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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.58 no.71 Ciudad de México nov. 2013

 

Artículos

 

La polémica Kelsen-Schmitt: un debate jurídico en torno a la Modernidad

 

The Kelsen-Schmitt Controversy: A Legal Debate about Modernity

 

Felipe Curcó Cobos

 

Departamento Académico de Ciencia Política ITAM-México-Río Hondo. Correo electrónico: felipe.curco@itam.mx

 

Recibido el 7 de abril de 2013
Aceptado el 15 de agosto de 2013

 

Resumen

Aunque el debate jurídico entre Hans Kelsen y Carl Schmitt ha sido extensamente discutido y analizado, rara vez se lo sitúa en el marco de la disputa entre el mundo político antiguo y el moderno. La pérdida de este punto central de referencia impide focalizar la raíz filosófica de fondo en la polémica entre ambos autores, a saber, una batalla entre dos modelos alternativos de racionalidad política y moral. Uno es el antiguo (reivindicado por Schmitt) y otro el moderno (defendido por Kelsen). Sostengo que no situar dicho debate en semejante contexto nos priva de comprender las implicaciones jurídicas que se desprenden del conflicto entre los supuestos teóricos normativos que hacen surgir a la Modernidad y el horizonte teleológico que da lugar a la Antigüedad.

Palabras clave: decisionismo, positivismo, racionalidad moderna, racionalidad antigua, Estado.

 

Abstract

While the legal debate between Hans Kelsen and Carl Schmitt has been widely discussed and analyzed, it is rarely located within the coordinates of the political dispute between the ancient and modern world. The loss of this central point of reference prevents focusing on the deeply philosophical root wich is in the midst of the controversy between the two authors, namely, a battle between two alternative models of political rationality and morality. One is the ancient (claimed by Schmitt) and the other is the modern (defended by Kelsen). i argue that not placing this debate in such context deprives us from understanding the legal implications arising from the conflict between the normative theoretical assumptions that give rise to Modernity and the teleological horizon which gives rise to the ancient world.

Key words: decisionism, positivism, modern rationality, ancient rationality, state.

 

Introducción. Racionalidad moderna y racionalidad antigua

El modelo de racionalidad moderno ilustrado, tal como en su época lo caracterizó Immanuel Kant (1996 [1784], pp. 17-22), confiaba a la racionalidad una doble tarea: alcanzar un conocimiento asertivo y categórico capaz de informarnos en torno a los fines y valores últimos dignos de ser seleccionados (racionalidad ética), y lograr un conocimiento técnico exhaustivo acerca de los medios e instrumentos adecuados para poder realizar los fines racionalmente elegidos (racionalidad instrumental). De este modo aspiraba a lograr no sólo la perfecta ordenación de la praxis humana, sino también un conocimiento completo del mundo natural.

Se trataba, digámoslo así, de una aspiración ambiciosa y optimista, integral, pues asumía como propia la tarea de desarrollar una racionalidad de fines y otra de medios, cuidando que no quedaran disociadas una de la otra, a la par que la elección de los fines últimos que guían la acción humana y la elección de los instrumentos y medios utilizados para conseguirlos se mantuvieran en todo momento bajo riguroso control racional. En definitiva, la utopía ilustrada confiaba a la ciencia la emancipación humana (del mal físico y del mal moral, de la sumisión a la naturaleza y a los otros, de la ignorancia y la superstición), y también el descubrimiento del sentido del mundo, de la vida y del orden social, lo que permitía definir un modelo de hombre y de ciudad. No obstante, en la Alemania de la República de Weimar, y en general en la Europa central de los años veinte del siglo pasado, este proyecto ilustrado se hallaba ya fuertemente desacreditado. Max Weber (2004 [1919]) había contribuido a ello al argumentar que ni la ciencia ni la racionalidad son capaces de dar cuenta de sí mismas. Lo muestra la simple pregunta por el sentido último de estas dos actividades. Al preguntar "¿por qué debemos ser racionales?", se advierte que sólo podemos responder de dos formas: o bien desde dentro de la razón (brindando razones e incurriendo de este modo en una petición de principio, consistente en ofrecer como respuesta justo aquello que se está poniendo en duda), o bien, desde fuera, reconociendo que la decisión de ser racional obedece a un acto defeque no puede ser justificado racionalmente. Lo que esto implica, entonces, es que la racionalidad misma no es capaz de dar una razón no circular para justificar la finalidad que la alienta, lo que equivale, en otras palabras, a exhibir la irremediable presencia de un momento de decisión último que nunca está sujeto a control crítico. La decisión de ser racional, por lo tanto, es ella misma no racional.

También la ciencia representa un idéntico fracaso en la racionalidad de fines, porque si bien la ciencia es capaz de decirnos cuáles son los medios más eficaces para alcanzar fines "dados" o ya "preestablecidos", esta capacidad tiene como correlato una absoluta impotencia para decirnos cuáles son los fines o los valores racionalmente más dignos de ser deseados. De ahí que la ciencia, señala Weber, "carece de sentido, puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y qué objetivos debemos perseguir en la vida" (2004 [1919], p. 101). Racionalidad y ciencia presuponen siempre la validez de su lógica y los objetivos normativos inherentes a ella. Todas las ciencias de la naturaleza tienen la respuesta para la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnica o instrumentalmente la vida, pero "todo cuanto se relaciona a si debemos o queremos ese dominio y si éste tiene en verdad sentido, es pasado por alto o bien considerado previamente como afirmativo" (Weber 2004 [1919], p. 103).

Por lo tanto, lo que Weber vino a describir de modo tan nítido es el proceso de modernización (él lo llamó "desencantamiento del mundo" [die Entzauberung der Welt]), consistente en la destitución de lo divino y el desplazamiento de las visiones animistas y teleológicas de la naturaleza en favor de la racionalización y el dominio técnico. Como resultado, la realidad mágica y animista, antaño orientada teleológicamente, ahora se vuelve inerte, homogénea, calculable, previsible y dominable.

Es importante entender esto. La tesis sobre la irracionalidad inherente a toda opción de valor última (de la cual la elección de fines que se imponen como un deber en sí —no condicionado— es sólo un ejemplo) significa una partición del mundo, una escisión ontológica del ser en dos esferas definitivamente no reconciliables, cada una con su respectivo orden, cada una con su específica lógica racional, a saber: i) la racionalidad conforme al valor [Wertrationalität], que regula el establecimiento de los valores de la vida buena, elige los fines incon-dicionados dignos de desearse, y que es subjetiva (esto es, recae y se hace depender de la voluntad o la decisión privada del sujeto y, por tal motivo, es en rigor una racionalidad no objetiva), y ii) la racionalidad conforme a medios [Zweckrationalität], que regula la mejor selección, organización y uso de los instrumentos necesarios para conseguir los objetivos fijados. Su ámbito ya no es el de lo subjetivo, sino el del cálculo, la sistematización, la medición de regularidades, el conocimiento causal, la reducción algorítmica y, en suma, todo aquello que conforma la objetividad observable, medible públicamente y disponible para cualquiera.

