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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.68 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.22201/iih.24486922e.2023.68.77746 

Artículos

Conflictividad y poder eclesiástico en el arzobispado de Manila, 1635-1641

Contentiousness and Ecclesiastical Power in the Archbishopric of Manila, 1635-1641

Alexandre Coello de la Rosa* 
http://orcid.org/0000-0001-5079-6180

*Universitat Pompeu Fabra (España) Departamento de Humanidades alex.coello@UPF.edu


Resumen

Entre 1635 y 1641 el gobernador de Filipinas, Sebastián Hurtado de Corcuera, y el arzobispo de Manila, fray Hernando Guerrero, mantuvieron un agrio enfrentamiento, con ramificaciones en la Real Audiencia, el cabildo eclesiástico y las órdenes religiosas, el cual finalmente tuvo dramáticas consecuencias para ambos. En este artículo se estudia la conflictividad política y eclesiástica a partir de las fuentes coetáneas e historiográficas que narran estos sucesos. Los resultados muestran la compleja naturaleza de las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico en las Filipinas de mediados del siglo XVII y los conflictos jurisdiccionales que existían entre las instituciones coloniales en aquel periodo.

Palabras clave: Hernando Guerrero; Hurtado de Corcuera; Manila; cabildo eclesiástico; siglo XVII

Abstract

Between 1635 and 1641, the governor of the Philippines, don Sebastián Hurtado de Corcuera, and the archbishop of Manila, fray Hernando Guerrero, had a sustained bitter confrontation, the ramifications of which reached within the Real Audiencia, the ecclesiastical council, and the religious orders, and would eventually have dramatic consequences for both. This paper analyses political and ecclesiastical contentiousness based on the contemporary and historiographical sources that narrate these events. The results display the complex nature of the relationships between the secular and ecclesiastical powers in mid-seventeenth-century Philippines, as well as the jurisdictional conflicts that existed between the colonial institutions of that period.

Keywords: Hernando Guerrero; Hurtado de Corcuera; Manila; ecclesiastical council; seventeenth century

La razón de Estado llama brazos opuestos al eclesiástico

y al secular, dificultosos de componer, es verdad,

pero al fin son brazos de un cuerpo que para vivir en paz

se han de prestar y suplir las operaciones.1

Introducción

Para destacar la firme determinación y carácter que el arzobispo de Manila, fray Hernando Guerrero, OSA, quiso mostrar desde el principio de su gobierno (1635-1641), los historiadores contemporáneos han subrayado las pésimas relaciones entre éste y el presidente de la Audiencia de Manila y gobernador de Filipinas, don Sebastián Hurtado de Corcuera (1635-1644),2 y su escasa o nula sintonía con la Real Audiencia y el cabildo eclesiástico.3 Estos agrios enfrentamientos han sido tradicionalmente presentados por la historiografía eclesiástica como una disputa personal entre egos, pero a menudo se carece de una mirada crítica más allá de la filiación ideológica de quien los describe.4

Tales disputas, no obstante, no fueron ninguna excepción sino la norma en buena parte del imperio español. Como depositaria de los dos cuchillos (utrumque gladium), el pontificio y el regio,5 la monarquía hispánica nunca logró elaborar una fórmula viable que definiera la relación y delimitara las competencias entre los funcionarios de ambos poderes.6 La conflictividad jurisdiccional resultante evidenció que “las relaciones entre la Iglesia y el Estado eran, entre sí, tan dependientes como antagónicas, porque ambos pretendían la prerrogativa absoluta sobre el otro”.7 En este sentido, el gobernador Hurtado de Corcuera, caballero de la orden de Alcántara, fue siempre un celoso representante del Patronato Regio en Filipinas, lo que le llevó a enfrentarse a dominicos y franciscanos en diversos frentes y por diferentes motivos. Sus heroicas victorias militares contra Muhammad Dipatwān Qudrāt (1581-1671)8 en la región central de las islas de Mindanao (1637) y Joló (1638) han relegado a un segundo plano el estudio de los graves conflictos jurisdiccionales que hubo durante su gobierno entre el poder civil y el eclesiástico, especialmente en relación con la defensa de la inmunidad eclesiástica ante el poder secular. Éste fue, quizás, el problema interno más grave que tuvo que afrontar la administración colonial en Filipinas y que convertiría al arzobispo Guerrero en su principal adalid frente a la tiranía del gobernador.

A partir del estudio de las corporaciones eclesiásticas en Filipinas, este trabajo explora la compleja naturaleza de las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico en el siglo XVII, destacada por algunos historiadores contemporáneos,9 pero simplificada en exceso por la historiografía nacionalista de Filipinas, la cual sitúa los acontecimientos revolucionarios del siglo XIX como esenciales para la comprensión antiimperial y anticolonial de la historia.10 El análisis de los conflictos jurisdiccionales y las rivalidades entre las instituciones coloniales del siglo XVII muestra que fueron el resultado del delicado equilibrio de poderes e intereses en juego.11 A diferencia de los arzobispos de la Nueva España y sus cabildos,12 la lejanía de las islas Filipinas las convertía en espacios de frontera donde se impuso el mandato real que representaba el gobernador y capitán general.

En defensa de la inmunidad eclesiástica (1635)

Tras gobernar varios años la diócesis de Nueva Segovia, el 10 de julio de 1630 fray Hernando Guerrero (1566-1641) fue elegido arzobispo de Manila.13 Como era habitual, el rey Felipe IV dictó una Real Cédula (Madrid, 6 de agosto de 1630) por la que ordenaba al deán de la catedral de Manila, Miguel Garcetas (1625-1644), y al cabildo eclesiástico en sede vacante que “le recibáis y dejéis gobernar y administrar las cosas de ese arzobispado como dicho es y le deis poder para que pueda ejercitar todas las cosas que vos podáis hacer sede vacante en el entretanto que despachan y envían las dichas bulas que en ello tendré contentamiento”.14 Sin embargo, el cabildo no accedió. En primer lugar, porque sus miembros se sintieron decepcionados al elegirse nuevamente a un fraile y no a un clérigo.15 Por otro lado, porque el gobierno de la diócesis ya lo ejercía el obispo más antiguo de Filipinas, fray Pedro de Arce (1560-1645), quien decidió continuar en el cargo hasta que llegasen las bulas de nombramiento.16

La negativa enojó profundamente al arzobispo Guerrero, tanto por la humillación como por no poder disfrutar de los beneficios económicos ligados al cargo. Aparentemente su situación económica no era demasiado holgada. El propio rey escribió al nuevo gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia de Manila, don Sebastián Hurtado de Corcuera (Madrid, 30 de enero de 1635) solicitando información sobre la petición del arzobispo de construir unas casas para su vivienda y del costo de hacerlo.17 Al parecer, el arzobispo vivía en casas de alquiler, a lo que sumaba sus muchos gastos “por haberse de tratar con la ostentación y autoridad que requiere su dignidad sin tener más renta, aprovechamiento ni diezmos que la que yo le di de mi Real Caja”.18 Además, debió sentirse agraviado y discriminado por haber tenido que pedir un préstamo al Consejo para pagar sus bulas,19 mientras que las ayudas económicas a las órdenes religiosas eran habituales.20

