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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.59 Ciudad de México jul./dic. 2018  Epub 06-Nov-2020

https://doi.org/10.22201/iih.24486922e.2018.59.63116 

Artículos

Disputa de fuego. La marca de propiedad de la Biblioteca de la Real Universidad de México

Dispute of Fire. The Provenance Brand of the Library of the Royal University of Mexico

Manuel Suárez Rivera1 

1Licenciado, maestro y doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Ha dedicado sus estudios a la imprenta en la ciudad de México, con mayor énfasis en la familia Zúñiga y Ontiveros, así como al comercio de libros en la segunda mitad del siglo XVIII. Entre sus publicaciones destacan: “Caballero vasco y mercader de libros. Tomás Domingo de Acha y sus redes mercantiles (1771-1814)” y “Acomodar, ordenar y leer. La disposición de los libros en acervos novohispanos durante la segunda mitad del siglo XVIII”.


Resumen:

El artículo aporta elementos para establecer una marca de fuego con el escudo real de la monarquía hispana del siglo XVIII como proveniente de la Real Universidad de México y no del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México, como tradicionalmente se ha asentado desde 1925 en los diferentes catálogos que existen sobre las marcas de fuego de los libros no vohispanos. En un primer momento, identifico el origen del error historiográfico y bibliográfico que ha dado por sentado que dicha marca perteneció a un colegio jesuita, después ofrezco una breve historia de la biblioteca universitaria para después ofrecer elementos documentales y estadísticos que permiten establecer de forma definitiva la procedencia de la marca de fuego con el escudo de armas como un sello distintivo de la corporación universitaria.

Palabras clave: marcas de fuego; Biblioteca Real de la Universidad de México; Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo; historia de las bibliotecas novohispanas

Abstract:

The article contributes elements to establish a “brand of fire” with the 18th century coat of arms from the Hispanic monarchy, as a brand of provenance from the Real University of Mexico and not of the Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México, as traditionally has been settled since 1925 in the different catalogs that exist on the brands of fire of the books from New Spain. At first, I identify the origin of the historiographic and bibliographic error that has taken for granted that this mark belonged to a Jesuit college, then I offer a brief history of the Library of the Royal University and then I offer documentary and statistical elements that allow to establish definitively the origin of the fire mark with the coat of arms as a hallmark of the university corporation.

Key words: fire brands; Library of the Royal University of Mexico; Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo; history of colonial libraries in Mexico

El patrimonio bibliográfico mexicano es sumamente rico y se encuentra disperso en un buen número de bibliotecas nacionales y extranjeras. En ese sentido, la cantidad de impresos que circularon por las manos de los habitantes de la Nueva España es francamente imposible de calcular. Me refiero a aquellos ejemplares producidos por las prensas mexicanas; sin embargo, es claro que la mayor parte de las lecturas se importaba de los grandes centros editoriales que -en diferentes momentos- dominaron el panorama editorial mundial. En este sentido, el análisis de los aspectos materiales ofrece pistas sobre los antiguos poseedores y representa una pieza fundamental en la investigación bibliográfica para reconstruir las colecciones de las grandes bibliotecas novohispanas (particulares o institucionales) y dar cuenta tanto de su circulación, como de su paradero actual.

Al respecto, las colecciones que nutrieron los estantes novohispanos presentaron una particularidad material que las diferenciaron de las de otras latitudes: las marcas de fuego. En efecto, la práctica de marcar mayormente el canto superior o inferior con un fierro candente los libros pertenecientes a alguna institución (como se hacía con el ganado) fue muy común en la Nueva España.1 Esta peculiaridad ha despertado el interés de varios investigadores,2 quienes desde inicios del siglo XX han publicado una serie de catálogos que han servido como referencia para identificar determinado libro con su institución de procedencia.3

En la mayoría de los casos ha sido posible vincular la imagen representada en las marcas con alguna institución (casi siempre religiosa); no obstante, algunas permanecen como “no identificadas”. El elemento fundamental que ha permitido generar un conocimiento relativamente completo sobre la procedencia de las marcas se ha desprendido de la lectura de las anotaciones manuscritas que, en la mayoría de los casos, revelan explícitamente al poseedor que adquirió determinado ejemplar.

El libro posee una característica itinerante que lo convierte en un viajero que suele cambiar de manos a lo largo de varios siglos. Pensemos por un momento en un comprador ficticio que -por decir un año- en 1781 adquiriera un ejemplar europeo de Cicerón del siglo XVI en alguna librería de la ciudad de México. La primera certeza es que dicho ejemplar cruzó el atlántico algunos siglos atrás y que probablemente fuera de segunda mano; quizá nutrió el estante de algún particular o institución y eventualmente fue rematado en almoneda pública. Supongamos ahora que al morir dicho comprador, estableció que todos sus libros deberán ser donados a la biblioteca de la Real Universidad, institución que los recibió y puso a disposición del público lector. Eventualmente el acervo universitario fue absorbido por la Biblioteca Nacional durante el siglo XIX y encomendada para su resguardo a la Universidad Nacional Autónoma de México en el siglo XX. Como resultado, estamos en la posibilidad de tener en nuestras manos a un testigo con casi 500 años de edad y que necesariamente acusa cicatrices de propiedad de una buena cantidad de poseedores anteriores. De esta forma, es claro que cada libro posee un itinerario particular que los investigadores debemos descifrar para otorgar un valor histórico a cada ejemplar resguardado en los estantes de las bibliotecas con fondos patrimoniales; sin duda, una labor exhaustiva.

Ahora bien, debido a su valor cultural y monetario, el libro genera un sentimiento de propiedad que invita a la mayoría de sus efímeros propietarios a imprimirles un elemento visible que lo vincule e identifique como suyo (una firma, un ex libris o una marca de fuego, por ejemplo). Como resultado de este fenómeno, debemos tener en cuenta que cada libro posee su propia historia y que necesariamente es el resultado de un largo proceso histórico en donde interviene una buena cantidad de manos.4 En ese sentido, este artículo pretende destacar que el análisis del patrimonio bibliográfico mexicano debe considerar estos aspectos al momento de estudiarlo, de otra forma se puede incurrir en errores que, en algunos casos, se suelen repetir por casi un siglo.

El caso concreto que quiero analizar es el de la marca de fuego de la Real y Pontificia Universidad de México, mismo que ha sido confundido con el de una de las instituciones jesuitas más relevantes en el campo de la educación en la Nueva España: el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México (en adelante, CMSPSP). Como resultado de una investigación más amplia que estoy llevando a cabo, me encuentro en la posibilidad de establecer de manera definitiva que la marca que tradicionalmente se ha asentado a dicho colegio es, en realidad, de la Real y Pontificia Universidad de México.

