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Diánoia

versão impressa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.62 no.78 Ciudad de México Mai. 2017

 

Artículos

El naturalismo de la Subjektkritik de Theodor W. Adorno

The Naturalism of Theodor Adorno’s Subjektkritik

Gustavo Matías Robles* 

* Universidad Nacional de La Plata, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas. gustavomrobles@gmail.com, Argentina


Resumen:

El objetivo de este artículo es mostrar que la singularidad de la crítica de Adorno al sujeto se basa en la presencia de un motivo naturalista que pone en evidencia los límites del concepto racionalista de subjetividad. Mi trabajo consistirá en precisar este concepto de naturaleza y tratar de rescatar su potencial filosófico. Con esto será posible tanto diferenciar la crítica adorniana de otros ataques como defenderla por su aptitud para hacer pensable un concepto de subjetividad no represivo capaz de desarticular la rigidez del modelo moderno de identidad personal.

Palabras clave: crítica; sujeto; naturaleza; materialismo; razón

Abstract:

The aim of this paper is to show that the singularity of Adorno’s critique of the philosophical subject is based on a naturalistic motif that reveals the limits of a rationalistic concept of subjectivity. I will try to pin down such concept of nature and to highlight its critical and philosophical potential for a Subjektkritik. This will both enable me to distinguish Adorno’s critique from other models of critique, and to defend his approach as a theoretical proposal for a nonrepressive notion of subjectivity with the power to disarticulate the modern model of personal identity.

Key words: critique; subject; nature; materialism; reason

Introducción

La filosofía contemporánea puede interpretarse como un intento por descentrar la idea moderna de un sujeto constitutivo que se concibe como garantía, causa y origen del significado, del mundo o de la historia. Esta idea de un sujeto sintetizador también se distingue por la búsqueda de criterios y garantías para el conocimiento y la actividad práctica en áreas como la conciencia, el sujeto trascendental, la experiencia subjetiva y la certeza sensible. Contra todo esto se dirige la crítica contemporánea, que pasa de la cuestión del sujeto a la del “sujeto en cuestión” (Karczmarczyk 2014, p. 9). Este alejamiento de una subjetividad constitutiva recorre toda la filosofía contemporánea y forma una tradición dispersa y variada: ya sea que se vea al sujeto desde “un otro” que vive dentro de él, desde el poder que lo somete o desde el contexto lingüístico que lo constituye, siempre está presente el intento de socavar las pretensiones de autonomía de esa subjetividad (Wellmer 1993, pp. 74-88). Con estas críticas, el sujeto deja plantearse como algo dado y comienza a pensarse como consecuencia, no como causa, sino como efecto; no como garantía, sino como proceso. En este contexto es donde deseo discutir la obra de Theodor W. Adorno para mostrar que su filosofía no sólo ocupa un espacio en el terreno de esas críticas, sino que también guarda cierto carácter particular que la distingue de ellas.

El objetivo de este trabajo es mostrar que esa singularidad se basa en la presencia de un motivo naturalista, que define tanto el carácter materialista como el elemento crítico-normativo de la filosofía de Adorno. Considero que si se atiende a la relación entre la naturaleza y el sujeto se descubren tanto las deficiencias de un concepto racionalista de subjetividad como las condiciones para pensar formas de individualidades no represivas, al mismo tiempo que se hace posible una teoría crítica alternativa distinta a la que plantean Habermas y sus sucesores. Hay lecturas de la obra de Adorno, clásicas y recientes, que reconocen la importancia del concepto de naturaleza (Buck-Morss 1981, Rose 1978, Zamora 2004, Schweppenhäuser 1993, Schwarzböck 2008, Jay 1988) o que incluso se dedican de forma expresa a ese concepto (Schmid-Noerr 1990, Cook 2011). Sin embargo, considero que ninguna de ellas intenta extraer todas las consecuencias radicales que de allí se pueden derivar para una crítica de los procesos de subjetivación. En forma paralela a esto, encuentro también un descuido importante de este motivo por parte de algunos muy buenos lectores que se centraron ya sea sólo en Dialéctica negativa (O’Connor 2004, Thyen 1989), en aspectos sociológicos (Weyand 2001) o en los contenidos marxistas en Adorno (Jameson 2010, Jarvis 1998), y para quienes la relación sujeto-naturaleza no representaba ningún papel relevante. Un lugar especial tienen las lecturas que, influidas por la problemática habermasiana, fueron muy escépticas con respecto a las potencialidades de este motivo naturalista, pues lo entendían como una deriva sustancialista o como cómplice de una filosofía de la historia catastrofista (Habermas 2008, 1987; Wellmer 1993, Benhabib 1986, Connerton 1980). El presente trabajo tiene como objetivo de fondo discutir con esa línea de interpretación y mostrar qué es lo que la teoría crítica pierde si descuida ese “motivo naturalista” al pensar las figuras de la subjetividad.

El concepto de naturaleza nunca se define de forma clara en la obra de Adorno y su planteamiento resulta fragmentario, disperso, contaminado por diferentes motivos, u oculto tras ellos. Debido a esto, para pensar el concepto es necesario tratar de localizar los diferentes momentos en que aparece y traducirlos en el seno de una crítica del sujeto. Tal es la tarea que me propongo realizar en las siguientes líneas. Comenzaré con una discusión de la idea de historia natural para precisar el concepto de naturaleza a partir de los motivos de “belleza natural”, “sufrimiento”, “mímesis” y “cuerpo” (sección 1); luego intentaré resaltar el papel del concepto de naturaleza en el concepto de “experiencia no restringida” como superación del subjetivismo de la gnoseología moderna (sección 2), así como su importancia en la crítica al sujeto práctico de la filosofía moral kantiana mediante la figura de los impulsos (sección 3). Hacia el final del trabajo buscaré precisar en qué consiste una Subjektkritik que, llevada a cabo en términos materialistas y naturalistas, es distinta de un concepto de sujeto pensado en términos comunicativos (sección 4).

