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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.56 no.66 Ciudad de México may. 2011

 

Reseñas bibliográficas

 

Yamandú Acosta, Pensamiento uruguayo. Estudios latinoamericanos de historia de las ideas y filosofía de la práctica

 

Carlos Pereda

 

Nordan, Montevideo, 2010, 254 pp.

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas Universidad Nacional Autónoma de México jcarlos@servidor.unam.mx

 

Tres condiciones fecundas, tres condiciones que hacen enormemente atractivos y a la vez otorgan un valor adicional a los trabajos de una historia intelectual son: que se trate de una historia interna, que estemos ante una metodología multiperspectivista y que en el correr de la discusión se introduzca alguna apertura hacia el futuro, sea epistémica, sea práctica, o mejor todavía, combinaciones de ambas, que de alguna manera motiven, si no es que guíen, el indagar de tal historia. Entre los muchos logros de este excelente libro de Yamandú Acosta, que analiza y discute casi siglo y medio de pensamiento uruguayo —de José Pedro Varela (1845–1879) a José Luis Rebellato (1946–1999)—, está el de cumplir ejemplarmente con estas tres condiciones. En lo que sigue intento respaldar mi juicio, a la vez que aclaro un poco en qué consisten dichas condiciones.

Por historia intelectual interna entiendo aquella que explícitamente procura aprender de los materiales que elucida. De esta manera, en una historia intelectual interna se quieren hacer productivos algunos de los conceptos y formas de abordar un problema que se encuentra en las ideas examinadas. (Por decirlo así, las normas de importancia interna con que opera el historiador buscan recoger al menos parte de las normas de importancia implícitas presentes en su objeto de estudio.) Por el contrario, una historia intelectual externa será aquella cuyas teorías y conceptos son por completo ajenos a lo que se analiza: el historiador reporta, informa, pero no aprende nada de la materia con que trabaja. (Se pasea por ella como un turista distraído que toma fotos, pero ya sabe todo lo que hay que saber.) Felizmente, Yamandú Acosta expone, elabora y discute una muestra decisiva de pensadores uruguayos a partir de una perspectiva de reflexión conformada en gran medida a partir de algunos conceptos y teorías que esos mismos pensadores han elaborado, o que han elaborado otros pensadores latinoamericanos.

Como un ejemplo de historia intelectual interna abundo un poco sobre cómo, desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX, algunos de los pensadores uruguayos que estudia Acosta conciben las relaciones entre América Latina y los Estados Unidos. Propongo tres fases básicas de tales encuentros y desencuentros. (Sospecho que también encontramos estas tres fases en muchos otros países de América Latina y, en general, en muchas otras partes del mundo.) Como claro indicador de una primera fase encontramos el discurso liberal de Varela, quien reforma la escuela primaria uruguaya a partir del lema "por una escuela laica, gratuita y obligatoria". Acosta abordará el discurso juvenil de Varela retomando algunos conceptos de la perspectiva de Arturo Andrés Roig y de Estela Fernández buscando, así, los "núcleos utópicos" del pensamiento vareliano, sus anticipaciones de futuro. Como Sarmiento en Argentina, Varela considera que los Estados Unidos —como señala Acosta— "tenían un carácter paradigmático [...], el americanismo republicano del futuro configuraba el relevo de la monarquía que asociada a Europa, representaba el pasado" (p. 15). Para estos filósofos e intelectuales latinoamericanos de la segunda mitad del siglo xix no hay todavía una diferencia que importe subrayar entre la América latina y la América sajona. Estados Unidos marca el rumbo a seguir de toda América. Así, Varela, con lirismo juvenil exclama: "¡La monarquía caerá ante la república; la Europa desaparecerá ante la América! Vendrá un día no muy lejano, un día solemne, [...] en el que el principio republicano, como hasta hoy la monarquía, será el que dirija a la humanidad" (p. 17). Un vago indicador de una segunda fase de las relaciones entre las dos Américas —aunque todavía en extremo ambiguo— la encontramos en un best–seller, el Ariel de Rodó. Pero me demoro en un rodeo. Quizá pocos ensayos latinoamericanos han gozado de una recepción tan inmensa; en efecto, a lo largo de América Latina, en diferentes épocas y países, del México de Alfonso Reyes a la Cuba de Fernández Retamar, el Ariel fue primero alabado y luego atacado con igual pasión. Por eso, no es desmesurado calificarlo, como hace Acosta, de "un comienzo de la filosofía latinoamericana" (p. 44). Pero no sólo se trata de un comienzo polémico. Desde la perspectiva que da la primera década del siglo xxi, en gran medida ya acallada la polémica entre arielistas y antiarielistas (o, si se prefiere, entre las orientaciones prácticas y teóricas que podemos reconstruir a partir de las figuras simbólicas de Ariel y de Calibán), no me desagrada postular con Acosta que también el Ariel puede usarse como un recomienzo del pensar si se rescata —y uso la palabra "rescate" en su sentido más literal— la función utópica del arielismo:

