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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.64 no.83 Ciudad de México nov. 2019  Epub 13-Abr-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2019.83.1610 

Reseñas bibliográficas

Tomás Balmaceda y Karina Pedace (compiladores), Temas de filosofía de la mente. Atribución psicológica

Juan Manuel González de Piñera1 

1Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, juangondep@gmail.com

Balmaceda, Tomás; Pedace, Karina. Temas de filosofía de la mente. Atribución psicológica. Sociedad Argentina de Análisis Filosófico, Buenos Aires: 2018. 234p.


La capacidad humana de atribución psicológica es el cimiento sobre el que construimos nuestra vida en sociedad. La atribución de contenido mental a otras personas es un fenómeno esencial para entender nuestras vidas cotidianas. Esta compilación de artículos busca atender esta cuestión desde una serie diversa de aristas que comparten un espíritu crítico hacia las posturas dominantes. En el primer capítulo de esta compilación, Tomás Balmaceda presenta el cambio que el papel del cuerpo ha producido en los últimos años en las teorías de atribución psicológica. Desde la equiparación del cuerpo con una cárcel para el alma por parte de Platón, buena parte de la tradición filosófica occidental ha insistido en escindir la mente y el cuerpo. Tomás Balmaceda reconoce a René Descartes como representante paradigmático de esta postura, la cual, sin limitarse a separar a los humanos en dos, asigna una estricta jerarquía a ambas partes. Su heredero, el “cognitivismo”, sostiene que el pensamiento inteligente debe abordarse como un proceso de cálculo formal y de manera relativamente independiente de su corporeización; es por esto que el cognitivismo clásico subestima al cuerpo como tema de interés. En cuanto al problema de la atribución mental, la tradición ofrece dos opciones: la teoría de la teoría y la teoría de la simulación. Balmaceda pone de relieve que se trata de una falsa dicotomía, que oculta con un velo los supuestos centrales que comparten y sobre los cuales ambas se fundan, a saber, los del cognitivismo ortodoxo. Al poner en duda estos supuestos, Balmaceda introduce enfoques nuevos que colocan al cuerpo en el centro de la escena. En particular, nos presenta la teoría de la interacción de Shaun Gallagher y la perspectiva de la segunda persona, que en este volumen defienden Pérez y Gomila. Como conclusión, no se deja de señalar que todas las posiciones poscognitivistas no forman un conjunto armónico y que sus partes no son necesariamente compatibles entre sí.

El segundo capítulo propone una forma particular de entender la cognición social en otra postura poscognitivista: el enactivismo. Federico Burdman presenta la idea central de esta teoría, la de una “construcción participativa de sentido”, desarrollada por Hanne De Jaegher y Ezequiel Di Paolo. De nuevo, de lo que se trata es de minar los supuestos compartidos tanto por la teoría de la teoría como por la teoría de la simulación, i.e, que lo que hacemos es atribuir estados mentales para predecir y explicar conductas (que son opacas). Frente a eso, en el enactivismo se prioriza la dinámica de la coordinación y la interacción social y no las estrategias de postulación de estados mentales de cada persona en particular. La interacción está en la matriz misma del esquema; la cognición se piensa como acción del agente en un acoplamiento estructural con su entorno. El loop percepción-acción se entroniza y, de esta forma, los procesos cognitivos se corporeizan de forma inherente. Burdman expone en forma detallada las críticas que esta posición presenta a la clásica y reconstruye los aportes de la teoría de sistemas dinámicos para el punto de vista enactivista. Por último, el autor traza un pequeño mapa de las objeciones que se le plantean al enfoque, de los aportes genuinamente originales que trae a la discusión y de las dimensiones en las que podría seguir refinándose en términos teóricos.