Las reales cédulas y bulas ejecutoriales del arzobispo se despacharon el 24 de mayo de 1634,21 pero llegaron a Manila en junio de 1635.22 Acto seguido, el arzobispo las presentó a los oidores de la Real Audiencia, que le concedieron el correspondiente pase, y comenzó a gobernar “sin contradicción alguna su arzobispado”.23 Entró bajo palio en la capital y tomó posesión de la archidiócesis de Manila el 25 de junio de 1635, el mismo día que llegaba a Cavite el gobernador Hurtado de Corcuera,24 quien anteriormente había ejercido como gobernador de Panamá (1632-1634). Según el padre Juan Ferrando, OP, se trataba de “un hombre de talento y de grandes prendas militares” que sirvió en Flandes durante dieciséis años (1611-1627), aunque sus actos de gobierno y su proceder contra el arzobispo Guerrero no estuvieron a la altura de su posición y destino.25

“El último conquistador”, como lo definió con indisimulada admiración el jesuita Horacio de la Costa,26 se apoyó en la Compañía de Jesús desde el inicio de su gobierno,27 hasta el punto que llegó a solicitar que sólo se enviaran miembros de esta orden y ninguno de las otras.28 Esta preferencia pudo deberse a su devoción por san Ignacio o a la admiración que le despertaban la estructura y el carácter casi militar de la Compañía, acordes con su propio carácter.29 Sin embargo, probablemente su afinidad se debió más a que los jesuitas eran, en la práctica, un verdadero contrapoder en cuya alianza podía hacer frente a las otras órdenes religiosas, con la intención de someter la influencia de éstas al poder civil.

Desde el primer momento el gobernador trató de intervenir en temas que no eran de su estricta competencia. El caso del dominico extremeño fray Diego Collado (ca. 1587-1641) y sus barbados, que pretendían dividir la provincia de Nuestra Señora del Rosario en dos y convertir Manila en una base para evangelizar China y Japón, es un claro ejemplo de ello.30 El proyecto topó con la oposición del provincial de los dominicos, fray Domingo González, y sobre todo del también dominico fray Juan Diego de Aduarte, obispo de Nueva Segovia (1633-1637), y del arzobispo Guerrero, lo que contrarió al nuevo gobernador. Fue el inicio de un conflicto que se prolongaría varios años.

En un intento por recuperar el poder y vencer la resistencia de un cuerpo capitular que se había vuelto sumamente independiente, en 1635 el arzobispo Guerrero quiso imponer a Pedro de Monroy como juez provisor y vicario general del arzobispado, aunando de este modo las funciones administrativas y judiciales.31 El padre Monroy no era un desconocido. Después de ejercer como vicario del puerto de Acapulco llegó a Manila acompañando al arzobispo fray Miguel García Serrano (1620-1629). Posteriormente, fue vicario, juez provisor y subdelegado general del Tribunal de la Santa Cruzada, en detrimento de Andrés Arias Girón,32 un personaje clave en estos años, como veremos. Monroy destacó por ser un acérrimo defensor de la inmunidad eclesiástica, como demostró en el caso del contador Juan de Vega Soto [o Juan Soto de Vega] acaecido en Manila en 1623.33 Tras robar una considerable cantidad de dinero del galeón que regresaba a Filipinas, el contador se refugió en la iglesia de los agustinos para escapar de la Real Audiencia. El 5 de septiembre de 1623, los magistrados lo detuvieron y sacaron de suelo sagrado, en una flagrante violación de la tranquillitas y pax regis que debían reinar en el templo de Cristo, así como de la inmunidad eclesiástica. Ante tal situación, Monroy declaró a los magistrados públicamente excomulgados a menos que pusieran nuevamente al reo bajo custodia eclesiástica.

En opinión del arzobispo Guerrero, el comportamiento del padre Monroy en aquel asunto había sido modélico. Los templos eran lugares de asilo eclesiástico que garantizaban el amparo de las personas que estuviesen en su interior. A sus ojos, los actos de Monroy demostraban que no sólo era un buen clérigo y de vida ejemplar, sino que probablemente era el único capaz de ejercer el oficio de provisor y vicario general porque “no hay otro que pueda llenar su hueco en estas islas”, aunque añadía, con indisimulado temor, que “no me atrevo a sugerirlo porque lo ha de contradecir el gobernador [Hurtado de Corcuera] y hemos de tener muchos pleitos”.34

No obstante, el arzobispo acabó nombrándolo juez provisor. Y de nuevo, curiosamente, se vio envuelto en un caso similar al sucedido en 1623. El suceso tuvo lugar en 1635, cuando el arzobispo quiso obligar al artillero Francisco de Nava a vender una esclava, “con quien tenía mala comunicación con escándalo del pueblo”,35 a doña María de Francia, esposa de Pedro de Corcuera y Toledo, sobrino del gobernador.36 El artillero, sin embargo, se resistió a perderla, e incluso le propuso matrimonio, a lo que la esclava se negó, manifestando que prefería “la esclavitud con dueño ajeno, que el casamiento con su amo antiguo”.37 Sintiéndose humillado, el artillero aprovechó un descuido de la esclava para apuñalarla alevosamente “por los pechos y quedó allí muerta sin poderse confesar”.38 Acto seguido Francisco de Nava se refugió en la iglesia de san Agustín y el gobernador ordenó que lo sacaran por la fuerza de sagrado. Pedro de Monroy exigió la restitución del reo so pena de graves censuras, pero la respuesta fue la inmediata ejecución del artillero en el mismo atrio del convento. Irritado por no haberse respetado la autoridad eclesiástica ni el derecho de asilo, el arzobispo excomulgó al general de artillería encargado del arresto y trató de hacer lo mismo con el propio gobernador, enviando varios clérigos a su palacio, pero no pudieron entrar ante la firme oposición de los soldados de la guardia de las banderas.39

Tanto el arzobispo como su juez provisor salieron perjudicados del asunto. Pedro de Monroy, persona non grata del gobernador y de los jesuitas, fue inmediatamente desposeído de su cargo por el juez conservador del cabildo y desterrado a las afueras de Manila, donde dominicos y franciscanos le dieron asilo en sus respectivos conventos.40 Para el gobernador, Monroy era el responsable de las recientes “tempestades” que habían azotado Manila y exigió que el arzobispo lo depusiera, argumentando que hacía apuestas de juego en su casa y que no era letrado, algo que se exigía a los provisores desde tiempos del gobernador Niño de Távora.41

El arzobispo se negó y el gobernador pasó a la acción. Sabedor de las quejas que había contra un párroco destinado en la guarnición de Nuestra Señora de Tanchui (Formosa),42 ofreció al padre Monroy la capellanía mayor y el vicariato de dicha guarnición.43 Se trataba, como bien señala Horacio de la Costa, SJ, de un hábil movimiento que apelaba al Real Patronato para desembarazarse del polémico provisor, que supuestamente guiaba la mano del arzobispo.44 Sin embargo, Monroy rehusó aludiendo motivos de salud.

