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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.63 no.80 Ciudad de México may. 2018

 

Reseñas bibliográficas

Renaud Barbaras, Le désir et le monde, Hermann (Tuchè), París, 2016, 233 pp.

Jorge Nicolás Lucero1 

1Université Toulouse II-Jean Jaurès Universidad de Buenos Aires. lucerojorgen@gmail.com

Barbaras, Renaud. Le désir et le monde. Hermann, Tuchè, París: 2016. 233p.


Los trabajos de Renaud Barbaras se encuentran entre los más importantes de la fenomenología francófona en los últimos treinta años. Sus investigaciones han reavivado los estudios de la obra de Maurice Merleau-Ponty (Barbaras 1991, 1998 y 1999) y han contribuido mucho a la difusión de la filosofía de Jan Patočka (Barbaras 2007 y 2011). Su interés por estos autores no ha sido sólo exegético, sino que ha edificado su propio camino filosófico, el cual se centra en repensar la noción de vida como clave de bóveda del a priori correlacional. En sus obras más relevantes, Introducción a una fenomenología de la vida (2008) y Dinámica de la manifestación (2013), el deseo se postula como la esencia del vivir y el fundamento de la fenomenalidad. No obstante, este trabajo reciente debe considerarse vital para comprender la fenomenología barbarasiana, dado que en las obras anteriores el filósofo caracteriza el deseo con una impronta más deconstructiva que positiva (al rechazar una por una las posiciones dominantes sobre la noción de vida), y su caracterización positiva no puede separarse con claridad y distinción de otras teorías del deseo como el psicoanálisis. Por el contrario, en El deseo y el mundo Barbaras deja al descubierto una fenomenología del deseo con rasgos definidos y marca al mismo tiempo las grandes diferencias de su propuesta respecto de las teorías psicoanalíticas.

En este sentido, la introducción del libro enuncia el modo de investigación que precisa el deseo y su diferencia radical con la pulsión. Aunque el deseo sea por naturaleza un concepto elusivo, su investigación no puede comenzar más que a través del sujeto, pues es en el deseo donde el ser del sujeto y su ipseidad están en juego. Por eso, el ser y el tener no son categorías pertinentes, del mismo modo que, para caracterizar la vida como tal, no podemos valernos de ni la experiencia de vivir (erleben) ni de la de estar vivo (leben); en consecuencia, no tenemos deseo porque el deseo nos posee, y no somos deseo porque nosotros devenimos a través de él. La imposibilidad de adaptación al ser y al tener sugiere una ambigüedad profunda del deseo, con lo que queda expuesta una coexistencia entre modos de relación opuestos en lo deseado y lo deseante, porque acontece a la vez como propio e impropio -está en el sujeto y, a la vez, lo sobrepasa-.

Como experiencia ambigua, el deseo es la experiencia de un movimiento o una potencia y, como experiencia condicionante del sujeto, el deseo es, en esencia, deseo de nadie. Al tratarse de un deseo originariamente anónimo, que se rebela ante toda subjetivación mientras la excede, ¿cuál podría ser su objeto, aquello que en este acontecimiento anónimo se desea? Según Barbaras, la respuesta precisa una reflexión del desear como tal, es decir, del deseo como un modo de ser específico para elucidar la especificidad de lo deseado y lo deseante y para lo cual es menester una epojé fenomenológica con vistas a conocer su sentido profundo.

Esta propuesta se hermana con la freudiana: al poner el acento en la característica de empuje de la pulsión, Freud autonomiza el deseo del objeto y evita con ello considerar el deseo mera respuesta a cierto tipo de objeto, como si fuese un movimiento desencadenado por un orden de la realidad. Por otra parte, lo importante del deseo, como se destaca con la pulsión, es su modo de ser dinámico. De hecho, este empuje por sí mismo no invoca la satisfacción, sino que es necesario relacionarla con el principio de placer, de donde surge la distinción de las otras dimensiones de la pulsión (meta y objeto). Entonces, el deseo excede al objeto y es previo a él, porque ningún objeto puede detener su empuje. Un tercer aspecto surge en la relación de la pulsión con el objeto: al separar la satisfacción del objeto y, por ende, al no atar el deseo al objeto sino subordinar el objeto al empuje del deseo como su condición verdadera, Freud establece una epojé del deseo. El deseo acaba por ser la potencia de la pulsión, deseo de nada determinado que no tiene otro fin que sí mismo.

