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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.64 no.82 Ciudad de México may. 2019  Epub 12-Mayo-2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704913e.2019.82.1633 

Articles

Transgeneridad y transracialidad: contrastes ontológicos entre género y raza

Transgenderism and Transracialism: Ontological Contrasts between Gender and Race

Siobhan Guerrero Mc Manus* 

* Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. siobhanfgm@gmail.com


Resumen:

A comienzos de 2017 Rebecca Tuvel publicó un texto intitulado In Defense of Transracialism; éste defendía que las razones que tenemos para aceptar la transgeneridad/transexualidad debían llevarnos a aceptar la transracialidad como posibilidad, puesto que la ontología del género y la de la raza compartían dos elementos fundamentales: la autoidentificación y el etiquetamiento por parte de terceros. En el presente trabajo se cuestiona la validez de tal extrapolación, al señalar que conduce a análisis metafísicos y políticos que ignoran la historicidad y la materialidad que caracterizan a las diversas categorías así homologadas. Por tal razón, se cuestiona críticamente cierta tendencia que ha igualado diversas ontologías sociales, al tiempo que se enfatizan otros enfoques metafísicos que no incurren en estas problemáticas.

Palabras clave: feminismo analítico; metafísica social; transfeminismo; corporalidad; ontología histórica

Abstract:

In early 2017 Rebecca Tuvel published a paper entitled In Defense of Transracialism; this text claimed that the available reasons supporting transgenderism/transsexualism should lead us to accept transracialism as a possibility, given that both the ontologies of race and gender share two fundamental elements: self-identification and a third-party labeling. In this paper the validity of this extrapolation is disputed in light of the metaphysical and political shortcomings it implies by disregarding the historicity and materiality of these categories. Hence, the critical tone of this paper when discussing a certain tendency to homologize a diversity of social ontologies, on the one hand, and, on the other hand, the emphasis on different metaphysical analyses wherein these limitations don’t seem to rise.

Key words: analytic feminism; social metaphysics; transfeminism; embodiment; historical ontology

Introducción

El objetivo central de este trabajo consiste en comentar críticamente la controversia que rodeó al trabajo de la filósofa analítica Rebecca Tuvel y su análisis comparativo entre la transexualidad/transgeneridad y la transracialidad. En esencia, tras realizar una comparación entre las metafísicas de la raza y del sistema sexo/género, esta filósofa buscó apuntalar la idea de que los argumentos que nos llevan a abrazar la legitimidad de las experiencias transexuales/transgénero pueden, mutatis mutandis, emplearse para establecer la legitimidad de una experiencia transracial, porque ambas ontologías sociales son lo suficientemente parecidas dado el papel que en ambas desempeñan la autoidentificación y el etiquetamiento.

Sin embargo, lo anterior fue muy criticado tanto por activistas trans como por personas de color, al considerar que dicha comparación perdía de vista las sutilezas históricas que estuvieron presentes en la construcción de ambas identidades. Empero, el trabajo de Tuvel no es en ningún sentido idiosincrásico o sui generis y pone en evidencia una tensión que en la actualidad plaga los estudios interseccionales y la metafísica social analítica, a saber, la necesidad de no perder de vista las especificidades históricas de los ejes que componen a los modelos interseccionales mismos mientras se rastrean semejanzas entre las diversas modalidades de opresión que en cada eje se expresan -sean éstas por género, raza o clase-.

Este texto plantea la urgencia de atender críticamente esta controversia así como la tendencia que ejemplifica, pues las limitaciones en los análisis metafísicos ya mencionados en torno a lo social suelen venir entretejidas con limitaciones políticas a la hora de buscar comprender e intervenir en los problemas que atañen a las diversas minorías. De allí que busque señalar que, si bien hay elementos positivos que reconocer en dichas aproximaciones, también es menester no perder de vista las sutilezas de cada categoría.

Para emprender una lectura crítica, este ensayo se divide en las siguientes secciones. Primero, se presenta el riesgo que acarrea todo esfuerzo interseccional cuando deja de lado la historicidad de los componentes de su análisis. A continuación se ofrece una descripción sucinta del contexto en el cual surgió la controversia específica aquí revisada. La tercera sección consiste en una exposición concisa de los argumentos de Tuvel en torno a las semejanzas entre la experiencia transexual/transgénero y la transracialidad. Después se hace un recorrido por el trabajo en metafísica feminista que ha hecho posible dicha comparación y, en la quinta y última sección, se realiza una breve crítica de los límites de estos modelos y de la posibilidad de enriquecer la discusión actual si atendemos ciertas propuestas de corte materialista y deleuziano.

1 . De la interseccionalidad al aplanamiento ontológico

Existe hoy por hoy un nudo gordiano en los estudios interseccionales, es decir, dentro de ese conjunto de campos dedicados a los estudios críticos de raza, género, clase y otras categorías sociales que describen lo que podríamos llamar ontopologías según cierta inspiración derrideana u ontopolíticas siguiendo en este caso a Mol 1999, aunque quizá estas formulaciones ya son, en sí mismas, peligrosas, pues entrañan algo de abstraccionismo vicioso (Winther 2014) que, como se hará ver, es constitutivo del nudo del que aquí se habla.

Con la figura del nudo gordiano busco hacer referencia a determinado aplanamiento ontológico que se ha efectuado sobre dichas categorías sociales; categorías que describen cómo estamos posicionadas y posicionados a la luz de diversas estructuras y dinámicas relacionadas con la forma en que operan y se constituyen el racismo y la raza, el sexismo en todas sus formas y las categorías sexogenéricas, el clasismo y la clase, etc. Dicho aplanamiento consiste en reducir tácitamente todas esas categorías en una ontología abstracta que describe ejes de opresión gestados y mantenidos mediante procesos simbólicos y materiales de discriminación y exclusión, los cuales conducen a que, en cada eje, se produzcan posiciones de sujeto hegemónicas y posiciones de sujeto subalternas.

El fallo teórico que describo se genera al reducir la posición de cada ser humano, su trayectoria e historia de vida, sus identidades, sus corporalidades y su posición de sujeto en una suerte de vector. Esto conduce a que lo social se mire como si pudiera pensarse de manera análoga a un campo vectorial ndimensional o quizá literalmente como un campo de este tipo. Según esta analogía, la interseccionalidad consistiría contra las advertencias de la propia Crenshaw 1991, quien acuñó el concepto en describir a cada persona como algo que ocupa dicho vector único e irrepetible y que es, sin embargo, analizable en términos de sus componentes; así, la persona se concibe como la resultante de la suma vectorial de aquellos componentes que son sus muy diversas posiciones sociales. En otras palabras, la falla proviene de pensar que las categorías sociales descritas son dimensiones dentro de ese espacio vectorial y que, en cada dimensión, hay valores que se pueden ocupar y que son hegemónicos o subalternos.

Este error de concepción o, mejor dicho, esta forma de articular una ontología de lo social sacrifica los aspectos fenomenológicos o vivenciales de cómo se experimentan las categorías; sacrificio no menor, ya que invita a proyectar nuestras categorías o, en todo caso, las de Occidente hacia toda sociedad humana, pues, en principio, toda experiencia podría ser representable en dicho espacio. Así, por ejemplo, las muxes o los güevedoce podrían leerse como homosexuales o transexuales, en el primer caso, o como intersexuales, en el segundo, aplanando en el proceso la especificidad cultural de dichas categorías y las dimensiones vivenciales que poseen y que debieran servir para recordarnos que las historias y contextos de tales términos no permiten interpretarlos como meros sinónimos de los términos nacidos en el corazón de la medicina occidental.