1 . El sujeto de la historia natural

Comenzaré mi recorrido con una conferencia célebre de 1932 titulada, justamente, “La idea de historia natural”. En ella Adorno bosqueja un programa de filosofía interpretativa en el que el concepto de “historia natural” se utiliza para “interpretar la historia concreta con sus propios rasgos como naturaleza, y hacer a la naturaleza dialéctica bajo figura de historia” (Adorno 1991, p. 126) con el objetivo de discutir la premisa racionalista que postulaba una separación radical entre el plano de lo histórico-social y el de lo natural, y que remitía a la separación cartesiana entre res cogitans y res extensa. Desde esta perspectiva, Adorno se propuso en Dialéctica de la Ilustración (1944), escrita con Max Horkheimer, elaborar una “protohistoria [Urgeschichte] de la subjetividad” (Adorno 2006, p. 107).1 La idea es la siguiente: la unificación de la identidad subjetiva y la racionalidad fue en realidad el producto de una sublimación de energías libidinales en el marco de la autoconservación biológica. Esto implicó que en un momento del desarrollo evolutivo se produjera un quiebre en el que los instintos de supervivencia adquirieron prioridad sobre los instintos de disolución o de placer, y ese quiebre dictó las premisas para la constitución de un yo autónomo. “El espíritu subjetivo, que disuelve la animación de la naturaleza, sólo domina a la naturaleza desanimada imitando su rigidez y disolviéndose él mismo en cuanto animado” (Adorno 2006, p. 109). Así, detrás de ese yo se encontraba la dimensión mundana de lo biológico en la medida en que, para sobrevivir, el ser vivo debía dominar la naturaleza que lo amenazaba; para dominar esa naturaleza, debía constituirse como una unidad de control y previsión y, para constituirse como tal unidad, debía sacrificar su satisfacción inmediata. Ante esto, el programa crítico adorniano debió plantearse como “rememoración [Eingedenken] de la naturaleza en el sujeto” (Adorno 2006, p. 93).2 En las siguientes líneas explicaré en qué consiste dicho programa.

En uno de los aforismos finales de Dialéctica de la Ilustración llamado “Interés por el cuerpo”, los autores aclaran más todavía los términos de este análisis: “Por debajo de la historia conocida de Europa corre una historia subterránea. Es la historia de la suerte de los instintos y las pasiones humanas reprimidos o desfigurados por la civilización” (Adorno 2006, p. 277). En este corto pero significativo texto, la idea de represión de la naturaleza se interpreta específicamente como historia de la represión del propio cuerpo, aunque los autores no intentan demostrar cómo se llevó a cabo esta deformación o cuáles instancias fueron necesarias para la reglamentación de los cuerpos, sino que se limitan a caracterizar la disposición general civilizatoria con respecto al cuerpo en términos de un sentimiento de “amor-odio” (Hassliebe) hacia él; sentimiento que recorre toda la historia, desde los orígenes del cristianismo hasta la organización capitalista moderna y los Estados fascistas: “El odio-amor hacia el cuerpo [Körper] tiñe toda la civilización moderna. El cuerpo, como lo inferior y sometido, es convertido de nuevo en objeto de burla y rechazo, y a la vez es deseado como lo prohibido, reificado, alienado” (Adorno 2006, p. 278).3 El cuerpo se concibe en la cultura como cosa o materia para la producción pero, a la vez, como objeto de deseo que permanece prohibido y que, debido a eso, desata el odio de los dominados.

En el idioma alemán existe una diferencia entre los términos Leib y Körper para referirse al cuerpo. Körper apunta al cuerpo físico de un objeto que puede estar vivo o no, mientras que Leib se refiere al cuerpo viviente y vital de una persona (Borsche 1980, p. 174). Adorno y Horkheimer mencionan de manera expresa en un pasaje esa ambivalencia del término, que se pierde en español, cuando dicen:

[E]l cuerpo físico [Körper] no puede volver a transformarse en cuerpo viviente [Leib]. Sigue siendo un cadáver, por más que sea fortalecido. La transformación en cosa muerta, que se anuncia en su nombre, forma parte del proceso constante que ha reducido la naturaleza a material [Stoff ] y a materia [Materie]. (Adorno 2006, p. 279)4

En el significado de estos dos conceptos de Dialéctica de la Ilustración se pone en juego lo sustancial de la Subjektkritik adorniana. Puede ser útil recurrir aquí a la interpretación filosófica que Erika Benini propone en torno a esta diferenciación. Para ella, Körper se refiere a “la determinación de lo somático según el pensamiento occidental, o sea la materia [Materie] no viva sometida al sujeto racional”, mientras que Leib “significa aquella dimensión dialéctica que perfila una nueva relación hacia la materia de la realidad, que no la considera como pura materia, sino como parte no excluyente del pensamiento” (Benini 2014, p. 99).

Esta diferencia me parece central porque responde a una tensión en el concepto adorniano de naturaleza, la cual se manifiesta entre lo natural como lo sometido al sujeto, como materia muerta, y lo natural como lo constitutivo del sujeto, como una dimensión viva con sus propias pretensiones. Es este último significado el que Adorno se propone rescatar como proyecto a partir de una crítica del primero. Es decir, la crítica al sujeto debe consistir en una revalorización del Körper como Leib, en una “rememoración” de los aspectos somáticos sometidos en la constitución de la subjetividad racional para su liberación como corporalidad viva. De esta forma, lo que la rememoración de la naturaleza exige es una salida de la historia natural a partir de una reconsideración de la naturaleza sometida. Así, la crítica de la naturaleza cosificada se da al mismo tiempo como rescate de la naturaleza viva o, en otros términos, lo que la rememoración de la naturaleza exige es reconvertir el Körper en Leib.

Este carácter doble del concepto de naturaleza se remonta de algún modo a Kant. En la Crítica de la razón pura, Kant concibe la naturaleza con el concepto de fenómeno en cuanto objeto de toda experiencia posible, cuya legalidad proveen las categorías del entendimiento. Mientras que en la Crítica del juicio es la naturaleza la que prescribe al entendimiento y a la sensibilidad sus criterios con la figura del genio creador. La naturaleza es, entonces, el producto de la síntesis del intelecto como aquello que no se deja dominar por el pensamiento discursivo, como instinto que escapa a la legalidad impuesta por el sujeto. En la Crítica del juicio, el arte no encuentra su fundamento en la armonía de la subjetividad, sino en la naturaleza que desborda esas categorías. Esta naturaleza es ahora una fuente viva que sólo se deja ver en la obra de arte, pero que no se puede conceptualizar (Martínez Marzoa 1987, 95-96). Como lo demostró Alfred Schmidt en su célebre estudio El concepto de naturaleza en Marx, esta ambigüedad también se encuentra en Marx. Schmidt afirma que en Marx no hay ni un materialismo ingenuo que conciba la naturaleza como una dimensión ontológica en sí, ni un idealismo absoluto que la defina como creación pura del espíritu. Según Schmidt, para Marx la naturaleza es el producto de la praxis humana y sólo tiene valor como materia trabajada; pero, por otro lado, la sociedad misma es “una parte real de la historia natural”, de modo tal que esos mismos instrumentos de producción con los cuales se trabaja la naturaleza son “órganos corporales prolongados” (Schmidt 1977, p. 42). Esta condición queda patente en el concepto de Stoffwechsel de El capital con el que Marx define el intercambio orgánico entre sociedad y naturaleza: según este concepto, las leyes de la naturaleza son independientes de la voluntad de los hombres, “pero ellos sólo pueden asegurarse de estas legalidades a través del proceso laboral” (Schmidt 1977, p. 112).

