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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.64 no.83 Ciudad de México nov. 2019  Epub 13-Abr-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2019.83.1548 

Notas críticas

Ontología y política de la esperanza. De Ernst Bloch a Quentin Meillassoux

Ontology and Politics of Hope. From Ernst Bloch to Quentin Meillassoux

Mario Teodoro Ramírez1 

1Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, marioteo56@yahoo.com.mx


Resumen

En este ensayo ofrezco una comparación entre la filosofía del pensador marxista alemán Ernst Bloch y la del pensador francés Quentin Meillassoux a propósito del hecho de que ambos plantean una fundamentación ontológica de la esperanza y de una política de la esperanza. En el primer apartado, presento el concepto religioso de esperanza que critican los filósofos mencionados; en el segundo, abordo la concepción dialéctico-materialista de Bloch; en el tercer apartado, expongo la concepción de Meillassoux, que interpreto como una radicalización crítica de una filosofía inmanente y materialista de la esperanza. A lo largo del ensayo y en la breve conclusión, muestro las semejanzas y diferencias entre las concepciones de ambos pensadores y apuesto por la superioridad, por su mayor consistencia teórica, de la perspectiva de Meillassoux.

Palabras clave: materialismo; contingencia; marxismo; religión; Dios

Abstract

In this essay I offer a comparison between the philosophy of the German Marxist thinker Ernst Bloch and that of the French thinker Quentin Meillassoux apropos of the fact that both put forward an ontological foundation of hope and a politics of hope. In the first section I present the religious concept -criticized by Bloch and Meillassoux- of hope; in the second I explore the dialectical-materialist conception of Bloch, and in the third section I present the conception of Meillassoux, which I interpret as a critical radicalization of an immanent and materialist philosophy of hope. Throughout the essay and in the brief conclusion I show the similarities and differences between the conceptions of both thinkers and, due to its greater theoretical consistency, favor the perspective of Meillassoux.

Key words: Materialism; contingency; Marxism; religion; God

La esperanza es hambre de nacer del todo.

María Zambrano

¿Cabe todavía hablar de esperanza en el mundo descreído, desanimado y francamente nihilista de hoy? Pero, ¿no es en un mundo justo así, en la mayor “oscuridad del ahora”, donde más deberíamos volver a pensar la esperanza? ¿Cuál es el significado del término y de la idea que contiene, de honda raigambre filosófica y hasta religiosa? Me ocuparé aquí, desde un punto estrictamente filosófico, de contestar estas preguntas, es decir, de plantear una reflexión sobre el concepto de esperanza. Siguiendo al pensador por excelencia de la esperanza, el filósofo alemán Ernst Bloch (1885-1977), parto de la distinción entre un concepto subjetivo de la esperanza, propio del pensamiento teológico-religioso, y un concepto objetivo de ella, propio, según Bloch, de la filosofía marxista. Más allá del marxismo examinaré también las críticas que los filósofos de corte materialista -como Spinoza- han hecho a la esperanza como una mera forma ideológica de negación del mundo real. Comentaré la propuesta de Bloch de un materialismo especulativo o una ontología del todavía-no, en la que se concreta su postura de pensar la esperanza como una posibilidad real y no sólo como una pura expresión de ilusiones y ficciones consoladoras. Por último, daré cuenta de la filosofía del pensador francés Quentin Meillassoux, inscrito en la nueva corriente filosófica, surgida en nuestro siglo, del nuevo realismo, materialismo especulativo o realismo especulativo (Ramírez 2016). Más que por un concepto objetivo, Meillassoux aboga por un concepto ontológico de esperanza en el marco de una ontología de la contingencia absoluta de todo lo existente. Explicaré cómo puede sostenerse una recuperación de la idea de esperanza en tal marco filosófico y precisaré las diferencias entre la filosofía de Bloch y la de Meillassoux; además, evaluaré estas diferencias y justificaré mi inclinación hacia la perspectiva del filósofo francés, sin dejar de valorar los aportes del pensador alemán.1 En fin, mi objetivo es establecer la forma de un concepto filosóficamente adecuado de esperanza, apta para afrontar, más allá del pesimismo y el optimismo simplones, el complejo mundo de nuestro tiempo.

