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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.47 Ciudad de México jul./dic. 2012

 

Reseñas

 

William B. Taylor, Shrines and Miraculous Images. Religious Life in Mexico Before the Reforma

 

Jaime Cuadriello

 

Albuquerque, University of New Mexico Press, 2010

 

Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México.

 

El profesor William Taylor, al inicio de su libro, ha hecho una reflexión autorreferencial que toca de cerca el compromiso disciplinar de los maestros con los alumnos; o con el hecho de despertar su interés en la investigación, avivando el "ánimo de inquirir", dice, sobre todo para acercarse a las fuentes primarias. De la misma manera que un curioso empedernido detecta en los papeles una serie de voces a coro, diversas y excluyentes, que desde allí permanecen silentes y dormidas: "To study past human experience in all of these paradoxes, uncertainties, and silences".

Para empezar esta reseña, me atrevo a externar mi propia cita referencial. Uno de los profesores que más han influido en mi formación, Elías Trabulse, nos decía en el salón de clase a sus discípulos, palabras más, palabras menos: "El historiador que no se engañe debe aceptar que lo suyo no es precisamente una cuestión intelectual sino que ante todo, lo que luego se llamará vocación, se basa en realidad de una pulsión casi instintiva: la curiosidad. Sobre la curiosidad instintiva se monta toda la arquitectura que hace a un historiador pasar por tal durante la vida profesional: en primer lugar, gracias a ella, nace el lector y su afán de cavilar, le sucede casi siempre un bibliófilo de manías retentivas, luego aparece el erudito (que es algo ya muy sofisticado), más adelante debe encontrarse con el escritor que lleva adentro y capaz de expresarse con imaginación y veracidad, pero mucho más tarde, ya rayando la edad de los cuarenta, nace un historiador a cabalidad o en posesión no sólo de su masa documental acumulada sino de la mente capaz de narrar y criticar sus propios relatos. Pero si la curiosidad un buen día se acaba, que en verdad se da y recibe como un don y por tal se esfuma, se derrumba todo el edificio humano, profesional e intelectual de lo que se llama un historiador profesional".

Puedo decir que esta exaempla me ha seguido buena parte de mi vida como una admonición para evitar el descarrío intelectual, pero sólo en pocas ocasiones he podido constatar que el ejemplo de lograrse como un historiador encarna en una persona de carne y hueso, más aún cuando consigue acreditar una trayectoria mayor y sostenida. William Taylor es uno de los pocos historiadores sobre México (y por) México que todavía apuesta por la investigación profunda y comprometida, creo, merced a una curiosidad insondable que lo pone continuamente frente a renovadas "small epiphanies". Ante estas revelaciones de sentido, Taylor ejerce su vocación merced a una rigurosa "crítica constructiva" que pone a la imaginación en su punto exacto pero sin cancelar la diversidad de los temas o cerrar los problemas escribiendo la última palabra.

Por otra parte, no todo en sus libros es investigación de gabinete como pudiera pensarse: bien dice Taylor que los viajes por México rompen los esquemas sobre México o configuran un nuevo rompecabezas de los "many smaller Mexicos", que exigen del historiador una mirada sinóptica, incluyente y comprensiva. Así pues, desde sus primeros estudios, nuestro autor ha visto a los indios como agentes en activo, maestros en litigar; luego a sus párrocos como intermediarios entre una autoridad omnipotente e invisible, situados entre lo sagrado y lo profano. En una etapa accidentada de su vida, Taylor se topó con la cultura material de las comunidades indígenas y sus parroquias y así, ante sus ojos -y el lente de su cámara de diapositivas-, quedó atrapada una gran cantidad de imágenes de edificios, conjuntos ruinosos, esculturas y retablos desvencijados, pinturas empolvadas y artefactos de uso litúrgico que hacían más complejo el rompecabezas que deseaba armar: "My curiosity about reception and changes in the history of church and religión has taken me further into material culture".

