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Estudios de cultura maya

versión impresa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.25  Ciudad de México  2004

 

Artículos

 

Entre el cordón de san Francisco y la corona de san Pedro. La administración parroquial en Yucatán

 

Adriana Rocher Salas

 

Universidad Autónoma de Campeche. adrocher@hotmail.com

 

Resumen

La presente investigación estudia el papel ejercido por los curas doctrineros como principales intermediarios entre los mundos español e indígena en el Yucatán colonial. Partiendo de la premisa de que la importancia del cura doctrinero estuvo estrechamente vinculada a su capacidad para conservar a la población indígena dentro de los márgenes establecidos por el régimen colonial, se hace un análisis del desempeño en la administración parroquial en los pueblos de indios tanto de sacerdotes seculares como de los religiosos franciscanos, y de sus distintas estrategias para garantizar la fidelidad de los indios a ambas majestades, Dios y el rey.

 

Abstract

This study analyzes the role played by the priest parish as the main link between the Spanish and the Native worlds during the Colony in Yucatan. Under the assumption that the relevance of the clergy was closely linked to his capacity to keep the native population within the limits set by the Colonial regime, the performance of both the secular priests as well as the franciscan friars on the parish management of the Native communities will be analyzed; their different strategies to guarantee the loyalty of Native people to both majesties, God and the King, will also be under scrutiny.

 

Si la conquista espiritual de los mayas yucatecos fue una empresa harto complicada, mantenerlos como los hijos obedientes que la Iglesia y la Corona deseaban, resultó una tarea aún más difícil y compleja. Un puñado de frailes bastó para convertir a los indígenas de Yucatán; sin embargo, conservarlos en "policía y civilidad" cristianas requirió de cientos de eclesiásticos, dispersos irregularmente a lo largo y ancho de la geografía peninsular. Que los eclesiásticos conservaran un papel protagónico una vez consumada la conquista se debió a su desempeño como intermediarios, al servir de puente entre lo santo y lo profano y entre las autoridades y la feligresía. Su misión era doble, pues debían asegurar el bienestar temporal y espiritual de sus fieles, así como su sumisión y obediencia a ambas majestades: Dios y el rey. Este último aspecto era especialmente apreciado en Yucatán, donde el tributo y el trabajo indígena constituían las bases en las que descansaba la economía regional aunque, al mismo tiempo, la aplastante superioridad numérica de los mayas yucatecos y la existencia de una amplia zona no controlada por el régimen colonial representaban la mayor preocupación de las autoridades civiles y eclesiásticas.1

La importancia de la actividad de los curas como pastores de la grey indígena no fue puesta a discusión sino hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando las reformas borbónicas pretendieron traspasar al Estado algunas de las funciones encargadas a la Iglesia, incluyendo aquellas relacionadas con el control de la población rural. Hasta entonces, la percepción de los ministros doctrineros como garantes de la estabilidad y paz social les permitió acumular un enorme capital social, que les proveyó de la legitimidad suficiente para superar su papel de mediación y convertirse en una formidable fuerza social, política y económica. Sin embargo, conviene hacer algunas distinciones entre los sectores de la Iglesia yucateca directamente relacionados con la actividad parroquial, es decir clérigos seculares y franciscanos.

La idea de la Iglesia como un todo orgánico e indivisible es un concepto que resulta útil para establecer las diferencias entre lo eclesiástico y el mundo seglar, pero en ocasiones es demasiado amplio e impreciso para servirnos como herramienta de análisis. La Iglesia es un cuerpo compuesto por múltiples miembros, los cuales, si bien comparten el supremo objetivo de la salvación eterna mantienen métodos y estructuras tan autónomos y distintos que, en ocasiones hace difícil reconocerlos como parte del mismo ser.

El conocimiento de los objetivos, estrategias y estructuras de los distintos sectores de la Iglesia permite ampliar nuestra visión acerca de los procesos históricos en los que, de alguna u otra forma, estuvo implicada alguna corporación o individuo eclesiástico. Esta afirmación es especialmente importante para el periodo colonial, donde es difícil encontrar sitio alguno en el que dejara de proyectarse la sombra clerical.

En el caso que nos ocupa, el papel desempeñado por los curas doctrineros en el control de la población indígena, la distinción es inevitable. ¿Qué llevó a franciscanos y clérigos2 a mantener un permanente forcejeo por las doctrinas de indios, si ambos estaban aparentemente guiados por el mismo supremo interés? ¿Cuáles fueron las diferencias en su desempeño que mantuvieron el prestigio y poder de la provincia franciscana de San José de Yucatán, en detrimento de un clero secular3 cada vez más cuestionado, cuando en el resto de la América española el proceso se daba a la inversa? La hipótesis que a continuación intentaremos probar se refiere, por un lado, a la importancia del cura doctrinero como principal freno a las libres manifestaciones de la cultura indígena y, por otro, que eran los franciscanos el grupo mejor preparado para afrontar esa misión. Esto último lo haremos comparando la actividad de frailes y clérigos al frente de los curatos de indios, particularmente en aquellos momentos en que la rebeldía indígena amenazaba romper con los esquemas marcados por el régimen colonial.

 

El Estado, la Iglesia diocesana y las órdenes religiosas

Las concesiones papales que dieron origen a la institución del Regio Patronato permitieron a la Corona ejercer un amplio control sobre los asuntos eclesiásticos. El rey, como patrono de la Iglesia, tenía el derecho de presentar a todos los aspirantes a ocupar cualquier cargo eclesiástico, trazar los límites de obispados y parroquias y autorizar la erección de iglesias, monasterios y hospitales. Las limitaciones impuestas a las visitas ad limina4 y el Regio execuatur, o pase regio, que obligaba a someter a la autorización del Consejo de Indias las bulas o breves papales que se aplicarían en América, restringieron aún más los canales de comunicación entre América y Roma, dejando a la Corona como la cabeza visible y directa de la Iglesia americana.5

La autoridad regia sobre los eclesiásticos americanos era especialmente marcada en el caso de la Iglesia diocesana, pues todos sus miembros —obispos, canónigos, párrocos, sacristanes, etcétera— debían sus puestos a la gracia real. Sin embargo, las órdenes religiosas tuvieron mayores márgenes de maniobra que les permitieron defender con más éxito que los diocesanos su autonomía. Eran organismos internacionales agrupados en torno a un gobierno central establecido, por lo general, en Roma y, por lo tanto, cercano al papa. La destacada participación del clero regular6 en la conquista de América añadió nuevos privilegios a las ya de por sí numerosas prerrogativas que los eximían de la autoridad diocesana;7 éstas les permitieron conservar su derecho a elegir a sus autoridades y, en el caso de las órdenes que ejercían la administración parroquial, nombrar a quienes se harían cargo de parroquias y doctrinas.8

Aunque nuestras investigaciones sobre Yucatán han revelado que la tan pretendida autonomía de las órdenes religiosas fue menor de lo que aparentaba, debido a que la Corona tenía el control de aquellos recursos que permitían a los religiosos acumular su capital social y económico,9 para la Monarquía y sus súbditos americanos era mucho más claro el papel de los sacerdotes seculares como agentes del poder real, que en el caso del clero regular. Desde la segunda mitad del siglo XVI y a lo largo del XVII, la dinastía de los Austrias procuró aumentar su control del estamento eclesiástico fortaleciendo a la Iglesia diocesana en detrimento de las órdenes religiosas. Ese fin tuvo medidas como compeler a los regulares que ejercían la cura de almas a someterse al examen, licencia y visita episcopal, comenzar las secularizaciones10 de las doctrinas en manos del clero regular y disminuir el número de obispos religiosos.