Esperanza subjetiva

A toda esperanza le antecede una negación. La negación de una situación actual que se considera injusta, inaceptable, terrible o insostenible, ante la cual se afirma la posibilidad de una situación futura positiva, en la que los males actuales serán superados y donde reinará el bien, de acuerdo con distintas acepciones -lo justo, lo bello, lo ordenado, lo racional-. Dado el carácter problemático de la condición humana, entre más terrible es la situación que se quiere negar, y entre más difícil parece ser poder actuar sobre ella, más crece la esperanza, más se está dispuesto a esperar en un sentido vago y general y, por ello, subjetivo y sólo imaginario. De aquí surge la concepción religiosa de la esperanza, en particular en las religiones de carácter monoteísta -judaísmo, cristianismo, islamismo- que son, a la vez, las religiones menos cósmicas y naturalistas y más antropocéntricas. Como sabemos, en el cristianismo “fe, esperanza y caridad” constituyen las tres virtudes teologales. El orden en que se mencionan implica que la esperanza depende de la fe y que su efecto y apoyo es la caridad. Es decir, tener fe en Dios, como ente creador y ser absoluto, es el sustento de la esperanza, de la creencia en que podemos esperar cosas mejores, no en este mundo -condenado de suyo-, sino en otro mundo, en un más allá ubicado vagamente en el cielo, el paraíso o el reino de Dios. Mientras tanto, la caridad, el obrar amoroso hacia los demás, las buenas obras, pueden contribuir a reforzar esa esperanza y a que su promesa se cumpla. Después vienen las convenientes disputas teológicas y religiosas sobre si salva más tener fe que ser caritativo, si nuestra salvación depende sólo de Dios o también algo de nosotros y otras cuestiones por el estilo.

El asunto problemático, el cuestionamiento de los filósofos y de los ateos, es que la concepción de la esperanza del cristianismo y otras religiones tiene un carácter totalmente enajenante para el ser humano. La esperanza es una creencia en algo respecto de lo cual somos sólo pasivos y receptivos. No tenemos bases ni pruebas que sustenten nuestra esperanza, sólo creencias difusas y una fe que no se cuestiona. La esperanza se convierte, así, en un puro sentimiento, en puro deseo y en mera ilusión, es sólo un consuelo imaginario, ideológico, para sobrevivir a este valle de lágrimas.

No hay crítica más rotunda a la esperanza que la que expresa, desde un racionalismo radical y un materialismo consecuente, el filósofo holandés del siglo XVII Baruch de Spinoza. Para él, la esperanza es un vicio y no una virtud; es una pasión triste producto de la pasividad del alma y se relaciona con el miedo y la ignorancia. Dice la proposición XLVII del libro IV de la Ética: “Los afectos de la esperanza y el miedo no pueden ser buenos por sí” (Spinoza 2011, p. 218). Antes había definido la esperanza como una idea infundada o dudosamente fundada. Dice la definición XIII del libro III: “La esperanza es una alegría inconstante nacida de la idea de una cosa futura o pretérita de cuyo suceso dudamos hasta cierto punto” (Spinoza 2011, p. 160). La solución de Spinoza consistía en atenerse al conocimiento estricto de la naturaleza de las cosas y al abandono de supersticiones y construcciones fantasiosas: atenerse a la razón y comprender la realidad en su ser propio y en su totalidad y no juzgarla desde nuestro limitado punto de vista, desde la manera como nos afecta. Para la ontología totalmente inmanentista de Spinoza acto y potencia son equivalentes, natura naturans y natura naturata son la misma cosa; por ende, toda “potencia” es en “acto”. Nada falta en el Ser. La realidad es perfecta: esta consecuencia del materialismo espinosista resultará inaceptable para el pensamiento crítico y humanista.

La crítica a las ilusiones de la esperanza y a la visión religiosa del mundo fue parte del espíritu ilustrado de la modernidad. Con el humanismo moderno nace la convicción de que el ser humano posee capacidad y potencias para transformar el mundo y no sólo contentarse con sufrirlo. A raíz del desarrollo de las ciencias y la técnica nace la mentalidad progresista, la confianza en que la humanidad por sí misma podrá resolver de manera paulatina sus problemas.2 El marxismo agrega a esta confianza una visión crítica que se centra en el problema social y en la superación de la injusticia y la dominación. A diferencia del ateísmo meramente ilustrado y positivista, el marxismo no se conforma con renegar de la religión y del sentimiento religioso de esperanza, sino que busca transformarlo en términos racionales e incluso científicos. Busca, pues, prolongando una antigua herejía cristiana, hacer posible “el reino de Dios en la tierra”. La esperanza empieza a dejar de ser un sentimiento puramente subjetivo para ser un sentimiento positivo no necesariamente infundado. De esta manera, es posible una concepción racional de las posibilidades transformadoras de la praxis así como fundar de modo objetivo la esperanza. Ésta es la tesis de Ernst Bloch.

