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Diánoia

versão impressa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.57 no.68 Ciudad de México Mai. 2012

 

Reseñas bibliográficas

 

Isabel Cabrera y Carmen Silva (compiladoras), La religión a través de sus críticos

 

Héctor Islas Azaïs

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM/Facultad de Filosofía y Letras-UNAM, México, 2011, 269 pp.

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México hector.islas@filosoficas.unam.mx

 

La antología La religión a través de sus críticos reúne once textos que exploran un repertorio de ideas y valoraciones de pensadores considerados clásicos sobre la naturaleza, la justificación y el lugar que ocupa (o debería ocupar) la religión en la cultura occidental. Dado el éxito editorial de algunos textos del llamado nuevo ateísmo, cuyas críticas con frecuencia permanecen en lo anecdótico y la polémica furibunda —piénsese en obras como God Is not Great: How Religion Poisons Everything (2007) de Christopher Hitchens o en The End of Faith: Religion, Terror, and the Future of Reason (2004) de Sam Harris—, es bueno adentrarse en un libro que, como éste, exige una cabeza fría para repasar las opiniones y argumentos de algunos de los más grandes filósofos, psicólogos y sociólogos que son en buena medida responsables de la autocomprensión secular del mundo en que vivimos.

No es fácil evaluar de manera global un conjunto de textos escritos por autores con intereses y estilos tan distintos, pues sus virtudes y limitaciones son también diferentes y cada uno merecería un examen por separado. Por ello, me limitaré a exponer un poco algunas de mis impresiones en relación con el libro en general, aunque salten aquí y allá referencias más específicas a algunos de los escritos de la antología.

Las compiladoras, Isabel Cabrera y Carmen Silva, han ordenado las contribuciones de acuerdo con una secuencia histórica que comienza en el siglo XVI con Michel de Montaigne (estudiado por Leonel Toledo Marín) y termina con dos autores vivos, Richard Dawkins y Daniel Dennett (con quienes polemiza Juan Cordero Hernández). Ello permite observar una secuencia histórica en el contenido mismo de las críticas, cuyos blancos van desde 1) la debilidad de los argumentos a favor de la existencia de Dios y 2) la crítica a concepciones erróneas de lo que es la divinidad, hasta 3) el desenmascaramiento de los verdaderos motivos por los cuales se cree o 4) las consecuencias perniciosas que esas creencias tienen para el individuo y la sociedad. Así, puede apreciarse que los autores más antiguos tienden a concentrarse en los puntos 1) y 2), mientras que, a partir del siglo XIX, los más cercanos a nosotros se preocupan sobre todo por desarrollar los asuntos 3) y 4). Sin embargo, como se apresuran a señalar Cabrera y Silva, ello no significa que no haya autores que, incluso en nuestros días, armen sus ataques desde cualquiera de esos cuatro flancos. Tal es el caso, creo yo, de diversos pensadores anglosajones que dedican mucho tiempo a la discusión de algunos argumentos tradicionales a favor de la existencia de Dios (como, por ejemplo, el argumento del diseño, aunque puesto a competir ahora desde un enfoque naturalista con la teoría de la evolución), mientras que los pensadores continentales se inclinan mucho más al estudio de los aspectos motivacionales, morales y culturales del (ya largo) fin de la religión, siguiendo la estela de Ludwig Feuerbach (estudiado por Paulo Sergio Mendoza Gurrola en la antología), Friedrich Nietzsche (cuyas profundidades sondean María Antonia González Valero y Greta Rivara Kamaji) y Sigmund Freud (abordado por Pedro Cerruti).

No todos los autores estudiados son críticos de la religión en el sentido de que se muestren hostiles hacia ella. Tal es el caso obvio de Kant, acerca de quien Faviola Rivera Castro nos recuerda que sus críticas a la metafísica tradicional —constituida por los problemas de la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y la realidad de la libertad— no conducen al ateísmo, sino al desplazamiento de la religión del ámbito especulativo al dominio de la moral. Una vez circunscrita a los límites de la razón y de la autonomía moral, la concepción kantiana de la religión sirve de plataforma a su autor para criticar las prácticas y creencias religiosas de su tiempo. Otro tanto sucede con el caso, más ambiguo ciertamente, de Baruch Spinoza (explicado por Luis Salazar Carrión en "Spinoza como crítico de la religión"), cuya identificación de Dios con la naturaleza le ganó la acusación de ateísmo, pero que, en todo caso, sirvió de base para la crítica de todo lo que el filósofo holandés consideró superstición y fanatismo entre los creyentes de su época. Algo similar sucede con el problema, muy debatido, de si el escepticismo de David Hume conduce efectivamente a negaciones ateas (asunto tratado por Mark Platts con su habitual agudeza en "Sueños de enfermos: Hume sobre la religión").

Algo valioso de la antología es que, si bien todos los artículos son indudablemente producto de especialistas, en la mayoría de ellos hay una intención de colocar la crítica de cada pensador en el contexto de su obra más extensa. Tal es el caso, por ejemplo, del capítulo "La pasión inútil y la transformación del mundo", de Zenia Yébenes, que con mucha claridad expone algunas de las complejidades de El ser y la nada imprescindibles para comprender la crítica de Sartre a la religión, o "Max Weber: religión y desencantamiento del mundo", de Nora Rabotnikof, que coloca las opiniones del autor comentado en un panorama más amplio de su pensamiento. Otro tanto sucede con el texto de Luis Salazar o con el de Pedro Joel Reyes ("Marx, Engels y la religión"). En fin, que el libro, sin sacrificar la profundidad ni la atención al detalle, se deja leer en general como una introducción al pensamiento sobre la religión de los teóricos seleccionados.