El símbolo carbonizado consiste en una impronta de 3.5 por 2.3 centímetros que deja ver el escudo real de armas utilizado en diferentes momentos por la Corona española desde mediados del siglo XVIII.5 El centro está compuesto por cuatro cuarteles; en dos de ellos se aprecian leones rampantes y los otros dos muestran construcciones que remiten a un castillo; es decir, al escudo de León y Castilla, respectivamente. Los cuarteles están coronados y dicha corona tiene un remate con una cruz latina. En los extremos se encuentran las columnas de Hércules, que flanquean los cuarteles, también están coronadas y sugieren tener la cinta con la inscripción “Plus ultra”.

Como se aprecia, a todas luces nos encontramos ante una representación gráfica del poder de la Corona española y es aquí donde encuentro el primer elemento que cuestiona la vinculación de un escudo regio con una institución jesuita, ya que la Universidad novohispana tenía por patrono, fundador y benefactor absoluto al rey6 y, por el contrario, la orden ignaciana distaba de gozar de la predilección real, especialmente durante la segunda mitad del siglo XVIII (que corresponde a la época en que la marca fue producida y estampada) llegando a su punto más alto en 1767 con la expulsión de dicha orden de los territorios hispanos tras el Motín de Esquilache.7

Estos elementos hacen que desde el punto de vista histórico sea muy complicado sostener el vínculo de un símbolo regio con una institución jesuita y más aún, utilizarlo como marca de propiedad e identidad para libros justo en el periodo en que fueron expulsados de territorios hispanos. No obstante, uno de los argumentos que se ha utilizado para sostener la relación entre la marca y el colegio jesuita es el hecho de que éste también recibió patronazgo real según se establece en el libro i, título XIII, ley XIII de la Recopilación de leyes de los reinos de Indias, que dice: “Encomendamos y mandamos el gobierno y administración del Colegio de San Pedro y San Pablo de México a la Compañía de Jesús y sus religiosos, reservando para nos, y los Reyes, nuestros sucesores, el patronazgo de él…”.8 La ley está firmada por Felipe II el 29 de mayo de 1612, lo que confirma que, en efecto, ambas instituciones gozaron del beneficio económico de la Corona, avivando el fuego de las dudas en torno a si el escudo real carbonizado estampado en el canto de los libros perteneció a la universidad o al colegio ignaciano.

Ilustración 1 La imagen se corresponde con la marca de fuego que pongo en disputa en este artículo 

Más adelante aportaré argumentos que claramente desvinculan la imagen en cuestión con el CMSPSP, por el momento me parece pertinente realizar una breve revisión historiográfica para identificar la forma en que este error bibliológico se ha repetido por más de 90 años.

Raíces de un error crónico

El estudio de las marcas de fuego y los catálogos que auxilian en su identificación tienen su punto de partida en la obra clásica de Rafael Sala, que data de 1925.9 En su investigación, Sala fue el primer autor que relacionó la marca de fuego de la Universidad con el CMSPSP; en la página 53 reprodujo gráficamente el emblema estableciendo que era del “Colegio de San Pedro y San Pablo, de México, D. F.” En realidad, la información que recabó Sala no es del todo errónea, sino imprecisa, en virtud de que no consideró elementos históricos que vincularon algunos libros de instituciones ignacianas con la biblioteca de la Real Universidad y que más adelante destacaré. Así pues, con toda certeza Sala revisó únicamente algunos ejemplares con dicha marca y leyó las anotaciones manuscritas de procedencia que declaraban que determinado ejemplar había pertenecido al CMSPSP, estableciendo de esta manera la relación errónea. De hecho, el mismo Sala en su estudio introductorio confirma la metodología que empleó al decir que: “nos hemos guiado ateniéndonos a la mala costumbre que antiguamente tenían de escribir en la portada del libro el nombre de la biblioteca a que pertenecía y en rarísimas ocasiones nos ha sido de gran ayuda el sello del convento que estampaban al margen de algunas hojas”.10

Con base en los datos proporcionados por Rafael Sala, algunos investigadores han repetido sin cuestionar la asociación de un colegio jesuita con el escudo de armas de España y se ha asentado tradicionalmente dicha relación. Algunos años más adelante, Felipe Teixidor realizó un estudio muy profundo sobre los ex libris mexicanos,11 y a pesar de no mencionar la supuesta marca de fuego del Colegio Máximo, sí consigna en la página 288 el sello de goma con la leyenda “Nacional y Pontificia Universidad de México”, que figura en buena parte de los libros que pertenecieron a dicha institución y que tienen la marca; además le dedica los apéndices 44 a 47 a la transcripción de algunos documentos relevantes para la historia de la biblioteca universitaria.

Más adelante, hacia finales del siglo XX, el Instituto Nacional de Antropología e Historia publicó una serie de índices sobre libros que se resguardaban en algunas de sus bibliotecas. En este sentido, el catálogo que coordinó Carlos Krausse12 fungió como sustituto del de Rafael Sala, que ya tenía más de 70 años de antigüedad, aunque en la práctica no parece tener mucha información actualizada y nueva. En este caso, Krausse también repitió la asociación errónea de la marca en cuestión, pues en su página 50 consigna el escudo de armas hispano como del “Colegio de San Pedro y San Pablo de México, D. F.”, es decir, exactamente igual a como Sala lo estableció en 1925. [

A partir de la publicación del catálogo de Krausse, algunos autores debieron utilizar la información contenida y de igual forma ayudaron a arraigar el error. Por ejemplo, Manuel Villagrán en su listado de obras de la Biblioteca “Elías Amador” en la página 28 consigna la marca como “Del Colegio de San Pedro y San Pablo de México D. F. (jesuita). Libros adquiridos por el Colegio de Guadalupe de Zacatecas”.13 Pese a ello, Villagrán destacó que la Congregación de la Anunciata del Colegio de la Compañía de Jesús de Zacatecas fue la única corporación que no adoptó el procedimiento de marcar a fuego los libros en dicha ciudad, elemento que llama la atención y que ofrece más pistas en relación con la disputa sobre la marca de fuego debido a que la mayoría de las instituciones jesuitas no acostumbraban marcar sus libros, como lo demuestra el Catálogo Colectivo de Marcas de Fuego (en adelante, ccmf).14 Con todo, Villagrán alude exactamente al mismo juicio que declaró Sala 70 años antes, sobre la práctica de dotar a los libros de elementos de pertenencia en el sentido de que algunas bibliotecas incurrieron “en la mala costumbre de escribir en la portada y a veces en cualquier otra parte de los libros el nombre de la biblioteca a la que pertenecían”.15

Cuadro 1 Catálogos de marcas de fuego existentes 

Año Autor Referencia bibliográfica
1925 Rafael Sala Marcas de fuego de las antiguas bibliotecas mexicanas. México: Monografías Bibliográficas Mexicanas, 2.
1931 Felipe Teixidor Ex libris y bibliotecas de México. México: Monografías Bibliográficas Mexicanas, número 20
1989 Carlos Krausse Marcas de fuego. México: Biblioteca Nacional de Antropología e Historia.
1992 Manuel Villagrán Marcas de fuego de las librerías conventuales en la biblioteca “Elías Amador” de Zacatecas. Zacatecas: Ediciones del Museo Pedro Coronel.
1992 Salvia Carmen Segura Martínez y Alejandro Flores B. Fondo conventual de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia. Catálogo de la Biblioteca del Colegio de San Pedro y San Pablo de México (I). México: Instituto Nacional de Antropología e Historia/Universidad Nacional Autónoma de México.
1994 David Saavedra Marcas de fuego de la biblioteca conventual del Museo Regional de Querétaro del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Querétaro: Instituto Nacional de Antropología e Historia
2008 Elvia Carreño Marcas de fuego. México: Asociación de Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas de México, versión en cd.