Esperanza objetiva

Bloch es uno de los pensadores más interesantes de lo que se llamó el “marxismo occidental”, es decir, el conjunto de desarrollos del marxismo fuera de los países llamados socialistas. Como otros pensadores de esa línea, Bloch pasó de una postura cercana al marxismo oficial y de simpatía con la URSS y los países socialistas a un alejamiento crítico.3 Al estar vinculado con los teóricos de la Escuela de Fráncfort -Adorno, Horkheimer, Benjamin-, comparte con ellos una concepción más libre y abierta del marxismo, así como la crítica a las interpretaciones doctrinarias o bien positivistas y cientificistas del pensamiento de Marx. En particular, considera que el pensamiento utópico y el principio esperanza son consustanciales al marxismo como filosofía crítica y liberadora. Sin abandonar una perspectiva estrictamente materialista, Bloch piensa que el marxismo debe reencontrar sus fuentes históricas y culturales, religiosas incluso, y en particular cristianas (Bloch 1983 y Bloch 2002). Creía necesaria y posible una reinterpretación no religiosa, desmitificadora de la religión, de las ideas y los sentimientos religiosos, valorando sus aspectos positivos, irrenunciables en la formación de una conciencia anticipante y emancipadora. Al contrario de Spinoza, Bloch cree que la esperanza es más hija de la insatisfacción y el deseo que del miedo y la ignorancia y, contra Freud, remite más a la luz diáfana de los sueños diurnos que a las oscuras cavernas de los sueños nocturnos (Bloch 2004, p. 129). A la vez, dialéctico como le gustaba ser, creía que el marxismo tendría mayor verdad y potencia si se reconocía como parte culminante del proceso histórico-civilizatorio del deseo de liberación de la humanidad.

Bloch busca ante todo la formulación de un fundamento filosófico, e incluso ontológico, del marxismo. Según su punto de vista, desde ahí puede redefinirse de modo racional y crítico la función de la utopía y el principio esperanza. Adopta, así, en lo mejor de la tradición filosófica -Heráclito, Aristóteles, Hegel-, una concepción de la realidad como proceso, como devenir, cambio e innovación, como potencia o poderser y no sólo como ser y sustancia. Sin embargo, no se contenta con sostener una concepción del proceso como un puro flujo, sin fin ni propósito (y critica por ello a Bergson (Bloch 2004, p. 117)). Piensa lo posible, el futuro, como un “todavía-no” que está ínsito en el presente, que se abre desde el ahora como su horizonte, como un posible llegar a ser. “Todo lo real discurre con un todavía-no en su seno”, sostiene (Bloch 2004, p. 131). El Ser está inconcluso, la esencia de lo que existe es la “in-conclusión”.

Bloch es congruente con la idea de Marx de que el comunismo no es sólo un bello ideal, una pura utopía, sino una posibilidad objetiva inscrita en la estructura del modo de producción capitalista. Pero en contra de cualquier determinismo simplista que crea que los procesos sociales son mecanismos automáticos, insiste en que la percepción de la realidad como un proceso abierto, esto es, la dimensión subjetiva de lo real, es un componente imprescindible para la realización de cualquier utopía y para dar sustento a la esperanza. En general, el marxismo es la primera filosofía en la que la dimensión del futuro -lo que puede ser- adquiere tanta primacía como las dimensiones del pasado y el presente -lo que es-. “Sólo el marxismo, sobre todo, ha aportado al mundo un concepto del saber que no está vinculado esencialmente a lo que ha llegado a ser, sino a la tendencia de lo que va a venir, haciendo así accesible por primera vez, teórica y prácticamente, el futuro” (Bloch 2004, p. 178). Para Bloch, un verdadero realismo es el que piensa lo real y lo posible juntos: lo real abierto a lo posible, lo posible preparado o anidado en lo real. Es la manera, según él, de superar tanto el idealismo utópico como el fatalismo reaccionario. “Utopía concreta” llama a su propuesta: un futuro posible que es una tendencia en lo actual y que puede desde ahora comenzar a actualizarse. La utopía, el futuro y lo posible dejan de ser, así, una “nada”, algo ubicado simplemente en un no-lugar, en un sabe-cuándo. De alguna manera, para el pensador alemán, el mundo mejor, justo, solidario, libre, está ya anticipado en el presente, en particular cuando el deseo del bien y la razón crítica se unen y apoyan mutuamente. Deseo y razón se encuentran vinculados en forma estrecha para el pensador alemán: ambas facultades apuntan a lo posible -idea que ya estaba presente en la filosofía kantiana- (Ramírez 2007).

