En estos días los libros en español que pretenden abordar de manera sistemática la neuroética rondan la decena. Cabe indicar que un par de todos ellos son traducciones.1 El estudio de Álvarez Díaz se aleja de semejante pretensión, aunque debe señalarse que el autor parece no desconocerlos, pues en ocasiones los cita y dialoga con las ideas expuestas en ellos.
No hay duda de que debe tenerse una idea de lo que es la neuroética para intentar sistematizarla. En el año 2002, Adina L. Roskies, formada en neurociencias y en filosofía, propuso una distinción que en la actualidad es común. Para esta autora la neuroética puede entenderse como una ética de la neurociencia o como una neurociencia de la ética. Según la primera acepción, la neuroética no sería más que una mera rama de la bioética; en definitiva, nada novedoso. La verdadera revolución reside en la segunda acepción, que pretendería considerar la ética no como una disciplina filosófica, sino como una rama de las neurociencias. El libro de Álvarez Díaz toma como punto de partida esta concepción de la neuroética como neurociencia de la ética.
También existe otra división clásica de la neuroética. Georg Northoff, formado en filosofía, neurociencias y psiquiatría, divide la neuroética en empírica y teórica.2 Este autor considera que la mayor parte de la neuroética es empírica, pero que la neuroética teórica es absolutamente esencial porque permite cuestionar aspectos ontológicos y epistemológicos, además de incluir preguntas metodológicas. Álvarez Díaz toma como segundo punto de partida para su obra la concepción de la neuroética como neuroética teórica. Sin embargo, no se queda ahí, e intenta ir al fundamento de la neuroética empírica.
Con estas ideas, Álvarez Díaz examina en el primer capítulo de su libro qué es la neuroética.3 Para ello analiza lo que denomina el "contexto sociohistórico" del nacimiento del término "neuroética", así como el nacimiento de la disciplina misma. El autor aborda un contexto porque no se trata de una mera exposición historiográfica de autores y de sus propuestas o de una colección de meras definiciones. Lo que el autor explora son las condiciones de la política científica, del apoyo económico y de los cambios de paradigmas, entre otras cuestiones. Con ello encuentra algunos supuestos que marcan el origen de la neuroética como disciplina: 1) Los seres humanos formulan juicios morales de modo intuicionista antes que racional, por lo que tales juicios tienen una estrecha relación con las emociones; 2) Dado que pertenecen a una misma especie, los seres humanos han desarrollado evolutivamente un cerebro que de manera innata los predispone a la ética; 3) Para evidenciar lo anterior, y con la consideración de la neuroética como una rama de las neurociencias, es posible recabar datos empíricos que lo confirmen, y no sólo con los métodos tradicionales de la psicología, sino mediante neuroimágenes. Tales supuestos se someten a examen en las siguientes páginas.
En el capítulo segundo Álvarez Díaz toma como eje de su análisis una serie de influencias: el darwinismo en la sociobiología,4 ésta en la ética en general5 y, por último, esta influencia en la construcción de la neurociencia de la ética con ayuda de neuroimágenes. Tras ello, elabora una clasificación de las posturas que adoptan los autores con propuestas en neuroética (ya sea en un sentido amplio o bien en relación con temas específicos), y que suelen tener una visión naturalista de la ética más o menos fuerte, según la forma en que interpreten el evolucionismo darwiniano. Estas posturas son tres: neurorreduccionista, neuroescéptica y neurocrítica. Los criterios para esta clasificación no sólo toman en cuenta el evolucionismo darwiniano, sino también el supuesto de que tal proceso hizo posible una ética en el cerebro.
Así, los neurorreduccionistas combinan el neuroesencialismo y el neurodeterminismo y afirman que la ética está contenida en el cerebro; los neuroescépticos dirían que no hay posibilidad de dar cabida en la normatividad a planteamientos naturalistas de tipo neurobiológico, por mucha neuroimagen que se quiera agregar (pues ello implicaría caer en la falacia naturalista: pasar del "es" al "debe"); los neurocríticos supondrían que el conocimiento neurobiológico es relevante, pero que no está claro hasta dónde y cómo tomar en cuenta las neurociencias porque todavía no existe un consenso al respecto.
El capítulo tercero es pertinente desde el punto de vista epistemológico en el momento actual del desarrollo de las neurociencias en general y por su repercusión en la neuroética en particular. En él Álvarez Díaz ofrece detalles sobre qué es la resonancia magnética funcional (una de las técnicas de neuroimagen que más se utilizan). Después el autor expone limitaciones propiamente científicas en la aplicación de esa técnica, así como las críticas filosóficas que se han hecho sobre este detalle. La pregunta por responder no es nada sencilla: ¿qué se observa en una neuroimagen? Alguna respuesta debe darse, y según de lo que se entienda lo mismo se habla de "imágenes del cerebro", "imágenes de la mente", "cerebro en movimiento", etc. Otra aportación del capítulo es la forma como el autor propone que deben realizarse las investigaciones en neuroética. Álvarez Díaz piensa en un "diálogo transdisciplinar cooperador". Para ello analiza la disciplinariedad, así como la multidisciplinariedad, pluridisciplinariedad y la transdisciplinariedad. Por último, presenta la idea de que para hablar de la mente y el cerebro, de la moral y la ética, hay que abordar el tema del lenguaje.