Asimismo, este aplanamiento tiene un segundo efecto que tampoco es menor y que conduce a traducir la interseccionalidad en una suerte de métrica de las opresiones en la cual sería posible sumar el número de valores hegemónicos que se ocupan para luego compararlo con el de otras y otros: si el número es mayor, se es más privilegiada o privilegiado; si es menor, lo opuesto. Desde luego, dicho movimiento desnaturaliza lo que llevó a Crenshaw a formular el concepto de interseccionalidad como una especie de recordatorio constante de la no extrapolabilidad de las experiencias de las mujeres de color precisamente como una suerte de intersección pensada en términos conjuntistas o suma vectorial de las vivencias de las mujeres blancas y los hombres de color.

Empero, el nudo gordiano al que hago referencia no ha terminado de ser presentado. No me refiero sólo a cómo un concepto el de interseccionalidad que buscó articular los estudios de género, de raza, de clase, etc. entre sí, combatiendo el apartheid académico denunciado por feministas como Sandoval 2015, terminó por emplearse para posibilitar un enfoque que homologa la clase, el género, la raza y otras categorías como instancias de una arquitectura o arreglo más general que describe hegemonías, subalternidades, opresiones y exclusiones. De hecho, tendría que decir que no pretendo rastrear en el concepto de interseccionalidad este error conceptual ni descalificar su uso cuando se emplea bajo lecturas no vectoriales o metrizantes, aunque sí hay voces en el feminismo que han sostenido denuncias parecidas; por ejemplo, las de Puar 2007.

En cualquier caso, para arribar al asunto principal o, en esta ocasión, al nudo de la cuestión, lo que me interesa es hacer ver cómo algunos autores y autoras, en su afán de construir un marco teórico que integre los diversos campos interseccionales, han terminado inadvertidamente por buscar describir arquitecturas o arreglos generales dentro de los cuales sea posible subsumir las ontologías de la raza y el género y quizá otras más como si fueran instancias de dicho arreglo general.

En este proceso no sólo han practicado un abstraccionismo vicioso, sino que han aplanado estas ontologías, con lo que han eliminado sus especificidades históricas y han perdido de vista que, en cuanto ontologías históricas à laHacking 2002, además de cambiantes, son radicalmente contextuales.

Si lo anterior es un problema, es porque este desarrollo teórico, académico y disciplinario ha servido como escenario para constituir un aparente choque de grupos que ha puesto en un lado a las personas trans y en el otro a las personas de color. Desde luego, esto es particularmente terrible si se es a un mismo tiempo trans y persona de color. Sin embargo, el problema no ha sido tan sólo generar una oposición entre discursos que puede conducir a un sectarismo peligroso, sino que, y esto es realmente grave, ha empoderado a grupos de feministas radicales excluyentes de lo trans (transexclusionary radical feminists, TERF) al afirmar que la narrativa trans no sólo es antifeminista sino, además, racista, colonial y apropiativa1.

Tanto en el primer caso, la aparente tensión entre las narrativas de lo trans y las de la raza, como en el segundo, la cooptación de nociones extraídas de la teoría crítica de la raza para fortalecer la posición TERF, lo que observamos es una consecuencia directa del aplanamiento ontológico ya descrito, del abstraccionismo vicioso ya denunciado, que ha conducido a esta homologación en la cual se considera trivialmente extrapolable lo propio de una categoría como el género a otra categoría como la raza.

En este ensayo abordo justo estos choques entre discursos, mientras rastreo y denuncio parte de lo que ha sido su debilidad más importante, a saber, este aplanamiento ontológico aquí ilustrado en el trabajo de Tuvel, pero de ninguna manera circunscrito a una única tradición filosófica. En las secciones siguientes buscaré mostrar cómo opera dicho aplanamiento en la construcción de recuentos metafísicos particulares y en las apuestas para liberarnos de los yugos del género y la raza.

2 . Caitlyn Jenner y Rachel Dolezal

Dos palabras atraviesan gran parte de esta discusión: transracialidad y transgeneridad. Ambas han alcanzado enorme visibilidad en los últimos años debido a numerosas figuras, pero hay dos que mencionar en especial. Por un lado, Caitlyn Jenner y, por otro, Rachel Dolezal. Ambas son importantes pues, en 2015, ocuparon los titulares de diversos medios noticiosos y de espectáculos en Estados Unidos y el resto del mundo. También sirvieron de pretexto para comparar las categorías de raza y de género y las narrativas acerca de la transgeneridad y la transracialidad.

Primero, Caitlyn Jenner ocupó los titulares del mundo al saberse que llevaría a cabo una transición de género, la cual recibió una enorme atención mediática y tuvo su clímax en la famosa portada de Vanity Fair.2 Así, Jenner participó de ese boom que en años recientes ha dado más visibilidad a las personas trans por celebridades como Laverne Cox, Chaz Bono, Chelsea Manning, Andreja Pejic, Jamie Clayton, las hermanas Wachoswki, Carmen Carrera y, a finales de 2017, Munroe Bergdorf. Un boom que se ha reflejado en programas televisivos como Orange is the New Black, Transparent e, incluso, Sense8.

Esta visibilidad sin duda ha contribuido a retirar de las corporalidades trans ese aire de abyección que hasta hace algunos años las (nos) rodeaba y que, desafortunadamente, sigue presente en muchos espacios, países, profesiones y contextos. En este sentido, ha contribuido a despatologizar lo trans en el imaginario popular estadunidense.

Sea como fuere, a los pocos meses de que Jenner había alcanzado esta enorme visibilidad, Rachel Dolezal,3una mujer estadunidense que fungió como líder local de la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), fue denunciada tras saberse que era hija de dos personas blancas que descendían de inmigrantes alemanes, suecos y daneses y que, de niña, la propia Dolezal había tenido la apariencia típica de una niña blanca del Medio Oeste norteamericano. La denuncia consistió en señalar no sólo que Dolezal no era afroamericana y que se había hecho de una apariencia para pasar por tal, sino que ella misma solía narrar aspectos de su vida que daban a entender que era hija de un hombre negro. Es cierto que se había casado con uno, que tenía hermanos (adoptivos) afroamericanos y que criaba a uno de ellos como si fuese su hijo, situación que ella consideraba que la acercaba a la cultura afroamericana, pero, a fin de cuentas, sus padres seguían siendo tan blancos como siempre y a la luz de ellos y de muchos y muchas norteamericanas, Dolezal era una blanca impostora que había practicado la peor forma de apropiación cultural.

Dolezal respondió a estas acusaciones al afirmar que se identificaba como una mujer negra, como una mujer afrodescendiente, por sus vínculos familiares, sociales y políticos. Ella era, por lo tanto, transracial, así como Jenner era transexual/transgénero. Sin embargo, en este punto vale la pena aclarar que el término “transracial” existía antes de esta controversia, aunque solía emplearse para describir la experiencia de menores de color que eran criados por personas blancas y que, por lo tanto, crecían sin estar expuestos a “su cultura”.

En cualquier caso, las semejanzas entre ambas narrativas no pasaron desapercibidas ni para los medios de comunicación ni para muchas voces provenientes del activismo trans y, desde luego, tampoco fueron ignoradas por los grupos de activistas en favor de los derechos de las personas de color.4 En el caso de las voces provenientes del activismo trans, la reacción general fue de desaprobación al acusar a Dolezal no sólo de apropiarse de las vivencias y luchas de las personas afrodescendientes, sino de apropiarse de las narrativas de las personas trans y de trivializar la lucha del activismo trans;5aquí cabe mencionar que Dolezal no retomó la narrativa más medicalizante en torno al cuerpo transexual, la cual tiene en su núcleo la idea de un cuerpo equivocado que habrá que corregir la famosa disforia de género, sino la narrativa transgénero que considera que es posible fluir entre los sexos/géneros en función de procesos de identificación que no descansan ya en una patologización.

