Introducción
El análisis de las aristas del significado de la muerte ha llevado a los investigadores a incursionar en varios campos como la historia de las mentalidades o la historia social y demográfica. Algunos se centraron en los ritos y ceremonias funerarios, otros revisaron las ordenanzas y disposiciones sobre entierros y honras fúnebres. La historiografía en torno a las obvenciones parroquiales ha resaltado los conflictos entre los curas y los fieles por el pago de los derechos, además de recalcar la incapacidad de los obispos para fijar y hacer respetar los aranceles. Los feligreses se quejaban de la falta de dinero para cubrir los servicios muchas veces considerados excesivos o discrecionales; además, algunos curas imponían ciertas formas de pago y, sobre todo, exigían trabajos extraordinarios a cambio. Por otra parte, hubo muchos arreglos locales que no llegaban al conocimiento de la mitra. Surgían tensiones entre los párrocos y los caciques, mercaderes o alcaldes mayores y todas aquellas personas que tenían que ver con los recursos productivos y los fondos de las comunidades, porque un mayor cobro de obvenciones afectaba sus intereses económicos y políticos.1
En el caso del obispado de Durango, aún falta profundizar sobre la evolución de las tasas fijadas por los prelados, los contextos que las determinaron y las fuertes discordias entre clérigos, feligreses y autoridades civiles al defender sus intereses. Esta investigación pretende ser una aportación al campo de la historia económica de la Iglesia para comprender los cambios jurídicos y políticos que impulsaron los gobiernos novohispano y republicano cuando intentaron controlar al clero secular y regular, dadas las situaciones desiguales y hasta cierto punto descontroladas sobre el pago de obvenciones en dicho obispado de 1725 a 1857.
La diócesis comprendía curatos ubicados en los actuales estados de Durango, Chihuahua, Sonora, Sinaloa y Nuevo México, así como porciones de Zacatecas y Coahuila. Dada su posición en el mapa del reino de Nueva Vizcaya, se trataba de zonas donde, según sus localidades, las condiciones para subsistir eran muy heterogéneas y, por ende, lo era también su número de feligreses. Esos contextos influyeron directamente en la estancia de los clérigos y la administración de sus parroquias. Pese a que había un claro establecimiento de aranceles por parte de la corona española, las tarifas debieron ajustarse según el obispado, incluso se permitió que los curas negociaran los pagos con los feligreses a fin de mantener la paz y conseguir más ingresos. Unos corrieron con mejor suerte que otros y, entre las marcadas diferencias entre cada localidad, hubo quienes aprovecharon la oportunidad para amasar riquezas. Otros se vieron obligados a emplear distintas medidas para asegurar un lugar para vivir, alimento y sustento, además de cumplir con la responsabilidad de cuidar las propiedades eclesiásticas y los servicios religiosos.
Durante los primeros dos tercios del siglo xviii, 19 de las 53 parroquias que integraban la diócesis estaban en reales mineros, todos ellos con poca o nula actividad, debido a la variación de lluvias, la peste, la guerra y la mortandad que habían padecido por epidemias de viruela y sarampión. Las tierras eran estériles para otros frutos y duras para la ganadería, por lo que no había labradores ni criadores de ganado y, consecuentemente, carecían de diezmos. La única vía de sostenimiento para los eclesiásticos eran las obvenciones parroquiales, pero se dificultaba su recaudación debido a las condiciones geográficas y socioeconómicas de los pobladores. Tampoco ayudaban la imprecisión de límites jurisdiccionales, la dispersión y la extensión de la mitra. Su territorio abarcaba más de 500 leguas hasta Nuevo México, el Paso del Norte y toda la sierra frontera que servía de abrigo y trinchera de los indios bravos, mecos y apaches, quienes constantemente causaban destrozos en haciendas y ganados.2 En esa comarca, y en otras también, era imposible dividir las parroquias porque los feligreses cambiaban continuamente de un lugar a otro y solicitaban la administración de sacramentos al ministro más cercano; por tanto, no se podían erigir los beneficios de los curatos como se establecía en las cédulas reales y ordenanzas. En esa época aquellas provincias se encontraban en peor estado que a principios de la conquista porque eran mayores y más terribles las guerras de los indios mecos y apaches; con su ímpetu belicoso entraban hasta 30 leguas antes de la capital de la Nueva Vizcaya. En toda esa gran jurisdicción no había vicarios ni tenientes. Los misioneros franciscanos y jesuitas se dividían el trabajo y sin limitaciones de terreno asistían a los enfermos y celebraban los ritos funerarios; es decir, desde el siglo XVI hasta poco después de la segunda mitad del XVIII hubo misiones con actividad propia y relativamente independiente de la encomendada al clero secular. Por tanto, donde no había parroquias no podía haber beneficios como lo establecía el Concilio de Trento, aunque era necesario allegarse los recursos indispensables para el sostenimiento decente, tal como lo contemplaban los concilios provinciales mexicanos del siglo XVI. A partir de 1753, en que muchas doctrinas y misiones fueron secularizadas, los misioneros regulares desempeñaron un papel de apoyo en la labor de los curas.
