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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.67 no.88 Ciudad de México may. 2022  Epub 21-Nov-2022

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2022.88.1826 

Reseñas bibliográficas

Nuria Sánchez Madrid, Elogio de la razón mundana. Antropología y política en Kant

Jesús González Fisac1 

1 Universidad de Cádiz, España. Correo electrónico: jesus.gonzalez@uca.es.

Sánchez Madrid, Nuria. Elogio de la razón mundana. Antropología y política en Kant. prólogo de José Luis Villacañas Berlanga, epílogo de Pablo Oyarzun R., Ediciones La Cebra, Madrid: Buenos Aires: 2018. 299p.


Marcan la intención y el tono de este trabajo una tarea declaradamente antiescolar. Como apuntan los autores de los textos que abren y cierran este volumen, el trabajo de devolver a la obra entera de Kant los ecos de la antropología y de su dimensión pragmática nos entrega a “otro Kant”, lejos de los “reaseguramientos escolastizantes” (J.L. Villacañas, p. 23), un Kant en el que se atisba la razón como “deseo esencial de la filosofía crítica” que tira hacia ese “andurrial de extrañeza” que es el mundo (P. Oyarzun, p. 299)… y el hombre. No es casual que ambos glosadores hagan resonar a Foucault, un pensador olvidado, cuando no denostado, por la scholarship kantiana,1 que ha visto en Kant a alguien que nos interpela por “lo que pasa, lo que pasa hoy, y lo que hoy nos pasa” (p. 297), un pensador en el que la crítica es, inopinadamente (así lo sugiere la autora), “la otra cara de la esperanza” (p. 24).

El libro que presenta la profesora Sánchez Madrid ensaya un camino poco hollado: el que conecta la antropología y la política, pero también, si es que la crítica ha sido siempre un intento de construir una república del saber, el camino que conecta la antropología con la crítica, tomando como hilo conductor lo que llama “razón mundana”. Frente a una metafísica “incapaz de abrir ninguna herida real en el alma humana”, se trata de buscar en ella la penetración de “lo real”, de “la inmediatez de lo real” (p. 29). Pero también es un ajuste de cuentas con cierta interpretación que en su trazo coherente de la obra kantiana no deja espacio para otro “uso” de sus textos, que es lo que pretende hacer, con total acierto, la autora.

Elogio de la razón mundana se desarrolla en tres partes: “Las emociones en el pensamiento de Kant”, “La teoría kantiana de la sociabilidad” y la “Crítica del colonialismo y teoría cosmopolita”. Cada una incluye tres trabajos.

En la primera parte se proponen lecturas audaces en los que se muestra la profundidad emotiva de la razón. Kant da todo el tiempo indicaciones de una “vida sentimental” (p. 50) de la razón siempre que alude a su “menesterosidad”, tal y como señala en ¿Qué significa “orientarse en el pensamiento”? Comenzando con su mención de la metaphysica naturalis en la segunda edición de la Crítica de la razón pura, que anuncia el “ensanchamiento” antropológico de la metafísica, la razón está atravesada por innumerables menesterosidades cuya presencia sentimental quizá no ha sido suficientemente reivindicada en el corpus crítico. El sentimiento de respeto que orienta la razón en el campo moral; la “humillación” que sufre la razón en su divagación trascendente al reconocer en esa su “disciplina” la guía hacia la coincidencia consigo misma; la “satisfacción” de la razón, diríamos su alegría, cuando logra esta coincidencia en la unidad del sistema; en fin, el constante “antropomorfismo simbólico” (Kleingeld) con el que Kant relata los avatares de la razón como una suerte de relato biográfico. Pero la matriz de esta revalorización sentimental está en el señalamiento del “sentimiento de la vida” como “experiencia matricial del ánimo humano”. La profesora Sánchez Madrid recuerda la nota en el prólogo de la Crítica de la razón pura en la que Kant explica que el placer es el índice de la vida, porque revela el éxito de sus condiciones subjetivas con la representación del objeto, es decir, la fecundidad del conocimiento, que sólo puede descubrirse en la facultad de desear. La vida constituye lo “absoluto”, eso innegociable, cuya presencia inmarcesible en el modo del placer o del displacer marca el gozne o la relación entre “lo cognoscible y lo incognoscible” que orienta el ser en el mundo de un ser racional finito. Resulta especialmente acertada, tanto por lo ajustada como por lo inédita, la idea de detectar la presencia del sentimiento de la vida en el núcleo mismo de la discusión sobre la validez del conocimiento, por lo común ajena a estos ecos. Con la conocida referencia en B 423 a una “intuición empírica indeterminada”, la autora apunta a una “formulación analítico-trascendental del sentimiento” (p. 56) que encuentra su cumplida confirmación en otro texto no menor de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (4: 450) en el que Kant recuerda que la mismísima distinción entre fenómeno y noúmeno sobre la que pivota la articulación y división de la crítica entera no es más que una “oscura distinción de la capacidad de juzgar” que el entendimiento “llama sentimiento” (pp. 58-59). Otro índice de la resonancia emocional es la “alegría”, que daría cuenta de la guía con que cuenta el hombre para reconocer el resultado de sus combates por la virtud (p. 65), donde el “corazón” se descubre como eje de la experiencia moral, para terminar con la belleza y su emoción singular que revela la avenencia entre la vida y el mundo y su finalidad. Con este recorrido se demuestra que las emociones no son resortes inconexos, pues contribuyen al logro de la obra de la razón, a la que orientan al tiempo que empujan. La apelación a un “modo de sentir”, como la que encontramos en esa pretensión y movimiento que es la Ilustración, revela una “relación del proyecto crítico con la antropología” (p. 71).