Tales medidas cumplieron sus objetivos, por lo que, al iniciar el siglo XVIII, la hegemonía de las órdenes religiosas había disminuido considerablemente. Sin embargo, el advenimiento de una nueva dinastía al trono hispano, imbuida de las ideas ilustradas que preconizaban el fortalecimiento del poder estatal, dio nueva fuerza a las voces que, desde la propia España, cuestionaban la enorme influencia alcanzada por las corporaciones eclesiásticas. La estrategia de los Austrias de asegurar la fidelidad de la Iglesia a través del control indirecto fue considerada insuficiente, por lo que el Estado comenzó a intervenir de manera cada vez más abierta en asuntos que hasta entonces habían sido considerados coto exclusivo de la Iglesia.11

Las primeras en resentir los efectos de la política borbónica fueron las órdenes religiosas, el sector más cuestionado de la Iglesia por su poder, riqueza y autonomía. La expulsión de los jesuitas, la secularización de las doctrinas de regulares y las visitas-reforma ordenadas desde Madrid, representaron duros golpes que erosionaron el prestigio y la fuerza del clero regular. Provincias regulares otrora poderosas se vieron condenadas a languidecer, preocupadas más por sobrevivir que por seguirle disputando a diocesanos, gobernadores y virreyes la primacía en lo social, cultural y económico.12 Sin embargo, la caída de las órdenes religiosas fue frenada, en buena parte, por la incapacidad del clero secular para suplirla en muchas de sus funciones y, más aún, porque los sacerdotes diocesanos también comenzaron a sufrir las consecuencias de los nuevos tiempos. La pérdida de la inmunidad eclesiástica y la consolidación de vales reales fueron signos claros de que el ataque contra los privilegios de los religiosos había sido sólo el primer paso para arrebatar a la Iglesia su papel protagónico en la sociedad; la relación equilibrada Iglesia-Estado había llegado a su fin, pues la primera había pasado, en unas cuantas décadas, de esposa predilecta a concubina secundaria.

 

Clérigos seculares y franciscanos: dos propuestas de salvación

Cuando en 1537 los frailes de san Francisco arribaron a tierras yucatecas ya gozaban de una bien cimentada organización en el centro de México. Sin embargo, las vicisitudes de la conquista local retardaron el proceso de construcción de una nueva provincia franciscana, que llegaría a su conclusión en 1565, con la erección de la provincia de San José de Yucatán.13

Los frailes se abocaron a la tarea de vencer las barreras que dificultaban el proceso de evangelización, dedicándose con especial empeño al aprendizaje de la lengua maya, combatir con energía la religión prehispánica y subsanar su escasez numérica mediante el método de congregar a la población dispersa en nuevos pueblos para facilitar las tareas de predicación y vigilancia. A lo largo de sus poco menos de tres siglos de permanencia en Yucatán, los franciscanos nunca abandonaron sus objetivos iniciales, por mucho que su fervor y energía hubiesen decaído considerablemente. A fines del siglo XVIII, en 1790, cuando en el resto de México la persecución de idolatrías había dejado de considerarse un objetivo primordial para la Iglesia, en Yucatán los franciscanos insistían en acudir a La Montaña buscando idólatras, como cuando destruyeron la imagen del ídolo de piedra llamado Cayut y con ese motivo desataron una nueva campaña de extirpación de idolatrías.14

Los frailes fueron concientes de que para el maya, como para el español, religión y cultura eran elementos inseparables. Es por eso que la introducción de la doctrina cristiana era, por sí misma, un elemento destructor de la cultura indígena. Y, a la inversa, no se podía considerar al indio completamente inmerso en "policía y civilidad" cristianas mientras mantuviese sus antiguas costumbres religiosas. La continuidad de las prácticas religiosas constituía un inmejorable termómetro de la pervivencia de una identidad indígena diferenciada de la española. Es por eso que los religiosos mantuvieron una política poco tolerante hacia cualquier manifestación de las antiguas creencias religiosas indígenas y que, para una fecha tan tardía como 1795, todavía consideraban que su misión era "conservar la espiritual conquista, extirpación de las idolatrías y sujeción a la Corona de todos los indios de ella [Yucatán] con la predicación de los dogmas católicos".15

Sin embargo, a pesar de las muestras palpables de la existencia de una fuerte identidad indígena separada de la española, con la religión como uno de sus elementos aglutinantes, la intolerancia franciscana respecto a la pervivencia de prácticas y creencias prehispánicas no era compartida por el resto de las autoridades civiles y eclesiásticas de la región.16 A las diligencias realizadas con motivo de la búsqueda y persecución de idólatras desatada por el hallazgo del ídolo Cayut, el gobernador Lucas de Gálvez las calificó de "tejido de embustes sobre hechicerías que relató una india ¡pobrecita! [...] ¿quién en el día cree en brujas y otros cuentos de embusteros holgazanes?".17

El pensamiento ilustrado de Gálvez y el no ser oriundo de Yucatán podrían explicar su opinión acerca de las idolatrías y supersticiones indígenas. No obstante, entre los integrantes del clero secular, por lo general yucatecos, tampoco parecía haber una excesiva preocupación por encontrar, perseguir y castigar a los indios que practicasen sus antiguos ritos prehispánicos.18 Durante la visita pastoral efectuada por el obispo Pina y Mazo a la región del Camino Real de Campeche a Mérida, el cura de Bécal no consideró incompatible el que los indígenas conservasen supersticiones del "tiempo de su gentilidad", con el hecho de que fuesen firmes y convencidos hijos de la Iglesia católica;19 para el beneficiado de Maxcanú, el porte y costumbres de los mayas yucatecos estaba sometido a la ley de Dios;20 por su parte, el doctrinero de Hecelchakán no había escuchado hablar de la existencia de supersticiones entre los indígenas de su beneficio.21 Sin embargo, el cura de Calkiní, única doctrina franciscana en el Camino Real, tenía una opinión enteramente distinta, pues pensaba que a los mayas "era difícil [des]-engañarlos de lo que sus primitivos les enseñaron, por la poca o ninguna fe que tienen de lo verdadero", lo cual explicaba el que debiese emplear la fuerza para hacerles cumplir con los preceptos divinos y eclesiásticos.22

