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Estudios de historia novohispana

versão On-line ISSN 2448-6922versão impressa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.56 Ciudad de México Jan./Jun. 2017

https://doi.org/10.1016/j.ehn.2017.01.005 

Artículos

Un nuevo laico ¿un nuevo Dios? El nacimiento de una moral y un devocionalismo «burgueses» en Nueva España entre finales del siglo XVII y principios del XVIII

A new God for a new layman? The rise of “bourgeois” morality and devotionalism in New Spain, late 17th to early 18th century

Antonio Rubial Garcíaa  * 

aFacultad de Filosofía y Letras, UNAM, Ciudad de México, México


Resumen

Al igual que en el ámbito de la Reforma protestante, en el mundo católico se vivió un proceso de laicización religiosa, es decir, de participación activa de los laicos en las prácticas y en las lecturas piadosas. Así, aunque la Iglesia siguió aparentemente manteniendo el control sobre la religiosidad, el crecimiento de sectores «aburguesados» (mercaderes, profesionistas, funcionarios, caciques indomestizos) fortaleció la presencia de valores y devociones en las cuales los laicos tuvieron una fuerte injerencia. Esta nueva sensibilidad religiosa fue promovida sobre todo por los franciscanos, los jesuitas y los oratorianos en los espacios de los colegios, de las congregaciones, de las órdenes terceras y de las santas escuelas de Cristo. El presente artículo estudia la presencia de esa religiosidad «laica» en Nueva España a partir de algunas prácticas, de la publicación y circulación de textos devocionales y de meditación y del ámbito de las nuevas imágenes que circularon en sus ciudades.

Palabras clave Religiosidad laica; Imágenes devocionales; Circulación de libros; Modernidad y moral; Devociones jesuíticas y franciscanas

Abstract

Similarly to the Reformed religious sphere, the Catholic world went through a process of religious laicization, i.e., of a wider participation of lay people in devout practices and readings. In spite of the continued control of religiosity by the Church, the growth of “bourgeois” sectors (merchants, professionals, office holders, mestizo and indian caciques) strengthened the importance of values and devotions heavily influenced by lay people. This resulted in a new religious sensibility, promoted by the franciscans, jesuits and oratorians in the ambit of colleges, congregations, lay orders (órdenes terceras) and “holly schools of Christ” (santas escuelas de Cristo). This paper studies the presence of lay religiosity in the cities of New Spain through practices, the printing and circulation of devotional and meditational texts, and the spreading of the cult to new sacred images.

Keywords Lay religiosity; Devotional images; Print circulation; Modernity and moral; Jesuit and Franciscan devotions

Es un lugar común relacionar la catolicidad con una propuesta religiosa asociada con una exuberante ritualidad «medieval» y centrar la base del protestantismo en unos rígidos postulados éticos considerados «modernos». Aunque tal generalización pueda ser acertada en algún sentido, el uso de calificativos que implican conservadurismo o avance es engañoso y, en todo caso, no da cuenta de una realidad compleja e imposible de reducir a categorías tan elementales. En 1927, Bernhard Groethuysen daba a la luz un trabajo seminal sobre la conciencia burguesa moderna en Francia y demostraba que esta le debía más a la flexibilidad moral del probabilismo jesuítico que a la rígida actitud puritana del jansenismo. Matices en este sentido fueron hechos en 1978 por Julio Caro Baroja para España en su extraordinario trabajo sobre la vida religiosa en los siglos XVI y XVII, en el que señalaba el amplio abanico de posturas morales que se dieron en la península ibérica alrededor del tema del libre albedrío y donde contrastaba el conservadurismo de algunas posturas protestantes y jansenistas con la modernidad de varios pensadores católicos1. Tales aportes han obligado a matizar las hipótesis de Max Weber y sus seguidores que privilegiaban como «moderno» el ámbito germano-anglosajón protestante y burgués, mientras que los países del Mediterráneo católico y monárquico eran considerados como territorios en los que privaba el conservadurismo y los valores «medievales» centrados en una religiosidad ritualista. Francia sería la excepción, pues por la presencia del jansenismo (una versión católica del calvinismo) se alineó bajo la égida de los «estados modernos». Esta visión demasiado simplista y maniquea, desarrollada por la historiografía anglosajona y francesa, ha traído consigo una visión distorsionada que percibe la llamada «modernidad» como un movimiento único y uniforme dirigido a una clara meta, la abolición del Antiguo Régimen y de sus dos pilares de sostén, la Iglesia con sus valores católicos «retardatarios» y la Monarquía defensora de los privilegios estamentales nobiliarios.

Los estudios recientes sobre el imperio español comienzan a mostrarnos las dificultades de hacer generalizaciones para explicar una realidad sumamente compleja en la que, además del flujo continuo de personas, libros, imágenes e ideas en todos los ámbitos dominados o vinculados con España (como Portugal, Italia, Flandes, Nueva España y Perú), se dio una intensa relación con la intelectualidad y los movimientos culturales franceses e incluso con los protestantes. Por lo tanto, se vuelve necesario matizar la idea de una España dominada por el control inquisitorial y cerrada herméticamente al influjo de las corrientes de pensamiento que se desarrollaban en el resto de Europa. El latín, que siguió siendo el vehículo de comunicación de las personas cultas en ambas Europas, permitió, por ejemplo, que las ideas de Francis Bacon, Robert Fludd o Isaac Newton tuvieran entusiastas seguidores en España y sus territorios sujetos, e incluso que se hicieran traducciones al castellano de sus obras. Así, a partir de un enfoque más amplio podremos descubrir que los cambios que afectaron a la cultura occidental entre la aparición de la Reforma protestante y el racionalismo ilustrado no solamente fueron perceptibles en la Europa reformada del Atlántico norte, sino que también se dieron en las regiones mediterráneas católicas del continente y en las posesiones de los imperios ibéricos en América y Asia2. Aunque desde su misma estructura dogmática el paradigma teológico no era susceptible a la crítica ni a la aceptación de los postulados esenciales de la llamada modernidad, en las prácticas, la moral y la sensibilidad religiosas se pueden observar algunos de esos cambios que afectaron tanto a la Iglesia católica como a la vida cotidiana de las comunidades sujetas a sus mandatos. El presente artículo pretende estudiar esta problemática en un territorio «periférico» de la catolicidad ibérica, el virreinato de Nueva España.

La laicización de la religión

Después de un largo proceso que se inicia en el siglo XII, la participación activa de los seglares en la vida religiosa ya era un hecho irrevocable en el siglo XV. A lo largo de trescientos años, los laicos habían ido ganando terreno en la organización de festejos y cofradías, en la administración de la caridad pública y en el acceso a las lecturas de espiritualidad, aunque los cuerpos eclesiásticos siguieron manteniendo el control sobre los dogmas, la moral y las prácticas cristianas. Uno de los grandes logros de la Reforma protestante fue precisamente la laicización de la religión arrebatando a la Iglesia su dominio sobre ella para dárselo a los seglares. Este proceso se expandió en los territorios del norte de Europa gracias al avance de la burguesía, a su acceso a la imprenta y a la alfabetización, a la introducción de técnicas científicas, a la secularización de lo político y a la individualización de la moral de los laicos; pero tales cambios no fueron ajenos a los ámbitos mediterráneo y americano, donde las elites caballerescas y mercantiles constituían grupos sociales equiparables a la burguesía de los territorios norteños. Un aspecto fundamental de esa laicización fue, sin duda, la mayor injerencia de las mujeres seglares en la religión. Además del notable fortalecimiento de la presencia femenina en cofradías y hermandades en este periodo, es significativa la mayor atención que mostraron predicadores y directores de conciencia hacia ellas y el incremento considerable de instituciones de religiosas de vida activa dedicadas al cuidado y a la educación de las mujeres, como la Compañía de María, las ursulinas o las hermanas de la caridad3.

A pesar de su situación de dependencia y de la fuerte presencia de una sociedad estamental, en la Nueva España de finales del siglo XVII comenzaban también a observarse estos cambios, sobre todo en la inserción de nuevos sectores sociales en el subestamento nobiliario de los denominados «caballeros». Gracias al crecimiento de las actividades productivas en la minería, el comercio, el transporte, la construcción, las manufacturas suntuarias y la producción agropecuaria, se fortalecieron dichos sectores medios de la sociedad, aumentando no solo sus recursos económicos y su poder adquisitivo sino también su número. Una amplia gama de mercaderes y obrajeros textiles, los transportistas dueños de recuas de mulas, los medianos propietarios rurales, los profesionistas de diversa índole (abogados, médicos, arquitectos, pintores), los funcionarios medios de los aparatos de gobierno y los caciques indomestizos (que ocupaban «cargos de república») cumplían en algún sentido las funciones de una incipiente burguesía4. En estos sectores emergentes estaban incluidos los que se consideraban «españoles» (es decir, peninsulares, criollos y mestizos acriollados) y los «indios» nobles. Muchos de ellos tenían fuertes lazos con las instituciones eclesiásticas, cuyos contingentes estaban formados en su mayor parte por miembros que pertenecían a ellos, y con la universidad que, junto con la Iglesia, se convirtió en un importante medio de movilidad social5.

Gracias a su participación en la vida pública, tanto civil como religiosa, estos sectores accedieron a varios de los privilegios que antes solo tenían las aristocracias territoriales, debilitándose con ello las fronteras entre los nobles de «linaje» y estos grupos que habían sido considerados tradicionalmente como plebeyos. Con la ostentación en gastos suntuarios, el refinamiento de las costumbres, la participación en la alfabetización y la educación superior y la presencia en espacios privilegiados durante las fiestas, esta incipiente «burguesía» manifestaba su distanciamiento de una plebe mestiza e indígena «pervertida, viciosa, vil y despreciable» y se acercaba al ideal de una nobleza «refinada y virtuosa». Este ascenso fue facilitado desde el siglo XVI, además, por una sociedad en la cual era notorio el contraste entre la plebe indígena tributaria y mayoritaria, y la minoría «española», que portaba armas, andaba a caballo y no tributaba, todos signos de nobleza en la península. Tal situación hacía posible que personas que en España serían consideradas como plebeyas o «villanas» fueran en América hidalgos ennoblecidos. Con el aumento del mestizaje, sobre todo en el Centro y el Bajío, muchos individuos de esos sectores se insertaron como «españoles» y obtuvieron esos privilegios, como se puede observar en varios de los llamados cuadros de castas en los que individuos mestizos se mostraban vestidos a la española y habitando en ambientes «nobiliarios». A fines del siglo XVII, el virrey Mancera describía esta situación de manera muy acertada: «los mercaderes y tratantes de que se compone en las Indias buena parte de la nación española se acercan mucho a la nobleza, afectando su porte y tratamiento […], de manera que se puede suponer que en estas provincias por la mayor parte el caballero es mercader y el mercader es caballero»6.