Los aranceles parroquiales y los conflictos locales
Desde el primer concilio provincial mexicano de 1555 se establecieron recomendaciones a los clérigos para que no lucraran con los servicios que prestaban y se limitaran a pedir lo que era costumbre aportar; para evitar excesos, se fijaba la tabla de derechos que debían cumplir sin discusión alguna. Asimismo, se indicaba que no se vendieran las sepulturas ni los enterramientos, ni se hiciera pacto ni conveniencia sobre ello, sino que, enterrado el cuerpo, se diera a la Iglesia la limosna conforme a la costumbre de los parroquianos, como una forma de liberarse de sus culpas y pecados.3 El segundo concilio ratificó el ordenamiento de que, por la administración de los sacramentos, los ministros se abstuvieran de pedir dinero, mantas, cacao, maíz, gallinas, ni otra cosa alguna, pero dio la oportunidad para que los sacerdotes recibieran las limosnas que los fieles cristianos, tanto indios como españoles, quisieran aportar.4
El tercer concilio centró su discusión en fijar los ingresos para el sustento de "los curas sin comprometer los intereses del alto clero o de la corona".5 Señaló que todos los individuos debían pagar los servicios que recibieran de los clérigos.6 Los prelados tendrían la facultad de establecer los aranceles de acuerdo con las condiciones socioeconómicas de cada diócesis. En cambio, el cuarto concilio impuso que debían residir en el lugar de su parroquia para que pudieran servir verdaderamente a su ministerio como "curadores de almas", asistir a su comunidad, ser los primeros en la administración de los sacramentos y hacer el oficio de los entierros sin fiarse ni descargar esa actividad en los vicarios.7 En el servicio, los párrocos estaban obligados a celebrar las honras fúnebres sin distingo de persona y, aunque fuera con los fondos de la fábrica o con limosnas, tenían que colocar velas al cuerpo presente.8
Las leyes castellanas también incluyeron el tema de las sepulturas y los derechos eclesiásticos; decretaron que los prelados de cada mitra dispondrían la forma de enterrar a los muertos y vigilarían que los derechos de los deudos no fueran perjudicados; además, no permitieron que los clérigos se excedieran en los aranceles.9 Como no tenían establecida una cantidad decente para la congrua de los curas y doctrineros, los estatutos remitían a lo dispuesto en los concilios y a la costumbre prevaleciente de los pueblos, con la recomendación de evitar aplicar mayores derechos a los indios, por entierros o cualquier otra ceremonia.10
Bajo ese marco normativo, los aranceles parroquiales del obispado de Durango, al igual que del resto de los de la Nueva España, consideraban distintas tarifas, según la calidad de los fieles.11 Durante la etapa colonial, por ejemplo, los españoles pagaban más que los indios y las castas (cuadro 1).
Año |
Nombre del obispo |
Españoles | Indios, castas y negros | ||||||
---|---|---|---|---|---|---|---|---|---|
Adultos | Párvulos | Adultos | Párvulos | ||||||
Cruz alta | Cruz baja | Cruz alta | Cruz baja | Cruz alta | Cruz baja | Cruz alta | Cruz baja | ||
1725 | Benito Crespo | 20 | 12 | 13 | 8 | 16 | 10 | 9 | 8 |
1751 | Pedro Sánchez | 24 | 12 | 13 | 8 | 16 | 10 | 9 | 7 |
1761 | Pedro Tamarón | 16 | 12 | 8 | 6 | 10 | 8 | 8 | 6 |
1776 | Antonio Macarulla | 16 | 10 | 12 | 8 | 11 | 8 | 7 | 5 |
1800 | Francisco Olivares | 25 | 14 | 15 | 9 | 12 | 8 | - | - |
1807 | 23 | 20 | - | - | 10 | 8 | - | - | |
1817 | Francisco Castañiza | 23 | 14 | 13 | 9 | 13 | 10 | 10 | 7 |
1821 | 22 | - | 15 | - | 10 | 8 | - | - |
Fuente: elaboración propia a partir de la consulta de aranceles parroquiales procedentes del AHAD, leg. 25, año 1725; sección 2, caja 19, leg. 66, año 1751; sección 1, caja 19, leg. 37, año 1761; sección 3, caja 13, leg. 44, año 1776; sección 4, caja 1, leg. 2, año 1800; sección 4, caja 20, leg. 80, año 1817; sección 4, caja 28, leg. 111, año 1821
También había diferentes costos según el tipo de ceremonial funerario12 y el lugar donde se elegía sepultar los restos mortales. Durante el periodo que comprende este estudio, el templo se dividía en seis partes:13 la primera abarcaba el espacio comprendido entre las gradas del altar mayor y el resto del coro; ahí los entierros costaban 50 pesos. La segunda sección empezaba donde terminaba la primera y valía 25 pesos. Para la tercera el pago era de 10 pesos y en la cuarta, de cinco. En la quinta parte, debajo del coro, las sepulturas solo costaban tres pesos, mientras que en la última el cementerio o lonja no rebasaba los 12 reales.14
Además de las variaciones en las tarifas de los servicios funerarios en cada parroquia, también había diferencias de una a otra. Aunque los prelados disponían un arancel general para todo el obispado, que tenía que ser revisado y aprobado por la corona, el tercer concilio provincial mexicano permitió que los sacerdotes establecieran acuerdos con sus feligreses sobre las obvenciones, de manera que algunos pretendieron aprovecharse para conseguir mayores ingresos, como ocurrió en el Valle de San Buenaventura en 1746.15 En esa ocasión, el cura fue acusado de varios delitos, entre ellos el cobro excesivo, además de que exigía que el pago fuera en plata y no en frutos de la tierra como se acostumbraba en aquella región.16 Ante esos abusos, los fieles habían dejado de solicitar los sacramentos, ya no daban limosnas para las celebraciones religiosas ni para el mantenimiento del templo. Las autoridades eclesiásticas, después de hacer las investigaciones pertinentes y descubrir los delitos, le ordenaron al sacerdote que de inmediato devolviera lo que había cobrado de más y que en lo sucesivo se ajustara a la cantidad aprobada por la mitra.17
En 1751 el obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle dispuso un nuevo arancel porque tenía noticias de alteraciones en los cobros. Después de publicarlo, anunció una visita pastoral a su diócesis con la finalidad de verificar el correcto cumplimiento de sus mandamientos. Era una visita esencialmente inquisitiva y punitiva, según se aprecia en el edicto que envió a las parroquias. Hizo hincapié en la necesidad de saber si los clérigos extorsionaban a los fieles "llevándoles intereses por los santos sacramentos" o cobrando derechos mayores a los fijados y si los jueces eclesiásticos también abusaban de su poder.18 Tuvo que admitir que el cobro de obvenciones representaba un ingreso constante y seguro que los eclesiásticos defendían porque les garantizaba el sostenimiento. Pero algunos parroquianos no estaban dispuestos a pagar los servicios religiosos; especialmente los habitantes de los pueblos de indios que fueron secularizados en 1753 se resistían a dar la misma cantidad que españoles y mestizos. El obispo Pedro Tamarón y Romeral, conocedor de las condiciones socioeconómicas de los pobladores y tras enterarse de que en algunas parroquias las tarifas se habían vuelto ilegibles, como lo expuso el cura de Indé19 en 1761, dictó una nueva ley arancelaria.
