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Diánoia

versão impressa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.58 no.71 Ciudad de México Nov. 2013

 

Reseñas bibliográficas

 

Sergio Martínez, Xian Huang y Godfrey Guillaumin (compiladores), Historia, prácticas y estilos en la filosofía de la ciencia: hacia una epistemología plural

 

Xavier de Donato

 

Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa, México, 2011, 356 pp.

 

Facultad de Filosofía, Universidad de Santiago de Compostela. Correo electrónico: xavier.dedonato@usc.es

 

El libro que ahora reseño es una compilación de textos sobre prácticas científicas de diversa índole, todos ellos —salvo dos, publicados originalmente en inglés— escritos para la presente edición. Las dos excepciones pertenecen a dos de los autores más reconocidos entre quienes escriben sobre prácticas científicas. Me refiero a Stephen Turner y Joseph Rouse. Del primero se incluye el texto titulado "Práctica, ciencias cognitivas y epistemología social", que corresponde a la introducción, aunque corregida y revisada, de su libro Brains/Practices/Relativism, publicado por The University of Chicago Press en 2002. Del segundo se recoge un trabajo titulado "La filosofía de las prácticas científicas de Kuhn", el cual no es sino una traducción de la contribución de Rouse a un libro sobre Thomas Kuhn compilado por Thomas Nickles y publicado por Cambridge University Press en 2003.1 Ambos trabajos, el de Turner y el de Rouse, se incluyen como capítulos 2 y 3, respectivamente, del presente volumen en español. En general, éste debe entenderse como una importante contribución en nuestra lengua a un ámbito que, más allá de modas y predilecciones por uno u otro enfoques, se ha ido revelando como un interesante y fructífero tema de investigación. El tema en cuestión, desde luego, no es nuevo. Desde que, en la década de 1970, los autores vinculados a la llamada Escuela de Edimburgo (David Bloor, Barry Barnes y Steven Shapin) y Harry Collins en Bath comenzaron a desarrollar estudios sobre sociología de la ciencia centrados en la práctica de la ciencia y en la "vida de los laboratorios", han sido muchos los filósofos de la ciencia que, inspirados por una decidida voluntad naturalista y convencidos de la trascendencia de lo social para la comprensión de la naturaleza del conocimiento científico, han contribuido de un modo u otro al estudio de las prácticas científicas. Bruno Latour, Steve Woolgar y Andrew Pickering son algunas referencias ineludibles. Como hacen notar Pickering (1992, p. 3) y los propios compiladores del libro que ahora nos ocupa (cfr. introducción, pp. 10 y ss.), este interés en las prácticas no era algo nuevo ni siquiera entonces. Autores como Ludwig Fleck, Michael Polanyi y Thomas Kuhn ya habían manifestado un interés específico y novedoso en las prácticas científicas, en el cómo se practica la ciencia de hecho. En efecto, estos autores parecen clamar por que se ponga en las prácticas la atención que no se les había puesto o que no se les estaba poniendo en la filosofía de la ciencia "clásica", centrada excesivamente en las teorías científicas y sus componentes básicos. A los nombres que acabo de citar como precursores, los compiladores de la presente obra añaden a Otto Neurath. Y, a mi entender, lo hacen correctamente, pues, aun cuando Neurath "no utilizó de manera explícita el concepto de práctica" (p. 15), parece claro que cuestionó la irrelevancia de las prácticas para el estudio filosófico de la ciencia y, más en particular, la idea reduccionista de que la normatividad epistémica puede traducirse en normas formalizables de un modo específico. La idea de Neurath de los lenguajes científicos como "jergas", al igual que las nociones de "estilo" y "colectivo de pensamiento" de Fleck, "conocimiento personal" de Polanyi, y "paradigma" y "ciencia normal" de Kuhn, suponen el desplazamiento de una filosofía de la ciencia normativo-reconstruccionista, "sin sujetos" y centrada en las teorías, a una filosofía de la ciencia descriptiva, centrada en las prácticas y progresivamente más interesada en la dimensión social y subjetiva del conocimiento científico. Puede que el papel concreto de Kuhn en todo esto resulte debatible, pero la noción kuhniana de "ciencia normal" presupone que la actividad científica es algo comunitario, definido por un conjunto de presupuestos compartidos y modos de proceder al resolver enigmas o rompecabezas, ya instituidos como tales —al igual que el tipo de soluciones que se buscan—. La ambigüedad que puede darse en la lectura de Kuhn muy bien puede venir de la ambigüedad inicial de su propia noción de paradigma, pero es claro que en Kuhn hay un replanteamiento sustancial de muchos presupuestos acerca de la normatividad y la racionalidad científicas que aboga en favor de que se lo presente, junto con los autores citados, como un notorio exponente de una filosofía de la ciencia "que toma las prácticas como recurso explicativo" (p. 37) y comienza a poner énfasis en la dimensión social de la ciencia. Una relectura de Kuhn en función de las prácticas científicas es la que propone precisamente Rouse en su contribución al presente volumen.2 A Kuhn se le suele etiquetar como "historicista" junto con Norwood Hanson, Paul Feyerabend, Imre Lakatos y Larry Laudan, y quizá vaya siendo hora de presentarlo más como un precursor de lo que podríamos llamar un giro pragmático y "sociologizante" en la filosofía de la ciencia de las últimas cuatro décadas (el resto de autores asociados al historicismo quedarían, en mi opinión, desprovistos de todos los elementos que harían de Kuhn un precursor en este sentido). Pero dejo ya estos comentarios iniciales y paso a la discusión más o menos detallada del contenido del libro que nos concierne.

