Introducción
A partir de las dos últimas décadas del siglo pasado, la Compañía de Jesús ha sido estudiada dentro de una renovada historiografía, la cual ha buscado responder, tanto en nuestro país como en el extranjero, a nuevas interrogantes, no sólo en el ámbito religioso, sino también a partir del nacimiento de los cuestionamientos que presentan la modernidad. Desde entonces, se le ha visto como un activo agente en la expansión de los imperios coloniales,1 y a algunos de sus miembros como defensores de las monarquías a las que debían su lealtad,2 así como mediadores y negociadores en los territorios coloniales entre los grupos colonizadores y los colonizados.3 Recientemente, se ha puesto énfasis en estudiar a los jesuitas desde su esfera institucional, lo que ha dado a luz a diversos trabajos que ponen una especial atención a la diversidad de los miembros que la integraban, describiendo cómo cada uno de ellos contribuyó a la construcción de esta orden religiosa,4 lo cual se vuelve más evidente en las historias particulares que se escribieron en las distintas provincias.5 Además, estos trabajos han enfatizando la necesidad de entender a los jesuitas como representantes de la institución centralizante en la que pertenecían y su relación con diversos Estados, con el objetivo de entender las relaciones que se establecían, por su medio, con los lugares donde trabajaban y Roma, así como con aquellas monarquías a las que estaban sujetos.6
Así, las biografías de los jesuitas, al igual que las de otros personajes de la era moderna, nos muestran las tensiones existentes en un mundo en expansión, revelando las mudanzas que asumían en su identidad a lo largo de su vida, de acuerdo con la misión que desempeñaban y la movilidad geográfica que ésta les exigía.7
En esta renovación historiográfica jesuítica enmarcamos la figura de Nicolás de Arnaya, S. J., quien de acuerdo con varias referencias fue uno de los jesuitas más importantes de la provincia de México de finales del siglo XVI y principios del XVII. El jesuita Francisco de Florencia (1589-1612) se refería a él como “Varón digno de contarse entre los primeros, y mayores ornamentos de la Compañía de su tiempo. Fue rector de varios colegios, maestro de novicios, Visitador de nuestras Misiones, Provincial desta Provincia, fue Procurador a Roma, en donde asistió como vocal en la Séptima Congregación General, en la qual tuvo algunos votos para Superior, y Cabeza de toda la Compañía”.8 Posteriormente, el escritor decimonónico José Mariano Dávila, S. J. (1819-1870), lo describió (en términos muy similares) como “varón digno de contarse entre los primeros y mayores ornamentos de la Compañía de su tiempo”.9 Ya en el siglo XX otro jesuita, Gerard Decorme, S. J. (1874-1965), añadió sobre él “Lo especial de este hombre (que estudiaremos mejor entre los místicos) fue su influencia en el buen espíritu y formación interior de esta Provincia ya como Superior y director de conciencia, ya más duraderamente por sus escritos”.10
Si bien las referencias anteriores dan importancia a distintos aspectos sobre la figura de Arnaya, éstas nos permiten vislumbrar que durante su trayectoria en Nueva España se destacó por ser un hombre con una intensa vida tanto activa como contemplativa. Éstas también ponen énfasis en su dedicación al estudio de algunas lenguas indígenas, su ministerio con diferentes grupos de indios, los distintos cargos que desempeñó dentro de la provincia de México, así como los trabajos que publicó a lo largo de su vida como religioso.11
Nicolás de Arnaya es un personaje pobremente conocido en la historiografía de la Compañía de Jesús. No obstante, los escasos estudios que sobre él existen nos ayudaron a encontrar el problema que guiará el artículo, y que pudimos sustentar recurriendo a fuentes primarias, sobre todo las que encontramos disponibles en el ARSI,12 las cuales muestran que Nicolás de Arnaya, S. J., tuvo que trabajar y mediar entre los intereses del gobierno central de la Compañía de Jesús en Roma y los del Regio Patronato español, pues ambas instituciones sostuvieron constantes fricciones entre sí en torno a la forma de proceder en la evangelización en las tierras americanas.13
El trabajo de Arnaya en Nueva España se llevó a cabo en medio de un intenso debate a nivel global dentro de la orden, y cuyo núcleo era elegir si había que dar prioridad a los colegios sobre las misiones, discusión que desembocó en la publicación de la Ratio studiorum en 1599. Entretanto, a nivel local se discutían temas concernientes a la forma de operar de la Iglesia mexicana a partir del Tercer Concilio Provincial Mexicano de 1585.14
Estas controversias se pueden observar entre líneas en una carta necrológica sobre la vida de Arnaya, que dice: “Y a la prosecución de esta virtud se pueden atribuir los buenos sucesos que tenía en todo lo que comenzaba, así en el aumento de las casas, de que fue superior como Tepotzotlán, Guadiana, San Luis de la Paz, como en las misiones en las que se ocupó, cogiendo siempre copiosos frutos de sus trabajos”.15 Estos primeros centros de los que habla la carta estaban claramente asentados en la zona de misión que se establecía en la avanzada al norte del virreinato durante el generalato de Claudio Acquaviva, S. J. Pero su actividad en Nueva España dio un giro cuando fue nombrado provincial durante el generalato de Muzio Vitelleschi, por lo que la carta necrológica menciona sobre esta nueva etapa que: “El tiempo que fue superior los años que vivió en esta provincia acudió a todo género de gente, asi indios como españoles, no perdonando trabajo alguno para encaminarlos al cielo”.16
Estas informaciones nos animaron a indagar con más detenimiento la transformación de las prioridades apostólicas de Arnaya. Si bien es cierto que el hecho de haberse convertido en provincial afectó inevitablemente sus tareas en Nueva España, también es necesario considerar que dichas tareas debían proceder entre los designios que se pedían en Europa, y lo que les imponía la realidad local. Por ello, el objetivo de este artículo es analizar cómo el trabajo de Nicolás de Arnaya, S. J., estuvo sujeto tanto a los designios del rey de España como a los del prepósito general, realizando así constantes mediaciones entre ambos intereses y las necesidades locales que le imponía el contexto del momento en cuanto a la expansión y la apertura de centros jesuitas en la provincia de México.
Brevemente, cabe mencionar que cronológicamente su vida comprendió los generalatos de Claudio Acquaviva (1581-1615) y Muzio Vitelleschi (1615-1645), así como los reinados de Felipe II (1556-1598), Felipe III (1598-1621) y sólo un año del reinado de Felipe IV (1621-1665). En síntesis, consideramos que la importancia de estudiar la figura de Nicolás de Arnaya, S. J., radica, más que en explicar la vida de un individuo, en apostar por encontrar nuevos enfoques en el estudio de las formas bajo las cuales operaba la Compañía de Jesús en la Nueva España a finales del siglo XVI y principios del XVII.