***

El culto sagrado se entiende como un fenómeno de representación social, centrado en la representación visual de las imágenes, o una manifestación sensible de la fe que establece una sinergia entre los actos de enseñar, deleitar y conmover. Así, los devotos entendían que las imágenes eran "signs of divine presence or focal points of that presence". Incluso, eran vistas, conforme a la tradición bizantina de las imágenes acheropoietas o non manufactas: "were attributed to divine inspiration , if not direct divine intervention"; por lo tanto, un "vital medium" entre lo personal y lo colectivo. En ellas aún se palpaba su ancestral poder de protección y el aseguramiento del territorio o en el radio de los santuarios y en la vida cotidiana de la población. Todo esto, efectivamente, reconfiguraban las dilatadas "geographies of faith". En esta realidad suigeneris, que implica moverse en el plano de la "realidad interior", interviene este nuevo libro de Taylor explorando la emisión y recepción de las imágenes sagradas. Una tarea nada fácil cuando la ausencia de testimonios de primera mano se hace más evidente, ya que hay poca documentación que consigne las reacciones del público, las intenciones reales de los promotores y la funcionalidad precisa que tenían las esculturas o pinturas. No es sencillo conocer el uso y abuso de una pastoral tridentina que "mueve a la fe" por medio de objetos sensibles, entre tiempos dilatados y lugares remotos y explicar, así, las razones últimas, digamos extra teológicas, que los grupos esgrimían para representarse como un factor de poder, "or how history, art, religion and geography intersect".

El análisis del origen e historia de los santuarios de la Nueva España y de sus bases sociales implica para el investigador, pues, una rutina de trabajo por demás pesada y minuciosa, que casi nadie se atreve a echarse a cuestas (menos todavía en un terreno donde todo mundo opina sobre los significados pero pocos acarrean nuevos datos para sostenerlos o criticarlos). Taylor, con gran empeño, ya lleva diez años en el asunto y no sólo ha hecho enormes contribuciones cuantitativas sino que contrasta y refuta los esquemas dicotómicos con argumentos dialécticos. Por ejemplo, señalar los dimes y diretes versus criollos y gachupines, indios y españoles, ladinos y castas. Se trata además de una investigación compleja y cuesta arriba no sólo por el nivel inferencial de nuestras informaciones, desbrozado algo de verdad entre el mito y las prácticas humanas, sino por la ingente pesquisa documental que representa dar seguimiento puntual a los actores y sus circunstancias, siempre evasivos, casi siempre indocumentados. Se trata de "episodios" difíciles de penetrar en su intencionalidad para establecer un criterio de verdad propiamente histórico. Bien dice Taylor que en esta cuesta todos empujamos una piedra de Sísifo que al cabo de sus vueltas y revueltas nos deja a menudo en el punto de partida o lo que es lo mismo en la inicial ignorancia.

Por otra parte, los historiadores de "la geografía de la fe" no aspiramos a escribir una magnum opus sin reconocer siempre el valor de la monografía de caso; aunque suene quijotesco este desafío no hay que confiarse a la autoridad de un historiador maduro y consagrado. Pero hay también una parte placentera en este afán ingrato desde el momento en que la investigación se ve obligada a diseñar sus nuevas estrategias y, más aún, cuando el beneficio de los resultados se comparte con alumnos y colegas. Por eso, el autor ha predicado con el ejemplo y enseña a los historiadores jóvenes que nunca es tiempo de tirar la toalla para un investigador curioso, el cual, si su vanidad no lo impide, algún día se hará pasar por historiador a cabalidad, ya que siempre habrá misterios para despejar: "mysteries and doubts have kept me in the archive and at my desk".