Esta dimensión doble -kantiana y marxiana a la vez- del concepto de naturaleza es la que recupera Adorno: la naturaleza mediada por el espíritu pero, a la vez, no subsumible por completo en éste. Para Adorno, la naturaleza no es una esencia pura ni una dimensión ontológica, sino que siempre es independiente de las pretensiones de los hombres por dominarla; sin embargo, esa naturaleza no pervive como exterioridad total porque la dimensión social es ella misma natural, es naturaleza enfrentada consigo misma. Adorno piensa que la naturaleza es lo sometido y lo que excede los límites de la subjetividad constitutiva, y guarda en ambos casos una relación interna en esa subjetividad o, mejor dicho, esa subjetividad misma es naturaleza.

Con todo, ese concepto de naturaleza que es criterio de la crítica al sujeto no tiene una significación positiva, sino que se concibe en términos negativos. Esto puede aclararse si consideramos el análisis de Adorno del concepto de lo “bello natural” en su Teoría estética. Con la aparición del sujeto autónomo como origen de la síntesis estética en la producción de la obra de arte, el concepto de lo “bello natural” comenzó a desaparecer de la reflexión estética. A contrapelo de esto, Adorno intenta rescatar la tensión que se escondía detrás del concepto y que las mejores obras de arte no dejaron de poner en escena, en particular la tensión entre un mundo construido (del cual la obra de arte forma parte) y lo que aparece como representante de la inmediatez en el marco de esa obra. En esa tensión entre lo social y lo no social se define el concepto de belleza natural. Lo que Adorno identifica como belleza natural no es algo objetivo, sino “que se define por su indeterminación” con respecto a la unidad del estilo de la obra (Adorno 2011, p. 100). Lo bello natural tiene su sustancia en esa no representabilidad: “El arte no imita a la naturaleza, tampoco a bellezas naturales concretas, sino a lo bello natural en sí. […] Su objeto se determina como indeterminable, negativo” (Adorno 2011 p. 102). Es decir, en la belleza natural la obra de arte (en ese intento de representar la inmediatez como algo contrapuesto a lo social) no imita lo real (puesto que no puede hacerlo), sino que intenta representar la posibilidad de que eso real quede superado; en realidad, imita lo que no existe, lo no idéntico, puesto que sólo puede llegar a esa inmediatez de manera negativa. La naturaleza no se representa como una posibilidad perdida a la que alguna vez se pudo acceder de forma pura, sino que esa naturaleza se presenta como lo inaprensible que se debe aprehender. Lo bello natural apunta a aquello que en la experiencia artística no puede reducirse al sujeto: “a la prioridad del objeto en la experiencia subjetiva” (Zamora 2004, p. 218),

De modo similar a la obra de arte, la filosofía accede a esa naturaleza de una forma negativa. Para Adorno, una de esas vías es la consideración del sufrimiento. Esta idea se acentúa de manera particular en Dialéctica negativa cuando Adorno afirma que es en los síntomas de la condición somática donde la naturaleza podría tematizarse: “El momento corporal recuerda al conocimiento que el sufrimiento no debe ser, que debe cambiar. […] Por eso lo específicamente materialista converge con lo crítico” (Adorno 2008, p. 191). El concepto de sufrimiento físico constituye el centro del materialismo adorniano y tiene una importancia fundamentalmente negativa: es el lugar en el que se debe interpretar la coacción social sobre el individuo, el peso de lo universal por sobre lo particular. Para Adorno el pensamiento sólo puede alcanzar conceptualmente alguna forma de totalidad a partir de la particularidad del sufrimiento individual, el cual siempre es, en cada caso, sufrimiento físico, y le recuerda al sujeto “su momento somático”. Este acceso indirecto a la totalidad sucede porque “el sufrimiento es objetividad que pesa sobre el sujeto; lo que éste experimenta como lo más subjetivo suyo, su expresión, está objetivamente mediado” (Adorno 2008, p. 31). En el sufrimiento se anuncia la dimensión somática del conocimiento, y se reconoce también lo no conceptual y los límites de la racionalidad identificante.

Una breve comparación con Nietzsche puede resultar esclarecedora. En este pensador también hay una crítica al idealismo como olvido de la naturaleza y negación del sufrimiento. Según él, el ser humano es naturaleza y forma parte del todo natural; pero, a partir del judaísmo y el cristianismo y a lo largo de toda la tradición metafísica, se concibe enfrentado a la naturaleza, como un ser espiritualizado cuyo cuerpo se encuentra en una posición subordinada. Por eso, para evitar el displacer, la angustia y el dolor en el contacto con el mundo natural, el ser humano tuvo que inventar entidades tales como Dios, el alma o el yo, que expresaban (en las figuras del sacerdote y del filósofo idealista) un rencor contra lo mundano de la naturaleza. Contra esto, Nietzsche valora el instinto natural con toda su carga de dolor y placer como realización de una “voluntad de poder” afirmativa y creadora. El “sí a la vida”, que Nietzsche alaba y que propone como una visión dionisiaca de la cultura, se da como un amor fati, como afirmación alegre del destino y de lo que somos, como “no querer nada que sea distinto en el pasado ni en el futuro, ni por toda la eternidad” (Nietzsche 2004, p. 61). Esto lo coloca en las antípodas de Adorno, a pesar de que su diagnóstico sea similar. La represión de la naturaleza no se resuelve en Adorno como afirmación, sino como negación crítica del dolor y el sufrimiento.

En resumen, lo que estos tres temas (la diferencia entre Körper y Leib, la belleza natural y el sufrimiento) tenían en común era que remitían siempre a una dimensión negativa en el interior de la subjetividad, a algo que no podía conceptualizarse como una positividad ontológica, sino que sólo se dejaba ver como diferencia constitutiva en el interior del sujeto. El problema que se planteaba en Dialéctica de la Ilustración era, entonces, el de cómo pensar eso natural reconciliado con elementos reflexivos conseguidos luego de la elaboración del yo, es decir, cómo leer el motivo de “una rememoración de la naturaleza en el sujeto” como una diferencia mediada racionalmente. Considero que, para llevar a cabo esto, son necesarias las herramientas que Adorno elabora en su crítica al sujeto del conocimiento.

2 . El sujeto del conocimiento

El centro de la crítica de Adorno a la teoría del conocimiento moderna consiste en acusarla de no haber pensado la relación sujeto-objeto en términos puramente cognitivos, lo que marcó su condena al suponer un sujeto que se concebía como causa y origen de toda representación. Ante esta teoría del conocimiento, lo que la Subjektkritik debe hacer es ampliar los términos cognitivistas estrechos para pensar al conocimiento como una experiencia liberadora del encierro subjetivista a partir de una reconsideración de lo natural en el sujeto. Esto marca una correspondencia entre el sujeto de la historia natural y el sujeto de la teoría del conocimiento, ya que, para nuestro autor, la teoría del conocimiento es la sublimación de la ferocidad animal hacia la presa en el marco de esa teoría (Adorno 2008, p. 30).