Nicolás de Arnaya, S. J., durante el generalato de Claudio Acquaviva (1581-1615): la expansión misionera al norte novohispano
La información que poseemos sobre Nicolás de Arnaya antes de que ingresara a la Compañía de Jesús en la provincia de Toledo, en 1577, es mínima.17 Sabemos que nació en Segovia, España, en 1557,18 y que realizó su noviciado en Villarejo de Fuentes, cercano a Cuenca, emitiendo sus votos del bienio en 1579.19 Concluyó sus estudios de latinidad y filosofía en Alcalá -lugar especialmente importante para la elaboración de la pedagogía jesuita, con una fuerte influencia por el humanismo italiano y de donde salieron los primeros jesuitas-. Posteriormente estudió cuatro años de artes y cuatro de teología,20 recibiendo el orden sacerdotal en Teruel, España, el 4 de marzo de 1584, a manos del obispo de la ciudad, Diego Ximénez.21 Al concluir la tercera probación, pidió ser enviado a las Indias para convertir a los gentiles, siendo común entre los jóvenes jesuitas formular estas solicitudes al prepósito general, mostrando así su deseo de acudir a misionar a tierras lejanas.22
Ya la primera congregación provincial de 1577 pedía que los individuos que se enviaran a Indias no fueran los que rechazaban las provincias europeas, sino gente virtuosa y con ánimo de predicar, cualidades que Arnaya demostró tener rápidamente. La misma congregación requería que estos jesuitas se dedicaran sobre todo a los indios, pensándose en hacer colegios para éstos en varias regiones, desde donde los jesuitas también podrían salir a misionar. De hecho, la congregación expresó claramente que los colegios fueran complementarios de las misiones, siendo las instituciones que las sustentaban.23 Volviendo a Arnaya, desde Roma se decidió destinarlo a Nueva España en 1584, en la expedición de Francisco Báez, S. J., quien con el permiso de Felipe II, zarpó con dieciocho religiosos. Acquaviva les auguró buenos deseos por ir a trabajar a tierras “tan apartadas y necessitadas”.24
La expedición arribó al puerto de Veracruz el 10 de septiembre de 1584. De acuerdo con Pérez de Ribas, S. J., Arnaya debió tener todos sus estudios concluidos en Alcalá, y ya con la tercera probación concluida, Arnaya “pudo muy bien, en llegando á nuestra Provincia, efectuar los deseos que le habían traido de España á las Indias, de emplearse sólo en ayuda de la salvación de las almas, y muy en particular de los pobres indios”.25 En esta primera etapa se dedicó primordialmente a éstos, ya que Felipe II había autorizado al general Francisco de Borja, S. J., la entrada de la Compañía de Jesús a la Nueva España para tratar sobre todo con los naturales. Sin embargo, poco tiempo después de su llegada, en 1580, el rector del Colegio Máximo de México, Pedro Díaz, S. J., le recordaba a Acquaviva que también era necesario que la orden favoreciera a los españoles del virreinato, lo cual nos muestra la diversidad de grupos a los que se tuvo que hacer cargo la Compañía, y los pleitos internos que hubo al respecto.26
La Compañía de Jesús se estableció en Nueva España en 1572, en una época de consolidación lo mismo de los Estados modernos que de las iglesias nacionales en Europa, y donde tanto el Sumo Pontífice como el rey de España buscaban afianzar su doble potestad espiritual y temporal, lo que dio origen a innumerables tensiones en las relaciones de poder entre Roma y la monarquía española.27 Si bien el rey español buscaba tener cada vez más influencia en la Iglesia perteneciente a sus reinos de América y Europa, el papa, sobre todo después del Concilio de Trento, manifestaba sus pretensiones de expandir el poder de la Iglesia romana a todo el orbe católico, convirtiéndose en el centro de recepción del saber misionero mundial.28 Este fue un periodo de tensiones entre los dos grandes poderes, en que había más conflicto que cooperación entre Felipe II y el Sumo Pontífice, debido a asuntos de jurisdicción eclesiástica y política internacional en los territorios del rey.
Cabe recordar que los jesuitas profesaban, además de los tres votos habituales, un cuarto voto de obediencia y fidelidad al papa. Además, la Compañía mantenía su sede en Roma, por lo que estaban a disposición de los designios del prepósito general.29 Fue esta excesiva centralización la causa de que la unidad de la Compañía de Jesús fuera puesta en entredicho, llegando este conflicto a su clímax durante el generalato de Claudio Acquaviva, S. J. Bajo su mandato, ya era clara la formación a nivel central de dos facciones opuestas dentro del instituto: una “romana” o “papista”, que buscaba mayor control papal dentro de la orden, menos influencia del rey en el área misionera, y que éste actuase siempre sirviendo a los intereses del pontífice romano; por su parte, la llamada facción “castellana”, buscaba menor intromisión del prepósito general en los territorios pertenecientes al rey, así como fomentar mayor independencia en las decisiones sobre los misioneros de la monarquía hispánica.30
Tanto Madrid como Roma intervenían en la selección de los sujetos que eran enviados a las Indias, y decidían quiénes podían regresar a España, o quiénes debían asistir a Roma a las congregaciones.31 Por otra parte, una característica de los jesuitas de la provincia de México fue su constante movilidad, ya que las Constituciones de la orden establecían que uno de los propósitos de la misma era que sus miembros acudieran a distintos territorios del mundo a predicar, estando muchos de ellos poco tiempo en los lugares donde habían sido asignados en un principio. Así, tanto el prepósito general como el provincial establecían la ubicación de los sujetos dentro de cada provincia, si bien dichas decisiones siempre estaban sujetas a la aprobación del virrey en turno.32
Igualmente, los dos gobiernos (espiritual y temporal) tenían interés en la apertura de misiones en el virreinato, pues ayudaban al espíritu expansionista de la frontera de los dominios del rey e impulsaban la presencia jesuítica en las extensas áreas marginales. En este momento, existía una intensa animación misionera dentro de la Iglesia católica, así como un fuerte interés de los imperios coloniales por utilizar las misiones como auxiliares en la conquista y expansión de nuevos territorios. El descubrimiento de las minas de plata de Zacatecas en 1546 había dejado una inmensa región vacía, la cual era necesario poblar y evangelizar, misma que los jesuitas -junto con los franciscanos- pusieron bajo su área de influencia.