En 1776 se presentó una demanda en el obispado de Durango contra el párroco de Parras, Dionisio Gutiérrez, quien se había negado a celebrar un matrimonio porque se resistieron a entregarle dos pagos por la misma ceremonia, uno para él y otro para el vicario. La mitra ordenó que se celebrara el matrimonio sin demora y que se cobrara únicamente lo que le correspondía al párroco.20 Lo sucedido en ese pueblo permite advertir dos aspectos del problema: había dificultades para interpretar el impuesto y algunos clérigos se rehusaban a compartir el ingreso con sus auxiliares.21
En varias ocasiones la aplicación de aranceles como regla fija generó conflictos de intereses, como ocurrió en el curato de Parral en 1728; los feligreses se quejaron de que los clérigos no sólo alteraban las tarifas, sino también abandonaban sus labores, especialmente los rituales fúnebres, pues dejaban a los difuntos sin ceremonia. Sus ausencias eran más notorias en tiempos de epidemias, pues se desaparecían hasta por 20 días, se enrolaban en fandangos sin usar sotana ni capote y se aprovechaban de sus tenientes para que cumplieran con sus actividades evangélicas fuera de la cabecera parroquial. En el presidio de Namiquipa, en 1800, se denunció la conducta del capellán, quien además de excederse con las obvenciones, descuidaba la capilla y maltrataba a los fieles. Por el bautizo del hijo de un soldado exigió la entrega de un sarape que valía 6 pesos; es decir, se pasó con 4.5 pesos, según el arancel de la época. También se negó a administrar la extremaunción a una mujer que estaba en vías de parto, había acudido en dos ocasiones a confesión sin haberlo conseguido y finalmente murió sin los auxilios espirituales. En el valle de San Bartolomé, Canelas y Nombre de Dios, el vecindario acusó a los curas de extralimitarse en los cobros.22 Las autoridades eclesiásticas buscaron poner freno a los excesos; sin embargo, en la mayoría de los casos la fuerza de la costumbre y la negociación fueron las vías de resolución. A ese propósito se sumaron autoridades civiles locales para evitar que los inconvenientes adquirieran mayores proporciones.
Varios curas del obispado denunciaron la insolvencia económica de algunas comunidades; muchas veces no lograban cobrar los entierros, los celebraban al fiado, pero, pasado algún tiempo, los deudos se resistían a pagar. Los sacerdotes pusieron el grito en el cielo cuando se enteraron de la disminución del costo de los servicios parroquiales establecidos en 1761 por el obispo Tamarón y Romeral (cuadro 1).23 Se quejaron de que ya no les alcanzaba para su manutención, sobre todo cuando las cosechas agrícolas eran pocas, como ocurrió durante 1785-1786, los llamados años del hambre. Si acaso había cereales en cantidades suficientes en otros lugares, era imposible llevarlos a las regiones inhóspitas y poco accesibles como la sierra y el desierto de Durango, donde además se temía el asalto de las tribus belicosas. Todavía en 1797 el padre de Tamazula, José Manuel Agesta, lamentaba el reducido obvencionario que lograba reunir en esa parroquia, la cual no gozaba "un peso de finca y sólo produce lo contingente de entierros, bautismos y casamientos, con arreglo al corto vecindario que reconoce. No tiene en todo el año más misas cantadas que dos fijas". No le alcanzaba para la compra de víveres, que eran 25% más caros que en Culiacán, por lo accidentado del terreno.24
Lo mismo hicieron los curas doctrineros de San Andrés del Teúl y de Canelas. Alegaron que al tomar posesión de su cargo se les había ofrecido un sueldo de 400 pesos al año, pero los ingresos parroquiales eran tan reducidos que no les permitían cubrir sus necesidades básicas. Los pagos eran inciertos porque los cristianos de mejor posición económica no radicaban la mayor parte del tiempo en la jurisdicción o ya habían muerto, por tanto, no solicitaban servicios religiosos. Pidieron la intervención de los prelados para exhortar a los vecinos a que les pagaran al menos 30 pesos al mes para poder mantenerse. Cuando se realizaron las investigaciones en esos lugares se descubrió que los clérigos exageraban en sus declaraciones, por lo que el de San Andrés fue destituido y el de Canelas tuvo que reconocer la falsedad de sus apreciaciones. Se le aclaró que mentía al señalar que no había hombres pudientes en ese mineral, puesto que, mientras unos se iban, otros se instalaban para explotar las minas de Birimoa, que estaban en auge pese a la falta de azogue.25
Otros ministros eran más mesurados en sus demandas. El padre doctrinero de San Lorenzo en la Tarahumara Alta, a cargo de un curato que comprendía 848 personas asentadas en los pueblos de San Lorenzo, Santa María de Cuevas y Santa Rosalía, lograba reunir únicamente 120 pesos al año, cantidad que consideraba insuficiente para su manutención. Solicitó ser trasladado a otra parroquia, recibir sínodo26 o bien la autorización para elevar el arancel de derechos parroquiales. Su situación se tornó delicada cuando por la ordenanza de intendentes de 1786 y durante el régimen de Carlos III, la corona buscó sacudirse la obligación de sostener económicamente los curatos.27 Se suprimieron los servicios personales de los indios y él ya no tuvo quien le ayudara en los quehaceres del hogar ni en ningún otro trabajo.
Con el pretexto del reducido ingreso, algunos curas dejaron de pagar los salarios de sus acompañantes en los rituales funerarios y los del mozo, sacristán y notario, como ocurrió en villa de Allende, Chihuahua, en 1835. Aunque la orden era que a los sacerdotes que acompañaban los cortejos y a los sacristanes mayores se les pagara 1 peso y vela de media libra por cada entierro, a los cantores 1 peso de cada misa y a los monacillos 2 reales, el presbítero José María Montoya sólo les daba un real a cada uno; cuando se trataba de entierros de cruz alta a lo mucho les entregaba 1 peso cada mes.28 En consecuencia, esas personas desatendieron sus actividades en la Iglesia y descuidaron el registro parroquial. El cura se resistía a obedecer la normativa eclesiástica, por lo que los fieles solicitaron al prelado que lo retirara de esa parroquia.
