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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.63 Ciudad de México jul./dic. 2020  Epub 21-Ene-2021

https://doi.org/10.22201/iih.24486922e.2020.63.75683 

Reseñas

Alejandro Cañeque, Un imperio de mártires. Religión y poder en las fronteras de la monarquía hispánica

Antonio Rubial García1 

1Universidad Nacional Autónoma de México Facultad de Filosofía y Letras abrugarcia49@gmail.com

Cañeque, Alejandro. Un imperio de mártires. Religión y poder en las fronteras de la monarquía hispánica. Madrid: Marcial Pons, 2020.


La acelerada globalización de la que nuestra generación ha sido testigo, con todos sus beneficios y desventajas, ha producido una notable cantidad de estudios que buscan explicar los orígenes del fenómeno en los albores de la Edad Moderna. La mayor parte de dichos trabajos remiten el proceso de expansión y unificación que lo hizo posible a los imperios español y portugués, cuyas expediciones marítimas iniciaron la inserción de América en la civilización occidental desde finales del siglo XV y, un siglo después, la convirtieron en el puente hacia las rutas del océano Pacífico y el sureste de Asia. En muchos de esos trabajos se ha insistido en que el factor fundamental que impulsó dicha expansión fue la búsqueda de metales preciosos, de especies y de esclavos, pero al priorizar el tema económico, clave para nuestro mundo actual, se ha desestimado el otro gran impulsor del proceso, la religión. Otras investigaciones han insistido en que el tema de la redención de las almas para esos imperios era tan importante como el de la explotación de los recursos y de los cuerpos.

El libro de Alejandro Cañeque no sólo basa sus argumentos en esta segunda línea, sino además nos devela una percepción retórica que parecería sacada del mundo al revés: españoles y portugueses no se percibían a sí mismos como invasores, explotadores o destructores de civilizaciones sino como sus salvadores. Las verdaderas víctimas de sus acciones no eran los pueblos que intentaban someter sino los mártires cristianos muertos en esos territorios y que eran vistos como los soldados de avanzada de un imperio católico que impondría la fe verdadera en todo el planeta. Se creía que al igual que había sucedido en los primeros tiempos de la Iglesia en Europa, la sangre derramada por los mártires fertilizaría las tierras de misión y propiciaría el nacimiento de las futuras cristiandades. Dichos martirios se daban en las fronteras de dichos imperios y su publicidad tuvo un papel central en las estrategias discursivas de sus monarquías y de las órdenes religiosas, particularmente de la Compañía de Jesús, que misionaban en ellas.

Para la elaboración de su propuesta el autor utiliza variados materiales impresos para dar idea de cómo se construyeron los imaginarios colectivos alrededor del martirio, fenómeno que se puede notar en la proliferación de crónicas sobre el tema desde fines del XVI y a todo lo largo del XVII. Para el autor dichos mensajes tuvieron una amplia recepción no sólo gracias a las crónicas, sino también a las obras literarias de dos de los más afamados escritores del Siglo de Oro, Miguel de Cervantes y Lope de Vega. La publicidad que tuvo esa cultura martirial católica se puede rastrear hasta en las visiones, expectativas y escritos de algunas mujeres, laicas y monjas, quienes, a pesar de estar excluidas por su género de la posibilidad del martirio, soñaban con sufrirlo

El libro parte de una premisa básica: en las crónicas martiriales los conceptos de evangelización y martirio estuvieron siempre vinculados con el de expansión imperial. El tema rebasaba así lo religioso para insertarse en lo político. Dicha percepción marcó las relaciones del imperio español con unos “enemigos” que tomaban a menudo rasgos demoniacos: Inglaterra, el mundo islámico, el Japón y la América “salvaje”. A partir de estos espacios se estructurará la distribución de la obra, la cual consta de un capítulo introductorio sobre el martirio en el ámbito católico del XVI, seguido de otras cuatro secciones donde se describen esos territorios, las circunstancias que los convirtieron en tierras de mártires y las diversas obras impresas que describieron sus tormentos.