Si bien la conquista del norte comenzó formalmente luego de este hallazgo, la empresa septentrional jesuítica tuvo que esperar, al estar la orden inmersa en un doble debate entre las dimensiones local y universal dentro de ella. En el aspecto local la discusión giraba en torno a la licitud de la guerra contra los indios chichimecas, debate que se dio durante el Tercer Concilio Provincial Mexicano y en el cual se examinó la necesidad de reprimirlos o bien atraerlos al modo de vida occidental de forma pacífica, opción que fue la vencedora.33 Por su parte, como ya se dijo, la Compañía de Jesús estaba discutiendo a nivel global a qué institución debía darle prioridad, si a las misiones o a los colegios. El bando que representaba el general Acquaviva argumentaba que los colegios eran un obstáculo para las misiones, ya que representaban un problema de sobrecupo, siendo difícil mantener a la cantidad de sujetos y estudiantes que había en ellos.34 Por su parte, los defensores de los colegios subrayaban que éstos eran importantes para preparar a quienes después iban a evangelizar en las zonas de misión, siendo una importante base de operación.35
Durante su trayectoria en Nueva España, Arnaya demostró su eficacia para trabajar, combinar y suavizar entre la orden y la Corona, armonizando en lo posible los propósitos lo mismo del prepósito general que del monarca en turno. Hemos mencionado que su arribo a la provincia de México en 1584 durante el gobierno de Acquaviva, aquél puso un decidido empeño en fortalecer el trabajo de las misiones. En ese momento la provincia contaba con un total de 143 jesuitas, de los cuales sólo 16 se dedicaban a predicar y confesar indios en los colegios de México, Pátzcuaro, Tepotzotlán, Oaxaca y Puebla, por lo que Roma buscó incrementar el número de sujetos que se afanasen en las misiones.36
El especial interés de Acquaviva en la apertura de misiones en la Nueva España y la conquista del septentrión novohispano financiada por la Corona tuvieron un impacto en la selección y las actividades que eran asignadas al nuevo personal de la Compañía, siendo una de ellas el aprendizaje de lenguas indígenas. Así, el provincial de México del momento, Antonio de Mendoza, le informaba a Acquaviva que cuatro estudiantes traídos de España ya las estaban aprendiendo: dos aprendían la lengua otomí, entre ellos Arnaya, y dos la tarasca.37
La expansión jesuítica al norte comenzó con el establecimiento de una residencia en Tepotzotlán en 1580, territorio de frontera entre los indios mexicanos del valle de México y los otomíes, la categoría chichimeca más “avanzada” de este grupo, de acuerdo con el franciscano fray Bernardino de Sahagún.38 Antes de su apertura, la Compañía sólo había inaugurado los colegios de México y Pátzcuaro; la Casa Profesa en la Ciudad de México; las misiones de Oaxaca y Puebla, que al poco tiempo adquirieron el estatus de colegio, y la residencia de Veracruz, todos ellos situados en la región que culturalmente se denomina “Mesoamérica”.39
Nicolás de Arnaya se estableció en Tepotzotlán cinco años después de su apertura, en 1585.40 Para entonces, operaban en él dos centros diferentes enfocados a la atención de los indios: un seminario donde estudiaban los hijos de caciques, y un centro para el aprendizaje de lenguas indígenas, sobre todo náhuatl y otomí, además de realizar misiones a los lugares cercanos. El noviciado se abriría un año después. En este primer lugar se dedicó a predicar y confesar a indios otomíes en un primer momento.41 El interés por la apertura de colegios de indios ya lo habían demostrado los monarcas españoles desde el reinado de Carlos V, quien en una real cédula pedía: “Que sean favorecidos los Colegios fundados para criar hijos de Caciques, y se funden otros en las ciudades principales”.42
El establecimiento jesuita en esta zona de frontera entre los indios sedentarios de lo que hoy es el centro de México y los nómadas del área chichimeca tenía como objetivo integrar a estos pueblos periféricos al dominio colonial por medio de misiones y presidios.43 Desde entonces, como parte de un plan de pacificación para asegurar el trayecto entre la Ciudad de México y Zacatecas, se diseñó una avanzada misionera al norte, que iba a la par de las expediciones militares que patrocinaba el gobierno virreinal, por lo que se fundaron varios presidios que alentaron la colonización con indios sedentarios.44 Durante esta época, fueron pocos los jesuitas que se enviaron a esa zona, pues los catálogos trienales demuestran que, en 1592, de los 200 jesuitas presentes en la provincia, sólo había ocho en las misiones de Sinaloa y Zacatecas, de los cuales cuatro eran novohispanos y los otros cuatro peninsulares, entre los se encontraba Arnaya.45
Una vez que concluyó el Tercer Concilio Provincial Mexicano, Arnaya partió al septentrión en 1588 junto con el padre Gonzalo de Tapia para trabajar en las recién fundadas misiones de Guadiana (1594) y Zacatecas (1592).46 Fue en esta primera etapa cuando se dedicó a trabajar más intensamente con los indios, aunque nunca descuidó a los españoles u otros grupos sociales,47 siendo además protagonista en la apertura de las primeras misiones jesuíticas, en un momento en que la quinta congregación general de la Compañía de Jesús de 1593 había reiterado la importancia del avance misionero.48
Las misiones, en tanto áreas geográficas, servían de conexión con otras regiones y con otros pueblos, por lo que en ellas existió gran circulación de población y se volvieron dependientes de la minería, aunque no exentas de tensiones en torno al papel que tenían los indios en cada una. La minería convirtió al norte en un imán de población, lo que detonó la creación de una gran diversidad de pueblos gracias a las migraciones, hallándose en los reales de minas lo mismo españoles que negros, indios y sus diversas mixturas, que al estar presentes en las misiones recibieron atención espiritual por parte de Arnaya y el resto de los misioneros.49
En este contexto, la misión de Guadiana dejó ese estatus para convertirse en residencia en 1595 y se volvió el centro jesuita más importante del norte en ese momento, al tener sujetos a una infinidad de pueblos, que había que atender, así como ser el punto de partida para que los jesuitas se establecieran posteriormente en los actuales estados de Sonora, Sinaloa y Baja California.50 En esos años, además de las misiones ya mencionadas, se establecieron también las misiones de Sinaloa (1592), San Luis de la Paz (1594) y Parras (1604).51 Arnaya trabajó en todos estos centros, y su actividad se focalizó en acudir a los lugares cercanos a las minas, donde había necesidad de reducir a los indios debido a los alzamientos, momentos en los que era básica la ayuda de la Corona en la construcción de presidios y el envío de padres a zonas remotas.52 Según su carta necrológica, en esta primera etapa su actividad con los indios era una prioridad, asistiéndolos en materias espirituales (erradicando la idolatría), y temporales (por ejemplo, ayudando a trazar edificios y casas en los pueblos para atraerlos de las rancherías y montes apartados en que estaban).53