Sólo la intervención de los obispos resolvía los problemas por cobros excesivos de obvenciones.29 Nadie ignoraba que muchos habitantes no recibían los sacramentos porque su capacidad económica no les permitía pagar los derechos correspondientes, tampoco les alcanzaba para el ataúd, la excavación de la fosa, las misas y la mortaja.30 El costo de la muerte aumentaba considerablemente,31 por eso muchos optaron por abandonar a los difuntos en los atrios de los templos, o bien arrojarlos a los cementerios. Incluso los hacendados consideraban excesivas las tarifas; así se ha constatado en la parroquia de Parral, principalmente en tiempos de epidemias. Durante la segunda mitad del siglo XVII los aranceles eran tan elevados que difícilmente podían pagarse, "ya que el salario mensual de un indio y de la gente de servicio oscilaba entre los 4 y los 5 pesos mensuales... ", mientras que el precio de los entierros era de 7 a 8 pesos y los casamientos costaban 9 pesos.32 En tanto, en 1771, en Sombrerete se pagaban 5 pesos y 1 almud de maíz a la semana a los jornaleros casados; a los solteros, sólo 4 pesos y 1 almud de maíz.33
El rey de España también había tratado de regular las tarifas en la península con el fin de evitar problemas entre las comunidades y sus curas. "En 1767, Carlos III estableció un arancel único para el pago de los derechos parroquiales, pero, como lo indica la legislación de 1857, nunca fue posible regularizar el pago de esos servicios".34 En América de muy poco sirvió lo asentado por el obispado de Guadalajara de 1809, el cual intentaba diferenciar el costo de los servicios parroquiales en reales de minas para los españoles, castas e indios matriculados. En los sitios mineros un entierro de español adulto con cruz alta costaba 12 pesos y si se trataba de un mestizo, mulato o indio, 9 pesos;35 en cambio, donde los habitantes se dedicaban primordialmente a la agricultura o a la ganadería, por la sepultura de un adulto, y con cruz alta, los españoles pagaban 7 pesos y medio; mientras que para los indios el precio era de 4 pesos 4 reales.
En 1767 los pueblos de naturales tenían que darle de comer al cura cuando llevaba a cabo la visita, pero éste no podía cobrar limosnas de Cuaresma, de Pascua, de los jueves ni solicitar gallinas ni utensilios para la cocina. Según la normativa, únicamente estaba permitido extraer recursos de las cajas comunales para las festividades del santo patrono, la de Semana Santa y la del Jueves de Corpus.36 De forma excepcional, los servicios parroquiales se realizaban sin retribución alguna, por ejemplo, cuando las comunidades ejecutaban alguna obra en beneficio de la Iglesia, como ocurrió en 1754 en el pueblo de indios de Saín Alto.37
Hubo clérigos que llevaron al extremo sus actitudes. A finales del siglo XVIII el real de San Dimas se encontraba en bonanza y atraía a numerosas personas. Al crecer el vecindario, los habitantes pidieron al obispo de Durango que les enviara un sacerdote que les administrara los auxilios espirituales y les concediera licencia para la construcción de una capilla. Ofrecieron darle una congrua sustentación de 10 pesos cada domingo, además del pago de derechos parroquiales. El obispo convino en enviar al ministro Ildefonso Pérez de Contreras, a quien debían pagarle una cantidad fija para su sustento, independientemente de las variaciones de la producción minera. Sin embargo, en febrero de 1794, de manera repentina el cura se fue, precisando que era una orden del prelado. Esa determinación incomodó a los feligreses, puesto que quedaron privados de servicios religiosos, además de que no podían sepultar a sus difuntos en el interior de la iglesia y tenían que hacerlo afuera del recinto o hasta Guarisamey, con la consiguiente molestia que esto significaba. En su queja hacia el obispo declararon lo siguiente:
Si este real de minas no produjere unas obvenciones capaces de mantener con decencia a un ministro, claro está, ilustrísimo señor, que ninguna razón tendría nuestra queja, pero produciendo como produce de 1 800 a 2 000 pesos parece que de justicia se nos debía de poner un ministro con todas las facultades necesarias, pagado por el señor cura propietario y no pensionarnos a que le demos 10 pesos semanarios para su subsistencia. Si esta fábrica material estuviese indecente y falta de lo más necesario igualmente debíamos sufrir nuestro dolor, pero no es el caso... nos esforzaríamos a ponerla completamente de todo, si no viéramos que somos tratados con indiferencia y la mayor rigidez, ni aquello que recoge esta fábrica se invierte en ella, antes sí lo conducen a Guarisamey... 38
Para mayo de 1796 el asunto seguía sin resolverse. Pérez de Contreras dijo que no importaba si los entierros se hacían en San Dimas o en otros lugares, de cualquier manera la parroquia de Guarisamey tenía derecho a recibir el importe de la cuarta parroquial por las sepulturas.39 El obispado de Durango, aun cuando el ritual funerario no se celebraba en el mismo territorio, tenía derecho a percibir ésta y una parte de los derechos; en cambio, en otras mitras ocurría que cuando el difunto pertenecía a una iglesia distinta a la de su residencia, los derechos de cruz se dividían en partes iguales (mitad para la parroquia de origen y mitad para la que realizaba el entierro).40 El aferrarse a la regla fija no debe haber llevado a buen término las relaciones, pues más tarde los vecinos pidieron la remoción del clérigo.41
Llegado el siglo XIX aunque los conflictos entre el clero y los feligreses no disminuyeron, tuvieron un giro importante en virtud de la intervención cada vez más decidida de las autoridades civiles. El ayuntamiento de Nombre de Dios presentó una queja al obispo a causa del mal comportamiento del cura del lugar, José Rafael Contreras, quien en noviembre de 1833 se había negado a sepultar el cadáver de Luisa Ugalde porque sus herederos no le pagaban los derechos de entierro. Contreras era conocido por su mal carácter y por aprovechar el púlpito para expresar diatribas contra las autoridades y los feligreses; injuriaba y ofendía a todo mundo. En la carta las autoridades municipales declararon que "quien cede a amonestaciones es fácil contenerlo, pero el que las desatiende y sigue en la perversidad que ha frecuentado, al fin compromete y tal vez no sale del fin que busca... Así prepara su ruina el presbítero Contreras porque a cada paso insulta, provoca a la autoridad y vulnera la tranquilidad pública y, por tanto, se hace acreedor de castigo severo".42 El ayuntamiento solicitaba el cambio inmediato del cura de la villa.