Además de un buen ejercicio de historia de las ideas, la lectura de La religión a través de sus críticos proporciona al estudioso un horizonte de las más significativas críticas a la tradición religiosa judeocristiana, muchas de las cuales conservan una vigencia asombrosa. Faltan muy pocas; por ejemplo, se echa un tanto de menos un vistazo al famoso dilema de Eutifrón, por citar un caso. Podrían haberse agregado más nombres, quizá John Stuart Mill o Bertrand Russell, o tal vez Soren Kierkegaard, para reforzar la presencia de quienes, sin abandonar la religión, cuestionan fuertemente las formas tradicionales de entenderla. Pero no puede dudarse de la importancia de todos los autores incluidos en la antología, y cualquiera de ellos debe considerarse fundamental para discutir la vigencia de la religión en nuestra cultura.

En la introducción del libro —cuyo único defecto acaso sea lo que en otras introducciones y prólogos es una virtud que se añora: la brevedad—, las compiladoras afirman que "No parece que haya quedado, después de estos autores, algo más que criticar a las religiones"; sin embargo, "la religión sigue reinando en las sociedades". Y, en efecto, tras disiparse el humo de las descargas, vemos con asombro que el blanco sigue ahí, casi indemne. Es verdad que vivimos en sociedades, al menos en Occidente, en que nuestras relaciones personales, la participación en faenas comunes y el intercambio espontáneo de sentimientos no pasa por lo regular por el tamiz religioso, pero la renovación de los fundamentalismos, las guerras religiosas, la proliferación de formas de espiritualidad light y la vuelta de los conservadurismos auspiciados por grupos políticos que buscan incidir en la discusión de temas morales delicados y que nos afectan a todos, nos hacen ser al menos cautelosos a la hora de decretar derrotas y triunfos en el terreno ideológico. Además está el simple y llano hecho de que la religión persiste —si se quiere de forma menguante en sus formas institucionalizadas—, de que millones de personas no necesariamente desinformadas ni tampoco fanáticas otorgan sentido a su existencia desde uno u otro credo.

Los humanistas del siglo XVII y, más tarde, los pensadores de la Ilustración —sostienen Cabrera y Silva— se equivocaron al pensar que el avance del conocimiento desterraría las prácticas religiosas. Pero, ¿puede esperarse realmente que los argumentos y las teorías (o incluso las pruebas empíricas) refuten las creencias religiosas? Algunas de las mentes más brillantes de los últimos quinientos años han presentado buenas razones para suponer que creer en un dios, o al menos en el dios judeocristiano, es una posición endeble, contraria a las evidencias y lógicamente insostenible. No obstante, los creyentes no parecen sentirse aludidos. Y no me parece razonable que ello se deba únicamente, o sobre todo, a la ignorancia promovida por los poderes fácticos que "siguen pretendiendo que los críticos se mantengan en las sombras", como parecen sugerir las compiladoras. Llama la atención que, por ejemplo, el famoso dilema de Eutifrón, la defensa kantiana de la autonomía moral o las objeciones naturalistas no desvelan sino a los expertos (generalmente filósofos), mientras que los teólogos cristianos o los rabinos —muchos de ellos con un fuerte entrenamiento filosófico— que los abordan en sus escritos no se muestran muy impresionados, y con frecuencia tienen a la mano interpretaciones que hacen que las críticas filosóficas parezcan ociosas en sus respectivos contextos doctrinarios, si bien muchas veces las respuestas sólo parecen obvias a quienes comparten sus credos.

Quizá los teóricos, podríamos decir, parten de una posición sesgada y cometen una petición de principio (como sostiene Juan Cordero en su brillante polémica contra Richard Dawkins): primero descartan la religión y después buscan las razones que sustenten su posición, es decir, ponen primero las conclusiones y después las justificaciones (aunque no pocos filósofos se sentirían cómodos con tal forma de proceder: para William James, por ejemplo, las teorías filosóficas son reflexiones sobre el temperamento de sus creadores; hay a quienes su temperamento recio los lleva a buscar justificar una perspectiva científica; otros, más tiernos, se muestran conmovidos por los valores y el sentido de trascendencia). O quizá la falacia que se comete es la del hombre de paja, pues las caracterizaciones más famosas de lo que constituiría el núcleo de las prácticas religiosas casi nunca las aceptan los propios creyentes —quienes las consideran meras caricaturas de sus convicciones— y difícilmente resisten un escrutinio minucioso de los hechos. Otros nos sugerirían que las justificaciones epistémicas están de sobra, que lo que define el sentido religioso de la vida es, justamente, una forma de vida, y de ahí que toda crítica externa está condenada a la irrelevancia, a una forma de la falacia de ignoratio elenchi. Pero éstas son sólo algunas de las muchas inquietudes que el libro genera y, sin duda alguna, la lectura de La religión a través de sus críticos nos proporciona excelentes recursos para continuar con la reflexión sobre este pretendido fracaso de la Ilustración y explorar otros enfoques para desafiar a la religión o para encontrarle un nuevo acomodo en nuestras vidas.

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