Fuente: elaboración propia.

Otro caso es el de David Saavedra,16 quien en la lista de los libros de la biblioteca del Museo Regional de Querétaro da cuenta de un ejemplar que se encuentra en la tercera sala con la signatura 12257 3B8 y en la página 34 incluye una representación de dicha marca. Asimismo, María de los Ángeles Ocampo ha señalado, sin cuestionar, que la actual biblioteca del Museo Nacional del Virreinato posee ejemplares con la marca de fuego de San Pedro y San Pablo, cuando en realidad se trata de la insignia que utilizó la corporación universitaria novohispana.17 En el mismo caso se encuentra el catálogo de libros europeos de la Biblioteca Nacional elaborado por Jesús Yhmoff Cabrera,18 quien a pesar de notar que los libros con la marca de fuego provenían de muy distintas instituciones, estableció que dichos ejemplares pertenecieron al CMSPSP, probablemente basado en el catálogo de Sala.

La difusión del error persiste incluso en textos que se han publicado en 2016. Leticia Ruiz ha confirmado en un breve artículo disponible en el sitio web de la Asociación Mexicana de Archivos y Bibliotecas Privados, A. C., que la marca de fuego con el escudo de armas es motivo de “gran debate entre los estudiosos”. Ruiz establece que “con las indagaciones que hemos hecho y las evidencias que conservamos, en tanto no se demuestre lo contrario seguiremos atribuyéndola al dicho Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo”.19 Por su parte, en fechas más recientes, Idalia García coincide con el argumento ya expuesto en el sentido de que las marcas de fuego jesuitas son muy pocas “al confrontar la evidencia con los datos que se conocen de sus establecimientos”.20 Al respecto, propone que tras la expulsión podrían haberse eliminado las evidencias de procedencia jesuita; sin embargo, desde el desarrollo de mi investigación (en la que he inspeccionado físicamente más de dos mil volúmenes jesuitas) no he podido apreciar un solo ejemplar que muestre evidencia de refinamiento en las páginas o mutilación en los cantos. Con todo, en el artículo referido, Idalia García difunde nuevamente que el CMSPSP contaba con marca de fuego y aunque no hace referencia explícita al escudo de armas, al utilizar el ccmf podemos suponer que se refiere al símbolo disputado en este artículo.

Sin embargo, el caso que llama más mi atención en el sentido de difundir el error histórico sobre la marca en cuestión es el catálogo de los libros del Colegio de San Pedro y San Pablo conservados en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia (en adelante, BNAH), coordinado por Salvia Carmen Segura y Alejandro Flores.21 Ambos autores debieron utilizar la información proporcionada por Sala y difundida por Krausse, asumiendo que la marca de fuego con el escudo de armas era de San Pedro y San Pablo a pesar de haber identificado y consignado en la mayoría de los volúmenes que investigaron el sello seco de la Nacional y Pontificia Universidad de México, anotaciones manuscritas de La Profesa o del Noviciado de Tepotzotlán. Es decir, en ambos catálogos se hace evidente que los libros que contaban con la supuesta marca del colegio jesuita presentaban evidencias claras de propiedad de muy diversas instituciones, situación que demandaba -por lo menos- un cuestionamiento sobre la veracidad de la información difundida por Sala en 1925.

En el caso de los libros de la BNAH, se consignan 76 ítems con la supuesta marca de fuego del Colegio de San Pedro y San Pablo. Este catálogo es el que mejor ejemplifica la manera en que se ha repetido el error, ya que cuenta con evidencias bibliográficas claras que debieron poner en duda la información que Sala tuvo disponible y que él mismo calificó como “imperfecta”. Por ejemplo, los números 17, 70 y 71 del catálogo son obras impresas en 1783 y 1771 respectivamente, por lo que resulta imposible que dicha marca perteneciera a institución jesuita alguna debido simplemente al hecho de que fueron expulsados de los territorios hispanos en 1767.

En realidad, lo que consigna dicho catálogo son los libros de la Biblioteca de la Real Universidad de México, de entre los cuales -efectivamente- algunos pertenecieron al colegio jesuita, otros a la Casa Profesa, algunos al noviciado de Tepotzotlán y otros tantos no presentaban marcas de propiedad previas. Es claro que al dedicarse al estudio de la materialidad surgen elementos que deben hacernos cuestionar la información que tradicionalmente se ha dado como cierta.22 Esta diversidad de propietarios que presentan los libros con la marca de fuego en disputa tiene una explicación histórica que a continuación puntualizaré.

Brevísima historia de la Biblioteca de la Real Universidad de México

El primer paso para comprender la existencia de la marca de fuego de la universidad es advertir brevemente la historia de su biblioteca. Es importante destacar que la historiografía tradicionalmente ha asentado que la corporación universitaria no contó con un acervo sino hasta finales del siglo XVIII; en 1761 con el establecimiento de sus propias constituciones.23 En realidad, dicho argumento es parcialmente falso, ya que existen noticias claras sobre una circulación bibliográfica al interior de las aulas. Por ejemplo, el 17 de junio de 1600 Sancho Sánchez de Muñón, maestrescuela de la universidad en ese momento, recibió 585 títulos para la Universidad;24 además, algunos inventarios demuestran que la corporación sí poseía libros y que estaban bajo custodia del secretario en la “sala de archivo” junto con el archivo de la propia universidad;25 esta sala debe ser considerada como la biblioteca original de la Universidad. La ausencia de un espacio físico designado a la lectura se explica en buena medida porque las lecturas y las cátedras que se daban al interior de las aulas estaban previamente establecidas en sus Constituciones y estaban diseñadas para dotar a los alumnos con determinadas habilidades argumentativas, por lo que la necesidad de contar con lecturas diferentes a los textos facultativos proviene del ámbito de la praxis profesional y no de la enseñanza.

Por ello, no es sino hasta la llegada del pensamiento ilustrado y el desarrollo de un paradigma de lectura diferente (la denominada “revolución de la lectura” que transitaba de la lectura intensiva a una extensiva)26 cuando la necesidad de tener un espacio adecuado para las lecturas y una mayor oferta de textos se hizo presente en la corporación universitaria. No debe perderse de vista esta situación, ya que cuando se inauguró el espacio físico de lectura se le denominó “biblioteca común”,27 lo que sin duda supone la existencia de una circulación bibliográfica al interior de la corporación, independientemente de la existencia del acervo “Real y público” inaugurado en 1778.

