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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.47 Ciudad de México jul./dic. 2012

 

Reseñas

 

Mónica Hidalgo Pego, Reformismo borbónico y educación. El Colegio de San Ildefonso y sus colegiales (1768-1816)

 

Enrique González González

 

México, UNAM-IISUE, 2010, 328 p. ISBN: 978-607-02-1450-9.

 

Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, Universidad Nacional Autónoma de México.

 

A la vista del libro de Mónica Hidalgo más de un lector podría preguntarse: ¿Otro libro sobre el colegio jesuítico de San Ildefonso de México? Sólo en la bibliografía, y sin duda se queda corta, la autora enuncia más de una docena de títulos relacionados expresamente con el colegio, sin contar a los propios cronistas de la Compañía, de los siglos XVI al XVII, ni a autores, como el padre Decorme o Pilar Gonzalbo, que se han referido a él en obras de carácter más general. Pero si vemos con detenimiento el libro de Mónica Hidalgo, advertiremos que no se trata de "otro", sino de un nuevo trabajo cuyo carácter y originalidad conviene destacar.

Al menos desde el siglo XVII, se introdujo un estilo de escribir la historia de los colegios y las universidades en tono apologético. Un antiguo colegial, alumno o catedrático de cierta institución, elaboraba un libro o apuntes interminables acerca de los "varones ilustres" que habían pasado por su establecimiento. La totalidad o el perfil general del conjunto de tales individuos no interesaba, era suficiente con realzar a los arzobispos y a otros grandes dignatarios seculares y eclesiásticos hospedados en tales claustros o formados en sus aulas. Si la nómina incluía a personalidades que con el paso del tiempo fueron tachados de herejes, traidores o de personas indignas, se los pasaba en silencio y a veces incluso se borraba su nombre de los registros institucionales. Otras veces, sobre todo a partir del siglo XIX y, hasta casi el final de la pasada centuria, aparte de la nómina de prohombres, se escribía una historia de la institución consistente en glosar sus documentos de carácter legal, en particular, bulas, cédulas reales y constituciones. Para estudiosos así, el pasado de la ilustre casa había transcurrido tal y como estaba ordenado por sus constituciones, como si entonces, o en la actualidad, las normas estatutarias se llevasen a la práctica al pie de la letra. Ese estilo apologético de escritura de la historia se resiste a morir, y todavía hoy no dejan de publicarse libros en tono meramente alabancioso.

Sin embargo, con la irrupción de la historia social, a partir de los años sesenta del siglo XX, los estudios acerca de la educación en el pasado se replantearon en términos de interrogar sobre el papel social jugado por una institución educativa o un conjunto de ellas. Ya no importaban tan sólo las aulas o los próceres, sino también el lugar que unas y otros ocuparon en determinada sociedad, en un tiempo dado, y de qué manera la propia sociedad intervino en la marcha de un colegio o universidad. Y si se trataba de estudiar individuos (estudiantes o catedráticos), se empezó a buscar el número de individuos a lo largo del tiempo y las características de todo el colectivo, no únicamente de los supuestamente ilustres. Además, se volvió objeto de investigación la cuestión acerca del tipo de saberes impartidos o fomentados por la institución en cada momento.

En el campo específico de las universidades, a partir de los años setenta surgieron trabajos como los de Lawrence Stone, Richard Kagan y Mariano Peset, que revolucionaron profundamente la historia tradicional. Desde entonces se abrió un amplio abanico de posibles enfoques, cuyo común denominador fue la insistencia en examinar el marco social en que se desarrollaba determinada institución. Por lo que hace a los colegios, en el ámbito español, a partir de los años ochenta, aparecieron estudios renovadores en torno a los colegios "mayores" de Salamanca, Alcalá de Henares, Valladolid, y el de españoles de Bolonia. Su centro de atención principal estuvo en la prosopografía, o biografías colectivas de un determinado conjunto social, en este caso, de los colegiales. Ya no interesaba tan sólo destacar a los miembros "ilustres", sino documentar y analizar al conjunto. Cuántos eran, de dónde procedían, cuál era su estrato social, qué estudios cursaron, los grados que obtuvieron o no en determinada universidad y la carrera extraescolar a partir de que abandonaban los claustros colegiales. Si hallaron colocación, cuántos de ellos y con qué resultados. Si en el campo de la administración civil o la eclesiástica, o también, como era frecuente en el antiguo régimen, si hicieron carrera en la Iglesia y, a la vez, en el gobierno secular, en calidad de jueces o consejeros reales. Pero si bien ha habido un apreciable interés en los seis colegios mayores castellanos y en el boloñés, los estudios sobre los menores, al menos en España, no han abundado. Tal vez, en el fondo, y por paradójico que parezca, porque los primeros hicieron carreras más "ilustres" que los menores. O simplemente, porque aquellos resultan más fáciles de documentar.