La idea es que esa historia natural del sujeto en Dialéctica de la Ilustración tendrá sus propias particularidades cuando se traduzca como crítica al pensamiento identificante en Dialéctica negativa. Mi tesis es que, con esto, la Subjektkritik no sólo adquirirá determinaciones nuevas, sino que, justo ahí, es decir, en Dialéctica negativa y en su crítica a la identidad, se podrán encontrar herramientas conceptuales para pensar esa relación entre un sujeto y su naturaleza sin reducir un término a otro; justo ahí se podrá contestar la pregunta sobre cómo es posible un sujeto que sea naturaleza pero que sólo se constituya como sujeto si elimina esa naturaleza.

Para Adorno, el problema de la teoría del conocimiento moderna es básicamente que piensa la relación del conocimiento en términos de identificación. De forma un tanto vaga, se podría definir el concepto de identidad como la acción de subsunción de las singularidades en un enunciado general. Con esto se da por sentado un presupuesto ilegítimo: la reducción de la multiplicidad a la singularidad del sujeto dador de sentido. Sin embargo, Adorno acepta que la identidad es inherente al pensamiento conceptual, ya que sin determinar ni generalizar el contenido del conocimiento sería imposible y nuestro entendimiento se diluiría en un cúmulo de conocimientos singulares y triviales (Adorno 2008, p. 145). El problema es que el pensamiento identificador no es el pensamiento que identifica, sino el pensamiento que pierde de vista que esa identificación nunca es absoluta. Anke Thyen trata de esclarecer esa diferencia al distinguir entre identificar “como” [als] e identificar “con” [mit] (Thyen 1989, p. 205), y afirma que sólo la segunda corresponde a la identificación que se debe extirpar del conocimiento, ya que “identificar algo como [als] algo no significa hacer completamente coextensivo el objeto al concepto, sino que puede ser éste también otra cosa” (Thyen 1989, p. 207). Por lo tanto, la apuesta adorniana no sería anular la identidad como tal, sino tratar de superar la tendencia totalizadora de la identificación. Para ello es necesario suspender la relación de igualación entre concepto, contenido cognoscitivo y mundo, mostrando que el concepto es imposible sin elementos no intencionales y no cognitivos. Adorno denomina “experiencia no cercenada” al espacio donde eso puede pensarse (Adorno 2003, p. 149).

En este marco, la experiencia es el proceso en el cual el sujeto podría, con todas sus potencialidades, quedar afectado por algún aspecto de la realidad y, de ese modo, verse transformado; es decir, la experiencia debe tener como condiciones la apertura, la reciprocidad y la transformación del objeto, pero, fundamentalmente, del mismo sujeto. Para tal cosa es necesario un elemento exterior que pueda afectar y transformar al sujeto, algo que no sea completamente conceptualizable pero que no permanezca por fuera de toda esfera racional. Tal concepto es lo que en Dialéctica negativa se denomina “no identidad”: “el concepto adorniano de no identidad es también un recuerdo de que el objeto del conocimiento es siempre más de lo que nosotros somos capaces de reconocer en él” (Schweppenhäuser 1996, p. 62). El concepto de no identidad debe mostrar la aporía del conocimiento, la contradicción irresoluble entre su necesidad de identificación y la imposibilidad de esta última, ese añadido del objeto que no puede simbolizarse.

Lo no idéntico se inspira en el concepto de noúmeno kantiano, la cosa en sí es, para Adorno, “el recuerdo del elemento rebelde contra la lógica de la consecuencia, lo no idéntico” (Adorno 2008, p. 286). Puesto que la mediación conceptual debe ser la mediación de un “algo”, la “cosa en sí” es aquello que identifica el pensamiento identificante, esa condición del fenómeno que se sustrae a una completa determinación categorial. Al mismo tiempo, en la medida en que la “cosa en sí” es lo que permanece más allá del umbral de las categorías subjetivas, es lo que limita las pretensiones identificantes del concepto. Así, en Adorno, la “cosa en sí” como “no identidad” tiene ese doble carácter: condición de la conceptualidad y lo que marca el límite a toda conceptualidad; lo que posibilita el conocimiento identificante, pero lo que se sustrae a él. El concepto de no identidad es un concepto relacional, pero no como lo simplemente opuesto a la identidad, sino, más bien, como “el límite conceptual constitutivo de lo conceptual, de la identidad misma” (Thyen 1989, p. 198). Lo no idéntico es una suerte de desajuste estructural en la esfera de lo conceptual que debe mantenerse como condición del descentramiento del sujeto, “es la expresión del exceso del objeto en relación con su concepto lógico” (Bernstein 2004, p. 42). Esto no idéntico como desajuste y condición del concepto es justo el concepto de naturaleza que está en el centro del presente trabajo.

Otro de los nombres posibles para esa consideración de lo natural en la experiencia subjetiva corresponde a lo que Adorno entiende como mímesis. Nuestro autor introduce el concepto de mímesis en Dialéctica de la Ilustración como “una tendencia profunda innata a lo viviente, cuya superación es signo de toda evolución: tendencia a perderse en el ambiente en lugar de afirmarse activamente en él, la inclinación a dejarse llevar, a recaer en la naturaleza” (Adorno 2006, p. 271). Lo que le interesa de ese concepto es su potencial correctivo del concepto identificante. Si el concepto se constituyó como anulación y suplantación de la forma mimética de relacionarse con el mundo, tal vez su correctivo esté en la apropiación “de algo de ésta en su propio comportamiento, sin perderse en ella” (Adorno 2008, p. 23; las cursivas son mías). Este “sin perderse en ella” indica que, si bien la mímesis ofrece la posibilidad de descentrar al sujeto, también representa el peligro de la mímesis como una instancia irreflexiva incapaz de sostener la distancia necesaria para que sea posible un proceso de subjetivación crítico (Tafalla 2003, p. 133). De este modo, la mímesis tendría dos funciones en el acto cognoscitivo: por un lado, debilitar los límites del yo autónomo a partir de una revalorización de los momentos naturales -afecciones, placeres, sentimientos, pulsiones, etc.- y, por otro lado, debería promocionar mediante esa naturaleza colocada otra vez en un primer plano una “comunicación sin violencia” con el objeto, en la que el conocimiento “tendría su felicidad en que lo lejano y lo distinto permanezca en la cercanía otorgada” (Adorno 2008, p. 192). Por lo tanto, el conocimiento debe pensarse como una experiencia en la que se ponen en juego las capacidades perceptivas de los sujetos, en la que su conciencia se transforma no por la acumulación de información, sino como una liberación de los sentidos.