El autor sostiene que, si bien el tema de la exaltación del martirio es tan antiguo como el cristianismo y que a lo largo de la Edad Media no dejó de tener una importancia clave en la hagiografía, fue hasta la Edad Moderna cuando se le consideró una herramienta indispensable para la promoción misional y la expansión imperial. Varios factores, además de la apertura de la comunicación entre las distintas partes del globo terráqueo, hicieron posible el despliegue de esta literatura en Italia, Portugal y España: la reforma protestante y su negativa a rendir culto a los santos, imágenes y reliquias; los trabajos sistemáticos en las catacumbas de Roma, sobre todo la de Santa Priscila, desde 1578; la edición del Martirologium romanum en 1583, que llevó a una renovación de los estudios sobre el cristianismo de los primeros tiempos; el interés de Felipe II por allegarse reliquias comenzando por las destinadas al monasterio del Escorial, dedicado al mártir san Lorenzo; el enorme despliegue que tuvo el tema en la pintura del renacimiento y del manierismo. Gracias a obras generales (como la Historia de España de Ambrosio de Morales) y a publicaciones específicas (como el Flos sanctorum del jesuita Pedro de Ribadeneira, con ediciones en 1599 y 1601) el tema martirial se volvió sumamente popular. Además, desde la antigüedad cristiana el discurso militarista había considerado a los santos mártires como soldados de la fe, incluyendo en dicho término a las mujeres viriles que murieron en las persecuciones romanas; dicha terminología era apropiada para exaltar las guerras imperiales en los términos de una cruzada que utilizaba la espada para implantar la cruz.

En esos últimos años del siglo XVI, la hagiografía retomó los modelos retóricos salidos de los primeros tiempos del cristianismo, los cuales sirvieron para reforzar dos lugares comunes: el triunfo de la Iglesia moderna sólo sería posible si en sus avances misioneros imitaba a la primitiva, cuyo éxito se dio gracias a la sangre derramada por sus mártires; la brutalidad de los paganos, y por extensión la de los infieles, herejes, apóstatas y salvajes, era una clara muestra de su maldad y sujeción al Demonio. La credibilidad de los horrores cometidos por esos diabólicos victimarios estaba además sustentada en una cultura punitiva que mostraba públicamente el suplicio de los delincuentes para servir de escarmiento. Con dichos modelos retóricos sobre los buenos mártires y los malos verdugos se construyeron las hagiografías de las nuevas víctimas que morían por su fe en los modernos espacios martiriales.

La persecución en Inglaterra, objeto del capítulo 2, fue según Cañeque la que “sirvió para activar el fenómeno martirial en el mundo hispánico”. Desde 1570, año en que la reina Isabel fue excomulgada por el papa Pío V, la represión contra los católicos militantes se recrudeció en la isla. Desde Roma y Madrid los jesuitas ingleses intentaron conseguir apoyos para su causa, ya sea con la creación de colegios para educar a los jóvenes sacerdotes ingleses que regresarían a su patria, ya intentando conseguir el apoyo internacional, en especial de Felipe II, para “liberar” a la isla de la “tiranía” de su reina, sobre todo después del asesinato de María Estuardo de Escocia. Muchos sacerdotes que habían sido exiliados volvieron a Inglaterra para atender a una población rural, que, según algunos autores, seguía siendo católica en su mayoría. Varios de estos jesuitas fueron condenados al cadalso, pues eran vistos como intrigantes y traidores, aunque a menudo algunas de las conspiraciones supuestamente inspiradas por ellos fueron inventadas por los consejeros de la reina. En España, en cambio, se les vio como mártires de una causa justa e innumerables publicaciones comenzaron a narrar la persecución y las vidas de aquellos que murieron durante ella, en especial miembros de las órdenes religiosas.

Este era el contexto de los sacerdotes ingleses, como William Allen, nombrado cardenal a instancia de Felipe II, que escribían sus historias martiriales y promovían sus traducciones, como la que hizo su amigo el jesuita español Pedro de Ribadeneira, quien publicó la Historia eclesiástica del scisma del Reyno de Inglaterra en dos partes (1588-1594) impresa para divulgar la obra en latín de Nicholas Sander, De visibili monarchia. La Historia, que concluye con la muerte de María Estuardo, propagó la visión de una Inglaterra que era tierra de mártires y mostró a Isabel como una Jezabel, la perseguidora bíblica de sacerdotes; era una situación más aberrante aún, pues una mujer pretendía ser la cabeza de la Iglesia inglesa.

