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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.63 no.81 Ciudad de México nov. 2018

 

Reseñas bibliográficas

Michael Temelini, Wittgenstein and the Study of Politics, University of Toronto Press, Toronto/Búfalo/Londres, 2015, 274 pp.

Horacio Luján Martínez1 

1Universidade Estadual de Campinas horacio4@hotmail.comBrasil

Temelini, Michael. Wittgenstein and the Study of Politics. University of Toronto Press, Toronto/Búfalo/Londres: 2015. 274p.


El libro de Michael Temelini que presento sólo puede leerse si se abandonan dos estereotipos del filósofo en relación con la sociedad de su tiempo. Me refiero al estereotipo del genio ensimismado e indiferente a su entorno y al del pensador que devela nuevas formas ideológicas ocultas en lo cotidiano y nos alerta sobre la deshumanización por venir. Ya quedó atrás, en tiempo y pertinencia, la afirmación de que Wittgenstein dijo poco y casi nada que pueda tomarse como una posición política. No pueden ignorarse más las resonancias sociales de una filosofía que revisa tanto el lenguaje filosófico como el lenguaje del llamado “sentido común”. De este modo, un pensador que podría parecer poco fructífero para la teoría política contemporánea, se revisita y reinterpreta hoy de modo constante gracias al carácter práctico y social que constituye el núcleo de la teoría del lenguaje que Wittgenstein desarrolla en sus últimas dos décadas de vida.

El propósito expreso del libro es tomar distancia de las interpretaciones de la última filosofía de Wittgenstein que se han hecho desde la perspectiva del conservadurismo político. Lo que el autor canadiense encuentra como caracte-rística común en estas lecturas políticamente conservadoras es la interpretación del “método terapeútico” propuesto o sugerido por Wittgenstein en el § 133 de las Investigaciones filosóficas como un procedimiento escéptico, esto es, como un ejercicio de disolución de analogías falsas que no precisan sustituirse por conceptos nuevos y más claros. La “terapia gramatical” entendida así “deja todo como está” después de exhibir el vacío en el que gira el vocabulario filosófico. Tales interpretaciones escépticas priorizan el “entrenamiento” que se funda-menta en una “forma de vida” compartida a la hora de describir el aprendizaje del lenguaje. Además, este “entrenamiento” se basaría sólo en la “obediencia a la autoridad” de aquel que enseña. Así, esta enseñanza se reduciría a un pro-cedimiento “monológico” en el cual alguien dirige la acción y el otro la ejecuta de modo acrítico. El gesto ostensivo y el nombrar concomitante que componen toda situación de “juego de lenguaje primitivo” se entienden como una especie de arkhé que otorga características conservadoras a toda acción reglada que se considere “acción política”.

Si la situación de aprendizaje se interpreta en clave de “obediencia ciega”, sólo podrán derivarse conclusiones negativas y restrictivas sobre el aspecto político de la vida social. Quien ya conoce el lenguaje comprende y lleva a cabo la acción de enseñar como una transmisión de reglas inmutables, pues sólo ese tipo de reglas consolida y posibilita la obediencia. Esto es importante: al priorizar la “obediencia” en la situación de aprendizaje, se “solidifican” com-portamientos sociales que regulan el funcionamiento y uso del lenguaje que se aprende. En este sentido, el carácter normativo de la enseñanza se expande o “derrama” sobre el conjunto de las acciones de una determinada sociedad. En realidad, nos encontraríamos frente a una peligrosa identificación del “método” con la “finalidad social” en toda enseñanza lingüística si la comunicación de “lo nuevo” sólo ocurre a partir y a través de la obediencia ciega.

Temelini propone otra lectura: una interpretación que rescata el “carácter dialógico” de la filosofía de Wittgenstein. En efecto, según el autor, a partir de 1930 y hasta su muerte, el filósofo vienés muda radicalmente su estilo de re-dacción al introducir siempre un punto de vista opuesto o alguna objeción a lo que él mismo propone. Este estilo de argumentación resulta patente en los Cua-derno azul y marrón, las Investigaciones filosóficas y en Sobre la certeza. En esos textos, Wittgenstein parece siempre dialogar con un interlocutor imaginario.

Esta forma dialógica de argumentación es mucho más que un “mero estilo de redacción”. En ella destaca el papel imprescindible que desempeña la com-paración de diferentes posiciones respecto de una misma cuestión. El cotejo entre diferentes posiciones a través de interlocutores virtuales fundamenta la “visión panorámica” o “representación perspicua”, las cuales funcionan como criterios de claridad cotidiana u ordinaria, un objetivo de suma importancia en la filosofía de las Investigaciones filosóficas. En realidad, sabemos que no puede haber ninguna actividad terapeútica sin el contraste que posibilitan las situa-ciones hipotéticas o ficticias. Es ese “contraste”, que Temelini denomina “com-paración dialógica”, lo que exhibe la falta de necesidad y la arbitrariedad de cualquier concepto o punto de vista que se presente como única opción posible.