En el caso de México, la renovación de los estudios en torno a los colegios virreinales y decimonónicos tuvo como punto de partida el Centro de Estudios Sobre la Universidad (hoy IISUE). En 1998 Víctor Gutiérrez publicó un artículo que resultó muy orientador. Planteó que, en vista de la diversidad de colegios en el antiguo régimen, y el complejo carácter de cada uno de ellos, no bastaba con aplicarles una sola calificación, como la de colegio mayor o menor; antes bien, debían ser examinados a la luz de un conjunto de aspectos relevantes, a fin de comprender mejor su estructura y sus funciones. Propuso que, en relación con cada colegio, se debían explorar, de modo paralelo, cuatro o cinco cuestiones: 1) quién gobierna y administra a cada institución concreta; 2) quién y de qué modo la financia; 3) quiénes son los beneficiarios, es decir: qué clase de individuos acoge bajo su techo; 4) y qué saberes imparte. De una forma u otra, dichos cuatro aspectos han sido objeto de estudio en los trabajos de Rosalina Ríos sobre Zacatecas, de Ricardo León sobre San Nicolás, de Michoacán, y en este campo se incluyen los de Mónica Hidalgo sobre San Ildefonso. Ese cuádruple enfoque permite un mejor acercamiento a la complejidad que tales instituciones revestían, y ha inspirado, en parte, otros trabajos como los de Rosario Torres, sobre Puebla, y aun el de Cristina Vera de Flachs, sobre el colegio jesuita de Córdoba, Argentina.

Como la misma Mónica Hidalgo admite, en su libro sobre San Ildefonso tomó en cuenta esos cuatro aspectos, pero fue más allá de ellos. Por una parte, planteó una cuestión central, derivada de su cronología: ¿qué ocurre con el colegio de San Ildefonso de la capital novohispana durante los años posteriores a la expulsión de los jesuitas, es decir, entre 1768 y 1816? Estamos, pues, ante un libro que, a diferencia de los estudios previos, se ocupa en exclusiva del San Ildefonso postjesuítico. La importancia del periodo por ella elegido es trascendental: con anterioridad, quienes se centraron en los dos siglos de administración jesuita del colegio concluían, de modo implícito o explícito, que san Ildefonso murió al ser abandonado por la Compañía. Nuestra autora demuestra que no fue así. Que, apenas partir los regulares, el colegio pasó a manos del clero regular, quien lo reestructuró y administró. Desde entonces vivió un nuevo periodo de auge, interrumpido por las secuelas de la guerra de independencia. Al demostrar que San Ildefonso volvió pronto a poblarse de numerosos internos y de estudiantes externos, plantea que la salida de los ignacianos formaba parte de una política general de la monarquía borbónica en relación con sus dominios peninsulares y americanos, de corte secularizador. Esto la lleva a plantear la cuestión capital de su libro, enunciada en el título mismo: tomando a San Ildefonso como marco de referencia, en qué consistió el reformismo borbónico en el campo de la educación?

El libro es claro en sus objetivos y en su desarrollo. Dividido en tres partes, en la primera da cuenta del azaroso proceso de reorganización del colegio, apenas ocurrido el extrañamiento de los jesuitas. Compara la situación de San Ildefonso antes y después de éste y analiza el papel jugado por las nuevas autoridades. Destaca, algo que muchos estudiosos ignoran, que San Ildefonso, durante el periodo jesuítico, sólo fue una hospedería, pues los colegiales salían diariamente a estudiar al Colegio Máximo. En cambio, en su nueva etapa, los internos, a más de alojarse en sus claustros, empezaron a recibir enseñanza regular en la propia casa, donde acudían a las distintas cátedras. Al tratar de finanzas Mónica destaca otro aspecto no siempre atendido. Los jesuitas únicamente tenían a su cargo el gobierno y la administración de San Ildefonso, pero no eran dueños del colegio, que pertenecía al rey. Por lo mismo, cuando ellos salieron desterrados el monarca autorizó su reapertura y reorganización. Le fueron devueltas (al menos en parte) las rentas privativas del colegio -confiscadas en un primer momento por la Junta de Temporalidades-, y de este modo pudo seguir funcionando, al disponer de recursos propios.