Por otro lado, las críticas provenientes de los grupos en defensa de los derechos de la gente de color la acusaron simplemente de impostora y protagónica, señalaron que lo que sostenía era imposible, toda vez que la genealogía es inmodificable (a diferencia del cuerpo sexuado) y que, en todo caso, conducía a una forma de apropiación cultural que reiteraba y perpetuaba las violencias colonizadoras y neocolonizadoras que los blancos habían ejercido históricamente sobre los negros.

Sin embargo, en algunos medios de comunicación la semejanza de ambos casos condujo a una pregunta que en teoría no era trivial: ¿por qué aceptamos la transgeneridad/transexualidad como algo posible, e incluso la defendemos, mientras que rechazamos la transracialidad por absurda y violenta? Esta pregunta no se formuló únicamente a modo de trivialidad teórica; de hecho, muy pronto la retomaron diversos grupos para señalar que era posible extrapolar las intuiciones morales y políticas tanto en favor como en contra de la transexualidad/transgeneridad

para llevarlas al ámbito de la transracialidad y que, quizá, lo mejor sería aceptar ambas pues, dadas sus semejanzas, si aceptábamos lo primero, debíamos por fuerza aceptar lo segundo6

Hubo, desde luego, grupos como las feministas radicales excluyentes de lo trans que emplearon este silogismo con el fin de cooptar los argumentos en contra de la transracialidad para fortalecer su discurso público en contra, sobre todo, de las mujeres trans, a las que históricamente (nos) han acusado de ser “varones infiltrados en el feminismo” que ocupan(mos) una posición análoga a la de los eunucos que vigilaban los harems7

Ahora bien, para cerrar esta sección, vale la pena mencionar que hemos llegado al punto de interés: ¿por qué aceptamos la transgeneridad/transexualidad como algo posible, e incluso la defendemos, mientras que rechazamos la transracialidad por absurda y violenta? Esta pregunta, como espero que sea claro, presupone que entre las categorías de sexo/género y la de raza hay una semejanza tal que estaríamos obligadas y obligados a aceptar las consecuencias de un juicio sobre las primeras como algo que también tendría que ocurrir respecto de la raza y viceversa; esto muestra justo lo que se mencionó en la introducción, a saber, que a menudo se abordan diversas categorías sociales como si fueran meras instancias de un modelo general. Paso, ahora sí, a la siguiente sección, en la cual se hace oír la contribución de ciertas autoras de la tradición analítica en metafísica social feminista.

3 . Rebecca Tuvel en defensa de la transracialidad

En este punto de nuestro relato irrumpe una voz académica, la de la filósofa analítica y especialista en metafísica social Rebecca Tuvel, quien, tras publicar un ensayo en la revista Hypatia (Tuvel 2017), generó un gran revuelo en los estudios interseccionales ya que diversas voces, tanto de la academia como del activismo, denunciaron su ensayo como atroz e irresponsable, e incluso hubo quienes pidieron que fuera retirado.

El texto de Tuvel, hay que decirlo, está escrito en un estilo muy propio de la tradición analítica en filosofía, el de la metafísica social analítica, y en ningún momento pretende servir para descalificar o justificar la vida de personas concretas como Jenner o Dolezal. Su objetivo es de corte normativo y consiste en señalar que, si aceptamos los argumentos en favor de la transexualidad/transgeneridad, entonces y por fuerza tenemos que aceptar los argumentos en favor de la transracialidad; no examina la situación opuesta, es decir, aquella donde el rechazo a la transracialidad conllevaría el rechazo a la transexualidad/transgeneridad, y no lo hace porque considera que los argumentos en favor de estas últimas posturas son sólidos.

Sea como fuere, aceptar esta implicación requiere transformar cómo se entiende y se ha entendido hasta ahora la noción de raza; acercar, si se nos permite la expresión, la “gramática de la raza” a la “gramática del sexo/género”. Esto es importante porque Tuvel no afirma que la noción actual de raza permita el ser transracial de manera coherente precisamente porque ésta se considera hoy en día innata, inmutable y asentada en una genealogía que, justo por su carácter de propiedad relacional de corte histórico, es inmodificable; de allí que, en todo caso, sea necesaria su transformación.

Empero, y aunque ella no lo dice con estas palabras, tanto el sistema sexo/género como la noción misma de raza remiten a lo que Hacking 2002 califica de ontologías históricas, es decir, modos del ser que son radicalmente históricos y no sólo en términos de cómo se los comprende y representa lo que conduciría a una epistemología histórica sino en términos de la existencia misma, del modo en que se existe. Y justamente porque tanto el sistema sexo/género como la raza son ontologías históricas, es posible que cambien de tal suerte que lo que en un momento en la historia resultaba conceptualmente imposible funja ahora como posibilidad, como categoría habitable, como un modo del ser que se vuelve legítimo.

Este movimiento sería posible, nos dice Tuvel, porque en el fondo el sistema sexo/género y la raza8 están configurados en función de dos mecanismos principales. Por un lado, la autoidentificación, que remite a las formas en las cuales una persona se presenta a sí misma a través de categorías contextualmente disponibles, categorías que se rigen por normas acerca de cuándo es posible predicar de manera correcta una u otra. Y esto nos remite al segundo mecanismo, el tratamiento social, el cual, además de constituir los usos legítimos y correctos de las categorías, establece si somos competentes en su comprensión y uso; asimismo, nos posiciona dentro de una serie de estructuras, dinámicas u ontopologías/ontopolíticas y bien puede entrar en contradicción con el lugar en el cual deseamos posicionarnos, algo que sin duda ocurre en el caso de las personas transexuales/transgénero.

No obstante, en el caso del sistema sexo/género la autoridad epistémica de la primera persona se considera la instancia última de arbitraje acerca de quién se es, esto es, la autoidentificación tiene más peso que el tratamiento social, algo que no sucede en el caso de la raza. Para comprender por qué ocurre esto es menester tener en cuenta que el sexo suele remitir a una base biológica, presuntamente universal -y metafísicamente invariable a través de los contextos históricos y sociales- y que se asienta en una materialidad propia de cuerpos concebidos como una materia históricamente organizada9 mientras que el género remite a elementos de autopresentación o autoidentificación -la identidad de género- pero también al rol o posición social que se ocupa en la división sexual de la sociedad -el rol/expresión de género-.

A la luz de lo dicho debiera estar claro que el sexo y el rol/expresión de género se despliegan en un régimen epistemológico distinto al de la identidad de género: los primeros se consideran públicamente accesibles y propios del ámbito intersubjetivo -lo que filósofos como Searle 1995 consideran hechos epistemológicamente objetivos- mientras que la segunda forma parte de aquellos hechos del mundo que son epistemológicamente subjetivos,10 es decir, sólo accesibles a la primera persona.

Curiosamente, por razones que Tuvel no menciona pero que abordaré en este texto, la identidad de género se ha vuelto el elemento más importante, el point de passage obligatoire en el sentido de Latour 1987, en la forma en la cual nos regimos en nuestras interacciones respecto del sexo/género. O, para ser más exactos, en la actualidad habitamos un momento en la historia en el cual hay una controversia entre quienes le dan más peso a los aspectos epistemológicamente objetivos -por razones políticas varias- y quienes le dan más peso a los aspectos epistemológicamente subjetivos -también por razones políticas varias-; en cualquier caso, muchas legislaciones en Occidente, incluida la de la Ciudad de México, parecen recuperar cada vez más las intuiciones del segundo grupo, lo cual pone en evidencia el hecho de que hoy en día la identidad de género se considera el atributo fundamental a la hora de considerar si alguien es hombre o es mujer.