El volumen abre con una introducción escrita por dos de los compiladores, la cual nos presenta un útil y clarificador panorama de la filosofía de la ciencia centrada en las prácticas científicas. Los compiladores son conscientes del problema que se les plantea de entrada, pues no hay ninguna noción clara de práctica científica que pueda presentarse como una definición compartida comúnmente por los filósofos de la ciencia de hoy, y se apresuran a admitir desde el principio que "[p]retender buscar un concepto de práctica común no entra en los intereses de este tipo de proyecto" (p.8). El enfoque o incluso —diría yo— los presupuestos defendidos por los compiladores se enmarcan dentro de un pluralismo que reconoce la diversidad de tipos de teorías y prácticas en la ciencia y que sostiene que tal reconocimiento está en la base de una comprensión adecuada del propio conocimiento científico. Puedo admitir que esto es así, pues adoptar aprioriun enfoque monista o reduccionista puede resultar sospechoso en casi cualquier disciplina, al día de hoy; lo que me resulta más difícil de admitir es, sin embargo, que el esclarecimiento de la noción de práctica resulte irrelevante en el estudio del tema que nos ocupa. Es decir, puedo entender que no sea necesario ver tal esclarecimiento como una precondición para abordar dicho estudio, como afirman los compiladores, pero entiendo que tal esclarecimiento es deseable e, indudablemente, ha de figurar entre los resultados de un discurso filosófico sobre las prácticas científicas; incluso sería útil disponer de dicho esclarecimiento de antemano para comenzar a encontrar claridad entre tantas concepciones diferentes, incluso contrapuestas, de las prácticas y los estilos de pensamiento. Es más, tal esclarecimiento resultará necesario tarde o temprano si acaso se ha de conceder a la noción de práctica un papel auténticamente explicativo. Los autores de la introducción apelan a la pluralidad de las propias prácticas para justificar la diversidad de enfoques y aproximaciones a los problemas relacionados con ellas (p. 58). En este punto, hay que observar que nuestro diagnóstico dependerá de si alguno de los enfoques se propone como una teoría general de las prácticas. Si así fuera, nuestro diagnóstico debe estar en función de si dicho enfoque capta o no la pluralidad de las prácticas, además de si lo hace adecuadamente. Lo que los compiladores parecen querer decir es que los diversos enfoques existentes responden a conceptos de práctica distintos, pero entonces tales enfoques no podrían presentarse como teorizaciones generales acerca de las prácticas científicas e incluso cabría preguntarse por la posibilidad de una concepción unitaria que pudiera capturar los distintos conceptos de práctica.