Esta realidad social también afectó la vida religiosa de esos sectores, en la que se puede observar un creciente proceso de laicización en la religión, es decir, de una participación activa de esos laicos «burgueses» en instituciones y prácticas, aunque esta siempre estuvo sujeta a la mirada vigilante de la Iglesia y a los controles inquisitoriales. Un tema central en el acceso a la nobleza era el ejercicio de la piedad religiosa que se manifestaba en las donaciones caritativas para dotar jóvenes para su ingreso como monjas o para casarse, ayudar a los desvalidos con limosnas o sostener hospitales y recogimientos. El arzobispo Aguiar y Seijas, según cuenta su biógrafo, trajo consigo desde España 1,500 ejemplares del libro Consuelo de pobres y remedio de ricos, de Matías de Aguirre, y los repartió en todas las librerías de la ciudad para motivar a los novohispanos a la caridad7. Los ricos debían verse como administradores de los bienes de Dios y con su dadivosidad ganarse la salvación. Pero aún eran necesarias otro tipo de prácticas para conseguirlo, como la del Vía crucis, las novenas o los ejercicios espirituales, con las que se buscaba un mayor perfeccionamiento moral de esos sectores. De hecho, uno de los temas centrales de la pedagogía jesuítica se basaba en la máxima: «no hay mayor nobleza que la de la virtud». En la promoción de esta religiosidad se distinguieron sobre todo los franciscanos, los carmelitas, los jesuitas y los oratorianos, que la difundieron en sus congregaciones, órdenes terceras y santas escuelas de Cristo, en la educación moral de los jóvenes en los colegios, en la publicación de textos devocionales y de meditación y en el ámbito de las imágenes religiosas impresas o expuestas en los muros y retablos de sus iglesias.

Frente a una historiografía que ha privilegiado la religiosidad popular indígena, a la cual se han dedicado la mayor parte de los estudios sobre estos temas, esta investigación se propone ahondar en el fenómeno religioso, aunque minoritario, de esos otros sectores urbanos de la población novohispana.

Devocionalismo externo frente a interiorización moral

De manera paralela a la desbordante religiosidad barroca dirigida a las masas, que ponía su acento en lo festivo, en el culto a las imágenes y a las reliquias, en la veneración de los santos y en la utilización de objetos como medallas, escapularios, cuentas y rosarios con fuertes cargas mágicas, desde el siglo XVI el mundo católico promovió también aquellas prácticas dirigidas a mejorar el comportamiento moral de los fieles. Así, a la par que florecían numerosas cofradías para organizar las fiestas y fomentar las variadas prácticas vinculadas con la creencia en el purgatorio, jesuitas y franciscanos crearon congregaciones y órdenes terceras en las que los seglares instruidos podían ejercitarse en las virtudes morales (como la caridad, la paciencia y la castidad) y en los ejercicios espirituales de meditación que les permitieran interiorizar los dogmas y encauzar su comportamiento cotidiano a la salvación personal. Ambas actividades no estaban reñidas y, así, las congregaciones fundadas por los jesuitas con alumnos y exalumnos de sus colegios llevaban a cabo tanto la promoción de cultos marianos (Loreto, Refugio, La Luz, etc.) y el desarrollo de actividades caritativas, como la práctica de los ejercicios espirituales y la asistencia a charlas edificantes que buscaban la profundización en la fe de los congregantes.

Los jesuitas, sobre todo, insistieron en una pastoral diferenciada: una dirigida hacia las elites formadas por caballeros, funcionarios, mercaderes y sus mujeres, y otra destinada a la plebe, tanto urbana como rural. Esto se puede ver desde la misma predicación, como ha demostrado Perla Chinchilla, que distinguía los sermones de corte, conceptuosos y llenos de alusiones cultas en los que campeaba el Dios amoroso y providente del Evangelio, y los de plaza, que insistían en los castigos infernales y en el papel justiciero del Dios del Apocalipsis8. Se promovía así una distinción entre dos tipos de laicos: los instruidos, que podían acceder a la espiritualidad más elevada de los ejercicios espirituales e incluso a la comunión frecuente, y los rudos, a los cuales iba dirigida la promoción de prácticas externas. En Nueva España se pueden observar claramente ambas tendencias desde la segunda mitad del siglo XVII, aunque fomentar el culto a reliquias e imágenes fue una política dirigida a todos los sectores sociales.

Lo anterior nos llevaría a hacer una anotación: las personas a las que iban dirigidos esos mensajes se concentraban básicamente en las ciudades. Aunque de hecho solo en México, en Puebla y en Guatemala existieron imprentas, por lo que esas capitales episcopales fueron las sedes principales de recepción de tales mensajes, las otras sedes diocesanas (Oaxaca, Valladolid, San Cristóbal, Mérida o Guadalajara) o ciudades de segundo orden (Zacatecas, Querétaro, Atlixco, San Luís Potosí o Pátzcuaro) también tuvieron contacto con esta espiritualidad. En todas ellas existían ricos conventos y colegios, un grupo de eclesiásticos letrados y un sector de terratenientes y mercaderes asociados a congregaciones y órdenes terceras y dispuestos a financiar y a comprar las ediciones9. Sin embargo, tanto los jesuitas como los padres apostólicos de los colegios franciscanos de Propaganda Fide desarrollaron, por medio de las llamadas «misiones cuaresmales», una enorme actividad de difusión de prácticas espirituales y de nuevas devociones tanto en las pequeñas ciudades y villas como en los pueblos de indios de los valles centrales y del Bajío.

Los textos de espiritualidad y las prácticas. Algunas precisiones

A mediados del siglo XVI y a raíz de los avances del protestantismo, la Monarquía, la Iglesia y la Inquisición en España ordenaron el decomiso, censura, expurgación y quema de libros prohibidos por los «índices» elaborados en la península y en Italia, sobre todo el del inquisidor Alonso de Valdés de 1559. Fueron especialmente consideradas las obras de espiritualidad en posesión de particulares, conventos o librerías; dicha política contemplaba no solamente aquellos abiertamente heréticos, que la Iglesia veía como peligrosos, sino incluso los de autores ortodoxos. La atención se dirigió especialmente a las obras en castellano y la condena más drástica fue contra cualquier texto bíblico en «romance», aunque también se proscribieron decenas de ediciones de la Biblia en latín. Como ha visto Enrique González, al lado de prohibiciones específicas, los censores estaban interesados en excluir al vulgo del ámbito de la lectura, o restringirle al máximo su espacio, y evitar a los laicos el contacto con una espiritualidad que podía llevarlos por caminos considerados peligrosos por los clérigos10.

Sin embargo, tal actitud comenzó a cambiar a partir de las últimas décadas del siglo XVI, muy posiblemente porque las medidas excesivas de la censura habían provocado una caída en el mercado del libro y fuertes quejas por parte de los impresores. Así, entre 1583 y 1584 el inquisidor general Gaspar de Quiroga elaboró dos catálogos en los que distinguían, por un lado, los libros abiertamente prohibidos y, por el otro, aquellos que solo tenían que ser expurgados en algunas partes. La publicación de este «Expurgatorio», con 14 reglas que orientaban a los censores sobre los criterios que se debían adoptar, propició que muchos textos condenados en la etapa anterior, como varias obras de fray Luis de Granada y fray Luis de León, volvieran a la circulación. Como lo menciona Manuel Peña Díaz en su estudio sobre la censura, a partir de entonces se llegó a un consenso entre la Inquisición, los autores y los editores y se permitió, con el aval del santo tribunal, que los mismos impresores pudieran expurgar sus libros para la venta. Sin duda incidió en esta apertura también la ineficiencia que comenzaba a mostrar la actividad censora, a pesar de que en el discurso se quería mantener la imagen de un tribunal omnipresente que protegía a la grey católica de los embates de las ideas heréticas difundidas por la imprenta. Causas diversas propiciaron tal ineficacia: la pasividad y la apatía de algunos de los censores; los intereses económicos de los libreros; las divergencias de criterio que existían entre la Congregación del Índice de Roma y la Inquisición española, y las quejas de algunos teólogos jesuitas por la poca flexibilidad de una burocracia que impedía el desarrollo de una «sana teología» y la difusión de guías útiles para la instrucción del pueblo cristiano11.

La nueva situación propició, por ejemplo, la gran difusión de las obras de Teresa de Ávila (canonizada en 1622) entre clérigos, monjas y laicos a ambos lados del Atlántico. En su estudio sobre el comercio de libros entre España y América en la primera mitad del siglo XVII, Pedro Rueda Ramírez menciona entre los más exportados el Contemptus Mundi (o Imitación de Cristo) de Tomás de Kempis en la traducción adaptada por fray Luis de Granada, autor cuyo Libro de la Oración y la meditación ocupaba el segundo lugar en los envíos. El perfecto cristiano de Juan González de Critana y La Noche de fray Luis de León estaban también entre los más solicitados en los cajones embarcados a Indias12.

En este cambio de posición hacia los laicos incidió también, sin duda, el interés de varias corporaciones (como los jesuitas, los capuchinos, los carmelitas y los franciscanos) por fomentar una espiritualidad entre los seglares cultos, hombres y mujeres adscritos a sus congregaciones, privilegiando la ascética y la moral sobre la mística, cuya subjetividad escapaba fácilmente a los controles eclesiásticos. Este cambio es ya notable para fines del siglo XVII,como lo ha observado Olivia Moreno en sus estudios sobre el comercio de libros entre España y Nueva España13. En este periodo se puede notar un crecimiento en la impresión de dos tipos de textos, ya sean producidos en Nueva España o importados de la península: los libros de espiritualidad y los manuales de devoción. Entre los primeros destacan aquellos que promueven la moral individual y familiar, las prácticas como la asistencia en familia a la misa dominical, la comunión frecuente, la devoción del Via crucis y el rezo del rosario en el ámbito doméstico y en el público; entre los segundos están aquellos manuales de oración que a veces incluían prácticas de meditación y que tenían como ventajas, sobre los mamotretos de espiritualidad, su lenguaje sencillo, su facilidad de manejo, su formato pequeño y su bajo costo.

El mundo de los libros de espiritualidad era muy extenso y abarcaba obras de muy diferente carácter. A fines del siglo XVII, uno de los modelos que más influyó en ellos fue el instaurado por la Introducción a la vida devota del obispo de Ginebra Francisco de Sales (1567-1622), texto que ya circulaba en castellano a mediados del siglo en una traducción que hiciera el afamado poeta Francisco de Quevedo. Sales simpatizaba con la postura jesuita que propugnaba una concepción del libre albedrío voluntarista, y concebía que la transformación interior estaba totalmente sujeta a un acto de decisión personal. La obra de Francisco de Sales, además, tenía contemplado a un público femenino caracterizado en el personaje de Filotea, al cual se dirigía el autor de manera sentenciosa. En Nueva España la espiritualidad salesiana tuvo un gran promotor en el obispo de Puebla Manuel Fernández de Santa Cruz, quien dedicó un colegio de niñas en honor del santo francés y fomentó una cofradía bajo su advocación en el Oratorio de San Felipe Neri. La gran admiración que sentía por la obra de Sales lo llevó a firmar su correspondencia con las religiosas bajo el pseudónimo de Sor Filotea de la Cruz y a dedicar a este santo un altar en la catedral angelopolitana14. La difusión de las obras del obispo de Ginebra, aunque aún incipiente, se puede constatar a partir de 1689 en las listas que los libreros novohispanos debían entregar a la Inquisición para su censura, en las cuales se menciona la presencia de sus obras completas en dos volúmenes, sus Cartas y la Práctica del Amor de Dios en la edición de Barcelona de 168315.