Sin embargo, un cuarto aspecto sugiere la diferencia irreconciliable entre el deseo y la pulsión bajo el concepto de sublimación. Barbaras llama la atención sobre la sublimación como destino del deseo; si la pulsión “es más fuerza que intencionalidad, aspiración más que visión, búsqueda de placer más que desvelamiento” (p. 29),1 entonces la sublimación no implica sólo un cambio de objeto, sino también un cambio en la relación con éste, puesto que se pasa de un deseo a una relación de conocimiento. La posibilidad misma de la sublimación es lo que permite colocar una direccionalidad (visée) más profunda que la partición entre el deseo sexual y el conocimiento, la cual es la condición de posibilidad de ambas. La sublimación no elimina el deseo por el conocimiento, sino que ilumina el deseo como fondo del conocimiento. De este modo, mientras que la pulsión es puro empuje, el deseo es lo que Patočka llamaba fuerza vidente: la avanzada del deseo es al unísono un esclarecimiento de hacia lo que se dirige, es decir, el deseo hace aparecer su objeto en y por su aspiración. Por ello, Barbaras comprende que, si se considera la sublimación en su operación, el destino de ésta y el destino del deseo originario son una y la misma cosa, lo que conduce a Barbaras a rechazar la teoría de la pulsión freudiana porque “conduce a relacionar el deseo con sus condiciones orgánicas mínimas y a asimilarlo así a la necesidad [. . .] lejos de ponerse en el camino de una descripción del ser del deseo en su riqueza y especificidad” (p. 34). Barbaras emprende su trabajo entre las sombras de esta deficiencia inherente al psicoanálisis.

La obra se divide en tres partes: una fenomenología del deseo, una ontología del deseo y una erótica del deseo. En la primera parte, Barbaras establece la misma exigencia para este análisis que para su fenomenología de la vida, es decir, describir el deseo como tal y no por la mediación de los términos de su relación (capítulo I). El resultado de esta puesta entre paréntesis de los términos de la relación es la primera característica fundamental del deseo, su insaciabilidad, en la que una escisión entre la satisfacción y la insatisfacción deviene meramente nominal, en la medida en que la experiencia del apaciguamiento del deseo no es la experiencia de una anulación que luego renace de las cenizas, sino la experiencia de su exceso frente a la satisfacción. El movimiento que carga el deseo con vías a su satisfacción es también un movimiento hacia sí mismo, porque la satisfacción significa la experimentación de una frustración por la inadecuación del objeto al que se conducía. Por lo tanto, la lógica del deseo es la de una intensificación sin fin.

Esta “espiral” del deseo se interrumpe por el goce (jouissance), cuya razón es extrínseca al deseo mismo y se basa en una reivindicación del cuerpo biológico en la medida que posibilita que el sujeto no se pierda fuera de sí: “el goce no es entonces un cumplimiento, sino la marca de una sujeción del deseo a un sujeto biológico y a un sujeto estable e idéntico a sí mismo” (p. 44). Así, son necesarias tres consecuencias. En primer lugar, hay una asimetría constitutiva entre el sujeto y el deseo, pues el sujeto nunca estará sino más acá del deseo. En segundo lugar, el campo de la sexualidad se subordina al del deseo, porque la actividad sexual, conducida por el deseo, termina por retroceder a su satisfacción intensificante por su lógica misma (el goce). Esto significa que somos sexuados porque somos deseantes, y no a la inversa. A su vez, una distinción de tal calibre amerita distinguir la manifestación que lo sexual hace del deseo (constitutiva) de la realización del acto sexual y la sexuación (contigentes y empíricas). De este modo, los términos del problema que plantea Freud se modifican: no se trata ahora de saber por qué la pulsión, originariamente sexual, toma caminos no sexuales; se trata de saber cómo el deseo, que supera al sujeto y al movimiento que lo carga, se cristaliza en deseo sexual. Por último, lejos de ser la caída de una excitación, el placer es la experiencia de la tensión inherente al apaciguamiento. Para Barbaras, el placer constituye aquello que Lacan denominaba goce, mientras que el goce propiamente dicho está en las antípodas de la interpretación lacaniana porque no constituye el riesgo de un retorno a lo real de la cosa, sino lo que impide esta pérdida en lo real.