Esto se corresponde con lo que Adorno, en sus “Meditaciones sobre metafísica” al final de Dialéctica negativa, denomina “experiencia metafísica” (Adorno 2008, p. 338). Allí hace referencia al recuerdo de una experiencia de la infancia que se vive como una “espera inútil” (Adorno 2008, p. 338) por algo placentero y único que sucedió en la niñez y que podría volver a suceder. Para Kant, los términos “experiencia” y “metafísica” eran incompatibles: la experiencia se establecía en el reino de los fenómenos, mientras que la metafísica se encargaba de lo no pasible de experiencia alguna. Parece un escándalo que ambos convivan en una misma idea y que, para colmo, remitan a la experiencia de un niño; pero es así porque en el concepto de “experiencia metafísica” Adorno quiere rescatar las pretensiones de trascendencia de la metafísica en la individualidad de una experiencia fugaz. Esa experiencia se asocia a un tipo de felicidad sensorial inaprensible conceptualmente y cuya realidad fáctica no está garantizada. La experiencia metafísica es el recuerdo de la felicidad desaparecida de la niñez que se mantiene sólo como promesa incierta, felicidad que, cuando se cree poseerla, se esfuma porque no acepta el concepto (los niños no necesitan un concepto de felicidad para ser felices) y sólo queda la sensación como recuerdo de que alguna vez se tuvo y de que tal vez pueda volver a ocurrir. La experiencia metafísica es, entonces, una experiencia individual, intransferible y contingente, es “la esperanza conservada por la huella de algo que se ha perdido y que se quiere recuperar por la experiencia sensorial” (Schwarzböck 2008, p. 82).

Así pues, la “experiencia metafísica” tiene como condición remitirnos a una dimensión no conceptual ligada a lo sensorial e individual. Pero esto no basta para definir la totalidad de la experiencia, si bien lo que Adorno entiende por “experiencia metafísica” puede ayudar a liberar “del tedio que produce el encarcelamiento subjetivo del conocimiento” (Adorno 2008, p. 83) a partir de una reivindicación de lo no conceptual e individual en el contacto con el mundo. Sin embargo, este modelo suena muy modesto -podría decirse que muy poco crítico-, ya que se queda en el plano de la interioridad y no parece claro cómo se puede obtener una perspectiva crítica desde allí. No obstante, Adorno entiende en otros pasajes de su obra la idea de “experiencia no restringida” como una experiencia de la negatividad, es decir, de la sociedad antagonista con respecto a las posibilidades de felicidad del individuo. En una discusión con Karl Popper sobre la naturaleza de las ciencias sociales, afirma que “la experiencia del carácter contradictorio de la realidad social [. . .] es el motivo constituyente de la posibilidad de la sociología en cuanto tal” (Adorno 2004, p. 305). Se trata de una experiencia de lo social como antagonista, la cual sólo es posible en la dimensión del individuo empírico ya que “su función, a saber, su capacidad de experiencia (ausente en el sujeto trascendental, pues algo puramente lógico mal puede experimentar) es en verdad mucho más constitutiva que la adscrita por el idealismo al sujeto trascendental” (Adorno 2003, p. 157). Sólo el individuo puede experimentar el sufrimiento que es social; en la esfera de lo individual es donde “permanece la teoría crítica y no sólo con mala conciencia” (Adorno 1987, p. 12) buscando esas zonas en las que el individuo experimenta lo social como negatividad, como violencia sobre su naturaleza.

El cuerpo es el índice que la teoría crítica debe tener en cuenta en la dimensión mimética del concepto, en la felicidad que remite a la infancia o en el sufrimiento. Ese componente somático del individuo debe pensarse como una exigencia de “liberación del espíritu con respecto a la primacía de las necesidades materiales en el estado de su satisfacción. [. . .] Sólo con el impulso corporal [leibhaften Drang] satisfecho se reconciliaría el espíritu” (Adorno 2008, p. 208).5 Lo somático de la experiencia es lo propiamente materialista en la Subjektkritik adorniana que parte del modelo sujeto-objeto gnoseológico para hacer ver que las pretensiones del conocimiento -conocer la cosa- sólo serán posibles si se considera el cuerpo del individuo. La experiencia no restringida es entonces experiencia negativa; ya sea como recuerdo de una felicidad perdida en la infancia o como sufrimiento social, siempre se da como una carencia, como una falencia en el sujeto. Sin embargo, para Adorno el medio para hacer experimentable esta falencia no es el concepto, sino el cuerpo como sensación, dolor, malestar o exigencia de reparación. El sujeto del conocimiento nos lleva aquí al sujeto práctico, en el que me detendré ahora.

3 . El sujeto práctico

Entre las atribuciones que recaen en la idea de subjetividad está la que remarca su espontaneidad en cuanto instancia de creación y producción de efectos en el mundo según la idea del bien. Éste es el tema de la moral con el que la Ilustración concibió un sujeto práctico poseedor de libertad que, escindido de la tutela de la tradición o de toda vinculación religiosa, podía producir las estructuras y las condiciones de su vida. Esta capacidad de ejecutar acciones implicaba también la responsabilidad ante ellas, es decir, la posibilidad de ser juzgado de forma individual sobre la base de la decisión personal que en cada caso se hubiere tomado. Este carácter doble de la idea de libertad -espontaneidad y responsabilidad- constituye las premisas sobre las que se asienta el concepto moderno de individuo autónomo y que encuentra su defensa más célebre en la filosofía moral kantiana. Lo mismo que en la teoría del conocimiento, para Adorno, ese intento tuvo siempre un carácter aporético, ya que la forma racionalista en la que se pensó implicaba la negación de la acción que quería fundamentar. Es decir, al no ser capaz de pensar el papel constitutivo de la naturaleza reprimida, la moral se convirtió en una filosofía que justificaba la violencia sobre la que se constituía la idea de subjetividad.

La crítica de Adorno consiste básicamente en denunciar la ética kantiana por suponer una correspondencia entre la conciencia moral y la autoafirmación de una subjetividad represora. Según Adorno, esa correspondencia se aseguraba en Kant a partir de tres premisas: la prioridad de la obediencia sobre la libertad, el ocultamiento de los mandatos sociales en la forma de conciencia moral y la formalización del concepto de voluntad. Para Adorno, la conjunción de esas premisas ocasiona un déficit a la hora de explicar la dimensión práctica, es decir, la pregunta de cómo pasar de la ley universal a la acción concreta. Esto se puede apreciar de forma clara en el concepto de voluntad de la filosofía práctica kantiana. Para Kant, la voluntad no es una arbitrariedad indeterminada, sino que corresponde a la capacidad de comportarse espontáneamente según la ley de la razón. Esta voluntad, en la medida en que sea libre y autónoma, no puede ser el efecto de ninguna causalidad heterónoma empírica: nuestra libertad sólo es posible en la medida en que nuestra voluntad esté gobernada por la ley de la razón que se expresa en el imperativo categórico. Para Adorno, esa autonomía de la voluntad implica escindir la voluntad de sus objetos: por un lado, una voluntad nouménica y, por el otro, su acción y sus fines en el reino fenoménico. Tal estrategia teórica era característica de la filosofía trascendental kantiana, la cual se basa en una “separación rígida entre la razón y aquello a lo que se dirige” que, llevada a la filosofía moral, tenía como consecuencia una “despractización [Entpraktizierung] de la razón práctica” (Adorno 2008, p. 221)6 o, como lo define Klaus Günther, un “déficit estructural del concepto idealista de libertad” (2006, p. 121).