Los autores de la introducción intentan articular el discurso filosófico acerca de las prácticas científicas con base en dos tesis centrales, la primera de las cuales consiste en ver la "filosofía de la ciencia centrada en teorías [como] una filosofía muy limitada que pasa por alto muchos factores que entran en la construcción del conocimiento científico" (p. 9). De acuerdo con la segunda, "el rechazo de una filosofía de la ciencia centrada en teorías no implica [...]el rechazo de la centralidad de la epistemología para entender lo que es la ciencia" (p. 9). Podemos estar de acuerdo con la primera tesis sin problemas, pero es la segunda la que podría parecer más controvertida de entrada. Las razones para la compatibilidad entre la epistemología y el rechazo del "centralismo" de la noción de teoría se aprecian más adelante, cuando los compiladores describen su proyecto de una epistemología naturalizada social, "que insiste en que los mecanismos cognitivos cuyo análisis interesa a la epistemología tienen un carácter irreductiblemente social" (p. 41) y que los autores describen como un modo de superar la dicotomía entre el individualismo, que conduce a un modo de ver el conocimiento científico excesivamente estrecho, y la epistemología social radical, la cual conduce al relativismo. Dicha dicotomía plantearía, por lo tanto, un falso dilema, pues habría al menos una opción que iría más allá de ella, superando, además, sus inconvenientes. Según esta epistemología naturalizada social, el concepto de práctica resultaría indispensable para la epistemología de la ciencia, ya que es lo que nos permite entender correctamente la naturaleza de la normatividad epistémica y la que "nos ofrece una mejor manera de modelar la racionalidad científica" (p. 43). Más en particular, la noción de práctica "permite a la epistemología social explicar cómo los elementos cognitivos socialmente estructurados juegan un papel epistémico" (p. 41). Al margen de que estas afirmaciones acaso requerirían abundar más en su justificación, creo que haría falta matizar el alcance de esta propuesta epistemológica, aclarando si se trata de una tesis fuerte, que afecta a todas las nociones epistémicas relevantes en el estudio del conocimiento científico y no únicamente a algunas, o de una tesis más moderada, compatible con un tipo de análisis de la normatividad de algunas nociones epistémicas clásicas, donde ni el concepto de práctica ni el aspecto social llegan a desempeñar un papel decisivo. Parece que los autores de la introducción se comprometen con la tesis fuerte. Si así fuera, en la medida en que la normatividad de dichas nociones se entienda como algo constituido socialmente, como parece ser el caso, se podría pensar que su posición quedaría afectada por el relativismo. Los autores, conscientes de este peligro, defienden un modelo de racionalidad situada, basado en la adopción de reglas heurísticas de naturaleza contextual. Así, la idea de la racionalidad basada en cánones universales se abandona en favor de una idea evolucionista de la racionalidad, según la cual "nuestras capacidades biológico-cognitivas [están] estructuradas socialmente y articuladas en artefactos e instituciones que son parte de un proceso de evolución de normas muy complejo" (p. 51). Esta idea de la racionalidad que defiende Martínez (2003) se aúna con una visión en la que las prácticas no se identifican con regularidades, sino que —siguiendo a Rouse (2002, p. 161)— se consideran procesos normativos. Al igual que Rouse, los autores apelan a la pragmática normativa de Brandom (1994) para trasladarla del ámbito del análisis de las prácticas lingüísticas al de las prácticas científicas.3 No creo que fuera tan difícil admitir que la normatividad de por lo menos algunas prácticas y conceptos científicos, especialmente aquellos que tienen componentes netamente contextuales y pragmáticos, puedan explicarse de este modo; la cuestión es saber si absolutamente todos permitirían este tipo de explicación. En cuanto a la aproximación evolucionista de la racionalidad, ésta es la parte más discutible del proyecto de los compiladores. Aunque trabajos recientes, como el de De Cruz y De Smedt (2012), muestran la utilidad que una explicación de tipo evolucionista puede tener a la hora de dar cuenta de la transmisión de las prácticas científicas, soy más escéptico acerca del papel que podría tener esta estrategia en la justificación de la normatividad científica, pues nada impediría que este tipo de argumento sirviera para justificar otras prácticas no científicas por el mero hecho de que se han acabado imponiendo. En cualquier caso, lo que queda claro es que se trata de una hipótesis de trabajo interesante y prometedora.