A partir de aquí, la cuestión será determinar qué es lo que el deseo desea, y en este punto Barbaras no se escapa de los motivos conductores de la fenomenología. El deseo busca la presencia de lo otro, eso otro que constituye el “deseo de...”, aquello que lo satisface en la misma medida en que lo exacerba. Un deseo goza de sí mismo porque tiene miedo de sí, es decir, en la medida en que no quiere clausurarse en la satisfacción; se desea a sí a condición de no ser deseo, de ser otra cosa. Aquí se explicita una distinción fundamental de esta fenomenología del deseo entre lo mentado (visé) como elemento concreto y lo deseado (désiré) como el excedente inasible. En la experiencia de lo mentado se da lo deseado, y no es posible que uno deje de existir en provecho del otro; pero lo deseado no es lo mentado, lo mentado muestra el defecto de lo deseado y, aunque lo mentado no sea lo deseado, lo deseado es abierto por lo mentado. De dicha tensión nace el deseo. Como en su Introducción a la fenomenología de la vida, Barbaras resalta que el deseo se diferencia plenamente de la necesidad, cuya falta se define con un modelo exclusivamente orgánico y cuyo objeto está determinado. La necesidad busca el retorno a un estado inicial en la satisfacción de su falta y no busca ningún cambio; por el contrario, es “guardiana de la identidad” (p. 64). A su vez, el deseo “no carece de nada, porque lo que lo satisface cavila siempre en una laguna” (p. 64), de modo que lo deseado nunca deja de faltar. Al deseo nada le falta porque todo le falta; el deseo es la expresión misma de una falta de ser.

Tras esta descripción, los siguientes capítulos de esta parte tematizan los términos implicados en el movimiento del deseo: lo deseado (capítulo II) y lo deseante (capítulo III). Respecto de lo deseado, sólo se puede alcanzar por la mediación de lo mentado, lo que significa que lo deseado implica exceso y trascendencia del objeto mentado, la profundidad de este objeto. Por lo tanto, el deseo desea todo, pero es necesario establecer la naturaleza de esta totalidad porque es una totalidad que actúa a la manera de una trascendencia de cada objeto frente al deseo: “este todo no es otra cosa que el mundo y todo deseo, entonces, es deseo de mundo” (p. 75). Al tomar partido por la filosofía patočkeana, Barbaras comprende el mundo como la presencia omnienglobante que se confunde con el objeto y que, sin embargo, nada puede aparecer sin él. La herencia de Merleau-Ponty es también innegable: el mundo al cual el deseo se dirige es el aspecto intrínseco de la cosa, su profundidad o su inagotabilidad ontológica. En este sentido, el mundo es el único deseado posible del deseo, y no puede haber mundo sino para un deseo. El exceso de lo deseado sobre lo mentado es exceso del mundo sobre todo lo que en él aparece, lo que Barbaras denomina deseo transcendental. El exceso reitera el problema de la sublimación: si el deseo se supera como deseo sexual, entonces es más que sexual e invierte las significaciones que ofrece la teoría de la pulsión: “el fenómeno primero revela lo que podemos llamar una desublimación [désublimation] del deseo, que consiste en este reflujo originario, inherente al estatus de lo deseado, por el cual el deseo del mundo, en cuanto que deseo de una totalidad impresentable o inaccesible, se realiza y se oculta bajo la forma de deseo de tal o cual ente” (p. 90).