De manera paralela, numerosas imágenes de los mártires comenzaron a circular vinculándolos con los primeros que tuvo la isla (desde san Albano hasta santo Tomás Becket), para resaltar los fuertes vínculos que la Iglesia de Inglaterra había tenido con Roma. Los martirios durante las persecuciones promovidas por Enrique VIII e Isabel fueron publicitados en varios libros de grabados y en 1587, por ejemplo, salió un Theatrum donde el grabador inglés Richard Verstegan incluía, además de las crueldades en Inglaterra, aquellas cometidas por los hugonotes en Francia y por los calvinistas en Bélgica. Con tales imágenes se justificaba una guerra santa que España encabezaría contra Inglaterra.

Con la muerte de Isabel en 1603 y la subida al trono de Jacobo I, hijo de María Estuardo, todo parecía prometer una mayor tolerancia, pero no fue así, como lo mostró la brutal reacción ante la llamada conjura de la pólvora, de la que fueron acusados los jesuitas. Fue entonces que Luisa de Carvajal, una dama noble de la corte de Felipe III llegó a Inglaterra en busca del martirio y, aunque no lo consiguió, su intento mostró la enorme difusión que tuvo el tema en la España del siglo XVII.

Sin embargo, cuando en 1614 moría Luisa, Inglaterra había dejado de ser tierra de mártires y cedía su lugar al norte de África al que se dedica el capítulo 3. Desde que fueron martirizados en “tierra de moros” los misioneros enviados por Francisco de Asís, el norte de África sería visto como territorio martirial. Padecer el martirio en Marruecos era el sueño de la niña Teresa de Ahumada, la futura santa de Ávila; pero no fue sino hasta el siglo XVII que el tema adquiriría un enorme impulso publicitario, aunque en un sentido totalmente distinto al medieval, pues los mártires no eran misioneros, sino los cautivos en Argel.

Aunque desde el siglo XV la esclavitud en el Mediterráneo era moneda corriente, sobre todo a raíz de la conquista de Granada, el fenómeno del cautiverio de cristianos se intensificó en las dos centurias siguientes. Batallas y ataques corsarios, sobre todo los segundos, fueron los métodos más comunes de capturar prisioneros por ambas partes. El problema se reforzó cuando España abandonó el cuidado de las costas mediterráneas, para embarcarse en la aventura del Atlántico contra Inglaterra y Holanda. Con la expulsión de los moriscos en 1609 el odio anticristiano se recrudeció en el norte de África. Un gobierno fuerte en Argel, que pactó la paz con el imperio turco, convirtió a este territorio en un protectorado de corsarios, en el lugar donde se cobraban los rescates para quienes tenían dinero y en un mercado de esclavos abandonados a su suerte. El tema del cautiverio en Argel se volvió muy popular en la literatura de la época (Cervantes es un ejemplo) y muy pronto se le asoció con el martirio, opción extrema frente a los muchos que apostataban de su fe para recuperar la libertad y rehacer sus vidas como musulmanes.

El gran impulso que en este momento recibieron las órdenes redentoras de cautivos, mercedarios y trinitarios, se debió en buena medida a esta necesidad. Sobre todo cuando el renegar se volvió una opción generalizada y el rescatar cristianos era prioridad para prevenir uno de los pecados más atroces para el cristiano, la apostasía. Varias Historias, como la de Antonio de Sosa, fraile agustino que parecería un personaje salido de una novela, muestran las complejas realidades del Mediterráneo y cómo se construyó en la edad moderna al musulmán: lleno de vicios, avaro, soberbio, iracundo y sodomita, pues los cautivos eran obligados a practicar el pecado contra natura. Frente a estos “malos”, el mártir representaba las virtudes de fortaleza, paciencia y constancia.