El proceso de racionalización moderno vino entonces a desplegar, de esta guisa, una dialéctica entre ambos tipos de facultades que condujo implacablemente a la privatización de la Wertrationalität y a la apuesta por las distintas opciones de valor, con el progresivo y silenciado triunfo de la Zweckrationalität, que acaba haciendo hegemónico al proceso de dominio técnico. Como en el magnífico grabado de Goya titulado El sueño de la razón produce monstruos, el sueño ilustrado reveló, así, que escondía una paradoja, a saber, que el triunfo de la racionalidad instrumental sobre el mundo a través de las ciencias requería antes el despliegue (o la retirada) de la racionalidad ética a las fronteras de la subjetividad.1

La primera consecuencia teórica de esta escisión de la razón es que sus dos resultantes, la racionalidad práctica (o ética) y la racionalidad técnica (o instrumental), como bien fijara la crítica kantiana, resultan ser racionalidades parciales y separadas, cada una ontológicamente limitada a su esfera y sin legitimidad para trascender sus respectivos horizontes (algo ya remarcado con anterioridad por Hume al denunciar la falacia naturalista y el paso lógicamente indebido implicado cuando se pretende sacar conclusiones prescriptivas —o normativas— de enunciados descriptivos —o fácticos—). A partir de aquí, entonces, el ámbito de la racionalidad técnica será el del ser, el mundo objetivo y el de sus relaciones causales científicamente cognoscibles y determinables. El ámbito de la razón práctica, en cambio, será el de los fines y los valores, las actitudes y los deseos; en definitiva, los contenidos materiales e inmanentes a la voluntad de los individuos, de la que suele ocuparse la ética no formal.

Debemos advertir el cambio operado en la Modernidad. En contraste con ella, la ratio clásica de los antiguos concebía un modelo de racionalidad diametralmente distinto, de tipo teleológico. Aquí lo racional servía de demarcación fuerte de lo real. La totalidad tenía un sentido, una racionalidad objetiva que el pensamiento debía tratar de describir como parte de un orden natural y predeterminado, superior y trascendente al terrenal. La ratio era un canon de verdad, donde el bien y el valor estaban escritos en el ser y donde derecho y deber pertenecían a la estructura objetiva de las cosas. La ratio clásica, en suma, apelaba a lo real y a criterios afincados en su terreno, proponía controles lógicos y racionales fundados en principios sin contradicciones que respondían a criterios de comprobación para lo normativo, tales como la verificación o la confirmación. Por ello mismo, la racionalidad era algo que se predicaba siempre de las totalidades, de las unidades de orden; nunca de los fragmentos. Porque sólo es en la totalidad donde siempre se halla un telos. Es la totalidad la que realiza un fin, un propósito, un sentido o significado propio. Los fines y los valores, por ello mismo, no estaban, ni podían concebirse, irremediablemente separados del ser, sino que formaban parte de un mismo entramado ontológico objetivo.

Alasdair MacIntyre lo resume con claridad de este modo: "[En la sociedad antigua] la moral no existe como algo distinto. Las cuestiones valorativas son cuestiones de hecho social" (1984, p. 123). Esto se advierte (y de nuevo es MacIntyre quien mejor lo expone) porque durante los siglos XVIII y XVIII la Modernidad ilustrada introdujo un cambio en el significado y las implicaciones de los términos clave usados en el lenguaje moral de los antiguos.

Este cambio lo prueba el contraste que hallamos en el léxico de la Antigüedad con respecto al de la era moderna. El mundo antiguo recurre esencialmente a conceptos funcionales. Esto significa que los sustantivos son definidos en términos del propósito y la función que característicamente, y en el interior de cierto orden social, se espera que cumpla cada cosa, objeto, especie o individuo. De aquí se sigue (como claramente queda patente en Aristóteles) que el concepto, por ejemplo, de reloj no puede ser definido con independencia del concepto de un buen reloj, pues el criterio por el que algo es un reloj no es independiente del concepto de lo que es un buen reloj. Decir, entonces, "éste es un buen reloj" no es hacer un juicio valorativo, sino también uno descriptivo, ya que lo que se hace es solamente señalar que el objeto reloj cumple adecuadamente con la función que le es propia, esto es, dar con exactitud la hora. El concepto hombre es, en este sentido, un concepto funcional central, porque se entiende como poseedor de una naturaleza propia y de un propósito o función sociales, los cuales quedan definidos en lo que MacIntyre precisamente llama "cuestiones de hecho social". Aristóteles mismo es inequívoco a este respecto cuando señala que el punto de partida para la investigación ética consiste en entender que la relación de "hombre" con "vida buena" es análoga a la de "arpista" con "tocar bien" el arpa (Ethica Nicomachea, 1095a, 16). De este modo, el concepto de hombre como concepto funcional radica tanto en su naturaleza (que define su telos en cuanto especie) como en la serie específica de papeles sociales que cumple, determinada por un orden social concreto, cada uno de los cuales tiene entidad y propósitos (ergón) propios: ser miembro de una familia, ciudadano, soldado, filósofo, servidor de Dios. La determinación de los fines últimos no es, por lo tanto, algo que quede partido o separado (como ocurrirá en la Modernidad) del hecho objetivo de la vida y el rol social. "Sólo cuando el hombre empieza a ser pensado como un individuo previo y separado de todo papel asignado por el orden o la estructura orgánica —señala MacIntyre—, 'hombre' deja de ser un concepto funcional" (1984, p. 59). Antes de que ello suceda, ya lo dijimos, llamar a algo "bueno" es también formular un juicio factual.2 Dentro de esta tradición antigua, las proposiciones morales y valorativas pueden ser designadas verdaderas o falsas exactamente de la misma manera en que todas las demás proposiciones fácticas pueden serlo. Desde luego, lo mismo ocurre con el resto de los conceptos, incluidos los conceptos jurídicos. Llamar justa (o correcta) a una acción concreta es indicar lo que un hombre bueno haría en tal situación para cumplir la función que le asigna el orden social, naturalmente previsto. Denominar justa a una norma es señalar que ésta se aviene a la finalidad implicada en las expectativas sociales.

Sin embargo, con la irrupción de la Modernidad y como efecto del cambio de concepción, el léxico moral también se modifica (y junto con él, la idea misma de propósitos o funciones como hechos del orden social). En tales circunstancias, poco a poco comenzará a parecer imposible tratar los juicios éticos o morales como sentencias fácticas. Cuando esto sucede, la concepción teleológica de la racionalidad se quiebra, los fines y los valores últimos dignos de desearse dejan de ser parte de una realidad funcional orientada a la realización de un telos comprehensivo. Surge, entonces, una muralla infranqueable entre lo real (hechos) y lo ideal (valores, fines). De este lienzo cercado y esta realidad dividida emana el positivismo jurídico, reflejo de la Modernidad.3

 

Kelsen y la paradoja jurídica de la Modernidad

En la época típicamente ya moderna del Imperio Guillermino, la escuela jurídica predominante era precisamente el positivismo estatutario de Paul Laband. Ciertamente coexistían junto a esta tendencia diversos enfoques críticos, incluido el del propio editor de Laband, Felix Stoerk, así como los de Hugo Preuss, Albert Hánel o Josef Kohler, todos en general de orientación y metodología sociológica no positivista. Pero éstos reflejaban puntos de vista críticos aislados, casi marginales, que de ninguna manera representaban escuelas claramente posicionadas entre los juristas. No obstante, con el cambio de siglo comenzó a ocurrir algo importante: las tendencias críticas empezaron poco a poco a ganar terreno, e incluso en el interior de las fronteras teóricas de la escuela de Laband surgió la disidencia encabezada por Georg Jellinek.