Frente a la política menuda de banderías y personalismos, por la que democracia y república resultaban ser palabras que en "América la nuestra" daban cobijo a formas objetivas de autocracia, el desplazamiento del poder desde la razón de la fuerza a la fuerza de la razón y la inteligencia, parece, así planteado, una más que aceptable alternativa. (p. 55)

O también, esa práctica de recomenzar puede consistir, como insiste Acosta, en que "tal vez 'el móvil alto y desinteresado en la acción' que Ariel simboliza en el mensaje de Rodó puede ser hoy recuperado en un recomienzo en el que el sujeto que se constituye lo hace superando el dualismo de lo espiritual y lo material" (p. 57). Pero esbocemos cómo suelen plantearse en esta fase las relaciones interamericanas. Al respecto es bien sintomática una conocida afirmación de Rodó: "a los americanos los admiro pero no los amo". Rodó no los "ama" porque considera que la visión del mundo norteamericana se encuentra dominada, como indica en el Ariel, por una "concepción utilitaria como idea del destino humano, y la igualdad en lo mediocre, como norma de la proporción social". Pero si el Ariel es todavía un indicador ambiguo de esta segunda fase, la llamada posición "tercerista" —"ni con los Estados Unidos ni con la Unión Soviética"— que a partir de la Segunda Guerra Mundial representó una parte importante del célebre semanario Marcha, es ya una versión clara de esta segunda fase. Acosta estudia con minucia (pp. 165–193) las vicisitudes del tercerismo (como neutralismo, como antiimperialismo, como nacionalismo...), tomando en cuenta, entre otras figuras, tanto al sociólogo Aldo Solari como, sobre todo, al filósofo Arturo Ardao (1912–2003). Tal vez el vínculo indirecto que sugiero entre el Ariel y la posición tercerista parezca forzado. Sospecho que en varios sentidos no lo es si se toma en cuenta el papel decisivo que desempeñó Ardao en Marcha. Sin embargo, probablemente para no pocos de sus defensores, esta segunda fase acaba en los primeros años de la revolución cubana. Como consecuencia, una tercera fase de las relaciones entre las Américas, notoriamente antinorteamericana, la encontramos en la posición militantemente antiimperialista representada en este libro tanto por Lucía Sala (1925–2006) como por la ética de la liberación de José Luis Rebellato (1946–1999). Así, en las antípodas de José Pedro Varela, los Estados Unidos ya no representan ninguna fuente de orientación para estos pensadores. En este momento, sin embargo, en relación con la historia intelectual que Acosta nos presenta, me interesa volver a subrayar su cuidado y razonado internismo: cómo Acosta de caso en caso intenta aprender de cada uno de los autores que estudia (y, en general, de la historia intelectual de América Latina).