Bajo este argumento, considero que las fuentes para estudiar los primeros momentos de la biblioteca se remontan precisamente a los inventarios de la propia Universidad, aún antes de que fuera creada oficialmente la “Biblioteca común” en 1761. Al respecto, el 4 de octubre de 1758 el rector Antonio de Chávez mandó levantar un inventario de todos los bienes que poseía la Real Universidad. El documento está incluido al final del libro de actas del Claustro correspondiente a los años 1750-1760 dentro del volumen 23 del fondo Universidad. De acuerdo con la fecha en que se levantó el inventario, éste ofrece la posibilidad de conocer los libros que existían justo tres años antes de la creación oficial de la biblioteca común. De acuerdo con el documento, la librería de la Universidad estaba en el mismo cuarto que el archivo y al parecer se guardaban indistintamente en seis estantes grandes de cedro blanco todos forrados y con puertas con sus mesas y cajones de lo mismo, con sus tableros y molduras y copetes de cedro de La Habana, y en los copetes tiene cada uno dos leones y un escudo de armas reales, con sus llaves y chapas, dos en cada puerta y una en cada cajón, y sus perillas para abrir puertas y cajones [… ].28

El inventario describe todos los bienes que se encontraban en esta “sala de archivo,” por lo que si eliminamos los documentos emanados de la administración universitaria, tales como libros de matrículas, grados y claustros, advertimos la pequeña biblioteca de poco más de 120 ejemplares que tenía la Real Universidad en 1758. Quiero destacar que según el documento, la insignia oficial de la sala de archivos era precisamente el escudo de armas reales, plasmado en los “copetes” de los seis estantes que la componían; elemento que remite indudablemente al símbolo en disputa y sobre el cual regresaré más adelante.

Ahora bien, estos libros consignados antes de 1761 fueron el resultado de algunas donaciones particulares, la más representativa fue la del doctor Carlos Bermúdez de Castro, quien resultó electo arzobispo de Manila el 21 de agosto de 1724 de acuerdo con una bula del papa Benedicto XIII dirigida al rey Felipe V.29 Como resultado de su nombramiento, Bermúdez de Castro mandó una carta al rector (leída en claustro pleno del 22 de mayo de 1728)30 notificando que cedería sus libros a la universidad, los que ascendían a 100 títulos más diez estantes y una mesa, por lo que de nueva cuenta, el claustro discutió sobre la posibilidad de crear un espacio específico de custodia y lectura de los textos y enseres; no obstante, la iniciativa no fructificó.

No fue sino hasta el rectorado de Ignacio Beyé de Cisneros cuando se iniciaron las obras de remodelación del edificio de la Universidad, entre las que se incluían las del espacio físico que habría de ocupar la biblioteca; las obras comenzaron en 1759 y culminaron en 1761.31 Además de la adecuación del espacio físico, el rector Cisneros se preocupó por dotar a la universidad de personalidad jurídica mediante la creación de sus constituciones y la eventual aprobación del rey Carlos III mediante cédula real del 27 de mayo de 1761, leída en Claustro General hasta el 23 de noviembre del mismo año.32

Pese a las buenas intenciones emitidas en sus constituciones, nuevamente la biblioteca no pudo abrir debido a problemas de presupuesto (se debían pagar las obras recién concluidas). Además Joseph Becerra argumentó que la biblioteca aun contaba con muy pocos libros por lo que permaneció cerrada a pesar de haberse creado oficialmente en 1761.33 Es decir, se había gastado una buena cantidad de dinero en la adecuación de un espacio físico designado para la lectura, se habían recibido donaciones suficientes para funcionar y se habían redactado sus constituciones, pero faltaba lo más importante: los libros.

Nadie sabe para quién trabaja: los libros jesuitas en la Universidad

Ahora bien, el acontecimiento histórico que ligó los libros de algunas instituciones jesuitas con la Real Universidad de México tiene su punto de partida en el decreto de expulsión de dicha corporación emitida por el rey de España en 1767. Tras la salida de los ignacianos de los territorios hispanos, se publicó en Madrid una Colección general de las providencias, reimpresa en México por los herederos de María Ribera en 1768.34 Dicho documento establecía en la cédula xiv “Comprehensiva de la instrucción de lo que se deberá observar para inventariar los libros y papeles existentes en las casas que han sido de los regulares de la Compañía, en todos los dominios de su majestad” y específicamente en el punto XXIV que:

Donde quiera que hubiere Universidades, podrá ser útil agregar a ellas los libros que se hallaren en las Casas de la Compañía, situadas en los mismos pueblos; y para poderlo decretar el Consejo con conocimiento, consultará el Ejecutor, de acuerdo con los Diputados, que nombre el claustro, que será un graduado de cada facultad. Madrid y abril veinte y dos de mil setecientos sesenta y siete. Está rubricada.35

Aprovechando el decreto, el claustro universitario nombró al exrector Beyé de Cisneros el 17 de junio de 1769 para solicitar al rector la donación del patrimonio jesuita. La discusión del pleno es muy rica en cuanto a la información de la biblioteca ya que se argumenta que “esta Real Universidad tiene una muy hermosa y capaz biblioteca y no tiene libros algunos”. Además, debido a que aún se seguía pagando la remodelación del edificio, no se había podido designar la partida presupuestal establecida en las Constituciones. Año y medio más tarde, en sesión del 7 de diciembre de 1770, el claustro nombró una comisión con los cinco doctores más antiguos de cada facultad (Antonio Folgar, Juan de Izaguirre, José Becerra, Francisco González y Francisco Xavier Gómez) para apoyar a Cisneros en la gestión de la obtención de los libros. En realidad es hasta este momento cuando podemos establecer que la biblioteca de la Real Universidad comenzó a crecer significativamente.

Los primeros libros en llegar fueron los de La Casa Profesa en 1774. Como se sabe, la Profesa era el centro del poder jesuita en la Nueva España y fue inaugurada en 1610, aunque el edificio que hoy existe comenzó a funcionar en 1720. Existe un inventario de su biblioteca redactado por Antonio Vito González, está en el AGN bajo el grupo documental Temporalidades que contiene los libros de la biblioteca general, los de los aposentos y de la Congregación del Salvador: en total son 4 495 libros.36 Es importante destacar que no todos los libros de la Casa Profesa pararon en el acervo universitario. De hecho, el 20 de abril de 1774, el virrey Bucareli se dirigió al rector comunicando la elaboración de un inventario de libros para ser remitidos a la Universidad. La notificación se leyó en claustro y el rector sugirió dar gracias al virrey, pero aseguró que eran “el desecho de la librería” y que se necesitaban “más y mejores libros de las librerías de los otros colegios de dichos regulares”.37

Un año después, en 1775, llegó parte de los libros del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, que habían sido preparados por “Omaña y Rodríguez” y se siguieron recibiendo los sobrantes hasta 1779, los cuales sumaban en total casi dos mil volúmenes según el bibliotecario matutino Andonegui. De acuerdo con el inventario del colegio jesuita, el acervo ascendía a 13 320 títulos con 19 705 volúmenes totales y su valor monetario estaba estimado en 32 916 pesos.38 La historia de esta biblioteca se remonta al siglo XVI y fue abasteciéndose de compras realizadas por la orden y donaciones particulares a lo largo de más de doscientos años. Al igual que la biblioteca de la Casa Profesa, una parte del acervo del Colegio Máximo fue absorbido por la Real Universidad, aunque finalmente en su conjunto se encuentra dispersa actualmente en varias instituciones.