Diana Pérez y Antoni Gomila desarrollan y defienden la perspectiva de la segunda persona. Definen el alcance de su teoría y señalan como puntos distintivos de las interacciones de la segunda persona que sean dinámicas y entre seres de carne y hueso, cuyas conductas expresivas son consideradas significativas. Hay reciprocidad en las atribuciones que hacen los agentes entre sí al interactuar y, a diferencia de la ortodoxia, se sostiene que estas atribuciones pueden realizarse sin contenido proposicional ni objetual. En esta línea argumentan en contra de las posiciones dominantes que proponen que la creencia es el paradigma de los estados mentales y, por lo tanto, que las atribuciones de creencia son el paradigma de la atribución psicológica, y atacan con contundencia lo que denominan “el imperialismo de la creencia” señalando la necesidad de considerar otros estados muy diversos e importantes para la segunda persona, como las emociones. También se argumenta que el tipo de concepto mental que interviene en las atribuciones de segunda persona es conceptualmente más básico y que la maestría de los conceptos psicológicos se adquiere en las interacciones de este tipo, que son ontogenética y filogenéticamente previas. Después, Pérez y Gomila muestran cómo pueden combinarse con atribuciones de actitudes proposicionales consideradas desde enfoques de la primera y la tercera persona.

Andrea Melamed analiza las emociones y su atribución. La autora identifica dos tradiciones opuestas de interpretación de la naturaleza de las emociones, a las que denomina enfoques somáticos y cognitivos. La postura de William James se toma como paradigmática del enfoque somático porque este pensador reorganizó la secuencia clásica (objeto peligroso-sensación de miedo-conducta de miedo). Los sentires (feelings) desempeñan un papel central en este nuevo esquema, ya que la emoción es la sensación misma, causada por la respuesta corporal a la percepción del hecho relevante, con lo que se deja de lado todo intermediario cognitivo y las diferencias en las respuestas corporales se conciben como fundamentadoras de las diferencias entre emociones básicas. En contraposición, Melamed presenta el proyecto cognitivo, construido también en oposición a una gran tradición filosófica (la de presentar lo emocional como opuesto a lo racional). En esta línea se cita a Robert Solomon, quien identifica las emociones con juicios, y a Richard Lazarus, quien defiende que algún tipo de actividad cognitiva es condición necesaria y suficiente para tener una emoción. Por último, Melamed conecta estas teorías de las emociones con el problema de la atribución psicológica, y sus argumentos se entrelazan con los que ofrecen otros autores en este volumen: las cuestiones de la jerarquía de la creencia en el campo de lo mental, el problema de si existe primacía epistémica de la primera persona sobre la tercera, la distinción entre causa y objeto de la emoción y la importancia de la categorización de los estados mentales.

Un aspecto curioso de la atribución mental es el caso de la ficción. En efecto, atribuimos emociones, creencias, deseos y sensaciones a personajes de ficción. Sobre esta capacidad se fundan prácticas culturales como el consumo de novelas, obras de teatro o películas. Por un lado, es evidente que atribuir estados mentales a personajes ficticios es una práctica necesaria para entender un gran número de obras de arte, pero no deja de ser curioso que las personas se emocionen aun cuando saben que se trata de cuestiones ficticias, con lo que contradicen la intuición de que hay que creer en la realidad del suceso para emocionarse por él. Éstas son las premisas sobre las que Lucas Bucci desarrolla dos líneas posibles de respuestas a esta “paradoja de la ficción”. Noël Carroll argumenta que establecemos una clara diferencia entre personajes y personas. Subraya que los personajes de ficción están diseñados para provocar emociones y, por eso, a diferencia de los humanos, su mente no nos resulta opaca en la misma medida, y es tan poco necesario para acceder a ella simular sus estados mentales como derivarlos de una teoría. Por su parte, Gregory Currie sostiene que en la atribución mental a personajes ficticios funcionan los mismos mecanismos que en el caso de la atribución a humanos de carne y hueso, y que no se deben postular facultades distintas ni especiales. Bucci critica este enfoque por limitar la adscripción a la simulación, sin contemplar otros mecanismos.