El arzobispo, por su parte, tampoco estuvo inactivo y respondió excomulgando al gobernador por entrometerse nuevamente en la jurisdicción eclesiástica. Hubo muchas dudas sobre la legalidad de este acto, especialmente porque el gobernador era el representante del rey. Para dilucidar esta cuestión, el arzobispo mandó celebrar una junta en Manila el 9 de octubre de 1635 con “los superiores y sujetos más graves de todas las religiones, para determinar sobre estas competencias”.45 Sin embargo, el obispo de Nueva Segovia, fray Juan Diego de Aduarte, OP, no asistió, ni tampoco la Compañía de Jesús, cuyo provincial, el padre Juan de Bueras, y el rector del Colegio de San Ignacio, el padre Luis de Pedraza (1584-1639), se excusaron por no asistir.46 Esta negativa, que Francis Galasi considera “un golpe de genialidad”,47 puso a los jesuitas en la órbita del gobernador, pero también los situó frente al arzobispo, quien “descargó contra la Compañía su cólera”.48

En primer lugar, los jesuitas fueron acusados de deslealtad a su prelado y de otras injurias manifiestas, y en la misma junta se prohibió a todos los clérigos y religiosos de Manila que asistiesen a las funciones y actos festivos que se celebrasen en sus colegios e iglesias, al igual que a los jesuitas acudir a tales eventos en la catedral o parroquias sujetas al arzobispado, ni predicar en ninguna iglesia de su jurisdicción. Igualmente, se les quitó el título de examinadores sinodales de toda la archidiócesis de Manila. En segundo lugar, el 26 de octubre de 1635, el arzobispo Guerrero dictó un auto que prohibía a los jesuitas realizar cualquier actividad apostólica fuera de sus casas, “ni en plazas ni en cuerpos de guardia, por modo de plática, o predicación”.49 Finalmente, el arzobispo acusó a los jesuitas de confesar y predicar sin licencia del prelado y les retiró la administración del curato de Quiapo y los términos de Santa Cruz, que el gobernador Hurtado de Corcuera les había otorgado aunque pertenecían al clero secular desde tiempos del arzobispo Santibáñez.50

Sin mencionar nombres, Pedro Murillo Velarde, SJ, atribuyó el rigor del arzobispo a “otros… a quien acaso quisieron hacer instrumento de sus venganzas particulares”.51 Estos otros bien podían haber sido los frailes dominicos, con quienes los jesuitas tenían numerosos pleitos por cuestiones relativas a la concesión de los grados universitarios. Al igual que el gobernador, Murillo Velarde acusó a Monroy de encender los ánimos del arzobispo, al que consideraba un hombre “timorato, religioso y humilde, mejor para el retiro de un claustro que para el manejo de negocios tan escabrosos”.52

El enfrentamiento continuó, esta vez teniendo como protagonista a un miembro del cabildo eclesiástico: el criollo Fabián de Santillán y Gavilanes, nombrado canónigo por el gobernador Juan Niño de Távora en 1629. En febrero de 1635, por intercesión del oidor de la Real Audiencia, Marcos Zapata de Gálvez, el gobernador interino Juan Cerezo de Salamanca (1633-1635) lo promocionó a la dignidad de maestrescuela53 porque su poseedor, Alonso de Campos, permanecía en la Nueva España sin tomar posesión.54 Santillán no contaba con el favor del arzobispo, que decía de él que

… no ha estudiado ciencia ninguna sino el latín, y si lo supiera bien no [sería] tan malo; siendo canónigo lo echaron del cabildo por cuatro meses porque vivía licenciosamente y daba mal ejemplo y perdía el respeto a cada paso a las dignidades por ser soberbio y poniéndome en los cantones por ser descomulgado a las veinticuatro horas no habiéndole conocido por juez, ni habiendo presentado papeles para ello como constará de los recaudos que sobre esto se envían.55

Probablemente por su cercanía al poder civil, el padre provincial de los jesuitas, Juan de Bueras (1583-1643), lo nombró juez conservador y apostólico. Según el concilio tridentino, la Compañía tenía potestad para nombrar jueces conservadores para defenderse de violencias o agravios por parte de los prelados, en este caso, del arzobispo.56 El 2 de noviembre de 1635, Santillán y Gavilanes, defensor de los privilegios pontificios, exigió al arzobispo Guerrero que en el término de seis horas anulara el auto del 26 de octubre para que los jesuitas pudieran predicar libremente en el arzobispado de Manila, so pena de excomunión mayor latae sententiae ipso facto incurrenda y multa pecuniaria de 4 000 ducados de Castilla para la bula de la Santa Cruzada. El deán y el cabildo en pleno, diversos religiosos, el proveedor y los doce diputados de la Hermandad de la Santa Misericordia aceptaron la resolución, no así el arzobispo. Por este motivo, el 4 de noviembre fue públicamente excomulgado en la tablilla, “en las partes públicas de esta ciudad y en los extramuros”, y se le impuso la multa a cuenta de su salario.57 Ante lo que consideraba una afrenta por parte de la Compañía de Jesús y los miembros del cabildo, el arzobispo acudió a la Real Audiencia en busca de protección,58 pero el 9 de noviembre el juez conservador insistió en aplicarle dichas sanciones y aumentó la multa en 2 000 ducados más si en el plazo de doce horas no se retractaba del injurioso auto.

Viendo que la situación se le escapaba de las manos, el arzobispo consultó a los dominicos de la Universidad de Santo Tomás y a los obispos de Cebú y Nueva Segovia, quienes le aconsejaron obedecer el mandato del juez. El arzobispo aceptó, no sin antes presentar una protesta formal ante el escribano real, Diego de Rueda, familiar del Santo Oficio. Según Hurtado de Corcuera, la Orden de Predicadores apoyaba incondicionalmente al prelado, utilizando la Inquisición para vengar las pasiones e incluso el púlpito, desde donde satirizaba a sus enemigos políticos. Así, lamentaba que los dominicos

dijeron otras mil cosas y sátiras contra mí y contra la Real Audiencia por haber declarado contra el gusto de los frailes, que el juez conservador no hacía fuerza y contra los padres de la Compañía de Jesús, motejándolos de herejes y contra el mismo juez conservador, llamándole canónigo de Londres, y este estilo de predicar han tenido en muchos sermones en todo este tiempo y les imitaron los padres recoletos de San Agustín, y me dicen no es nuevo porque cuantas cosas hacen los gobernadores que no se contenten luego las sacan al púlpito, haciéndole sed de venganza.59

Aunque el 10 de noviembre de 1635 el arzobispo se retractó del auto del 26 de octubre, el gobernador ordenó apresar al provisor Monroy, pero los dominicos lo escondieron en su convento.60 También ordenó prender al escribano del Santo Oficio, Diego de Rueda, para obligarlo a anular la protesta, y por ello el comisario de la Inquisición, fray Francisco de Herrera, OP, amenazó con nuevas censuras al juez conservador Santillán y al propio gobernador si no se lo entregaban. Al no hacerlo, el comisario los detuvo y envió presos a Cavite. Tal era la situación a finales de diciembre de 1635 que el arzobispo Guerrero envió a España al licenciado Francisco Montero Saavedra “para dar cuenta a su Santidad y a Vuestra Majestad de los agravios y afrentas que me hizo el juez conservador y que nombraron los padres de la Compañía de Jesús”.61

La interpretación que hicieron los jesuitas de la retractación fue, en cambio, muy distinta. Según Murillo Velarde, el arzobispo, arrepentido, les restituyó “su honra”,62 incluyendo el curato de Santa Cruz, mediante un auto de “restitución, anulación y humillación” en el palacio arzobispal de Manila.63 Asimismo, solicitó al juez conservador que le retirara la multa que le había impuesto por no poder pagarla, rogando al padre rector Luis de Pedraza que le absolviera de todas las censuras y suspensiones en las que había incurrido, lo que tuvo lugar el 28 de enero de 1636.64

La renovación del cabildo catedral y el destierro del arzobispo Guerrero (1636)

Tras aquel ominoso pleito se inauguró lo que algunos estudiosos han denominado la “era Corcuera”.65 Los jesuitas se mantuvieron fieles al gobernador, mientras que el arzobispo Guerrero, como contrapeso, trató de imponer su autoridad en la designación y reforma del cabildo eclesiástico de Manila, con el fin de extirpar las irregularidades y escándalos que, a su juicio, se habían producido durante la anterior sede vacante.