En la segunda parte la autora se ocupa de los colegiales, señalando que los había de dos clases: quienes gozaban de alguna beca para financiar su manutención y sus estudios, y los que pagaban una colegiatura para ser admitidos como internos. Una vez planteada esa fundamental distinción da cuenta del lugar que correspondía a cada colegial en el seno de la institución, en razón de si pagaba o no pensión. Y en relación con los becarios los agrupa en función del tipo de beca obtenida, pues las había de distinto rango, y explica su lugar jerárquico dentro de la institución. Analiza los flujos de población colegial y busca dar una explicación a los altibajos. Al tratar del origen geográfico de los internos constata que casi la mitad procedían de la misma ciudad de México. A mi modo de ver, la autora debe profundizar en esa cuestión en estudios posteriores. Si muchos estudiantes podían vivir en la propia ciudad, en casa de sus padres o parientes, y si la asistencia a los cursos del colegio y de la universidad era gratuita, ¿cuál era la razón de que sus progenitores hicieran un esfuerzo económico para pagarles los gastos de su internamiento en el colegio, o que se valieran de sus influencias para obtener una beca? Sin duda, pero esto sólo es una respuesta muy general, el hecho de que los jóvenes acudieran a un colegio que gozaba del prestigio de San Ildefonso, o a otro colegio cualquiera, era para ponerlos en camino de la promoción social. Los hijos de un minero, o del recaudador del impuesto del pulque, podían ser muy ricos, pero solían carecer de prestigio social. En ese sentido, la dedicación a las letras, tanto en los colegios como en las aulas universitarias, elevaba socialmente al individuo que las estudiaba. El grado de doctor en una universidad equivalía al rango de caballero, por eso los doctores, al igual que los nobles, estaban exentos de impuestos. En consecuencia, si yo me vuelvo noble al recibir el birrete doctoral, también mi familia se ennoblece, pues ¿cómo admitir que yo sea noble y ella, plebeya? Vestir una beca colegial era ya un factor de distinción social que los grados universitarios reafirmaban. ¿De qué modo los colegiales y sus familias hacían uso de esa distinción? Ante todo, buscando colocaciones "dignas" a sus hijos, revestidos del doble honor de una beca y un grado universitario, mejor aún, el de doctor. Mónica Hidalgo explica con coherencia la relación entre los estudios y los grados académicos, y la importancia de éstos.

La parte tercera y final trata de "La formación en virtudes y en letras". En ella examina el tipo de formación moral que se pretendía inculcar a los internos. Al propio tiempo, la autora se interroga por el carácter de los saberes que se impartían en San Ildefonso a raíz de que abrió diversas cátedras para sus internos y para los estudiantes externos que quisieran acudir. Los nuevos planes de estudios adoptados por el clero secular al inaugurar los cursos de San Ildefonso, ¿implicaban una visión de carácter más "ilustrado" respecto de la enseñanza que los jesuitas impartieron durante sus dos siglos de docencia en el Colegio Máximo? En otras palabras, la introducción del reformismo borbónico en San Ildefonso, ¿se tradujo en una enseñanza más moderna y abierta a los nuevos tiempos que la dictada por la Compañía hasta antes de su expulsión? Si bien la autora se plantea la cuestión y ofrece elementos para analizarla, se trata de un asunto que exige una investigación más profunda, tal vez un estudio específico, a partir del análisis comparado de los numerosos cursos manuscritos de los jesuitas llegados hasta nosotros y los nuevos manuales impresos adoptados por el clero secular. Quede al juicio del lector decidir si semejante estudio comparativo debió ser realizado aquí por Mónica Hidalgo, o si se trata de una tarea que sobrepasa los objetivos de su investigación. En cualquier caso, no nos ofrece "otro" libro sobre San Ildefonso, sino uno nuevo, rico en planteamientos y en desarrollos, y con enfoques que ojalá estimulen investigaciones sobre otros colegios novohispanos, una tarea en la que tanto queda por hacer.

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