Lo objetivo y lo subjetivo, lo exterior y lo interior se complementan, pero ambos son perfectamente reales, ambos son componentes de la realidad. Dice Bloch: “En el interior no se movería, desde luego, nada si lo exterior fuera completamente compacto. Afuera, sin embargo, la vida es tan poco conclusa como en el yo que labora en este ‘afuera’ ” (Bloch 2004, p. 238). Así, contra el idealismo subjetivo y contra el realismo conformista, el pensador alemán establece una distinción fundamental entre lo objetivamente posible y lo realmente posible:

Objetivamente posible es todo aquello cuyo acontecer es científicamente esperable o, al menos, no puede excluirse basándose en un mero conocimiento parcial de sus condiciones dadas. Realmente posible, en cambio, es todo aquello cuyas condiciones no están todavía todas reunidas en la esfera del objeto mismo. (Bloch 2004, p. 238)

Para Bloch, lo objetivo no es todo lo real, pues lo real incluye lo posible y, ahí, en el hueco que queda siempre en todo lo que es, se abre un espacio en el que la subjetividad puede anidar la realización de sus sueños e ilusiones. Esto permite rehuir por igual al utopismo abstracto y al conformismo pragmático -inmoral, a fin de cuentas-. Bloch se declara en contra de ambos. Dice preferir el pesimismo que el optimismo superficial del progresismo irreflexivo de la modernidad técnicocapitalista, ese “nuevo opio para el pueblo”, que es sólo la “repetición del quietismo contemplativo” (Bloch 2004, p. 240).4 Un progresismo al que, por otra parte, nuestro tiempo posmoderno parece estar rendido, y para cuya crítica valdría la pena volver a un pensador como Bloch.5 También la crítica del progresismo irreflexivo serviría para visibilizar las nuevas utopías concretas que la experiencia sociocultural del siglo XX ha hecho emerger, tales como el feminismo, “un proyecto civilizatorio -dice el filósofo español José Antonio Pérez Tapias citando a la filósofa feminista mexicana Rubí de María Gómez- en el que mujeres y varones podamos reconocernos como tales tratándonos como rigurosamente iguales” (Pérez 2018, p. 104; Gómez 2013). En general, las distintas variantes del multiculturalismo y el pluralismo cultural del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX conllevan la utopía de una sociedad de igualdad y justicia, en la que a las tradicionales exigencias de igualdad económica y jurídica se agregan exigencias de igualdad sexual, étnico-cultural, generacional, laboral, etc. En verdad, el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX no abandonó la utopía: se volvió más exigente con ella, le planteó más requisitos, detalles y precisiones. La idea de que la humanidad es compleja, problemáticamente unitaria, no renuncia de por sí a la utopía, más bien, propone construir utopías que no destruyan el espíritu crítico -expresado muchas veces en la forma de antiutopías o distopías-.

La utopía concreta que Bloch propone es un reino de justicia, igualdad y libertad. Es, ciertamente, un mundo a futuro. Sin embargo, esto no implica abjurar del presente. Para él, carpe diem significa: vive el momento, cuida el presente, ámalo, porque en él se anuncian y forjan las posibilidades que son la esencia y lo que vale del “ser”.6 No se trata, pues, ni de enajenarse al futuro ni de negarlo y someterse al presente y mucho menos al pasado. En realidad, se trata de mediar entre las tres dimensiones temporales y saberlas conjugar aunque siempre bajo la perspectiva del futuro, de lo posible.

La esperanza, la ensoñación, el sueño diurno, “el soñar hacia delante”, la utopía, expresan la potencia de la realidad y la fuerza esencial del espíritu humano. Son la energía que hace al mundo. La filosofía de la esperanza de Bloch es, en verdad, una ontología, una antropología general y una filosofía de la cultura. Toda obra de cultura, todo proyecto en el arte, en el pensamiento, en la ciencia, “roza ya la utopía” (Bloch, 2004, p. 195). “Espíritu de la utopía es, en último término, predicado de toda gran expresión, en la catedral de Estrasburgo y en la Divina comedia, en la música expectativa de Beethoven y en las latencias de la Misa en Si menor” (Bloch 2004, p. 196). La evidencia de que la esperanza tiene sentido y de que la utopía es posible la aprehendemos de manera indiscutible cuando disfrutamos las grandes obras de la cultura humana, siempre constitutivamente abiertas al porvenir, a un plus de historia y existencia.

Por último, para Bloch lo importante no es aquello que pueda esperarse, lo que pueda alcanzarse efectivamente, sino la capacidad de esperanza, la posibilidad humana de cuestionar lo dado y proyectar lo posible y, además, de actuar conforme a esa proyección. Igual para la utopía: su función más importante no estriba en el mundo ideal que se representa, sino en esa capacidad, cambiante según las épocas aunque siempre presente, de poder representarse un mundo distinto, de vislumbrar un mundo posible.