No obstante, el fuerte carácter del arzobispo le hacía chocar prácticamente con todos los religiosos, salvo con los frailes dominicos y agustinos, quienes, según el gobernador, le aconsejaban mal y guiaban sus acciones contra el poder civil. Para Hurtado de Corcuera, la actitud del prelado era “áspera, rígida y desabrida”, señalando que “en diez meses que gobierna la iglesia no me ha dejado de inquietar y perturbar la paz en todos ellos”.66 A diferencia de sus antecesores, el arzobispo no tuvo ninguna sintonía con el gobernador ni con la Compañía de Jesús,67 y sus relaciones con el cabildo fueron asimismo tempestuosas, a cuyos “canónigos y dignidades [decía el gobernador] tenía bien amenazados por no haberle querido recibir antes de venir las bulas”.68 Un ejemplo lo ilustra.

El 12 de abril de 1634, Jueves Santo, el arzobispo Guerrero se encontraba en el coro de la catedral para la ceremonia del lavatorio de pies a doce sacerdotes, rememorando la Última Cena. Vestido de pontifical, ordenó cantar a los músicos, pero faltaban el sochantre y otras muchas dignidades del cabildo, como el arcediano Francisco de Valdés. El arzobispo montó en cólera y los afrentó públicamente.69 En palabras del gobernador,

comenzando el oficio le dio tan grande cólera (que lo es sumamente) que se quitó la mitra de la cabeza y la arrojó en el suelo, y consecutivamente las demás vestiduras las fue arrojando. Y estando desnudo se fue a su casa bufando y diciendo mil injurias a los prebendados y dejando los clérigos descalzos asentados en un banco.70

Su opinión de los capitulares, sin embargo, era desigual. El 14 de julio de 1636 el arzobispo Guerrero informó al rey Felipe IV de las dignidades y prebendas que servían en el cabildo (véase el Anexo).71 Del deán, Miguel Garcetas, comisario subdelegado general del Tribunal de la Santa Cruzada de Filipinas y primera silla coral, de más de sesenta y seis años, decía que era buen clérigo, pero que “no era graduado de ciencia ninguna”.72 Por el contrario, al chantre, Gregorio Ruiz de Escalona, lo consideraba “un hombre docto y ejemplar”.73

Por otro lado, si en algo coincidía con los capitulares era en la ineptitud del tesorero Juan de Olaso y Achótegui, de treinta y seis años, a quien consideraban ignorante y de pocas letras, por lo que no merecía ninguna dignidad. Sin embargo, era tío del maestre de campo Lorenzo de Olaso y Achótegui y, quizás por ello y por la férrea aplicación del Patronato Regio en Filipinas, el gobernador Cerezo de Salamanca le concedió la tesorería en julio de 1634 contra la expresa oposición de la iglesia catedral.74

De los cuatro canónigos existentes en aquellos momentos, el arzobispo elogió a tres de ellos. De Juan de Miranda Salazar (1585-1645), natural de la Nueva España y de unos cincuenta y nueve años de edad, decía que era “buen cantor y ejemplar ha sido muchos años mayordomo de la catedral y ha acudido muy bien y por antiguo en la dicha iglesia”.75 Del doctor Pedro de Quesada Hurtado de Mendoza, de treinta y cuatro años, señalaba que era un hombre docto y merecedor de cualquier dignidad, pero no estaba confirmado en su puesto. A Juan Fernández de Ledo, doctor en teología en la Universidad de Santo Tomas de Manila y buen predicador, el arzobispo lo nombró juez provisor del arzobispado, aunque tampoco tenía confirmada su plaza.76 El cuarto canónigo, Pedro de Ribera, que llegó a Manila como capellán del gobernador Cerezo de Salamanca, no tenía confirmada su plaza y, según el arzobispo, sus méritos eran escasos, pues con no poca sorna decía que “es bachiller, aunque lo disimula”, lo que demostraría la importancia que el arzobispo otorgaba a la formación de sus prebendados, si no fuera porque su propio juez provisor, según la opinión discrepante del gobernador, tampoco era graduado.77

Un caso muy distinto por su enorme trascendencia fue el del criollo Andrés Arias Girón, de treinta y cuatro años, hijo natural y patrimonial de Manila. Estudió teología y se graduó de bachiller, licenciado y maestro en artes. El 5 de febrero de 1626 el gobernador Fernando de Silva lo nombró cura beneficiado del partido de Balayán (Luzón), Mindoro y sus anexos, dándole colación canónica el arzobispo fray Miguel García Serrano, según el capítulo séptimo del Real Patronato, con el título de vicario y juez ordinario de aquel partido. Por su especial reputación, así como por sus buenas conexiones con el mundo civil y eclesiástico, acumuló diversos cargos: juez provisor y vicario general de la catedral, juez de testamentos y capellanías y comisario subdelegado general del Tribunal de la Santa Cruzada. Años después, en 1634, el gobernador Cerezo de Salamanca le concedió el curato de la ermita de Nuestra Señora de Guía, en Cavite. Y, por si fuera poco, el fiscal de la Audiencia de Manila lo nombró protector de los indios naturales.78 Sin embargo, sus aspiraciones siempre apuntaron al cabildo metropolitano, donde esperaba obtener una plaza permanente, como demuestra que ya el 4 de agosto de 1622 solicitara al oidor don Álvaro de Mesa y Lugo (1590-1636) la primera plaza de canónigo que hubiera vacante.79

Según Hurtado de Corcuera, Arias Girón siempre le demostró lealtad y por ello el arzobispo Guerrero lo quería mal, aunque es posible que su aversión se debiera a que no quiso renunciar al cargo de provisor en favor de su protegido, Pedro de Monroy. El arzobispo opinaba que Arias Girón había adquirido el título de maestro en artes “más por negociación que por ciencia”, lo que apuntaba directamente a la Compañía de Jesús, acusándolo además de estar emparentado con los vizcaínos, “que son los que más pueden en esta tierra”, vinculándolo así con la red clientelar del gobernador.

Asimismo, lo acusaba de ser un mal ejemplo por su modo de vida licencioso, siendo “la piedra del escándalo de esta ciudad por sus vanas pretensiones y fiado en que tiene treinta mil pesos que los adquirió en partidos de indios donde vive beneficiado con harto escrúpulo, como es público”.80

Arias Girón se defendió de estas acusaciones asegurando que habían sido manipuladas. En una carta que posteriormente escribió al rey (Manila, 27 de abril de 1638), acusó al presbítero Jerónimo de Heredia, mayordomo del arzobispo, de falsificar las pruebas de sus supuestos delitos para vengar a su patrón porque el cabildo no le permitió gobernar la sede hasta que llegasen sus bulas.81 Heredia había presentado una declaración firmada por siete indios principales del partido de Balayán en la que acusaba al visitador general de la diócesis de Manila, el canónigo Juan Maestre Briceño,82 de no haber castigado los excesos de Arias Girón y solicitaba una nueva visita para que fuera sancionado. El arzobispo admitió la petición y ordenó prender al acusado; luego la remitió a Juan de los Cobos, antiguo gobernador del obispado de la Nueva Cáceres (1626-1636),83 a quien ya tenía nombrado visitador contra el mismo Andrés Arias Girón.84

El visitador Juan de los Cobos acudió a Balayán, acto seguido publicó la visita y despachó edictos por todos los partidos de los clérigos del arzobispado.85 Según Arias Girón, los nativos declararon que la petición era falsa “porque ellos no la hicieron ni firmaron en manera alguna ni era verdadera su relación, sino todo contra verdad”.86 Prueba de ello era que uno de los indios firmantes había muerto seis meses antes de la petición. Afirmaban que el padre Heredia los había presionado para que firmaran, pero que ninguno la quiso firmar porque “el maestro Arias Girón había sido muy cabal ministro”.87 No obstante, Heredia hizo información de la vida, costumbres y procedimientos de Arias Girón con la intención de desacreditarlo.