Diez años después de que llegaran los libros de San Pedro y San Pablo, José Rivera trajo en comisión los libros del Convento de Tepotzotlán y se ocupó de su traslado, colocación e inventario. El caso de la biblioteca de Tepotzotlán es similar al de las otras dos, ya que actualmente se encuentra dispersa y es posible conocer su procedencia gracias a algunas anotaciones manuscritas incluidas en sus portadas. Actualmente, el antiguo noviciado resguarda el Museo Nacional del Virreinato y parte de la exposición incluye el espacio físico de la librería y un acervo de aproximadamente 4 000 volúmenes.39

Por su parte, en el claustro de Hacienda del 8 de abril de 1785 se informa que hasta ese momento habían pasado a la Universidad 4 358 libros de los jesuitas.40 Lo anterior sin duda demuestra que la Real Universidad recibió sólo una porción menor de los acervos jesuitas y no la totalidad de ellos, como tradicionalmente se ha asentado. Sin embargo, la Universidad no guardó todos los libros, incorporó los que no tenía y puso en venta algunos duplicados. El encargado de hacer la venta era el secretario y entre 1779 y 1785 se perciben en los claustros de Hacienda venta de ejemplares, como el 8 de enero de 1780 cuando informó que tenía 1300 pesos por venta de libros y el 18 de julio de 1782 informó de otros 1 362.41

Marca de fuego de la Real Universidad de México: elementos de su implantación

Ahora bien, presentaré una serie de elementos que refuerzan el establecimiento definitivo de la marca de fuego en cuestión con la Real Universidad de México y no con el CMSPSP. El primero de ellos es de carácter documental y esclarece la disputa sobre el propietario de la marca de fuego. De acuerdo con el acta del Claustro de Hacienda del 19 de mayo de 1778:

se mandó, que las mesas que hubiesen de quedar en la Librería se forrasen de baqueta negra, y que a la de los Señores Bibliotecarios se le echasen dos cajones con sus llaves, y no se hiciese la papelera: que se mandasen hacer seis tinteros grandes de tecal, y otros dos chicos, los grandes para dichas mesas, y los chicos para la de los Bibliotecarios, que se hiciesen sellos para marcar los libros y se comprasen unas sillas fuertes de brazos, las que puede vender con comodidad Don Diego Avete de aquellas que eran de los Regulares expulsos de la compañía, y que papel no se dé a ninguno, sino que el que quisiese hacer algunos apuntes o trabajar lo traiga.42

Como se aprecia, hay evidencia documental clara que revela la creación no sólo de uno, sino de varios sellos para marcar los libros (puede referirse a varios hierros con el escudo de armas), sólo cuatro años después de la llegada de los volúmenes de la Casa Profesa y tres del CMSPSP. Ahora bien, si consideramos que en 1785 llegaron los libros de Tepotzotlán, y que existe una buena cantidad de ejemplares con anotaciones manuscritas de procedencia del noviciado que contienen la marca de fuego, estamos en posibilidad de definir que dichos “sellos para marcar libros” sí se mandaron hacer y que fueron utilizados regularmente entre 1778 y 1811 (año del libro más contemporáneo que he localizado con la marca). Para corroborar esta hipótesis, revisé las cuentas del síndico correspondientes al año en que el Claustro de Hacienda mandó hacer los sellos; es decir 1778. Afortunadamente, a partir de ese año, las cuentas de la biblioteca se llevaron por separado y dentro de la “Cuenta primera”43 en una nota del 22 de mayo de 1778 dice que “en virtud de lo determinado por el Claustro de Hacienda del día 19 del corriente [… ] pondrá en poder del señor Andonegui lo que fuese necesario para tinteros grandes y chicos, sellos para marcar los libros […]”.44

Más adelante en el expediente se incluye una nota firmada por el bibliotecario doctor Juan Antonio Andonegui en donde se expresa la “Cuenta de los gastos erogados en esta Real Biblioteca de orden del Señor rector de escuelas de esta Real y Pontificia Universidad” y cuya primera entrada dice: “Primeramente al herrero que hizo los sellos para marcar los libros. Diez pesos”.45 La nota es sumamente interesante ya que incluso revela que se le pagó seis pesos al librero que ayudó a poner los libros en seis días; es decir, un peso al día. Ahora bien, estos documentos demuestran que sí se mandaron hacer sellos (en plural) para marcar libros, sin embargo el proceso de marcaje aún quedaba pendiente.

Al respecto, nuevamente las cuentas del síndico ofrecen información valiosa que ayuda a reconstruir este proceso. En las cuentas de la biblioteca correspondientes al año de 1782 existe una nota que dice: “Memoria de los gastos que se han hecho en sellar libros y limpiar la biblioteca”.46 De nueva cuenta, la primera entrada es fundamental y contempla el gasto de “carbón, 3 reales y medio”. En total se mencionan: “dos trapos para sacudir, escobas, cántaros, clavar toallas, para guisache alcaparrosa, para cañones” con un precio total de dos pesos y cinco reales. El documento está firmado por el bibliotecario Andonegui y fechado el 5 de octubre de 1782.

Con base en esta valiosa fuente contable, es posible asegurar que los sellos se mandaron hacer en 1778 con un costo de diez pesos y que por lo menos uno de los procesos de sellado culminó en octubre de 1782 con un costo de 3 reales y medio en el carbón utilizado para dicho proceso (presumiblemente los 3 868 libros jesuitas, más los que ya tenía la Universidad) Es importante destacar que para 1782 aún faltaba por integrarse al acervo universitario los libros de Tepotzotlán, que eran 490 volúmenes y de los cuales he localizado ejemplares con marca de fuego, por lo que es lógico pensar que se sellaron libros en varios momentos entre 1778 y 1811.

Estos acontecimientos explican en buena medida por qué hay libros con la supuesta marca de fuego del CMSPSP y que cuentan con elementos de procedencia de diversos propietarios: La Profesa, Tepotzotlán, Colegio de San Andrés, la Nacional y Pontificia Universidad de México y un buen número de poseedores particulares. Es precisamente este cúmulo de libros con diferentes propietarios y una marca de fuego con el escudo de armas el que hoy en día tenemos disperso en varias bibliotecas del mundo y que ha suscitado dudas sobre el propietario de la marca ígnea.