Esperanza ontológica

Aunque concuerda con el pensamiento de Bloch en varios aspectos -la recuperación del principio esperanza, la necesidad de un diálogo crítico con la religión (y en especial con el cristianismo), la vindicación de una perspectiva materialista no reduccionista en filosofía-, el filósofo francés Quentin Meillassoux (nacido en 1967) sostiene una postura propia al cuestionar los presupuestos metafísicos básicos de la tradición filosófica occidental, en particular el dominio de la categoría de necesidad y las concepciones filosóficas modernas atribuladas por requerimientos subjetivistas y humanistas nunca legitimados de manera cabal. Cuestionando la solución moderna del “correlacionismo” -que sólo puede pensar el Ser con el esquema de la relación sujeto-objeto, es decir, atrapado desde un principio en una concepción subjetivo-humanista-, Meillassoux no renuncia, sin embargo, a la tarea de comprender el sentido de la existencia humana e incluso a mantener, definido con nuevas bases, el principio esperanza. Su perspectiva se propone ser radical, estrictamente realista y alejada de todo ideologismo mistificador y meramente consolador. Sus planteamientos, consistentes y muy informados, resultan en primer lugar sorprendentes, inesperados. Se trata, claramente, de un pensador del siglo XXI.

El principio filosófico-ontológico básico de Meillassoux afirma el carácter absoluto de la contingencia (Meillassoux 2015); no hay en el Ser nada necesario, no hay determinismo, las cosas pueden ser o simplemente pueden no ser lo que son: pueden ser o pueden no ser. Las leyes de la naturaleza no son absolutas, pues no hay un fundamento extranatural que les garantice ese carácter -no hay una ley de leyes- (Meillassoux 2015, pp. 133 y ss.). Todo puede derrumbarse sin ninguna razón y, también, sin ninguna razón todo puede mantenerse. El principio de razón suficiente de la metafísica racionalista es totalmente falso o contradictorio. Y, como es obvio, Dios no existe. Lo que rige es, más bien, lo que el pensador francés llama el “principio de irrazón”, (Meillassoux 2015, pp. 87 y ss.), de sin-razón o de no-razón. El ser es, como la rosa de la que hablaba el poeta,7 sin razón, sin sentido, no conlleva de suyo ningún valor ni finalidad. Simplemente es, de manera absurda, inexplicable, sin ninguna necesidad ni intención, indiferente por completo a nuestra inquietud, a nuestra posición en él. ¿Qué nos queda en esta perspectiva, aparentemente fría, inconmovible, escalofriante incluso? Mucho, cree Meillassoux.

Nos queda, en primer lugar, la potencia del pensamiento, su capacidad y alcance pues, si bien al igual que todo lo existente el pensamiento es también hijo de la contingencia, es el único que, al reconocerla y afirmarla, puede trascenderla o al menos no contentarse sólo con sufrirla. El carácter absoluto de la contingencia es una verdad absoluta. Contra Kant, Meillassoux establece que, mediante la razón especulativa (la razón pura), es posible el conocimiento de lo que es la cosa en sí, del Ser tal cual, y esto es posible precisamente a condición de que no le pidamos al Ser, a la realidad, lo que no puede darnos: necesidad, razón, sentido o lo que sólo puede darnos si antes, y forzando las cosas, se lo hemos montado nosotros mismos. Reconocer, afirmar la contingencia, es prueba no sólo de la capacidad del pensamiento, sino también de su virtud, de su valor o valentía. Estar dispuesto a asimilar esa verdad absoluta y no recular ante ella es muestra de poder y dignidad, un verdadero saber estar a la altura de las cosas. Está claro que de una ontología así se sigue, o puede seguirse al menos, un replanteamiento de la ética. La capacidad del pensamiento para aceptar la contingencia del Ser como una verdad absoluta concede al ser humano, portador de ese pensamiento, una dignidad superior y una trascendencia espiritual en la que ha de fundarse una nueva ética. Se trata de una ética factual o de la factualidad (término que significa para Meillassoux la no facticidad de la facticidad, el hecho de que la facticidad y la contingencia sean lo único necesario en el mundo) en cuanto que ética radicalmente inmanente, inmanentista, que es a la vez una ética de la inmortalidad. ¿Cómo? ¿Por qué?

El inmanentismo radical, la filosofía que sostiene que el Ser se basta a sí mismo, no considera incongruente, contra lo que se ha pensado hasta ahora, la idea de una creación ex nihilo (Meillassoux 2007b). El Ser -el Universo- emerge desde la nada, se crea a sí mismo. Aunque presupone la materia, la vida también emerge, como vida, de la nada: es un salto inesperado e inexplicable. Por último, el espíritu, que a su vez presupone la vida, emerge también desde la nada. Tres surgimientos que dan cuenta de que el Ser es devenir irreductible e imprevisible o, más bien, que el Ser es devenir y metadevenir; un devenir que da saltos inesperados.8 Todo puede suceder, todo puede emerger. El emergentismo es la verdad de lo existente, y en él se funda la posibilidad de cualquier cosa y el deseo humano de inmortalidad.

