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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.56 no.66 Ciudad de México may. 2011

 

Reseñas bibliográficas

 

Guillermo Hurtado, Por qué no soy falibilista y otros ensayos filosóficos

 

Mauricio Beuchot

 

Los Libros de Homero, México, 2009, 87 pp.

 

 

Instituto de Investigaciones Filológicas Universidad Nacional Autónoma de México mbeuchot50@gmail.com

 

Al leer este libro de Guillermo Hurtado, breve pero denso, se tiene la impresión de estar en el camino de lo que Leibniz llamó philosophia perennis. Era la idea de una filosofía perenne, de una tradición filosófica continuada, que usaba lo antiguo y lo moderno en lo que tuvieran de aprovechable. Así, Hurtado utiliza igualmente a Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Suárez y los más recientes filósofos analíticos. Se coloca en esa modalidad de pensamiento —el análisis filosófico—, pero su pensamiento es más amplio. Tiene cosas en las que deja lugar a la intuición, se abre a la sospecha y se permite el ensayo. No es ni pura intuición ni puro raciocinio, sino que trata de conjuntar ambas fuerzas, como han hecho los grandes pensadores. También da mucha importancia y cabida a filósofos mexicanos.

Vincula la curiosidad intelectual con la preocupación vital o existencial. Es decir, aunque son temas muy abstractos y teóricos, responden a inquietudes personales muy hondas del autor. Es algo que él mismo ha notado que se ha querido hacer en la filosofía mexicana: combinar el profesionalismo con la autenticidad. Es por lo que lucharon pensadores como José Gaos, Eduardo Nicol y Eduardo García Máynez.

En el primer capítulo: "¿Qué es un cambio?", Hurtado estudia el problema ontológico fundamental, que hizo surgir la filosofía cuando los presocráticos empezaron a tratar de explicar la permanencia en medio de la mutación. Nuestro autor examina dos teorías de Aristóteles, y sostiene que una es más básica que la otra. Señala en la Física del Estagirita las nociones de cambio (metabolé) y movimiento (kínesis), y defiende el primero como más básico que el segundo, en contra de Lombard, Taylor, Davidson, Kim y Bennett. Estoy de acuerdo con Hurtado, pues si no se da un cambio, no hay movimiento. El paso de la potencia al acto es más básico que el cambio de propiedades. La noción de metabolé es presupuesta por la de kínesis.

Después de argumentar a favor de esa tesis, Hurtado aporta un modelo ontológico–formal del cambio, entendido como conjunción de estados temporalmente ordenados. Es un intento de reconstruir analíticamente el proceso, en la línea de lo que se ha llamado ontología formal, tanto de algunos fenomenólogos como de algunos filósofos analíticos.

Pasa Hurtado, en el capítulo siguiente, a revisar la teoría de los modos de Suárez en las Disputationes metaphysicae. En ellas, el filósofo granadino edifica lo que podemos llamar una ontología modal, y, como dice Hurtado, es la teoría más penetrante que se ha dado en la historia, pero también está falta de aclaraciones, por lo que muchos no la han entendido bien.

Entre ellos me pone a mí (p. 29), por eso quisiera resolver amistosamente esa diferencia con Hurtado, aunque sé que no se va a agotar o a dirimir. En efecto, menciona la crítica que hago de Suárez en un artículo mío, publicado en Chile en 1995, donde defiendo a Santo Tomás contra Suárez; pero quiero reconocer que la argumentación de Hurtado me ha hecho ver que no están tan alejadas esas dos teorías, la tomista y la suareciana, pues tomistas posteriores a Suárez aceptaron y adoptaron la distinción modal, como Francisco de Araújo, dominico español del siglo xvii, que fue tan contrario al jesuita granadino y que, sin embargo, recogió cosas de él, como la analogía de atribución (además de la de proporcionalidad). Por otra parte, Hurtado muestra que en la tesis suareciana de la materia y la forma no se da necesariamente regreso infinito, que es lo que a mí me preocupaba en el artículo mencionado. Ese regreso infinito es lo que se da en Frege, y por eso Michael Dummett se apartó de él en ese punto.