No obstante, la primera estancia de nuestro personaje en el norte fue corta, debido a la movilidad que caracterizaba a las misiones jesuitas, y así mientras regresaba a Tepotzotlán, el padre Tapia era destinado a Valladolid,54 entre otras razones debido a la entrada de los franciscanos a la región, con el argumento (atendiendo a la documentación jesuita) de que los ignacianos cedieron a los frailes la zona por un tiempo para no entrar en conflictos con ellos.55 A su vuelta, Arnaya realizó el 6 de septiembre de 1592 su profesión de cuatro votos, se convirtió en el rector de la residencia y mantuvo su firme propósito de continuar ayudando al centro de lenguas, proyecto que obtuvo el beneplácito del general Acquaviva.56 También comenzó a idear la independencia de la residencia de Tepotzotlán del Colegio de México, para la cual se necesitaban bienes productivos. Por ello, mientras fue el rector de esta institución estuvo bajo su cargo la adquisición de una hacienda y la construcción de un molino, mismos que lograron que adquiriera la categoría de colegio en 1606 y que fuera autosustentable.57
Su primera etapa como rector de Tepotzotlán tampoco fue extensa, ya que en 1596 fue transferido como superior a la misión de San Luis de la Paz, en un momento en que ya conocía las lenguas mexicana y otomí, y estaba aprendiendo guachichil, lengua hoy extinta.58 Esta misión se fundó por órdenes del virrey Luis de Velasco, el segundo, para pacificar y reducir a los chichimecas de esa zona.59 Fueron los jesuitas Francisco de Zarfate y Diego de Monsalve, acompañados por cuatro niños catequistas otomíes procedentes de Tepotzotlán, los primeros en trabajar en la misión.60 Era un lugar estratégico por ubicarse entre el Bajío, San Luis Potosí y los centros mineros de la Sierra Gorda; salían también de ahí excursiones de misioneros a lugares como Nuestra Señora del Palmar o las minas de Sichú.61 Debido a su situación geográfica, San Luis de la Paz se convirtió en un área donde se concentraban hablantes de cuarenta y cinco lenguas,62 dando paso a la formación de un crisol de pueblos establecidos debido a la demanda de mano de obra para la minería; lo habitaban españoles, negros, mexicas, otomíes, chichimecas y tarascos, por lo que los jesuitas se veían obligados a aprender sus respectivas lenguas.63 Por ello, ahí Arnaya se dedicó, además de confesar a indios en mexicano y otomí, también a españoles.64
Al poco tiempo, nuestro personaje fue elegido como sustituto del padre Antonio Rubio, para ser destinado a Roma como procurador después de la quinta congregación provincial mexicana de 1599, aunque finalmente no acudió.65 Entre 1600 y 1603 regresó a la residencia de Guadiana como rector, donde se dedicó a pedir nuevos sujetos para reforzar las misiones de la zona.66 Al llegar a Guadiana, si bien Arnaya ya sabía las lenguas otomí, mexicana y guachichil,67 también empezó a aprender acaxe; y compuso oraciones en esta lengua hablada en Sinaloa.68 Ahí, se dedicó a convertir y confesar indios, aunque también las fuentes mencionan que atendió a población de origen africano.69
Mientras estuvo en Guadiana fue visitador de la misión de Parras, donde remitió suficientes informaciones al provincial Francisco Váez sobre la forma en la que los padres estaban reduciendo pueblos y estableciendo la nueva misión, expresando sobre ésta que, “dentro de pocas leguas, hai unos valles, habitados de innumerables indios: todos mui deseosos, assí de reducirse a población, como de recibir el baptismo”. Finalmente, más adelante, le pidió reforzar la misión, comentándole al provincial: “Con esto me acabo de confirmar en lo que tengo escrito a V. R. que la porción que Dios tiene guardada a la Compañía, es la de los muchos indios que hai por estas partes; y assí convendría que V. R. refuerze esta missión, siquiera con otros dos compañeros; porque hai mucho que hazer; y al tiempo doi por testigo, en lo de adelante, será más; y pues el Señor nos embía obreros, en ninguna parte podrán emplearse mejor”.70
Poco tiempo después, el 8 de febrero de 1601, escribió nuevamente al provincial desde Guadiana, para mostrarle los frutos que podrían darse si hubiera más misioneros en la zona, por lo que urgía la llegada de nuevo personal. En la carta resaltó que, hasta ese momento, en dicha misión había ocho sacerdotes y dos hermanos coadjutores, de los cuales seis andaban en tres misiones, predicando a españoles, negros, indios y niños. Además, informa que se estaba construyendo el edificio de la misión, la escuela y la iglesia, gracias a la ayuda de limosnas, desde donde se iba a acudir a las demás misiones de los alrededores, como Parras. Subrayó que en los alrededores de Guadiana había dos reales de minas (Topia y San Andrés), donde los jesuitas, y los padres buscaban reducir los pueblos para poder adoctrinarlos mejor e impartirles el sacramento del bautismo. Según los testimonios, los jesuitas se dedicaron a quebrar y quemar sus ídolos, obligando a los indios a creer en un solo Dios, quejándose de la falta de ministros que había en la zona, ya que ello hacía difícil edificarlos e instruirlos. También resalta que fue debido a las minas que la población española empezó a crecer, por lo que los indios habían ido a trabajar a sus casas, habiendo ya recibido algunas nociones de cristianismo antes de que los jesuitas llegaran, aunque hubiera quien considerara que eran todavía tan gentiles como antes.71 En una carta de Acquaviva a Arnaya, el general de los jesuitas le agradecía su trabajo con los naturales y exaltaba el trabajo en las misiones, argumentando que “todavía no dexo de sentir, como es razón, que tan pocos se appliquen a esse exercicio, tan propio de nuestro instituto, y de que tanto se sirve nuestro señor, por la ganancia que su Magestad haze de tantas almas”.72