No obstante, la identificación de lo deseado no expone aún el modo de existencia que subtiende a la naturaleza del deseo, sino que es necesario indagar en una fenomenología del deseante. La cuestión que se liga al deseante pide especificar la naturaleza de lo que se llama movimiento. Ser deseante es ser puesto en movimiento, colocarse en el orden del devenir. El movimiento del deseo no se reduce al desplazamiento, es un movimiento fenomenalizante, no sólo fenomenalizante del mundo, sino de sí mismo, se aclara a sí en su proceder. Por ello, el movimiento del deseo no puede estar ligado a la extensión ni al desplazamiento, sino que se trata de un cumplimiento. Así, Barbaras invoca el movimiento como un modo de ser de la posibilidad y lo inacabado y, en estos términos, el movimiento del deseo es un automovimiento que nunca sale por completo fuera de sí, porque está siempre inacabado. Esto significa que la ipseidad del movimiento no es su fundamento, sino que el movimiento mismo la provoca, es su fuente, con lo cual “el movimiento desbarata la partición clásica de la interioridad subjetiva o conciencial y la exterioridad espacial” (p. 108).

Al afirmar los rasgos fenomenológicos del deseo, la segunda parte se enfoca en su ontología. Ésta se piensa en los términos de un a priori del a priori correlacional al que el deseo respondería. Sin carecer de nada y al mismo tiempo ser insaciable, el deseo es deseo de sí, aspiración a ser, una búsqueda ontológica (capítulo IV). La incompletitud del deseo está más allá de toda posible falta porque no es susceptible de ser colmada. Esto permite una caracterización ontológica del deseante muy semejante a la de Sartre: el deseante es un ser cuyo ser está fuera de sí, un ser exiliado de su ser, porque el sujeto del deseo no está en movimiento, sino que es movimiento. Por eso, el deseo es deseo de ser. No obstante, según Barbaras, la separación inherente al deseo es por completo antisartreana en la medida en que no invoca dos modos de ser radicalmente opuestos, lo cual hace del deseo sartreano un imposible que excluye toda comunidad o conciliación ontológica. Si el deseo es un movimiento, lo deseado no está fuera de su mira aun si está separado; por el contrario, la separación no es un modo de relación entre dos entidades opuestas ontológicamente. El deseo desea el mundo porque reside en él, porque hay comunidad. Es cierto que el sujeto es la tendencia hacia sí, pero no la concreción de esta tendencia a alcanzar el mundo, porque provocaría su desaparición como tal. La heteronomía ontológica deviene la condición de la individuación subjetiva, porque esta privación de su esencia (el mundo) es la condición de su existencia como tal (movimiento hacia lo deseado), con lo que transforma la reducción fenomenológica en una reducción cosmológica al colocar lo transcendental propiamente en el mundo: “si el sujeto es la clave del aparecer del mundo, el ser del mundo es la clave del ser del sujeto” (p. 132).

En el capítulo V, Barbaras esboza las características del movimiento del mundo y del archiacontecimiento como fundamentos metafísicos últimos del deseo. Según Barbaras, la investigación del sujeto como deseante y su parentesco ontológico con el mundo no predican un antropomorfismo, salvo que se entienda de modo positivo, esto es, que el modo de ser del hombre, incluido en la naturaleza, permita clarificarla, siendo el hombre una de sus vías de acceso. Así, Barbaras vuelve sobre las relaciones entre fenomenología y metafísica tal como ya lo había analizado en Dinámica de la manifestación: el movimiento del sujeto es la evidencia de un movimiento más originario y que acontece fuera de él, a saber, el movimiento del mundo. El movimiento aparece como un vector privilegiado de la metonimia entre sujeto y mundo, donde el movimiento del sujeto funciona como una parte del todo en el movimiento del mundo. En este sentido, la vida del sujeto trae consigo una vida originaria anónima. Como ya lo había denominado en sus anteriores trabajos, este movimiento del mundo es un movimiento de mundificación, un movimiento de devenir-mundo. El proceso de mundificación evoca la salida de un fondo, a saber, la multiplicidad óntica que se diferencia en el seno mismo del mundo, donde el mundo hace las veces de una preindividualidad simondoniana, pero que es denominada por Barbaras la realidad de una potencia. Esto conduce a revisar la pregunta por lo que desea el deseo: “toda la dificultad que reside aquí es que el deseo es, a la vez, lo que nomina al ser del sujeto y la marca de su defecto de ser: por ello, la realización del deseo, como supresión de este defecto de ser, no significa el fin del deseo sino su cumplimiento como deseo” (p. 151). El mundo al cual el sujeto aspira no es el mundo de lo acabado y de lo inmóvil, creer que el movimiento se constituye por la díada insatisfacción-satisfacción es colocarlo en una inferioridad ontológica. El telos del movimiento del mundo no es más que movimiento, lo cual elimina toda negatividad posible. A diferencia del deseo (donde hay una separación constitutiva), el proceso del mundo no posee separación alguna entre su existir y su esencia. En esto podrían palparse los residuos del en-sí sartreano; pero este ser al que no le falta nada no es estático, monolítico, puro acto, sino que es pura potencia ontogenética que le falta al deseante; éste es el defecto que le devuelve el mover subjetivo al sujeto, desea porque no puede producir, hacer ser, como sí puede hacerlo el mundo. Por su parte, el deseo tiene una significación negativa respecto del movimiento del mundo donde “lo trascendental puede definirse, entonces, a partir de una degradación de lo ontológico y la potencia fenomenalizante del deseo definida como el reverso de esta impotencia ontológica [. . .] el deseo no tiende al reposo sino, al contrario, hacia un movimiento que sería eminentemente movimiento en cuanto que capaz de producir en su movimiento mismo” (p. 155).