Por la misma época los libreros novohispanos vendían numerosos textos impresos por miembros de la Compañía de Jesús, sobre todo los de Juan Eusebio Nieremberg, en especial el De la diferencia entre lo temporal y lo espiritual16. Fueron también los jesuitas, y varios clérigos seculares cercanos a ellos, los principales difusores de los llamados Despertadores espirituales, trabajados por Sara Gabriela Baz Sánchez en una tesis inédita17. Estos libros aconsejaban llevar una vida más apegada a la moral cristiana, servían para «despertar al alma que está dormida» e insistían en la comunión frecuente como una práctica que llevaba al perfeccionamiento espiritual. Mientras que los Ars moriendi medievales y renacentistas tenían por finalidad ayudar al moribundo en el momento crucial, los Despertadores buscaban que el cristiano dedicara toda su vida para prepararse a una buena muerte. En este tipo de textos se distinguen sobre todo los jesuitas, que desde 1648 fundaron congregaciones de la «Buena muerte» y utilizaron estos textos como guías para sus congregantes. Desde que en 1624 se tradujo al castellano el Arte de Bien morir del cardenal jesuita Roberto Belarmino (1542-1621), los miembros de la Compañía utilizaron su experiencia en la «composición de lugar» de los ejercicios espirituales, para alimentar muchos de sus textos sobre lo que ellos denominaban «los novísimos»: muerte, juicio, infierno y gloria. En sus trabajos, la dimensión comunitaria aterrizaba en el plano individual y el sujeto ingresaba en un programa de «sanación» que podía repetir cada vez que lo creyera necesario18.

A veces en esos textos se incluían consejos prácticos para redactar testamentos. Debemos considerar que en las sociedades católicas testar constituía una obligación religiosa, pues además de ser un medio para dejar arreglados los asuntos terrenales y para hacer restitución de los bienes mal habidos, era un acto de justicia y caridad. En el testamento se estipulaban numerosas donaciones, las sumas para cubrir los gastos funerarios y el lugar sagrado que albergaría los restos mortales. Testar constituía la preparación para una buena muerte y su expansión en el ámbito seglar fue un hito importante en el proceso de individuación que trajo consigo la modernidad19.

También en el entorno jesuita se dio una gran difusión a libros de espiritualidad que tenían como centro a los siete arcángeles. Esta devoción, fuertemente ligada a la apocalíptica del beato Amadeo de Portugal, había nacido en Palermo en 1516 con el sacerdote Ángelo de Duca y fue promovida por el papado y por el emperador Carlos V, aunque para el siglo XVII pasó al ámbito popular y se convirtió en un tema de meditación y de transformación interior promovida por los jesuitas20. En 1707, Andrés Serrano, un misionero en Filipinas y Nueva España, daba a la imprenta Los Siete Príncipes de los Ángeles validos del Rey del Cielo, un libro corregido, pues había sido retirado por la Inquisición unos años antes, en el que se exaltaba el papel de esos espíritus por su apoyo a la Monarquía y a los jesuitas en la evangelización del orbe y hacía profusas relaciones astrológicas entre ellos y los siete planetas, nacidas de sus lecturas de Robert Fludd21.

Simultáneamente, el capuchino fray Feliciano de Sevilla publicaba en esta ciudad en 1707 (y en Madrid en 1711) Los angélicos Príncipes del Empíreo, texto en que los llamaba «Vice-Dioses de la Tierra» y los trataba de «Altezas e Ilustrísimas personas». Ambas obras, dedicadas al monarca borbón Felipe V, recibieron su protección y difusión, pues contenían implícita y explícitamente una exaltación a la nueva dinastía22. Además de este libro, fray Feliciano fue uno de los autores de espiritualidad cuya producción tuvo una enorme difusión en Nueva España, como se puede constatar por los inventarios que los libreros entregaban a la Inquisición. Olivia Moreno, en una de estas listas de 1716 del librero Agustín Pérez del Castillo, encontró registrados 336 ejemplares de sus Instrucciones espirituales, entre otras de sus obras23.

El otro sector eclesiástico que se distinguió en la edición de libros de espiritualidad fueron los franciscanos, quienes a menudo los escribieron pensando en sus «hermanos» seglares de la tercera orden. Además, con la proliferación entre fines del XVII y principios del XVIII de otras órdenes terciarias (dominica, agustina, carmelita y mercedaria), este tipo de textos recibió una gran difusión entre ellas. Olivia Moreno ha señalado la presencia en las listas de los libreros novohispanos de varios impresos del aragonés fray Antonio Arbiol y Diez (1651-1726), prolífico escritor franciscano autor de manuales para ayudar a los ministros en la guía espiritual de sus fieles y a los terciarios para dirigir sus devociones. Escribió también sobre los errores cometidos durante la oración y los peligros de una mística desbordada (Desengaños místicos, 1706), sobre La familia regulada por la doctrina de la Sagrada Escritura (1715) y sobre los Estragos de la lujuria (1726)24. Pero también circulaban en abundancia obras novohispanas, como las del tlaxcalteca fray Francisco de Soria, que publicó en Puebla (1686) un Manual de exercicios para los Desagravios de Christo Nuestro Redemptor, el primer libro impreso en México sobre esta práctica, con numerosas ediciones, incluida una madrileña en 1705. La obra, muy difundida por los terciarios (entre los que estaban la familia de impresores Calderón y el mismo arzobispo Aguiar), iba dirigida con especial atención a las mujeres y a los niños y llevaba incluidos dos anexos: unos soliloquios a Cristo en la cruz de Lope de Vega y una guía para rezar el Via crucis25.

Es muy significativo que en varios de estos libros de espiritualidad se incluyan guías para la oración, como las del Via crucis, práctica tan cercana a los franciscanos, lo que nos lleva al segundo grupo de textos, los llamados manuales de oración. Aunque la práctica de rezar la vía dolorosa (el camino recorrido por Cristo después de la sentencia de Pilatos hasta llegar al Monte Calvario) se remonta al siglo XV, no fue sino hasta el XVII que tuvo una difusión inusitada en la catolicidad, favorecida por las muchas indulgencias concedidas por el papado. Como lo ha mostrado Alena Robin en un estudio reciente, desde 1686 Inocencio XI estableció que las mismas indulgencias que podían ganar los franciscanos que guardaban el Santo Sepulcro de Jerusalén al visitar las estaciones del Via Crucis se otorgaban a cualquier persona bajo la jurisdicción del General de los hermanos menores, sobre todo sus terciarios, al visitar una imitación de las estaciones hierosolimitanas en un lugar franciscano. En México, Puebla, Guatemala y otras ciudades del virreinato se construyeron capillas para realizar dicha práctica, se utilizaron imágenes para promoverla y, sobre todo, se imprimieron guías de rezado para meditar en cada «estación»26. En el siglo XVIII, dichos manuales comenzaron a cambiar su tónica, lo que muestra una transformación de las mentalidades. Mientras que los del siglo XVII insistían mucho en las indulgencias que se obtenían con la práctica, en el XVIII ya no se menciona la cantidad y solo se dice que se ganan. Esto se debió al temor de que la gente solo hiciera las estaciones más premiadas27. En temas como este se puede ver la confrontación entre una religión popular ritualista y otra más interior, meditativa y moral. Quizás por el gran éxito que comenzó a tener la devoción al Via Crucis, el dominico sevillano fray Pablo de Ulloa y el capuchino genovés fray Pablo de Cádiz iniciaron en la última década del siglo XVII el rezo público del Rosario en honor de la Virgen María, práctica que produjo también una abundante literatura para guiar las meditaciones y que muy pronto pasó a América y se difundió extensamente gracias a las archicofradías dominicas y a los curas párrocos28.

Otra derivación de dicha práctica fueron los ejercicios dedicados a la Virgen de los Dolores, en los cuales el recorrido se hacía en sentido inverso al de los Via Crucis tradicionales, acompañando a María desde el Calvario hasta el Cenáculo y meditando en los recuerdos que tuvo la Virgen de los acontecimientos recién pasados. Varios de estos Via Crucis marianos desde el siglo XVII se basaban en los textos de sor María de la Antigua y, en el siglo XVIII, en la Mística Ciudad de Dios de la madre sor María de Ágreda. La obra de esta monja concepcionista, inspirada por la misma Virgen según la autora, fue muy difundida por los franciscanos, en especial por los de los colegios de Propaganda Fide, a pesar de que en el siglo XVII fuera prohibida por la Inquisición29.

En 1722 Juan Ignacio Castorena y Ursua, canónigo de la catedral de México, imprimía su Manual Ocupación Angélica Dolorosa de los mil Ángeles para meditar sobre los dolores de Virgen a partir de la lección final del libro de la madre Ágreda. En 1729, a raíz de un decreto de Benedicto XIII que reabría la conflictiva causa de beatificación de la monja, Castorena cantó la misa de acción de gracias en el templo de San Francisco30. Finalmente, ya una vez electo obispo de Yucatán, dio a la luz en 1731 su Escuela Mystica de María Santíssima, en la Mystica Ciudad de Dios, texto en el que de nuevo utilizaba la última parte de la obra de la de Ágreda, a manera de Carta Pastoral, para los fieles de su diócesis31.

Una de las formas discursivas más populares de esta literatura devocional fue la de las novenas, textos de oración pública o privada para rezarse durante nueve días en honor de Cristo, la Virgen o los santos y que iban acompañados de sencillos grabados y de breves narraciones de la vida del santo en cuestión. Aunque su finalidad básica era solicitar favores, muchas de ellas incluían pequeños textos de meditación sobre las virtudes y los vicios que iban dirigidos a interiorizar las temáticas tratadas y a provocar el arrepentimiento por medio de actos de contrición, gestos, canciones y plegarias. Las novenas, como demostró Adriana Xhrouet en una tesis inédita, promovían la emotividad de los fieles, pero también servían para solicitar apoyo de las autoridades y limosnas de los particulares32.