Menciono todo lo anterior simplemente para contrastar cómo funcionan de facto hoy, por un lado, el sistema sexo/género y, por otro, la raza. Parecería que el primero se compone de elementos diversos, según regímenes epistemológicos varios y que, por razones históricas, han terminado por darle preponderancia a los aspectos epistemológicamente subjetivos como instancia última de definición acerca de quién se es. Por el contrario, en la raza no parece haber una distinción análoga a la de sexo/género y, salvo para aquellas personas firmemente comprometidas con el realismo biológico de la raza, podría decirse que existe cierto consenso11 que llevaría a juzgar a la raza como ontológicamente subjetiva pero epistemológicamente objetiva -si bien en contextos epistemológicos delimitados-. Esto es importante, pues en la raza el tratamiento social sería el mecanismo de acción preponderante, ya que se considera parte del dominio de los hechos epistemológicamente objetivos.

Acercar la “gramática de la raza” a la “gramática del sexo/género” implicaría modificar cómo entendemos la raza, para que la autoidentificación adquiera mayor relevancia; asimismo, implicaría darle más peso a elementos epistemológicamente subjetivos y, con ello, transformar sustancialmente el concepto mismo de raza, para desdoblarlo en formas análogas al sistema sexo/género.

Tuvel da por supuesto que esto puede llevarse a cabo aunque no dice cómo. Y es que le interesa mostrar que, si la raza funcionara como el sistema sexo/género, entonces tendríamos que admitir como válida la idea misma de transracialidad. Ahora bien, Tuvel sí examina cuatro posibles objeciones que detecta como retos para dicha inferencia. Éstas son:

  1. La idea de que es inaceptable reclamar una identidad afrodescendiente -o de cualquier otra raza- a menos que se haya crecido con la experiencia que acompaña a dicha identidad.

  2. La idea de que, dada la configuración actual del concepto de raza, la sociedad le pone límites a la posibilidad de reclamar una identidad racial distinta a la asignada al nacer.

  3. La idea de que afirmarse como miembro de cierta raza, sin haber sido asignado o asignada a dicha raza desde el nacimiento, implica un insulto, una falta de respeto o incluso una forma de violencia ejercida contra dicha raza.

  4. Que es una instancia de privilegio blanco poder transitar hacia una categoría racial de color y que, por lo tanto, es inaceptable llevar a cabo dicha acción.

Al respecto es fundamental mencionar que estos cuatro argumentos son básicamente análogos a (algunos de) los que el TERF ha enarbolado para oponerse al reconocimiento de las mujeres trans como mujeres (véase, por ejemplo, Raymond 1980). Habría, eso sí, argumentos adicionales que el colectivo TERF sostiene o ha sostenido y que Tuvel no examina, pero que, en principio, podrían adaptarse como argumentos en contra de la transracialidad. Más que enumerarlos, lo que me gustaría es sólo llamar la atención sobre un movimiento estructural que estará siempre disponible, a saber, retomar cualquier argumento en contra de la transexualidad/transgeneridad y replantearlo en términos de la raza. Este movimiento pone en evidencia que tales categorías se consideran lo suficientemente similares como para permitir dichas analogías.

Quizá la única excepción consistiría en el argumento que sostiene que la noción de identidad de género es ininteligible y que, en realidad, nadie posee una identidad de género. Este movimiento asegura que no hay un dominio de lo ontológicamente subjetivo que sea, a su vez, epistemológicamente subjetivo en lo que al sistema sexo/género se refiere. La razón que suelen proporcionar es que el género es únicamente el rol/expresión de género construido sobre la diferencia sexual anatómico-fisiológica, la cual, en su estabilidad metafísica, delimita dos clases naturales -hombres y mujeres- que son, a su vez, coextensas con la posición de opresores y oprimidas dentro de la estructura que se conoce como patriarcado.

En cualquier caso, parecería que este argumento no tendría un análogo en el dominio de los argumentos en contra de la transracialidad precisamente porque lo que se busca con esta argumentación es acercar la “gramática del género” a la “gramática de la raza”, eliminando el componente de autoidentificación como mecanismo importante.

Sea como fuere, y volviendo a los cuatro posibles contraargumentos, respecto del primero Tuvel sostiene que, así como aceptamos que alguien pueda ser hombre o mujer sin haber vivido toda su vida como tal y por ende reconocemos que la historia de vida es importante en la configuración de nuestra subjetividad, pero no es un elemento necesario ni suficiente para considerarnos hombres o mujeres, así también tendríamos que aceptar que alguien puede cambiar de categoría racial y esto es fundamental, sin que medie un cambio en el contexto que

le da sentido a los términos raciales mismos, esto es, sin, por ejemplo, mudarnos a otro país en el cual las categorías raciales funcionan diferente sin que se le exija que haya vivido toda su vida con dicha categoría.

En cuanto al segundo argumento, como puede anticiparse, Tuvel afirma que sus planteamientos son normativos, no descriptivos, y que están construidos sobre la base de que la transracialidad demanda la transformación del concepto mismo de raza. En mis palabras, acercar la “gramática de la raza” a la “gramática del sexo/género”. Desde luego, el problema es por qué habríamos de hacer esto. La respuesta de Tuvel consiste en ofrecernos un análisis inspirado en John Stuart Mill y señalar que deberíamos fomentar experimentos en nuevas formas de vivir, haciéndolo siempre con el imperativo de no interferir con la libertad de otro u otra, a menos que dicha libertad ponga en peligro a tales otros u otras.

Es en este punto donde el posible tercer contraargumento cobra relevancia, pues dañar a otros no tiene que implicar necesariamente un daño material. Puede ser una forma de violencia simbólica como las prácticas de black face en las cuales personas blancas se pintan los rostros de negro para parodiar de manera racista a personas afrodescendientes. Yo añadiría, aunque Tuvel no lo hace, que dañar a otros puede conllevar afectar, sabotear o disminuir las acciones que esos otros realizan con el objetivo de combatir las violencias que sufren, ya sea de manera directa o al recolonizar los espacios generados o los logros alcanzados; añado esto último porque, dadas las analogías que se han construido entre los argumentos en contra de la transracialidad y en contra de la transexualidad/transgeneridad desde posiciones TERF, sería menester considerar la forma en la cual se (nos) ha acusado, en especial a las mujeres trans, de fungir como “eunucos” al servicio del patriarcado, al supuestamente poner en riesgo el feminismo o al colonizar o acceder a espacios propios de mujeres (Raymond 1980).

Ante la posibilidad de que la transracialidad se lea como un daño, Tuvel contesta que hay una distinción evidente entre las prácticas paródicas racistas y las prácticas de autoidentificación con una raza que, además, ocurren con una actitud de solidaridad y clara conciencia de la historia política asociada a una categoría como parece que fue el caso de Dolezal. Añade que sumarse a una identidad o categoría racial no supone ipso facto un acto de sabotaje, afectación o disminución de las acciones que esos otros de hecho llevan a cabo para combatir las violencias que sufren; algo que, como menciona esta filósofa, se ejemplifica con las innumerables vivencias de hombres y mujeres trans, cuyas vidas no implican ni una parodia, ni una burla, ni una afectación a las vidas y luchas de las mujeres y los hombres cisgénero o del feminismo mismo.

No obstante, la argumentación de Tuvel podría haber sido un tanto más precisa aquí pues, por un lado, es posible afirmar que sumarse a una identidad o categoría es algo que puede hacerse cuando no involucra un daño y, por otro lado, sería posible afirmar que sumarse a una identidad o categoría es algo que demanda una conciencia de la historia política de dicha clase y, por ende, un compromiso con erradicar las violencias que la han afectado históricamente. En mi lectura, Tuvel no apoyaría una posición como la segunda ya que implicaría hacer demandas asimétricas y excesivas ante personas que desean ser o se identifican como parte de una categoría entre cuyos miembros habrá seguramente algunos que carezcan de dicha conciencia y compromiso político.