En junio de 1834 el alcalde segundo constitucional de Sombrerete envió dos exhortos por escrito al padre José María Moreno para que cumpliera con su obligación de celebrar el matrimonio de unos vecinos del lugar. Ya habían pagado por la ceremonia, pero el cura se negaba a casarlos porque quería que le dieran parte de un adeudo que tenía pendiente un familiar del pretenso por los derechos de entierro de su padre. Cuando recibió el segundo exhorto, respondió que "[el alcalde] no tenía por qué andarle mandando papelitos, que no tenía potestad ninguna sobre él, ni reconocía a nadie por juez, que él se mandaba solo... ".43 Ante esa negativa y el tono de la respuesta, el alcalde acudió al prelado de Durango para solicitar su intervención. El obispo Zubiría consideró que la reacción era un simple desliz, producto de una alteración natural en toda persona. Y aclaró que, respecto a la celebración del matrimonio, era un asunto exclusivo del cura, por lo que la autoridad civil no tenía por qué entrometerse ni dictar providencias. Sólo ofreció recomendar al sacerdote que "hiciera siempre por guardar la mejor armonía con las autoridades", y en cuanto al matrimonio pendiente, si no había impedimento, se tenía que celebrar.
Las tensiones entre el clero y las autoridades civiles se multiplicaron cuando estas últimas decidieron intervenir de lleno en el control de obvenciones. En 1837, en Huejotitán, Chihuahua, el padre Jesús Olivas se mostró extrañado cuando se enteró de la publicación del decreto de la legislatura estatal que fijaba el arancel sobre derechos parroquiales, al que debían sujetarse todos los ministros eclesiásticos. Escribió al obispado de Durango para consultar si había concedido que la autoridad civil estuviera por encima en esa materia. Deseaba saber también si podía cobrar cuando celebrara exequias extemporáneas; si estaba autorizado a sepultar cadáveres fuera de los templos; si en los entierros el derecho por los dobles correspondía a los sacristanes y, en tal caso, si sería justo en su parroquia pagarles únicamente tres pesos, dada la poca cantidad de campanas. Además de esas imprecisiones, el sacerdote notaba algunas confusiones en el decreto expedido por los legisladores del estado de Chihuahua. Observaba que gran parte del contenido se basaba en lo dispuesto en el arancel del obispo Crespo y no en el que había enviado el obispo Sánchez de Tagle. Esa situación había dado lugar a que varios vecinos pretendieran evadir las obligaciones que les correspondían al momento de solicitar servicios religiosos, al punto de que hubo funcionarios que, abusando de su autoridad, pidieron al cura ceremonias con pompa extraordinaria de manera gratuita, y cuando aquel les reclamaba el pago, lo tildaban de ladrón y mercenario.
Los montos de las obvenciones en las parroquias de Durango
Hasta la década de los setenta del siglo XVIII, el obispado de Durango contaba con 53 curatos seculares, donde la recaudación de obvenciones era muy desigual. Según el recuento de 1777, se reunieron 64 008 pesos en total. La parroquia de San Juan del Río alcanzaba la mayor cantidad con 4 399 pesos al año, pero la de Guarisamey, sólo 19 pesos. El promedio anual era de 1 207 pesos, cantidad evidentemente superior a la de 300 pesos establecida por el Estado español. Sin embargo, es preciso considerar que había un eclesiástico por cada 2 200 almas, un número para nada excesivo, en razón de que en todos los curatos los feligreses se hallaban dispersos de una hasta 15 leguas de la cabecera; sólo la capital, Nombre de Dios, Sombrerete, Sonora y Nuevo México contaban con el auxilio de los conventos de religiosos. Esto tampoco parece excesivo si se toma en cuenta que muchos eclesiásticos eran atacados por la fiebre u otras enfermedades que les impedían ejercer su ministerio; y muchos, especialmente los que servían en lugares malsanos, quedaban imposibilitados totalmente.
Las disparidades no sólo eran entre curatos con beneficio propio, sino que también estaban muy marcadas en comparación con las doctrinas de indios y misiones, pues éstas recibían mayores rentas que los curatos seculares; la solución de la autoridad real fue secularizarlas el año de 1753, momento en que 22 iglesias se elevaron a la categoría de parroquias.44 En cuanto a los capellanes, ellos disfrutaban de rentas anejas a su respectiva capilla, pero estaban teóricamente sometidos al cura párroco, a quien debían ayudar en su ministerio.