La teoría de Jellinek pronto se centró en resolver lo que más adelante se volvería para el positivismo un tema central: la relación de la ley con la soberanía. La tradición labandiana asumía la existencia del derecho como un fenómeno social empírico condicionado por la experiencia (y, en una medida no desdeñable, condicionante de ella). En tal sentido, su descripción de las relaciones jurídicas se desenvolvía en el plano inmanente del sistema legal; en otras palabras, no se preguntaba ni por sus orígenes ni por su legitimidad, pues éstas eran cuestiones que salían del ámbito de la experiencia concreta y se adentraban en el plano ideal de la ética, el valor y el deber ser moral, algo que desbordaba el campo legítimo del interés jurídico; de ahí que, para mantenerse en el nivel meramente descriptivo de la ciencia, su análisis se concentrara simplemente en cuestiones como las reglas de creación de estatutos, o bien, los criterios administrativos para establecer y definir competencias. El inicio del siglo XX vino acompañado, empero, de diversos cambios sociales que de un modo u otro socavaron el andamiaje demasiado esquelético de este positivismo estatutario. El inédito ascenso de la socialdemocracia y la reivindicación de los nuevos derechos laborales obligaron a colocar en el centro de gravedad del análisis jurídico la cuestión del fundamento y origen del ordenamiento legal. Sin abandonar nunca los principales supuestos teóricos del sistema de Laband, el trabajo de Jellinek centraría ahora su atención en tratar de descifrar una paradoja que latía en el interior mismo de esta interrogante, a saber, ¿cómo puede el Estado, en cuanto soberano, ser a la vez fundamento y efecto de la ley? ¿Es posible que el Estado sea el origen de la ley y al mismo tiempo esté sometido a ella?

En un trabajo de 1880 sobre derecho internacional, Jellinek escribe: "la ley sólo es posible si se da la condición de que una fuerza coercitiva esté presente y la dirija" (Jellinek 1880, p. 32, citado en Emerson 1928, p. 59). Surge aquí una paradoja: si la soberanía es esta fuerza coercitiva que activa la ley —la autoridad suprema e independiente de donde se origina la norma jurídica en cuanto acto de voluntad del soberano—, se sigue que una autoridad soberana limitada por un deber jurídico superior haría de este deber jurídico un poder situado por encima de ella; en tal caso y por definición, dicha autoridad sería soberana y no soberana a la vez. De modo que el poder supremo limitado por el derecho sería una contradictio in terminis. La idea de Estado soberano que crea el orden jurídico para luego verse sometido a él, convirtiéndose de ese modo tanto en origen como en destinatario del derecho, en persona jurídica y en sujeto de deberes y facultades, devendría un absurdo (además, concebir las leyes como meras órdenes de un soberano destruye la mera posibilidad del derecho internacional, pues no hay ninguna fuerza supraestatal que obligue a los Estados a cumplir leyes y tratados internacionales). Versiones de esta paradoja (y ramificaciones de ella) se encuentran en múltiples autores de la época, e incluso antes, como en Thomas Hobbes (1994 [1651], p. 266). Aparece también en John Austin (1954, p. 254) y en Hermann Heller (1965 [1927], pp. 184-289). Una variante aplicada a la democracia la encontramos en el análisis de la Constitución de Estados Unidos que lleva a cabo Jacques Derrida: "el sujeto de la democracia constitucional (nosotros, el pueblo [We The People]) que crea y funda la Constitución no existe como tal antes de que el texto que crea y funda la Constitución no existe como tal antes de que el texto constitucional lo reconozca y le otorgue la función de soberano". El texto constitucional es el efecto de la voluntad soberana que lo redacta; pero, a la vez, el pueblo, en cuanto entidad jurídicamente soberana, es creado por el texto fundacional. Antes de él esta entidad no existe, con lo cual "es como si la firma creara retroactivamente al signatario" (Derrida 1986). En otras palabras, la Constitución se funda en la soberanía ciudadana, pero dicha soberanía se crea, reconoce (y limita) a través de la Constitución. El dilema, por lo tanto, consiste en determinar si la fuerza (el poder) precede a la norma o si, por el contrario, es la norma la que crea autoridad para ejercer coactivamente el poder.

Esta paradoja ha sido ampliamente discutida y debatida por la tradición, que en general ha tendido a dar por superadas las explicaciones simples basadas en los modelos austinianos cuyo análisis de la normatividad queda reducido a nociones exclusivas como "soberano", "imperativo" o "hábitos de obediencia" (ejemplo de esta superación crítica es Hart, quien ofrece argumentos contundentes y reglas definitivas para reconocer una amplia y compleja gama de fuentes autónomas putativas de derecho que no provienen de la legislación ni de mandatos (Hart 1961, p. 92)). Sin embargo, el interés de la paradoja no es éste; su verdadera relevancia radica en que ella esconde el dilema central de la Modernidad ya expuesto líneas antes. Lo podemos abreviar de este modo: una vez aceptada como incuestionable la partición entre la esfera normativa (o prescriptiva) y la esfera fáctica (o descriptiva), ¿cómo explicamos qué es lo que obliga a obedecer las normas jurídicas y las hace válidas sin hacer depender lo normativo de lo fáctico? El plano normativo de lo jurídico refiere a una serie de preceptos que fijan un deber interpersonal que no admite excepciones y una validez objetiva que, por lo tanto, no puede confundirse (ni ser consecuencia) de una decisión soberana subjetiva (ya sea que ésta subyazca en el Estado o en el pueblo). Tampoco puede hacerse derivar de preferencias éticas o morales individuales (de nuevo, se trate del subjetivismo estatal o ciudadano). Éste es el error de las teorías metódicas que postulan al Estado como el creador jurídico (fáctico) de las normas, "consistente —dice Kelsen— en mezclar de forma poco clara el acto psicofísico de la producción de normas y su fuerza motivadora con su validez" (1965 [1925], p. 99). Esto nos retrotrae a otras preguntas: ¿el derecho excede a la norma o la norma agota el derecho? Si la validez de la norma y su poder para obligar no puede derivar de ningún acto o circunstancia empírico (puesto que, en términos de la falacia naturalista, el deber ser no puede ser derivado del ser), ¿cómo, entonces, explicar y legitimar la validez del derecho?

Los juristas y teóricos constitucionalistas más brillantes y relevantes de la República de Weimar (Hans Kelsen, Carl Schmitt, Rudolf Smend y Hermann Heller, todos ellos treinta o cuarenta años más jóvenes que Jellinek, y separados medio siglo de distancia de Laband), se abocaron de lleno con su filosofía a resolver el dilema presente en la clase de interrogantes mencionados. De las alternativas ofrecidas por estos autores son dos las que nos interesan. La de Kelsen (por ser la específicamente moderna en la medida en que tiende a afirmar ladicotomía ser/deber) y la de Schmitt (por ser la claramente antimoderna en la medida en que tiende justo a lo contrario).

En efecto, la teoría jurídica de Kelsen comienza trazando la distinción absoluta entre Sein y Sollen, "ser" y "deber ser", que —he insistido— caracteriza a la Modernidad.

La oposición entre "ser" y "deber ser" —nos dice— es una de tipo lógico-formal [...]. Siempre y cuando uno se adhiera a la observación de los límites lógico-formales no hay modo de que un camino conduzca hacia el otro, los dos mundos están de pie frente a sí, separados por una brecha insalvable. (1923, p. 8)

En términos estrictamente lógicos, no hay modo de que un enunciado o una declaración en el ámbito del deber ser pueda tener como fundamento o como consecuencia un enunciado o una declaración en el ámbito del ser. Las oraciones descriptivas del tipo "si se produce A entonces se produce B" tienen una forma lógica distinta de "si se produce A entonces deberá producirse B". Kelsen advierte que esta diferencia radica en que, mientras el principio de conexión en las descripciones del mundo natural es la causalidad necesaria [Müssen], el principio de conexión en la segunda clase de afirmaciones es la imputación [Zurechnung].