De hecho, ese sentir de Acquaviva, se confirma con el poco celo misionero que había en ese momento en la provincia. A comienzos del siglo XVII, cuando Acquaviva escribió esta carta, la situación de la provincia de México, incluyendo las Filipinas, era la siguiente: De un total de 336 jesuitas que había en 1604, 234 eran peninsulares (69.64%), 84 criollos (25%) y 18 europeos no peninsulares (5.36%). De ellos sólo 32, 25 europeos y siete americanos, trabajaban en las residencias y misiones de Zacatecas, Guadiana, Parras, Papasquiaro, Topia, San Luis de La Paz y Sinaloa.73 En este contexto, aunque todavía una minoría a principios del siglo XVII, parecería que los criollos muestran menos disposición a ir a las misiones del norte que los europeos, quienes ya tenían la experiencia del desarraigo de su lugar de origen y de movilidad, al haberse desplazado desde Europa a América, según la tesis de algunos historiadores que toman el mismo ejemplo en Perú. No obstante, viendo los números anteriores, debemos tomar en cuenta que la mayoría europea en la provincia era aplastante. Volviendo a nuestra exposición, es necesario señalar que existe registro de varios casos de jesuitas que eran renuentes a aprender lenguas indígenas, que preferían trabajar entre españoles en las ciudades que ir a lugares lejanos y peligrosos, si bien existen también casos de españoles que querían regresar a Europa por no querer trabajar con los indios.74
Sin embargo, y aunque Acquaviva le hubiera escrito una carta halagando su trabajo en las misiones, un año después Arnaya dejó el norte por segunda ocasión para regresar a trabajar al centro de México. Es posible que ese retorno obedeciera a que en 1602 se convirtió, junto con el padre Martín Peláez, en el segundo socio del padre provincial Ildefonso de Castro.75 Así, al comenzar el nuevo siglo, Arnaya ya podría contarse como uno de los miembros más importantes de la provincia de México. En 1604 regresaba a Tepotzotlán por tercera ocasión siendo, además de rector, maestro de novicios,76 y dedicándose de nuevo a la confesión y la predicación de indios del lugar.77 Durante este tiempo, le hizo saber a la curia general de los jesuitas de Roma la falta de operarios que había en el colegio, pero seguramente debido a la escasez de personal en Europa Acquaviva le pidió que analizara el asunto con el provincial.78
En esta etapa Arnaya logró para Tepotzotlán su autonomía respecto del Colegio de México, dejando de ser residencia y elevando formalmente su categoría como colegio.79 En palabras de Juan Sánchez Baquero, S. J., “Lo temporal de aquel colegio se fue poco a poco aumentando. Primero por la industria y solicitud del padre Nicolás de Arnaya, rector que fue algunos años de él y lo es al presente, y del padre doctor Antonio Rubio”.80 Igualmente, Pérez de Ribas afirma que, para que Tepotzotlán se independizara del Colegio de México y obtuviera el título de colegio en el año de 1606, fueron necesarios tres elementos: la ayuda del rector Nicolás de Arnaya, la ayuda del padre Antonio Rubio y, por último, los bienes materiales de los cuales se había hecho en la década pasada.81
Este hecho podría considerarse crucial en la vida de Arnaya, ya que desde entonces no regresaría jamás al norte. Esta nueva etapa en la vida del jesuita coincide con la llegada de Felipe III al trono en 1598, quien se destacó por ser más favorable al gobierno de la Compañía en Roma, aunque las disputas dentro de la corte entre el partido castellanista y el italianizante continuaran durante su reinado.82
Fue en esta época cuando más jóvenes candidatos entraron a la Compañía y se abrieron más colegios en Nueva España, viviendo la orden durante este tiempo y, en palabras de la historiadora Esther Jiménez Pablo, “una especie de edad de oro”.83 La cantidad de centros jesuitas abiertos a principios del siglo XVII en la provincia había ocasionado que existiera una necesidad de operarios considerable en Nueva España.84 En la respuesta al memorial de la congregación provincial de 1609, Acquaviva contestó que buscaban ponerle remedio a las cuestiones de la provincia, enviando como visitador al padre Francisco Váez, S. J., para que los superiores recibieran nuevo aliento y atender con cuidado las reglas de la Compañía.85 Su llegada fue bien recibida por Arnaya, que veía en él a alguien que iba a velar por el cuidado y el aprovechamiento de los indios.86
En la primera década del siglo XVII, los seminarios de San Gregorio, en la Ciudad de México, y San Martín, en Tepotzotlán, estaban en peligro de desaparecer, ya que Acquaviva decía que, si los indios no podían ser sacerdotes, no tenía caso que siguieran existiendo.87 De esta forma, las disputas entre la Corona española y Roma se hicieron visibles dentro de la provincia mexicana, a través de tensiones entre peninsulares, criollos y europeos no peninsulares, formando bandos y utilizando el tema del clero indígena para sacar de él algún tipo de beneficio. Los criollos peleaban por puestos de poder que les estaban siendo negados dentro de la Compañía, teniendo seguramente como aliado al pequeño grupo de europeos no peninsulares. Las fuentes también demuestran que la mayoría de los peninsulares de la Compañía manifestaba cierto agrado en la formación de indios sacerdotes, lo cual era objeto de desagrado para la mayoría de los criollos. No obstante, los peninsulares que querían regresar a Europa apoyaban el ingreso de un mayor número de criollos en la orden.88
Las desavenencias entre el prepósito general y el Regio Patronato se hicieron evidentes en este contexto. El general Claudio Acquaviva no apoyaba la formación de un clero indígena, a diferencia del virrey Luis de Velasco, quien en 1591 había escrito a Felipe II sobre la importancia de formar a los indios principales e hijos de caciques, pudiendo ser benéfico que se abrieran colegios para niños indios; sugirió la posibilidad de que algunos se formaran como sacerdotes.89 Dentro de este debate, y siguiendo el apoyo que varios jesuitas peninsulares tenían en torno a la creación de un clero indígena, Nicolás de Arnaya escribió un memorial en 1608, mostrándose como férreo defensor del Seminario de Indios de San Martín en Tepotzotlán. En su alegato, y ante los intentos de Roma de cerrar San Martín y San Gregorio, Arnaya argumentaba las razones por las que estos centros debían continuar, y subrayaba la viabilidad de los indios de ordenarse sacerdotes y ser aceptados en la Compañía de Jesús, estableciendo que, si fueran bien educados, podrían ser iguales o mejores sacerdotes que los españoles.90
Los dos seminarios continuaron, y tres años después de que el memorial de Arnaya hubiera sido enviado a Roma, Acquaviva se mostraba contento en mantenerlos, debido a los resultados que podían ofrecer a los indios que en ellos se educaban, aunque seguía firme en que éstos no podían ingresar al sacerdocio.91 No tenemos certeza de a qué se debió este cambio de actitud de Acquaviva, y si tuvo que ver el no haber querido tener enfrentamientos con la Corona, que buscaba la apertura de más de estos centros.