Por otra parte, había parroquias con un considerable número de habitantes que recaudaban pocas obvenciones, por ejemplo, El Sagrario (Durango), Nieves, Parras, Santiago Papasquiaro y San Buenaventura (cuadro 2). Llama poderosamente la atención la tendencia recaudatoria en la década de 1780, ya que en lugar de aumentar con respecto a 1777, disminuyó sensiblemente. Si bien la población sufrió algunas bajas por la epidemia de viruela, de 1780 a 1782, logró duplicarse en 1787 en varias, como Tepehuanes, Guanaceví, Mezquital, El Oro, San Bartolomé y Batopilas.45
Lugar | Población | Obvenciones | Lugar | Población | Obvenciones |
---|---|---|---|---|---|
San Juan del Río | 2 951 | 4 399 | Chametla | 857 | 940 |
Nombre de Dios | 5 100 | 4 000 | Badiraguato | 574 | 940 |
Chihuahua | 14 920 | 3 573 | Matatán | 558 | 940 |
Parral | 4 223 | 3 004 | Nacozari | 165 | 940 |
Santa Eulalia | 4 755 | 2 788 | San Juan Bautista | 116 | 940 |
San Bartolomé | 6 511 | 2 650 | Cabazán | 106 | 940 |
Cuencamé | 6 500 | 2 316 | Topago | 1 380 | 860 |
Álamos | 3 600 | 2 033 | Nieves | 9 829 | 840 |
Cusihuriachic | 1 220 | 1 947 | San Miguel Mezquital | 558 | 657 |
Canatlán | 2 278 | 1 888 | Tepehuanes | 1 013 | 655 |
Nuevo México | 6 215 | 1 750 | Satevó | 3 000 | 631 |
Paso del Río | 2 728 | 1 750 | Sianori | 3 712 | 585 |
Tamazula | 3 700 | 1 691 | Parras | 7 298 | 580 |
Santa Bárbara | 1 106 | 1 560 | Chalchihuites | 1 618 | 543 |
Santiago Papasquiaro | 6 112 | 1 500 | San Miguel de Bocas | 3 400 | 504 |
El Oro | 5 590 | 1 425 | Batopilas | 494 | 389 |
Culiacán | 4 600 | 1 340 | Huejotitán | 112 | 377 |
Río Chico | 1 400 | 1 300 | San Buenaventura | 3 988 | 300 |
Sagrario | 13 600 | 1 275 | Santa Cruz de Taraumares | 1 125 | 251 |
Guanaceví | 2 355 | 1 224 | San Pablo | 370 | 249 |
Sombrerete | 11 806 | 1 056 | Los Remedios | 254 | 222 |
El Fuerte | 1 886 | 992 | San Gregorio de Bosos | 489 | 196 |
Copala | 9 800 | 940 | Mezquital | 2 081 | 129 |
Rosario | 5 618 | 940 | Otáez | 346 | 120 |
Cosalá | 2 644 | 940 | San Lorenzo y Cuevas | 1 336 | 100 |
San Benito y los Sabinos | 2 100 | 940 | Guarisamey | 3 650 | 19 |
San Sebastián | 2 000 | 940 | Total | 183 747 | 64 008 |
Fuentes: elaboración propia a partir de AHAD, sección 3, caja 27, leg. 74, año 1781; AGÍ, Guadalajara 255, año 1777; AGÍ, Indiferente 102 e Indiferente 1526, año 1777
La mayor parte de las parroquias del obispado acusaron una merma de recursos económicos, excepto las de San Bartolomé, El Sagrario (ciudad de Durango), Sombrerete, Nieves, Sianori, Parras, Chalchihuites, San Miguel de Bocas, Batopilas, Huejotitán, San Buenaventura y Guarisamey, que aumentaron su poder recaudatorio. En cambio, los curas de San Juan del Río, Nombre de Dios, Chihuahua, Parral, Santa Eulalia, Canatlán, Cuencamé, Santa Bárbara, Santiago Papasquiaro, Tamazula, Canatlán, Cusihuiriachic, San Miguel del Mezquital, El Oro, Paso del Río, Satevó y parte del occidente, sólo lograron reunir la misma cantidad que en 1777 o menos. El Sagrario de Durango, sede de la mitra, y Sombrerete tuvieron la mayor recaudación obvencionaria en 1787 (4 378 y 4 187 pesos anuales, respectivamente); mientras en Otáez apenas sumaba 200 pesos al año (cuadro 3).
Lugar | 1777 | 1787 | Lugar | 1777 | 1787 |
---|---|---|---|---|---|
San Juan del Río | 4 399 | 1 182 | Chametla | 940 | 940 |
Nombre de Dios | 4 000 | 1 295 | Badiraguato | 940 | 940 |
Chihuahua | 3 573 | 2 468 | Matatán | 940 | 940 |
Parral | 3 004 | 2 832 | Nacozari | 940 | 940 |
Santa Eulalia | 2 788 | 724 | San Juan Bautista | 940 | 940 |
San Bartolomé | 2 650 | 2 981 | Cabazán | 940 | 940 |
Cuencamé | 2 316 | 1 090 | Topago | 860 | 860 |
Álamos | 2 033 | 940 | Nieves | 840 | 1 404 |
Cusihuriachic | 1 947 | 1 945 | San Miguel Mezquital | 657 | 657 |
Canatlán | 1 888 | 700 | Tepehuanes | 655 | 296 |
Nuevo México | 1 750 | 1 750 | Satevó | 631 | 735 |
Paso del Río | 1 750 | 1 750 | Sianori | 585 | 1 060 |
Tamazula | 1 691 | 700 | Parras | 580 | 2 500 |
Santa Bárbara | 1 560 | 745 | Chalchihuites | 543 | 893 |
Santiago Papasquiaro | 1 500 | 570 | San Miguel de Bocas | 504 | 750 |
El Oro | 1 425 | 1 355 | Batopilas | 389 | 1 015 |
Culiacán | 1 340 | 1 340 | Huejotitán | 377 | 625 |
Río Chico | 1 300 | 940 | San Buenaventura | 300 | 460 |
Sagrario | 1 275 | 4 378 | Santa Cruz de Taraumares | 251 | 275 |
Guanaceví | 1 224 | 900 | San Pablo | 249 | 529 |
Sombrerete | 1 056 | 4 187 | Los Remedios | 222 | 727 |
El Fuerte | 992 | 940 | San Gregorio de Bosos | 196 | 499 |
Copala | 940 | 940 | Mezquital | 129 | 774 |
Rosario | 940 | 940 | Otáez | 120 | 200 |
Cosalá | 940 | 940 | San Lorenzo y Cuevas | 100 | 224 |
San Benito y los Sabinos | 940 | 940 | Guarisamey | 19 | 1091 |
San Sebastián | 940 | 940 | Total | 64 008 | 61 626 |
Fuentes: elaboración propia a partir de AHAD, sección 3, caja 27, leg. 74, año 1781; y AHAD, sección 3, caja 59, leg. 162, año 1790
Dos aspectos permiten explicar esa variación: por un lado, la reactivación minera en gran parte de los poblados ubicados en la serranía de Nueva Vizcaya a finales del siglo XVIII, como consecuencia de la disminución del precio del azogue y los estímulos fiscales de la corona; esto favoreció el aumento del flujo de recursos económicos. Por otro lado, está el mayor control que los clérigos ejercieron sobre su feligresía, como resultado de las instrucciones de las autoridades eclesiásticas y civiles, lo que aseguró el incremento de los bienes eclesiásticos.
Esas diferencias en la recaudación de derechos parroquiales dieron lugar a la formación de dos grandes bloques dentro del mismo clero secular. Obispos, cabildo y curas con mayores ingresos constituyeron una minoría de privilegiados, mientras en el otro extremo el bajo clero vivía una situación económica mucho más precaria, con una fuerte adscripción al medio rural donde ocupaban una posición social modesta. Y aun dentro de este grupo había diferencias, dado que existían clérigos con beneficios curados,46 quienes gozaban de las obvenciones producto de sus servicios sacramentales, las limosnas, los derechos de fábrica, novenarios, diezmos, etcétera, y otros vivían sólo al amparo de los réditos de capellanías.
