dinero procedente de las cofradías campechanas, entre ellas la del Santísimo Sacramento {vid. Ruiz Abreu, 1996: 40-77).

73 Nos enteramos de ello por tres notas sueltas, la primera la incluyó Oliver en su memoria histórica (p. 486), la segunda corresponde al traslado hecho en 1880 de un documento notarial de agosto de 1848, relativo a la adquisición de ciertas alhajas (pp. 98 ss.) y la otra aparece en un testamento de 1853 (véase nota 76).

74 La modesta urna empleada hasta entonces se trasladó a la iglesia del Jesús. En 1845 se levantó un nuevo ciprés -más acorde al tamaño de la nueva urna- y 15 años más tarde se cambiaron las viejas barandas por otras construidas en el taller de don Eduardo MacCregor, ubicado en el barrio de San Román (pp. 486-487).

75 Aunque no hay dificultad para leer el topónimo, acaso se trate de un error por Boquiapan, Tabasco.

76 Que la arbitraria venta de las joyas perduró en la memoria local se advierte en el testamento hecho en 1853 por el cura José Onofre Vicunia, quien dejó a cargo de la familia de Santiago Méndez una corona de oro de filigrana para que sirviese cada año en la fiesta de la Virgen de las Mercedes de Champotón con la advertencia de que "Si en algún tiempo volviese a acontecer lo que hubo en el año de 1848. en que el Gobierno dispuso de las alhajas de las iglesias del estado para atender a la guerra que entonces nos afligía", la joya habría de considerarse propiedad de los Méndez y su descendencia "para el objeto a que la he destinado" (ACEC, Juzgado de Distrito, caja 50. exp. 36, ff. 13v-14).

77 Curiosamente allí mismo se señala que seguían archivados "centenares de cuadernos impresos" donde se consignaban tales bases. ¿Cómo explicar el aparente dispendio de editar un reglamento que ni siquiera era el definitivo?

78 Puesto que el análisis de las finanzas no es mi objetivo, me limité a consignar algunos otros datos generales. Remito al interesado al libro de la cofradía en su sección de asentamientos y pago de jornales (pp. 143-244).

79 Vicepresidenta. M. Josefa Puente: secretaria, Mercedes Alomía; vocales M. Lavalle de Castillo y Marcelina Traconis de Clausell (señoras las dos últimas, señoritas las demás).

80 Para ayudarlas en tan delicada labor, Oliver propuso darles "lecciones orales de doctrina cristiana Se acordó hacerlo lunes y viernes de siete y media a nueve de la noche.

81 "Seguramente por la escasez de sacerdotes", agregaron cautos los directivos.

82 Al mes siguiente se autorizaba la compra de más reclinatorios para mujeres "por ser un número considerable las que concurren a velar".

83 Las causas de las disensiones jamás son expresadas. Cuando el tesorero presentó su renuncia, el procurador alego que tanto la Junta como el propio Suárez sabían que "no hay mérito para admitir la renuncia", pero como a nadie podía obligarse a desempeñar un cargo, sobre todo gratuito, recomendó se le aceptase.

84 Es en este rubro donde aparece uno de los escasos reconocimientos a los hermanos comunes, pues se ordenó asentar en el libro a quienes contribuyeron "a costear una de las dos lámparas que perpetuamente ardieron frente al altar del sagrario". Nada menos que 54 personas. Otra muestra de que los tiempos de los donantes ricos habían terminado.

85 En San Román construyó la capilla del Sagrario y la ampliación del presbiterio, realizó mejoras en el Dulce Nombre y en la capilla del Nazareno, anexa a la parroquia, y otras "ventajas y comodidades" en San Francisco Extramuros (pp. 103 ss.).

86 La imagen está tomada de Di Bella (1992: 216), quien la emplea para referirse a los ex-votos que beneficiarían tanto al santo como al devoto. Sobre la intencionalidad didáctica de las oraciones fúnebres, véase Aguilar Piñal (1989: 63 ss.).

87 Por cierto, compuso para ello una partitura.

88 Después, ya ni siquiera se consignan descripciones de los festejos, apenas en la sección de cuentas aparece lo que se erogó durante Corpus y la Inmaculada. Considerando la estrechez de lo empleado, que va de cinco a 25 pesos, es de dudar que hubiese festejo popular alguno.