Por lo que se refiere al cuarto contraargumento, Tuvel rechaza que sea una instancia de privilegio blanco transitar de una categoría como blanco a una categoría como negro, aunque reconoce que hay sin duda una asimetría en la posibilidad misma de encajar en los estereotipos asociados a dichas categorías. Su respuesta se alimenta, en este caso, de la diferencia que existe entre las experiencias de transición de hombres y mujeres transexuales adultos. En el caso de los hombres transexuales, suele suceder que, tras unos pocos meses de estar expuestos a la testosterona, sus cuerpos resulten en gran medida indistinguibles de los cuerpos de los hombres cisgénero, esto es, el passing de los hombres transexuales suele ser muy exitoso. Por el contrario, esto no ocurre con la inmensa mayoría de las mujeres transexuales, ya que los estrógenos y los bloqueadores de testosterona no logran ni alterar la voz ni modificar algunos rasgos fisonómicos que evidencian una previa masculinización del cuerpo, es decir, el passing suele ser menos exitoso.

Sin embargo, lo anterior no se traduce en que, dada dicha asimetría, hablemos de un privilegio propio de los hombres transexuales o de cierto privilegio propio de los cuerpos históricamente asignados como femeninos que conduzca a rechazar la posibilidad misma de la transición de sexo/género. Esto es, si bien aceptamos esa asimetría, no sirve de base para anular la idea misma de transición. Lo que sí genera es una redefinición de los estereotipos asociados a las categorías de hombre y mujer y, en todo caso, un fuerte cuestionamiento del imperativo mismo del passing como point de passage obligatoire de la experiencia trans.

De manera análoga, sostiene Tuvel, la asimetría entre la posibilidad de los cuerpos históricamente asignados como blancos para transitar a otras categorías raciales y la posibilidad de otras corporalidades históricamente asignadas como “de color” no debería conducir a rechazar la idea de la transracialidad, sino a repensar los estereotipos asociados a cada raza y el imperativo del passing para verse validado o validada como una persona blanca o de color.

Como quiera que sea, toda la argumentación hasta ahora expuesta presupone que estamos ante categorías esencialmente similares, que se rigen por mecanismos esencialmente similares o, al menos, que pueden hacerse aún más similares, al punto de hacerlas coincidir en sus dinámicas. De igual forma, esto entraña suponer que las nociones de justicia y equidad pueden homologarse o que el abolicionismo de las categorías raciales o del sistema sexo/género puede pensarse de formas abiertamente análogas, de manera que lo que resulta deseable en el combate del racismo sea estructuralmente idéntico a aquello que resulta deseable en el combate del sexismo en todas sus formas: misoginia, transmisoginia, machismo, cissexismo, fobia a las personas LGBTI, entre otras.

Pero, ¿por qué piensa esto Tuvel? La respuesta se encuentra en el trabajo de una prominente filósofa analítica especializada en feminismo y metafísica social: Sally Haslanger, quien ejemplifica en gran medida cómo se han ido equiparando diversas categorías ontopológicas/ontopolíticas en aquella mirada que párrafos antes califiqué como propia de un aplanamiento ontológico ejecutado sobre las categorías ontopológicas/ontopolíticas que les interesan a los estudios interseccionales.

4 . La tentación de universalidad

Como se dijo en la sección anterior, Tuvel construye su argumentación a partir del presupuesto de que la raza y el género funcionan de maneras parecidas o son metafísicamente semejantes al grado de que, en principio, sería posible extrapolar las intuiciones morales de un dominio a otro en este caso se parte del género y se finaliza en la raza, si se han llevado a cabo las modificaciones pertinentes para librar las diferencias de facto que entre dichos dominios pudieran existir.

En gran medida, Tuvel hace descansar su análisis en el trabajo de la filósofa feminista y experta en metafísica social Sally Haslanger (Haslanger 2000; véase también Haslanger 2003 y Haslanger 2011). Por tal razón, me gustaría dedicar esta sección a revisar el trabajo de esa autora en torno a qué es lo que entiende por género y raza. Una vez hecho esto,cerraré la sección con un breve comentario en torno a la tentación de universalidad que a veces irrumpe en los estudios filosóficos del género o la raza.

Para comenzar, hay que mencionar que Haslanger concibe su proyecto como parte de una apuesta feminista que permita identificar y explicar las iniquidades entre hombres y mujeres, por un lado, y entre las personas de diversas razas, por otro. Para ello, le interesa identificar cómo se naturalizan ciertos factores sociales en una mirada naturalista que funge así como ideología. Sin embargo, esto no da lugar a una apuesta que busque negar las semejanzas y diferencias entre hombres y mujeres sino que, por el contrario, fomenta la creación de marcos analíticos que permitan construir análisis interseccionales que pongan en evidencia cómo las diferencias percibidas, tanto en el ámbito del género como en el de la raza, dan pie a opresiones que precisamente se intersectan. En sus propias palabras, el proyecto persigue los siguientes cuatro objetivos:

  1. La necesidad de identificar y explicar iniquidades persistentes entre hombres y mujeres y entre personas de diferentes “colores”; esto incluye el cometido de identificar cómo las fuerzas sociales, a menudo bajo la apariencia de fuerzas biológicas, trabajan para perpetuar tales iniquidades.

  2. La necesidad de contar con un marco que sea sensible a las semejanzas y a las diferencias entre hombres y mujeres, así como a las semejanzas y diferencias entre individuos pertenecientes a grupos demarcados por el “color”; esto incluye el cometido de identificar los efectos de opresiones que se entrecruzan, por ejemplo, la interseccionalidad de raza, clase y género (Crenshaw 1993).

  3. La necesidad de una perspectiva que dé cuenta de cómo el género y la raza están implicados en un amplio rango de fenómenos sociales que se extienden más allá de aquellos que se refieren obviamente a las diferencias sexuales o raciales, por ejemplo, si el arte, la religión, la filosofía, la ciencia o el derecho pueden estar “generizados” y/o “racializados”.

  4. La necesidad de una perspectiva en torno al género y la raza que tome en serio la agencia de las mujeres y las personas de color de ambos géneros y dentro de la cual podamos desarrollar un entendimiento de la agencia que permita fortalecer esfuerzos feministas y antirracistas para empoderar agentes sociales críticos. (Haslanger 2000, p. 36, todas las traducciones de este texto son mías)

Con base en esto, Haslanger desarrolla una aproximación en torno a qué son las categorías de género, centrada en concebirlas como posiciones sociales que influencian o determinan las funciones que una persona puede llevar a cabo en un contexto particular; la cuestión del contexto es importante pues pretende romper con cualquier apuesta universalista, transhistórica o pancultural que busque concebir el género como algo invariante, ya sea al anclarlo en una base biológica presuntamente estable en términos metafísicos o al universalizar acríticamente las nociones occidentales en torno a él.

En este recuento la posición estructura el presente y el futuro de la vida de una persona y, muy probablemente, está estructurada por la historia de vida de una persona, aunque ello no implique que se borre la agencia de los sujetos. Esto resulta fundamental para evitar un determinismo estructuralfuncionalista y para negar de manera abierta la posibilidad de vidas trans en las cuales la transición marque un momento de discontinuidad entre las dimensiones estructurantes de la historia de vida y la posición que habrá de ocuparse.

Ahora bien, Haslanger no defiende de manera explícita un abolicionismo en el cual la emancipación implique la erradicación de toda categoría asociada al género; lo que sí defiende es la necesidad de transformar las categorías actuales para dar lugar a nuevas categorías de género no jerárquicas. En este sentido, para Haslanger las categorías de hombre y mujer están asociadas a una concepción jerárquica del género y desaparecerán cuando se logre socavar toda forma de sexismo. Empero, esto no conlleva la desaparición del género tout court.