Tan sólo así, cargando y regresando la piedra de Sísifo, se pueden corregir o negar afirmaciones generales extralimitadas, que se han venido repitiendo en la historiografía como un cliché culturalista o esencialista de identidades bajo sospecha. Por ejemplo, si bien la Virgen de Guadalupe tuvo un papel políticamente unificador solo hasta la segunda mitad del siglo XVIII (permaneciendo antes como un culto local), no se puede seguir diciendo que fue desde origen "una madre común" ante la orfandad de la conquista (en una infortunada expresión de Octavio Paz), o un "invento netamente mexicano" (según la pluma de Francisco De la Maza). Mucho menos que su santuario era el punto cardinal de la evangelización, ya que la romería como una práctica total o de peregrinación masiva y distante fue un fenómeno que ocurrió hasta bien entrado el siglo XIX. Cada provincia de la Nueva España, desde mucho antes, desarrolló sus propias narrativas devocionales merced a sus peculiares intereses, jurando patrocinios regionales y alzando sus santuarios con sentido de apropiación urbana o rural. La misma Guadalupana fue el envase de distintas historias e intereses al paso del tiempo todavía por esclarecer: desde sus años originales como una defensa americana del misterio de la Inmaculada Concepción, de acuerdo con la política piadosa del obispo Montúfar, pasando por el sentimiento de distinción criolla del barroco de mediados del siglo XVII, sin desconocer jamás su liga con la agenda de la hispanidad, incluso en medio de la guerra de emancipación. Qué decir acerca de sus desconocidos orígenes como símbolo de identidad racial que sin embargo se prolongan hasta nuestros días en su papel de "morenita del Tepeyac".

Hay que admitir que coexisten las paradojas de origen en una sola devoción, que oscilan entre lo subversivo o lo políticamente correcto: "The image of Guadalupe had a thousand meanings, but not a thousand faces". Por eso quizás la potencia e inmanencia de su culto o arraigo popular de tan larga duración: es una imagen que queda al paso del tiempo ha sido apropiada, expropiada y rescatada por individuos, comunidades y poderes.

Una suerte de "duda metódica" aparece y reaparece en estos ensayos reunidos por Taylor, cada vez que el universo de lo sagrado toca el problema de su relación con las clases sociales, la tipología de las razas o la ideología de patria y nación; ya que a los historiadores siempre nos ha parecido irresistible asociar determinada práctica cultural a un grupo en específico, comunidad o corporación colonial sin detenernos a examinar, repito, sus paradojas o coexistencias. Incluso, el oportunismo de los discursos empleados o la simple retórica de sus expresiones, muchas veces vanas, esquemáticas o despojadas de un significado preciso y circunstancial. Por ejemplo, la tibieza del ayuntamiento de México o del virrey por hacer efectiva la jura o declaración de la Virgen de los Remedios como "generala del ejército realista" tiene que ver con tantos problemas de intencionalidad que es difícil decidirse por una sola causa o factor, ya que van desde las circunstancias y atribuciones de la propia autoridad en un momento de crisis (que además no sabe contener el enfado de algunos prohispanistas de la élite), hasta las normativas y costumbres institucionales de frente al celo de la monarquía (creo que esta es la razón de su fracaso como bandera de la contrainsurgencia).

Por otro lado allí se mantienen soterrados otros significados de larga duración que con buena intuición se pueden reconocer en la romería de este culto. No deja de ser sorprendente, en medio de esta paradoja de intenciones, que esta devoción se mantiene hasta nuestros días como un enclave de fiesta para algunos grupos otomíes (los grandes aliados en la guerra chichimeca del siglo XVI); más aún que este santuario está fuera de su territorio étnico y hoy Naucalpan es un territorio irreconocible, estrangulado totalmente por la mancha urbana de la ciudad de México. Pues hasta allí todavía se desplazan actualmente las comunidades de Hidalgo, Tepeji o Jilotepec para venerar a su antigua socia belli o gran aliada de la Conquista. Este dato etnográfico parece desconcertante o al menos también requiere una pesquisa más aguzada.