En 1611, Acquaviva agradecía al rector Nicolás de Arnaya por la buena situación que tenía el colegio de Tepotzotlán y la educación que ahí impartían a los indios, a quienes había que ayudar y encaminar al conocimiento y al servicio de Dios, por medio del ejemplo y el cuidado. También le hizo notar la observancia y el aprovechamiento espiritual que recibían los antiguos y los novicios.92 Para ese entonces, ahí se criaban los padres que estaban en la tercera probación y los novicios, animando a los operarios a trabajar con los indios.93
Pero estos problemas estaban lejos de terminarse, ya que en 1614 el provincial Rodrigo Cabredo escribía su propio memorial a Acquaviva, en donde evidenciaba la necesidad de que enviara gente de España para las misiones en Nueva España, y le aclaraba que muchos padres llegaban a la tercera probación sin haber realizado todos sus estudios, y se ordenaban sacerdotes.94
Un año después, Arnaya se trasladó como rector del Colegio del Espíritu Santo, en Puebla.95 Durante el poco tiempo que duró en el cargo, se dedicó a la formación moral y religiosa de los alumnos, así como a promover las congregaciones marianas en la ciudad.96 Fue ahí donde comenzó a escribir sus primeras publicaciones, dándosele licencia de imprimir un breve tratado titulado Regimiento spiritual quotidiano,97 y un año después publicó el compendio que había hecho del padre Luis de la Puente, el cual consideraba que iba a ser provechoso para las personas que trataban de oración y para los novicios.98 En ese tiempo, también fue nombrado procurador a Roma y Madrid por la congregación provincial de 1613, acción que causaba recelos entre los criollos, por siempre enviarse peninsulares como procuradores, ya que argumentaban que éstos no conocían bien los problemas de la provincia.99 Dos años después de partir a Europa murió el general Acquaviva, por lo que a Arnaya le tocó en suerte estar presente en la séptima congregación general de la orden.100
Cuando Muzio Vitelleschi, S. J., fue elegido el nuevo general de la orden, Arnaya le escribió un memorial en 1616, en el que le explicaba el estado de la provincia de México. Entre varios asuntos, en él resalta que existían muchos lugares habitados por indios, viviendo entre ellos muchos españoles, y le subrayaba la necesidad de abrir residencias para este último grupo de personas, para que trabajaran con ellos quienes no estuvieran en condiciones de ir a misiones. También advertía que era conveniente que en algunos colegios se redujera el número de personal y de bienes, ya que resultaban muy costosos. Asimismo, le pedía más lecciones de teología escolástica y positiva para que se formaran más maestros en la provincia, pidiendo también que los teólogos acabaran sus estudios cuando fueran a las misiones para que aprendieran las lenguas e hicieran su tercera probación.101 Estas necesidades que le hace saber al nuevo general serán las prioridades que asumirá cuando, a su regreso a Nueva España, sea elegido provincial.
Segunda etapa: el provincialato de Arnaya y la apertura de colegios en el centro y sur de Nueva España
El nuevo general, Muzio Vitelleschi, nombró al entonces procurador Nicolás de Arnaya como nuevo provincial de México, cargo que ejerció durante seis años (1616-1622).102 Su provincialato es definido por Pérez de Ribas como el de alguien que “promovió eficazmente las empresas de la provincia”.103 Y en efecto, su gobierno se caracterizó por el cambio de estatuto que tuvieron muchas instituciones, de misiones a colegios, y la apertura de varios de estos últimos a lo largo de toda la provincia. Desde ellos se continuaron haciendo misiones a los alrededores, donde habitaban tanto indios como españoles, a quienes se buscaba atender por igual.104 Cuando asumió el cargo, la provincia de México contaba con 326 miembros, distribuidos en su mayoría en colegios y residencias y en menor cantidad en misiones.105
Con el nuevo gobierno de Vitelleschi, la Compañía entró a una nueva etapa de su historia. En el plano político, este nuevo generalato coincidió en el mundo hispánico con el reinado de Felipe III, destacándose, como ya se dijo, por manifestar un estilo más favorable a Roma y fiel al Sumo Pontífice que el gobierno de su padre, habiendo una nueva relación entre el gobierno central de la Compañía de Jesús y la monarquía española.106 Por su parte y bajo Vitelleschi, la Compañía, mostró un menor celo misionero, por lo que empezaron a abrirse más centros con estatus de “colegio” que antes tenían el de “misión” en varias partes del mundo.107 No fue hasta el ascenso de Felipe IV, que el general Vitelleschi volvió a tener problemas con la Corona española, debido a que el nuevo monarca revivió la idea de su abuelo Felipe II de nombrar un comisario general para los jesuitas españoles, además de considerar que el gobierno jesuita favorecía al rey de Francia.108
En el plano interno, su generalato (que no ha merecido tantos estudios como el de su predecesor) se caracterizó por haber tenido menos controversias y acontecimientos notables que el de Acquaviva, pues ya se habían resuelto las tensiones y polémicas que existían al interior de la orden, si bien manteniéndose algunos asuntos abiertos como el aumento de seminarios, de residencias, de colegios y de misiones alrededor del mundo.109 No obstante, estas últimas no fueron prioridad, aunque continuó la controversia a nivel global entre los miembros que apoyaban más la apertura de colegios y quienes buscaban una mayor itinerancia misionera.110 Esta tendencia se vio reflejada en la provincia de México, en donde durante el gobierno de Arnaya se abrieron muchos colegios, y varias misiones dejaron su estatus y lo cambiaron por el de los primeros. Sin embargo, nunca se abandonaron las misiones, mismas que se siguieron abriendo a finales de la vida de Arnaya en lugares muy distantes del centro como lo es Yucatán.111