Por lo anterior, concluye que los intérpretes que privilegian el “entrenamien-to” y la “obediencia ciega” y derivan de ellos conclusiones conservadoras, no perciben que quien aprende un lenguaje debe sentir “empatía”: ya debe com-partir una “forma de vida”. No se aprende un lenguaje por pura obediencia, ya que no se sabría por qué y para qué obedecer. Se necesita mucho más que una receptividad obediente para adquirir un lenguaje, y es esto lo que constituye su núcleo práctico y social (p. 13). No obstante, nuestro comentarista advierte que “ni todas las interpretaciones terapeúticas son escépticas, ni todas las lecturas escépticas son terapeúticas” (p. 12). El escepticismo de corte terapeútico se habría iniciado y extendido a partir de las obras de Stanley Cavell y quienes siguieron ese camino, como Hanna Fenichel Pitkin, entre otros.

Temelini sostiene una idea controvertida cuando afirma que no propone “ninguna teoría general del diálogo” (p. 7), y que la lectura “dialógica compa-rativa” que nos presenta tiene antecedentes en los escritos de Charles Tay-lor, Quentin Skinner y James Tully, entre los más conocidos. Estos autores utilizarían la filosofía tardía wittgensteiniana como fuente para desarrollar ar-gumentaciones políticas no conservadoras.

Entre las virtudes del texto quisiera destacar el bosquejo de algo así como una “genealogía” o “agrupación familiar” de aquellos autores que, a partir de una interpretación escéptica, derivan conclusiones políticas conservado-ras de la obra de Wittgenstein. Es importante advertir cómo “toman partido” esas interpretaciones cuando ignoran elementos constitutivos de la obra del llamado “último Wittgenstein”. Temelini arguye y convence al denunciar deci-siones claramente parciales detrás de las interpretaciones escépticas conser-vadoras.

Esta presentación genealógica de una posición que aún ejerce hegemonía es de agradecerse y digna de elogio. Mi convicción es que el privilegio que se con-cede a la afirmación “La filosofía debe dejar todo como está” (Investigaciones filosóficas, § 124) conduce hacia un Wittgenstein esterilizante, que impide el pensar crítico en lugar de liberar a la actividad filosófica de prejuicios y mitologías. Con esto no quiero decir que las interpretaciones y utilizaciones renova-doras, posmarxistas, posestructuralistas y similares, del pensamiento wittgens-teiniano duerman el sueño dorado de la objetividad reparadora de injusticias hermeneúticas. Pero lo que me ocupa aquí, el verdadero motivo de mi reseña, es poner en evidencia las opciones de lectura que producen interpretaciones restrictivas y dogmáticas.

Volvamos a lo que califiqué de “controvertido”: si bien no encontraremos una “teoría del diálogo” en este libro, sí está la propuesta de un “diálogo ge-nuino” (genuine dialogue) como llave de lectura del último Wittgenstein. Con ello, el autor no ignora que, en los mismos textos que toma como ejemplos, Wittgenstein afirma una continuidad entre “el fin de las razones” y “el comien-zo de la persuasión”. Así, no podemos menos que preguntarnos: si la “persuasión” (Überredung) actúa donde las razones acaban, ¿prescinde de la “empatía” que se destaca como el fundamento del aprendizaje? Este carácter limítrofe y no argumentativo de la “persuasión”, ¿no pone en cuestión y altera el aspecto dialógico que se reivindica?

Lo que se nos ofrece como salida es una suerte de “fenomenología de la conversión democrática”: tanto la “comparación dialógica” como la “persua-sión” nos llevarían a ver de otro modo, a “ver un aspecto” no percibido con anterioridad, fundamentando así la convivencia política pluralista (p. 82). De una nueva percepción se derivaría un cambio en el pensar y en el consecuente obrar en el mundo. Así, la política que permite pensar el autor de Sobre la certeza es, en suma, una política de transformación de la propia subjetividad hacia una de carácter más abierto a experiencias nuevas.

Mis preguntas giran en torno de este optimismo: ¿cómo se deduce que ver algo de un modo diferente acarrea, de modo intrínseco e inevitable, un cambio en el modo de pensar y actuar? En realidad, hacia la mitad del libro, en espe-cífico en el capítulo 3, “Wittgenstein’s Method of Perspicuous Representation” (pp. 68-94), comienza a diseñarse una “antropología” que intenta justificar lo que, en un primer momento, parece una “petición de principio”. Si bien el autor no propone una “teoría del diálogo”, define el “diálogo comparati-vo” como la actividad que fundamenta al “entendimiento” (understanding). La definición de “entendimiento” consiste en la aprehensión del uso de una pala-bra u objeto de acuerdo con la identificación wittgensteiniana entre el “uso” y la “comprensión”. Temelini se inclina por una concepción “disposicional” de la actividad del “entendimiento”. Esto significa que “ver un aspecto” o “ver algo de modo diferente” implicaría un cambio de comprensión, ya que “entender” es, antes que un proceso psicológico, un “saber actuar con lo entendido”, la base de lo que Wittgenstein llamó “seguir una regla”. La regularidad de los sig-nificados en los diferentes “juegos de lenguaje” queda garantizada así por algo que podemos denominar “empatía disposicional” como base del aprendizaje y entendimiento del lenguaje.