De hecho, bien hace Taylor en distinguir los dos eventos paralitúrgicos que se supone giraban en torno a los santuarios y a las imágenes milagrosas: la vida procesional urbana, con su calzadas extramuros con un radio muy determinado de audiencia, y las peregrinaciones o grandes desplazamientos masivos al uso medieval, en medio de las crisis o desastres o los reclamos, potencialmente peligrosos, de los desposeídos. Quizás haya que preguntarnos, tal como sugiere nuestro autor, por una práctica intermedia que en efecto congregaba a la población autóctona: la llamada fiesta de los indios o en un día de romería exclusiva para ellos (que para el caso de Guadalupe caía en septiembre en la fiesta de San Miguel, patrono del cerro) y en donde los caciques y mandones congregaban a sus bases de la comarca o al menos a las comunidades circunvecinas por una ancestral costumbre de mayordomía rotativa, ligada al tequio y al control de sus macehuales. Era en efecto una festividad desbordada propia de su república que preocupaba constantemente a los capellanes y al mismo cabildo de la Colegiata de Guadalupe, sobre todo a la hora de recolectar las limosnas con los platos petitorios en mano fijados en cada sitio de veneración. De hecho, este evento anual acababa siendo la expresión cumbre de otros muchos que tenían lugar a lo largo del año mediante la tradición de itinerar las imágenes "peregrinas" sucedáneas o réplicas, mediante las licencias concedidas a los "demandantes" o la de los mayordomos limosneros que con o sin permiso diocesano sacaba la imagen "de la demanda" (una réplica para recabar limosnas). Lo cual era en efecto el mecanismo mediante el que se ampliaban los circuitos de las devociones y crecía el radio de los santuarios. Se trataba de redes o interconexiones que no dejan de sorprendernos, ahora en día inclusive, ya que sin duda esto sucedía en el ámbito de las élites indígenas que se desplazaban minoritariamente para reforzar sus batallas jurídicas o sus mercados interregionales. Cómo explicar, por ejemplo, que en el convento de las monjas cacicas de Valladolid (hoy Morelia) se conserva todavía un retablo y cofradía de la Virgen de Cosamaloapan, devoción procedente desde el sotavento de Veracruz; o que los mayordomos de la tlaxcalteca Virgen de Ocotlán se desplazaran hasta la Mixteca Alta para recabar limosnas, y para reclutar a sus devotos de otras lenguas y costumbres.

En medio de esta diversidad expresiva palpable en los cultos de Remedios y Guadalupe no puede decirse que hay un fenómeno a parteaguas de disyuntiva social. Después de lo escrito por Taylor, no hay precisamente un teatro de antagonismo ideológico (ni mucho menos motivos para alzarse en lucha), pero sí hay que reconocer que, vistos ambos cultos en procesos de larga duración, acumulaban significados a veces divergentes, a veces confluyentes, pero sin duda propios y distintivos de su amplia o peculiar convocatoria social. Más aún, significaciones múltiples que no se entienden sin conocer el estatuto de las corporaciones que los promueven (no es los mismo el cabildo de catedral que el cabildo de la ciudad) y, sobre todo, merced a los intereses coyunturales que por momentos se ponían en juego. Véase la dinámica entre Naucalpan y el Tepeyac: son complementarias para controlar los excesos o la escasez del agua en la ciudad o para combatir a los enemigos de la monarquía durante las guerras europeas, pero son totalmente disímbolas en la escala de su estatus sagrado y cultual, ya que una fue "traída y hallada", y la otra "aparecida y estampada". En realidad, la narrativa nacionalista del siglo XIX y el XX quiso mirar en ambos cultos una toma de partido excluyente si no es que irreductible y, tal como sostiene el autor, las verdaderas batallas tenían lugar muy lejos de la ciudad de México como para que los santuarios fueran en realidad teatros de filias y fobias sociales. Esta toma de partido sólo puede acreditarse hasta que el Congreso mexicano en 1822 -y la creación de la Orden de Guadalupe por el emperador Iturbide-, configuran públicamente un acto de estado. No sólo los diputados decretaron a la Guadalupana como "verdadera emancipadora de la nación mexicana", sino que el caudillo hizo lo propio. Así, la clase dirigente nacional asumió una política oficial de culto con el propósito de plegar a la sociedad a reconocer símbolos comunes o generar el concepto de mexicanidad, venido desde la religiosidad, mediante un pronunciamiento colectivo. De tal manera ocurre el consecuente olvido oficial -que no detracción-, del patronato de Remedios sobre la ciudad de México.