Además de los novenarios, existían otros géneros con funciones similares que incluían oraciones y promovían el culto religioso, la recepción de los sacramentos y las obras piadosas: desagravios, ejercicios, relojes, triduos, seisenas, septenarios, octavarios, meses y ramilletes. Entre estos últimos tuvo una enorme difusión en el imperio español (incluidos Flandes y Nueva España), a pesar de haber sido varias veces prohibido por la Inquisición, el Ramillete de divinas flores, obra de un mercader de libros llamado Bernardo de Sierra, quien lo publicó por primera vez en Madrid en 1661 pero que fue reeditado casi cada año hasta mediados del siglo XVIII. Olivia Moreno explica que en él se ofrecía a los laicos («ocupados en sus negocios, oficios y tratos») una miscelánea con lo más importante de la doctrina cristiana, oraciones, breves prácticas espirituales, indulgencias, consejos morales, oficios litúrgicos y pasajes traducidos de la Biblia. La Inquisición prohibió la obra varias veces por el hecho de haber sido hecha por un laico (y no por un eclesiástico), contener textos litúrgicos ya «descontinuados», utilizar el verso para temas teológicos y traducciones de la Biblia en romance. Sin embargo, con estas modificaciones, la obra siguió circulando ampliamente por su lenguaje sencillo y bajo costo33.

Muchas de estas publicaciones eran encargadas y distribuidas, como se señaló arriba, por las órdenes terceras franciscanas, las congregaciones de los jesuitas, la archicofradía del Rosario (que desde 1685 recibe el monopolio de la impresión de devocionarios sobre esta práctica), los capellanes y los solicitantes de limosnas de los santuarios (que las utilizaban para allegarse recursos) y, en el siglo XVIII, las Santas Escuela de Cristo promovidas por los padres del Oratorio de San Felipe Neri34. En Nueva España, entre 1681 y 1683, el clérigo secular Alonso Alberto de Velasco publicó un devocionario dedicado a los Siete Príncipes bajo el título de Semana angélica y Concordia espiritual de las siete misas del Espíritu Santo por medio de estos siete gloriosísimos señores, en los que se incluían prácticas y oraciones a esos arcángeles. En 1682, recién llegado a la sede arzobispal de México, Francisco Aguiar y Seijas conoció esa iniciativa y apoyó a Velasco concediendo 40 días de indulgencia a los que ejercitaran dicha devoción y promovió su práctica en las iglesias de la ciudad de México35. La concesión episcopal de indulgencias a quienes leyeran o escucharan estos devocionarios, novenarios y guías de oración se multiplicó a lo largo del siglo XVIII, lo que les dio un gran impulso.

Muy pronto estos textos de pequeño formato y fácilmente accesibles se convirtieron en éxitos editoriales que sostenían a muchas imprentas, pues circulaban tanto en los ámbitos urbanos (donde se vendían en librerías y cajones) como en los pueblos por medio de mercaderes ambulantes. Su difusión incidió en otros tipos de publicaciones de viejo cuño, como las Vidas, que utilizaron este medio barato de difusión, aunque en menor escala. Una de las más notables fue la Carta edificante que escribió el jesuita Antonio de Paredes sobre Salvadora de los Santos, una humilde y caritativa india otomí nacida en Fresnillo y radicada en Querétaro, quien juntaba limosna para un beaterio recorriendo enormes distancias. Salvadora se presentaba como un modelo alternativo de feminidad católica moderna, que no seguía los tradicionales papeles de monja o casada pero que era obediente y sumisa a los dictámenes de sus confesores. Hecho muy significativo, pues franciscanos y jesuitas dedicaron en esta época muchas de sus obras devocionales a las mujeres seglares, y en algunas de ellas se entablaban diálogos muy coloquiales con sus lectoras y se discutían los posibles problemas de conciencia a los que se podían enfrentar. Otra peculiaridad del texto de Paredes, con varias ediciones desde 1763, fue que se utilizó como cartilla de primeras letras para las escuelas indígenas, destino que seguramente tuvieron muchos de estos libros religiosos de pequeño formato36.

La obra del padre Paredes estaba inserta en ese proceso que Michel de Certeau llama «el desplazamiento de los marcos de referencia de la religión a la ética». De hecho, todas las hagiografías, con su insistencia en las virtudes sobre los milagros, comenzaban a resentir los efectos de esa «ética social que establecía un orden de prácticas sociales y convertía a las creencias religiosas en un objeto útil»37. La religión pasaba a ser un ejercicio privado e individual y la política tomaba su papel público. Sin embargo, en el contexto católico, las obras «normativas» de los jesuitas y su modelo de virtudes para el laico seguían fuertemente vinculados con los códigos de creencias y con la idea de una autoridad religiosa que debía ser obedecida ciegamente. En la Vida de Salvadora, y en las otras de tres beatas que escribieron los jesuitas novohispanos, la obediencia se convertía en una virtud central que inmunizaba a los fieles contra el individualismo burgués y el secularismo estatal, perversiones que estaban contaminando a la sociedad moderna. Frente a las beatas visionarias poco sumisas a los dictámenes de sus directores de conciencia y entregadas a un individualismo exacerbado, los hagiógrafos de la Compañía propusieron una vida de sumisión y obediencia a los dictámenes de los confesores y el ejercicio de virtudes colectivas y personales (como la caridad y la paciencia). Por otro lado, el modelo femenino de obediencia se proponía mucho más estricto que el masculino, pues desde el pecado de Eva la naturaleza de las mujeres las llevaba a estar más inclinadas al mal. La hagiografía, a pesar de los cambios que había traído consigo la aparición del mundo laico, reflejaba el viejo prejuicio sobre la superioridad de un género sobre el otro y que las mujeres eran más proclives a la desobediencia que los hombres. La Compañía de Jesús y sus discursos hagiográficos jugaron un importante papel en la creación de una casuística exhaustiva de los pecados y de las virtudes que debían regir todas las conductas femeninas. Ellos construyeron la propuesta católica más coherente de una ética que se enfrentara al proceso de secularización que estaba viviendo el Occidente en el Siglo de la Luces38.

Nuevas devociones y cambios en las creencias

Con las transformaciones que trajo consigo la presencia de los laicos en la vida religiosa, las dos percepciones contrastadas de Dios que habían convivido a lo largo de más de un milenio comenzaron a diferenciarse y a distanciarse. Aunque siguió vigente la visión del Señor de los ejércitos vengativo y justiciero del Antiguo Testamento y del Apocalipsis, que por causa del pecado condenaba a la mayor parte de la humanidad a un infierno eterno, la presencia del Dios providente y amoroso de los evangelios y las epístolas paulinas fue ganando terreno. Esta divinidad, tolerante con las debilidades humanas y dispuesta al perdón y al auxilio del pecador, se volvió más cercana a los hombres, más comprensiva de las necesidades de una sociedad diversa y compleja. El proceso de humanización de la divinidad, que se venía dando desde el siglo XII, era ya para el siglo XVII irrefrenable. Esto trajo como consecuencia lógica una moralidad menos estricta que la monacal, imperante durante siglos, y más acorde con las prácticas seglares que dictaban las normas de los nuevos tiempos. El espíritu pragmático de la Compañía de Jesús supo adecuarse muy bien a esas necesidades con sus posturas probabilistas consideradas laxistas por los moralistas más radicales39. Sin duda en este proceso tuvo también un fuerte peso el aplazamiento del Juicio Final a una fecha indeterminada y a un futuro lejano, lo que se dio como consecuencia de una percepción cada vez más secularizada del tiempo y de las posibilidades de desarrollo de la humanidad en su vida terrenal.

En ese contexto debemos entender el extraordinario avance que a lo largo del siglo XVII tuvieron las creencias en el purgatorio y las prácticas asociadas con él. Este avance propició la multiplicación de indulgencias, las facilidades para obtenerlas y las promesas de aminorar sus penas gracias al uso de escapularios, rosarios y bulas de cruzada, a las visitas a templos y altares, a las prácticas durante los jubileos o la participación en privilegios papales concedidos a las archicofradías y compartidos por sus hermandades asociadas40. Para los siglos XVI y XVII, una abundante literatura y numerosas pinturas describían ese espacio cavernoso donde grupos de hombres y mujeres con los torsos desnudos, algunos de ellos portando un símbolo de su jerarquía (corona, mitra, tiara), se mostraban sumergidos en el fuego purgativo, con expresiones de un dolor mesurado en el rostro y mirando anhelantes al cielo en espera de su redención. Arriba de ellos, la Trinidad rodeada de los ángeles y de varios santos intercesores (Francisco, Domingo, Gertrudis, Teresa) o las vírgenes del Carmen o del Rosario portando escapularios o rosarios como objetos salvíficos, parecían esperar a las ánimas que habían cumplido con su condena y que unos ángeles llevaban al cielo. Es muy significativo que en el mundo católico del siglo XVIII la presencia de un mesurado purgatorio se hiciera más extensiva, consecuencia de una concepción que veía a Dios como un ser más inclinado al perdón que al castigo41. No obstante, la predicación sobre las penas en un infierno cruel y violento nunca desapareció, y obras como la del predicador jesuita italiano Paolo Segneri (1624-1694), El infierno abierto al christiano, tuvieron una gran difusión a ambos lados del Atlántico.

Esa misma actitud humanizada de la divinidad se puede observar en las nuevas devociones promovidas a principios del siglo XVIII por los jesuitas desde Italia, Bohemia y España durante sus campañas misionales y llegadas a todas las regiones católicas donde la Compañía tenía presencia, sobre todo en América y Filipinas. Son especialmente notables, como señalamos arriba, la de los Siete Príncipes, que incluía, además de Miguel, Gabriel y Rafael, a cuatro arcángeles apócrifos. Su culto, a pesar de las censuras inquisitoriales, se hizo muy extensivo en Nueva España en el XVIII, desde Puebla y Oaxaca hasta Michoacán y el Bajío. Esto explicaría que la capilla de San Miguel en la catedral de México pasara a ser conocida como de los Santos Ángeles luego de su incendio en 1711 y su reconstrucción a partir de 171342. En el templo de Regina, anexo a un convento de monjas concepcionistas, un retablo dedicado a los arcángeles daba de nuevo cuenta de la expansión de la devoción en la capital en esas primeras décadas del XVIII; en Oaxaca, una capilla que sirvió de templo para el recién inaugurado monasterio para indias cacicas de la ciudad (1782) estaba dedicada desde 1744 a los Siete Príncipes. Por otro lado, en la Semana Santa de la capital, el Santo Entierro era acompañado por esculturas de los siete arcángeles portando los emblemas de la Pasión y su cuidado estaba a cargo de la archicofradía de la Santísima Trinidad43. Estos intercesores y protectores celestiales no solo daban a las masas esperanzas de una salvación inminente, sino que sacralizaban también el orden jerárquico de la sociedad.