Las distintas actitudes de clérigos y frailes respecto a la pervivencia de elementos religiosos prehispánicos constituyen una de las diferencias fundamentales en su trabajo al frente de las doctrinas de indios. Durante los siglos XVI y XVII era extraño el franciscano que dejase de manifestar su inclusión en alguna misión para encontrar y reducir a indios idólatras. En contraste, es más difícil hallar a sacerdotes diocesanos participando en las reducciones de indios prófugos en La Montaña o en rancherías ajenas a sus pueblos, donde, lejos de la vigilancia de sus curas, los indígenas retomaban las prácticas culturales de sus antepasados.23 Aunque para el siglo XVIII los franciscanos estuvieron más entretenidos desgastándose en interminables conflictos intra y extraclaustra que en actividades misioneras, su intolerancia frente a prácticas tradicionales indígenas permanecía intacta.24 Para los frailes, sus logros en la lucha contra la idolatría justificaban su privilegiada posición en la estructura de poder regional,25 mientras que para los clérigos extirpar los restos de la cultura prehispánica sólo constituía una más de sus obligaciones al frente de las parroquias.26

Encontrar y extirpar idolatrías demandaba una permanente vigilancia sobre la población indígena, tarea que pocos clérigos estaban dispuestos a afrontar. Los miembros de la clerecía, aunque se presentaban como "clérigos seculares de San Pedro", no constituyeron una comunidad propiamente dicha;27 vivían independientes y cada quien debía encontrar los medios para asegurarse el sustento. Disfrutar de un beneficio eclesiástico estaba lejos de constituir una garantía económica, toda vez que la mayoría de las parroquias seculares fueron de ingresos más bien modestos y con ellos, el cura debía sufragar los gastos necesarios para celebrar con decencia el culto. Además, los sacerdotes diocesanos tenían compromisos sociales ajenos a la cura de almas, como era el caso de sostener un nivel de vida acorde con su elevada posición social y contribuir a la manutención de miembros desamparados de sus familias.28 El desfase entre su estatus social y la pobreza de sus ingresos explica en buena parte la alta incidencia de denuncias sobre clérigos involucrados en "tratos y contratos", que extorsionaban a sus feligreses obligándolos a entregarles excesivas contribuciones en tributo y trabajo, cuya veracidad se corrobora, de manera indirecta, por los constantes llamados de los obispos para frenar estos abusos.29

El deseo de obtener la titularidad de los curatos de indios no siempre estuvo vinculado a anhelos pastorales y espirituales, pues uno de sus mayores atractivos radicó en el acceso privilegiado a la mano de obra y tributos indígenas de que gozaban los curas yucatecos, así como en el prestigio social que entrañaba la posesión de un beneficio eclesiástico; sin embargo, para algunos clérigos, el disfrute de esos beneficios estaba reñido con la residencia en los pueblos de indios. El clero secular prefería habitar en los poblados urbanos, donde podía mantener un estilo de vida más acorde con su posición social; además, su cercanía a los centros de poder les permitía participar de las redes clientelares que monopolizaban los ascensos en la estructura eclesiástica. Intereses tan poco evangélicos llevaron a algunos clérigos a convertirse en meros rentistas, por cobrar un estipendio sin trabajar ni residir en los curatos a su cargo.30

El ausentismo de los titulares de los curatos tuvo varias consecuencias en la administración parroquial. Por una parte, los curas diocesanos dejaban en su lugar a tenientes insuficientemente preparados para ejercer la cura de almas y que, por lo general, se encontraban de paso en la doctrina a la espera de obtener un cargo mejor remunerado. Por otro lado, era imposible mantener una estrecha vigilancia sobre su feligresía indígena y, por lo tanto, detectar las posibles faltas a la ortodoxia cristiana. Pero, por encima de estas consideraciones, estaba la ruptura del vínculo entre el pastor y sus ovejas. Incapaz de cultivar el respeto, amor o temor entre sus fieles, el cura ausente perdía su ascendiente sobre los indios de su doctrina, dificultando sensiblemente su oficio de mediador entre los mundos español e indígena.

Por su parte, los franciscanos eran parte de una institución cuya estructura estaba concebida para afrontar los retos planteados por el trabajo pastoral y la evangelización.31 Los frailes doctrineros poco tenían que preocuparse por obtener los ingresos que asegurasen su sustento, el de sus iglesias y el de su obra misionera; de eso se encargaban sus prelados y, principalmente, los síndicos de la Orden. Los franciscanos, por su voto de pobreza, estaban imposibilitados para intervenir en el mundo de los negocios y el comercio, por lo que debían entregar la administración de sus ingresos a laicos quienes, con el título de síndicos, tenían absoluto dominio sobre lo acopiado por concepto de limosnas, fundaciones piadosas y derechos parroquiales. Cada provincia franciscana tenía un síndico general y varios síndicos particulares, uno por convento.32

Por supuesto, esto no evitó la existencia de abusos, particularmente en el cobro de obvenciones y derechos parroquiales, que le significaron a la provincia de San José tanto ingentes ingresos anuales como críticas a las faltas contra su voto de pobreza.33

Sin embargo, creemos que sólo una minoría franciscana actuó contra su voto de pobreza. Los prelados, la élite que controlaba los recursos y cargos en el claustro, acaparaba la riqueza generada por las doctrinas de indios, dejando al resto de sus hermanos de hábito en condiciones de pobreza acordes con la exigida a los hijos del serafín de Asís.34 Pero los pocos religiosos que vivían en celdas que más parecían "casas y palacios de señores que habitación de pobres," no solían mantener contacto con los indios de las doctrinas; quienes lo hacían eran los frailes doctrineros y operarios, casi tan pobres y vejados como sus ovejas indígenas.35

Los franciscanos eran entrenados para ejercer la cura de almas entre los mayas yucatecos. A diferencia de los clérigos, educados por jesuitas ajenos a la administración parroquial,36 los frailes tenían profesores que habían trabajado en las doctrinas de indios; en general, el conocimiento adquirido acerca del trato con los indígenas era uno de los bienes más preciados por los religiosos y la principal herencia que transmitían a sus sucesores.37 Tal vez no todos los doctrineros experimentados fuesen como fray Alonso de Solana, quien aun en "los ratos de conversación con los religiosos trataba de la administración y lengua de los indios", pero lo más común fue que los cargos de maestro de novicios y, principalmente, lector de lengua maya, fuesen ocupados por aquellos que habían pasado su vida predicando entre los indígenas.38

Pasados los años inmediatamente posteriores a la conquista espiritual, cuando la escasez de frailes constituía uno de los principales obstáculos para dotar de estabilidad a la obra franciscana, la provincia de San José consiguió mantener en sus curatos a un personal que fluctuaba entre los dos y cinco miembros,39 cantidad que aumentó después de las secularizaciones de la segunda mitad del siglo XVIII, donde encontramos a varios conventos con seis, siete y hasta ocho moradores.40 Estos religiosos permanecían en los pueblos de indios y sus movimientos se circunscribían al territorio que abarcaba la doctrina, con sus incursiones a las iglesias de visita, donde debían acudir para oficiar misa, predicar y administrar los sacramentos.

El continuo trato con los indígenas y la transmisión de la experiencia pastoral entre las diferentes generaciones de religiosos permitió a los franciscanos una mayor comprensión de los elementos y prácticas culturales que daban cohesión a la comunidad maya. Una de ellas se refería a la importancia de las construcciones religiosas, incluyendo a los santos y adornos que en ellas se conservaban.