Cuando esta lectura se aplica a la política, no consigue ocultar un claro e imprescindible “optimismo antropológico” que acompaña a la noción de “dis-posición” que presenta Temeline. Los conflictos políticos no son producto de una “falta de conocimiento” ni resultado de desentendimientos ocasionales, sino que estarían más cercanos a la “voluntad”. Aquí es preciso extraer del con-cepto de “voluntad” su rancia acepción schopenhaueriana. Cuando hablamos de “voluntad”, lo hacemos de modo wittgensteiniano, esto es, la voluntad no es una esencia ni un arrebato interior que emerge al exterior como una fuerza in-traducible. La “voluntad” se asemeja más a una serie de hábitos y convicciones tan complementarias como casi irreductibles.

El problema que encuentro en el libro de Temelini es que el objetivo de com-batir las interpretaciones conservadoras mediante el énfasis en la “empatía” y la “comparación” lo lleva a descuidar el núcleo mismo de la vida política que, de modo funcional, pero no incorrecto, podemos llamar “conflicto de intereses”.

¿En qué términos dialógicos y comparativos podría comunicar un conjunto de personas la exclusión que padece respecto del proyecto político oficial de su país? Tal es el punto ciego que me interesa destacar. En esta situación, tan frecuente en nuestra sufrida América Latina, la “comparación”, más que “dialógica”, parece más bien necesariamente “dialéctica”: la identidad que se crea a partir de la exclusión será la que constituya ese tan ambiguo como deci-sivo concepto de “pueblo”. De este modo, nos encontramos ante otro tipo de aprendizaje lingüístico, el que expresa la demanda. El excluido no es sólo el pobre material, también es el miserable simbólico, ya que sólo se lo escucha como víctima de catástrofes naturales (inundaciones, terremotos y demás), pero se lo reprime con violencia policial si alza la voz y exige derechos. La pluralidad de los “juegos de lenguaje” no hace suya la jerarquía que puede ordenarlos valorativamente y dar pie a injusticias.

Así, no habrá diálogo posible donde la concordancia de “formas de vida” evidencie la jerarquía violenta del que decide en forma unilateral el destino común. Por eso me resulta difícil coincidir con este comentarista respecto de esperar un entendimiento o una disposición a actuar de manera diferente des-pués de una percepción nueva en el campo político. Existe la política porque hay diferencia, y es el ejercicio político el que, como poder, trabaja para ha-cer de la diferencia una jerarquía que niega al otro su voz y deslegitima todo acto de habla.

En pocas palabras, el libro destaca el “diálogo comparativo”, lo contrario de una relación de aprendizaje lingüístico “biunívoco” o “monológico”. Concuer-do en parte y hasta agradezco esta lectura, pero no puedo dejar de hacer una pregunta más que pertinente: ¿por qué el autor ignora, o sólo menciona en su carácter de crítico de cierta posición de Richard Rorty, por citar un ejemplo, a pensadores como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, David Howarth o Aletta Norval? Estos autores, vinculados con la llamada “Teoría del discurso de Essex” o fundadores de ella, se sirven del pluralismo de los “juegos de lenguaje” y del carácter contextual del significado para diseñar una “ontología política plura-lista” (Laclau y Mouffe); para fundamentar un “antiesencialismo” que rescata la “concordancia de formas de vida” antes que la búsqueda de un consenso racional hechizado con la idea del fin de los conflictos sociales (Mouffe); o que piensa el ejercicio comparativo como fundamento de una visión de “nuevos aspectos” y de un “ver como” (seeing as) que colabore en la creación de sub-jetividades democráticas (Aletta Norval). Esta autora sudafricana proporciona ejemplos concretos de una metodología comparativa que, según su interpreta-ción, llevaron a la construcción de identidades democráticas que abandonaron el racismo institucionalizado del apartheid vigente en su país por décadas.

A manera de conclusión, quiero decir que el libro es una suerte de prefacio o resumen que presenta en términos genealógicos las coordenadas de buena parte de las lecturas conservadoras de la obra del Wittgenstein tardío. Estas posiciones se describen y desmenuzan con cuidado y respeto, algo que con-sidero un mérito. Al mismo tiempo, al avanzar en la lectura, no puede dejar de plantearse una objeción a la convicción central de la obra. Tal convicción puede resumirse en un determinismo algo perezoso, que comienza por denunciar la parcialidad del supuesto “quietismo” de una “filosofía que debe dejar todo como está” para derivar, con base en una antropología no demostrada ni demostrable, que la comparación preludia un acto de empatía que implica cambios sociales. Lo que resta por discutir a la hora de aprovechar la obra wittgensteiniana para la teoría política es el verdadero alcance del lenguaje, su poder real respecto de la acción política, transformadora o no. Esto me hace recordar aquel verso del conocido poema de T.S. Eliot, “Los hombres huecos”, que dice que “entre la idea y el acto cae la sombra”. Bella imagen, tan firme y serena que parece la enunciación de una verdad, la de pensar la acción política como el ejercicio de imponer a una situación coyuntural no predeterminada un significado universal, un significado arbitrario que sólo el porvenir entenderá como renovador o como su estricto opuesto.

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