Atendiendo a estos antecedentes, cuando en la primavera de 1636 el gobernador Hurtado de Corcuera nombró arcediano interino a Arias Girón, el arzobispo se negó a darle el título y colación canónica al considerarlo indigno para el cargo. Esta negativa fue el detonante de una de las crisis más importantes que se vivieron en Filipinas: el primer extrañamiento de un arzobispo de su sede en Manila,88 cuya expulsión refleja las dialécticas de poder existentes entre las autoridades civiles y eclesiásticas, así como los conflictos entre las diferentes órdenes religiosas, a menudo enfrentadas entre sí.

Todo comenzó con la renuncia del arcediano Francisco de Valdés por estar “enfermo y ofendido de las malas palabras que a él y a los demás capitulares [el arzobispo] decía en el coro cuando se le antojaba”.89 Valdés había intentado en diversas ocasiones renunciar al cargo por su mala salud, pero el arzobispo siempre se había opuesto aduciendo que era indispensable en el coro, al ser uno de los pocos que, según él, acudía con puntualidad. Al ser rechazada su petición, Valdés acudió al gobernador, “como patrón que es en nombre de Su Majestad”,90 quien aceptó su renuncia y, sin la aprobación del arzobispo, el 18 de abril de 163691 dio esa dignidad al “clérigo que estaba en su expectativa”,92 es decir, al padre Andrés Arias Girón, “manifestando que era una persona de letras, virtud y crédito”.93 Los capitulares apoyaron la designación por los más de once años de servicio de este personaje en oficios y cargos honrosos, “ocupándose en los ministerios de las almas y principalmente en el oficio de provisor y vicario general de este arzobispado de que dio honra”.94 Pero el arzobispo, como decimos, se negó a confirmar la dignidad.

Arias Girón acudió a la Real Audiencia suplicando que en consideración a sus servicios y a los de su padre, el capitán Ramiro Arias Girón (¿-1616), en la conquista de Filipinas y por el buen crédito de su nombre, le favorecieran, hicieran merced y confirmaran el nombramiento. Y así fue. Los ministros de la Real Audiencia certificaron que las acusaciones del arzobispo eran frívolas y sin fundamento, y debía aceptarse el nombramiento de inmediato. El arzobispo, encolerizado, reclamó su jurisdicción mediante la ejecución del auto de las temporalidades, refiriéndose contra la autoridad real y la Audiencia, según Arias Girón, “con tanto escándalo cuanto se ha entendido en el Consejo por los autos y relaciones que han venido a él”.95 Ante la negativa del arzobispo, le correspondió hacerlo al agustino fray Francisco Zamudio y Avendaño, obispo de Nueva Cáceres (1633-1639), nombrado juez apostólico delegado de apelaciones. Para el arzobispo Guerrero, Zamudio accedió “por ser grande amigo suyo y haberle regalado y dado algunas dádivas el dicho Arias Girón cuando ejercitó el dicho [cargo] de juez conservador que no se apartaba de su lado”.96 El arzobispo insistía en que la sede no estaba vacante y que este “juez intruso”, en referencia a Zamudio, no podía confirmarlo en el cargo debido a sus graves culpas, siendo antes digno de castigo que de promoción en el cabildo catedral.97

Por tanto, emplazó a Arias Girón a solicitar al promotor fiscal un informe de buena conducta o, en su defecto, que averiguase si existía algún impedimento o nulidad para su nombramiento.98 Arias Girón no cayó en la trampa y en su lugar acudió a la Real Audiencia, donde tras la muerte del oidor Álvaro de Mesa y Lugo (1636†) tan sólo quedaba un magistrado, Marcos Zapata de Gálvez, quien admitió el recurso por vía de fuerza mediante una “cédula de ruego y encargo”.99 La esperanza de Arias Girón era que la Audiencia considerara nulo y sin efecto el auto del fiscal eclesiástico y que, por consiguiente, le otorgaran la dignidad de arcediano en propiedad. El problema, según el arzobispo Guerrero, era que dicha dignidad no estaba vacante porque su propietario nunca renunció ante su patrón eclesiástico. Y si la renuncia no era válida, tampoco lo era el nombramiento.100

A pesar de estos argumentos, el magistrado Zapata insistió en que, a diferencia de los beneficios curados, que debían aceptarse o rechazarse ante sus prelados, se podía renunciar a las dignidades eclesiásticas acudiendo al patrón seglar. Así pues, no había lugar a las quejas del arzobispo y le instó a hacer nueva colación al arcediano. Nada de eso sucedió. Al contrario, el arzobispo consideró que su autoridad eclesiástica había quedado menoscabada, tanto por los clérigos y Arias Girón, que acudían a la Real Audiencia por vía de fuerza, como por los magistrados que admitían el recurso, por lo que procedió a aplicarles la Bula de la Cena (In Coena Domini), dictada por el papa Martino V (1368-1431) contra aquellos que atentaban contra la inmunidad eclesiástica, y los declaró por públicos excomulgados.101

El gobernador Hurtado de Corcuera y algunos letrados y escribanos públicos reprobaron esa actitud vengativa del prelado, cuestionaron que pudiera excomulgar ad cautelam al único magistrado en activo en la Real Audiencia102 El Concilio de Trento ya había cuestionado el excesivo número de excomuniones en asuntos judiciales, al entender que estaban más orientadas por un deseo de coerción que de corrección.103 Por este motivo, el magistrado Zapata hizo oídos sordos a la censura y acudió a la misa ordinaria que se celebraba en la Real Audiencia. El párroco, sabedor de la amenaza que pesaba sobre el magistrado, se negó a celebrarla, privándole así del derecho de comunión, pero el gobernador le obligó a darla.

Este suceso enquistó aún más los argumentos de unos y de otros. Por un lado, el arzobispo se negó a absolver al magistrado Zapata, aduciendo que había quebrantado gravemente las censuras eclesiásticas, y por otro, la Real Audiencia despachó el viernes 9 de mayo de 1636, entre las cinco y seis de la tarde, una provisión real por la que condenaba al arzobispo a pagar 2 000 ducados de multa y al embargo de todas sus temporalidades. Mucho más importante, lo declaraba “por extraño de los reinos”, conminándole de inmediato a hacer colación al clérigo Arias Girón de la dignidad de arcediano y a quitar a ambos de la tablilla.104

A pesar de que consideraba que tal provisión era una intromisión en el fuero eclesiástico, el arzobispo se comprometió a obedecerla tan pronto como el arcediano estuviese libre del impedimento canónico que lo imposibilitaba para recibir la colación de dicha dignidad. Un hábil movimiento para ganar tiempo y demostrar la incapacidad de Arias Girón para el cargo. Con tal fin, acompañó al padre Juan de los Cobos en una visita general a la parroquia de la Ermita, extramuros de Manila, donde Arias Girón ejercía regularmente, con objeto de recoger las pruebas incriminatorias que, a su juicio, había contra él, señalando que “[los indios] no se atreven estando los curas en los pueblos a decir contra ellos”.105 Recogidas las supuestas pruebas, el arzobispo ordenó su arresto domiciliario y le ordenó permanecer en las afueras de Manila, con privación de oficio y beneficio, hasta que se le avisara. Arias Girón desobedeció y el arzobispo lo declaró por público excomulgado.