El capítulo cuarto es muy denso, ya que es donde se debaten muchas de las ideas que podrían suscitar más controversia para las posturas habituales en neuroética. Álvarez Díaz comienza con críticas a las argumentaciones bio-logicistas ya que, según él, al naturalizar completamente el fenómeno de la moralidad y la ética es sencillo y hasta atractivo caer en posturas reduccionistas. Por ejemplo, identificar la totalidad del ser humano con el cerebro o reducir la persona a la mente. Estos reduccionismos llevan a pensar sobre si el cerebro se estudia a sí mismo o lo hace un ser humano; si la mente se estudia a sí misma o lo hace un ser humano; incluso si ser humano es lo mismo que ser un cerebro o ser una mente.
Las críticas a las interpretaciones puramente darwinistas del fenómeno de la ética son múltiples. Ya en lengua española Adela Cortina ha concluido que "las explicaciones naturalistas de cuño darwinista son insuficientes para dar cuenta de la incondicionalidad con la que obliga la conciencia moral".6 Cortina sigue una vía particular para mostrar esa insuficiencia, a saber, la que se encuentra en la ética del discurso y sus desarrollos. Por su parte, Álvarez Díaz propone las vías epigenéticas como complemento para lo que no puede explicar el darwinismo, y las identifica con formas de neolamarckismo. Al analizar la epigenética no sólo lo hace como muchos autores (dando un salto hasta la sociedad y el medio ambiente, aunque también habla del paso de las ciencias naturales a las sociales), sino que lo plantea en términos estrictamente biológicos. Esto es, analiza fundamentalmente evidencia empírica de la epigenética que puede interpretarse desde planteamientos de raigambre neolamarckiana, con datos específicos para el comportamiento y una explicación a través de microRNAs. La epigenética puede definirse como "el estudio de los cambios mitóticos y/o meióticamente heredables en la función genética que no pueden explicarse por los cambios en la secuencia de ADN",7 y habría surgido como un campo de investigación científico tan prometedor como controvertido, con escasas reflexiones sobre la neuroética.
Hasta este punto, el autor, además de presentar una reconstrucción histórica muy erudita de la neuroética como término y como disciplina, ha criticado algunas interpretaciones de la neuroimagen como técnica utilizada en el desarrollo de la disciplina, así como del evolucionismo darwiniano y la repercusión de la sociobiología en la ética (que derivarían en el tema del innatismo del in-tuicionismo moral). Tras estas sacudidas al edificio conceptual de la neuroética tradicional, y aún en el cuarto capítulo, Álvarez Díaz ofrece otra aportación clave. Cuando un autor habla de un "cerebro ético", ¿entiende lo mismo que cuando otro habla de una "mente moral"? ¿Qué entienden los neurocientíficos por "moral" o "ética" cuando analizan una neuroimagen? ¿Y qué creen los filósofos que se observa en la neuroimagen? El autor encuentra que desde los inicios de la neuroética como disciplina aparecieron publicaciones en donde se muestran en sus títulos todas las posibles combinaciones de binomios: cerebro ético, mente moral, mente ética y cerebro moral. Álvarez Díaz analiza las propuestas de los autores clave de estas posibles combinaciones y encuentra que, en efecto, no entienden lo mismo.
El capítulo quinto y último se enfoca en una aporía más. Si no hubiera sido suficiente el análisis de la disputa clásica sobre las nociones de alma y cuerpo, y que de alguna manera se refleja en el problema de las relaciones entre la mente y el cerebro, ahora se aborda la vieja disputa entre el determinismo y el libre albedrío. Mediante más o menos el mismo orden (analizando datos neurocientíficos, críticas desde la propia neurociencia y luego desde la filosofía), Álvarez Díaz no encuentra argumentos suficientes para afirmar que los seres humanos, en cuanto que seres morales, están determinados para actuar. La libertad, como toda posibilidad y construcción humana, tiene límites, pero no son absolutos y no se puede afirmar que no somos libres. Por si fuera poco ir a contracorriente, hacia el final del capítulo (y con ello, en el final del libro), el autor lanza otra propuesta interesante: todo ser que pertenezca a la especie humana tiene un cerebro (biológicamente es así), pero la mente no aparece hasta que se inserta en la cultura, y esto sólo puede hacerlo a través del lenguaje.
Por último, además de estos contenidos desafiantes, el libro tiene otras características relevantes. En la portada aparece la Lección de anatomía del Dr. Deijman, pintado por Rembrandt en 1656.8 Estoy seguro de que no se trata de una casualidad. Con esa imagen profundamente anatómica, el lector podría pensar que el libro se posiciona entre los que defienden que la ética, de algún modo, está en el cerebro, pero seguro que es justo lo contrario. Se trataría más bien de una forma de aviso de los muchos tópicos que se estudiarán a lo largo del texto. No te pierdas su lectura.