En su calidad de fundamentación trascendental, la moral kantiana se ligaba a un concepto de razón legisladora alejada de aquello sobre lo que debía legislar. Adorno veía que esto hacía imposible explicar la capacidad de actuar moralmente porque la cualidad de las razones que se dan a favor de un modo de acción o en su contra -es decir, el problema de la racionalidad de una acción- no dice nada sobre la cualidad de ese modo de acción -es decir, sobre la moralidad de esa acción-. Había, pues, un “abismo ontológico” entre la racionalidad de la acción y su moralidad, entre la norma moral abstracta y su aplicación correcta, que Kant era incapaz de explicar (Adorno 2008, p. 235). Esa contradicción entre “la determinación de la razón como capacidad de dar leyes y la determinación de la razón como capacidad productora de decisiones prácticas y con ello de acciones” era, según palabras de Christoph Menke, “la consecuencia paradójica del intento de identificarlas” (2006, p. 159). Es decir, el problema estaba en equiparar la voluntad y la razón o, mejor dicho, en la extrema racionalización de la acción moral. La crítica del sujeto práctico debería entonces desanudar esa relación, romper la identidad entre razón y voluntad para poder dar cuenta de la espontaneidad práctica.

En el modelo kantiano, las múltiples excitaciones, lo divergente y lo difuso, colisionaban con un yo que debía mantenerse idéntico, para formar lo que Kant denominaba “carácter”. En el concepto de voluntad de carácter Adorno identifica una sublimación de la gratificación inmediata que exigen los impulsos (Adorno 2008, p. 241). Para Kant, la voluntad correspondía a la capacidad de sintetizar bajo el principio de la razón los impulsos singulares, y debía determinarse “solamente por la ley, como voluntad libre; por consiguiente, no sólo sin la intervención de impulsos sensibles, sino aun rechazándolos y menoscabando todas las inclinaciones que puedan ser contrarias a la ley” (Kant 2003, p. 63). Por ello, Adorno afirma que la moral kantiana se define como la continuación, en el plano de la filosofía práctica, de la “interiorización del sacrificio”, de la represión de los impulsos bajo la unidad de la conciencia (Adorno 1996, p. 139).

Al determinar la voluntad según una razón abstracta, Kant suprime la dimensión de lo corporal y natural en el edificio moral y, por ende, elimina también la contingencia necesaria para concebir una acción como algo libre y espontáneo. La absolutización de una subjetividad constitutiva corre paralela a una pérdida de potencia del individuo en el plano práctico; en otras palabras, mientras más se declara la autonomía del sujeto más se reducen las capacidades racionales del yo empírico. Esto ocurre fundamentalmente porque, al absolutizar al sujeto, se pierde de vista la dimensión pulsional y al perderse esa dimensión también resultan dañadas la racionalidad y las capacidades de acción del individuo.

Por lo tanto, lo anterior implica la necesidad de una autorreflexión sobre la constitución de los sujetos prácticos. El motivo de la “rememoración de lo natural” surge de ese modo como la necesidad de pensar las condiciones de subjetividades no signadas por el pathos de “la frialdad burguesa” (Adorno 1987, p. 72). Pero, “¿cómo concebir un modelo de razón práctica capaz de acción -para superar la despractización- pero que al mismo tiempo permita desactivar la “frialdad burguesa”? En sus lecciones tituladas Problemas de filosofía moral (1963) y Lecciones sobre historia y libertad (1964/1965), Adorno retoma la figura de los impulsos para pensar en estas preguntas. Con esa figura, Adorno quería decir, contra Kant, que la razón práctica sólo puede ser práctica si no se reduce a pura racionalidad y se remite a una dimensión reprimida que es, al mismo tiempo, condición de su practicidad.

Sin embargo, ¿qué son los impulsos? Para Adorno, éstos corresponden a una dimensión arcaica reprimida en los orígenes de la unidad psicológica, a aquello que los procesos de renunciamiento no pudieron extirpar del todo, “en la cual la separación entre interior o exterior no había sido consolidada” (Adorno 1996, p. 235). De esta manera, para nuestro pensador la acción moral sólo sería pensable a partir de una mediación entre el yo racional y un plano impulsivo que proviene de una dimensión superada por la individuación, de estadios preyoicos donde el yo no había sido erigido como instancia autónoma. Así, en los impulsos se puede apreciar que lo natural no es algo tan excéntrico al sujeto, ya que el ego consistiría justo en “energía libidinosa recortada” y volcada hacia la realidad. Esos estados arcaicos desmienten la autonomía del yo y, a la vez, son la condición necesaria para ejecutar las acciones libres y consumar un yo autónomo: “Sólo teniendo en cuenta la alteridad, el no Yo [das Nichtich], puede juzgarse sobre lo decisivo para el Yo: su independencia [Selbständigkeit] y su autonomía” (Adorno 2008, p. 223).7 Con la referencia a los impulsos, el concepto kantiano de autonomía debe entenderse ahora como identidad atravesada por la heteronomía del “no yo” y dejar de concebirlo como autolegislación racional para entenderlo como conciencia de la heteronomía natural.

Según Adorno, esta dimensión no es ni enteramente racional ni enteramente natural: “El impulso, a la vez intramental y somático, se sale de la esfera de la conciencia, a la que con todo pertenece” (Adorno 2008, p. 228). Esta condición limítrofe del concepto de impulso proviene del concepto de “pulsión” (Trieb) de Freud, quien en “Pulsiones y destinos de pulsión” (1914) afirma que la “pulsión” es “un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, un representante psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, una medida de la exigencia de trabajo que le es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal” (Freud 1992, p. 117). La idea de naturaleza pulsional como no identidad con respecto al sujeto no debe entenderse en términos biologicistas, sino que, al igual que la noción de pulsión en Freud, representa algo que se encuentra en la frontera entre lo somático y lo mental, donde se disuelve el sujeto constituyente y surge la posibilidad de una subjetividad no violenta.

Puede concluirse de este análisis que, al considerar la moralidad de una norma, se deberían tener en cuenta dos condiciones: por un lado, la necesidad de un comportamiento reflexivo con respecto a esa norma (en el modo de una crítica de carácter genealógico e inmanente que, por ejemplo, haga ver los compromisos no explícitos de esa norma con los mecanismos de reproducción social) y, en segundo lugar, la ejecución de la norma se debería remitir a un plano no racional, sólo a través del cual esas normas pueden actualizarse. La idea es que, para Adorno, no hay autoconciencia sin conciencia de lo natural. Entonces, no es que el momento de los impulsos complemente el momento crítico-reflexivo, sino que este último sólo es reflexivo en la medida en que tome conciencia de que somos naturaleza, ya que “la capacidad de autorreflexión es el momento en la cual el Yo observa que es parte de la naturaleza. En virtud de este hecho, el sujeto humano se libera de la actividad ciega de los fines naturales y se convierte en capaz de realizar acciones alternativas” (Adorno 1996, p. 104). Como mostró el problema del “déficit del concepto idealista de libertad”, entre la ley abstracta y la situación moral, entre la conciencia de aquello que está mandado por la ley y el hacer sustantivo, existe un abismo que no puede superarse mediante la mera fuerza de la razón. En ese abismo se constituye el sujeto moral a partir de una acción no completamente determinada por el juicio evaluativo de la razón en una remisión a la naturaleza en el sujeto.