Los frailes que contemplaron las impresionantes estructuras de los templos prehispánicos también supieron de la pompa con que se celebraban los antiguos rituales. Pretendiendo que la nueva religión no desmereciera ante la antigua y que los indígenas encontrasen en el culto católico elementos de regocijo y orgullo, los religiosos tuvieron por norma edificar templos lo más hermosos y bien adornados posibles.41 Al parecer, esta percepción no estaba errada, si consideramos que los indígenas pocas veces se quejaban de las cargas que les significaban la construcción, adorno y mantenimiento de las iglesias y que los templos llegaron a ser vistos como un motivo de orgullo y con sentido de propiedad.42

Fuera por ignorancia o por negligencia, el clero secular no participó de esta visión. No sólo sus iglesias eran, por lo general, de materiales perecederos, sino que se encontraban mal cuidadas.43 Las denuncias acerca de sacerdotes diocesanos que comerciaban con los ornamentos sagrados no escasearon, como tampoco las afirmaciones de los indígenas en el sentido de preferir los curatos de los frailes por lo bien puestas que estaban sus iglesias.44

Además, el mismo edificio franciscano facilitaba la comunicación e incluso el surgimiento de alianzas con las sociedades que le daban acogida. La estructura franciscana tenía un lugar reservado para los laicos, ofreciéndoles la posibilidad de gozar de muchos de los privilegios y exenciones de los frailes pero sin asumir sus compromisos: éste no era otro que el cargo de síndico, su administrador seglar. Los síndicos, lo mismo el general que los particulares, estaban parcialmente protegidos por la inmunidad eclesiástica, por lo que, entre otras cosas, se veían exentos de la obligación de ir a la guerra o de acudir a tribunales en los que estuviesen ausentes sus prelados franciscanos. Y, al parecer, la provincia de San José de Yucatán no tuvo problemas para entregar la responsabilidad de administrar los recursos conventuales a los mayas yucatecos, muy probablemente a los miembros de la élite indígena, con lo cual se fortalecería el lazo creado gracias a su servicio en la iglesia como fiscales, sacristanes y cantores.45

De este modo, la intolerancia franciscana a las prácticas culturales indígenas era compensada por otros elementos que hacían su trabajo más atractivo a los ojos de su feligresía. Esta estrategia dio buenos frutos si consideramos que, por lo general, cuando los indígenas no estaban presionados por intereses externos, sus testimonios mostraban mayor conformidad con la labor de sus doctrineros religiosos que los de los indios que vivían bajo administración de clérigos seculares.46 Más aún, no tenemos registrado ningún levantamiento provocado por excesos franciscanos,47 pero sí tenemos constancia de indígenas furiosos amotinados contra su cura diocesano.48

 

Los curas de Yucatán: padres espirituales, guardianes del sistema colonial

El dominio franciscano en la administración de la población indígena explica, en buena parte, la generalizada opinión acerca de la necesidad de su presencia y trabajo en la península de Yucatán.49 Pero fueron los buenos resultados de su labor y su manifiesto ascendiente sobre la población indígena los que mayor crédito abonaron a la provincia de San José.

Durante el siglo XVII, los frailes fueron llamados para congregar a los indígenas dispersos en milpas, rancherías y en La Montaña; apaciguar los ánimos levantados por abusos de encomenderos, mayordomos o funcionarios abusivos, y, más significativamente, para deshacer los motines de indígenas inconformes con sus curas clérigos.50 El prestigio franciscano les permitía el acceso a zonas negadas a clérigos y civiles.51 Era conocida la terquedad franciscana en la defensa de sus doctrinas; no las abandonaban aun cuando se viesen acorralados. En las ocasiones en que los frailes se vieron rebasados por la indignación de sus feligreses, buscaban el seguro refugio de sus conventos, en los que se encerraban a cal y canto. Esa actitud constituía una buena estrategia para evitar que la rebeldía alcanzase otros lugares: por lo general, los indios se congregaban a las puertas del convento, hacían guardia frente a él y. al pasar las horas, o se dispersaban o llegaban las fuerzas que los sometían. En estos casos, no era extraño que los frailes "ofreciesen la otra mejilla" y solicitasen el perdón para los amotinados, acordes con su papel de padres magnánimos ante sus hijos desobedientes.52

La mediación franciscana tenía fuerza por su ascendiente sobre indios y españoles y porque unos y otros le atribuían ese papel. La comunicación entre las autoridades coloniales y los indígenas, lo mismo aquellos que vivían en las doctrinas franciscanas que los "apóstatas y herejes" de La Montaña, por lo general se realizaba teniendo como principal conducto a los frailes de san Francisco.53

La vocación misionera de los frailes franciscanos sufrió un duro golpe cuando fueron despojados del espacio que, hasta entonces, les había permitido mantener vivo su ideal evangelizador. La Montaña, zona conocida como "la región de los apóstatas" por estar habitada por indígenas rebeldes a la colonización española, había sido el destino obligado de aquellos frailes que aspiraban a engrandecer la herencia misionera franciscana a través de la conquista de nuevas almas para la Iglesia y nuevos súbditos para el rey.

Sin la actividad misionera como catalizadora de energías e ideales y sin la posibilidad de ampliar su área de influencia, los frailes se enfrascaron en violentas luchas internas que superaron ampliamente las querellas de la pasada centuria. A la pérdida de prestigio ocasionada por sus continuos escándalos y conflictos, se unió la línea secularizante adoptada por la monarquía borbónica. Sin embargo, la razón que había convertido a la provincia franciscana en un elemento indispensable del sistema colonial continuaba vigente: mantener a la numerosa población indígena bajo los márgenes establecidos por la Iglesia y el Estado seguía siendo una tarea tan necesaria como compleja, pese al tiempo transcurrido desde su conquista.

 

Jacinto Canek, milagro franciscano, maldición de clérigos

En muchos de los curatos de clérigos hallé idólatras, hechiceros y cómplices en esta última rebelión que tuvieron negando a Dios y a vuestra majestad [...] y no conocían por su rey ni legislador más que al monstruoso idólatra Canek [...] Nada de esto hallamos en los curatos y pueblos que están al cuidado de los regulares, antes si bien me consta andaban cómo a porfía sobre quienes habían de ser los primeros en salir contra los rebeldes en defensa de la ley de Jesucristo, fidelidad y obediencia a vuestra majestad, su rey y señor.54

Esta afirmación resume, de manera contundente, una realidad clara a la vista de los yucatecos aún impactados por el levantamiento liderado por Jacinto Uc de los Santos, mejor conocido como Jacinto Canek: mientras los franciscanos cumplían con creces su misión de asegurar la fidelidad indígena a ambas majestades, los clérigos habían fracasado estrepitosamente en el cumplimiento de su deber. Lo que resulta sorprendente es que su autor sea el obispo de Yucatán, cabeza de la Iglesia diocesana y prelado máximo de la clerecía. Si bien fueron muchos los obispos que elogiaron los esfuerzos pastorales de los frailes, es probable que desde los lejanos tiempos de fray Diego de Landa ningún prelado diocesano pronunciara una apología tan entusiasta del trabajo franciscano, pero más significativo aun es que ésta se realizara en una época marcada por las reformas Carolinas que tanto habían cuestionado la labor de las órdenes religiosas.