Esta aspiración a ser tiene un origen no causal. La separación que hay entre lo deseante y lo deseado es una separación de nada (rien), no puede franquearse nunca, es lo que Barbaras denomina archiacontecimiento, una irrupción en el archimovimiento del mundo al cual el sujeto, tras la separación constituyente, apunta. El sujeto es deseo gracias a este archiacontecimiento que lo separa del mundo, lo que contradice una vez más la teoría freudiana de la pulsión en la negación del choque del dualismo pulsional: hay tensión entre dos modalidades del movimiento y no entre dos pulsiones; la vida tiende hacia la muerte en la medida en que el cumplimiento del deseo es la muerte.

El capítulo VI se propone defender el acceso afectivo al ser del deseo. A la apertura del mundo del cual el archiacontecimiento nos ha separado corresponde un modo de acceso, a saber, el sentimiento, el cual, por encima de la percepción y el conocimiento singular, nos coloca ante una experiencia de inagotabilidad, pues el sentimiento es siempre sentimiento de profundidad. Esta concepción del sentimiento se inspira en la teoría estética de Mikel Dufrenne, para quien el sentimiento se diferencia de la emoción porque, mientras que el último es una interpretación de lo ya dado, el sentimiento es una apertura con una función noética. Al no tener ningún contenido específico, el sentimiento posee una archipasividad que, paradójicamente, no siente nada. Ahora bien, es por el sentimiento que el deseo tiene dirección; el sentimiento no puede existir sin el deseo pero el deseo no puede ser sino sentimental. Por lo tanto, el sentimiento señala el reverso de la separación constituyente del deseante, su participación con el mundo.

La tercera y última parte del trabajo constituye una erótica, que se define como la caracterización del embrollo entre lo empírico y lo trascendental en el deseo, y en la cual Barbaras parte del deseo sexual y finaliza con el concepto de amor. La erótica enfatiza que el deseo del mundo es también deseo del otro e impulsa una teoría de la intersubjetividad. El otro se presenta como una apertura hacia el mundo, es una ostensión del mundo, es una porte-à-faux (ser en vilo) sobre el mundo. El capítulo VII se dedica a pensar el concepto de carne. En este segmento la reflexión se centra en el trabajo de Merleau-Ponty, quien sobrepasó las aporías de la constitución de un otro, caras a la propuesta husserliana, para iniciar la reflexión desde la experiencia del prójimo como antesala a la experiencia personal. Sin embargo, como afirma Barbaras, esta táctica filosófica impide una distinción auténtica entre el prójimo y la cosa. Asimismo, la noción de carne, que invoca un exceso de invisibilidad en lo visible como la señal de su ausencia, necesita complementarse con la noción de un deseo inextinguible. Por lo tanto, la carne como la concibe Merleau-Ponty peca por exceso (el sujeto se disuelve en la carne) y por defecto (la carne es una conciencia que no puede salir de sí). Asimismo, existe una dimensión sexuada en la carne que Merleau-Ponty no logró explicitar de manera correcta.