El interés de los jesuitas por difundir esa devoción fue consecuencia de su promoción para venerar al ángel de la guarda, tema en que se puede ver la expansión del proceso de individuación en Occidente. Aunque su presencia teológica se dio desde el siglo XII con Pedro Lombardo, fueron los jesuitas Roberto Belarmino y su discípulo Luis Gonzaga quienes difundieron el culto al ángel guardián gracias a unas meditaciones en las que se insistía en la total entrega a su guía. Por esos años finales del siglo XVI se creaba en el templo del Gesú en Roma la primera congregación del ángel guardián, y el tema fue recurrente en los miembros de la Compañía en todos los lugares donde tenían colegios, asociando siempre su culto con la castidad que debían guardar sus estudiantes. El jesuita flamenco Cornelius a Lapide (1567-1637) fue uno de los mayores difusores de historias sobre el ángel guardián, sobre todo porque era uno de los dogmas negados por Calvino. Ellos protegían de las tentaciones y de los peligros, acompañaban a las almas en el purgatorio y comunicaban a los hombres los designios de Dios, sin embargo no podían forzar la voluntad de sus protegidos. En ese momento estaba en boga la disputa entre los tomistas dominicos y los probabilistas jesuitas que propugnaba por una concepción voluntarista del libre albedrío. Para algunos autores la expansión del culto al ángel guardián debe insertarse en esa polémica en la que Dios ayudaba con su gracia a los hombres a través de estos colaboradores, pero no forzaba a nadie a seguir el camino de la virtud, pues dejaba al hombre en total libertad44.

Fueron también los jesuitas, especialmente notables por su actividad en la promoción de devociones novedosas, quienes introdujeron en Nueva España el culto a dos advocaciones marianas de origen italiano. La primera, la Virgen de la Luz, fue una imagen, promovida en 1723 por el padre Antonio Genovese en Palermo, que muestra a María tomando por la mano a un pecador que está a punto de caer en las fauces infernales, mientras que su hijo juguetea con los corazones de los fieles que un ángel le ofrece en una canasta45; la segunda, la Virgen del Refugio, culto fundado por el padre Antonio Valdenucci en 1703, exaltaba la maternidad protectora de María y su poder intercesor, daba seguridad ante las adversidades y proponía una visión muy benevolente de la divinidad46. Ambas imágenes fueron utilizadas en los recorridos misioneros por el sur de Italia, consiguiendo numerosas conversiones, y llegaron a Nueva España teniendo una gran difusión en el centro y el norte gracias a imágenes y grabados difundidos por los jesuitas y los franciscanos de los colegios de Propaganda Fide. Estos últimos comenzaron a asociar a la Virgen del Refugio con la Peregrina de Sahagún (devoción que trajo fray Antonio Linaz, fundador del colegio de Querétaro) y la representaban portando las veneras de Santiago y salvando pecadores de las fauces de siete monstruos con los nombres de los pecados capitales, clara alusión al carácter moral que se atribuía a esa advocación: Refugium Pecatorum47.

Junto con esas imágenes, los jesuitas también se dieron a la tarea de promocionar varios de sus santos «modernos», como respuesta a las campañas de difamación que sus enemigos estaban implementando en toda Europa. La canonización de san Luis Gonzaga y san Estanislao de Kostka en 1726 proponía un nuevo modelo no contemplado hasta entonces, el del santo adolescente casto y obediente quien, a pesar de su corta edad, había alcanzado la madurez de las virtudes propias de la santidad adulta. En sus vidas, propuestas como modelos para los jóvenes estudiantes de los colegios jesuíticos, no se exaltaba el sufrimiento y la tristeza desarrollados por la hagiografía barroca, sino la alegría, consecuencia lógica del ejercicio de la virtud, algo que estaba muy de acuerdo con la nueva mentalidad burguesa. Fernando de la Flor considera estos modelos como antecedentes de la pedagogía ilustrada y como un hito importante en el proceso de disciplinar por medio de la educación48.

Un segundo ejemplo de estos santos «modernos» lo tenemos en san Juan Nepomuceno, canonizado en 1729 como una promoción de los jesuitas checos; este canónigo de la catedral de Praga y confesor de la reina, quien en el siglo XIV había sido ahogado en el río Moldavia por resistirse a los caprichos del celoso rey Wenceslao, deseoso de averiguar los secretos de su mujer, fue el instrumento para una intensa campaña contra el avance de los protestantes en el centro de Europa. Cuando la devoción a este santo llegó a Nueva España gracias a unos misioneros silesios en California, diferentes corporaciones (como la universidad, el seminario, el colegio de abogados y la audiencia) lo acogieron como su protector, obteniendo su culto un enorme éxito. En 1733 los jesuitas publicaban en México una traducción de su vida escrita en italiano por Francesco María Galluzi. Sus devotos, mayoritariamente mercaderes y funcionarios, caballeros y damas encumbrados, solicitaban de él ayuda contra la maledicencia, la calumnia, la murmuración y la difamación, actividades de las que los jesuitas y sus seguidores eran a menudo víctimas. No es gratuito que la primera cofradía dedicada a este santo fuera fundada por abogados y ministros de la audiencia de México, entre ellos Juan Manuel de Oliván, jurista y asesor de virreyes. Tampoco lo es que Nepomuceno haya sido uno de los santos que, junto a San José y la Virgen de Guadalupe, recibieron una mayor difusión en imágenes y retablos a todo lo largo del siglo. Incluso, después de la expulsión de los jesuitas, este santo, que fue víctima de un monarca injusto en la Bohemia del siglo XIV, se volvió emblema de la crítica americana contra el despotismo de Carlos III, victimario de una orden «martirizada» por la maledicencia y la injusticia49.

También muy difundida por la Compañía, pero compartida con los benedictinos y el clero secular, fue la devoción a Gertrudis de Helfta, santa alemana del siglo XIII cuya popularidad aumentó considerablemente como abogada de las ánimas del Purgatorio (fig. 1), como contraparte de su coterráneo, el hereje Martín Lutero, y como una de las primeras promotoras del culto al corazón de Jesús. Las numerosas novenas y cofradías dedicadas a ella en todo el ámbito americano del XVIII y sus incontables imágenes en las que aparece representada en amorosos coloquios con el niño Jesús, e incluso amamantándolo, la convirtieron en una de las santas más populares de la nueva sensibilidad emotiva característica de la catolicidad en el Siglo de las Luces50.

Figura 1 Santa Gertrudis amamanta al niño Jesús. Iglesia de la Soledad. Ciudad de México. Foto propiedad de Doris Bieñko. 

El extendido culto a santa Gertrudis no puede entenderse si no se lo asocia con la devoción jesuita al Sagrado Corazón. Esta fue sin duda la muestra más clara de ese cambio de sensibilidad que sustituyó al Cristo juez del Apocalipsis o al Cristo sufriente de la Cruz por una imagen feminizada que privilegiaba los rasgos amorosos de una emotividad exaltada y la asociaba con la presencia real de Cristo en la eucaristía. Aunque de origen medieval, la devoción al corazón de Jesús en la época moderna se debió a la difusión de las visiones de la monja francesa Margarita María Alacoque y a su director espiritual, el jesuita Claudio de la Colombière, quienes entre 1673 y 1684 propagaron la imagen del corazón en llamas y coronado de espinas como símbolo de amor de Cristo hacia la humanidad, y la práctica de la comunión en su honor los primeros viernes de mes. En 1760 el pintor Pompeo Batoni hacía para la iglesia madre de los jesuitas en Roma la primera imagen moderna del tema: el corazón dejaba de ser una entidad flotante y autónoma y se introducía en el cuerpo de un Jesús de mirada dulce y apacible. Pronto al de Jesús se unieron los corazones de José y María y se les vinculó con la Eucaristía (el Corpus Christi), ambas relacionadas con el amor de Cristo por la humanidad51.

La nueva devoción fue impugnada por los dominicos y, sobre todo, por los jansenistas, grandes enemigos de los jesuitas, que estaban en contra de las visiones místicas y de la comunión frecuente. El mismo papado se mostró reticente para aceptar el nuevo culto, que no fue aprobado oficialmente hasta 1765 por Clemente XIII, a dos años de la expulsión de los jesuitas del imperio español. Aunque el tema no era nuevo —se remontaba, como vimos, a las monjas visionarias del siglo XIII como Gertrudis de Helfta—, su representación cambió profundamente desde fines del siglo XVII, como lo ha mostrado Leonor Correa, pues de ser un mero objeto metafórico se convirtió en una víscera, con sus venas y arterias, bajo la influencia de los nuevos descubrimientos de Harvey sobre el sistema circulatorio52. Esa misma relación entre ciencia y arte se ve en el tratamiento dado al heliocentrismo que, como lo han mostrado Víctor Mínguez e Inmaculada Rodríguez, sin estar abiertamente aceptado fue utilizado de manera exhaustiva como metáfora de la monarquía terrenal y, por extensión, de la celestial53. Cristo era representado como el sol de justicia y centro del universo que iluminaba todos los planetas, atribución basada en una profecía de Malaquías (4,1). En un caso similar estaban las imágenes de María Inmaculada, en las que aparecía la luna con sus cráteres, observados desde los tiempos de Galileo por medio del telescopio.

Uno de los temas que desde el siglo XII permitió la asimilación de los seglares a la esfera religiosa fue el de la Sagrada Familia. Para el XVII ya estaba muy difundido y por su medio se fortaleció la figura del patriarca san José, uno de los más populares patronos de las ciudades novohispanas desde el siglo XVI, a quien se le llegó a llamar «el poderosísimo patrono de todo el linaje humano». Las representaciones de este intercesor de la buena muerte y de la castidad en el matrimonio fueron sin duda un importante elemento en la conformación de una visión más emotiva de la paternidad y un vehículo eficaz para la conformación de un ideal laico. Como lo estudió Jorge Luis Merlo, la gran expansión del culto a san José en el siglo XVIII novohispano fue creando representaciones de nuevas devociones, fomentadas por las numerosas cofradías dedicadas a este santo, y copiando las marianas como la de san José de la Luz, el Sagrado Corazón de José y otras54. Se expandió también en este periodo una interesante devoción al José virrey que administraba los bienes espirituales de su hijo en la tierra. Jaime Cuadriello, quien ha estudiado esta iconografía, registra la gran difusión de estas imágenes en Nueva España, a menudo coronadas, en las que san José era comparado con el casto José, el virrey de Egipto del Antiguo Testamento55. La gran devoción a este santo en México llevó al recién electo obispo de Yucatán, Juan Ignacio Castorena, a solicitar a Roma en 1729 que se concediera una fiesta al nacimiento de san José, independiente de su celebración anual, como la que tenía san Juan Bautista, pues ambos habían sido santificados antes de nacer por gracia especial de Dios y antes de que Cristo llegara al mundo56.

Ya desde el siglo XV dos personajes más se agregaron a la llamada Trinidad terrenal: los abuelos de Jesús, Joaquín y Ana, padres de María. Una novedad sin embargo fue que a las tradicionales escenas de la huida a Egipto y el taller de Nazareth se añadieron tres más: la comida familiar de los cinco señores (fig. 2), el nacimiento de la Virgen (fig. 3) y santa Ana enseñando a la María niña a leer (fig. 4). En los tres tipos de pinturas, de una expresiva cotidianidad, era clara la alusión a los hogares de los laicos acomodados. En la primera, el frugal alimento representado en la mesa (huevos estrellados y chiles) contrastaba con las suntuosas viandas que les traían los ángeles. Tales escenas, pintadas para las capillas de Loreto (devoción muy difundida por los jesuitas que pretendía ser la legendaria casa de Nazareth), iban dirigidas a los sectores sociales que comían en mesas y respondían al modelo de familia nuclear propio de las elites.