La imputación establece conexiones a través de normas.4 En el sistema moderno legal, continúa explicando Kelsen, la validez de las normas a través de la cual se llevan a cabo actos de imputación (o atribución de funciones o responsabilidades) tiene como peculiaridad esencial ser objetiva. Esto significa que la validez de una norma nunca puede encontrarse en ninguna clase de hecho empírico, sino únicamente en el plano puro del deber ser. No puede fundarse en los deseos o proyectos particulares de un sujeto o una comunidad. Las declaraciones inmediatas de deseo de un sujeto (sobre que algo es bueno o malo) no sólo no son objetivas, sino que en rigor ni siquiera constituyen juicio de valor alguno, ya que "no tienen ninguna función de conocimiento, sino sólo una función consistente en constatar un componente emocional de la conciencia [...]. Más que juicios son exclamaciones" (1986 [1934], p. 33). En sentido estricto, el valor adquiere un carácter objetivo cuando ya no remite al deseo (o la decisión) de un individuo, sino a una norma que es objetiva en el sentido de ser heterónoma y válida sin necesidad de ser reconocida ética o cognitivamente por el sujeto sobre el cual recae.

Hacer que la validez de una norma dependa de los hechos (el deseo, la aprobación, la aceptación de una comunidad) representa, para Kelsen, una grosera forma de incurrir en la falacia naturalista y en el tránsito ilegítimo entre el ser y el deber ser. Por eso la validez de una norma sólo puede encontrarse en otra norma. La norma que otorga validez es caracterizada como norma superior. Las normas, por lo tanto, se validan en el interior de una cadena de validación. Una norma es válida cuando las condiciones procedimentales bajo las cuales fue creada cumplen lo establecido por normas previas; éstas a su vez lo son si cumplen lo estipulado por otras de orden más alto, y así sucesivamente, hasta llegar necesariamente a postular la existencia de una norma fundamental [Grundnorm], la cual corona la cadena de validez del sistema jurídico. Como es obvio, esta norma suprema "tiene que ser presupuesta, dado que no puede ser impuesta por una autoridad cuya competencia tendría que basarse en una norma aún superior. Su validez no puede derivarse ya de nada anterior, ni puede volver a cuestionarse su fundamento" (1986 [1934], p. 45). La estructura del argumento por el que Kelsen llega a derivar esta Grundnorm es, por lo tanto, de tipo trascendental kantiano: parte de un fenómeno real (en este caso la existencia del derecho) y se remonta a las condiciones de posibilidad que es necesario suponer (la validez de la norma suprema) para que este fenómeno sea explicable. De modo que dicha validez es un presupuesto metodológico que no es en sí mismo demostrable más que por esta vía trascendental hasta llegar a un punto que debemos suponer evidente en sí mismo. Kelsen así lo hace explícito al citar a Simmel: "si tratamos de probar lógicamente nuestro deber de hacer algo, tendremos que reducirlo necesariamente a otro deber ser que presuponemos como seguro y que, considerado de por sí, es un hecho más allá del cual no podemos seguir preguntando" (Simmel 1982 [1882], citado en Kelsen 1986 [1934], p. 8).

Esto permite a Kelsen dar una respuesta puntual a la paradoja moderna de la soberanía sin dejar de mantenerse rigurosamente anclado en las propias coordenadas de reflexión modernas. Ante todo, el Estado se entiende en términos sólo de normas. El Estado es una construcción legal y normativa. Los conflictos de poder que en él existen son motivo de interés y estudio de ciencias como la sociología o la política, pero no del derecho. Las equívocas teorías del "subjetivismo estatal" (1986 [1934], p. 100) no comprenden esto, y por eso confunden el poder o la capacidad de imponer reglas (relación causal) con la ley y la imputación (relación normativa). Una especie de antropocentrismo político conduce a concebir el Estado en términos de una entidad sobrehumana con voluntad fáctica propia. Esta especie de animismo estatal va de la mano con un análisis teleológico concebido en términos cuasi hegelianos, donde el sistema jurídico queda siempre subordinado a los propósitos de alguna voluntad externa (por ejemplo, la voluntad de un soberano o grupo fáctico dominante). Por el contrario, desde el punto de vista jurídico de Kelsen, al ser el Estado un fenómeno puramente normativo, ninguna ley puede existir fuera de él. Por definición, entonces, una violación del sistema legal por parte del Estado es imposible dado que es precisamente la ley lo que constituye su sustancia. Asimismo, al ser la soberanía no y a algo que antecede y crea la ley (un poder fáctico que la positiviza), sino algo que más bien emana de ella (una relación construida y definida en el interior de un sistema jurídico del que se derivan obligaciones y autorizaciones), la relación de la ley con el soberano en la forma en que lo veíamos en las paradojas antes mencionadas deja de ser problemática, porque el problema surgía de querer explicar lo normativo (la ley) a partir de lo fáctico (la soberanía). Pero, una vez que renunciamos a concebir la soberanía y la legalidad en términos de una relación causal para pasar a entenderla como una relación de imputación normativa, donde la norma es la que faculta el ejercicio de la autoridad, y no al revés, lo que parece quedar de las paradojas es sólo un falso dilema.

 

Schmitty la paradoja jurídica de la Modernidad

Schmitt va a coincidir con Kelsen respecto de la necesidad de replantear los fundamentos del positivismo estatutario de Laband. También va a compartir con él la convicción de que dicha crítica ha de empezar por volver a examinar los términos en que la Modernidad jurídica concibe las relaciones entre el "ser" y el "deber ser", sólo que, a diferencia de Kelsen, el análisis de Schmitt va a tomar una dirección teórica diametralmente opuesta. Mientras que el primero pretende articular la teoría positivista enfatizando la distinción entre la frontera normativa y la descriptiva, este último, por el contrario, retornará a los cimientos del modelo de racionalidad antiguo, donde dicha distinción quedaba prácticamente borrada o superada. Desde una perspectiva epidérmica, los dos autores, además, van a suscribir la influencia weberiana, aunque de modo muy diferente, al conceder ambos un lugar a la tesis de que la argumentación ha de interrumpirse en un punto que es inaccesible a la racionalidad. En Kelsen, este punto se localiza procedimentalmente en el momento en que la validez de la norma fundamental se presupone como una condición necesaria (condición trascendental) del ordenamiento jurídico. Sin embargo, y esto es significativo, si nos salimos de la dimensión estrictamente metodológica de la Teoría pura para preguntarnos por qué en el ámbito empírico de la práctica social surge el deber de obedecer la norma fundamental o la Constitución [Grundgesetz], Kelsen alegará que la obediencia al orden civil (y las razones para ello) es una variable que depende de condiciones subjetivas y fácticas que van más allá del carácter propio del enfoque normativo; por lo tanto, la respuesta a esta interrogante ha de buscarse en otro plano o en otra disciplina, en todo caso, distintos al de la teoría jurídica pura.