El capítulo continúa con la historia de las víctimas de la rebelión morisca en las Alpujarras, convertidas en mártires. Cañeque nos narra una fascinante historia donde se entremezclan el pasado y el presente de Granada, espacio que fue el último reducto musulmán de la península con la necesidad de construirse una identidad urbana cristiana a partir del martirio. En dicha historia se mezclaba un hecho real con toda la retórica y prejuicios que en España había contra los moros y su incontrolable violencia.

El capítulo termina con la muerte de fray Juan de Prado, un franciscano descalzo de la recién creada provincia de Andalucía en Marruecos, la última frontera martirial de África islámica. Éste, el único territorio que se había librado de caer en poder de los otomanos, se caracterizaba por una gran fragmentación política; pequeños señoríos gobernados por jefes militares con carisma religioso y en pugna entre sí, habían dado asilo a una numerosa población morisca expulsada de Castilla en 1609. La llegada de fray Juan y su compañero se dio en una época de lucha por el poder en Marrakesh, una ciudad que había logrado establecer un sultanato más o menos sólido. Tres hermanos se disputaban el predominio político y en un ambiente de asesinatos fratricidas e inestabilidad política sucedió el martirio.

A fines del siglo XVII Marruecos conseguiría una nueva unidad con capital en Fez bajo el sultán Muley Ismael, interesado en recuperar las plazas que españoles y portugueses tenían en el territorio marroquí. A principios del siglo XVIII, la figura de Muley fue tratada de manera ambigua en las crónicas franciscanas. Fray Francisco de San Juan del Puerto, quien escribió una Missión historial de Marruecos, describía al sultán como un cruel tirano, pero al mismo tiempo elogiaba el buen tratamiento que dio a los cautivos, a quienes sacó de las mazmorras y les dio un pueblo para que vivieran al aire libre, donde incluso tenían iglesias y atención religiosa. Gracias a Muley los franciscanos pudieron regresar a Marruecos para la atención de esos cautivos, lo cual nunca hubiera sucedido por entonces en un país europeo.

De Marruecos, el autor nos traslada al otro extremo del mundo, Japón, la tierra martirial por excelencia en el siglo XVII. El capítulo se inicia con la llegada del galeón San Felipe a la bahía de Tosa, al sur del archipiélago japonés, en 1596. El barco, que venía sobrecargado desde Manila y se dirigía a Acapulco, traía un rico cargamento y 233 pasajeros y fue desviado por una tormenta hacia las costas de Japón. Su arribo coincidió con condiciones muy difíciles pues el kampaku Hideyoshi, quien había logrado unificar el territorio, combatía a las fuerzas que se oponían a él, como algunas poderosas sectas budistas y los señores (daimos) cristianos del sur. En este territorio, asolado por las guerras feudales, se habían asentado desde mediados del siglo los portugueses y los jesuitas en el puerto de Nagasaki, convertido en el centro de operaciones para difundir el cristianismo e introducir los productos chinos, pero sobre todo las armas de fuego. Hideyoshi acababa de prohibir la predicación cristiana y había ordenado la expulsión de sus sacerdotes cuando llegó el galeón San Felipe. Después de confiscar los bienes que traía el San Felipe, Hideyoshi dio orden de arresto contra los frailes que venían en él y contra aquellos que vivían en los conventos de Osaka y Kioto. Seis franciscanos españoles (entre ellos el criollo Felipe de las Casas), junto con tres catequistas y 17 cristianos japoneses fueron juzgados en Kioto y trasladados a Nagasaki donde murieron crucificados el 5 de febrero de 1597. Con todo, en los años siguientes Hideyoshi, interesado en mantener buenas relaciones con los mercaderes portugueses, llegó a un acuerdo con los jesuitas y les permitió permanecer en Japón siempre y cuando no hicieran proselitismo.

