El cristianismo es un elemento fundamental para comprender la historia de México. La religión católica llegó a estos territorios con la fundación de Nueva España y fue parte indisoluble del proceso de conquista y colonización de la América española. Es por ello que resulta necesario conocer este proceso cultural, cuyo impacto es palpable hasta nuestros días. En este sentido, Antonio Rubial se ha esforzado a lo largo de su carrera para contribuir a la comprensión y análisis del papel desempeñado por la religión, la Iglesia y sus integrantes. Desde hace más de 40 años -1975 para ser exactos- hay constancia de su interés por examinar el fenómeno religioso al presentar la tesis Notas para estudiar el franciscanismo en Nueva España, 1523-1550. Hasta el día de hoy prosigue ininterrumpidamente sus investigaciones a través de diversos enfoques que bordan distintas temáticas: la evangelización, las gestiones episcopales, el clero regular, los santos, beatos y venerables, el monacato femenino, etcétera. Simultánea a su faceta de investigador, se encuentra la vocación didáctica de Rubial, fehaciente en su labor como profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en conferencias y en la colaboración en diversas publicaciones que favorecen la enseñanza y la divulgación. Estas tareas le han permitido poseer una visión muy completa sobre el clero, la religión católica y su impacto social en el ámbito novohispano. En este contexto se inserta el libro que se reseña a continuación.
El cristianismo en Nueva España. Catequesis, fiestas, milagros y represión es una obra que brinda una visión panorámica e integral sobre la cultura que se fue configurando con la evangelización y sobre el mantenimiento y el fomento que distintos actores le dieron al catolicismo. Esto último es clave, pues permite comprender el concepto “cristianizar” de forma amplia y que numerosos aspectos sean considerados dentro de él y de sus derivados. El libro está estructurado en cinco partes: una introducción que ofrece al lector un repaso por la historiografía que ha abordado el tema (desde el siglo XVI hasta el XXI), uno siguiente que coloca sobre la mesa las premisas que permiten entender al cristianismo, otros dos apartados que tratan el desarrollo de éste (1521-1585 y 1585-1771 respectivamente), uno específico sobre las misiones en el norte novohispano (1585-1770), y por último, un epílogo que cierra el periodo colonial con los cambios generados por el regalismo y la Ilustración que llevaron a su fin la existencia de la Nueva España (1771-1821). Dicho sea de paso, los tres periodos aquí mencionados fueron propuestos por el autor como herramienta de análisis con la finalidad de señalar los cambios que marcaron el “proceso cristianizador” y están planteados con base en acontecimientos político-religiosos: la realización del tercer y cuarto Concilio Provincial Mexicano.
Tres son los méritos más destacados, desde mi punto de vista, de este texto de Antonio Rubial. El primero es lograr una síntesis muy completa del tema tratado, única en su tipo. En efecto, el autor hace un profuso manejo de la bibliografía especializada existente sobre la historia de la Iglesia y del cristianismo en Nueva España.1 La gran mayoría de estos textos está acotada espacialmente a demarcaciones o regiones muy específicas, o bien, a temporalidades cortas, determinadas por los autores y con base en sus objetos de estudio. Lo mismo sucede con las temáticas, restringidas a detalles o aspectos muy puntuales. Imposible sería hacer un recuento de esta numerosa bibliografía, y por ello, sólo coloco algunos de los trabajos más destacados, tanto por ser referentes como porque son aprovechados en el libro reseñado. Los orígenes del guadalupanismo no serían comprensibles sin la obra fundamental de Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras.2 David Brading ha publicado, desde inicios de la década de los noventa, textos relativos a la Iglesia en México y a la religiosidad vinculada con cuestiones identitarias.3 Por su parte, William Taylor ha destacado por abordar el estudio de aspectos como imágenes, reliquias, clérigos y fiestas durante el siglo XVIII; su obra más importante es Ministros de lo sagrado.4
Sólo un autor con la trayectoria, la formación y la pericia de Rubial consigue amalgamar una serie de textos acotados, dotarlos de un sentido y brindar una visión de conjunto que abarca toda la geografía novohispana (de océano a océano y de la frontera sur en Guatemala a la norte en Nuevo México) durante los 300 años que duró la Colonia. A pesar de ello, no pierde de vista las características regionales y temporales; de esta forma, evidencia que el cristianismo no es un fenómeno estático. Sobre este mismo punto, no sólo es destacable el aprovechamiento de la bibliografía -dentro de la cual se encuentra, por supuesto, la investigación hecha tiempo atrás por el autor-,5 sino también el uso de fuentes primarias tales como crónicas, historias sagradas, descripciones geográficas, sermones, anales y diarios, algunas muy poco exploradas.6
Quizá, el segundo mérito del texto sea el más relevante en cuanto a aportación historiográfica original. Antonio Rubial destaca la relación existente entre el ámbito urbano y el rural en función del cristianismo. Hasta el día de hoy, cada uno de dichos ámbitos era tratado por separado y los estudios se habían volcado a la evangelización y la religiosidad en los pueblos de indios.7 Rubial destaca el papel de las ciudades como rectoras en la configuración del cristianismo, pues en ellas se modelaron y elaboraron los medios, los mensajes y las políticas que se implementaron en las poblaciones campesinas. Si bien esto no fue muy claro en el primer periodo del proceso cristianizador mencionado (1521-1585), es a partir del segundo (1585) que las directrices fueron dictadas desde las urbes, a partir de la celebración del Tercer Concilio Provincial y con la consolidación obispal al apoyar la llegada de nuevas órdenes religiosas.