Por último, su enfoque no se reduce a un mero estructuralfuncionalismo ya que reconoce, en cercana proximidad a los enfoques conferalistas conferralism, en inglés (por ejemplo, Sveinsdóttir 2011) en torno a las propiedades sociales, que el sexo en cuanto propiedad somática biológica de un cuerpo suele emplearse como marca de pertenencia que confiere una propiedad social, en este caso el género como posición social; sin embargo, Haslanger no presenta tales propiedades como necesarias o suficientes para pertenecer a cierta categoría de género. Esto puede observarse en la siguiente cita:

  1. Las categorías de género se definen en términos de cómo se está posicionado socialmente y esto, a su vez, está en función de, por ejemplo, cómo se considera a alguien, cómo se le trata y cómo está estructurada su vida social, legal y económicamente; el género no se define en términos de los aspectos físicos o psicológicos intrínsecos de un individuo. (Esto permite que pueda haber otras categorías, tales como el sexo, que sí se definen en términos de atributos físicos intrínsecos. Debe notarse, con todo, que una vez que enfocamos nuestra atención en el género como posición social, debemos permitir que alguien pueda ser mujer sin que nunca [en el sentido ordinario] “actúe como mujer”, “sienta como mujer” o incluso tenga un cuerpo femenino.)

  2. Las categorías de género se definen jerárquicamente en un amplio complejo de relaciones de opresión; un grupo (es decir, las mujeres) es posicionado socialmente como subordinado ante otro grupo (es decir, los hombres), por lo común dentro del contexto de otras formas de opresión económica y social.

  3. La diferencia sexual funciona como la marca física para distinguir entre dos grupos y se usa en la justificación para considerar y tratar a los miembros de cada grupo de forma diferente. (Haslanger 2000, p. 38)

Precisamente a partir de esta concepción general en torno al género como posición social acotada, estructural y funcionalmente, Haslanger ofrece dos definiciones acerca de lo que es ser mujer o ser hombre. Dichas definiciones versan así:

S es mujer syssdf S es colocada sistemáticamente en una posición subordinada dentro de alguna dimensión (económica, política, legal, social, etc.) y S está “marcada” como blanco de ese tratamiento mediante atributos corporales observados o imaginados y que presuntamente son evidencia de un rol femenino en la reproducción.

S es hombre syssdf S es colocado sistemáticamente en una posición de privilegio dentro de alguna dimensión (económica, política, legal, social, etc.) y S está “marcado” como blanco de ese tratamiento mediante atributos corporales observados o imaginados y que presuntamente son evidencia de un rol masculino en la reproducción. (Haslanger 2000, p. 39; las cursivas son del original)

Estas definiciones tienen dos elementos que hay que examinar con especial cuidado. Primero, definen explícitamente el ser hombre o el ser mujer en términos de la posición que se ocupa dentro de una jerarquía de privilegios y opresiones que opera en función de la lectura que se hace del cuerpo como portador de una marca el sexo, la cual sirve precisamente para conferir una segunda propiedad, en este caso social, el género; de allí que, por construcción, las categorías de hombre y mujer estén destinadas a desaparecer cuando se elimine el sexismo. Nótese que dicha definición no niega que las mujeres puedan llegar a tener privilegios o que los hombres lleguen a vivir opresiones: afirma que esto no ocurre de manera sistemática y en lo que a los aspectos estructurados por el género se refiere.

Segundo, a pesar del esfuerzo de Haslanger, la definición puede ser problemática porque no da cabida a experiencias trans que fracasan o no intentan pasar o asemejarse a los estereotipos asociados con el género bajo el que se vive. De allí que Tuvel le haya dado un papel mucho más preponderante a la autoidentificación.

De hecho, Haslanger elabora de manera puntual estas definiciones para aludir a una ideología concreta como la responsable de articular dichas jerarquías. Sin embargo, las definiciones así elaboradas mantienen lo esencial de la definición anterior. Estas nuevas definiciones son:

S es mujer syss

  1. S es considerada o imaginada, por lo regular y en su mayor parte, como poseedora de ciertos atributos corporales que se supone que son evidencia de un rol femenino en la reproducción;

  2. que S tenga esos atributos marca a S, según la ideología dominante en la sociedad de S, como alguien que debe ocupar cierta clase de posiciones sociales que son, de facto, subordinadas (y, de esta forma, se motiva y justifica que S ocupe tal posición); y

  3. el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) desempeña un papel en la subordinación sistemática de S, esto es, dentro de alguna dimensión, la posición social de S es opresiva y el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) desempeña un papel en esa dimensión de subordinación.

S es hombre syss

  1. S es considerado o imaginado, por lo regular y en su mayor parte, como poseedor de ciertos atributos corporales que se supone que son evidencia de un rol masculino en la reproducción;

  2. que S tenga estos atributos marca a S, según la ideología dominante en la sociedad de S, como alguien que debe ocupar cierta clase de posiciones sociales que son, de facto, privilegiadas (y, de esta forma, se motiva y justifica que S ocupe tal posición); y

  3. el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) desempeña un papel en el privilegio sistemático de S, esto es, dentro de alguna dimensión, la posición social de S es privilegiada y el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) desempeña un papel en esa dimensión de privilegio. (Haslanger 2000, p. 42; las cursivas son del original)

Aquí podemos notar que la incorporación de la ideología como estructuradora de dichas jerarquías le permite contextualizar las definiciones de manera que alguien pueda fungir en ciertos contextos regidos por cierta ideología como hombre, mientras que en otros contextos con otra ideología la misma persona puede ser concebida como mujer. Veamos, por ejemplo, cómo contextualiza la noción de mujer:

S funciona como mujer en el contexto C syssdf

  1. S es considerada o imaginada en C como poseedora de ciertos atributos corporales que se supone que son evidencia de un rol femenino en la reproducción;

  2. que S tenga esos atributos marca a S, según la ideología de trasfondo de C, como alguien que debe ocupar ciertas clases de posiciones sociales que son, de facto, subordinadas (y, de esta forma, se motiva y justifica que S ocupe tal posición); y

  3. el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) desempeña un papel en la subordinación sistemática de S, esto es, dentro de alguna dimensión, la posición social de S es opresiva y el hecho de que S satisfaga (i) y (ii) desempeña un papel en esa dimensión de subordinación. (Haslanger 2000, pp. 4243, las cursivas son del original)

Como he dicho, una ventaja de esta contextualización es que permite dar cuenta de cómo las categorías de género funcionan de manera diferente en diversos momentos o geografías. Asimismo, permite reconocer la existencia de controversias ideológicas en torno a cómo concebir el género, ya que resultará posible reconocer diversos contextos en los cuales el género se interpreta de varias formas. Por desgracia, esta contextualización enfrenta todavía dos limitaciones. Por un lado, es profundamente binaria, pues no hace mención de géneros que no se reduzcan al masculino o al femenino. Por otro lado, si bien permite reconocer la existencia de controversias ideológicas, su apuesta en torno a qué es un hombre y una mujer ancla dichas definiciones en contextos ideológicos que, sin embargo y por construcción, no permiten representar las disputas actuales sobre si el género depende de propiedades observadas o imaginadas, de propiedades innatas o de procesos de autoidentificación. Esto es desafortunado en virtud de que la definición no le hace justicia a la complejidad política del género ni, sin duda, a las batallas en torno a los cuerpos trans.