Schmitt, en cambio, va a ser más ambicioso. Dar una respuesta y una explicación integral a esta pregunta resulta posible, pero ello exige abandonar el punto de vista erróneo de la Modernidad y dar un nuevo giro copernicano. El resultado será adoptar unas coordenadas jurídicas de reflexión claramente antimodernas, más coherentes y potentes para pensar el complejo fenómeno jurídico del derecho que las ofrecidas por la Ilustración moderna. Por lo tanto, ala horade recuperar a Schmitt será indispensable (como en seguida veremos) tomar a modo de eje hermenéutico de su obra este punto decisivo (generalmente descuidado, por desgracia, incluso en los análisis de sus estudiosos más autorizados).5

Desde una de sus obras más tempranas, "Recht und Macht" (Schmitt 1918, pp. 37-52), la esfera del derecho y la esfera del poder aparecen como dos esferas cualitativamente distintas entre las que no se puede dar ninguna relación de causalidad. Sin embargo, en un texto aun anterior, Der Wert des Staates und die Bedeuttung des Einzelnen (1914), Schmitt ya anticipa el argumento que permitirá superar esta dicotomía, el cual se mantendrá como hilo conductor a lo largo de toda su producción escrita. El reino del "deber ser" (ley/normas) y el del "ser", dice ahí, estarían ciertamente separados si no fuera por la presencia del Estado (Schmitt 1914, pp. 2-3, 52 y 68). El Estado es la fuerza sustantiva que realiza la ley en el mundo y que conecta poder o decisión con normas. Esto significa que el Estado realiza "algo" que es anterior a la ley positiva. "El innegable valor del Estado —escribe el jurista— emana, por ello, no de un poder, sino de su vinculación con una 'ley superior'." Por "ley superior" Schmitt entiende aquí una "ley natural sin naturalismo", un "elemento" situado fuera del Estado en el cual las leyes positivas descansan (Schmitt 1914, p. 69) y que el Estado, al positivizar, integra en una unidad ética que reúne lo fáctico con lo normativo.

Es importante entender, entonces, cuál es este "elemento" y cuál la categoría central que a lo largo de todas las etapas del pensamiento schmittiano va a servir como pivote, distanciándolo definitivamente del modelo de racionalidad moderno. Este elemento positivado en el Estado no es otra cosa que el concepto de un orden concreto. La idea de orden es una constante en su pensamiento que, sin embargo, irá oscilando de diferentes modos con el transcurso del tiempo y adquiriendo diversos significados. Está presente ya en el prefacio de 1933 a la reedición de su Teología política, donde refuta claramente la teoría decisionista que podía erróneamente derivarse de una mala interpretación de la lectura de la primera edición de esa obra que data de 1922. En efecto, Teología política parecería sustentarse en una concepción decisionista de corte hobbesiano en la que el soberano se define como la fuerza anómica que crea por su voluntad el orden jurídico. Por eso, "Soberano es quien decide en caso de excepción" (Schmitt 1922, p. 11). Sin embargo, en ese mismo lugar también se dice que todos los conceptos sobresalientes de la teoría moderna del Estado son conceptos teológicos secularizados (por ejemplo, el concepto teológico de Dios encuentra su análogo político en el soberano, tanto como el milagro equivale a la suspensión de la legalidad). Esto es relevante, porque la decisión absoluta tal como es descrita en ciertas variantes de decisionismo religioso (por ejemplo, "Dios creó el orden desde la nada") es, para Schmitt, simplemente una ficción. La decisión soberana nunca surge de la nada. Incluso "la decisión impenetrable del Dios [judeo-cristiano] está siempre 'en orden' y no es una pura decisión" (Schmitt 1996 [1934], p. 28), porque en el pensamiento teológico y metafísico algo no es bueno porque Dios lo mande o lo decida, sino que Dios decide o manda algo precisamente porque es bueno (Schmitt 1996 [1934], p. 26). Eso muestra que una estructura u orden de bien precede a la decisión y no a la inversa. Lo mismo exactamente queda patente en la teoría schmittiana del estado de excepción. En relación con la dictadura, Schmitt distingue entre "dictadura comisarial", que tiene el objeto de defender o restaurar la constitución vigente creando un estado de cosas que permita la aplicación del derecho, y la "dictadura soberana", que busca sobre todo crear un estado de cosas en el cual devenga posible imponer una nueva constitución. Schmitt afirma que, en ambos casos, aunque pudiera parecer que el estado de excepción, en cuanto que opera una suspensión del entero orden jurídico, "parece sustraerse a cualquier consideración de derecho" (Schmitt 1921, p. 137), lo cierto es que "el estado de excepción es siempre algo bien diferente de la anarquía y del caos y, en sentido jurídico, en él existe un orden, aun cuando no sea un orden jurídico" (Schmitt 1922, p. 18). Por ello, la dictadura, ya sea comisarial o soberana, "implica siempre una referencia a un contexto jurídico" (Schmitt 1921, p. 139), porque el soberano es anómico (se sitúa por encima de la legalidad al poder suspenderla) pero al mismo tiempo está anclado en el orden jurídico (que es lo que lo define lógicamente en su ser como soberano).

Ya queda claro desde todos estos textos, pues, que el peso de la decisión supone siempre la referencia a un orden previo. Ahora bien, el papel central que desempeña la categoría de orden en la posición de Schmitt con respecto al decisionismo, a Kelsen, a la Modernidad y al derecho, no lo vamos a encontrar sino hasta la aparición de un escrito fundamental de 1934, Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica (Schmitt 1996), donde el autor hará un resumen del modo en que su obra ha ido desarrollando el complejo concepto de lo jurídico a lo largo de los veinte años previos a la edición de este volumen. Ahí nos dirá que el fundamento de lo jurídico y el derecho en su totalidad (lo que él llama la esfera total del derecho) no puede reducirse sólo a decisiones (como lo hacen Hobbes o Bodino), pero tampoco meramente a normas (como lo hace Kelsen).

Como he venido diciendo, el reto que ofrece la dualidad entre normativismo y positivismo expuesto en las paradojas de la Modernidad analizadas supra es hallar el puente que permita unir dos realidades centrales (norma y decisión), así como todas sus proyecciones adjuntas (auctoritas-potestas, poder-ley, ratio-voluntas, objetividad-subjetividad, ser-deber ser). A partir de este reto, no hay duda de que en la primera etapa de su obra Schmitt va a subrayar de manera reiterada la importancia de la decisión en el marco jurídico-político. Esto explica que veces se lo haya confundido erróneamente con un decisionista.6 Su devoción a Hobbes, junto con sus tesis en textos como Verfassungslehre (1928) y Die Diktature (1921), parecen reforzar aún más esta idea. Es cierto que para Schmitt la decisión desempeña un papel relevante en la realización del derecho. Esto es así porque la norma no puede realizarse ni positivarse por sí misma; necesita, entonces, una voluntad que la haga derecho y la haga valer. Es el caso de la constitución: su promulgación implica un poder previo existente a ella que la instituya. Pero la norma constitucional no queda reducida a poder, porque si antes de la voluntad fáctica que la crea no hubiera un derecho sustancial y una idea de derecho previo que plasmar en el texto escrito, el acto de voluntad por el que dicho texto surge estaría vacío. Por eso es que en Verfassungslehre (1928, p. 44) Schmitt distingue entre la constitución en un sentido amplio [Verfassung] y la constitución ya tipificada en leyes escritas [Verfassungsgesetze] (1928, pp. 11-20). La constitución en sentido amplio representa el "momento anterior" a la creación de la constitución escrita en tanto orden legal unificado. Este "momento anterior" constituye la voluntad no de una mayoría homogénea y unificada (como a veces suele malinterpretarse), sino una serie de principios que exceden el derecho positivo y lo fundamentan, un orden específico donde operan consensos sustantivos con respecto a los fines que la sociedad persigue y las garantías y límites infranqueables que las leyes aprobadas mayoritariamente no pueden transgredir a riesgo de desvirtuar la legitimidad del sistema (Schmitt 1968, p. 61). Este orden cristaliza posteriormente en normas básicas que pertenecen al sistema constitucional inalterable que la constitución escrita reconoce y cuya legitimidad radica en ser condición esencial de la identidad y autorrepresentación moral y filosófica del orden estatal, así como del equilibrio de expectativas que éste busca integrar. Los principios fundamentales reconocidos en la constitución escrita no se establecen, pues, a través de mayorías, sino que más bien conforman los controles que permiten limitar la regla de mayoría garantizando que las decisiones democráticas nunca lleguen a vulnerar los principios básicos inamovibles que conforman la unidad política en torno a un telos común (Schmitt 1921, p. 140).