Ahora bien, me parece que otro ejercicio necesario para reforzar mi argumento es realizar un análisis a aquellos volúmenes que contengan la impronta ígnea. De esta forma, he desarrollado una muestra representativa de 2 061 libros que conservan el vestigio ígneo en el canto superior. La inmensa mayoría de los libros analizados proviene del Fondo de Origen de la Biblioteca Nacional de México y proceden de todos los estantes catalogados, aunque he integrado los de algunas otras bibliotecas.47

La muestra es resultado de un proceso de inspección física de cada uno de los ejemplares en donde el objetivo principal fue encontrar la mayor cantidad de elementos de procedencia que permitieran identificar a los antiguos poseedores. A partir de este conjunto de libros, realicé algunas proyecciones porcentuales tomando en cuenta dichos elementos de procedencia contenidos en la totalidad de los volúmenes; los resultados son por demás interesantes:

El Cuadro 2 comprende la totalidad de libros que analicé; es decir, a pesar de que fueron 2 061 unidades físicas, éstos representan 1785 títulos. La diferencia se explica en virtud de que hay una buena cantidad de obras que tienen más de un tomo. No está de más recordar que el cuadro representa una muestra de obras con la marca de fuego en disputa, por lo que los porcentajes deben ser considerados como una aproximación a lo que pudo ser un conjunto de libros, que a dos siglos de distancia resulta imposible reconstruir en su totalidad.

Cuadro 2 Distribución de antiguos propietarios de libros con la marca de fuego del escudo real 

Antiguo poseedor Volúmenes totales Porcentaje
Colegio de San Pedro y San Pablo 569 27.60
Casa Profesa 251 12.17
Tepotzotlán 20 0.97
Diversos donadores 244 11.93
Ninguna marca de propiedad previa 977 47.40
total 2 061 100.00

Fuente: elaboración propia a partir de un análisis físico de 2 061 ejemplares con la marca de fuego.

Lo primero que quiero destacar es que dentro del universo de la muestra, efectivamente, hay 569 volúmenes que contienen anotación manuscrita de procedencia del Colegio de San Pedro y San Pablo y que podrían hacer pensar en la relación marca de fuego-inscripción manuscrita que tradicionalmente se ha dado por cierta; no obstante, hay otros 1 492 libros que, a pesar de tener la supuesta marca de fuego jesuita, contienen evidencia física que claramente los vincula con otro propietario. Esto quiere decir que poco más de 70% de los libros que tienen dicha marca no aportan evidencia histórica de haber pertenecido a San Pedro y San Pablo.

Por otro lado, los extremos temporales de los libros analizados comprenden del año 1493 hasta 1811, lo que aporta otro argumento importante para desvincular la marca y que ya había destacado previamente. Efectivamente, del total de la muestra existen 128 volúmenes (6.2%) que fueron impresos después de 1767, lo que hace francamente insostenible aseverar que la insignia perteneció al colegio jesuita, debido a que fueron expulsados de los territorios hispanos en 1767, siendo imposible que se siguiera marcando libro alguno, como sería el caso de 128 volúmenes analizados. Como se aprecia, considero que existen elementos suficientes para desestimar definitivamente la vinculación que se ha realizado casi por 100 años entre el escudo de armas y la institución ignaciana.

Ahora bien, con miras a vincular definitivamente la marca del escudo de armas con la Universidad, presentaré algunos elementos que ayudarán a escalecer el debate. Para ello, retomaré el inventario de la Real Universidad de 1758 en virtud de que arroja información muy valiosa sobre el fondo de origen de la biblioteca universitaria. A lo largo del documento se da cuenta de 39 obras diferentes -que en total suman 317 volúmenes- que formaron parte del acervo original de la biblioteca universitaria. El primer elemento que quiero destacar es que dentro del total de libros resguardados en el archivo se cuentan 162 copias de El Colosso Elocuente o certamen de la Universidad, en la coronación de nuestro rey y señor don Fernando Sexto. Se trata de una obra redactada por Pedro Joseph Rodríguez de Arizpe cuyo objetivo era alabar a Fernando VI, quien había asumido la Corona española en 1726. Sin duda, la existencia de tantos ejemplares en la sala del archivo sugiere que la publicación fue sufragada por la propia universidad, edición que corrió a cargo de la imprenta de María Ribera. La obra incluye una descripción del edificio de la Real Universidad y agradece en todo momento al rey de España como patrono y mecenas de la academia mexicana. Como ya he mencionado, la Real Universidad tenía como patrono al rey de España; es decir, el financiamiento de la corporación dependía directamente de la Corona, por lo que resulta lógico que uno de los emblemas de la Real Universidad de México fuera precisamente el escudo de armas, como de hecho lo ostentaban los seis estantes que integraban el archivo.

Sin embargo, existe un elemento que desde mi perspectiva no deja lugar a dudas sobre la institución a la que perteneció la marca de fuego en cuestión y que a continuación desarrollaré. De acuerdo con el inventario de 1758, el control de los libros lo ejercía el secretario y al parecer no había mucha claridad sobre la localización de varios títulos. Por ejemplo se menciona la existencia de un “Abad Panormitano, [que está puesto en ocho tomos, pero nunca ha habido más que siete” y “un tomo de Innocentio, que no está puesto en la nómina y debieron, por ser del mismo tamaño que el Panormitano, tenerlo por de su obra” o “Escacia, sus obras se ponen en cuatro tomos, hay cinco”. El hecho de que el secretario controlara los ingresos y ausencias en el pequeño acervo universitario indica que también hacía las veces de bibliotecario y debía tener un control más o menos eficiente sobre las obras que estaban colocadas en los estantes. De acuerdo con la información del inventario, los ejemplares se prestaban a los miembros de la corporación; tal es el caso del tomo 14 de la obra de Teófilo Ranualdo que faltaba al momento de levantar el inventario debido a que “siendo Secretario Rector el señor Doctor y Maestro don Francisco Antonio Vallejo, prestó al señor doctor don Ignacio Cevallos, para leerlo de honore judicis, y no lo ha devuelto”.48 Dicho tomo 14 contiene las obras morales del padre Raynaud y será imposible saber a más de 250 años si el doctor Cevallos cumplió con sus obligaciones bibliotecarias de devolver el ejemplar.

Este tipo de inscripciones sugiere la existencia de una nómina previa a este inventario, que de hecho existió y que menciona el secretario de la Universidad en el mismo documento cuando en el ítem 208 escribe “la foja 413 y fojas del libro de gobierno número 10 que comprende desde el año de 27 en adelante está la razón de los libros que hay pertenecientes a la librería”.49 Tras la consulta de dicho volumen, encontré que efectivamente existía la mencionada lista y confirmé que sirvió de base para realizar el inventario de 1758 en lo que se refería a la pequeña biblioteca.50 No obstante, la revisión misma de la memoria reveló algunos detalles que considero relevantes para la vinculación de la marca de fuego Real con la Universidad.