En todo caso, Haslanger intentará efectuar un movimiento análogo en el dominio de la raza al sostener que funciona de formas semejantes al género. Esto se observa en la siguiente definición que ofrece de qué es racializar un grupo:

Un grupo está racializado syssdf sus miembros están posicionados socialmente como subordinados o privilegiados dentro de alguna dimensión (económica, política, legal, social, etc.) y el grupo está “marcado” como blanco de ese tratamiento mediante atributos corporales observados o imaginados y que se supone que son evidencia de relaciones ancestrales con cierta región geográfica. (Haslanger 2000, p. 44; las cursivas son del original)

Al igual que en el caso del género, Haslanger intentará contextualizar su definición a la luz de ideologías concretas, lo que dará lugar a la siguiente definición:

Un grupo G está racializado de forma relativa a un contexto C syssdf los miembros de G son (todos y sólo) aquellos que:

  1. son considerados o imaginados como poseedores de ciertos atributos corporales que se supone que son evidencia en C de una relación ancestral con cierta región geográfica (o regiones geográficas);

  2. al tener (o al ser imaginados como poseedores de) dichos atributos, se los marca en el contexto de la ideología de trasfondo en C como si ocuparan apropiadamente ciertas clases de posiciones sociales que son de facto subordinadas o privilegiadas (y, de esta forma, se motiva y justifica que ocupen tal posición); y

  3. satisfacen (i) y (ii) y esto desempeña (o puede desempeñar) un papel en la subordinación sistemática o en el privilegio en C, esto es, estas personas están, dentro de alguna dimensión, sistemáticamente subordinadas o privilegiadas cuando se encuentran en C, y el hecho de satisfacer (i) y (ii) desempeña (o puede desempeñar) un papel en dicha dimensión de privilegio o subordinación (Haslanger 2000, p. 44; las cursivas son del original)

Como espero que pueda verse, Haslanger básicamente extrapola todo su aparato analítico al ámbito de la raza sin considerar si las relaciones entre las propiedades naturales u ontológicamente objetivas como el sexo o la genealogía que sirven de marca para el sistema sexo/género o para la raza tienen una relación suficientemente similar con las propiedades sociales u ontológicamente subjetivas propias de estos

mismos ámbitos; la autora tampoco se pregunta por detalles históricos o políticos que podrían haber dado lugar a ontologías o epistemologías específicas que rompan con la posibilidad de dar cuenta de ambos dominios con aparatos analíticos que son, a todas luces, calco de un modelo que pretende ser general.

Ahora bien, para cerrar esta sección no sólo quiero hacer notar cómo el trabajo de Haslanger es condición de posibilidad del trabajo de Tuvel, sino también señalar que ambos ejemplifican cierta tendencia a buscar mecanismos generales que expliquen cómo se constituye toda entidad o propiedad social para, desde allí, sugerir marcos de intervención basados en esta semejanza.

Una vez asentado esto, lo que pretendo señalar es básicamente que deberíamos sospechar de los modelos generales que no prestan atención al carácter radicalmente histórico y contextual de estas categorías. En la siguiente sección desarrollaré esta crítica e indicaré que, si bien hay cosas que ganar al buscar coincidencias en las diversas dinámicas de opresión, es igual de importante no desatender lo específico de cada categoría.

5 . A modo de conclusión: la singularidad radical de las ontologías históricas y contextuales

Habría que comenzar esta sección aclarando que no busco negar la utilidad de rastrear semejanzas en la forma en que funcionan diversos procesos de opresión o exclusión ni negar la importancia de señalar la imposible autosuficiencia de las teorías o los marcos analíticos que encuadran las críticas al racismo, al sexismo, al capacitismo o al clasismo. Y mucho menos busco socavar los enfoques interseccionales que buscan comprender cómo se cruzan estos procesos.

Importantes teóricas como la citada Crenshaw han hecho ya un fuerte llamado de atención a tomarnos más en serio la interseccionalidad -véase también Viveros Vigoya 2016-. Nos han recordado que ni la raza ni el régimen sexo/género son ajenos a mutuas estructuraciones ni a verse a su vez estructurados por la clase. Pero, de igual manera, hay que tener en claro que la clase socioeconómica no es meramente estructurante; a ella también la constituyen la raza y el régimen sexo/género, esto es, las categorías centrales de los estudios interseccionales se coconstruyen todas en una mutualidad que hace imposible ignorar los marcos analíticos que le dan sentido a cada una. Ello suele olvidarse, nos dicen, como si cada categoría se hubiera gestado en una historia que les es ajena a todas las otras. Recordar que esto es falso, que tienen historias comunes e imbricadas, es también recordar que no existen en solitario y no pueden teorizarse así, ni mucho menos como si fuesen dimensiones en un espacio cartesiano de identidades.

De allí, por ejemplo, que importantes teóricas como Puar 2007 recurran al concepto deleuziano de “agenciamiento” justamente para evitar desenraizar estas categorías de sus historias y materialidades, con el fin de no tratarlas como categorías que existen en una abstracción distante del contexto político que las engendró. Para Puar, esta noción hace imposible el aplanamiento ontológico aquí discutido precisamente porque mantiene todo el tiempo en foco la historicidad y materialidad de estas categorías al realzar cómo han surgido de trayectorias biopolíticas muy específicas y que, por lo tanto, deben comprenderse como categorías compuestas de elementos heterogéneos que reúnen materialidad y semiosis, y que se resisten a ser concebidas como si fuesen meras variables.

De este modo, dichas trayectorias serían centrales, porque cada categoría tiene su muy particular historia y a partir de ésta adquiere dinámicas sui generis. Por ejemplo, Ahmed 2006 nos recuerda que hay una fenomenología propia de las genealogías que estructuran el pensamiento racial, una fenomenología que colapsa una genealogía bifurcante que va aumentando con cada generación de ancestros (dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos y así sucesivamente) y que la reduce a una suerte de linaje a través de un acto de identificación que bien puede negar ancestralidades indeseadas -para erigir una idea de pureza racial, ya sea blanca, negra, amarilla o nativa- o generar ficciones mestizantes donde las herencias se piensan como mezclas.

Asimismo, como explica Meyerowitz 2004, el cuerpo trans surgió en un contexto médico que retomó una categoría nacida en el ámbito de las intervenciones sobre cuerpos intersexuales (véase también Reis 2009). Me refiero desde luego al concepto de “identidad de género” acuñado por Robert Stoller con base en la noción previa de un sexo psicológico que se fue haciendo presente en los testimonios de numerosas personas intersexuales cuyos deseos de vivir como hombres o mujeres no podían rastrearse ni reducirse a un mero efecto de sus gónadas, cromosomas y hormonas. El cuerpo trans emerge cuando este desacoplamiento entre cuerpo e imagen corporal e identidad de género da lugar, en un contexto tecnológico muy específico -los avances en endrocrinología y cirugía plástica-, a la posibilidad de modificar el cuerpo para adecuarlo a la imagen e identidad de la persona.

Esto muestra que la raza, como el régimen sexo/género, tiene una faceta identitaria -al menos hoy en día-, pero la epistemología de la raza y del sistema sexo/género son distintas; de allí que el tratamiento social sea mucho más importante que la autoidentificación en el caso de la raza y que lo epistemológicamente subjetivo se vea siempre supeditado a lo epistemológicamente objetivo. La raza se piensa en términos de una genealogía que ya ocurrió, que es inmodificable. Y lo que lleva a que ésta se interprete como inmodificable no es tanto su carácter pretérito, sino su imaginario, como relación con lo que ya ha sido.