En ese contexto los impresos multiplicaban los desacuerdos entre las órdenes religiosas. Los jesuitas se quejaban de los franciscanos, que por estar tan ansiosos del martirio ponían en peligro la misión que con tanto trabajo y esfuerzo habían echado a andar los jesuitas. Sus prudentes métodos dirigidos a los nobles en conversaciones privadas habían logrado muchas más conversiones y eran más apropiados para el Japón que la prédica pública promovida por los mendicantes. Sobre todo los jesuitas se oponían a que los frailes muertos en Nagasaki fueran considerados mártires. Frente a esto, los franciscanos respondieron a los argumentos de los jesuitas con varias publicaciones a los argumentos de los jesuitas y comenzaron a promocionar la causa de sus mártires en Roma. Al mismo tiempo los franciscanos de Manila, con el apoyo del gobernador de Filipinas, intensificaron su proyecto evangelizador en las islas, a pesar de que un breve pontificio de Gregorio XIII de 1585 prohibía a otras órdenes, fuera de la Compañía, misionar en el Japón. Contraviniendo las pretensiones exclusivistas de los jesuitas en 1608 el papa Paulo V eliminaría las restricciones a la entrada de las otras órdenes a Japón.

Cañeque señala que varios autores que han estudiado el tema consideran la disputa entre las órdenes religiosas dentro de un contexto más amplio, pues en ese momento se estaba dirimiendo a quién correspondería la jurisdicción económica sobre Japón, a España o a Portugal, aunque ambos reinos estaban ahora bajo Felipe II. Sin embargo Cañeque sostiene, con razón, que dicha percepción simplifica demasiado el problema pues, por un lado, las órdenes religiosas funcionaban más por intereses corporativos que por filias nacionales, sobre todo los jesuitas; y por otro, Macao y Manila estaban muy vinculados en sus intereses comerciales, pues mientras la ciudad portuguesa era fundamental para el tráfico de la seda China por Manila llegaba la plata americana con la que se compraban todos los productos asiáticos.

En 1602, a partir del ejemplo franciscano, agustinos y dominicos empezaron a enviar misioneros a Japón y a escribir crónicas martiriales sobre sus miembros, en los momentos en que las persecuciones contra los cristianos se intensificaban. Los dominicos sucedieron a los franciscanos como los principales detractores de la labor jesuita y los promotores de la idea del martirio como semillero de cristianos. Salvo los tres catequistas muertos en Nagasaki, los jesuitas no tenían mártires hasta que el napolitano Marcello Mastrilli murió en Japón en 1637, recibiendo una sorprendente propaganda por parte de las plumas más prestigiosas de la Compañía como Juan Eusebio Nieremberg. Dicha propaganda se dio en el marco de una noticia que causó gran conmoción: Cristóbal Ferreira, el jesuita portugués provincial de la orden en Japón, había apostatado convirtiéndose al budismo. Él sería el primero de varios misioneros renegados, tema vergonzoso que nunca sería tratado en las crónicas.

La percepción que tenían los religiosos en sus escritos sobre la alta capacidad intelectual de los japoneses y chinos daba a su evangelización un gran prestigio, pues sus conversiones se hacían a partir de argumentos racionales; lo contrario se pensaba de las misiones entre los nativos americanos, cuya escasa capacidad intelectual obligaba a una cristianización por la fuerza. A este último espacio está dedicado el capítulo v, que trata sobre los mártires en las fronteras de América.

Desde fines del siglo XVI habían sido muy difundidas en los virreinatos americanos las noticias de los martirios en Inglaterra, Argel y Japón; cuando este último territorio comenzó a desvanecerse como el más prestigioso de los escenarios martiriales, las misiones de América comenzaron a recibir una gran atención. En las últimas décadas de dicha centuria los franciscanos, en especial fray Jerónimo de Mendieta y fray Juan de Torquemada, exaltaron como mártires a los frailes muertos durante la rebelión del Mixtón y a los niños indígenas de Tlaxcala sacrificados por delatar idolatrías. Sin embargo, Europa no tomó conciencia de esa frontera hasta que se publicitó la apertura de la misión en Nuevo México gracias a un memorial escrito al Consejo de Indias por su custodio, fray Alonso de Benavides, el cual fue editado en 1630 en francés y holandés en Bruselas y Amberes. En su viaje por Europa, Benavides se entrevistó con sor María de Jesús de Ágreda, monja concepcionista que le había relatado sus viajes en espíritu al Nuevo México y cuya fuerte presencia en la corte de Felipe IV fue muy importante para el apoyo regio a dichas misiones. Sor María, al igual que la abadesa clarisa Luisa de Carrión, expresaba en sus escritos sus deseos de martirio, muestra de la gran difusión martirial y misionera que caracterizó al ámbito franciscano del siglo XVII.