Precisamente el capítulo 4 de esta compilación, cuyo autor es Godfrey Guillaumin, está dedicado a la problematicidad de la relación entre normatividad epistémica y prácticas científicas, centrándose en las nociones de práctica científica de Pickering y Rouse. Guillaumin explora las dificultades en el análisis y la explicación de la normatividad epistémica del conocimiento científico que generó la transición de la historia y la filosofía de la ciencia a los estudios socioculturales del conocimiento científico. El autor señala, correctamente a mi entender, el error que ha supuesto, en el ámbito de dichos estudios, confundir normatividad epistémica y normatividad social, por un lado, y ciencia como proceso y ciencia como resultado, por otro. También acierta al señalar que dichos estudios se centraron en la noción de prácticas científicas antes que en estudiar qué es aquello que las hace científicas. El capítulo 6,escrito por Ricardo Vázquez, es una crítica a la teoría material de la inducción de John Norton y una defensa, inspirada en Nelson Goodman, del papel de los aspectos contextuales y pragmáticos en la justificación de las inferencias inductivas. La idea no es excluir la dimensión material, sino mostrar que por sí sola no tiene carácter normativo. En este sentido y en consonancia con la tesis defendida por los compiladores, el trabajo de Vázquez supone una contribución en la línea de explicar la normatividad en virtud de normas implícitas en nuestras prácticas inferenciales, normas que serían sensibles al contexto y variarían en el tiempo, acomodándose a nuestro modo de aprender de la experiencia. De la misma manera, el trabajo de Xian Huang acerca de la epistemología mínima social de Philip Kitcher parte de la necesidad del uso de reglas heurísticas en los mecanismos de decisión y de la importancia de los factores externos del entorno de los sujetos para mostrar lo inadecuado y ficticio de la teoría de la racionalidad de Kitcher, basada en una idea de sujeto excesivamente estrecha, de manera que se suma a muchas de las críticas que la epistemología de este filósofo ha cosechado hasta ahora.

David Casacuberta y Anna Estany se toman muy en serio la importancia de los factores externos y abogan por un modelo de cognición socialmente distribuida basado en la idea de "mente extendida", defendida por autores como Clark (2003). Partiendo de la idea de sostén cognitivo, los autores exploran las implicaciones del modelo extendido de la mente en la filosofía de la ciencia, y proponen entender el laboratorio como una mente extendida. Todavía no se ven bien las ventajas que esto podría comportar para el análisis de la normatividad de la ciencia entendida como producto, aunque se comprende sin dificultad la novedad que esta nueva concepción comportaría con respecto al estudio de los componentes cognitivos de la ciencia como proceso. Por otro lado, las dificultades no resueltas del modelo de la mente extendida en el ámbito de las ciencias cognitivas hacen que, de momento, haya que tomar esta propuesta como una hipótesis de trabajo, aunque sea muy prometedora e interesante. En el capítulo siguiente, Sergio Martínez defiende un modelo interaccionista como parte de un modelo evolucionista de la cognición, y lo aplica a la comprensión del papel epistémico de las prácticas científicas, inspirándose en modelos cognitivos elaborados en la robótica. El modelo interaccionista niega que la cognición pueda modelarse de arriba hacia abajo como lo pretende la concepción clásica "cartesiana", rechaza la idea de procesamiento central y se compromete con la idea de una cognición distribuida. La trascendencia que estos modelos tendrían en la comprensión de la evolución de las prácticas científicas como resultado del aprendizaje y la interacción social sería tal que nos obliga a saludar esta idea como algo también renovador y de resultados prometedores. En su texto "Hacia una filosofía de las prácticas científicas: de las teorías a las agendas científicas", Javier Echeverría y Francisco Álvarez nos proponen una de las tareas, a mi entender, más importantes y necesarias de toda la compilación. Lo que proponen es un análisis teórico del concepto de práctica y una teoría general de las acciones científicas, de la cual sólo nos presentan los elementos básicos en este trabajo. De su análisis se desprende que la estructura de las acciones científicas no es lógica en el sentido de seguir reglas formales definidas, sino que es racional, determinada por una normatividad axiológica (los autores hablan de una racionalidad "valorativa"). Se ocupan también de la dinámica de la práctica científica, en la que distinguen tres grandes fases: preacciones (por ejemplo, el diseño de un experimento), acciones (el experimento como tal) y postacciones (las consecuencias que se siguen de tal experimento). Esta distinción les permite analizar un nuevo concepto, el de agenda científica,el cual es de gran trascendencia para la comprensión de las prácticas científicas, dado que éstas estarían organizadas en cada momento en unas cuantas agendas, de mayor tamaño y complejidad y que, obviamente, no podrían circunscribirse a teorías aisladas. Todas estas agendas tendrían sus propios tipos de actividades, cursos de acción, secuencias y acciones concretas. Los cambios de agenda suponen cambios de prácticas y, a su vez, cambios de teorías. Una comprensión adecuada de la dinámica de estas agendas sería, pues, decisiva para el estudio de la actividad científica.