Asimismo, en la raza los imaginarios de pureza tienen un papel que muchas veces precondiciona qué hebra de la genealogía habrá de tomar relevancia; la lógica de la gota de sangre en acción; es decir, la historia ontopolítica de los cuerpos racializados ha tenido una trayectoria específica donde ciertas configuraciones ontológicas y epistemológicas se han vuelto puntos de paso obligatorios para su coherencia y funcionalidad actuales, puntos que también determinan el sentido político de las luchas pasadas y presentes. Por su parte, el sistema sexo/género tendrá otros puntos exclusivos. La aparición de los modernos sujetos trans pasa por la creación de un sujeto vago, esa nueva especie descrita por Foucault 1977 y que, desde mediados del siglo XIX, nombra las inversiones para luego irlas separando; allí Hirschfeld, Cauldwell y Benjamin irían estructurando al sujeto trans al ir medicalizando su cuerpo y su mente, al atribuirle una primacía a la mente como el espacio de diagnóstico principal y al diferenciar a este sujeto del homosexual y, posteriormente, del travesti (Missé 2014). La más reciente transformación implica combatir la patologización y recobrar la autonomía sobre la propia identidad, redignificar los procesos intrapsíquicos de autoidentificación y anteponer a la primera persona epistemológica sobre el experto, sobre esa tercera persona que se arrogó el derecho de decirnos quiénes somos.

En todo caso, esto es sólo un esbozo que insinúa una historia ontopolítica más compleja y la caracterización de una epistemología transfeminista que ilumina las especificidades y los quiebres que dieron lugar al sujeto trans, que informan su lucha política y lo específico de su ontología y epistemología.

Empero, este esbozo sirve para un propósito: señalar dos elementos clave. Primero, las “gramáticas de la raza” y del sistema sexo/género tienen semejanzas, pero suponer que son esencialmente similares, o que pueden equipararse sin mayor problema, implica olvidar sus historias ontopolíticas, olvidar los puntos de paso obligatorio que les han dado coherencia. Segundo, ese olvido es peligroso en términos políticos, pues desatiende los retos históricos que cada grupo enfrenta y, en ese acto, despoja a cada grupo de su autonomía en cuanto sujeto colectivo que determina cómo responder ante esos retos y cómo darse coherencia al tratar de librarlos.

De allí que, más que decir por qué sí debe o no debe aceptarse la transracialidad, lo que concluyo es que el sendero que nos llevaría a su legitimación no habrá de trazarse por medio de simplificaciones de la historia ontopolítica de los cuerpos racializados, sexuados y generizados. El error que busco señalar no es, por ende, una falacia o inferencia injustificada en la argumentación de Tuvel, sino esa tendencia sumamente extendida que considera que las diversas categorías que constituyen a los estudios interseccionales pueden pensarse bajo esa lógica vectorial que las aplana ontológicamente, que abstrae de forma viciosa sus historias ontopolíticas, que pasa por alto los puntos de paso obligatorios que les dan coherencia y que pierde de vista sus diversos horizontes políticos constituidos por sus trayectorias históricas específicas12.

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1Un triste ejemplo de esto se encuentra en las numerosas entradas del blog de Miranda Yardley (Yardley 2017); triste porque se trata de una mujer trans que ha promovido los argumentos TERF.

2Sobre esto, véase Bissinger 2015

3Sobre el caso Dolezal, véase Mclaughlin 2017. Un caso aún más cuestionable que el de Dolezal se encuentra en la transracialidad de Martina Big; véase Feeney 2017

4Para un ejemplo, véase Urquhart 2015

5Como un ejemplo de los muchos disponibles en la red, véase Talusan 2015.

6Este esfuerzo, como espero que pueda verse, supone que las estrategias de resistencia, lucha o transformación que son válidas para un eje interseccional debieran en principio ser válidas para otros. Tal intuición muestra que ya tiene lugar cierta homologación entre estos ejes que habríamos de interrogar.

7Muchas de estas expresiones no se plasmaron en textos académicos, sino que circularon por la red en foros. Un ejemplo de ello se puede ver en antechinus1001 2016

8Excede a los objetivos y alcance de este texto hacer una presentación exhaustiva de las diversas propuestas en torno a la metafísica del sistema sexo/género y de la raza. Para una introducción a la metafísica del género, véase Witt 2011 y, para una introducción a la metafísica de la raza, véase Hochman 2017. Cabe aclarar, eso sí, que ambas referencias están fuertemente ancladas en apuestas analíticas de corte anglosajón. En cualquier caso, lo que me interesa aquí es examinar la propuesta de Tuvel y tomarla como ejemplo de cierta tendencia a querer igualar las metafísicas de ambos sistemas.

9Desde luego, esto es objeto de disputa entre las numerosas voces en los estudios de género. Sin embargo, lo que sostengo no depende de suponer que la categoría sexo/género remite a una dicotomía análoga a la dicotomía naturaleza/cultura, sino únicamente de mostrar que no todos los componentes del sistema sexo/género funcionan dentro del mismo régimen epistemológico.

10En este punto vale la pena aclarar que Searle 1995 acuña dos términos análogos a los aquí empleados y que remiten al ámbito de lo ontológico. Éstos son: lo ontológicamente objetivo frente a lo ontológicamente subjetivo. El sexo, según esta terminología, sería ontológicamente objetivo pues existe más allá de la actitud o el reconocimiento que muestren los agentes epistemológicos. Algo muy distinto ocurriría con el género —tanto con el rol/expresión de género como con la identidad— ya que éste se constituye en función de las actitudes, representaciones o conductas de los agentes epistemológicos.

11Quizá habría que matizar la aseveración de que existe cierto consenso en torno al carácter ontológicamente subjetivo pero epistemológicamente objetivo de la raza. Como bien señala Hochman 2017, hoy por hoy son pocas las voces que se comprometen con una concepción de la raza como clase natural, esto es, como una clase cuyos miembros comparten un conjunto de propiedades necesarias y suficientes debido a mecanismos biológicos como el aislamiento reproductivo o el carácter monofilético de dichos grupos; en este sentido, pareciera que la noción tradicional de raza no es siquiera compatible con los conocimientos que las ciencias genómicas de nuestros días ofrecen sobre la estructura de las poblaciones humanas en este nivel de análisis (Winther 2015). Sin embargo, a pesar de que este compromiso con la raza como clase natural parece ser cada vez más impopular, no resulta para nada claro que exista consenso acerca de lo que sí es la raza. Las posiciones que sostienen que la raza se construye socialmente abarcan de hecho un abanico mucho mayor de lo que Searle reconoce como entidades ontológicamente subjetivas, ya que éstas, en sentido estricto, existen gracias a la intencionalidad compartida. Empero, muchos recuentos de corte constructivista señalan mecanismos que no se circunscriben a la ya mencionada intencionalidad compartida y cuyos efectos podrían incluso generar cambios en la estructura de las poblaciones humanas en lo biológico (al, por lo menos, dificultar la panmixis). En todo caso, podríamos afirmar que nuestra aseveración de que existe consenso en torno al carácter ontológicamente subjetivo pero epistemológicamente objetivo remite a lo que Hochman 2017 denomina la indiscutible realidad objetiva de los procesos de racialización de poblaciones humanas mediante mecanismos que se sostienen en parte por actitudes que representan a dichos grupos como si fuesen biológicamente diferentes e, incluso, inferiores. En esta última calificación se encuentra la idea de que en términos epistemológicos la racialización tiene una realidad que no debe ignorarse políticamente incluso si la raza no es una clase natural y, por ende, no califica como una entidad ontológicamente objetiva.

12La autora agradece al Laboratorio Nacional Diversidades UNAM CONACyT, proyecto 282035 . Asimismo, agradece los comentarios de Leah Muñoz, de Moisés Vaca, de los y las asistentes a los diversos seminarios donde este trabajo se ha presentado y de dos revisores anónimos cuyas sugerencias lo enriquecieron.

Recibido: 16 de Octubre de 2017; Revisado: 02 de Abril de 2018; Aprobado: 14 de Junio de 2018

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