4 . Sobre la singularidad de la Subjektkritik adorniana

El giro en contra de las filosofías del sujeto que mencioné en la introducción buscaba derribar la idea de una conciencia constituida de diferentes modos: como una consecuencia de prácticas de interpelación de la ideología en Althusser, como resultado de prácticas de saber y poder en Foucault, como producto de una interrelación de significados múltiples que se dan en una comunidad (como se puede leer a partir de Wittgenstein), etc. La diferencia entre esas posiciones y la de Adorno es que, para este último, el sujeto no sólo es resultado de una heterogeneidad social, no sólo se organiza en la multiplicidad de significados a la cual accede como algo dado y que lo antecede constitutivamente, sino que la heterogeneidad que lo constituye es, digamos, más radical, puesto que es la misma naturaleza que, en su carácter de diferencia, también es capaz de destruir a ese sujeto. Por lo tanto, en el marco de la filosofía adorniana ese conjunto de prácticas de significación disponible para los individuos no sería lo primero, sino que esas mismas prácticas se constituirían en una práctica social previa de relación con la naturaleza. Sólo si se lleva esto a la reflexión se hace perceptible el universo simbólico social en el cual se mueve el sujeto y que lo constituye. Se trata de pensar una forma precisa e histórica de sujeto que una forma precisa e histórica de sociedad construye reprimiendo la naturaleza. Es en esa brecha entre la naturaleza y la constitución del mundo social donde pone el acento la crítica adorniana.

Sin embargo, que en la filosofía adorniana esté abierta la posibilidad de un sujeto no ideológico no significa que esté allí de manera explícita o, como dice Weyand, “en Adorno hay una teoría crítica del sujeto, no una teoría del sujeto” (2001, p. 10). Es decir, se trataría en todo caso de indicaciones para una deconstrucción de la subjetividad y un señalamiento de las instancias que se deben tener en cuenta para formas de subjetivación capaces de abrigar experiencias no cosificadas. Esas indicaciones, tal y como aquí quise mostrar, se relacionan directamente con el concepto de naturaleza, y es en esa zona fronteriza entre lo exterior y lo interior de la racionalidad, que señala el concepto de naturaleza, donde habría que buscar el sujeto posidealista que la crítica adorniana puede ofrecer. El motivo de una “rememoración de la naturaleza” no implicaba un rechazo de toda forma de racionalidad o un abandono de la idea misma de sujeto, sino la exigencia de que la mediación reflexiva se remita más allá de lo discursivo, que el sujeto sea llevado a la frontera con aquello biológico que se le presenta en la acción práctica y que se resiste a una simbolización plena. Considero que esto debe tenerse en cuenta para releer las críticas de la denominada “segunda generación” de la Escuela de Fráncfort, especialmente de Jürgen Habermas y Albrecht Wellmer, quienes acusaron a Adorno de igualar la identidad con la racionalidad sin considerar los elementos potenciales que se abren en la esfera de la comunicación y de la racionalidad inherente al lenguaje. Ante esto, ambos autores afirman que sólo una filosofía del lenguaje sensible a los potenciales crítico-normativos presentes en las prácticas de comunicación cotidianas podría ofrecer las herramientas para salir de la filosofía de la conciencia y superar el diagnóstico pesimista con respecto a la modernidad (Habermas 2008, 135-161; Wellmer 1993, pp. 55-112). Pero esta crítica célebre deja a un lado algo importante de la Subjektkritik adorniana, y en esto deseo detenerme para cerrar este trabajo.

Adorno fue especialmente renuente a basar su crítica en la dimensión comunicativa e intersubjetiva, ya que este concepto de comunicación, afirmaba, “traiciona lo mejor, el potencial de un acuerdo de hombres y cosas, para entregarlo al intercambio entre sujetos según los requerimientos de la razón subjetiva” (Adorno 2003, p. 145). Es decir, la comunicación sin violencia no puede pensarse sólo a partir de la comunicación entre sujetos, sino en la comunicación entre esos sujetos con un otro no subjetivo; sólo así podría encontrarse el auténtico descentramiento de una subjetividad represora. Para Adorno, la comunicación intersubjetiva sufría de las mismas deficiencias que la razón subjetiva, es decir, de la pretensión idealista de la perfecta conceptualización del todo. Tanto Habermas como Wellmer confiaban en que el lenguaje poseía las potencialidades para trascender sus propios límites y captar lo otro del lenguaje, incluido, por supuesto, el plano de nuestras intuiciones internas o del mismo inconsciente. Para esta “crítica comunicativa”, habría una apertura esencial del significado que otorga la posibilidad de producir síntesis novedosas con los elementos disponibles luego de la crisis del idealismo y producir con esto nuevos modos de síntesis del yo. No obstante, para la crítica comunicativa, esto implicaba la posibilidad de una lingüistificación plena de nuestras dimensiones internas, es decir, de la “naturaleza en el sujeto”; implicaba que tanto las pulsiones, el inconsciente, el cuerpo o el sufrimiento físico eran siempre ya lenguaje; es decir, no se trataba de otra cosa más que de una traducción de las pretensiones totalizadoras que se criticaban en el idealismo, sólo que ahora en términos lingüísticos.

Es justo la tesis opuesta a esto lo que me gustaría rescatar de la Subjektkritik adorniana: la reciprocidad y diferencia entre la naturaleza y el lenguaje, entre el plano de lo somático y el de lo conceptual en el sujeto. Esto implica abandonar cierto idealismo lingüístico en el que se coloca la teoría de la comunicación, la cual, como dice Whitebook: “se mantiene muy confortablemente escondida en las regiones interiores de la esfera lingüística, antes que del lado de sus bordes” (1995, p. 165). Es precisamente en ese borde donde la crítica adorniana quiere pensar al sujeto, en el límite entre lo racional y lo no racional o, mejor dicho, en el límite entre lo decible y lo no decible, entre el lenguaje y su otro. Tal y como mostró Adorno en su crítica a Kant, la subjetividad práctica no es comunicativamente desplegable, ni algo que pertenezca en su totalidad al orden del discurso. Para Adorno, las ideas de “rememoración de la naturaleza” o de “experiencia no restringida” no son enteramente articulables en discursos, sino que se conciben como una ruptura de la cadena de razonamientos mediante una remisión a lo somático. Cuando Adorno habla de una “rememoración de lo natural” se trata de presionar el límite de lo decible, de hacer visible el espacio que pone en peligro lo deliberativo. En esta frontera es donde se disuelve el sujeto constituyente y surge la posibilidad de una subjetividad libre de la identidad.