Esta unidad política es, por ello mismo, un presupuesto de toda constitución (Schmitt 1928, pp. 28-30, 33-35, 43 y 50), de la cual la distinción amigo/enemigo (como se expone en Der Begriff des Politischen (1932)) no es más que una consecuencia. El Estado necesariamente representa cierto grado de subordinación de los intereses individuales al interés general —en el interior de un proyecto común—, del mismo modo que en toda totalidad orgánica cada parte debe estar relativamente dispuesta al bien del todo, y viceversa. Así, el antagonismo de intereses queda subsumido (no negado) en el Estado y todo aquello que niega esta superación (en un sentido muy próximo a la Aufhebung hegeliana) constituye una amenaza para el mismo Estado, es decir, un enemigo.

Lo que a nosotros realmente nos importa, no obstante, es que frente al decisionismo positivista y el normativismo kelseniano, Schmitt va a oponer una concepción donde se reconoce que el fundamento del sistema jurídico no son las normas ni las decisiones, sino el orden concreto. Porque es éste —y no ninguna otra cosa— lo que representa la condición necesaria de la existencia de normas y decisiones. Para entender esto hay que tomar en cuenta que el término "orden" va a tener dos connotaciones principales a lo largo de su obra. Orden significa en un primer momento "orden fundamental", condición de posibilidad de cualquier sociedad. En sus obras Der Nomos der Erde (1979 [1950]) y "Nomos-Nahme-Name" (1959), Schmitt emplea la categoría de nomos en este primer sentido para referirse "al espacio, la ordenación política y social de un pueblo, la primera partición de los campos de pastoreo, o sea, la toma de la tierra y la ordenación concreta que es inherente a ella" (1979 [1950], p. 53). Nomos designa, entonces, una suerte de formación social en el interior de la cual se da una apropiación y una distribución originales, donde —y esto es fundamental— no son las reglas las que determinan el orden, sino más bien es la regla la que se manifiesta espontáneamente como una parte integrante y un medio de este orden previo, una suerte de derecho previo al derecho. En otras palabras, las instituciones más primitivas y originales van estructurando internamente al derecho y éste precede a las reglas explícitas. El orden es el presupuesto de las normas, las cuales no son más que una expresión (o función) del orden previo y las relaciones de poder existentes en él. Así, dirá Schmitt contra Kelsen: "la norma o regla no crea el orden, tiene, más bien, sobre el terreno y en el marco de un orden dado, solamente una cierta función reguladora" (1996 [1934], p. 12).

En un segundo momento, a partir de la división de la tierra (orden de los grandes espacios) y de la normatividad que emerge de ese hecho fundamental, se crea cierto orden concreto-institucional, una situación donde la esfera del derecho y del poder se reconcilian porque, en esta segunda etapa, las decisiones soberanas que provienen del poder se adecuan en menor o mayor medida a las normas espontáneas que conforman el orden concreto de la sociedad. Esto tiene una relevancia central, pues quiere decir que en el planteamiento de Schmitt no es la voluntad del soberano la que funda las normas. La decisión del soberano, más que un momento fundante, constituye una mediación entre las normas prepositivas (anteriores a todo acto de legislación positiva), surgidas de la dinámica social y el nomos u orden espontáneo derivado de las formas de repartición originaria, y las normas jurídicas emanadas del acto de poder que las instituye. El decisionismo schmittiano, por consiguiente, va a diferenciarse de manera nítida del weberiano en que, en éste, la decisión es claramente cimiento o punto de partida (representa, como veíamos al inicio de estas líneas, el instante en que elegimos la razón sin apelar a razones), mientras que en Schmitt cumple sólo una función de gozne entre el orden del nomos y la voluntad que positiviza este orden a través de normas.

De este modo, si el problema de la Modernidad se centraba en resolver la paradoja respecto de la forma en que la voluntad fáctica y el orden normativo legal parecían fundamentarse uno en el otro, Schmitt va ir sin duda más allá de esta paradoja al plantearnos que tanto la decisión, como la norma, no son más que distintas manifestaciones de algo que se halla por debajo de ambas: un orden objetivo de ser en el que (usando una expresión de Giorgio Agamben (2005 [2003]) queda patente que el derecho no puede agotarse ni en la norma ni en la decisión. Ello es así (lo hemos visto ya) porque la decisión descontextualizada no existe, ésta supone siempre un marco de referencia que la condiciona y en cierta medida la determina. Contra el normativismo kelseniano, por otra parte, la crítica va a ser aún más significativa, porque de fondo va a revelar un cuestionamiento profundo al modelo de racionalidad moderna. Para Kelsen, dirá Schmitt, todo mandato, toda medida que se toma, todo contrato, toda decisión, viene a ser una norma; todo orden concreto y toda comunidad se disuelven en una serie de normas vigentes. El orden, así comprendido, "consiste esencialmente en que una situación concreta se corresponda con ciertas normas generales" (Schmitt 1996 [1934], p. 12). Este corresponderse, sin embargo, "constituye un discutido problema lógico, porque cuanto más puramente normativista viene a ser el pensamiento, más conduce a una agudizada separación entre norma y realidad, deber y ser, regla y estado concreto de las cosas" (Schmitt 1996 [1934], pp. 12-13). Esta separación da lugar a importantes absurdos; por ejemplo, el normativismo consecuente debe conducir a sostener que, dado que toda autoridad emana de una norma, luego toda decisión soberana ha de tomar su fuerza jurídica precisamente de la norma. Pero, entonces, ¿qué ocurre en los periodos de ruptura constitucionales? Si las normas únicamente derivan su validez de otras normas, ¿cómo explicar la validez de aquellos órdenes constitucionales (por ejemplo, la Constitución norteamericana de 1787 o el acuerdo del Imperio austro-húngaro de 1918 y la Constitución austriaca de 1920) que emanaron violando justamente la normatividad constitucional que les antecedía? El normativismo no puede explicarlo, afirma Schmitt, pues si lo intenta, necesariamente tendrá que caer en el absurdo de afirmar que, en estos casos, la decisión contraria a la norma parece tomar su fuerza sólo de sí misma o incluso de su propia contradicción con las reglas anteriores (Schmitt 1996 [1934], p. 27).

 

Schmitt y el retorno al derecho premoderno

De todo lo expuesto surge la necesidad de avanzar hacia el modelo natural aristotélico-tomista del mundo clásico antiguo y la Edad Media. En palabras de Schmitt, "el derecho natural aristotélico-tomista era una unidad de orden viva, compuesta por grados de esencia y existencia, por supraórdenes e infraórdenes, jerarquizaciones y reparticiones" (1996 [1934], pp. 45-46). Un orden de este tipo fijaba, como hemos visto, telos y fines de modo objetivo, evitando que la racionalidad de fines y de valores [Wertrationalitat], a la que hicimos alusión al inicio de estas páginas, quedara relegada al ámbito de lo subjetivo. Como consecuencia de ello, y contrario a lo que sucede en la Modernidad, la racionalidad ética no necesitaba replegarse en la subjetividad. La racionalidad práctica (o ética) y la racionalidad técnica (o instrumental) no resultaban, entonces, ser racionalidades parciales y separadas, ontológicamente limitadas cada una a su esfera y sin legitimidad para trascender sus respectivos horizontes.