En el estudio de las prácticas científicas la noción de estilo ha devenido central. El trabajo de Rasmus Winther es precisamente una revisión crítica de la noción de estilos de investigación científica y en él se defiende que la categoría de estilo resulta una estrategia más inclusiva para la comprensión conjunta de teoría y práctica. Winther aborda no sólo la noción de estilo en I. Hacking y A.C. Crombie, sino también los análisis de Arnold Davidson y Winifred Wisan, que presentan la novedad de proponer una metodología para taxonomizar estilos. Estoy de acuerdo con el autor en que la noción de estilo, aun siendo vaga en comparación con las nociones teoricocéntricas, resulta útil para la clasificación de las prácticas y los modos de acción en la investigación científica, si bien quedan todavía muchas preguntas por resolver en lo que respecta a la noción misma de estilo y a su uso en el estudio de la dinámica de la ciencia. Los dos últimos capítulos de la compilación están dedicados a las prácticas en el ámbito de las matemáticas y las ciencias formales. Víctor Rodríguez dedica su contribución a la compleja tarea de llevar a cabo una taxonomía de los tipos de prácticas y estilos de pensamiento en las matemáticas contemporáneas. Esta tarea resultaría de gran ayuda para una valoración adecuada de la dinámica propia de las teorías y las prácticas en las matemáticas contemporáneas. Por su parte, Axel Barceló analiza el papel que tiene la explicitación de reglas formales y su representación, un papel —a su entender— democratizador y facilitador del conocimiento y el aprendizaje. Tomando como caso de estudio la formalización de la teoría de conjuntos, Barceló argumenta en favor del papel legitimador de la formalización para constituir una práctica matemática en cuanto práctica objetiva. Su conjetura de que este diagnóstico se puede trasladar al ámbito de la ciencia empírica se debe tomar cum grano salis, habida cuenta de las dificultades flagrantes con que se ha topado el proyecto de una formalización de reglas explícitas en la legitimación de las prácticas de las ciencias empíricas.

He dejado para el final el comentario sobre los trabajos de Rouse y Turner, que siguen inmediatamente a la introducción de los compiladores. El capítulo de Rouse presenta dos interpretaciones de Kuhn: una, la más común y apegada al texto, es teoricocéntrica, en tanto que la más novedosa y visionaria, que el propio Rouse favorece, es una visión de la ciencia centrada en las prácticas, según la cual los científicos usan los paradigmas más que creer en ellos. En la lectura que Rouse hace de Kuhn, la obra de éste supone una reorientación de la filosofía de la ciencia hacia una explicación de las prácticas científicas más que hacia una explicación del conocimiento científico. Según dije líneas antes, tiendo a simpatizar con esta manera de interpretar a Kuhn a pesar de su heterodoxia, ya que, si bien implica forzar un poco la letra, también es cierto que con ella se consigue detectar aspectos novedosos que ya estaban implícitos en la filosofía de Kuhn. Las ideas que se desprenden del texto de Turner me parecen mucho más cuestionables. Si su manera de entender las prácticas como meros hábitos individuales supone un retorno al individualismo que se ve en dificultades a la hora de dar cuenta de los aspectos comunitarios del conocimiento científico, su apelación a modelos conexionistas para explicar el aprendizaje y las actitudes cognitivas de los científicos tampoco está exenta de problemas. El gran interrogante aquí es si esta suerte de disolución de lo social en patrones conexionistas de aprendizaje resulta suficientemente explicativa de la emergencia de lo social a partir de lo individual, por no hablar de su dimensión normativa. En verdad, la idea de Turner suena aún muy hipotética para aventurar una respuesta con cierto fundamento.

Como advierten los propios compiladores, "no puede decirse que los diferentes autores en esta antología apunten a un concepto de práctica definido por un núcleo común de significado" (p. 58), pero lo que sí es cierto es que el presente libro es una compilación de materiales imprescindible para todos aquellos que quieran acercarse al tema de las prácticas científicas.

 

BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

1 Curiosamente, mientras la procedencia de la versión original del texto de Turner se señala convenientemente, este último hecho no se recoge en el caso del capítulo de Rouse en la edición que nos ocupa. Cfr. Rouse 2003.

2 La interpretación de que la dimensión social se convierte en un aspecto crucial del conocimiento científico ya ha sido subrayada, además de por otros autores, por mí en De Donato 2011, donde presento a Kuhn como si defendiera un nuevo modelo de racionalidad científica.

3 Curiosamente, los compiladores coincidirían en esto con el autor de esta reseña, que ha defendido la adopción de un modelo inspirado en el de Brandom para el análisis de la normatividad de la representación y la explicación científicas en De Donato y Zamora 2009 y 2012.

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