El enrevesado problema de la conciencia presenta un capítulo particularmente difícil, el de la atribución de estados conscientes a otras mentes. Alejandro Zárate ofrece un análisis pormenorizado de la noción de asimetría epistémica entre la primera y la tercera persona, cuestión en la que se funda el problema de la atribución de estados conscientes. Aquí se presentan dos tipos de respuestas. En primer lugar, las cartesianas, que fundan la asimetría en una diferencia cualitativa profunda en el modo de conocer en un caso y en el otro. Zárate despliega una batería de críticas a los dualismos y se detiene en las incoherencias que presentan los escenarios zombis planteados para defenderlos. En segundo lugar, Dorit Bar-On defiende una posición expresivista, según la cual la particularidad de la facilidad de acceso a una mente se puede explicar por el carácter expresivo de los actos producidos en desmedro de la idea clásica de asimetría epistémica. Concatenado con el último problema, en “La atribución psicológica: entre la primera y la tercera persona”, Diego Lawler parte del hecho de que en nuestras interacciones sociales actuamos y hablamos de hecho como si tuviéramos un acceso inmediato y no inferencial a nuestros deseos, creencias e intenciones, mientras que debemos realizar un esfuerzo interpretativo para descifrar a otros. Sin embargo, existen zonas grises y no se descarta que a veces la gente adopte la perspectiva de la tercera persona para saber qué quiere o qué opina con respecto a algo. En el esfuerzo filosófico por aclarar esta cuestión, Lawler menciona una tradición apadrinada por Kant, quien considera que los humanos se autodeterminan cognitiva y prácticamente como seres racionales. Así, el autoconocimiento se enraíza en la capacidad de juzgar y se relaciona de manera íntima con la agencia racional. Aquí, en la perspectiva de primera persona, hay una diferencia cualitativa epistémica fundamental, por lo que, para conocer la mente, hay que conocer cómo nos hacemos conscientes subjetivamente de los estados mentales. Con base en la figura de Daniel Dennett, Lawler articula la idea de que la diferencia entre el autoconocimiento y el conocimiento de otros, por así decirlo, no es cualitativa, sino cuantitativa.

En este último trabajo, divisamos la posibilidad de vincular una filosofía práctica con la filosofía de la mente, y si seguimos esa huella, llegamos al final del libro. En el último capítulo, Karina Pedace conecta la atribución psicológica con la normatividad de lo mental, entendida a la luz del constructo teórico davidsoniano. Desde esta perspectiva, el pensamiento y el lenguaje se consideran inherentemente sociales y deben observarse desde la esfera pública. Éste es el punto de vista del intérprete radical que postula Davidson, el de quien intenta dar sentido a las emisiones lingüísticas de un otro. Pedace ofrece una elucidación del concepto de normatividad y señala que las reglas que constriñen la práctica comunicativa dependen de valores, y que atribuir creencias y deseos depende de tratarnos mutuamente como personas: allí es donde la autora percibe el aspecto evaluativo y el puente con la especulación filosófica práctica. Una teoría que conjugue significado y acción concebirá el par mente-cuerpo ligado al de persona-cosa, y la racionalidad teórica constituyente de la mente se vinculará con la racionalidad práctica que hace a alguien una persona. Pedace concluye su artículo con un análisis de en qué medida una atribución mental vista desde la interpretación radical nos lleva al etnocentrismo, una deriva práctica indeseable.

La lectura de esta obra nos muestra que el fenómeno de la atribución mental está marcado por dos multiplicidades. Por un lado, podemos encontrar una gran variedad de teorías que se disputan el lugar de la mejor explicación tanto en el cognitivismo como en el poscognitivismo, y este volumen da cuenta de ambos bandos en esta enmarañada pugna filosófica. Por otro lado, el problema de la atribución mental concierne desde atribuirle conciencia a un congénere a suponerle un deseo irrefrenable a la heroína de una película. Las numerosas aristas de la atribución psicológica que se pueden encontrar en este libro nos dejan con un objeto muy complejo y polifacético: muchas formas de ver algo que ofrece muchas caras a la vista redunda en un problema teórico apasionante. La compilación de Tomás Balmaceda y Karina Pedace no es una colección de artículos hilvanada por un tema en común del que meramente se desprenden ocho respuestas a ocho problemas, sino que es una obra que teje un panorama interconectado y dinámico de un área fundamental de la filosofía de la mente.

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