Ahora bien, deseo de inmortalidad no significa simplemente “no morirse” o “no querer morirse”; significa que queremos la inmortalidad en este mundo, en esta vida. No en una vida en el más allá, en una zona oscura de no-vida, de “vida eterna” que en realidad es de “muerte eterna”. Dice Meillassoux:

La inmortalidad es el deseo filosófico de la vida, el deseo de que esta vida humana, y ninguna otra, sea siempre y siempre vivida. El filósofo quiere una vida sin más allá, sin trascendencia, y es por esto que la ética filosófica debe ser una ética de la inmortalidad, es decir, una ética de la vida sin más.9

Esto significa que es posible nuestro renacimiento, que es posible incluso la resurrección de los cuerpos. ¿Cómo y por qué debemos renacer, ser inmortales? En primer lugar porque poseemos la dignidad que nos da el pensamiento, una capacidad para ir más allá de lo dado, más allá del absurdo eterno de la existencia. En segundo lugar, porque al reconocer nuestra contingencia individual somos capaces de reconocer la contingencia de todo ser humano y podemos, así, superar nuestra particularidad en el reconocimiento de un principio universal, un principio que es ya, en cuanto universal, principio de justicia. Poseemos, pues, la condición para ser algo más que materia, vida y espíritu.

Emerge así, en el tercer mundo o tercer orden, el del espíritu (en el que estamos ahora), el anuncio y la posibilidad de un cuarto mundo, que es para Meillassoux el “mundo de la justicia”, entendida como justicia radical, absoluta, plena: justicia para todos, para vivos y muertos, pues, al fin, según el filósofo francés, la mayor injusticia es la muerte misma. Desde luego que ese cuarto mundo no existe, pero ¿es posible? Por el principio de contingencia absoluta no podemos decir con certeza que lo sea pero, por el mismo principio, tampoco podemos decir que no lo sea. Y es aquí que hemos de fundar la esperanza, no sólo como una idea o una construcción humana, sino como una posibilidad ontológica. Mientras sostengamos cualquier metafísica del ser necesario, mientras creamos que existe la necesidad en cualquier orden de la realidad, no cabe más que atenerse a lo que es y ninguna esperanza cabe, en ningún sentido. Por el contrario, como comenta Terry Eagleton en referencia a Meillassoux, “mientras hay contingencia, hay esperanza” (Eagleton 2016, p. 15), y esperanza “objetiva y realmente posible”, como quería Bloch. Esperanza que no contradice a la razón, como querría Spinoza. Al contrario, esperanza y razón resultan al fin consustanciales, pues ambas suponen por igual la infinitud inmanente o la inmanencia infinita del ser, y confían en ella: en la “inmanensidad” (Jules Laforgue) de la existencia.

La esperanza y la razón van a la par, son una sola y misma facultad, ya teórica, ya práctica, pero siempre adecuada al exceso eterno del devenir. O todavía más, la esperanza es lo racional atravesado por el deseo, o al contrario, la vida traspasada de pensamiento; la unión del alma y del cuerpo.10

La misma idea expresa Bloch: “la razón no puede florecer sin esperanza ni la esperanza puede hablar sin la razón” (Bloch 2007, p. 500). Ciertamente, no hay más que este mundo, pero este mundo no acaba, no tiene finalidad, pero tampoco fin. En palabras de Bloch: la incompletud lo define, la “inconclusión” lo caracteriza.

De esta manera, el filósofo francés ofrece una concepción de la esperanza que rebasa por igual las perspectivas objetiva y subjetiva. Dado el principio de contingencia, no existe ningún fundamento de necesidad que sostenga nuestra aspiración a un mundo mejor, pero tampoco puede asentarse la suposición prometeica de que todo depende de la voluntad humana, que basta nuestra acción decidida para que lo nuevo sea posible, pues eso es otra manera de mantener el supuesto de la “necesidad” (ahora una especie de necesidad de la voluntad humana). Es aquí que Meillassoux se distancia incluso de la “dialéctica” subjetivoobjetivo de Bloch para quien, como veíamos, la esperanza es posible en la medida en que hacemos una síntesis entre lo objetivo y lo subjetivo. De esta forma sólo logramos conjugar, desde la perspectiva de Meillassoux, dos visiones insuficientes de la esperanza, pero la suma de dos visiones insuficientes no produce una visión suficiente.

Para Meillassoux, el problema estriba en que en cualquiera de las tres perspectivas -la objetiva, la subjetiva o la dialéctica- estamos dispuestos a aceptar que la injusticia es de alguna manera necesaria. Según el pensador francés, mientras aceptemos algún grado de injusticia, es decir, mientras aceptemos que a priori no es posible desterrar totalmente la injusticia, nuestra concepción de la justicia será relativa, incierta, no íntegra, no va a ser un valor en serio y absoluto, como debería ser. Al fundar la esperanza en una ontología de la contingencia podemos cuestionar tanto el objetivismo como el voluntarismo y dar su justo valor a la praxis comprometida del sujeto humano. Meillassoux cuestiona las posturas fatalistas que creen que es imposible un mundo de justicia, o que creen que es posible de forma automática. “La justicia es la exigencia desmesurada del ser humano, que lo hace humano”.11 Podemos tener esperanza, y debemos tenerla.