Pero me demoro ya en la segunda condición fecunda de una historia intelectual, la metodología multiperspectivista: cierta capacidad de atender a un pensador (o a un escritor...) desde varias perspectivas. En el caso de la filosofía se trata de considerar a un pensador, por ejemplo, tanto como representante de una época social —un protagonista intelectual de una época y de una sociedad— como intentando reconstruir la validez de su pensamiento para los lectores no sólo de esa época, sino también de hoy, e incluso apostando por su validez en el futuro. (Al respecto, Acosta no deja de recordarnos la distinción de Mario Sambarino entre vigencia y validez de un pensador o de un escritor.) Un ejemplo magnífico del multiperspectivismo de Acosta lo exhiben sus diversos y muy sugestivos abordajes de Carlos Vaz Ferreira (1872–1958). A diferencia de Rodó, fuera del Uruguay y fuera de unos pocos, poquísimos lectores, Vaz Ferreira es un desconocido y, sin embargo, es un pensador riguroso, profundo y actual (sospecho que mucho más riguroso, profundo y actual que el discutido Rodó). Ante todo, Acosta sitúa a Vaz Ferreira en el contexto social de su época en el capítulo "Hegemonía batllista y ética intelectual. La formulación del nuevo paradigma ideológico: Carlos Vaz Ferreira, Domingo Arena, Emilio Frugoni" (pp. 59–90). Sin embargo, ya desde este momento Acosta indica que si se atiende

la ética intelectual de Frugoni desde su posición de fé socialista y la de Arena y Vaz Ferreira desde su adscripción liberal, ni se puede captar lo matizado de su respectivo pensamiento, ni menos aún percibirse la posibilidad de su articulación en un paradigma ideológico que pueda ser señalado razonablemente como eje normativo de la construcción de una eticidad posibilitadora de la hegemonía batllista. (p. 90)

Precisamente, para "captar lo matizado del pensamiento" de quien es sin duda el filósofo más importante del siglo XX uruguayo —tal vez uno de los más interesantes hoy todavía de América Latina—, Acosta le dedica tres largos capítulos: "El filosofar latinoamericano de Carlos Vaz Ferreira y su visión de la historia", "La radicalidad del pensar en Carlos Vaz Ferreira" y "El pensar radical de Carlos Vaz Ferreira y el discernimiento de los problemas sociales" (pp. 91142). Acosta comienza por acentuar la importancia que le dio Vaz Ferreira a la práctica misma de pensar por encima de cualquiera de sus resultados —por encima, pues, de cualquier pensamiento—, una práctica que directamente se vincula con otras actividades mentales, pues

este modo de pensar se articula de un modo, ni exterior ni artificial, con un modo de sentir y con un modo de actuar. Un filosofar así entendido, un filosofar omnicomprensivo de la existencia de quien lo ejerce, en el que la razón se hace razonable porque se contiene dentro de sus límites al ser acotada por el sentimiento y la acción, hace de quien filosofa, dicho sin pretensiones, un filósofo. (p. 92)