Figura 2 Banquete de Jesús con sus padres y abuelos. Luis Berrueco. Catedral de San José de Tula, Hidalgo. Tomado de: Varios autores. Parábola novohispana. Cristo en el arte virreinal. México: Banamex, 2000, p. 58. 

Figura 3 Nacimiento de la Virgen. Luis Berrueco. Museo del exconvento de Santa Mónica. Puebla. Foto cortesía del mismo museo. 

Figura 4 Cuadro enconchado sobre la educación de María. Anónimo. Museo LACMA. Los Ángeles, EE.UU. Tomada de: Varios autores. Pintura y Vida cotidiana. México: Banamex, 1999, p. 117. 

Esa misma cotidianidad se puede observar en los numerosos cuadros que representaban el nacimiento de la Virgen o de Santo Domingo, en los que la madre recién parida se mostraba rodeada de nodrizas, comadronas y sirvientas que la atendían como a una buena burguesa. Aunque el tema venía siendo representado desde el Renacimiento, a partir del Barroco las decoraciones interiores del recinto donde estaba la recién parida se volvieron más cercanas a aquellas de las casas de los ricos57. Por último, desde el siglo XVII comenzó a difundirse la escena en la que santa Ana enseña a leer y escribir a la Virgen niña en un cómodo y acogedor ambiente doméstico lleno de cojines y rico mobiliario. A pesar de que el tratadista español Francisco Pacheco condenó esa representación en su Arte de la pintura por parecerle absurda (pues María había nacido con la ciencia infusa y con una sabiduría ingénita), el tema tuvo una cierta difusión en España y América y refleja la nueva actitud hacia la educación femenina58.

Por otro lado, las representaciones de la paternidad con san Joaquín y san José cargando a los infantes María y Jesús son muestra de los profundos cambios que están experimentando los papeles o «roles» masculinos y femeninos en esta sociedad cada vez más secularizada59. Para el siglo XVIII este tipo de representaciones se vio reforzado con las nuevas actitudes pedagógicas hacia los niños y con una novedosa sensibilidad que promovía valores entre los varones que antes se consideraban exclusivos de las mujeres, como la atención de los recién nacidos. En un cuadro que se encuentra en el Museo Nacional del Virreinato en Tepotzotlán del pintor Nicolás Enríquez se puede observar a san Joaquín con la Virgen niña en sus brazos en una actitud que podríamos calificar de «maternal» (fig. 5)60.

Figura 5 San Joaquín carga a la Virgen Niña. Nicolás Enríquez. Museo Nacional del Virreinato, Tepotzotlán, Estado de México. Tomado de: Pintura novohispana, Museo Nacional del Virreinato, 3 vols. México: INAH/Instituto Mexiquense de Cultura/CONACULTA/Asociación de amigos del MNV, 1996, v. III, p. 50. 

Este trastocar de los papeles atribuidos a hombres y mujeres se puede observar también, y con más notoriedad, en las figuras femeninas que muestran gestos de masculinidad como el liderazgo espiritual, la preparación teológica o la predicación pública. Ejemplo de lo primero fue la advocación de la Virgen como Divina Pastora, un culto difundido por el capuchino fray Isidoro de Sevilla en 1703 y que daba a María una posición que, hasta fines del siglo XVII, solo ostentaba Cristo, y por su delegación el papa, los obispos y los abades, hombres considerados como únicos guías y protectores del rebaño de los fieles61. En cuanto al ejercicio de la teología universitaria, que implicaba la obtención de grados, desde muy temprano en el siglo XVIII los carmelitas novohispanos comenzaron a representar a santa Teresa con el birrete doctoral propio de los teólogos, notable en una orden que nunca tuvo presencia universitaria y en una santa a quien la Iglesia concedió el grado de doctora hasta el siglo XX (fig. 6). Hay incluso grabados y pinturas que la representan como madre de la Iglesia, equiparándola a san Agustín o santo Tomás. Muy posiblemente gracias a su influjo se hizo cada vez más común representar a santas escritoras (Catalina de Siena, Catalina de Alejandría y sor María de Ágreda), un tema iconográfico imposible cien años atrás. Por último, a pesar de que las mujeres fueron excluidas de la predicación pública, hay grabados franciscanos en los que la madre Ágreda se muestra predicando a los indios, remembrando una visión que la misma monja contó a uno de sus confesores franciscanos y que se difundió enormemente en Nueva España, como parte de los discursos promocionales de la labor misionera de los colegios de Propaganda Fide62.

Figura 6 Cuadro de ánimas con santa Teresa con birrete y san Miguel. Detalle. Cristóbal de Villalpando. Iglesia de Santiago, Tuxpan, Michoacán. Tomada de: Varios autores. Cristóbal de Villalpando. México: Banamex, UNAM, 1997, p. 322. 

Fue precisamente esta religiosa la que propició la extraordinaria difusión de los temas de la infancia de Jesús y de la actividad materna cotidiana de la Virgen con su libro Mística ciudad de Dios, finalmente autorizada para su lectura por Benedicto XIII en 1729 al reabrirse su cuestionado proceso de beatificación. Con ella se dio la canonización, no sin conflicto, de las narraciones de los evangelios apócrifos y las volvió fuente de inspiración, pues habían sido descritas a la monja por la misma Virgen. Esa humanización de las figuras principales del panteón celestial cristiano afectó también a las representaciones de los santos. Era canónico mostrarlos hieráticos en los tiempos anteriores, pero el siglo XVIII ha dado lugar a atribuirles gestos muchos más desparpajados, como el estar sentados con las piernas cruzadas, como se les puede ver en un retablo de la parroquia de Atlixco. Estas manifestaciones de acercamiento llegan a verdaderos excesos, como pintar a los donantes comiendo y departiendo con sus santos patronos y con el mismo Cristo (fig. 7). Con estos seres celestiales que disfrutaban de los placeres sencillos de la cotidianidad la burguesía podía sentirse segura de su salvación y complacida con su forma de vivir.

Figura 7 Cena mística de una señora con Jesús, san Pedro de Alcántara y santa Teresa. Gaspar Muñoz. Colección particular. Denver, EE.UU. Tomada de: Varios autores. Pintura y Vida cotidiana. México: Banamex, 1999, p. 104. 

Esta actitud contrasta con la cultura barroca española, que tuvo una fuerte inclinación por el sentido trágico de la vida, como lo ha mostrado Fernando de la Flor63. El mundo es un valle de lágrimas, todo es vanidad y la calavera era su emblema. Pero desde fines del siglo XVII un sentimiento más optimista comienza a invadir el mundo católico, tema muy vinculado con la laicización. Al discurso clerical sobre el abandono y el desprecio del mundo parecería responder un sentimiento de alegría de vivir y de las bondades del amor humano, que por supuesto no es nuevo en la cultura occidental cristiana; se percibía ya como una característica de los renacimientos desde aquel del siglo XII del que hablaba Erwin Panofski, hasta los siglos XV y XVI y que muchos han atribuido al redescubrimiento de la cultura clásica64. Esa actitud gozosa, relacionada con el bienestar corporal y con los placeres simples de la vida, también comenzó a penetrar el sentimiento religioso que era tan proclive al pesimismo y al desprecio del cuerpo. Desde principios del siglo XVIII la flagelación pública se consideró un acto vulgar y supersticioso y la búsqueda del sufrimiento, como algo antinatural en el hombre. Esta visión no desplazó sin embargo a la otra, y en realidad ambas concepciones convivían. Junto a la veneración a la Virgen de los siete dolores se comenzó a dar culto a la de los siete gozos, en la que las azucenas habían sustituido a las espadas65. Paula Mues señala que a fines del siglo XVII este culto se expandió en Puebla en el círculo del obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, promovido por el clérigo Ignacio Asenjo. En sus sermones y en los del mercedario fray Miguel de Torres se insistía en el paso del dolor al gozo como parte de la vida humana, tema tratado también en las Antilogias, texto del obispo Santa Cruz editado en Lyon, en el que se intentaba conciliar los contrarios u opuestos en la Biblia. Para Paula Mues, «esta idea de conciliación quizás explica la manera en que la celebración anual de la Virgen de los Gozos en la catedral poblana funcionaba también como memorial del difunto prelado. La fiesta coincidía con su aniversario luctuoso, y principiaba con un lamento que daba paso a los alegres villancicos de los gozos» (fig. 8)66.

Figura 8 La Virgen de los Gozos con Ignacio Asenjo como donante. Pascual Pérez. Museo del exconvento de Santa Mónica. Puebla. Foto cortesía del mismo museo. 

Esa corporeidad placentera también invadió los espacios celestiales, y en las meditaciones propuestas por los jesuitas Gabriel Henao, Luis Henríquez y Martín de Roa se proponían descripciones sensitivas del Empíreo con música exquisita, sabores llenos de dulzura, fragancias aromáticas, blancos y luminosos ropajes, ricas joyas, danzas angélicas, besos y abrazos con los bienaventurados e incluso festivos y «placeros saraos»67. Aunque las descripciones de la gloria eterna en los ejercicios de san Ignacio, tan ricos en recursos sensibles, se reducían a breves y superficiales comentarios al referirse al cielo, las escritoras místicas difundieron con sus visiones un paraíso de gran sensualidad. Sor Ana de San Agustín, compañera de santa Teresa, dejó una serie de descripciones del cielo y del infierno (impresas en Madrid en 1668 por el carmelita fray Alonso de San Jerónimo) en las que daba una visión jerárquica y pormenorizada de la Jerusalén celeste, con las fuentes y flores de sus jardines, los trajes que llevaban ángeles y santos, y la manera como lucían Jesús y María en sus tronos de gloria. En todo el imperio español monjas y beatas utilizaron imágenes inspiradas en las compositio loci ignacianas para describir sus visiones celestiales. Dicha obra la reeditó en México en 1731 el obispo de Yucatán Juan Ignacio Castorena y Ursua, quien, como vimos, fue un gran promotor de la obra de la madre Ágreda68. Este brillante zacatecano, fundador de la Gaceta de México, mientras fue director de ella dio continuas noticias de tipo religioso (fiestas, procesiones, consagraciones de templos, etc.) y al final de cada número un anexo con las nuevas publicaciones que acababan de salir en México o que venían de España, costumbre que continuó su sucesor Juan Francisco Sahagún de Arévalo. Su Gaceta, sus publicaciones y sus relaciones sociales con clérigos y laicos estaban reflejando la vitalidad que tenía ese creciente afán de los sectores clericales letrados por fomentar en los seglares de las elites la nueva religiosidad.

Sin duda tales cambios eran propiciados en parte por una nueva percepción del tiempo futuro y del Apocalipsis. Mientras el Juicio Final divino se volvía cada vez más lejano, se hacía inminente la presencia de un milenio terrenal en el cual el hombre tenía una gran participación. En Nueva España ese ambiente se veía reforzado por la creciente devoción que se daba, precisamente en este cambio de siglo, a tres imágenes con fuertes cargas apocalípticas: san Vicente Ferrer, san Francisco de Asís y la Virgen de Guadalupe. No es gratuito que estos dos últimos personajes aparezcan representados en el centro de la portada del templo del Colegio de Guadalupe en Zacatecas, donde un san Francisco alado ha tomado el lugar del ángel tenante que sostiene a la Virgen.