En el obispado de Durango la disminución de ingresos de los párrocos pudo deberse a la falta de capacidad de pago de los feligreses, como consecuencia de la crisis agrícola de 1785-1786. Pero esta situación pareció no importarle a la autoridad española, puesto que promovió una serie de medidas que afectaban los privilegios, la jurisdicción y las finanzas eclesiásticas. La mitra resintió además la merma de sus ingresos a partir de la escisión de la diócesis de Sonora, en 1780. Para remediarlo, el gobernador intendente de Durango, Felipe Díaz de Ortega, en comunión con el prelado Lorenzo de Tristán, propuso reconfigurar el obispado al dividirlo en 68 parroquias; sin embargo, ese plan no fue aprobado debido a las implicaciones socioeconómicas que representaba y a la falta general de recursos financieros y humanos disponibles.47
Años más tarde, la clerecía de Durango recibió un nuevo golpe cuando se consolidaron los vales reales en 1804 y se ejerció un mayor control sobre los diezmos y las capellanías de las que dependían los sacerdotes. Recayó entonces en el obispo Francisco Gabriel Olivares y Benito hacer una defensa de los emolumentos de sus curas en los siguientes términos:
No es lo mismo ser cura del arzobispado de México, de los obispados de Puebla, Valladolid o Guadalajara, que las serranías y hostilidades de la Nueva Vizcaya. En estos lugares los clérigos sirven a beneficios pingües y en lugares grandes... cuando ni aun los suministros independientemente necesarios para la vida tienen los más de nuestros amados cooperadores. En estas circunstancias, no hay ni podría haber jamás quienes sirvan en destinos tan indotados y en la sola espantosa Tarahumara... 48
Aunque era razonable el informe de Olivares y Benito, dadas las condiciones de su jurisdicción, la corona española nuevamente ignoró las dificultades y siguió con su política de controlar los ingresos de los clérigos. En suma, si durante el periodo colonial los sacerdotes defendieron la recaudación de los derechos parroquiales y para ello contaron con las autoridades civiles conforme al vicepatronato, en los albores del siglo XIX, y como efecto de la reforma de intendentes de 1786, se dio un giro importante con el objeto de uniformar y centralizar las recaudaciones fiscales. Las autoridades civiles, representadas por los subdelegados, obtuvieron la facultad de supervisar directamente el cobro de los aranceles. Atendiendo esas disposiciones, el obispo Juan Francisco Castañiza, sucesor de Olivares y Benito, intentó ajustar los derechos parroquiales en beneficio de los fieles. Disminuyó su monto en los reales mineros porque consideró que estaban ubicados en parajes fragosos, estériles y desprovistos de alimentos; los víveres llegaban desde lejos por lo que la vida era más costosa. Se dispuso entonces que los servicios de los clérigos tuvieran un costo menor que en el resto de las parroquias.
Ante esa situación, los ministros se involucraron todavía más en actividades productivas; adquirieron ganado, tierras, minas y comercializaron productos de la tierra y del extranjero como ocurrió con los clérigos de Parral. Juan Valentín Díaz de Valdés, de San Juan del Río, llegó a acumular 1 500 reses, 1 200 ovejas, 15 manadas de yeguas, 25 cabras y otros bienes. Juan Crisóstomo Elizalde, de Cinco Señores, declaró haber reunido 135 cabezas de ganado mayor y otros semovientes en el rancho de San Miguelito. Los bachilleres no se quedaron atrás: José Loa Alvarado trabajó la mina del Rosario en el real de Nieves; Nicolás Mijares Solórzano adquirió tierras, semovientes, casas y enseres en Sombrerete; José Nicolás Olivas manifestó ser propietario de la hacienda de Guadalupe en la jurisdicción de San Miguel de Bocas. Su inmersión en las actividades productivas los llevó a descuidar su ministerio.49
La constitución de Cádiz de 1812 refrendó la política de centralizar las recaudaciones fiscales y ordenó que todas las personas pagaran las mismas contribuciones civiles y eclesiásticas. Estas nuevas disposiciones avivaron los conflictos sociales en materia de obvenciones, pues los curas resintieron la injerencia de las autoridades locales que cuestionaron su labor. Tras la consumación de la independencia, los primeros gobiernos de la república lanzaron iniciativas legislativas, en aras de arreglar el ejercicio del patronato en todo el territorio mexicano; es decir, daban por sentado que tenían ese derecho. Un emisario solicitó en Roma que la Iglesia reconociera lo siguiente:
El derecho del patronato a la nación mexicana, cuyo ejercicio debía formar parte de las facultades del congreso general de la república.
El derecho del patronato comprendía todo lo que antes de la independencia recaía en el gobierno español.
La facultad del gobierno de la república de proveer a la conservación del culto y de arreglar las rentas eclesiásticas.
Sucedieron otras iniciativas legislativas más, como la ley del 27 de octubre de 1833, que ordenó el cese del pago de diezmos eclesiásticos. Luego la circular del 31 de octubre de ese mismo año dispuso que los clérigos tenían que abstenerse de abordar temas políticos desde el púlpito. La ley del 17 de diciembre de 1833, sobre provisión de curatos, especificaba que el presidente de la república, en el distrito y territorios federales, y los gobernadores, en los estados, debían nombrar a los sacerdotes en todos los curatos vacantes. Así, el gobierno civil pretendía, en la práctica, ejercer el derecho del patronazgo que habían disfrutado los reyes de España sobre el clero secular. Sin embargo, la Santa Sede se negó a concedérselo, al no reconocer la emancipación de los territorios americanos.