Muy adecuadamente, Acosta elige como ejemplo la conocida distinción —cuyo empleo más provechoso, creo, es entenderla como una distinción polémica, más que como una tipología de modos de pensar— que Vaz Ferreira introduce en la Lógica viva entre pensar por ideas a tener en cuenta y pensar por sistemas. Tal vez en el concepto de pensar por ideas a tener en cuenta haya un eco de lo que Vaz Ferreira admiró (y aprendió) del pragmatismo, en particular, del modo de pensar de William James. De esta manera, respecto de las ideas (como de las personas) no importa su genealogía, su pedigree, sino qué nos permiten comprender, cuánta verdad y valor podemos recoger a partir de ellas, aunque provengan de las teorías y orientaciones más dispares. Indica Acosta: "Como no hay un sistema que salvar, la realidad no tiene por qué ser sacrificada en aras de tal salvación. Las ideas percibidas como inadecuadas se sustituyen por las que presentan mayor idoneidad para el conocimiento" (p. 95). Por el contrario, quien piensa por sistemas, por ejemplo, quien piensa o pseudopiensa a partir de cualquier palabra–ismo (positivismo, empirismo, kantismo, marxismo, deconstruccionismo. .., o lo que sea) suele preocuparse más por ser fiel a ciertos rieles de pensamiento —obsesionado por no apartarse de ellos— que a los problemas mismos que intenta resolver. En América Latina, para peor, este pensar por sistemas se confunde con cierto fervor sucursalero que hace estragos. Por eso, para Vaz Ferreira, se trata en sentido estricto de un modo de no pensar o, tal vez, de cuasipensar: de dejarse llevar por ciertas orientaciones y pensamientos —y, a veces, incluso, por la mera repetición de algunas palabras— para concluir lo que de todos modos ya estaba previsto en el sistema que había que concluir o, más simplemente, lo que ordena concluir la Casa Central del Pensamiento de la cual se ha instalado una sucursal. De esta manera, no hay posibilidad ni de comienzo ni de recomienzo en el pensar: no hay posibilidad de lo nuevo. El punto de llegada ya está presupuesto en el punto de partida. Además, como apunta Acosta, la consecuencia social de este modo de cuasipensar es conocida: al adherirse a un sistema, la persona, como señala Acosta, "se considera representante del mismo en el debate" (p. 94). Así, ya no hay más discusiones reales, discusiones para aprender, discusiones en las que se sabe mirar y escuchar, sino intercambios entre representantes de franquicias de pensamientos bien empaquetados y bien etiquetados. (Pero los buenos pensamientos nunca vienen empaquetados ni etiquetados.)

Precisamente este vicio de abrir franquicias de pensamiento y no tanto pensar es común en las tradiciones marginales y, como recuerda Acosta, Vaz Ferreira supo detectarlo muy bien entre nosotros en su trabajo "Sobre interferencias de ideales, en general, y caso especial, la imitación en Sudamérica". (En relación con este interés de Vaz Ferreira por detectar y corregir algunos de nuestros vicios teóricos más arraigados como el fervor sucursalero, Acosta alude al "filosofar de Vaz Ferreira como filosofar latinoamericano". No sé si lo entiendo bien, pero por supuesto Vaz Ferreira pensó y escribió una filosofía sin color local, rehuyendo también ese otro vicio tan nuestro, el entusiasmo nacionalista. Vaz Ferreira fue un latinoamericano o, más precisamente, un uruguayo hondamente comprometido con sus circunstancias, en el mismo sentido en que, en situaciones extremadamente diferentes, lo fueron Hume o Kant. Pero lo que pueda haber de válido en las filosofías de estos maestros trasciende sus lugares tanto de nacimiento como de domicilio.)

Pero vayamos ya a la tercera condición que se postuló como muy fecunda para una historia intelectual: su capacidad de introducir alguna apertura para el futuro. Una preocupación de Acosta que recorre todo el libro es la utopía. Sin embargo, retomando ideas de Roig y de Estela Fernández, muy razonablemente Acosta no deja de distinguir entre la utopía como género y la utopía como función, como núcleo utópico. Sin embargo, a menudo la distinción se vuelve resbaladiza. Por eso, pensando por sistemas y no por ideas a tener en cuenta, a veces se comienza por defender una función utópica —nada más y nada menos que otro mundo es posible— y tarde o temprano se le acaba dando un contenido fijo, preciso y general a ese mundo que, así, deja de ser otro. (Por eso, en Los aprendizajes del exilio, yo prefiero —¿más modestamente?— hacer referencia más que a utopías o núcleos utópicos, a situaciones del tipo "estar en el umbral": a prácticas de recomenzar, a culturas nómadas.)

Lo que más importa: vale la pena leer este informado y riguroso libro de Yamandú Acosta, entre varias razones, para recordar que, aun en las situaciones más desesperantes, una tradición tan lejana de las Casas Centrales del Pensamiento —o, al menos, de lo que se presume como tales— supo no desesperar: supo —para decirlo con Vaz Ferreira— permanecer fiel al signo moral de la inquietud humana.

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