Así, la jerarquía eclesiástica, los conventos matrices, las imprentas y las autoridades civiles con capacidades vicepatronales estaban en las ciudades (los obispos y sus cabildos sólo en capitales episcopales); desde éstas, se tomaban las decisiones y se mandaba la ejecución de políticas y tareas a seguir; la gran mayoría de los santuarios se generaron en ellas y ejercieron su influencia en poblados aledaños; las devociones urbanas se extendieron al campo, la impresión de catecismos y obras para el ejercicio y mantenimiento del culto (casi todas impresas en la ciudad de México), así como el resguardo y consulta de otros que no se publicaron, dependieron de las urbes; la formación de personal en colegios y seminarios, el mantenimiento de las misiones se instrumentó en ellas, las corporaciones (como cofradías y congregaciones) se generalizaron a partir de los modelos citadinos… A pesar de que el grueso de la población novohispana se distribuyó en el campo, las ciudades fueron indispensables en este proceso, propuesta explicada convincentemente por el autor.8 Incluso, puede decirse que el modelo se irradió desde el centro político y cultural (la ciudad de México) hacia el resto de las urbes, y de éstas al ámbito rural-misional. Este punto queda para la reflexión y debate de los estudiosos para ser considerada, como contraargumentación, la posibilidad de que la aplicación práctica de dichas políticas en los pueblos pudo influir de forma determinante en las decisiones tomadas por las autoridades residentes en las ciudades, es decir, que la comunicación entre los dos ámbitos fuese de ida y vuelta.
El tercer mérito del texto es dejar en claro la existencia de lugares comunes equívocos y brindar argumentación fundamentada para aclarar por qué son yerros. Es cierto que algunos de éstos ya habían sido combatidos por la historiografía reciente, pero en El cristianismo en Nueva España cobran relevancia al quedar insertados en un libro que saldrá, según considero, del restringido ámbito académico. Esta es una posibilidad, ya que el texto se publicó en la colección Historia del Fondo de Cultura Económica, en coedición con la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con un tiraje envidiable para estos tiempos. Asimismo, el lenguaje sencillo y accesible que caracteriza a los trabajos de este autor hace más plausible que su alcance sobrepase al mundo de los historiadores.
De vuelta a los lugares comunes, a continuación, brindo algunos ejemplos de los aspectos desmentidos en el texto. La idea de que los frailes fueron los principales y casi únicos actores participantes en la evangelización queda anulada, pues aclara que tuvieron numerosos apoyos (de caciques, encomenderos, virreyes, indios colaboradores) y que el clero secular estuvo más presente en este proceso de lo supuesto.9 Otro es que la fundación de santuarios se realizó en sitios donde se veneraron divinidades prehispánicas y que, por lo tanto, se quiso hacer una suplantación de deidades; para el autor, las evidencias indican lo contrario: salvo en casos excepcionales, estos sitios se impulsaron en lugares “neutrales” en cuanto a su carga religiosa y las devociones promovidas dependían de los dirigentes eclesiásticos.10 De igual forma, remarca la existencia de actos violentos ejercidos por los misioneros jesuitas en el septentrión novohispano, frente a la percepción fomentada por diversos textos que promovieron un relato idílico -como de santos en vida- de estos miembros de la Compañía de Jesús. La lista continúa, pero el objetivo aquí es dar un botón de muestra.
Con El cristianismo en Nueva España, el lector tendrá a su alcance un libro que se convertirá en referente para el estudio de ese periodo, además podrá constatar la madurez de la carrera académica de un docente e investigador de la historia, quien logra interrelacionar diversos temas complejos que ha desarrollado desde hace tiempo. Por último, tengo para mí que un texto de esta naturaleza es un llamado de atención para fomentar el estudio de temas relevantes basados en fenómenos vigentes y cuyas coordenadas históricas (tiempo y espacio) sean amplias, o que al menos, se inserten conscientemente en un contexto amplio que permita explicar procesos, en contrapartida de la hiperespecialización, la cual parece haberse adueñado de buena parte de los estudios recientes. Si bien esto no es un problema per se, sí se convierte en uno cuando los historiadores comienzan, desarrollan y terminan sus carreras académicas centrándose en detalles y nunca logran una visión de conjunto. Por ello, la trayectoria de este investigador es un modelo en ese sentido.