La condición para que lo universal advenga es entonces que él sea deseado en acto. Esperar pasivamente lo universal es precisamente no esperarlo: pues es hacer de lo universal un objeto extraño al ser humano, reificado exteriormente en sí mismo, y así hacer de lo universal lo que no es, y volver imposible su advenimiento.12

En referencia a su estimado poeta Stephan Mallarmé, a quien dedicó un largo ensayo (Meillassoux 2011), nuestro pensador ofrece la fórmula en la que la contingencia y la acción se unen: “Se puede comparar el acto libre a una tirada de dados, una tirada de dados no garantiza el logro, sólo lo vuelve posible”.13 Si no lanzamos los dados, si no actuamos, seguro que nunca vamos a poder atinar a algo.

El Bien es alcanzable, la justicia es alcanzable, pero no porque estén ya definidas en el Ser o garantizadas por un ente trascendente -por Dios-, tampoco porque sean el puro producto de nuestra decisión -el humano divinizado-. Lo “divino”, Dios, es para Meillassoux una posibilidad a futuro. Sólo es coherente (y auténtico) creer en un Dios que no existe todavía (pues el que ha existido ha sido lógica y moralmente contradictorio) (Ramírez 2016, pp. 101-111). Bloch casi dice esto mismo cuando afirma: “La verdadera génesis no se encuentra al principio sino al final” (Bloch 2004, p. 510). “Somos los ancestros posibles de Dios y no sus creadores”, refuerza Meillassoux (Meillassoux 1987, p. 381). En la medida en que la creencia en un Dios inexistente pero que puede llegar a existir no es puramente irracional, irreal o ideal, podemos darle a nuestra acción actual, comprometida con el bien y la justicia, una fuerza y una convicción mayor, y un sentido de verdad que ninguna de las religiones o teorías morales habían tenido hasta ahora. Podemos desterrar de nuestro ánimo el escepticismo y el nihilismo moral. No actuamos ciegamente en busca de un ideal irreal, trascendente -como el ideal religioso-, tampoco reducimos de manera nihilista ese ideal al limitarlo a nuestras posibilidades meramente humanas. Abrazamos el ideal en su carácter absoluto -y en esto reconocemos el valor y aporte del pensamiento religioso, en particular del mesianismo- pero lo aceptamos como una posibilidad real -y aquí reconocemos el aporte de la racionalidad filosófica-, posibilitada justo por la aprobación de la verdad eterna de que el ser es absolutamente contingente y, por ende, que todo es ontológicamente posible. La religión queda absorbida y superada en una filosofía que lleva la potencia de la razón a su extremo máximo de lucidez.

Conclusión

Nuestra concepción de la esperanza había estado sujeta tradicionalmente a la alternativa de esperar un mundo mejor por obra y gracia de algo externo a nosotros -la divinidad o supuestas leyes de la historia-, o aceptar que tenemos la capacidad para construir ese mundo a fuerza de tesón: el voluntarismo humanista que sólo ha podido concretarse en esas formas de antiutopías que son los estados totalitarios -fascista o comunista-, o aun en ese totalitarismo light que es el actual orden de la economía global gobernada por los grandes emporios multinacionales y sostenido por la ideología del hiperindividualismo posmoderno (la era de la selfie). En verdad, esta última alternativa consiste precisamente en la renuncia cabal a toda esperanza: nada hay que esperar, el mundo actual es inmejorable, o bien nada puede hacerse frente a él (según los diagnósticos de Byung-Chul Han).14

Después de estos planteamientos, ¿qué se sigue en términos prácticos, éticos y políticos? Como en otras ocasiones, parece que la filosofía sólo puede ofrecer enseñanzas negativas para la vida práctica: no nos dice qué hacer, pero sí nos dice qué no hacer. Está claro que lo que nos queda es recuperar y reafirmar la función crítica de la filosofía y, en particular y en lo mejor de la herencia marxista-francfortiana, la filosofía como crítica de la ideología. A las diversas definiciones de ideología15 como creencia irreflexiva, irracional, como formas de pensamiento al servicio de la dominación, como formas esquemáticas de pensar -de no pensar, en verdad-, de los planteamientos de Bloch y sobre todo de Meillassoux se sigue la precisión de un nuevo aspecto -que de alguna manera ya estaba previsto en el propio Marx-: ideología es todo pensamiento que afirma que hay algo necesario en el mundo, en el mundo en general y en el mundo humano en particular, esto es, todo pensamiento contrario a la afirmación y aceptación de la contingencia y el devenir. Así, el fundamento de la ideología es algún tipo de concepción metafísica, y toda metafísica tiene en esencia un carácter ideológico: a fin de cuentas, se trata en esas posiciones de negar la posibilidad real de la libertad y, con ella, de la justicia, el bien y la verdad.