¿Qué había pasado en Yucatán para que el prestigio franciscano resurgiera con fuerza inusitada y el de la clerecía se derrumbara con el mismo estrépito?

El mapa de la rebelión no dio lugar a equivocaciones: era territorio administrado exclusivamente por el clero secular. Teniendo como centro el pueblo de Cisteil, parcialidad de Tixcacaltuyub, Canek encontró seguidores en los curatos vecinos de Sotuta y Chikindzinot, todos ellos en manos de sacerdotes diocesanos. En los meses y años que siguieron a la revuelta, todavía era posible encontrar fieles a la causa de Jacinto Uc entre los habitantes de las doctrinas seculares de Yaxcabá, Kikil, Chunhuhub, Sacalaca, Tihosuco y Peto, tal y como puso de manifiesto el obispo fray Antonio Alcalde en 1765.55

Las críticas efectuadas a la labor de los clérigos y las medidas adoptadas por las autoridades civiles y eclesiásticas revelan que, para los yucatecos, una de las claves de la rebelión se encontraba en el debilitamiento de la actividad pastoral de la clerecía. Según el rector del Colegio jesuita de Mérida, "por la escasez de sacerdotes comenzó en aquel pueblo [Cisteil] a no dárseles misa sino de 15 en 15 días, ellos también comenzaron a hacer juntas perniciosas, a desenfrenarse, a dar en hechicerías y otras maldades, hasta sacudirse el yugo en la manifiesta sublevación".56 El obispo Alcalde acusó a los clérigos de descuidados y negligentes, de abandonar los pueblos a su cargo y dejarlos en manos de sus tenientes de cura que, "por la mayor parte [están] llenos de crasísimas ignorancias".57

Ante la necesidad de recobrar a sus ovejas seducidas por "el monstruoso idólatra Canek", la Iglesia yucateca impulsó una nueva cruzada evangelizadora que encargó a los frailes de san Francisco, los cuales regaron sus prédicas por todo el Obispado, incluyendo las doctrinas administradas por la clerecía diocesana, entre las que se encontraban algunas recientemente secularizadas.58 Su actuación durante y después de la revuelta de Jacinto Canek permitió a la provincia franciscana ofrecer suficientes argumentos para detener el proceso secularizador en su contra, el cual había puesto en marcha el obispo fray Ignacio de Padilla, apoyado en las reales cédulas de 4 de octubre de 1749 y febrero de 1753.59 Entre 1754 y 1757 los franciscanos perdieron nueve de sus 30 curatos de indios, entre ellos los de San Cristóbal de Mérida, San Francisco de Campeche y San Bernardino de Sisal. Frente al panorama revelado por el levantamiento de Cisteil, gobernador, obispo, cabildos civiles y otras personalidades destacadas suplicaron al rey suspendiese las secularizaciones por las perniciosas consecuencias que podrían seguirles. Ante tan unánime clamor, el 20 de octubre de 1767 el Gobierno de Madrid decidió dejar a los franciscanos en la posesión libre y pacífica de los curatos que aún conservaban.60

La revuelta de Jacinto Canek no pudo llegar en momento más oportuno para rescatar a los franciscanos de una inminente debacle.61 Por si fuera poco y para que a todos quedara claro que la providencia sostenía entre sus manos el cordón franciscano, la victoria final contra los rebeldes se dio en un día en que se festejaba a san José, bajo cuyo amparo se encontraba la provincia franciscana. Por esa razón, el patriarca de los franciscanos fue nombrado también protector de la Gobernación.62 En unos cuantos años, los frailes habían conseguido resurgir de sus cenizas como el ave fénix y recuperar su perdido sitial de baluarte del régimen colonial en Yucatán.

Pero, ¿fue la negligencia de los curas seculares un factor determinante en el levantamiento de Canek? Si bien, como hemos visto, para los contemporáneos yucatecos la respuesta sería sí, debemos recordar que la región tenía una añeja tradición rebelde, la cual difícilmente tendría alguien presente en 1761. Fue el foco de la gran alianza que protagonizó el levantamiento de 1546-1547, última gran manifestación armada de la resistencia maya a la conquista hispana. Tampoco ninguno de los que vivían en 1761 podría saber que de las provincias de oriente partiría el movimiento que, desde 1847, incendiaría a Yucatán, mejor conocido como "Guerra de Castas".63 En la región se encontraban establecidos los linajes mayas de más rancio abolengo, quienes fueron los que más encarnizadamente se opusieron a la ocupación española.64 Estos grupos compartían lo que López Austin y López Luján han denominado "ideología zuyuana", que pugnaba por mantener vivo el "fundamento étnico del poder".65 Sin embargo, a pesar de reconocer el indudable sustrato cultural de la sublevación de Canek, creemos que las omisiones de los curas clérigos jugaron un papel importante en los sucesos de Cisteil.

Antes de establecerse en dicho pueblo y proclamarse rey y esposo de la Virgen, Jacinto Canek ya había revelado su "real investidura" en otros pueblos, como Chikindzinot y Tiholop. En Cisteil permaneció varios días, durante los cuales recibió el reconocimiento de las autoridades del pueblo así como de los cabildos de localidades vecinas; cuando la muerte de un comerciante español por orden suya prendió la voz de alarma entre las autoridades españolas, la aventura de Jacinto llevaba más de un mes.66 Durante ese lapso, los curas diocesanos, encargados de vigilar el mantenimiento del orden público y la fidelidad a Dios y al rey. "brillaron" por su ausencia. Encendida la llama de la violencia, los clérigos de la región reaccionaron del mismo modo que en ocasiones similares suscitadas a lo largo del pasado siglo XVII y por lo cual habían sido ampliamente criticados por los franciscanos: huyeron lo más lejos que pudieron.67 Según declaraciones de uno de los doctrineros establecidos en la cabecera del curato, se quedó solo "por idos mis compañeros fugitivos". El mismo testigo aguantó tres días entre los rebeldes y luego puso tierra de por medio.68 Uno de los curas que salió de Cisteil llegó ante el capitán a guerra de Sotuta reclamando su intervención por haberse sublevado los indios; con esto se aprecia que quien debió ejercer de mediador no hizo intento alguno por calmar los ánimos ni de indios ni mucho menos de españoles.69

La actitud de los clérigos refleja la poca confianza que tenían en su ascendiente sobre sus feligreses indios y. más aún. su escasa capacidad para controlarlos. Con su partida de la zona conflictiva se rompió cualquier posibilidad de estabilizar la situación de manera pacífica, pues para negociar se necesitan interlocutores reconocidos por ambos bandos y ese papel, en el Yucatán colonial estaba reservado a los eclesiásticos. Sin mediadores autorizados, entre indígenas y españoles la única voz que lograría levantarse e imponer su ley sería la de las armas.