La nota fue elaborada por Miguel Rodríguez Bravo en algún momento después de mayo de 1728 (fecha en la que Carlos Bermúdez donó sus 100 libros) y 1730 (año en que termina el libro 10 de Gobierno de la Universidad). En el documento se menciona que en el claustro anterior se le había designado facultad “para gastar la cantidad que fuera necesaria hasta la de quinientos pesos en acabar las sillerías de esta sala de claustros, componer sus vidrieras y lo demás que fuera necesario a estas reales escuelas”.51 Sin embargo, Bravo también incluyó “la memoria de los ciento y veinte libros que exhibe a vs con la misma solemnidad, los ciento que dejó el Ilustrísimo señor Dn. Carlos Bermúdez de Castro, Arzobispo de Manila, los que les mandó rubricar al secretario que entonces era y los veinte más que componen los autores que dieron en su tiempo los señores doctores y bachilleres y que expresa dicha memoria para que en todo tiempo conste debajo de lo cual”.52 Esto quiere decir que estamos en la posibilidad de ubicar los 100 libros donados por el doctor Carlos Bermúdez de Castro en 1728, que dieron origen a las gestiones para construir un espacio específico de lectura.

La pequeña nota de los libros incluye los nombres de los autores como referencia bibliográfica y no es muy exhaustiva en cuanto a su manufactura; por ejemplo incluye ítems como “Teófilo Ranualdo, diez y nueve” o “Abad panormitano ocho”. Sin embargo, busqué los nombres del inventario en la muestra de libros con la marca de fuego y encontré un ejemplar en particular que no deja lugar a dudas sobre la procedencia de la insignia real en la biblioteca universitaria. En la cuarta entrada, el inventario consigna “Retes, dos” lo que implica que el doctor Bermúdez de Castro donó dos obras del jurista hispano José Fernández de Retes.53 Al respecto, el Fondo de Origen de la Biblioteca Nacional resguarda dos obras de dicho autor Opuscvlorvm alii libri quatuor54 y Opvscvlorum libri qvatvor55 las cuales presentan la marca de fuego con el escudo de armas, como se aprecia en las ilustraciones 1 y 2. No obstante, lo más relevante de estos ejemplares es que al abrir el primero de ellos, aparece una rúbrica que dice “Dr. Bermúdez”. Esto quiere decir que podríamos estar ante uno de los ejemplares originales que donó el doctor Bermúdez de Castro a la Universidad en 1728.

Lo primero que comprobé es que la firma coincidiera con la del doctor Carlos Bermúdez de Castro, por lo que ubiqué algunos documentos en los propios libros de claustros que incluyeran su apellido trazado por su puño y letra,56 así como dos cartas sobre su consagración como arzobispo de Manila y su viaje a Filipinas fechadas en México en mayo de 1726.57 Al respecto, los documentos dejan muy pocas dudas sobre la caligrafía; la firma que aparece en el Opvscvulorum libri qvatvor y en los documentos firmados por Carlos Bermúdez fueron trazadas por la misma mano.58 Con esto, es claro que la marca de fuego pertenece a la biblioteca de la Real Universidad de México, ya que se encuentra plasmada en, por lo menos, dos volúmenes que pertenecieron al doctor Carlos Bermúdez de Castro y que eventualmente donó a la Universidad en 1728. Estos dos libros ejemplifican muy bien la historia del acervo, ya que pertenecieron a un miembro de la corporación, fueron donados y eventualmente integrados a la biblioteca común a partir de 1761, fueron marcados en el canto superior con el sello que se mandó hacer en 1778 por orden del Claustro de Hacienda, eventualmente pasaron a ser parte de la Nacional y Pontificia Universidad de México en 1833, para después formar parte de la Biblioteca Nacional en 1857, lugar en el cual todavía se conservan para disfrute del patrimonio bibliográfico mexicano.

Como se aprecia, las evidencias que he presentado no dejan lugar a titubeos sobre la pertenencia de la marca de fuego con el escudo de armas; sin duda, es de la Real Universidad y no del CMSPSP, como se ha asentado errónea y tradicionalmente. En adición a ello, a lo largo del texto he destacado situaciones que hacen francamente insostenible aseverar y seguir difundiendo que la marca perteneció a los jesuitas, como el hecho de que haya libros impresos más allá de 1767 y que presentan la marca carbonizada en cuestión, o la evidencia documental emanada de los libros contables de la propia Universidad que dan cuenta de la manufactura de “sellos” para marcar los libros que iban llegando a la corporación universitaria e incluso la cantidad que se le pagó al herrero y el costo del carbón con el que fueron marcados.

Para concluir, me gustaría llamar la atención de los investigadores de la cultura impresa hacia un estudio más minucioso sobre las evidencias físicas que presentan los libros antiguos y sobre todo a cuestionar la información que proporcionan las fuentes clásicas, ya que autores como Rafael Sala y José Toribio Medina escribieron sus obras hace casi 100 años, por lo que son falibles y la propia labor histórica demanda una permanente actualización de los conocimientos asentados tradicionalmente.

Ilustración 2 Opuscvlorvm alii libri quatuor. Biblioteca Nacional de México, Fondo de Origen 

Ilustración 3. Opvscvlorum libri qvatvor. Biblioteca Nacional de México, Fondo de Origen 

Ilustración 4 Portada de Opvscvlorum libri qvatvor. Biblioteca Nacional de México, Fondo de Origen 

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1Algunos libros por su tamaño no permitían impregnar la marca de fuego, por lo que se solía plasmar en la portada. Asimismo, el canto lateral también solía ser marcado, aunque con mucha menor frecuencia que el superior e inferior. Véase Carreño (2008b, p. 47).

2Véanse, por ejemplo, Torre (2004); Salomón y Green (2010, pp. 341-366), así como también García (2007, pp. 271-299).

3El catálogo impreso más antiguo es de Sala (1925) y el más actualizado es de Krausse (1989).

4Hay que tomar en cuenta desde la elaboración misma del papel, su proceso de producción, el camino hacia su comercialización y finalmente la apropiación por parte del lector o los muchos lectores que tendrá a lo largo de su existencia.

5Sobre la evolución del escudo de armas de España, véase Cascante (1956). En particular, el apartado “Columnas de Hércules” en donde menciona que dichas columnas fueron muy usadas en las monedas de la época de Carlos III, algunas de ellas acuñadas en México. Asimismo el apartado “Evolución del escudo de España” establece que la estructura actual, definida por la Ley 33 de 5 de octubre de 1981, tuvo su origen en los diferentes reinados y que tomó forma definitiva hacia mediados del siglo XVIII.

6Para información sobre el proceso de fundación y erección de la universidad en la Nueva España, remito al lector al trabajo clásico de Méndez (1990), así como a Pavón (2010).

7Para una visión más amplia sobre la expulsión de los jesuitas, no sólo de territorios hispanos sino las expulsiones de Portugal en 1759 y Francia en 1764, véase Schwember (2005). Si bien el libro hace énfasis en los jesuitas chilenos, ofrece un panorama general sobre la condición de los jesuitas en la mitad del siglo XVIII. Para el caso novohispano remito al lector al trabajo de Saint Claire (2005).

9Sala (1925).

10Sala (1925, p. 15).

11Teixidor (1931).