Otra aportación interesante de esta primera parte es la que hace la Ilustración y su gestión de las emociones una suerte de “metapsicología”. En la representación del derecho se descubre una fuerza inopinada que se acompaña de una pasión aparentemente antisocial como es el apetito de venganza y que, sin embargo, necesita, ya que nace de la percepción de la injusticia (p. 107). Pero cuando el apetito de venganza se pervierte y se transforma en “una pasión de retribución” (Antropología en sentido pragmático, 7: 271) que sólo busca que el enemigo pague, aunque sea a costa de la propia ruina, en ello se demuestra una “idea racional pervertida” desvirtuada por las “oscuridades del deseo” (p. 108). Así, el análisis de las pasiones revela el “malestar del sujeto en la civilización” (p. 109), que es donde se sitúa el núcleo de este trabajo. Abundando en una lectura que vincula a Kant con Freud, en la estructura de la psique se da un juego de fuerzas que, al igual que vemos en el caso del apetito de venganza, bien puede mantener un sano equilibrio (al imponerse la representación del derecho) o venirse abajo (cuando domina la pasión de retribución). Lo primero sucede cuando se conserva la receptividad a la coacción moral, que es algo que rinde una saludable independencia del sujeto respecto a la coacción física (proporciona un rédito de libertad), que podría equipararse al trabajo y a la receptividad que el aparato anímico reconoce en el superyó como el que despeja el espacio para la normatividad moral. Por lo mismo, la “falsa humildad” constituye la perversión de aquella receptividad, totalmente espuria, ya que se hace a cuenta de la dignidad de uno mismo, promoviendo la pasión de la soberbia (pp. 112-113); en paralelo, se podría leer el exceso del superyó cuando pretende someter absolutamente al ello, que rinde una suerte de masoquismo perverso y contrario a la intención moral. Se trataría, en suma, de “la suplantación de los principios morales mediante sedicentes figuras de autoridad moral” (p. 114).

En la segunda parte del libro, dedicada a la teoría kantiana de la sociabilidad, destaca el trabajo en el que la autora rastrea cierta “normatividad” en la antropología de Kant. Una vez desechada la psicología empírica de la metafísica de la naturaleza, queda un lugar vacío que puede ocupar la antropología en la metafísica de las costumbres; pero no la antropología fisiológica, sino la pragmática, en la que el sujeto negocia su libertad con su naturaleza. La razón en el uso práctico “se sabe necesitada de la información suficiente acerca de las motivaciones psicológicas y empíricas que mueven al sujeto a actuar” (p. 146). Esto confirma el interés de Kant por hacer de la antropología una ciencia indispensable porque, aunque la moral no requiera de ningún “auxilio antropológico”, está claro que una “antropología moral” facilita el cumplimiento de una metafísica de las costumbres (p. 127). Surge así una “normatividad pragmática” que hace las veces de mapa para el logro de los fines morales. En este sentido, la antropología, a pesar de su presencia deslavazada, bien puede considerarse un “apéndice prudencial”. La prudencia aporta una normatividad que supone una “concepción interactiva” y social de la acción, de la que, al menos en principio, está exenta la moralidad, pero que es tan necesaria como ésta. Las cualidades prácticas que sólo puede descubrir el antropólogo son para el filósofo moral como la geodesia es para la geometría (p. 130), un modo de implementación que evita los desvaríos de una abstracción mal entendida. La antropología investiga y pone a la vista múltiples “formas civilizatorias” (costumbres y prácticas relativas al trato y a la convivencia cotidianas) que revelan un “dispositivo de reconocimiento recíproco” necesario para la moralización de la especie (p. 135).