 

Reflexiones finales

Para diferenciar los edificios franciscanos de los de clérigos diocesanos basta con encontrar el símbolo que los distingue y caracteriza: el cordón franciscano que rodea cualquiera de los escudos seráficos y la corona de san Pedro que preside las iglesias de la clerecía. Sin embargo, más que la corona pontificia es el cordón franciscano la imagen que mejor simboliza la multiplicidad de funciones que el régimen colonial adjudicó a los curas doctrineros: "acordonar"a los pueblos de indios, marcando los límites entre indios cristianos y bárbaros y estableciendo las diferencias entre los mundos español e indígena, pero sin olvidar tender los necesarios lazos de unión entre ellos; "sujetar" a la cultura indígena dentro de los márgenes permitidos por la "policía y civilidad cristiana" y, con ello, "amarrar" su fidelidad a Dios y al rey.

Las virtudes del cordón franciscano reaparecieron con toda su fuerza gracias a la revuelta de un indio mesiánico, que encarnaba los temores y recelos acumulados por los españoles durante sus dos siglos de dominio sobre los mayas yucatecos. Sin entrar en la discusión de si fue una verdadera revolución cultural o un simple accidente magnificado por los miedos hispanos, lo que aquí nos interesa es apreciar la legitimidad que la mediación eclesiástica tenía en el mundo colonial y que sólo sería erosionada, mas no eliminada por completo, por el avance del Estado moderno.

El capital social acumulado por los distintos sectores eclesiásticos no fue fortuito ni providencial, sino que estuvo determinado por las estrategias que emplearon para acercarse a los distintos grupos sociales y tender, según fuera el caso, las murallas o los puentes entre ellos. Reconocer la naturaleza y el proceso de elaboración de estos vínculos resulta necesario si es que queremos comprender la relación entre gobernantes y gobernados, conquistados y conquistadores y habitantes de "intra" y "extramuros". Más aún si, como alguna vez señaló Jean Meyer, Yucatán es, como el resto de México, "hijo de cura", debemos buscar la influencia clerical en la construcción de las identidades de los distintos grupos que conformaron el universo colonial. Por citar un ejemplo, el modelo planteado por Nancy Farriss respecto a la supervivencia como una empresa colectiva de los mayas yucatecos, con el culto a los santos como columna vertebral, requiere de un cura lo suficientemente negligente y pasivo como para dejar a la élite indígena la total responsabilidad del culto; sin embargo, este modelo choca con las evidencias que muestran que las iglesias y los santos mejor atendidos eran los de las doctrinas franciscanas, en donde el religioso doctrinero insistía en vigilar e intervenir en todo lo relativo al cuidado, limpieza, ceremonias, fiestas y convites celebrados en honor al santo tutelar.70

Así también estaríamos en posibilidad de analizar la transición llevada a cabo en el siglo XIX donde, aun antes de las reformas liberales, en el drama yucateco la Iglesia había perdido su papel protagónico para desempeñar uno de soporte. El papel secundario otorgado a la Iglesia durante la Guerra de Castas en poco recuerda al que se le había adjudicado años antes durante la revuelta de Jacinto Canek, donde distintos sectores eclesiásticos —clérigos y franciscanos— se habían desempeñado en los papeles, contrastantes pero estelares, de villanos y salvadores. Y tal vez llegaríamos a la conclusión de que el director ya había decidido su reparto cuando eliminó de la obra al actor que portaba un hábito, un rosario y, sobre todo, un cordón.

 

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Notas

1 Esta zona, conocida durante la Colonia como La Montaña —acepción genérica con la cual se nombraba a las tierras que permanecían fuera del control hispano—, era una región montuosa, de contornos geográficos más bien difusos.

2 Acorde con el lenguaje de la época y porque sigue siendo bastante generalizado el término "clérigos" lo usaremos sólo para referirnos a los miembros del clero secular.

3 Con el nombre de clero secular se conoce a los sacerdotes católicos que no viven en monasterios sujetos a una regla, ya sea que hubiesen recibido las órdenes mayores -obispos presbíteros, diáconos y subdiáconos— o las órdenes menores — acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y tonsurados (Martínez Ruiz, 1998: 75 y 76).

4 Visita que los obispos deben realizar a Roma para informar del estado temporal y espiritual de su Diócesis (Martínez Ruiz, op. cit.: 266).

5 Sobre el Real Patronato, véase Hera (1992: 63-79) y Dougnac (1998: 201, 204).

6 El clero regular está compuesto por todos aquellos hombres o mujeres sujetos a una regla. Según los votos que profesa cada uno de ellos, se diferencian tres grupos: órdenes religiosas, que son aquellas que juran votos solemnes; congregaciones religiosas, que sólo tienen votos simples, y sociedades de vida común, compuesto por los institutos cuyos miembros no están ligados a voto alguno (Martínez Ruiz, op. cit.: 75).

7 Buena parte de los privilegios concedidos a las órdenes religiosas en América se encuentran en la bula del 9 de mayo de 1522, conocida como la "Omnímoda" (García Añoveros, 1990: 80 y 81).

8 Si bien con el tiempo la diferencia entre parroquias y doctrinas tendió a difuminarse. por lo general se conocía como parroquias a los curatos de españoles o cristianos viejos y doctrinas a los curatos indígenas, pues los indios, por ser recién nacidos a la fe, eran asimilados a los niños de doctrina.

9 En el caso de las órdenes misioneras, su propiedad de los curatos de indios era interina y estaba sujeta a la voluntad real. Por su parte, las órdenes hospitalarias eran sólo administradoras pero no dueñas de hospitales, toda vez que éstos pertenecían al regio patrono.

10 Durante el período colonial, el término secularizar se usaba para indicar el traspaso de funciones del clero regular al clero secular.

11 Acerca de los métodos de control indirecto sobre la Iglesia, véase Farriss (1995, caps. I y II).

12 Un magnífico ejemplo del acelerado declive de una poderosa provincia de regulares, la de franciscanos de Santiago de Jalisco, se encuentra analizado en Torre Curiel (2001).

13 Sobre el proceso de organización y desarrollo de la provincia franciscana de Yucatán, véanse González Cicero (1978) y López Cogolludo (1995).

14 Sobre las transformaciones en los objetivos de la Iglesia mexicana, véase Taylor (1999). Acerca de la campaña contra Cayut. véase Rocher Salas (2002, cap. VI, apartado 4).

15 Representación de fray Casimiro de Villa. Noviembre de 1795. AGNM. colegios, vol. 42 f. 80. Las cursivas son mías.

16 En la visita pastoral llevada a cabo entre 1782 y 1788 por el obispo fray Luis de Piña y Mazo, quedó de manifiesto la vigencia de elementos culturales indígenas tales como la lengua —incluso los indios que vivían en los barrios urbanos de Mérida y Campeche eran únicamente mayahablantes—, los ritos propiciatorios para la lluvia y las cosechas y algunos rituales y oraciones para enterrar a sus muertos (Archivo Histórico del Arzobispado de Yucatán —en adelante AHAY—. Visitas Pastorales, vols 1-4).

17 El gobernador de Yucatán Lucas de Gálvez al rey. Mérida. 18 de mayo de 1792. Archivo General de Indias (en adelante AGI), México 3072.