89 Es de suponer falleció también hacia 1881, lo cual explicaría al menos en parte el desinterés en mantener los registros.

90 Un ejemplo incluso más claro de esta división entre el mundo interior femenino y el exterior masculino es el relatado por Di Bella en un poblado siciliano (op. cit.: 213 ss.). Comentando éste y otros ejemplos, apunta Pitt-Rivers: "Puede parecer que en la civilización occidental hay dos registros opuestos y, en último término, complementarios: el primero asociado con el honor, la competición, el triunfo, el sexo masculino, la posesión y el mundo profano, y el otro con la paz. la amistad, la gracia, la pureza, la renuncia, el sexo femenino, la desposesión en favor de los demás y lo sagrado" (1992: 316).

91 Bien lo señala una antigua copla popular española: "Entra. Jesús de mi vida. Entra, regalado dueño, que sólo mi corazón te servirá de aposento y mi alma de custodia. Santísimo Sacramento" (Ruiz y Molina, op. cit.: 160).

92 Aunque en sentido estricto este listado no resultaba indispensable para los objetivos del ensayo, decidí rescatarlo pues se ubica en la pane más deteriorada del libro, misma que de no restaurarse con toda celeridad, habrá desaparecido en poco tiempo. Acaso resulte de utilidad a otros. Advierto que agregue a la lista algunos nombres que omitió Oliver.

93 Fue cura de ta parroquia.

94 "Fue vicario hasta que falleció en el siglo último [XIX]".

95 Vicario. Falleció en 1805.

96 Coadjutor de la parroquia en el siglo XVIII.

97 Cura, pero no de aquí.

98 Interinamente cura, vicario y sacristán mayor.

99 Licenciado. Al enviudar se hizo sacerdote y fue cura de Chiná.

100 Teniente de cura de la parroquia, cura de Pich y luego cura y vicario de San Juan Bautista [hoy Villahermosa], Tabasco.

101 Teniente de cura en la parroquia, luego cura de Champotón y finalmente de Copomá, donde falleció.

102 Cura de la parroquia. Falleció en 1790.

103 Cura de San Francisco extramuros.

104 Licenciado en jurisprudencia, fue provisor del Obispado y, "por poco tiempo, gobernador del mismo".

105 "Fue el principal de los ocho fundadores. Fue cura de esta parroquia más de 50 años, y en su tiempo se agregóa la iglesia parroquial el tramo que era inmediato a la puerta mayor, y se construyó la torre [véanse notas 50 y 57]. El señor obispo le encargó que sobrevigílase la obra y que se hiciera lo que el creyera mejor".

106 Cura de San Francisco Extramuros, de Hecelchakán y del Sagrario.

107 Cura de la parroquia y de Seybaplaya, rector del Seminario Conciliar de Mérida y dignidad del Cabildo catedralicio.

108 Acaso se trate de un error de Oliver al copiar el nombre de Baltazar Roux, pero aparece claramente así en la p. 424, designado como consultor eclesiástico el 10 de noviembre de 1766.

109 Aparece en algunas actas como Zea.

110 Vicario de Campeche desde 1805 hasta su fallecimiento en 1826.

111 Capitán.

 

Información sobre el autor

Mario Humberto Ruz. Mexicano. Investigador del Centro de Estudios Mayas, IIFL, UNAM y profesor en diversas universidades nacionales y extranjeras. Entre sus últimos libros pueden citarse Tabasco histórico: memoria vegetal (2001) y la coautoría y edición de Paisajes domesticados: imágenes etnográficas de tres micro regiones quintanarroenses (2002) y Los mayas peninsulares: un perfil socioeconómico (2003). Es coordinador de la serie Memoria eclesial guatemalteca. Las visitas pastorales (3 vols. publicados a la fecha) y codirector, junto con Teresa Rojas Rabiela, de la serie Historia de los pueblos indígenas de México (21 vols. editados a la fecha). En el 2002 se le otorgó el Premio Universidad Nacional en investigación en Humanidades (UNAM).

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