12Krausse (1989).

13Villagrán (1992).

14Consúltese www.marcasdefuego.buap.mx. En la sección de marcas jesuitas aparece la de la Biblioteca de la Real Universidad de México y otras cinco, que si las comparamos con las demás órdenes mendicantes son en extremo escasas; lo que sugiere que en términos generales las instituciones jesuitas no tenían tan arraigada la costumbre de carbonizar los cantos de los libros de sus colecciones en relación con las demás. Baste mencionar que ni la Casa Profesa, el Noviciado de Tepotzotlán, el Colegio de San Andrés o cualquier institución jesuita poblana y, por supuesto, el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo tuvieron marca de fuego, aunque, ciertamente, sí se aprecia claramente la práctica de incluir anotaciones manuscritas de propiedad en sus volúmenes.

15Villagrán (1992, p. 12).

16Saavedra (1994).

17Ocampo (2011). Particularmente, señala en la página 229, asigna erróneamente la marca de fuego en cuestión.

18Yhmoff (1996).

19Ruiz (2016).

20García (2016, p. 55).

21Segura y Flores (1992).

22Tal es el caso del catálogo de Carreño (2008), que es el único que conozco en el que no se asocia la marca de fuego en cuestión con el Colegio de San Pedro y San Pablo; la autora simplemente consignó las anotaciones manuscritas que solían estar en estos ejemplares sin ligar el escudo de armas hispano con el colegio ignaciano. Por su parte, De la Torre (2004) no hace mención alguna de la marca en cuestión.

23Los estatutos de la biblioteca universitaria fueron leídos en claustro pleno el 23 de noviembre de 1761, véase Archivo General de la Nación (en adelante, AGN), Universidad, vol. 24, f. 34-42v.

24Osorio (1986, p. 210).

25AGN, Universidad, vol. 23, ff. 279-286, particularmente el “ítem 162”.

26El concepto fue difundido hace más de 40 años por el historiador alemán Rolf Engelshing en su obra clásica Der Bürger als Leser: Lesergeschichte in Deutschland 1500-1800 (1974). Sin embargo, el debate sobre esta hipótesis ha sido discutido por autores como Robert Darnton en su también clásico artículo “¿Qué es la historia del libro?” (1999). Por su parte Peter Burke también destaca el concepto de “revolución de la lectura” (1994, pp. 177-208). Finalmente, Roger Chartier menciona el concepto (2005).

27 Constituciones de la Real y Pontificia Universidad de México, segunda edición…, 1775. En el “Prólogo” se hace referencia a la “biblioteca común” y se ofrece una breve descripción de ella.

28AGN, Universidad, vol. 23, f. 285v. Las cursivas son mías.

29Archivo General de Indias (en adelante, AGI), Filipinas, 327, N. 3, disponible en: http://pares.mcu.es/ParesBusquedas/servlets/Control_servlet?accion=3&txt_id_desc_ ud=2267078&fromagenda=N [consultado el 18 de septiembre de 2017].

30AGN, Universidad, vol. 21, ff. 48v-50v.

31Osorio (1986, p. 212).

32La cédula completa se incluye en el acta del claustro de ese mismo día. AGN, Universidad, vol. 24, ff. 34-42v.

33AGN, Universidad, vol. 24, ff. 19v-20.

34Colección general de las providencias hasta aqui tomadas por el gobierno (1768).

35Colección general de las providencias hasta aqui tomadas por el gobierno (1768, p. 71).

36Osorio (1986, p. 80).

37Osorio (1986, pp. 215, 216) y AGN, Universidad, vol. 25, 105v-106v.

38AGN, Jesuitas, vol. III, f. 30. La suma de los volúmenes la obtuve de Osorio (1986, p. 68).

39Ocampo (2011, p. 228).

40Esta cantidad surge de la suma de los 3 868 libros “que consta por la memoria de temporalidades” que ya tenía la Universidad, provenientes de las instituciones jesuitas, más los 490 tomos provenientes de Tepotzotlán y que José Rivera fue a recoger y acomodar en 1785. Véase AGN, Universidad, vol. 33, ff. 262v-263r.

41AGN, Universidad, vol. 25, ff. 328-328v; vol. 26, ff. 66-68, 119, y vol. 33, ff. 216, 218- 218v.

42AGN, Universidad, vol. 33, ff. 202-204v. La cursiva es mía.

43El título completo del expediente es: “Cuenta primera que en cumplimiento de lo dictado en los claustros que cita y obedecimiento de la real cédula que refiere, produce el síndico de la Real Universidad con separación de los demás ramos de sus rentas, del producto de las tiendas destinadas a la conservación y aumento de la Real Biblioteca y corresponde a un año contado desde 1 de enero hasta fin de diciembre del presente de 1778”. AGN, Universidad, vol. 517, f. 711.

44AGN, Universidad, vol. 517, f. 719.

45AGN, Universidad, vol. 517, f. 724.

46Todas las citas textuales de este párrafo emanan de AGN, Universidad, vol. 518, f. 525.

47Las bibliotecas son: Francisco Eusebio Quino de la Compañía de Jesús, Nettie Lee Benson de la Universidad de Texas y John Carter Brown, de la Universidad Brown.

48Todas las citas textuales de este párrafo fueron tomadas de AGN, Universidad, vol. 23, f. 286v.

49AGN, Universidad, vol. 23, ff. 286r-286v.

50AGN, Universidad, vol. 48, ff. 416r-416v.

51AGN, Universidad, vol. 48, ff. 413-416v.

52AGN, Universidad, vol. 48, ff. 413-416v.

53Para un breve análisis de la obra de José Fernández de Retes, véase Cuena (2004, pp. 111-115).

54Fernández de Retes (1658). El ejemplar está bajo la clasificación RFO 347 FER.o. 1658, vol. 1. ejemplar 2 y número de adquisición 9441885.

55Fernández de Retes (1650). El ejemplar está bajo la clasificación RFO 347 FER.o. 1650 ejemplar 2 y número de adquisición 94-41972.

56La más antigua que localicé data del 6 de abril de 1693, cuando el secretario Plaza y Jaén solicita una licencia y el doctor Bermúdez funge como secretario. AGN, Universidad, vol. 18, ff. 177-178.

57AGI, Filipinas, 291, N. 9: Imagen disponible para fines de comparación en la caligrafía, véase imagen 3. http://pares.mcu.es/ParesBusquedas/servlets/ImageServlet?accion=41&txt_ id_imagen=3&txt_rotar=0&txt_contraste=0&txt_zoom=10&appOrigen=&cabecera=N [consultado el 18 de septiembre de 2017].

58Agradezco a la doctora Laurette Godinas por el análisis caligráfico. En opinión de la doctora Godinas, existe un 95% de probabilidad de que la letra del Opvsculorvm y de los documentos citados provenga de la misma mano.

Recibido: 15 de Enero de 2018; Aprobado: 10 de Octubre de 2018

* Correo para correspondencia: manuelsr@iib.unam.mx

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