Desde el siglo XVI la misión franciscana en América se había contemplado como el cumplimiento de la esperanzas escatológicas de un reino milenario formado por frailes e indios; a pesar de su fracaso (a causa de las mortales epidemias y los conflictos con los obispos), el ideario apocalíptico franciscano no desapareció y en varios cuadros y esculturas san Francisco fue representado como el ángel que encadenaría al Demonio por mil años, tema que venía desde san Buenaventura. Muy posiblemente por la influencia franciscana, los dominicos también representaron a uno de sus santos como ángel apocalíptico, san Vicente Ferrer, cuya imagen alada tuvo una enorme difusión en grabados y pinturas en la Nueva España de entre siglos69.

Los santos alados de franciscanos y dominicos se insertaban en los programas de propaganda corporativos de las dos órdenes mendicantes. En cambio, el tema de la Virgen de Guadalupe se volvió «universal» en todo el reino. En la pluma de los escritores criollos, tanto religiosos como seculares, esta manifestación del favor divino había convertido a México, la Jerusalén de María, en una ciudad santa que con sus virtudes y su armonía respondía perfectamente al modelo de la ciudad celestial. Además del geométrico urbanismo que compartían en su traza ambas ciudades, la Jerusalén/México y la de arriba eran realidades que se remitían a la renovación de los tiempos mesiánicos, cuando la acción de Dios transformaba la creación. Ambas eran ciudades de elección divina y la segunda, México, era asimilada a la tierra prometida, al igual que su conquista por los españoles lo era a la de Canaán por los judíos. El sentido escatológico y didáctico del tema de Jerusalén sacralizaba una tierra que hacía dos siglos había estado sometida a la idolatría y al Demonio. Nada más opuesto a la visión barroca tradicional, que consideraba la realidad visible como ilusoria apariencia llena de inestabilidad y de desgracias. En la visión criolla, México Tenochtitlan quedaba idealizada y se convertía en un ámbito seguro y estable gracias a la presencia de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen era sostenida por el mismo san Miguel, el guerrero vencedor de las idolatrías. Con esta imagen, las expectativas escatológicas de corte pesimista quedaban atrás para dar lugar a una visión optimista, la de un reino protegido por la divinidad, por la Virgen María y por san Miguel, en el cual se restauraba el paraíso primigenio en la tierra y las fuerzas del mal quedaban vencidas70.

Epílogo

Como hemos podido advertir, desde las décadas finales del siglo XVII y las primeras del XVIII la religiosidad católica novohispana, que participaba de muchos rasgos de la europea, había insertado numerosos temas definibles como «aburguesados»: la secularización de la vida, manifestada en la búsqueda del placer y el gozo como algo positivo y en una invasión de los valores profanos en el ámbito de lo sagrado; el trastrocamiento de los papeles tradicionalmente atribuidos a hombres y mujeres; un cierto aprecio por los avances científicos, que comenzaron a influir en las metáforas y representaciones religiosas; y la casuística jesuítica, que fue introduciendo un difuso relativismo moral al adaptar la norma a las necesidades burguesas en materias tales como el placer, el dinero o el poder. No podemos sin embargo olvidar que tales cambios eran solo rasgos aislados en una sociedad en la que reinaba un fuerte conservadurismo y un rigorismo moral que se escandalizaba ante esta intromisión de lo profano en lo sagrado. Como lo ha mostrado de manera magistral Julio Caro Baroja para España, junto a figuras del probabilismo moral como Antonio de Escobar y Juan Caramuel, otros autores (varios de ellos dominicos, pero también jesuitas) atacaron duramente hasta el siglo XVIII a los «modernos» moralistas que exponían a las almas al peligro de condenarse eternamente71.

Aunque en la Nueva España que transitaba entre el siglo XVII y el XVIII ya se dejaban ver los ecos de posturas menos rigurosas, el ambiente religioso general era de una gran rigidez. El aumento de los sermones en los que se lanzaban diatribas contra los escotes de los vestidos de las mujeres, contra los lujos, las joyas y las fiestas galantes, contra los juegos de azar y las obras de teatro, estaba inmerso en un mundo en el que comenzaban a manifestarse los comportamientos, poco «edificantes», de una incipiente «burguesía» con acceso a los bienes suntuarios y a un nivel de vida de molicie72. A mediados del siglo XVIII el oratoriano Felipe Neri de Alfaro creaba el santuario de Atotonilco como un lugar de arrepentimiento y de dolor purificador, donde aterradoras pinturas hacían visibles las amenazas de una condenación eterna en el infierno para los pecadores; su fundación y éxito entre las capas medias en el Bajío eran claras muestras de que ese cristianismo trágico, doliente y pesimista estaba todavía fuertemente arraigado en la conciencia de algunos novohispanos73. De hecho, toda la literatura devocional y las prácticas, así como las nuevas propuestas iconográficas, iban dirigidas a forzar meditaciones que buscaban transformar las conciencias hacia la conversión moral y a una interiorización de la culpa, dentro de una sujeción absoluta a los confesores y directores espirituales.

En la tónica de esa religión no solo era criticable la relajación moral de los grupos que tenían acceso a la alfabetización, a los colegios jesuitas y a las hermandades de prominentes; sus más enconadas diatribas iban dirigidas contra los excesos que cometía la plebe urbana, la cual contaminaba con su irreverencia incluso prácticas tan devotas y edificantes como la del Via Crucis. Desde el arzobispo Juan Pérez de la Serna en el siglo XVII hasta los prelados Manuel Rubio y Salinas y Alonso Núñez de Haro a mediados del XVIII insistían en que la devoción pública de rezar las estaciones de la pasión de Cristo se prestaba a grandes deshonestidades, por la promiscuidad de la asistencia y porque muchos llegaban embozados, «con gran ruido y chacota», como si estuvieran en el carnaval74. Tales comentarios nos muestran cuán grande era la distancia entre la norma y la práctica, y que en cuestiones de moral y de devociones había una enorme gama de comportamientos entre los fieles católicos de Nueva España.

Por otro lado, a pesar de que en ella había lectores de los autores críticos españoles hacia la milagrería popular, como Nicolás Antonio, Juan de Ferreras, el Marqués de Mondéjar, Benito Jerónimo de Feijoo o Gregorio Mayans, su presencia no inhibió ni afectó el desarrollo de una prolija literatura de prodigios alrededor de las imágenes milagrosas que seguía teniendo numerosos seguidores y promotores, quienes las consideraban murallas y bastiones contra todos los males, pero ahora descritos con una prosa sencilla y directa75. De nuevo vemos en este tema los contrastes de una sociedad cambiante; para los autores novohispanos del XVIII, la devoción popular a las imágenes milagrosas no era contraria a la sensibilidad religiosa en boga y ambas necesitaban utilizar un lenguaje acorde con los nuevos tiempos, depurado, simple y libre de los abigarrados retruécanos propios de la prosa y los sermones de la retórica barroca. Un autor jesuita del XVIII, Juan Antonio de Oviedo, podía decir en 1755 en el prólogo al Zodiaco Mariano, y marcando el contraste con el padre Florencia que había iniciado la obra: «El estilo que observo es meramente historial, claro y conciso, sin metáforas, hipérboles y ponderaciones que suelen muchas veces, o suspender y confundir la narración, o hacer la verdad sospechosa»76.

Todos los temas tratados hasta aquí nos llevan a replantear la religiosidad como un proceso dinámico que está inserto e influido por los cambios sociales y por las realidades regionales. Las generalizaciones que se han venido utilizando hasta ahora, sobre todo las que dan un papel determinante a las reformas borbónicas y a la ilustración, no dan cuenta de un fenómeno complejo que viene desde las últimas décadas del siglo XVII; desde entonces, un nutrido sector de clérigos y laicos, insertos en una tupida red de vínculos corporativos y clientelares, fungían como emisores, mecenas y receptores de prácticas, publicaciones, obras artísticas y festividades que trasmitían nuevos valores, normas y símbolos. Es también necesario repensar las viejas posturas historiográficas, tanto las apologéticas como las anticlericales, acerca de una religiosidad impuesta desde los aparatos eclesiásticos sobre unos laicos pasivos y sumisos a sus dictámenes. Lo que descubrimos es, al contrario, un continuo diálogo en el cual los sectores clericales y sus fieles estaban influyéndose mutuamente. Esta situación dinámica, que ya había sido observada por la antropología histórica en las comunidades aborígenes desde el siglo XVI, se encontraba también presente en las capas medias de la sociedad, las cuales insertaban en las prácticas y las devociones su propia visión de la divinidad, visión que fue aceptada y promovida por los mismos eclesiásticos. Por otro lado, frente a los postulados propuestos por una perspectiva demasiado simplista de la religiosidad sincrética de los grupos indígenas, nos damos cuenta que muchos de ellos, sobre todo los más cercanos a los ámbitos urbanos, también se vieron influidos por las nuevas devociones religiosas que se generaban en las ciudades y que les llegaban con la fundación de órdenes terceras y con las campañas de predicación cuaresmal. Podríamos calificar a la religión católica en el virreinato como un fenómeno pendular que se movía entre la homologación propiciada y esperada por la Iglesia y la diversidad derivada de una sociedad multiétnica y pluricultural.

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La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

2 Escamilla González (2009, pp. 105-127). Agradezco a este autor las interesantes sugerencias y aportaciones que me ha dado durante la elaboración de este artículo.

4A pesar de las cargas que el término tiene, y que remiten a los estudios marxistas sobre el capitalismo, utilizo el término «burguesía incipiente» para ese «tercer estado» cuyos miembros no poseen todavía la conciencia de ser una clase diferenciada pero aspiran a ascender socialmente y a ser reconocidos como miembros de la nobleza.

5 Aguirre Salvador (2003, pp. 90 y ss.). Este autor señala que el 40% de los graduados universitarios en el siglo XVIII decían ser nobles y que la obtención de un grado universitario confería «muchos privilegios y prerrogativas propios de la nobleza» (p. 94).

6«Relación del virrey marqués de Mancera a su sucesor (1673)», en Torre Villar y Navarro (1991, v. I, p. 583).

9Además de México y Puebla, a fines del siglo XVII existían órdenes terceras de San Francisco en 19 villas y ciudades del virreinato (Vetancurt (1982, pp. 37 y ss.).

13 Moreno Gamboa (2015, pp. 275-307). Los trabajos de esta joven investigadora (varios de ellos aún en prensa) son determinantes para comprender la importancia que tenían los libros en la promoción de devociones en Nueva España. Expreso mi agradecimiento a su generosidad por haberme facilitado aquellos de sus artículos que aún no han salido publicados y por sus atinadas sugerencias para la elaboración de este apartado.