La enseñanza de la filosofía de la esperanza equivale a contribuir a la formación de un ánimo más crítico y, a la vez, más confiado y abierto a la existencia y al valor del pensamiento, a la potencia del pensar, al alcance ilimitado e ilimitable de la razón: esa cualidad humana que funda en nosotros mismos la posibilidad de advenimiento de lo sobrehumano, de lo “divino”. ¿Podrá aparecer el mundo de la justicia? ¿Llegará el mundo divino de la inmortalidad y el bien absoluto? Al actuar en el ahora con la esperanza en esa posibilidad, con la convicción de que no es una pura ficción ni un puro hecho limitado, quizá empezaremos de manera paulatina, mediante actos concretos y permanentes, a hacer que emerja ese mundo nuevo. Llegaremos a ser entonces divinos, algo por completo distinto a lo que somos ahora. Entonces podremos entender la enigmática afirmación de Henri Bergson de que el universo es, en su función esencial, “una máquina de hacer dioses” (Bergson 1996, p. 404).

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1Mi ensayo quiere ser a la vez una continuación y una especie de réplica al texto de Moir 2016.

2Para una evaluación crítica de los supuestos generales del pensamiento moderno, cfr. Villoro 1992.

3Sobre la evolución política de Bloch, cfr. Krotz 2011.

4En un antiguo artículo, Fernando Savater, crítico del utopismo, resaltó esta posición de Bloch. Cfr. Savater 1998, pp. 30-38.

5Este progresismo puede interpretarse como una “privatización” de la esperanza, que en realidad es una forma de disminuirla y destruirla. Cfr. Žižek y Thompson 2013.

6“La utopía no es un estado duradero; por tanto, una vez más, carpe diem, pero como auténtico y en un auténtico presente” (Bloch 2004, p. 366).

7Angelus Silesius (1624-1677): “La rosa es sin porqué, / florece porque florece, / no tiene preocupación por sí misma, / no desea ser vista”.

8En referencia a Bergson, Meillassoux distingue entre el devenir y las intercepciones o cambios cualitativos en el devenir que definen un metadevenir que abre en el Ser un plano de virtualidad. “Donde se ve un devenir, es dos devenires: para que haya devenir se requiere que el devenir devenga dos veces: como flujo de imágenes y como flujo de intercepción de las imágenes” [“Ou? l’on voit qu’un devenir, c’est deux devenirs — pour qu’il y ait devenir, il faut que le devenir devienne deux fois : comme flux d’images, et comme flux d’interception des images”], Meillassoux 2007a, p. 82.

9“La immortalité est le désir philosophique de la vie, le désir que cette vie humaine, et nulle autre, soit encore et toujours vécue. La philosophie veut une vie sans au-delà, sans transcendance, et c’est pourquoi l’éthique philosophique se doit d’être une éthique de l’immortalité, c’est à dire une éthique de la vie sans ailleurs.” Meillassoux 1997, p. 289.

10“L’espoir et la raison vont de pair, ils sont une seule et même faculté, tantôt théorique, tantôt pratique, mais toujours adéquate à l’excès éternel du devenir. Ou plutôt l’espoir est le rationnel traversé para le désir, ou au contraire la vie transpercée de pensé; l’union de l’âme et du corps.” Meillassoux 1997, p. 341.

11“La justice est la exigence démesurée de l’homme, que le fait homme.” Meillassoux 1997, p. 338.

12“La condition pour que l’universel advienne, c’est donc qu’il soit désiré en acte. Attendre passivement l’universel, c’est précisément ne pas l’attendre: car c’est faire de l’universel un objet étranger à l’homme, réifié extérieurment à lui — c’est donc faire de l’universel ce qu’il n’est pas.” Meillassoux 1997, p. 327.

13“On peut ainsi comparer l’acte libre à un coup de dé — coup de dé qui ne garantit pas la chance, mais qui seul la rend possible.” Meillassoux 1997, p. 327.

14Las obras de Byung-Chul Han se ocupan desde distintas perspectivas de analizar la situación problemática de nuestra época. Véase, en particular, Han 2014.

15Entre la abundante bibliografía sobre la ideología, véase Villoro 1986.

Recibido: 19 de Septiembre de 2018; Revisado: 28 de Diciembre de 2018; Aprobado: 24 de Abril de 2019

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