La superación del decisionismo y el normativismo moderno a través de la idea de orden y la recuperación del horizonte reflexivo clásico llevada a cabo, según hemos constatado, por Schmitt, trae consigo importantes consecuencias jurídicas. En la concepción moderna, usando una expresión de Zagrebelsky, los derechos son "la armadura jurídica de la voluntad" (1995 [1992], p. 82). La voluntad que el derecho protege es, por lo tanto, la subjetiva, lo que cada hombre y mujer quiere por sí y para sí con independencia de los contextos de relación en los que dicha voluntad se sitúa. Con esta visión proveniente del humanismo laico se asume que el mundo de por sí no tiene una estructura propia, sino que son las personas las que a través de su voluntad deben conformarla. De ahí que los derechos, al garantizar este ejercicio de voluntad, asuman una función instauradora y renovadora del orden. Todo lo contrario sucede, en cambio, en la concepción premoderna que Schmitt busca recuperar, ensayando un modelo de respuesta que asume ya de lleno la crítica a la Modernidad jurídica normativista, pero sin dejar de asumir algunas de las lecciones de la Modernidad misma (tal como lo refleja la necesidad de responder a la paradoja de la Modernidad a la que ya nos hemos referido en el apartado anterior). En ella se parte de que el mundo tiene un sentido propio; no somos nosotros quienes podemos dárselo. Frente a este orden, las personas tienen ante todo el deber de respetar y restaurar su sentido cuando éste se vea perturbado. Si en la concepción moderna los derechos se entienden como pretensiones de la voluntad para la realización de intereses individuales, en la concepción antigua, en cambio, los derechos son entendidos a partir de una concepción de molde fuertemente "objetivista" en la que los derechos en realidad emanan del deber objetivo que tiene cada persona derespetar las funciones y el lugar que cada uno tiene en relación con todos y con la dinámica orgánica de la sociedad. Si en este escenario cabe hablar de derechos, ello sólo es posible en caso de que los entendamos como elementos emanados de la obligación (si se debe algo a alguien, por ejemplo, no es porque éste tenga un "derecho" en el sentido de una pretensión de su voluntad, sino porque eso viene impuesto como deber por el orden del ser o de la justicia objetiva). A los ojos de esta concepción, la voluntad individual es un peligro latente y permanente para el orden social. Es lo que ocurre en el liberalismo, donde el individuo deviene al mismo tiempo —afirma Schmitt— terminus a quo y terminus ad quem (1934 [1922]). En consecuencia, dirá nuestro autor, el liberalismo no constituye una forma política de organización del Estado, sino una amenaza contra el Estado mismo, una forma política que, al privilegiar y proteger la promoción de los intereses y las agendas particulares (o partidistas) en detrimento del interés general, más bien niega las condiciones de la organización política. Porque el Estado es el único garante de las condiciones objetivas que permiten mantener el orden estructural, el orden previsto para limitar la inestabilidad de las voluntades, de modo que si su punto de vista no prevalece siempre por encima del punto de vista faccioso que caracteriza la actividad parlamentaria, la función objetivadora del Estado se pierde (1988 [1923]). En otras palabras, al negar la objetividad del punto de vista estatal y considerar que no hay una verdad estructural, objetiva, proveniente de un orden concreto, sino que la verdad es simplemente algo relativo que surge del "choque irrestricto de opiniones y la competencia" (Schmitt 1988 [1923], p. 35), el liberalismo sitúa lo particular subjetivo por encima de la universalidad, y con ello vacía de contenido a la política y a la vida pública, y convierte a la democracia en el reino de los sofismas (el lugar donde todas las opiniones valen y tienen algo de verdad).

El llamado, en cambio, a un orden objetivo, verdadero y justo, a una legalidad independiente de los sujetos como límite intrínseco a la voluntad individual, así como su crítica al liberalismo, constituye sin duda alguna uno de los aspectos más controversiales en la obra de Schmitt, aun cuando, como agudamente lo hace notar Caldwell (1997, p. 114), el argumento superestatista de Schmitt en favor de situar las decisiones y objetivos estratégicos del Estado por encima del debate democrático y la discusión parlamentaria cuenta con entusiastas defensores, entre quienes, desde el bando liberal, promueven el movimiento tecnócrata a favor de concentrar la toma de decisiones relevantes en una administración estatal de especialistas y científicos expertos (véanse Laski 1940, y Akin 1977).

 

Conclusiones

Este llamado al orden objetivo resulta controversial y peligroso en la obra de Carl Schmitt. Como bien sabemos, aunque Schmitt haya desarrollado estas tesis con el fin de pensar primordialmente las circunstancias de la República de Weimar a lo largo de la década de 1920, su adhesión al horror nazi en 1933 se explica en gran medida a partir de su concepción antiliberal de la democracia, consecuencia de las premisas que aquí hemos examinado. Sin embargo, no tenemos que aceptar ninguna de las dudosas (y a menudo odiosas) conclusiones políticas de Schmitt para darnos cuenta de que muchas de las ideas centrales de su teoría nos ofrecen pautas para intentar hallar respuestas valiosas a problemas aún no resueltos. Creo, en realidad, que el hecho de que la filosofía de Schmitt desemboque en tal tipo de conclusiones ha sido el principal motivo por el cual la tradición se ha negado a evaluar con imparcialidad (e interés) la parte más relevante de su crítica a la Modernidad jurídica.

Al separar de manera tajante la esfera del ser del mundo del deber ser, la Modernidad (al menos tal como la hemos caracterizado a través de la lectura que de ella hace Weber) redujo la racionalidad ética (Wertrationalitat) al ámbito de la subjetividad. Con ello pareció condenar de antemano, y para siempre, la posibilidad de crear discursos objetivos en torno a fines últimos y valores. En el ámbito de lo jurídico, según lo vimos, esto se traduce concretamente en una enorme dificultad para explicar al menos dos cosas: i) el modo en que la voluntad fáctica y el orden normativo legal parecen fundamentarse uno en el otro, y ii) dar con alguna pauta que permita explicar la validez de las normas.

Decisionismo y normativísimo constituyen, de acuerdo con el análisis crítico que exploramos en Schmitt, una mala respuesta a tales problemas, pues ambas concepciones constituyen diversas variantes de positivismo, y el positivismo nace de una equivocación al dar por sentada la dicotomía hecho/valor, ser/deber ser, de la que parte la Modernidad. El decisionismo explica la norma a través de la autoridad. Con ello incurre en un doble error: a) comete la falacia naturalista (esto es, explica lo normativo —la ley— derivándolo de lo fáctico —la decisión), y b) concibe la decisión en términos lógica y ontológicamente muy poco plausibles al describirla como un acto de voluntad desvinculado de todo contexto, orden o marco de referencia. El normativismo, en cambio, sustituye el lugar de la decisión como prima causa para hacer que ocupe ese sitio la norma misma. Si el decisionismo consideraba la autoridad como fuente de toda legitimidad y norma (reduciendo la esfera del derecho a la esfera del poder), el normativismo kelseniano entiende que es siempre la norma de donde proviene la autoridad y la legitimidad (reduciendo la esfera del poder a la esfera del derecho). Con ello, la dificultad que enfrenta es igualmente doble: i) no se percata de que el gobierno de la norma requiere que exista una situación normal, es decir, un orden concreto para hacerse valer y adquirir su sentido propio. Así, no es capaz de explicar las rupturas jurídicas, el modo en que una norma que no deriva de otra norma (o incluso que surge como su negación) puede, no obstante, ser válida y tener fuerza para obligar; y ii) no ofrece un respuesta cabal a cómo —y por qué razón— surge el deber en la práctica social de obedecer la Constitución o la norma fundamental. La explicación no puede reducirse a una amenaza de coacción (pues esto nos regresaría al decisionismo) y tampoco puede hacerse recaer en su validez (puesto que el normativismo carece de criterios metanormativos para evaluar la validez de las normas positivas últimas).