14 Torres (1716, cap. 28, pp. 175 y ss.); Bennasy-Berling (1983, p. 116). Esta autora señala también que en Nueva España se conocían las obras de otros «extranjeros», sobre todo las de los jesuitas Roberto Belarmino y Dominique Bouhours. En español circulaban las obras de Sales Práctica del Amor de Dios (Zaragoza, 1663) y la Introducción a la Vida devota en edición de Lyon de 1672. De Roberto Belarmino, Escala para subir al conocimiento de Dios (Madrid, 1650) y Sobre las siete palabras que habló Cristo en la cruz (Lyon, 1618) (Moreno Gamboa, en prensa[a]). Estos libros aparecen en el inventario de un cajón de librero en el Portal de mercaderes en 1716.

15 O’Gorman (1939). Basado en el volumen 525 de Inquisición, este autor registra textos de Sales en las «Memorias de Libros» de la tienda de María de Benavides de 1689 y 1695. Olivia Moreno encontró además la relación de las Cartas de San Francisco en la «Memoria» que Juan López de Haro presentó en Sevilla en 1699 para llevar cajones de libros a Nueva España (comunicación personal).

16 O’Gorman (1939) registró en 1655 en la «Memoria» de los libros que tenía en su tienda Juan de Rivera nueve obras de Nieremberg. Sin embargo, la más frecuente en los inventarios y facturas era De la diferencia entre lo temporal y eterno. Crisol de desengaños con la memoria de la eternidad postrimerías humanas y principales misterios divinos.

18Ejemplos de esa literatura son El Rélox despertador de las almas devotas de José Vidal (México, 1688) y el Despertador cristiano. Cuadragésima de sermones doctrinales (Madrid, 1697, 1734) de José Barcia y Zambrano (Baz Sánchez, 2015, p. 138). Otros ejemplos de esas adaptaciones fueron: Los ejercicios espirituales de san Ignacio que el padre Antonio Núñez de Miranda publicó en 1695 para uso de las monjas junto con un diario de Prácticas piadosas. José María Genovese publicó, con el pseudónimo de Ignacio Tomay, Método para vivir a Dios solo y un Breve tratado de la vida espiritual (Moreno Gamboa, en prensa[b]). Agradezco a la autora haberme facilitado este texto aún inédito.

23 Moreno Gamboa (en prensa[a]). Esta autora señala la presencia de 28 docenas de ejemplares de Las Instrucciones espirituales (con varias ediciones en Sevilla), 25 de su Romancero Espiritual (Sevilla, 1714) y seis de su Racional Campaña de fuego (Cádiz, 1704). También se registraba una edición de Sevilla de 1701 de la tercera parte de los Romances espirituales.

25Otros textos se vieron influidos por esta importante obra, como Desagravios dolorosos de María (1726), de fray Juan Abreu, y Margarita Seráfica, de fray José de los Reyes (Moreno Gamboa, en prensa[b]).

27La problemática mención de las indulgencias en los devocionarios del Via Crucis no pasó desapercibida por el tribunal de la Inquisición de la ciudad de México. Varios ejemplares fueron a dar en los manos de los calificadores del Santo Oficio por contener «materia incorrecta». Se les imputaba prometer indulgencias sin citar las bulas o pontífices que las otorgaban, o conceder indulgencias falsas (Archivo General de la Nación México, Ramo Inquisición, v. 639, exp. 8).

28El cura Juan Meléndez Carreño de Pátzcuaro solicitó y consiguió que todos los sábados se cantara a coros el Rosario por las calles de la ciudad acompañado de música y luces de faroles en honor a la Virgen de la Salud (Sarmiento, 1742; México, Colegio de San Ildefonso, 1765; Toussaint, 1942, p. 242).

29En el siglo XVIII se publicaba el libro Modo de andar la Via Sacra sacado de la Mystica Ciudad de Dios por uno de los padres fundadores de el Colegio Apostólico de Querétaro (Moreno Gamboa, en prensa[b]).

35«Nombre de los autores de cuios escritos se ha sacado este libro», en Serrano (1707, s.p.).

36Utilizo la edición de Paredes (1791). Ver Tanck de Estrada (1999, p. 409).

39Los probabilistas insistían en que en caso de duda ante la elección de la conducta moral correcta, debía seguirse la hipótesis más probable, siempre que esta fuera avalada por un teólogo prestigiado. Algunos teólogos dominicos y los jansenistas tacharon esta postura de laxismo, pues fomentaba la ambigüedad moral. El tema fue especialmente conflictivo en relación con la aceptación de los ritos chinos y malabares promovidos por los misioneros jesuitas. Para ampliar el tema, véase la primera parte del reciente libro de Mayer Celis (2015, pp. 23 y ss.).

44 Johnson (2006, pp. 191-213). Este autor señala que para Lapide el ángel que libró a san Pedro de su prisión o san Rafael, que era el de Tobías, tenían el carácter de guardianes. Estos ángeles pertenecían al noveno círculo, pero había personas muy especiales, como la Virgen María o los papas, que tenían como guardianes a los arcángeles.

45El padre Genovese no solo mandó pintar esta imagen a partir de las visiones de una beata, sino que también imprimió en 1733 una obra intitulada Antídoto contra todo mal, en la que hacía relación del portento. Hay una edición mexicana en la imprenta de Bernardo de Hogal en 1737 (Cuadriello, 2004, pp. 160 y ss.).

46La fama de esta imagen llegó a ser tan extendida en Italia, que el papa Clemente XI accedió a que fuera coronada en Frascatti como reina del cielo en 1717 (Cuadriello, 2004, pp. 139 y ss.).

57Ya en su Arte de la pintura de Francisco Pacheco, a mediados del XVII, se hablaba de la necesidad de mostrar el nacimiento de la Virgen dentro de un ambiente «decente», con sirvientas que atienden a santa Ana, la cual debe aparecer en compañía de su marido san Joaquín (Pacheco, 1990, pp. 578 y ss.).

59Aunque el culto josefino se dio como parte de los cambios en la sensibilidad desde el siglo XII, no fue sino hasta el Barroco que en las representaciones plásticas san José aparecía con el niño Jesús en los brazos, al igual que San Francisco, San Estanislao, San Félix Cantalicio y San Antonio de Padua (Reau, 1997, v. III, p. 516; v. IV, p. 169).

60 Rubial (2009, pp. 1-35). En su Arte de la pintura, Francisco Pacheco hablaba de la necesidad de mostrar a san Joaquín en actitud de admiración y veneración ante su hija niña (Pacheco, 1990, pp. 580).

61Aunque los orígenes de esta devoción se remontan a los escritos de Juan el Geómetra en el siglo X, a san Pedro de Alcántara en el siglo XV y a san Juan de Dios en el XVI, no fue sino hasta 1703 que el capuchino fray Isidoro de Sevilla (Vicente Gregorio Rodríguez de Medina) difundió su devoción, luego de encargar al pintor Alonso Miguel de Tovar un lienzo con la representación de esta advocación que él había descrito ya en un texto denominado La Pastora Coronada. De este libro hay una edición moderna anotada por Jaime Galbarro y Antonio Valiente Romero (Sevilla, Editorial Vitela, 2011).

65El jesuita peruano Juan de Alloza, en Cielo estrellado de María (Lima, 1655), remonta la práctica de rezar cada día siete avemarías a una aparición de la Virgen a Santo Tomas de Canterbury (Cantuariense), una por cada uno los siete gozos de la Virgen. En un Septenario Dulce, anónimo, publicado en Puebla en 1712, se habla también de esa práctica difundida desde Puebla al resto del virreinato (Domenech García, 2014, pp. 151-172).

66Mues, Ficha del cuadro de Pascual Pérez «Virgen de los Gozos y el canónigo Ignacio Asenjo y Crespo», Catálogo de la exposición acerca de la pintura del siglo XVIII que se inaugurará en el Palacio de Iturbide en 2017 a cargo de Fomento Cultural Banamex y LACMA (Mues, en prensa). Agradezco a la autora que me haya facilitado esta información, así como sus interesantes y atinadas sugerencias bibliográficas sobre las obras de arte que aquí se mencionan.

67 Caro Baroja (1978, pp. 125 y ss.). Este autor comenta las obras de los jesuitas Gabriel de Henao, Empyreologia, Lyon, 1652 (obra que cita otra de Luis Henríquez, Ocupaciones de los santos en el cielo) y Martín de Roa, Estado de los bienaventurados en el Cielo, de los niños en el Limbo, de los condenados en el Infierno y de todo este universo después de la resurrección y Juicio Universal, Sevilla, 1624, y Barcelona, 1630.

68La obra llevaba por título Noticias verídicas y formidables de las gravísimas penas que padecen los condenados en el infierno y de la gloria que gozan los predestinados en el cielo. La edición de 1731 se hizo en México en la imprenta de Joseph Bernardo de Hogal (Biblioteca Nacional de Chile, fondo Medina, Microfilme SM 319.1). Ver Rubial (2006, pp. 160 y ss.).

69 Rubial (2016, pp. 50 y ss.). Un ejemplo de la difusión de esta devoción es la obra del dominico de la provincia de Santiago fray Juan Palmero, Modo de Ofrecer los lunes o viernes al Ángel del Apocalypsi, Apóstol de la Europa, Clarín del Juicio, San Vicente Ferrer, para alcanzar su patrocinio (México, Biblioteca Mexicana, 1761).

72 Gonzalbo (1989, pp. 108 y ss.). En Zacatecas son notables, por ejemplo, los sermones del franciscano fray Cosme Barruel, y en la capital, los del jesuita Juan Martínez de la Parra.

73 Hernández (1991). Sin embargo, y para remarcar los contrastes de esta época, su heredero espiritual y biógrafo, Benito Díaz de Gamarra, también filipense, fue uno de los introductores de la filosofía moderna en el colegio de San Francisco de Sales en San Miguel el Grande.

76 Florencia y Oviedo (1995, prólogo al lector, p. 46). No obstante, había escritores contemporáneos suyos, como Cayetano Cabrera Quintero, cuyo estilo era rebuscado, lleno de digresiones y retruécanos.

Recibido: 17 de Mayo de 2016; Aprobado: 25 de Enero de 2017

*Correos electrónicos: arubial@unam.mx, abrugarcia49@gmail.com

Antonio Rubial García. Doctorado por la Universidad de Sevilla, España, y por la UNAM. Profesor Titular de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Autor de: El convento agustino y la sociedad colonial (1533-1630) (1989); Una Monarquía criolla. (La provincia agustina de México en el siglo XVII) (1990); La Hermana pobreza. El franciscanismo: de la Edad Media a la evangelización novohispana (1996); La santidad controvertida (1999); La evangelización de Mesoamérica (2002); Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana (2005); Profetisas y solitarios (2006); El paraíso de los elegidos (México, 2010); La Justicia de Dios (México, 2011). Premio Universidad Nacional 2008 en el área de Investigación en Humanidades. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia desde 2010. Miembro de la Sociedad Mexicana para el Estudio de las Religiones. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

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