El arzobispo justificó su negativa a absolver a Arias Girón por las causas abiertas contra él, pues la visita general había confirmado nuevos cargos que imposibilitaban su confirmación en la dignidad y por ello se negó a levantarle la excomunión. Para certificar su decisión, envió el mismo 9 de mayo a Cristóbal de Valderrama, notario eclesiástico, acompañado de varios testigos eclesiásticos, al palacio del gobernador para notificarle un auto que exigía deponer la provisión real, bajo pena de 4 000 ducados de Castilla para la bula de la Santa Cruzada y de excomunión mayor, latae sententiae.106 Pero el notario Valderrama, consciente de la gravedad del caso, se vio incapaz de leer dicha notificación en las dependencias del palacio del gobernador. Lo hizo al anochecer, en la esquina de las casas arzobispales, curiosamente junto a la casa de guardia del maestre de campo Lorenzo de Olaso.107

Según el testimonio de Alonso Baeza del Río, escribano público y letrado asesor del gobernador, el notario Valderrama hizo lectura de la declaración con “altas e intempestivas voces” a la luz de una antorcha, haciendo público el intervencionismo del gobernador y del oidor Zapata de Gálvez al tratar de imponer como arcediano a Andrés García Girón y obligar al arzobispo a darle colación y canónica institución. Valderrama denunciaba que el gobernador había nombrado a Arias Girón como arcediano interino precisamente cuando el arzobispo estaba lejos, realizando la visita a la parroquia de la Ermita donde García Girón ejercía.108 El arzobispo pretendía hacer valer su inmunidad eclesiástica, así como la defensa del Patronato Regio que lo habilitaba para visitar las parroquias y censurar a los malos párrocos de su diócesis frente a las intromisiones del poder civil.109

Entretanto, el gobernador y el magistrado de la Real Audiencia debían ejecutar el auto contra el arzobispo, procediendo a desterrarlo de Manila. El arzobispo, como máxima autoridad de la Iglesia en Filipinas, preparó el pontifical y la custodia que contenía el Santísimo Sacramento, traído expresamente por el padre guardián fray Juan de Piña del convento de San Francisco, con el fin de recibir a los regidores del cabildo municipal, quienes iban acompañados de Alonso Baeza del Río, escribano público y letrado asesor del gobernador. Sus intenciones eran conciliadoras, pero el argumento del prelado seguía siendo el mismo: no se podía conceder la dignidad de arcediano a un clérigo excomulgado y rebelde que tenía causas pendientes con la justicia eclesiástica.

Los regidores trataron de calmar al gobernador, pero fue en vano. El 9 de mayo de 1636, entre las ocho y las nueve de la noche, más de 60 soldados fueron a la residencia del arzobispo Guerrero, bajo el mando del alguacil mayor de la Real Audiencia y su ayudante, portando armas de fuego y antorchas encendidas. El maestre de campo, Lorenzo de Olaso, a quien el gobernador había encargado la ejecución del auto, se excusó por encontrarse “casualmente” enfermo.110 Los soldados golpearon la puerta con fuerza y apareció el arzobispo, vestido de pontifical y portando el Santísimo Sacramento en sus manos, permaneciendo de pie, delante del altar. No estaba solo. Lo acompañaban los religiosos más graves de la orden de los agustinos, franciscanos, dominicos y agustinos recoletos, así como diversos clérigos presbíteros que le eran fieles. No había, sin embargo, ningún miembro de la Compañía de Jesús, lo que por otro lado tampoco era sorprendente, teniendo en cuenta las buenas relaciones de ésta con el gobernador.111

Las crónicas destacan el suceso como uno de los más humillantes y afrentosos que se recuerdan. Con no poco escándalo, los superiores de las órdenes religiosas fueron obligados a regresar a sus conventos dejando solo al arzobispo durante toda la noche, acompañado únicamente por un esclavo negro. A pesar de los reiterados intentos de mediación, el arzobispo Guerrero, que por entonces ya frisaba los sesenta años, devolvió el Santísimo Sacramento al convento franciscano y afrontó su destierro.112

Pedro de Corcuera y Toledo, sobrino del gobernador, fue el encargado de ejecutar la pena en la madrugada del 10 de mayo de 1636.113 Al salir de la ciudad por la puerta de Santo Domingo, el arzobispo se descalzó y sacudió el polvo de sus zapatos, en una clara alusión al Evangelio de Mateo (10:14): “Y cualquiera que no os reciba ni oiga vuestras palabras, al salir de esa casa o de esa ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies”.114 Navegaron siete leguas hasta la solitaria y desierta isla de Mariveles, un lugar “que más parecía choza de ganado de cerda que casa de hombres”.115 Allí permaneció incomunicado durante veintiséis días, hasta que el 6 de junio de 1636 se decretó, “con varias condiciones”, su regreso a la capital116

La primera condición consistía en aceptar todas y cada una de las decisiones adoptadas por Francisco Zamudio, a quien Hurtado de Corcuera había nombrado gobernador en funciones del arzobispado de Manila durante el destierro del arzobispo Guerrero.117 Zamudio, partidario del gobernador de Filipinas y de los jesuitas, había absuelto al arcediano Arias Girón de la pena eclesiástica a divinis de suspensión de los oficios divinos, y levantó la pena de excomunión ad cautelam al oidor Zapata y al gobernador, lo que permitió celebrar el 11 de mayo la fiesta de Pentecostés.118 La segunda condición fue confirmar y hacer canónica colación al arcediano Andrés Arias Girón. La tercera, y no menos importante, fue que aceptara un letrado asesor o experto legal nombrado para tal efecto por el gobierno civil. El arzobispo sostenía que su jurisdicción episcopal no quedaba “embargada” por su destierro y consideraba “ilegítima” la jurisdicción espiritual que el gobernador Zamudio -a quien, recordemos, tenía por “intruso”- ejercía sobre la archidiócesis, pero aceptó las condiciones. Sea como fuere, dejó claro que aceptaba bajo presión y por el bien de sus ovejas, mientras esperaba la decisión del Real Consejo de Indias sobre su restitución.119 Fue una derrota en toda regla, pues, aunque se le permitía reincorporarse a su diócesis, lo hacía bajo la supervisión de su némesis, el gobernador Hurtado de Corcuera.

A causa de todas estas desavenencias que afectaban al Real Patronato, el gobernador escribió dos cartas al rey Felipe IV, fechadas ambas en Manila, 30 de junio de 1636. En la primera rogaba que no se pudiera excomulgar a los gobernadores, como solicitaban los dominicos, “porque declarado por descomulgado, los descontentos podrían quitarle la obediencia y levantar un motín contra el legítimo rey y señor”. Y recomendaba que, ante la experiencia vivida, los prelados no fueran frailes, sino clérigos.120 La segunda carta era más explícita, pues en ella defendía el sometimiento del poder eclesiástico al civil mediante el nombramiento de otro gobernador general.121