Perú tuvo su primer fraile mártir desde fechas tempranas, el agustino fray Diego Ortiz, muerto en Vilcabamba, donde el inca Yupanqui había establecido un gobierno independiente de los españoles a la muerte del emperador Atahualpa. El martirio de este agustino no tuvo casi ninguna difusión en su tiempo, a pesar de haber sido muy cruel, hasta que fray Antonio de la Calancha lo dio a conocer en su Crónica moralizada publicada en 1638 en Barcelona. Este autor, que considera a la orden agustina como el auténtico brazo de la Corona en la expansión de la fe católica en Perú, convirtió el martirio de fray Diego en el clímax de su obra. Con todo, la contribución de los mendicantes a la historia martirial del Nuevo Mundo en los siglos XVI y XVII fue escasa, aunque tendría su repunte en el XVIII con la expansión misionera de los colegios de Propaganda Fide, cuyos mártires fueron exaltados por el cronista novohispano Isidro Félix de Espinosa. Su obra, sin embargo, no se puede explicar sin la riquísima literatura martirial producida por los jesuitas durante la centuria anterior.

A dicho tema Cañeque dedica el resto del capítulo comenzando por el del uso de la violencia como parte de la conversión. Según el autor, la Corona había eliminado la palabra conquista de su vocabulario reemplazándola por la de pacificación y legisló, a partir de la influencia de Bartolomé de las Casas, en contra del uso de la guerra para convertir a los indios americanos. Había sin embargo posiciones, como la del jesuita José de Acosta, que, sin llegar a una abierta justificación de la violencia, consideraban que para la conversión de los pueblos salvajes, que eran casi bestiales, el uso de la fuerza era necesario si se resistían a la entrada de misioneros o los asesinaban. En su obra Procuranda indorum salute (publicada en 1588) consideraba que, a causa de la condición de esas gentes y de lo alejadas que se hallaban esas regiones, soldados y misioneros debían actuar juntos, aunque de ninguna manera esto podría abrir la puerta a la esclavización de los nativos. Para Cañeque, la obra de Acosta es una simbiosis entre religión y poder imperial. A pesar de sus denuncias y condenas de la crueldad y la esclavitud, es innegable su defensa de la conquista como el único medio para la cristianización de los indios.

La obra de Acosta marcó las líneas que seguirían los jesuitas en sus misiones americanas, aunque su aplicación fue distinta a partir de las diversas circunstancias. A mediados del siglo XVII, en varios ámbitos americanos donde los jesuitas llevaron a cabo sus misiones, se elaboraron textos que, además de describir sus trabajos, narraban con lujo de detalles el martirio de los jesuitas, víctimas inocentes, a manos de indígenas con costumbres bestiales como el canibalismo y crueldades inauditas. Sobre la frontera norte de Nueva España, Andrés Pérez de Ribas publicaba en Madrid en 1645 el libro Historia de los triunfos de nuestra santa fe entre gentes las más bárbaras y fieras del nuevo orbe, obra dividida en doce partes, cada una de las cuales concluía con una biografía martirial.

Sobre el otro extremo de América, Antonio Ruiz de Montoya publicaba su Conquista espiritual del Paraguay en 1639, en la cual se hablaba de los primeros mártires jesuitas gracias a cuya sangre la misión contaba con veinticinco reducciones, aunque estaban en continuo peligro por los bandeirantes paulistas que incursionaban desde Brasil para esclavizar a los guaraníes. Un año después de la publicación de la historia de Pérez de Ribas, en 1646, salía en Roma la Histórica relación del reino de Chile del jesuita chileno Alonso de Ovalle. Después de narrar las sangrientas guerras araucanas y la injusta legalización de la esclavitud de los mapuches en 1608, la llegada de los jesuitas para establecer sus misiones provocó la muerte de los primeros tres jesuitas en Elicura. En 1641, la desgastante guerra llevó a las autoridades a reconocer la soberanía indígena al sur de Biobio y eso animó a los jesuitas a reanudar su anhelo misionero, lo que explica la publicación de la historia de Ovalle. También fueron publicitados los martirios de otros miembros de la Compañía en las misiones de la Amazonia y de los llanos de Mojos y Chiquitos, temas en los que Cañeque se ocupa en varias páginas de su libro. En todas ellas el autor nota una constante comparación en los textos jesuíticos entre las misiones en tierras americanas, que se muestran más exitosas, pero eran vistas como menos prestigiosas que las de China y Japón.