Para asegurar el cumplimiento de la ley sobre provisión de curatos de 1833, se ordenó que los obispos y regentes de las mitras que no la acataran pagaran una multa de 500 a 6 000 pesos y en caso de reincidencia fueran expulsados del país. Se les estableció un plazo de 48 horas para que manifestaran por escrito obedecer la ley; si no lo hacían en el término de treinta días, se les condenaba al destierro.50 Estas amenazas no intimidaron al obispo de Durango, Antonio López de Zubiría, quien se mantuvo firme a sus convicciones y se dispuso a recibir las penas señaladas. Primero se exilió en la hacienda de Cacaria, perteneciente a la jurisdicción de Canatlán, y después consiguió asilo en Nieves, Zacatecas.51
No fue sino hasta 1836 que la Santa Sede reconoció la independencia de México, pero no el vicepatronato del gobierno de la república.52 Este asunto quedó sin resolverse por varios años más y dio lugar a muchos disensos. En ese marco de relaciones Estado-Iglesia, la situación se volvió más crítica cuando las autoridades civiles exigieron contribuciones fiscales a los párrocos. Durante el periodo colonial fueron sujetos al pago de la media anata y en la época republicana se dictaron instrucciones para que siguieran aportando ciertas cantidades al erario. Sin embargo, algunos como el de Chalchihuites se resistieron a hacerlo, amparándose en los decretos del 7 de abril de 1842, así como en las leyes particulares que había emitido el gobierno civil el 30 de enero de 1852 y el 11 de enero de 1853. Éstas exceptuaban a los eclesiásticos del pago de contribuciones, pero el ministro no contó con que esos ordenamientos habían tenido poca vigencia, de manera que para finales de 1853 se le obligó a que pagara.53
Poco a poco, en el transcurso de la primera mitad del siglo XIX, las disposiciones de las autoridades civiles se fueron imponiendo hasta conseguir fijar el monto de los aranceles eclesiásticos y supervisar su cobro. La desamortización no sólo echó abajo el control de la Iglesia sobre los recursos de los que disponía, sino que amenazó con hacer que los clérigos dependieran financieramente del gobierno civil. Así se difundió en el periódico oficial del estado de Zacatecas denominado La Concordia, en su edición del 9 de marzo de 1851. Este periódico circuló por todos los municipios zacatecanos y algunos de los estados vecinos de Durango y Jalisco. Al llegar a manos de un sacerdote tapatío, éste salió en defensa de sus correligionarios exponiendo lo siguiente:
los clérigos católicos por lo que toca a su ministerio eclesiástico y la cura de almas no son de ningún modo responsables de sus acciones al soberano moral, sino solamente a sus superiores eclesiásticos. Como no son sujetos de sueldo del Estado son por tanto, empleados civiles, pero esa idea procede del afán de sujeción de la Iglesia al Estado... Esta idea de algunos políticos trae como consecuencia reclamar a favor de la potestad temporal de un derecho coercitivo y de disciplina sobre los clérigos católicos: derecho que solamente puede corresponder al Estado sobre sus propios empleados.54
Esta réplica anticipaba el debate que suscitaron las iniciativas de Melchor Ocampo. La Iglesia perdió la batalla con la promulgación de la Ley Iglesias, a petición de Ignacio Comonfort en 1857. Sus 12 artículos obligaban a los clérigos a seguir cumpliendo con los deberes de administrar los sacramentos sin ninguna condición, exceptuando del pago a los pobres. El cobro indebido a los necesitados sería castigado con una multa que ascendía a lo triple de lo que hubieren recibido por el servicio religioso y podía incluso causar el destierro del cura de la jurisdicción parroquial. La norma de 1857 concedía amplias facultades a las autoridades civiles para vigilar que se aplicara cabalmente; para que nadie alegara desconocimiento, el documento debía estar a ojos de la feligresía en las oficinas de los curatos, las salas municipales y los juzgados. Se advirtió que ningún eclesiástico podría hacer cobro alguno si no conservaba un ejemplar de esta ley.55
Reflexiones finales
El obispado de Durango se vio obligado a ajustar la aplicación del cobro de obvenciones según la parroquia, porque el contexto de cada una hacía imposible que se cumpliera la ley arancelaria. Localidades como Los Remedios y Huejotitán tenían menos de 500 habitantes, de manera que la tarifa por el servicio de entierros no podía ser la misma que en Sombrerete, donde prevalecía la riqueza minera y se encontraban los españoles más adinerados.
Si bien la decisión fue tomada en favor de los fieles, en un intento por ser más justos y para asegurar la subsistencia de los templos y sus curas, remarcó las diferencias entre los grupos de clérigos. En consecuencia, y sobre todo los que residían en poblaciones en mejor situación, se aprovecharon del contexto y alzaron las tarifas de los servicios religiosos o mintieron ante el obispado para conseguir más ingresos, pretextando la incapacidad económica de sus parroquianos. La resistencia de los clérigos y los desacuerdos con los habitantes evidenciaron el descontrol de la Iglesia.
En un intento por conseguir ventaja, el gobierno civil mexicano quiso tomar el control del clero secular, promulgando nuevas leyes y sancionando fuertemente a los que no las acataran. Tal fue su interés que en las décadas posteriores a la independencia pretendió aplicar normas como si la monarquía española siguiera vigente. Se propuso cancelar los derechos de arancel sustituyéndolos por los diezmos que cedería el Estado en favor de las parroquias, aunque esa iniciativa no prosperó debido a las implicaciones políticas y económicas. La debilitación de la economía de la Iglesia también fue notoria a partir del periodo republicano, dado que las obvenciones se redujeron porque en los entierros se fueron abandonando los diversos ritos y ceremonias fúnebres que se acostumbraban.
Los informes de la mitra enviados al gobierno civil acerca del sustento de los sacerdotes son la mejor fuente para visualizar el desenlace de la problemática estudiada. Exhiben la desproporción de ingresos entre los clérigos seculares del obispado de Durango. Mientras algunos lograban reunir cantidades muy superiores a las establecidas, otros no podían recaudarlas y evidentemente vivían en la penuria. De cualquier manera, unos y otros buscaron incrementar sus ingresos para mantenerse, aun en los lugares más remotos. Una mayor inquietud causan los párrocos que adquirieron ganados, tierras y minas, y participaron en el comercio; es sin duda un tema que valdría la pena profundizar con el estudio de sus testamentos e inventarios de bienes respectivos. Otro interesante fenómeno que permea la presente investigación es la movilidad geográfica de los sacerdotes en relación con sus carreras eclesiásticas. Hay material para nuevas indagaciones.