Asimismo, el gobernador dio poderes al jesuita madrileño Diego de Bobadilla (1590-1648)122 y al genovés Simone Cotta (1590-1649),123 nombrados procuradores en las cortes de Madrid y Roma en 1637, para que dieran buena cuenta al monarca de la actitud intransigente del arzobispo.124 A su llegada a España en 1640, Bobadilla informó al rey de los graves conflictos que habían azotado las Filipinas. Estas diligencias dieron sus frutos, como demuestra la Real Cédula de 1640 que el obispo de Arequipa, fray Gaspar de Villarroel y Ordóñez, incluye en su obra.125 Aunque en ella no se mencionan “las partes”, según Murillo Velarde “fue dirigida al Señor Guerrero” y contiene la muy severa reprimenda que el rey Felipe IV dispensó al arzobispo por no guardar la compostura y respeto a sus representantes, en especial a la Real Audiencia, como máximo representante de la autoridad real, pero sobre todo por alterar el ejercicio del Real Patronato en Filipinas.126 Con dosis calculadas de ironía, Murillo Velarde espetó que la reprimenda del rey, a juzgar por las expresiones contenidas, parecía haberse concebido en el Etna127 No le faltaba razón. A Felipe IV se le acumulaban los problemas: además de las continuas tensiones en las provincias de los Países Bajos, en 1640 tuvo lugar la independencia de Portugal y la revuelta catalana o Corpus de Sang, que provocaron la bancarrota de la Corona española. Para el rey, el gobernador Hurtado de Corcuera, veterano de los Tercios de Flandes, representaba un bastión defensivo en las fronteras de un imperio lastrado por una profunda crisis política y económica.128

A modo de conclusión

A tenor de lo expuesto, queda claro que el Estado burocrático no existía como tal en Filipinas, sino que estaba más bien representado por facciones internas que integraban gobernadores, capitanes y oidores de la Audiencia y vecinos de Manila en competencia por las esferas de poder.129 Tampoco existía un espíritu de cuerpo ni una armonía entre el arzobispo Guerrero y su cabildo eclesiástico (colegialidad), sino más bien lo contrario. La ausencia del arzobispo como cabeza efectiva del gobierno arzobispal favoreció la conflictividad capitular, agravada por las escasas prebendas existentes, lo que a menudo trajo consigo la formación de bandos y la desarticulación del cabildo, como también sucedió en otros lugares de Hispanoamérica.130

La mayoría de los historiadores coetáneos coincidieron en señalar que el destierro del arzobispo Guerrero, el “hijo del Sol de la Iglesia de San Agustín”, 131fue uno de los hechos más luctuosos en la historia de las islas Filipinas. Difieren, sin embargo, en la responsabilidad atribuida a cada uno de sus protagonistas. Los jesuitas disculparon al gobernador y destacaron, sobre todo, sus glorias militares por encima de sus errores, “porque como hombre pudo no acertar en algunas cosas, o errar en el juicio de ellas”.132 Los dominicos, por el contrario, no fueron tan indulgentes, y censuraron abiertamente el apoyo incondicional del gobernador hacia la Compañía de Jesús y su hostilidad contra el arzobispo de Manila.133

Los agustinos, igualmente, fueron también muy críticos con el gobernador. El obispo Gaspar de Villarroel definió el escándalo de Manila como “una monstruosidad, que no se efectuara si corriera el negocio por la prudencia, y cordura de una Audiencia”.134 Responsabilizaba, pues, al gobernador, a quien el también agustino Casimiro Díaz definió como un hombre “muy rígido y austero, muy tenaz en las determinaciones y casado con sus dictámenes”, que pretendía “gobernar ambos estados”.135 Su cofrade, el padre Agustín María de Castro, fue mucho más allá, criticando abiertamente a los jesuitas al afirmar “que en aquel tiempo lograron corromper al orbe todo”.136 Más concretamente, apuntaba su dedo acusador al procurador jesuita Antonio Matías Jaramillo (1648-1707) y al historiador y jurista Pedro Murillo Velarde, quienes, a su juicio, “imprimieron más falsedades que letras, más contumelias que renglones, más insultos que capítulos”.137 Como explica el agustino Paulino Díaz, la única razón plausible para explicar, que no justificar, estos enfrentamientos, fue la confusión que el Patronato de Indias introdujo en los asuntos eclesiásticos y “las exageradas pretensiones regalistas que se habían ya filtrado en todas las clases de la sociedad, sin excluir el clero”, aunque advertía que fue sólo fue el principio del feroz grado al que se llegaría en el siglo siguiente.138

Tras regresar el arzobispo Guerrero de su destierro, el rey Felipe IV escribió al gobernador (Madrid, 17 de diciembre de 1638) ordenándole que procurara mantener una buena relación con los religiosos y que procediera con la mayor templanza.139 También escribió al arzobispo (Madrid, 30 de diciembre de 1638) ordenándole que mantuviera una relación cordial con el gobernador.140 Partiendo del principio de corresponsabilidad, que diría Óscar Mazín141 el prelado mantuvo desde entonces un perfil bajo, dejando el protagonismo a sus capitulares, aunque las tensiones continuaron, como en la elección del sustituto del obispo Zamudio, fallecido el 27 de abril de 1639 en su diócesis de Nueva Cáceres. Pero esta vez la sangre no llegó al río.

Fray Hernando Guerrero falleció en su diócesis de Manila el 1 de julio de 1641 y “la ciudad entera acudió a su sepelio con grandes muestras de sentimiento y dolor por la muerte de quien fue su pastor y padre”.142 Se desconoce si el gobernador Hurtado de Corcuera asistió a las honras fúnebres. El arzobispo fue enterrado en la iglesia de los agustinos recoletos, “logrando la paz en la sepultura que no quiso o no pudo tener en su gobierno”.143

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Villarroel, Gaspar de, OSA. Gobierno eclesiástico y pacífico y unión de los dos cuchillos, pontificio y regio. 2 t. Madrid: Imp. Domingo García Morrás, 1656 y 1657. [ Links ]

8También llamado Kudarat, más conocido en las fuentes españolas como Cachil Corralat.

13Archivo General de Indias (en adelante AGI), Filipinas, 1, N. 242.

27El sacerdote ilustrado Joseph de Viera y Clavijo dijo de él que “era hijo de confesión, amigo, confidente y entusiasta de los jesuitas”. Joseph de Viera y Clavijo, Noticias de la historia general de las islas de Canaria, t. III (Madrid: Blas Román, 1776), 279.

31La función del juez provisor era asesorar personal y jurídicamente al prelado, con potestad ordinaria para juzgar las causas eclesiásticas y gobernar en su ausencia.

36Pedro de Corcuera obtuvo los cargos de sargento mayor del real campo de Manila, gobernador del parián de los sangleyes, castellano del baluarte de San Gabriel, juez de licencias generales de sangleyes y capitán de la compañía de arcabuceros a caballo, lo que refleja el nepotismo de su tío, el gobernador. Oswalt Sales-Colín, “La Inquisición en Filipinas. El caso de Mindanao y Manila. Siglo XVII”, en Inquisición Novohispana, v. 1, ed. de Noemí Quezada, Martha Eugenia Rodríguez y Marcela Suárez (México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas/Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, 2000), 261.

42Los españoles perdieron la isla Hermosa, o Formosa (Taiwán), ante los holandeses en 1642. Su pérdida fue uno de los argumentos esgrimidos por el gobernador Diego Fajardo Chacón (1644-1653) en el “juicio de residencia” que realizó a su antecesor, Hurtado de Corcuera, para encarcelarlo. AGI, Filipinas, 22, R. 1, N. 1, ff. 90r-95v. Véase también McCarthy, “Cashiering the…”, 57.

50La sentencia fue confirmada por Real Cédula el 8 de abril de 1639, pero no se obedeció, lo que causó un gran escándalo. Véase Castro, Misioneros agustinos…, 137-138, 149.

54 AGI, Filipinas, 77, N. 57. Seguramente por su apoyo, el gobernador Hurtado de Corcuera también lo promocionó a la chantría de la catedral en 1640. AGI, Filipinas, 30, N. 35.

65“With the archbishop’s departure, Jesuit privileges were reinstated. But a new sense of order now fully emerged: it was the administration of Corcuera, with his Jesuit advisors on his side.” Galasi, “Jesuits in the…”, 34.