18 Durante el siglo XVIII, considerar la falta de ortodoxia en las prácticas indígenas como meras supersticiones de niños ignorantes era una posición generalizada entre el clero secular mexicano. Véase Taylor (1999: 34, 35, 89-101).

19 AHAY, Visitas Pastorales, vol. 1, exp. 11.

20 Ibid., exp. 12.

21 Ibid., exp. 9.

22 Ibid., exp. 10.

23 Entre los pocos sacerdotes seculares que tuvieron intervenciones destacadas en la persecución de idólatras, se encuentran Pedro Sánchez de Aguilar y Alonso de Lara, quienes desplegaron su acción en las provincias del oriente yucateco durante las dos primeras décadas del siglo XVII (Bracamonte, 2001, caps. 3 y 4). Desde entonces, hubo que esperar varias décadas para ver nuevamente a clérigos en misiones de conquista y reducción Jones. 1998: 69-91).

24 Sobre los problemas internos y externos franciscanos, véase Rocher Salas (op. cit., caps. V y VI).

25 Véanse los argumentos de fray Francisco de Ayeta y fray Casimiro de Villa para justificar el derecho franciscano de poseer y disfrutar de los beneficios derivados de las doctrinas de indios, aun cuando entre sus discursos media un siglo de diferencia (Ayeta. 1694). Las representaciones del padre Villa pueden verse en AGNM, Colegios, vol. 42.

26 Entre los aspirantes a beneficios eclesiásticos estudiados por Fallow en el período 17501800, sólo uno manifestó como un dato importante en su hoja de méritos el haber extirpado la idolatría en su distrito (Fallow, 1979: 106).

27 San Pedro es considerado el patriarca del clero diocesano.

28 En 1601, el padre Pedro Sánchez de Aguilar hacía la apología de estos compromisos para justificar el derecho de la clerecía a las doctrinas administradas por franciscanos: "teniendo como tienen hermanas doncellas pobres, las han amparado y amparan, casándolas y dotándolas por no tener, como no tienen, otro remedio". Memorial del pleito que sigue la clerecía de la provincia de Yucatán con los religiosos de la orden de San Francisco de la misma provincia sobre diez beneficios o curatos de indios. Real Academia de la Historia (en adelante RAH), Jesuitas, CLVI, 17. f. 129.

29 Véanse las recomendaciones realizadas por los obispos Piña y Mazo y Estévez Ugarte durante sus visitas pastorales de 1782-1788 y 1804-1805, en AHAY, Visitas Pastorales.

30 Sobre el ausentismo de los curas seculares, véase "El obispo fray Antonio Alcalde al rey. Yucatán, 8 de febrero de 1765", AGI, México 3019. Nancy Farriss ha señalado el creciente desinterés del clero secular en atender personalmente sus parroquias indígenas, lo cual posibilitó el control por parte de la élite maya sobre el culto a los santos, que ella considera vital en el esquema maya de supervivencia colectiva (1992: 497-523).

31 La Orden de San Francisco nació en el siglo XIII con los ideales de seguir el Evangelio al pie de la letra, prestar total obediencia al papa, practicar la castidad y pobreza absolutas y tener como principal ocupación la predicación de la palabra divina (Cantera Montenegro 1998- 34 y 35- Rubial, 1996: 15-20).

32 Rocher (2003: 74-95).

33 Véase Carta de Francisco de Bazán, gobernador de Yucatán. 24 de julio de 1656, en AGI. México 360, documento 52. Debemos señalar que, si bien es muy probable que haya habido frailes participando en negocios ajenos a su hábito, hasta el momento no hemos encontrado denuncias acerca de franciscanos que, a título personal, se viesen involucrados en "tratos y contratos".

34 Conviene mencionar que la desproporción entre prelados y operarios franciscanos se acentuó a partir de finales del siglo mi, probablemente a causa del desmoronamiento del ideal misionero provocado por la pérdida de La Montaña como espacio de misión, el cual fue entregado al clero secular.

35 Sobre la mala distribución de los ingresos franciscanos, véase la Resolución del Comisario General de la Nueva España dirigida a los padres de provincia de las provincias del Santo Evangelio, Guatemala y Yucatán. Convento de Querétaro, 22 de julio de 1726. BMNAH. Fondo Franciscano, vol. 64 fs. 10 y 11.

36 Hasta 1751, cuando se abrió el Seminario de San Ildefonso y, principalmente, 1767, año de la expulsión de los jesuitas, los clérigos diocesanos estudiaban en los colegios de la Compañía de Jesús, entre cuyo personal es difícil encontrar nativos de la región. Véase la negativa del rector del colegio jesuita de Mérida a tomar bajo su cargo algunas doctrinas franciscanas, argumentando que ninguno de sus profesores conocía el maya ni las costumbres locales. Mérida, 16 marzo de 1702. AGI. México 1035.

37 Muchas de las numerosas gramáticas y descripciones de las costumbres y tradiciones mayas no tenían como fin la publicación, sino simplemente instruir a los propios frailes. Son numerosas las referencias de religiosos que hacían sus propios "calepinos" o "cuentecitos" para ayudar en las tareas de evangelización (Ayeta, op. cit.; López Cogolludo. op. cit.. libro noveno, cap. XV).

38 Al respecto, véanse las biografías de destacados religiosos reseñadas por Cogolludo en su ya citada Historia de Yucatán.

39 Información presentada por fray Francisco de Páramo, procurador de la provincia de San José de Yucatán. Junio de 1660. AGI, Escribanía 308A, pieza 16.

40 Razón de los individuos que mantiene y encierra esta provincia seráfica de San José de Yucatán; sus conventos, anexos e iglesias auxiliares. 12 de octubre de 1795. AGNM, Colegios, vol. 42 exp. 14.

41 Cogolludo dedica varios capítulos de su Historia de Yucatán a describir la religión prehispánica, particularmente la suntuosidad de los templos y de las ceremonias (op. oí., libro IV). Sobre las motivaciones pastorales que llevaron a las órdenes religiosas a construir los más hermosos y llamativos templos, véase Ricard (1999: 271-273).

42 Farriss (1992: 501, 502).

43 En uno de los tantos episodios de la lucha entre obispos y franciscanos, el fiscal del Consejo de Indias alabó el buen estado de las iglesias franciscanas, en contraste con las del clero secular, las cuales se encontraban en malas condiciones, pues de sus ministros "ninguno ha cuidado de su reedificación y decencia". Madrid. 3 de junio de 1756. AGI. México 1031.

44 Algunas declaraciones sobre indígenas que se mudan a curatos franciscanos alegando la hermosura de sus iglesias, puede verse en Testimonio de las Probanzas Originales que se hicieron en virtud de cédula de su majestad a favor de la Sagrada Religión de San Francisco por el año de 1647 por antedichos escribanos. AGI, Escribanía 308A, pieza 7.

45 Para 1697, de los 30 conventos franciscanos, 21 eran administrados por indígenas. Informe latino y docto para remitir al Capitulo general en cumplimiento del estatuto de victoria, informando las capellanías y dotaciones de todos los conventos y sus fundadores, y el establecimiento de las conversiones, con certificaciones del difinitorio a 1° de diciembre de 1797. Biblioteca del Museo Nacional de Antropología e Historia (BMNAH), Fondo Franciscano, vol. 160, ff. 103-116.