La significativa contribución de Schmitt se centra, por lo tanto, en evitar los reduccionismos: el derecho no se determina por reglas ni decisiones, sino por una estructura de orden previo. Todo derecho es derecho "situado". Poder, autoridad, derecho y normas dejan de ser entidades abstractas para pasar a ser entendidas como elementos que cumplen una función dentro de un orden y operan como medios para la realización del derecho mismo. Este orden define la sustancia jurídica que crea una situación normal de la cual emergen, como expresión, costumbres, decisiones, instituciones, reglas y actitudes, que son hechos de esta compleja realidad concreta.

Pero lo más importante de todo, como lo afirma el propio Schmitt, acaso sea que "sin el sistema de coordenadas de un orden concreto, el positivismo jurídico no consigue distinguir entre justicia e injusticia, ni entre objetividad y arbitrariedad objetiva" (Schmitt 1996 [1934], p. 44). Ello es así porque, tal como más tarde lo argumentará Leo Strauss, el más aventajado de sus discípulos, rechazar la idea de un orden concreto, o natural y prepositivo, equivale a sostener que todo "derecho está determinado exclusivamente por la historia, la tradición o los legisladores y tribunales de diferentes países" (Strauss 1953, p. 2).

Al invitarnos a salirnos de las coordenadas de reflexión modernas para situarnos en las coordenadas de reflexión antiguas, Schmitt también nos ofrece razones para advertir la necesidad de disponer de criterios metanormativos que nos permitan evaluar las normas. Porque cada vez que experimentamos la necesidad de hablar de reglas "injustas" —vuelve a recordarnos su discípulo Strauss—, estamos implicando la existencia de un parámetro para "establecer lo que es apropiado y lo que es impropio, lo que es independiente y está por encima del derecho positivo" (Strauss 1953, p. 2). En Schmitt (al igual que posteriormente lo será en Strauss), la existencia, entonces, de este parámetro situado más allá de las decisiones y normas positivas de nuestra sociedad se halla ya en el corazón mismo de los propósitos y las funciones que persigue la realidad que da lugar al Estado: el orden concreto desde el cual éste se origina. Con ello, la determinación de los fines últimos no es algo que continúe partido o separado (como ocurrirá en la lectura weberiana de la Modernidad) del hecho objetivo de la vida, la tradición social y cada rol específico. A pesar de la ambigüedad y los problemas que esto representa, creo que si algo vale la pena recuperar de Schmitt para seguir meditando sobre ello, son las razones que, según pudimos ver, lo llevan a emprender su dura crítica a la Modernidad jurídica.

 

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NOTAS

1 En ese grabado vemos a un hombre dormir acodado sobre su mesa de trabajo, mientras que en la penumbra de lo que muy posiblemente sea un estudio de trabajo o reflexión intelectual, lo rodea y sobrevuela una serie de monstruos alados, engendros peludos y repugnantes, espectros que se supone son producidos por el sueño de la razón. Tanto Javier Muguerza como José Enrique Rodríguez Ibañez han disertado en diversas ocasiones sobre las interpretaciones que admite este grabado, pero aquí mismo me interesa resaltar sobre todo una, la que apunta en la misma dirección que Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración (2002 [1944]), donde sacaron a relucir las dos caras de la Ilustración, es decir, lo que a un tiempo tuvo de potencial emancipatorio crítico, y la consecuencia de que la "racionalidad disolvente" ilustrada —como producto de ese potencial de autocrítica de la razón llevada a cabo por su propia actividad inmanente— terminara por destruir toda esperanza con respecto al poder "unificador" de los principios y verdades pregonados en el ideal racional moderno. El sueño ilustrado, por lo tanto, habría terminado por generar su propia pesadilla.

2 MacIntyre (1984) lo expone con un ejemplo claro: las reglas que gobiernan las acciones y los juicios valorativos en el mundo antiguo se asemejan a las reglas y preceptos de un juego como el ajedrez. Aquí el ajedrez constituye el orden objetivo que permite definir situacionalmente los fines y los valores, porque es una cuestión de hecho determinar si un hombre es un buen jugador, si trama buenas estrategias, si hace un movimiento correcto en una situación concreta. De este modo, dentro del vocabulario del ajedrez no tiene sentido decir: "Éste es el único y solo movimiento que conseguiría dar jaque mate; pero ¿estará bien hacerlo?"

3 Resulta polémico dar una definición unitaria de "positivismo jurídico". Como es sabido, autores clásicos como Norberto Bobbio (1961) o H.L.A. Hart (1961) sostienen una concepción disgregadora, donde se afirma que la expresión "positivismo jurídico" refiere a una amplia gama de posturas y concepciones teóricas que designan tesis, ideas y modos de representarse del fenómeno positivo del derecho que provienen de visiones no sólo distintas, sino a menudo incompatibles entre sí. Otros clásicos, como Uberto Scarpelli (1965), sí creen posible dar con una definición unitaria o común a todas las concepciones positivistas del derecho. Siguiendo a Scarpelli, afirmo que el positivismo jurídico es una de las expresiones más nítidas de la Modernidad, porque entiendo como positivista cualquier visión jurídica que concibe el derecho "como un conjunto de normas puestas (e impuestas) por seres humanos", independientemente del valor moral intrínseco que estas normas tengan, o el propósito y los fines éticos que ellas busquen realizar.

4 Norma "es el sentido de un acto con el cual se ordena o permite y, en especial, se autoriza un comportamiento. La norma, como sentido específico de un acto intencionalmente dirigido hacia el comportamiento de otro, es algo distinto del acto de voluntad cuyo sentido constituye, puesto que la norma es un deber, mientras que el acto de voluntad cuyo sentido constituye es un ser" (Kelsen 1986 [1934], p. 19) Así, decir "si se produce A debe realizarse B, establece una imputación del tipo: según la norma x si A comete un delito debe sancionarse con una pena B."

5 No hay duda de que buena parte de la bibliografía más reveladora, erudita y mejor elaborada sobre el pensamiento de Schmitt ha tendido a privilegiar su supuesta concepción decisionista por encima de la enorme relevancia que tiene la idea de "orden" (que en seguida expondré) en el desarrollo de su teoría jurídica. Es el caso, por mencionar sólo algunos ejemplos relevantes, de Ellen Kennedy cuando habla del decisionismo soberano como la fuente fundamental de la teoría del Estado en Schmitt (Kennedy 2004, pp. 39-53), y de Peter C. Caldwell al explicar el constitucionalismo en Schmitt y señalar que éste significa "la decisión de una voluntad unificada de constituirse en Estado" (Caldwell 1997, p. 105). La posición eminentemente crítica de McCormick frente al antiliberalismo de Schmitt (McCormick 1997) se apoya en idéntico modelo, y, finalmente —como adelante veremos—, es el propio Kelsen quien en su disputa sobre la defensa del constitucionalismo atribuye a Schmitt una postura decisionista cada vez que el formalista austriaco arremete contra dicha postura filosófica. Cfr. Kelsen 1957.

6 Además de los casos ya mencionados en la nota anterior, Mouffe es un claro ejemplo de lectura decisionista en la interpretación de la obra de Schmitt: "para Schmitt [...], lo político es el reino de la decisión" (Mouffe 1999 [1993], p. 154). Una lectura similar la encontramos en Joseph W. Bendersky (1983), o en el propio Heinrich Meir (1998). Todos ellos son ejemplos claros de autores que han incurrido en esta confusión.

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