Las juras de los patronatos marianos habidas sobre todo en el siglo XVIII, éstas sí, transfirieron buena parte de su peso jurídico y votivo a las proclamaciones de lealtad realista, insurgente y nacional, al menos en el orden imaginario del súbdito que apelaba a identificar el reino y su territorio en la imagen de la Virgen de Guadalupe, representante y depositaria del voto de sus ciudades y villas, corporaciones y pueblos. Esto es lo que vemos tanto en la banderas insurgentes como en el evento de Tamazulapam, Oaxaca, sucedido a tres meses del grito de 1810, narrado por Taylor, cuando el retrato del rey y de la Virgen de Guadalupe fueron igualmente vitoreados en un acto de reafirmación hispanista y lealtad a la corona.

Hablemos aquí, más bien, de apropiaciones progresivas y retroactivas, de suyo siempre resemantizadas pero sumamente vitales para que los grupos indígenas o criollos, tal como sucedía desde finales del siglo XVI, quedaran como depositarios "legítimos" de una memoria originaria y compartida; por lo tanto, sus más efectivos e interesados transmisores en medio de una sociedad mayoritariamente no letrada (no importa que fuese fabricada a modo). Hay que preguntarse, por poner un caso, cuál llegó a ser el papel de la nobleza indígena de Tacuba (precisamente en la jurisdicción de los Remedios) que financió la apertura del Colegio de San Gregorio en la década de 1580 ingresando allí como élite privilegiada y con acceso a la tradición mariofánica; así, entre el teatro y la retórica de los jesuitas y el argumento de sus fiestas reescritas en los mitotes (como un mecanismo de transmisión oral del pasado), la nobleza culta quedó como "el" factor-autor en el origen del culto. Incluso, mediante la figura del indio Juan Tovar -uno de sus representantes y protagonista, allí beneficiado por las mariofanías-, como el grupo nobiliario más legítimo para desempeñarse como agente de la propagación (o del imparable "contagio social", como le gusta decir a Taylor, siguiendo a Emile Durkheim).

Un contagio social que se hacía patente en los milagros y portentos. Por un lado, hay que valorar las prácticas de "maravillosismo" que interesan a la jerarquía de Trento -y que eran prueba de que la fe era un ente viviente y verdadero-, pero que también le inquietan y perturban y para ello pone a andar sus mecanismos de control y prohibición cuando había excesos, superstición o imposturas. Aunque, en la generalidad de los casos, todo se miraba con disimulo y las informaciones jurídicas casi nunca se efectuaban o quedaban archivadas dejando a que la tradición piadosa sostenida, y no impugnada, hiciera su parte para acreditar el prestigio de los santuarios. Al cabo, los relatos fundacionales quedaban como patrimonio de la "publica voz y fama", sustentada en tradición oral y en los ciclos pictóricos expuestos que incluso hacían las veces de "pruebas en derecho".

Lo mismo aquí cabe considerar el valor concedido a la reproducción de la vera efigie, aquellas copias que de cada imagen se sacaban por mano de los pintores más expertos con las medidas "arregladas al original" y hechas por petición personal o colectiva. Ya no sólo como un mecanismo de reemplazo afectivo, para zanjar mentalmente las distancias entre el devoto y el santuario, sino como verdaderas presencias "inmanentes" que participaban o guardaban un principio con su original y, en eso mismo, adquirían el estatuto de objetos sagrados y apotropaicos (para alejar el mal). Por algo la inmanencia es el concepto sobre el estatuto de la imagen colonial que Taylor sostiene a lo largo de sus distintas aproximaciones. Me parece, en verdad, que se trata de una aportación que define muy bien tanto la mirada de los clérigos, frailes y devotos ante la materialidad como el significado trascendental que aplican a sus imágenes. La inmanencia es un valor agregado a una representación ya que es inherente a su prototipo y de algún modo le queda unido; es más, se dice inseparable a su esencia, aunque racionalmente cada persona si se lo propone puede distinguir entre esta última y lo que físicamente contempla.