67A pesar de ello, en 1636 certificó el cese del clero diocesano de las parroquias de Mindoro y las cedió a los jesuitas, donde organizaron siete reducciones entre los manguianes. Antoon Postma, “Mindoro Missions Revisited”, Philippine Quarterly of Culture and Society, v. 5, n. 4 (1977): 253.

82El doctor Briceño fue juez provisor y visitador general del arzobispo hasta su fallecimiento en 1635. AGI, Filipinas, 77, N. 51, f. 2r.

83En 1638 Juan de los Cobos fue nombrado canónigo del cabildo catedral de Manila. AGI, Filipinas, 1005, N. 64. Dos años después entró en la Compañía de Jesús. AGI, Filipinas, 347, L. 3, f. 42r.

110No hay que olvidar que su hijo, Juan de Olaso y Achótegui, ejercía de tesorero del cabildo eclesiástico, por lo que imaginamos que no deseaba ser el ejecutor del exilio forzado del arzobispo.

116 Murillo Velarde, Historia de la…, f. 89v; Montero y Vidal, Historia general…, 197; Castro, Misioneros agustinos…, 147.

117El arzobispo había nombrado provisor y vicario general al doctor Francisco Fernández de Ledo y por gobernador del arzobispado a fray Francisco de Paula, OP, pero el elegido fue fray Francisco Zamudio, “a quien sacó de su silla el gobernador para tal efecto”. Castro, Misioneros agustinos…, 145.

141Óscar Mazín señala la importancia de mantener relaciones armónicas entre los arzobispos y sus cabildos a partir de la corresponsabilidad en la gestión de las diócesis. En la práctica fue una vana ilusión que pocas veces se cumplió, fundamentalmente por la dinámica de promociones en el interior del cabildo. Óscar Mazín, El cabildo catedral…

145Agradecimientos: Este artículo se ha realizado en el marco del proyecto Lords of contention: ecclesiastical chapters and their archbishops in 17th century Manila, de la Universitat Pompeu Fabra y el Programa icrea Acadèmia 2020. Agradezco a Luis J. Abejez su atenta lectura y valiosos comentarios.

ANEXO

Cabildo eclesiástico de Manila, 1635-1641 

Arzobispo Hernando Guerrero (arzobispo de Manila, 1635-1641†)
1635 1636 1637
Deán Miguel Garcetas (1625-1644†) Miguel Garcetas Miguel Garcetas
Arcediano Francisco de Valdés Andrés Arias Girón Alonso García de León
Chantre Gregorio Ruiz de Escalona Gregorio Ruiz de Escalona Luis de Herrera y Sandoval
Maestrescuela Francisco de Valdés Fabián de Santillán y Gavilanes Gregorio Ruiz de Escalona
Tesorero Juan de Olaso y Achótegui (ad interim) Juan de Olasso y Achótegui (ad interim) Juan de Olasso y Achótegui (ad interim)
Canónigo Juan de Miranda Salazar (1645†); Fabián de Santillán y Gavilanes; Juan de Miranda, Salazar; Francisco de Valdés (ad interim); Pedro de Quesada Hurtado de Mendoza; Pedro Díaz de la Ribera; Juan Fernández de Ledo Pedro Díaz de la Ribera (ad interim) Pedro Díaz de la Ribera; Pedro de Quesada Hurtado de Mendoza
Racionero Pablo (o Pedro) Rodríguez; Gregorio Ruiz de Escalona; Diego de Veaz Gaztelu (ad interim) Pablo (o Pedro) Rodríguez; Diego de Veaz Gaztelu (ad interim) Pablo (o Pedro) Rodríguez; Diego de Veaz Gaztelu, ad interim
Medio-racionero Pedro Flanio (ad interim) Luis de La Calle (ad interim); Pedro Flanio (ad interim) Pablo de Ávalos Vergara; Pedro Flanio (ad interim)
1638 1638 1640 1641
Miguel Garcetas Miguel Garcetas Miguel Garcetas Miguel Garcetas
Juan de Miranda Salazar Juan de Miranda Salazar Gregorio Ruiz de Escalona Gregorio Ruiz de Escalona
Juan de Vélez [sic] por Uclés Juan de Uclés Fabián de Santillány Gavilanes Juan de Uclés
Gregorio Ruiz de Escalona Gregorio Ruiz de Escalona Juan de Olaso y Achótegui Gregorio Ruiz de Escalona (ad interim)
Juan Fernández de Ledo Juan Fernández de Ledo Juan de Miranda Salazar Juan Fernández de Ledo
Juan de Miranda Salazar; Amaro Díaz; Juan de los Cobos; Alonso Zapata de Carvajal; Pedro de Quesada Hurtado de Mendoza; Pedro Díaz de la Ribera (ad interim) Juan Ochoa de Arriola; Alonso Zapata de Carvajal; Pedro de Quesada Hurtado de Mendoza; Pedro Díaz de la Ribera (ad interim); Amaro Díaz de Acuña Pedro Díaz de la Ribera (ad interim); Alonso Zapata de Carvajal; Lucas del Castillo; Amaro Díaz de Acuña Pedro Díaz de la Ribera; Alonso Zapata de Carvajal; Juan Ochoa de Arriola; Juan de los Cobos; Lucas del Castillo; Amaro Díaz de Acuña
Pablo de Ávalos Vergara; Miguel de Velasco; Pablo (o Pedro) Rodríguez; Diego de VeazGaztelu, (ad interim) Alonso Zapata; Hernando Páez Guerrero; Pablo (o Pedro) Rodríguez; Diego de Veaz Gaztelu, (ad interim) Pablo Rodríguez; Hernando Páez Guerrero; Diego de Veaz Gaztelu Hernando Páez Guerrero; Joseph Cabral (ad interim); Diego de Veaz Gastelu
Pedro de Quesada Hurtado de Mendoza; Francisco Montero Saavedra; Pedro Flanio (ad interim) Pedro Flanio (ad interim); Juan de Olaso y Achótegui Pedro Flanio (ad interim); Joseph de Salazar Maldonado Francisco Montero de Saavedra; Juan de Olasso y Achótegui; Pedro Flanio

Fuente: elaboración propia con base en Archivo General de Indias (AGI); Archdiocesan Archives of Manila (AAM); Francisco Moreno, Historia de la Santa Iglesia Metropolitana de Filipinas: con las vidas de arzobispos y varones insignes, extensiva a hechos culminantes de la conquista y fundación de varias instituciones en esta capital hasta 1650 (Manila: Imprenta de “El Oriente”, 1877).

Recibido: 22 de Enero de 2022; Aprobado: 15 de Marzo de 2022

Sobre el autor: Alexandre Coello de la Rosa Catedrático de Historia de América y Asia en la Universitat Pompeu Fabra (UPF, Barcelona). Investigador colaborador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas e icrea Acadèmia. Coeditor de la revista Illes I Imperis y coordinador del Máster Universitario en Estudios de Asia-Pacífico en un Contexto Global (MAP). Ha publicado numerosos trabajos sobre crónicas, historia colonial del Caribe e historia eclesiástica del Perú y Filipinas de los siglos XVI-XVIII. Entre sus publicaciones recientes destacan “Capellanes del rey. Cabildos eclesiásticos y sedes vacantes en el arzobispado de Manila (1598-1608)”, Huarte de San Juan, v. 29 (junio 2022); y “The Governor’s Blindness: Francisco Combés, SJ, and his Relación de las Islas Filipinas (ca. 1654)”, Philippiana Sacra, v. 56, n. 167 (enero-abril 2021).

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