Viene otro capítulo ontológico, sobre la persona: cómo convertirse en otra persona sin dejar de ser uno mismo. Aquí Hurtado se manifiesta otra vez suareciano y aplica su distinción modal (p. 40), que ya habíamos visto en el capítulo anterior. Se puede cambiar de modo sin dejar de ser el mismo ente, la misma entidad o individuo humano; es decir, se puede cambiar de modo de ser persona sin dejar de ser el mismo individuo humano, que, además, según Suárez se individualiza por su entidad total. De manera que el cambio de modo no afecta su entidad, la cual permanece. Una persona es un modo contingente de la existencia de un ser humano.

Lo notable es que Hurtado asegura que la distinción de Suárez corrige las discusiones que se han dado en la filosofía analítica reciente sobre la identidad personal, porque estaban mal encaminadas. Tenían como supuesto el falso dilema de que la persona y el ser humano o son dos entes separables o son completamente el mismo. La estrategia de Hurtado es una manera muy perspicaz de mostrar su tesis de filosofía de la historia; a saber, que, aun cuando hay progreso en la filosofía, éste no es lineal, y muchas veces hay que volver sobre los pasos propios y sortear los callejones sin salida. Sobre todo, es muy clarividente nuestro autor cuando dice que este problema no tiene una solución exacta.

El capítulo epistemológico da nombre al volumen, y quizá por ello Hurtado lo considera como el principal. Por qué no es falibilista. El falibilismo es toda una tradición que viene desde los griegos, pero fue Peirce el que le dio ese nombre, y llega por lo menos a Popper; sostiene que toda creencia que tenemos es falible, esto es, que puede resultar falsa. Hurtado hace ver que el sentido común distingue entre creencias que pueden ser falsas y creencias que no pueden serlo, y el falibilismo parece borrar esa distinción; por eso le toca el onus probandi, la carga de la prueba. Además, el falibilista no puede estar seguro de esa especie de metacreencia (que todas las creencias pueden ser falsas), porque también tiene que ser dudosa. Sólo puede evitar el escepticismo dejando de ser falibilista en ese caso; pero es el caso crucial, y así se derrumba su posición. Hay aquí una reductio ad absurdum: el falibilista sólo puede ser buen falibilista si es infalibilista, esto es, si se contradice, lo cual es el argumento más fuerte y más elegante dialécticamente. Sin embargo, Hurtado reconoce que ataca el falibilismo más extremo, porque hay versiones —como la de Susan Haack— que son más débiles y no se les aplicaría esta reducción tan directa.

Antiguamente se distinguían dos tipos de escepticismo. Uno es el pirrónico, el de Pirrón de Elis, y es el de la suspensión del juicio ( epojé ) y de la equivalencia de opiniones (isosthéneia) para alcanzar la paz del alma (ataraxia). Otro es el escepticismo académico, o de la Academia platónica, la de Espeusipo y Carnéades, que es la de la duda. Fue la que combatió san Agustín en su Contra academicos. El escepticismo pirrónico no es cognitivista, el académico sí: uno busca la paz, incluso sin conocimiento; el otro, salir de la duda, conocer. En este capítulo, intitulado "Dudas y sospechas", Hurtado comienza analizando las nociones de creencia, duda, sospecha y hasta celos. Señala grados de creencia y grados de duda y aborda la sospecha (que no es creencia ni duda; cohabita con una creencia). La define así: "Creo que p pero sospecho que no–p", con lo que la sospecha es una casi creencia, no una duda (p. 72). Está más cerca de la creencia que de la duda. No duda de la duda, pero sospecha de ella, y eso impide la ataraxia, trae el desasosiego. A pesar del tono analítico, aquí se ve en Hurtado, la vitalidad de un existencialista.

Ahora señalo algo muy curioso sobre la noción de "estar nepantla". Hurtado la toma de Emilio Uranga; yo la tomé del discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua de Elsa Cecilia Frost, que tan bien conocía a fray Diego Durán y los misioneros dominicos. Como lo dice en su crónica, Durán reprende a un indígena porque le parece que está realizando ritos idolátricos, y él le contesta: "Padrecito, no te preocupes, que estamos nepantla." Es decir, en medio, entre una ley y otra, la de la idolatría y la del evangelio. Cuando escuché a Frost decir esto, me pareció que rescataba algún sentido del concepto de analogía; no todo él, pero sí algo importante: que la analogía nos coloca entre dos extremos y nos mantiene en el equilibrio cognoscitivo difícil; por eso acepto lo que dice Hurtado: que la epistemología ganaría mucho estudiando la noción de "estar nepantla" (p. 76). Creo que también la hermenéutica, porque muchas veces nos encontramos así ante un texto y dos de sus interpretaciones posibles. Es lo que he querido señalar con mi idea de una hermenéutica analógica; y, qué extraño, aquí parece que Hurtado la usa en ese sentido, pues la sospecha es bastante analógica, por cuanto que una sospecha unívoca sería contradictoria y una sospecha equívoca no serviría para nada.