En este sentido, la filosofía de la comunicación sería la auténtica filosofía de la conciencia, ya que se asienta en la confianza de la perfecta comunicabilidad lingüística de las dimensiones somáticas. Esta domesticación de esa condición fronteriza y conflictiva de la subjetividad resulta patente en una intervención de Habermas en la Adorno-Konferenz del año 2003. Allí el filósofo alemán retoma el motivo adorniano del cuerpo (Leib) y lo interpreta como la condición de toda experiencia individual y propia que la persona necesita para poder participar en la vida pública. El cuerpo es, en ese sentido, lo propio de la persona y la condición de su libertad, puesto que es “el sustrato orgánico de la vida de una persona físicamente irreemplazable que recién en el transcurso de una historia de vida [Lebensgeschichte] adquiere los rasgos de un individuo inconfundible” (Habermas 2009, p. 194; las cursivas son del original). Con el cuerpo como singularidad, se hace posible la historia de vida como biografía de un individuo auténtico y único; pero, a pesar de reconocer lo determinante de la dimensión corporal en la constitución del yo autónomo, Habermas afirma, al final del artículo, lo siguiente:

[Esta] imbricación natural [Naturverflochtenheit] en la razón [. . .] no representa una amenaza de la estabilidad reflexiva de nuestra conciencia de libertad. Si consideramos que la conciencia de libertad performativa presente es cooriginaria con las formas de vida lingüísticamente estructuradas, entonces no necesitamos preocuparnos de la consideración de una evolución natural de esas formas de vida. (Habermas 2009, p. 215)

De acuerdo con la anterior, para Habermas, la historia natural del sujeto es algo que se puede poner sin problema alguno entre paréntesis o, en todo caso, considerarse un eslabón más en la reconstrucción de la biografía del individuo, porque la historia natural no es algo distinto del sujeto, sino el producto de una articulación que hace que el yo esté consciente de sus determinaciones corporales. Habermas entiende lo natural en el marco de una historia de vida, es decir, de una narración donde encuentra un sentido asignado por una identidad ya consumada. Por eso no resulta extraño que considere que no necesitamos preocuparnos por la consideración de la evolución natural de esas formas de vida, ya que lo natural se concibe como evolución ya domesticada, como Lebensgeschichte, como biografía individual. Por el contrario, Adorno piensa en lo natural como lo que hace posible esa identidad biográfica (tal y como Habermas afirma) pero también como aquello que puede desestructurar dicha identidad (como Habermas pretende negar). La crítica comunicativa considera la identidad como algo de lo que puede hacerse cargo de manera reconstructiva desde un yo constituido, mientras que Adorno piensa la identidad en la frontera entre sus condiciones de posibilidad y la amenaza de su disolución. Para Adorno, es sólo en el juego no regulado enteramente de manera racional, el cual se produce en la frontera con la naturaleza interna, donde se disuelve el yo rígido del idealismo y donde, tal vez, se pueden constituir subjetividades no represivas ni autoritarias.

Conclusiones

En este trabajo intenté mostrar que la singularidad de la Subjektkritik adorniana debe buscarse en el motivo naturalista que acentúa la imbricación entre lo natural y la constitución subjetiva del sujeto. Este motivo dificultó a su vez la aprehensión de la filosofía adorniana porque nunca se teorizaba de modo directo, nunca quedaba del todo claro qué relación guardaba con la subjetividad que lo negaba o en qué determinaciones precisas consistía; tal vez porque eso natural no se presentaba como una dimensión empírica concreta, sino como negatividad, como falencia o desajuste de la experiencia individual. Por ello intenté articular la crítica en tres niveles -el sujeto de la autoconservación biológica, el sujeto del conocimiento y el sujeto práctico-, para ver en cada uno de esos niveles con cuál ropaje se mostraba eso natural -como Leib, belleza natural, sufrimiento, mímesis, no identidad, experiencia metafísica, impulso, entre otros-. Todas esas dimensiones tenían en común que lo natural se presentaba en el sujeto de forma negativa, como su condición de posibilidad pero también como el elemento que volvía imposible sus pretensiones de autonomía.

Sin embargo, considero que, si bien la apuesta de pensar la Subjektkritik en términos de una historia natural es interesante porque así se develan tanto los mecanismos de represión interna como los elementos no racionales ni discursivos dentro del yo, sigue sin quedar claro qué potenciales puede tener esta crítica llevada a cabo en estos términos para pensar las praxis de subjetivación no signadas por el autoritarismo ni por la represión. ¿En qué formas colectivas o individuales de subjetivación podría articularse una naturaleza pensada como negatividad? Adorno no ofrece ejemplos concretos ni teoriza sobre la posibilidad histórica de dichas prácticas, aunque proporciona herramientas conceptuales para hacerlo. En su obra, el motivo de la naturaleza es un elemento de crítica filosófica que aparece de forma fragmentaria y elusiva y, ante el cual, cabe la pregunta -obligatoria para toda teoría crítica- de cómo hacer de éste un elemento de crítica histórica.

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1Corrijo la cita según el original alemán en Adorno 1980, p. 72. La traducción al español de Juan José Sánchez que utilizo traduce el término Urgeschichte como “prehistoria”, pero en alemán existe el término Vorzeit para significar “prehistoria” en el sentido del periodo previo al surgimiento de la escritura. Considero que con el término Urgeschichte Adorno desea aludir al “origen” o condición no histórica de la historia; por eso, corrijo la traducción con el término “protohistoria”.

2Corrijo la cita con el original alemán en Adorno 1980, p. 57. La traducción de Juan José Sánchez dice “recuerdo” y no “rememoración”, pero considero que el segundo término es más apropiado para traducir el alemán Eingedenken ya que, a diferencia del término Erinnerung (que se traduce mejor como “recuerdo”), es mucho menos usual en el alemán cotidiano y posee una larga historia filosófica que, como señala Schmid-Noerr, va desde “el culto judaico”, “la doctrina de la virtud cristiana medieval” y “la fenomenología hegeliana [que] finalmente desarrolló el espíritu absoluto como rememoración [Eingedenken] histórico-universal de las diferentes formas de su autoenajenación” (1990, pp. 23–24).

3Cfr. el original alemán en Adorno 1980, p. 266.

4Cfr. el original alemán en Adorno 1980, p. 267.

5Cfr. el original alemán en Adorno 1970, p. 207.

6Cfr. el original alemán en Adorno 1970, p. 287.

7Cfr. el original alemán en Adorno 1970, p. 222.

Recibido: 16 de Junio de 2016; Revisado: 02 de Marzo de 2017; Aprobado: 07 de Abril de 2017

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