Por eso mismo es frecuente la oposición de las comunidades a que las esculturas de la Virgen o los santos abandonen sus tabernáculos y peor aún cuando son robadas o secuestradas, como los varios casos reseñados en este libro. Las imágenes no se mueven más allá de su traza procesional, como hasta ahora, porque bien se sabe que son una suerte de axis mundi estabilizadores y, sobre todo, copartícipes de sus prototipos. Como dice Taylor: "Clearly, the images at the heart of the action were more than object or 'representations'. But how so? Why were they so important to so wide a range of people of different class, caste and ethnicity? How was their vitality understood and nurtured How did they connect this world of direct experience to imagines world beyond? The idea of immanence, of divine presence, might seem a key to how the potency of a particular image was understood, but that present could not simply be summoned at will like the djinn of Aladdin's lamp. Presence was God's will. Yet images -some more than the others- were bridges to the sacred, their allure a 'sweet magnets souls' coaxing feelings of awe and contrition so pleasing to God that devout believers might be admitted, briefly, in to the divine presence".

Si la norma tridentina sostenía y promovía el papel edificante y evangelizador de las imágenes, como predicadores mudos o para acercar al vulgo a la doctrina, la política real de la imagen fue bien distinta o más bien ambivalente. Por ejemplo, las evidentes faltas de decoro al vestirlas "conforme al siglo" o el hecho de suponer que la belleza de la representación era un indicador de lo inefable o incluso equiparable a su perfección celestial. Así también las pervivencias de la cosmovisión antigua, incrustada en la ritualidad y la inevitable sinestesia, hicieron lo suyo en el terreno de las prácticas del poder y el contrapoder. Los patrones de representación de lo sagrado que sistematiza y periodiza el libro de Taylor me parecen muy útiles y practicables, ya que no sólo complejizan su estatuto sino que muestran un poder insospechado. Desde las hierofanías de conquista hasta los accidentes y anomalías culturales, de la negación hasta la aceptación de la crónica franciscana, o en medio de la tolerancia del clero a los santocallis u oratorios indígenas (que Palafox defendía) hasta las activaciones de las imágenes (que sudan, sangran, se renuevan o cambian de postura). Todo esto ciertamente perturbaba al vulgo y alarmaba a la alta jerarquía borbónica. Piénsese no sólo en aquellas figuras en que la Virgen quedaba vestida de manera cortesana o escotada sino aquellas pocas que llamaban a la subversión, como la Virgen chiapaneca de Cancuc, o las cruces proféticas que hablaban como oráculos mesiánicos y cuya vida se prolongó hasta el siglo XIX (como durante la guerra de castas yucateca). Ya fuera la rebelión o la indecencia, la conculcación o censura, o la confiscación de sus reproducciones gráficas, la iconoclasia ilustrada no acabó con la subcultura de la imagen poderosa y, a su modo, permaneció actuante y viviente entre las comunidades. Una de las provocaciones del libro de Taylor está en el propio subtítulo: Religious life in México before the Reforma. En otras palabras, la pervivencia del antiguo régimen en medio de una modernidad escindida.

Más que una pastoral bien o mal dirigida sobre la "cultura de la visiones", sin duda debe hablarse en términos antropológicos de un ethos propio del poder eclesial pero también del correspondiente contrapoder que pueden adquirir los fieles; al cabo, quienes administran el territorio de lo sagrado -o son los intermediarios exclusivos con la dimensión numinosa de lo tremendum (como pensaba Otto Rank)- necesitan forzosamente de una interacción situada en dos bandos. El ejercicio del poder es antes que nada un acto simbólico que sólo funciona si se acata como lenguaje y discurso y precisamente en su contestación -y luego la subversión-, empiezan las fronteras del contrapoder. El poder de una imagen, nos recuerda David Freedberg, no reside en la imagen en sí misma sino en aquél individuo o grupo que la activa y la presenta como un artefacto investido de propiedades teúrgicas. Pero para que tenga lugar este funcionamiento del objeto teúrgico se requiere del consentimiento de ambas partes; sólo así la imagen adquiere del estatuto de un agency o un concitador social (como la define Alfred Gell) o "the main bridge" como dice Taylor.