El trabajo en el que la profesora Sánchez Madrid se ocupa de “Ingenio, sagacidad e invención” busca situar la capacidad productiva que supone toda genialidad lejos de sus derivas fanáticas como una capacidad de producir reglas y formas en las que participe la comunidad de individuos (p. 179). Como reglas del sentido común, si se quiere, pues, en efecto, siempre ha habido principios subjetivos que obedecen a reglas “irresistibles del propio entendimiento”. Son los principios que Kant atribuye a “la sabiduría metafísica” en el escolio de la Dialéctica trascendental de la Crítica de la razón pura (p. 151). Porque habría que contar siempre en el progreso de las ciencias con una diversidad de talentos. En cualquier caso, lo que se descubre en este funcionamiento es la existencia de un “ingenio”, de una “sagacidad investigadora” (p. 155) que delata “la espontaneidad subterránea y silenciosa de las facultades del ánimo”. Por su parte, la razón tiene que cumplir un papel terapéutico y taponar “las fuentes de los errores (los prejuicios)” ( Antropología en sentido pragmático, 7: 228). En este sentido, se puede hablar de una “sabia administración del capital anímico”, que se delata, entre otros aspectos, en la distinción entre “agudeza” e “ingenio”, donde, mientras que la primera advierte de las diferencias, las segunda reconoce semejanzas. Sin embargo, aparte de esta distinción meramente formal o lógico-funcional, Kant reconoce que en el ingenio está la capacidad de vivificar el ánimo, así como la capacidad de invención y de producción de reglas, que es esencial para la vida de las facultades, y por eso Kant, en las Lecciones de antropología le reconoce una animosidad benefactora, que “regocija y divierte” (Antropología Collins, 25/1: 135) en el ingenio, mientras que el talento de la agudeza, que ordena y jerarquiza, “tranquiliza y satisface” (ibid.), revelándose más bien como una “facultad negativa, antipática, que ajusta y restringe el alcance de los conceptos” (p. 168).

La tercera parte, que se ocupa de la crítica al colonialismo y de la teoría cosmopolita de Kant, abandona el terreno de la antropología de las facultades y entra en el terreno de la característica antropológica. El primer trabajo busca suturar la aparente “esquizofrenia”, aducida por algunos comentaristas, aunque eso no suponga no reconocer “fricciones” en la posición de Kant ante el colonialismo. En algunos textos, Kant condena el colonialismo desde el punto de vista del derecho; en otros, en cambio, no duda en legitimar la “selección colonial de individuos de determinado origen geográfico”, y, por lo tanto, desde el concepto de raza (p. 205). En relación con el concepto de raza, habría que situarlo adecuadamente en su contexto, que no es otro que la teoría kantiana de la epigénesis, que articula, no una teleología, digámoslo así, dura, estrictamente racista, sino lo que la autora llama “teleología dentro de los límites de la mera razón” (p. 207). La idea de raza no obedece al principio de “predeterminación genérica” sin más, pues las disposiciones tienen que activarse en cada caso, sin que ello suponga nada más que una adaptación. El equilibrio entre ambas posibilidades es lo que Kant piensa con su idea de “epigénesis”, a la que la autora dedica un análisis completo. Tomando como modelo la epigénesis en el conocimiento (p. 221), lo que sucede con las razas es que el germen de las mismas, que contiene las disposiciones, orientan el desarrollo que sólo la geografía y el encuentro de los individuos con la realidad física puede activar. En ningún caso se tratará de un “teatro de la sabiduría divina” en el que todo esté escrito de antemano. La epigénesis orienta la generación, pero no la determina, por lo que funciona como una suerte de Grenzbegriff (Philonenko, cit. En p. 224). Esta posición, aun cuando no sea especialmente intransigente, tendrá una suerte de Kehre (p. 228) en la reflexión kantiana del derecho cosmopolita. Para Kant no hay pueblos superiores. Otra cosa es que el desarrollo cosmopolita, articulado por principios del libre comercio, no siga siempre un desarrollo lineal ni logre tampoco una homogeneización horizontal satisfactoria.

Abundando en la noción de “cosmopolitismo”, el trabajo que cierra el volumen muestra algunas “sombras” que encontramos en el estatus racional del derecho cosmopolita. La pretensión de una paz duradera entre los pueblos, que es el fin del derecho cosmopolita, no es un “aditamento filantrópico” (p. 251). Se trata, antes bien, del “fin final” del propio derecho. Sin embargo, existe un obstáculo, y es que las relaciones comerciales demandan la obligación de permitir el contacto, pero no de garantizar la estancia. El cosmopolitismo no puede confundirse con la universalización de un Gastrecht. Por lo mismo, la conformación de una comunidad política no estará animada por la comunidad de un reino de los fines, cuya trascendencia metafísica está fuera de lugar. El poder no es una entidad nouménica que no reconoce límites fácticos; algo parecido a la comunidad trascendental-comunicativa de corte habermasiano. El poder se constituye desde un principio, no de igualación, sino de jerarquía, como una igualdad de sometimiento en la que todos renuncian a sus fines particulares. Como si los individuos se separaran, precisamente en su posición de súbditos, de sus propios intereses. Esta separación, la distancia que necesita también esta posición reflexiva, va de la mano de la noción de representación, que Kant juzga con acierto como conditio sine qua non de toda forma de poder no despótica. Sólo hay poder donde hay una relación vertical entre soberano y súbditos, siendo esta relación-distancia, que la autora califica de “sujeción metafísica”, la base de la igualdad jurídica, que sería su “vástago lógico” (pp. 258-259).

En fin, esta obra es una aportación interesante al horizonte, apenas elaborado en el corpus teórico en español, de las relaciones entre la antropología y la política, y entre la antropología y la crítica en la obra de Kant.

1 Permítaseme remitir al trabajo de Robert Louden, “El Kant de Foucault”, Estudos kantianos, vol. 1, no. 1, 2013, como modelo de distancia y de trato displicente, tanto como de incomprensión, hacia el Foucault-de-Kant.

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