A la última frontera misional, las islas Marianas, dedica Cañeque el apartado final de este capítulo. A pesar de ser el paso obligado en la ruta entre Acapulco y Manila, Guam y el archipiélago de la Micronesia no habían entrado en el interés misionero español hasta las últimas décadas del XVII, gracias al apoyo de la reina regente Mariana y de la duquesa de Aveyro, gran promotora de las misiones. Entre 1670 y 1676 siete misioneros jesuitas fueron martirizados por los nativos, lo cual desató una enorme publicidad por parte de los jesuitas novohispanos y españoles. En 1673, Francisco de Florencia y Francisco García hicieron sendos relatos que se publicaron en Madrid y en Sevilla respectivamente, en los cuales se consideraba la nueva conquista espiritual dentro del destino misional del imperio hispánico, aunque García no deja de reconocer la necesidad de que “el celo español lleve en la mano derecha, que es la eclesiástica, el arado y la semilla evangélica, y en la siniestra, que es la secular, lleve la espada y la lanza para impedir que ninguno embarace la labor” (p. 344).

Estas palabras disfrazaban la gran violencia que acompañó la apropiación de esos territorios insulares. Cañeque describe cómo la guerra entre chamorros y españoles y las epidemias habían provocado una gran mortandad y los nativos huían a las islas más deshabitadas, las cuales fueron invadidas para deportar a sus habitantes a Guam. Después de consumada la conquista de las Marianas, otros seis sacerdotes jesuitas murieron a manos de los nativos, pero las crónicas ya no los mencionaban pues la misión se había establecido y publicitar estas muertes ya no era necesario. En el esquema retórico, los mártires aparecían siempre en los momentos iniciales de la misión para fertilizar con su sangre la futura cristiandad. Con las Marianas los jesuitas cerraban el gran ciclo martirial con el que habían construido poco a poco: “un imperio misional en las fronteras del imperio español” (p. 347).

En sus conclusiones, Cañeque señala lo paradójico del hecho de que hasta el siglo XIX ninguno de estos mártires había sido canonizado. Pío IX rompió con la centenaria tradición que había alargado los procesos con incontables trámites, lo cual había dificultado dichas canonizaciones; los mártires de Gorcum y Nagasaki que habían sido beatificados en el siglo XVII fueron canonizados finalmente por dicho pontífice, quien además agilizó otros procesos de beatificación. La nueva actitud estaba inmersa en una situación conflictiva para la Iglesia católica. Con la unificación italiana en 1860 el pontificado había perdido sus territorios y Roma se convertía en la capital del nuevo Estado italiano. Al revivir la figura del mártir, Pío IX pretendía generar un renacimiento espiritual y reafirmar la primacía de la Iglesia en el mundo moderno. En el siglo XX, Juan Pablo II y Benedicto XVI, con sus masivas canonizaciones pensaban de manera semejante frente a los grandes retos del mundo contemporáneo. Cañeque piensa que la multiplicación del santoral martirial parece ser contraria a lo deseado, pues “se devalúa la imagen única heroica y se le priva de gran parte de su poder de atracción” (p. 360). Esta contextualización de la literatura promocional sobre el martirio es lo que convierte al libro de Cañeque en uno de los más importantes textos sobre la primera globalización. El contraste que establece entre la visión apologética de los cronistas y la brutal realidad que acompañó la expansión militar y misionera ibérica obligan al lector a mirar los hechos con la perspectiva del otro, del que ejerce violencia como una reacción hacia aquellos que lo invaden y que pretenden imponerle su religión y su dominio.

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