Cuando el todopoderoso arzobispo Lorenzana quiso abolir el culto jesuítico de Nuestra Señora de la Luz durante el IV Concilio de 1771, por sus incorrecciones teológicas y despropósitos de decoro (como el hecho de que la Virgen por propia mano saca a las almas de la boca del infierno), su principal oponente fue el canónigo criollo Cayetano Antonio de Torres. Este discípulo de los jesuitas exiliados usó hábilmente los recursos de la retórica como mecanismo de contrapoder o más bien asumió una suerte de ethos criollo consustancial al contrapoder: la disimulación. Las imágenes de la Virgen no debían ni siquiera censurarse con borrar al dragón, ya que el punto de vista del espectador, basado en la ambigüedad, no dejaba claro si el alma era rescatada de su inapelable condenación o si simplemente la Virgen impedía que cayera irremediablemente entre las llamas. El asunto allí quedó: entonces era más escandaloso extirpar la devoción que atender a las nimiedades teológicas de los filojansenistas. Todo dependía, pues, de la mirada de un vaso medio lleno o medio vacío.

***

Para terminar quisiera relatar aquí una experiencia también autorreferencial aunque reciente: a finales del año pasado lleve a mi nana otomí, o segunda madre que me acompañó 48 años de mi vida, a su pueblo natal para instalarla definitivamente entre los suyos, pasando el Mezquital y justo donde empieza lo más escarpado de la Sierra Gorda hidalguense. Cruzamos por el santuario de Mapethé vecino al mineral del Cardonal, prodigioso y violento escenario del famoso Cristo Renovado. Se trata de un emotivo lugar que se ha mantenido encapsulado al paso del tiempo con sus fervientes devotos, sus pinturas y retablos originales. Una familia rezaba y cantaba recogidamente en su lengua ñañhu con vela en mano y sentados en las baldosas del piso o más bien se escuchaban murmullos en falsete. Nosotros también nos encomendamos al Cristo (sustituto del original) y pedimos que Marianita quedara bien protegida ahora que vivirá en su lugar de origen, rodeada de sus familiares y fuera de la ciudad de México, y desde luego dimos gracias por su merecida jubilación (para mí toda una vida impagable en esta vida). Al proseguir por la carretera me contó que sus padres durante los días de la fiesta, hacia los años cincuenta del siglo XX, caminaban dos jornadas desde su pueblo para venir a venerar al Cristo y así pagaban sus mandas anuales. A su regreso, los señores llegaban cargados de dulces para los niños y con sendos y coloridos listones portados al cuello, que también imponían a sus hijos como un mecanismo de protección: las cintas contenían las medidas exactas de la imagen y, de esa manera, los menores de edad participaban de los beneficios del original, precisamente del poder de una inmanencia que asumían a la distancia. Marianita concluyó que siempre había estado cerca del Cristo y que de ahora en adelante lo estaría mucho más. Yo, que hacia quince años allí mismo había promovido entre los mayordomos la restauración de las pinturas que cuentan la historia de la prodigiosa "renovación", me felicitaba de saber ahora todo, o casi todo, sobre las venturas y desventuras del Cristo gracias a uno de los más apasionantes artículos del profesor William Taylor. En esto, escépticos o no, Bill y yo, enfermos crónicos aquejados de curiosidad, creo, desempeñamos en tiempo y lugar nuestro correspondiente papel de "custodios humanos". O de guardianes de la memoria en la dimensión de lo sobrenatural, que aparentemente contradice lo racional, o situados en medio de un mundo en que todavía el pasado se hace más presente de lo que comúnmente imaginamos.

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