El capítulo VIII desarrolla el concepto de desublimación, tal vez el más rico del libro en lo referente a las relaciones entre el psicoanálisis y la filosofía. El deseo trascendental es la condición de posibilidad de toda determinación erótica. Al ser el deseo siempre deseo de presencia o mundo, siempre hay otra cosa, una estructura sublimatoria en el corazón del deseo, y esta estructura sublimatoria acaba en realidad por volver inoperante el concepto mismo de sublimación, ya que si todo deseo tiene como trasfondo un conocer (el mundo), entonces no hay sublimación posible. Por el contrario, la modalidad del deseo trascendental se encarna en lo empírico en la forma de un deseo sexual, y es a este destino del deseo que Barbaras llama desublimación. El deseo sexual es un reflujo o una retirada del deseo de presencia. Ahora bien, esta desublimación es un fenómeno originario, no incidental. No es un destino entre otros, sino el destino mismo del deseo, y posee un sentido de doble señuelo, donde se vive la coincidencia entre lo mentado y lo deseado como esencial, así como su diferencia como accidental, lo cual se opone a la esencia del deseo. Si bien contradice la esencia del deseo, la desublimación es fundamental para su manifestación. Esto significa que, aun cuando no es esencialmente erótico, el deseo no se realiza sino como erótico. En el deseo, el otro pierde su opacidad y se vuelve una ventana al mundo; conocer al otro sólo es posible en el deseo, conocerlo como una apertura al mundo; el deseo del otro es deseo de un mundo, es una forma de esclarecer el mundo.

Así pues, el último capítulo se consagra al concepto de amor. El único modo de delimitar el amor en el deseo es mediante el sentimiento amoroso. En el amor se pone en juego la esencia del sentimiento en la medida en que aquél interpreta la función del sentimiento en el deseo empírico desplegándose como su forma desublimada. El amor conforma la experiencia de la alteridad que se suscita en el movimiento del deseo, una actividad que supone una archipasividad vivida como un acontecimiento en el que el sujeto se encuentra con una intimidad insospechada, algo que para Barbaras constituye una autoafección fundada en la heteroafección más radical. En el sentimiento amoroso sobreviene la manera de fenomenalizar al otro como un otro, como alguien que constituye de manera dinámica un mundo.

Resulta llamativo que en ninguna parte de este texto Barbaras se refiera, en ningún sentido, al célebre estudio Marion 2003, en el cual estos tópicos se analizan con consecuencias muy diferentes aunque pertenezca a una misma tradición filosófica. Con todo, el análisis que ofrece Barbaras echa luz sobre muchos puntos ciegos que habían quedado en sus obras anteriores, en particular en lo que concierne a los conceptos de insatisfacción y falta y, en la misma medida, a la relación entre el deseo y la pulsión. Otros asuntos, tal vez los más especulativos, como el concepto de potencia del mundo, aún no toman la consistencia que posee aquí la noción de deseo. Queda también por explicar en qué medida el concepto de trascendental sigue siendo funcional, o bien en qué medida la denominación de lo originario como transcendental no coarta el paso de una reducción fenomenológica a una cosmológica. En cualquier caso, Barbaras traza con rigor los primeros trayectos de una fenomenología asubjetiva que Patočka había instalado como punto de salida, y abre con ello nuevas posibilidades para la fenomenología.

BIBLIOGRAFÍA

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Barbaras, R., 1998, Le tournant de l’expérience. Recherches sur la philosophie de Merleau-Ponty, Vrin, París. [ Links ]

Barbaras, R., 1999, Le désir et la distance. Introduction à une phénoménologie de la perception, Vrin, París. [ Links ]

Barbaras, R., 2007, Le mouvement de l’existence. Études sur la phénoménologie de Jan Patočka, Éditions de la Transparence, París. [ Links ]

Barbaras, R., 2008, Introduction à une phénoménologie de la vie, Vrin, París. [ Links ]

Barbaras, R., 2011, L’ouverture du monde. Lecture de Jan Patočka, Éditions de la Transparence, París. [ Links ]

Marion, J.-L., 2003, Le phénomène érotique. Six méditations sur l’amour, Grasset, París. [ Links ]

Marion, J.-L., 2013, Dynamique de la manifestation, Vrin, París. [ Links ]

1Todas las traducciones en esta reseña son mías.

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