De hecho, en la séptima congregación general de 1615 se mantuvo la promoción del avance misionero en todos los continentes donde la Compañía estaba presente, y también se buscó suprimir las facciones que existían entre los distintos grupos sociales dentro del campo misional. En Roma se decidió que no hubiera colegios y misiones con personal de una misma nación, ya que disputas similares como las descritas anteriormente entre criollos, europeos no peninsulares y peninsulares se habían dado en muchas otras partes del mundo, por lo que era conveniente evitarlas.112
Es en este contexto en el que trabajó Arnaya donde desarrolló su encargo como provincial, y quien regresó a Nueva España en 1616 junto con otros treinta sujetos traídos de Europa y ocho padres enviados por el prepósito general.113 No tomó el mando del gobierno hasta que el provincial Rodrigo Cabredo se embarcó de regreso a España ese mismo año.114 A su arribo a México, Arnaya ya había impreso varios de sus trabajos en Europa, como los tres tomos de un Contemptus mundi en forma de conferencias, que trataba sobre las virtudes que debía seguir todo género de personas. También imprimió un libro titulado Regimiento espiritual, que discurría sobre cómo los jesuitas debían realizar con perfección los ejercicios religiosos. Posteriormente, ya en Nueva España publicó libros que también buscaban una contemplación interior por parte de los religiosos de la orden.115 De acuerdo con el intelectual novohispano José Mariano Beristáin y Souza, Arnaya fue un hombre que dio frutos de “virtud y ciencia”, mencionando que de él son los siguientes libros, que tratan sobre meditaciones interiores, espirituales y de conciencia para los novicios, escritas en su tiempo como provincial: Los libros de la imitación de Cristo de Tomás de Kempis, traducidos al castellano, Madrid, 1615; el Sermón predicado en las fiestas de la canonización de S. Francisco Javier, México, Diego Garrido, 1621; Compendio de las meditaciones del P. Luis de la Puente, 1616; Conferencias espirituales, útiles y provechosas para todo género de personas, Sevilla, Lira, 1618; Praxis exercitorum spiritualium S. Ignatii, Colonia, 1633.116
Además de publicar estos libros sobre espiritualidad interior en su etapa de provincial, también tuvo que avalar varios colegios a lo largo de la provincia, muchos de los cuales no fueron exitosos. Si bien, ya desde tiempos de Felipe II, el rey había dado limosna para la fundación de los primeros colegios jesuitas,117 fue durante el reinado de Felipe III, el generalato de Vitelleschi y el provincialato de Arnaya cuando se le dio mayor impulso a su apertura en la provincia. Además, la expansión dejó de ser solamente en el norte de la provincia de México, habiendo un importante avance al sur de la misma, con presencia en Yucatán y en la capitanía general de Guatemala. Gerard Decorme ya informaba que durante su provincialato se inaguraron los colegios de Mérida, San Luis Potosí y Querétaro, aunque estos dos últimos terminaran por consolidarse hasta el gobierno de su sucesor, el padre provincial Juan Laurencio, entre 1623 y 1625, además de los dos malogrados de Granada y Realejo, en Nicaragua.118 De acuerdo con Pilar Gonzalbo, desde 1625, dos años después de la muerte de Arnaya, hubo un declive en la fundación de institutos jesuitas en la Nueva España, cuyo impulso no se retomó sino hasta 1672.119
La apertura de colegios había sido muy problemática desde el generalato de Acquaviva, por lo que en la quinta congregación general de 1593 se estableció que los colegios se abrieran siempre y cuando tuvieran recursos para sustentar hasta treinta miembros.120 Pero los problemas no significaban sólo cantidad, sino también calidad de quienes entraban, como le externó Vitelleschi a Arnaya en sus preocupaciones sobre los defectos y problemas que veía en la provincia. Entre ellos se encontraban el que no todos los miembros que se recibían en la orden eran los adecuados, además de que algunos miembros introducían exenciones y regalos a los colegios; que algunos padres no bajaban a cenar al refectorio y lo hacían en sus cuartos, y que algunos también poseían artículos de valor y se daban lujos de obispos, lo cual no coincidía con la pobreza que profesaba la Compañía de Jesús.121
Entre 1617 y 1618 comenzaron a fundarse los primeros colegios de su provincialato.122 En 1617 Arnaya dio licencia para que en Veracruz se abriera una escuela para niños.123 Ese mismo año, redactó los estatutos del Colegio Seminario de San Ildefonso, el cual se entregó a la Compañía el 17 de enero de 1618 y se fusionó con el de San Pedro y San Pablo.124 San Ildefonso había comenzado a funcionar desde 1588,125 en 1609 se estaba construyendo el nuevo edificio,126 y posteriormente se agregó el seminario al Colegio de San Pedro y San Pablo, el cual fue administrado por los jesuitas desde 1612, cuando una real cédula de Felipe III estipuló “Que el colegio de San Pedro y San Pablo de México sea a cargo de la Compañía de Jesús, y el Patronazgo Real”.127
De esta forma fue, debido a una real orden, que el 17 de enero de 1618, en la Ciudad de México, comparecieron a la inauguración del Real Colegio de San Pedro y San Pablo y San Ildefonso el virrey don Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar; el fiscal del rey, Juan Suárez Ovalle; el padre provincial Nicolás de Arnaya, y el rector de San Ildefonso, Diego Larios, declarando la cédula antes mencionada, y estipulando que el Colegio de San Ildefonso debía estar unido al de San Pedro y San Pablo.128 Así, Felipe III se convirtió en el patrono del colegio, estableciendo que: “El Real colegio seminario de San Ildefonso fue fundado a 17 de Enero de 1618 con 18 establecimientos muy oportunos para la educación de los colegiales, y mandó el virrey don Diego Fernández de Córdoba que se pusiesen sobre sus puertas las armas reales, por el patronazgo universal de su majestad Felipe III”.129 De esta forma, funcionando bajo el patronato real, recibió el título de “Real y más antiguo Colegio de San Pedro y San Pablo y San Ildefonso”.