46 En las visitas pastorales de 1705, 1709, 1782 y 1804. sólo tenemos referencias a dos frailes doctrineros acusados de maltratar a sus feligreses; uno más fue denunciado por tener "comunicación deshonesta" con una mulata y permitir las casas de juego, denuncia realizada por vecinos hispanos, ya que las autoridades indígenas no manifestaron queja o agravio alguno. Por su parte, en el caso de los curas diocesanos son varios los señalados por sus abusos y negligencia en el trabajo pastoral, incluso dos de ellos fueron separados de sus cargos a causa de su mala administración, medida extrema poco practicada por los diocesanos yucatecos. Véase Visita del Camino de Sahcabchén, Años 1705-1706. AGI, México 1036. AHAY, Visitas Pastorales, vols. 1-4.

47 Debemos señalar que si bien llegaron a presentarse disturbios en doctrinas al cuidado de los frailes de san Francisco, principalmente en los años inmediatamente posteriores a la conquista, éstos se debieron a excesos de terceros, quienes solían acudir a los religiosos en busca de su protección (López Cogolludo. op. cit.. libro noveno, cap. I y libro undécimo, cap. XXII).

48 Tumultos por abusos de los curas diocesanos se encuentran en las historias de Nicolás de Loaiza. beneficiado de Popolá, que en 1670 huyó y nunca volvió a su curato, y de su sucesor Antonio Yañez, quien tuvo que buscar refugio en el convento de Sahcabchén, para evitar ser asesinado por sus enfurecidos feligreses. AGI, Escribanía 308A, piezas 18 y 30, documento 9.

49 Por citar un ejemplo acerca de esta percepción, tenemos las palabras del gobernador Marques de Santo Floro, acerca de que "padeciera mucho esta provincia si no hubiera esta santa religión" (apud Ayeta, op. cit., 69). Antes del levantamiento de Canek, las criticas a la secularización emprendida por el obispo Padilla manifestaban ese mismo sentir. Véanse las representaciones del Teniente Auditor de Guerra de Valladolid. el Cabildo de Mérida y el Protector General de los Indios con motivo de la secularización del curato de Motul. AGI. México 2601.

50 Véase las probanzas y testimonios sobre misiones de reducción y evangelización. así como entradas pacificadoras, contenidas en AGI. Escribanía 308A.

51 Es el caso de la zona de La Montaña, donde los frailes se adentraban sin mayor compañía que su hábito cordón y rosario. Incluso, durante los siglos XV, y XVII. fueron abiertamente opuestos a que la cruz fuese seguida de la espada, pensamiento acorde con su aún vigente ideal de una comunidad regida únicamente por frailes y con la doctrina cristiana como ley. Sobre las misiones a La Montana, véase Chávez Gómez (2000) y Bracamonte (2001).

52 Un buen ejemplo de esta estrategia la encontramos en el motín de Tekax relatado por Cogolludo (op. cit., libro noveno, cap. I).

53 Por ejemplo, véase: Testimonio de que los indios del partido de Usumacinta escribieron al R P. Fray Cristóbal Sánchez en 30 de diciembre de 1671 para que fiiese a administrarles los santos sacramentos y les recibiese una petición para que el gobernador los amparase. Testimonio de la carta que los indios de La Montaña escribieron al gobernador don Fernando Francisco de Escobedo para que la recibiese debajo del amparo real con las condiciones que expresan. Respuesta que dio el gobernador a dichos indios y condiciones con que los admitió. Certificación de que dichos indios vinieron con el padre fray Cristóbal Sánchez a presentarse ante el gobernador con dicha carta o petición. Enero de 1671. El obispo. Deán y Cabildo de la Iglesia de Yucatán con la Religión de San Francisco... , Pieza 29. Pieza 30, documentos 8 y 10.

54 El obispo de Yucatán al rey; 8 de febrero de 1765. AGI, México 3019.

55 Ibid.

56 El rector del Colegio jesuita de Mérida al Rey. ACNM, Archivo Histórico de Hacienda, vol. 106. exp. 20. Cisteil se encontraba en la región de Sotuta-Yaxcabá, zona que desde fines del siglo XVI estaba bajo administración de clérigos seculares (Cerhard, 1991: 68).

57 El obispo fray Antonio Alcalde al Rey. Yucatán. 8 de febrero de 1765. AGI. México 3019.

58 Rocher Salas (2002. cap. VI. apartado I).

59 La real cédula de 4 de octubre de 1749 ordenó que todas las parroquias o doctrinas sujetas al clero regular en las diócesis de Lima y México pasaran a manos del clero secular, por otro real mandato de febrero de 1753 se extendió el proceso de secularización a todos los obispados del imperio español en Indias.

60 Sobre el proceso de secularización de curatos en Yucatán, véase AGI, México 2. 601.

61 Aunque las protestas por la violencia del proceso secularizador se habían presentado antes del levantamiento de Jacinto Canek, era difícil que hubiesen llegado a buen puerto, si consideramos que en otras regiones de la Nueva España hubo reacciones similares, pero con resultados mucho más pobres (Brading, 1994. 1 ª parte, cap. IV).

62 Carta de Agustín Palomino a su provincial Pedro Reales. Campeche. 31 de diciembre de 1761. AGNM. Jesuitas, vol. 1-12, exp. 613. f. 3651.

63 Chamberlain (1982: 245-250); González Navarro (1970).

64 Fernández (1990: 23-25).

65 Citado por Bracamonte (op. cit.: 35).

66 Patch (2000: 153-163).

67 Testimonios sobre abandono de sus doctrinas por parte de los clérigos pueden encontrarse en AGI, Escribanía 308A, piezas 18 y 30.

68 Fallow (op. cit.: 32).

69 No ha sido Justo Sierra O'Reilly el único en adjudicar al relato exagerado del teniente de cura en Listen la culpabilidad por la excesiva reacción española (1995: 403, 404). Un autor contemporáneo como Fallow asegura que la actuación del eclesiástico estuvo guiada por el miedo lo que le impidió actuar con mejor juicio (op. cit.: 31, 32).

70 Farriss (op. cit., cap. 11). Sobre el descuido en las iglesias de la clerecía, véase la visita pastoral a los curatos de Hecelchakán y Sahcabchén, cuyas iglesias auxiliares, imágenes y altares se encontraban abandonados y poco aseados, en AHAY. Visitas Pastorales, vol. 5, exp. 66, 72.

 

Información sobre la autora

Adriana Rocher Salas. Mexicana. Doctora en Geografía e Historia por la Universidad Complutense de Madrid, actualmente es profesora investigadora de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Campeche. Ha enfocado sus investigaciones hacia el estudio de la actividad desarrollada por las diferentes órdenes religiosas que se establecieron en la península de Yucatán durante el período colonial, publicando sus resultados en revistas de España y Colombia. Entre los últimos pueden citarse "Los síndicos de san Francisco: administradores seglares para bienes espirituales" (2003) y su tesis doctoral La actividad de las órdenes religiosas en Campeche. Siglo XVIII (2002).

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