El capítulo final versa sobre el De utilitate credendi, de san Agustín. Allí el santo de Hipona defiende, frente a los maniqueos —que decían que no podemos creer nada que no sepamos—, la utilidad de creer aunque no tengamos conocimiento. Su argumento es que, si así fuera, tendríamos que dejar de creer en cosas que sustentan nuestra vida, lo cual acabaría con la misma existencia humana, con las sociedades. Es una refutación práctica, de las que Apel llama performativas. Esto nos hace ver que la duda de Descartes no es radical, pues no llega a la vida práctica. Hay muchas cosas que creemos y que nunca hemos verificado; por ejemplo, si nuestra madre lo es de verdad (nunca le hemos aplicado la prueba del adn) y cosas que aprendimos en la escuela tuvimos que aceptarlas por fe. Eso me recuerda a John Henry Newman y su gramática del asentimiento (The Grammar of Ascent) en la que dice que lo que aprendimos de niños tuvimos que aceptarlo por asentimiento, no por demostración; de otra manera no habríamos pasado del kindergarten. También me recuerda a Wittgenstein, quien decía en Sobre la certeza que estaba seguro de tener hígado, aunque nunca lo había visto. Lo más importante del análisis de Hurtado es que extrae de san Agustín la idea de que la epistemología no puede ser solipsista —como la cartesiana—, sino que debe atender al hombre en su relación con los demás, esto es, dentro de una sociedad, una cultura, una tradición, en las cuales hay instituciones que están encargadas de cuidar el conocimiento. San Agustín defiende a la Iglesia Católica, alegando su antigüedad, su difusión y el asentimiento que ha suscitado. Y no cae en falacia de autoridad o de multitud, pues confiar en eso es lo que hacemos en la práctica. Incluso esto vale para contextos no religiosos, laicos, pues ahora tienen ese papel los estados, las universidades y las empresas (p. 83). Sobre todo, pienso, se cumple esto en la universidad; por más que en ella se ejerza el pensamiento crítico, hay muchas cosas que se aceptan por creencia, por cierta fe, pues de otra manera nunca se llegaría a nada. (La misma noción de razón, de por qué tenemos que confiar en la razón, no se puede demostrar racionalmente, porque implicaría círculo vicioso, como lo han señalado Peirce y Popper.) De modo que el genio de san Agustín supo resaltar eso. También me parece que Hurtado ha atinado en subrayar la importancia de lo que en la hermenéutica reciente, con Gadamer, se llama pertenencia a una tradición, que es sociocultural (en ella aprendemos todo, lo cual no quiere decir que estamos encadenados a ella, pues dentro de ella hay genios revolucionarios).

Para finalizar, sólo quiero insistir en que Hurtado sabe aprovechar la tradición filosófica en sus etapas más antiguas al igual que en las más recientes. En sus discusiones están presentes los pasados y los actuales. Por eso me ha hecho pensar en la continuidad de una filosofía perenne, esto es, una tradición filosófica cuya línea es protegida por algunos que tienen confianza en la intuición y la razón humanas, tanto en una como en la otra. De esta manera, el libro de Hurtado nos muestra sus aportaciones en la línea de la filosofía analítica y en la de la filosofía mexicana. En la línea de la filosofía analítica, de todas partes, por la seriedad de sus análisis filosóficos, en los que —además— ha sabido recoger cosas muy tradicionales, como de Aristóteles y de Suárez. Se podría decir que, junto con ser un filósofo analítico de altura, Hurtado es un metafísico suareciano, lo cual no es poca cosa. Y también ha aportado a la filosofía mexicana, pues está cumpliendo el doble ideal que se han propuesto los más eminentes de sus cultores, a saber, conjuntar el profesionalismo y la autenticidad. Profesionalismo, por el uso de herramientas conceptuales muy finas —como la lógica matemática y la semántica— en el análisis filosófico; y la autenticidad, por ejercer los valores existenciales de uno mismo con toda honestidad, pues, según José Gaos, eso es lo que dejará algo en nuestros lectores y en nuestros alumnos: la confesión filosófica.

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