Si el rey se convirtió en el patrono del colegio, los virreyes podían nombrar colegiales y proveían becas en nombre del monarca. De acuerdo con Decorme, es posible que el título de “Real” haya sido lo único que ganó San Ildefonso, celebrando esta designación con decretos reales, virreinales y contratos, manteniéndose la mayoría de las cosas del colegio tal y como estaban antes, argumentando más adelante: “Si el nuevo establecimiento poco ganaba en lo material, subía su estado legal y prestigio. Sobre la puerta principal se erguían las armas reales de Castilla y León, el virrey escogía sus becas para los jóvenes más distinguidos de la oficialidad o de la capital y los lucidos colores de sus becas precedían a los demás convictores en todos los actos oficiales”.130
Otro logro notable de la Compañía fue que ese mismo año de 1618 los jesuitas adquirieron la doctrina de Tepotzotlán, después de un largo periodo de tensiones con los párrocos del pueblo, el cual existía desde su establecimiento en 1580. De acuerdo con Francisco Javier Alegre, los indios del partido pidieron al general de la Compañía, que se diera a los jesuitas la doctrina de Tepotzotlán, quien concedió dárselas, con la condición de que fuera “sólo en esta doctrina, por la instancia de los indios”.131 Según una carta de 1610, escrita por el virrey marqués de Salinas a Felipe III, iba a ser beneficioso tanto de indios como de españoles que los jesuitas se hicieran de la doctrina.132 Esta fue de las pocas doctrinas que se hicieron en América, junto con Juli y el Cercado en Perú, ya que las Constituciones prohibían a los jesuitas el oficio de parroquia.133
Además de los intereses de Felipe III y Vitelleschi por expandir los centros de operación jesuitas en la provincia, el aumento de la población española en Nueva España ocasionó que este grupo demandara la apertura de colegios para educar a sus hijos. Fueron los vecinos de las ciudades y los gobernadores quienes los financiaron y donaron terrenos para su establecimiento, aunque en algunos casos, la lejanía de los grandes centros de poder, así como la falta de fondos fueron un inconveniente.134
El 2 de abril de 1618 se fundó el Colegio de Zacatecas,135 que antes había tenido la categoría de misión y residencia.136 En Yucatán, la misión jesuita, que ya existía desde 1605,137 se transformó en el Colegio de Mérida en 1618, pidiéndole los pobladores de la ciudad a Arnaya que aceptara la fundación del colegio y enviara religiosos, tomando posesión del nuevo colegio el padre Tomás Domínguez, con licencia y aprobación por parte del señor arzobispo.138 Ésta se había planeado desde 1611, con consentimiento de Felipe III;139 en 1613 durante la octava congregación provincial se volvió a insistir en su apertura,140 convirtiéndose en realidad en 1617.141 Posteriormente, desde 1622, se le dio licencia para otorgar grados universitarios.142
Pero otras fundaciones sufrieron más dificultades para su apertura, sobre todo en Guatemala, en donde se pensaba crear una viceprovincia jesuita. La Compañía de Jesús llegó a Guatemala en 1606, y fundó una primera residencia en 1614, a donde acudían en un principio sólo alumnos españoles,143 teniendo como objetivo convertir a Guatemala en centro de operaciones y punto de unión entre Nueva España y el resto de América Central.144
Las dificultades comenzaron con la fundación de la casa de Granada, en Nicaragua, que en 1617 se sugirió que se convirtiera en colegio incoado,145 el cual tuvo varios problemas debido a las dificultades de gobernar un colegio tan distante de la capital del virreinato.146 Finalmente, por petición de la población de Granada, la residencia se mantuvo, y Vitelleschi la aceptó como colegio incoado en 1621.147 De acuerdo con la carta anua de Arnaya, en Granada habitaba una gran cantidad de población española necesitada de doctrina, por lo que era necesario abrir un colegio que también ayudaría para atender a los indios de las comarcas.148 Después se abrió un colegio en Realejo, también en Nicaragua, entre 1621 y 1622, a través de la licencia del visitador Luis de Molina.149
Pero otros intentos de apertura no tuvieron los resultados esperados. En 1619 se pensó en abrir una escuela en Campeche, misma que no prosperó;150 además de fundar un colegio en Chiapa, por estar situada en el camino entre la Ciudad de México y Guatemala.151 Este último y otros intentos en Comayagua y Costa Rica no duraron mucho tiempo y tuvieron que cerrar.152 En cambio, el que sí tuvo mejor destino fue el que se abrió en Guatemala, en el que se impartieron cursos de Artes y Teología.153
El cambio de estatuto de misiones a colegios no se llevó a cabo sólo en el sur, sino también en el norte de la provincia. En 1619 se empezó a ver la posibilidad de que la residencia de Guadiana se convirtiera en colegio incoado,154 aunque no tuvo esta categoría sino hasta 1633.155 También contemporáneo al provincialato de Arnaya se fundó el Colegio de San Luis Potosí, con el propósito “para nuestros ministerios con hispañoles e indios”.156 A pesar del cambio de estatuto de varios de estos centros, las misiones y el envío de misioneros continuó estando en la mente del provincial, aunque las fuentes nos demuestran que con una intensidad menor. En un memorial de 1620, Arnaya pedía al general 30 sujetos de Europa, resaltándole la falta que había de ellos en las misiones, ya que ocho habían muerto en la rebelión de los tepehuanes en la provincia de Nueva Vizcaya en 1617.157
Finalmente, Arnaya dejó su provincialato en 1622, un año después del ascenso de Felipe IV al poder, seguramente no tuvo mucho que lidiar con su gobierno, teniendo ya poca actividad en la provincia de México, y es probable que entre 1622 y 1623 haya sido prepósito de la Casa Profesa. No poseemos información sobre él en esta época, ya que es posible que por su edad tuviera poca actividad, no habiendo un acuerdo en las fuentes sobre si murió en la Ciudad de México el 21 de marzo de 1623 o el mismo día y mes pero de 1622.158
Consideraciones finales
En este trabajo estudiamos a la Compañía de Jesús en la Nueva España a finales del siglo XVI y principios del XVII a través de la figura de Nicolás de Arnaya, poniendo atención a la apertura de instituciones jesuitas en las que estuvo involucrado. La carta necrológica de la que hablamos, que hacía énfasis en la importancia que tuvo este individuo en la inauguración y trabajo en colegios y misiones a lo largo de la provincia, fue el punto de partida para realizar esta investigación, misma que fue contextualizada en el momento que vivió Arnaya. Las tensiones existentes y los muchos periodos de cooperación entre los poderes centrales de la monarquía hispánica y el gobierno general jesuita establecido en Roma, así como la realidad local, tuvieron repercusiones en la forma de proceder del personal que laboraba en el Nuevo Mundo, ejemplificado en la trayectoria del jesuita aquí estudiado. De esta manera, es posible observar los modos en los que Arnaya reorientaba su forma de proceder, sus prioridades y movimientos, según los intereses de los gobiernos temporal y espiritual a los que servía. Sus traslados al norte en un inicio, así como el trabajo que realizó como provincial, revelan los intensos debates que se vivían dentro de la Compañía de Jesús, la monarquía hispánica y la Iglesia novohispana.
La mayor información que poseemos sobre Arnaya fue en su etapa de misionero durante el generalato de Claudio Acquaviva y gran parte del gobierno de Felipe II. Sin embargo, aunque poseemos menos noticias de su etapa como provincial durante los gobiernos de Muzio Vitelleschi y Felipe III, las fuentes disponibles nos muestran las formas en que Arnaya se adaptó a los tiempos nuevos, dedicándose sobre todo a la publicación de obras de espiritualidad interior y a la apertura de colegios para españoles a lo largo del virreinato, desde donde también se atendía a los indios. Esto demuestra cómo su trabajo estaba ligado a los gobiernos centrales, al contexto en el que vivía, así como a las necesidades de la provincia.
En suma, enfocarnos en la apertura de misiones y colegios jesuitas en este periodo, y cómo Arnaya estuvo relacionado con ellos, nos revela la trayectoria de un personaje que medió y tomó sus decisiones de acuerdo con los designios de Madrid y Roma, adaptadas a la realidad novohispana, abriendo nuevas posibilidades de estudio sobre los miembros de esta orden religiosa.