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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.54 no.63 Ciudad de México nov. 2009

 

Reseñas bibliográficas

 

Carolina Celorio (comp.), Catálogo histórico de publicaciones del Instituto de Investigaciones Filosóficas 1940–2007*

 

Antonio Zirión Quijano

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas–UNAM, México, 2008, 321 páginas.

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México.azirionq@yahoo.com.mx

 

Hojear un catálogo de publicaciones como el que estamos ahora presentando es una experiencia similar a la de hojear un álbum de fotografías del pasado (todas las fotografías son fotografías del pasado) o un manojo de viejas cartas. Aunque se trate de las fotografías de la propia familia, o de cartas escritas por uno mismo, una impresión muy fuerte de extrañeza se entrevera incisivamente con los claros recuerdos y los reconocimientos netos. ¿Qué estábamos haciendo ahí? ¿Quién es ésa que está junto a ti en esa foto? ¿Cómo pude escribir eso? ¿De qué tenía tanto miedo o por qué tenía tanto rencor o tanto entusiasmo? Etcétera. La vida misma va tejiendo a cada momento, con hilos de olvido, de desinterés o de indiferencia, un panorama futuro lleno de incógnitas y de sorpresas. Somos, en buena parte, unos extraños para nosotros mismos. Y cuando no se trata de una vida individual, sino de una vida o una empresa colectiva que, además, se extiende a lo largo de más años que los que ha durado nuestra propia vida, esa sensación de que nuestro pasado está lleno de pasajes que encierran incógnitas y sorpresas, de que no podemos abarcarnos, de que casi no podemos comprendernos, crece prácticamente al infinito. Naturalmente, para eso está la historia (o, para ser terminológicamente precisos, la historiografía) y para eso se ha hecho un catálogo como éste (entre otras razones, claro): para aminorar la extrañeza, para acercarnos a nuestro propio pasado, para poder repasar despacio unos sucesos que sin duda significaron mucho, o debieron de haber significado mucho, y finalmente, y a través de todo ello, para comprender mejor nuestro presente. Pero aun así, no tenemos un solo rasero, una sola vara, un solo criterio para dirimir entre lo significativo y lo insignificante, entre lo despreciable (que todos esperamos que sea muy poco) y lo eminente (en lo que esperamos haber tenido parte, desde luego), o más simplemente, entre lo memorable y lo digno de ser olvidado. Así me encuentro ante este Catálogo, desconcertado porque con él se me ha puesto enfrente muy vívidamente la historia entera de este Instituto a través del mirador que sus publicaciones representan, y desde mi único y personalísimo punto de vista no sé qué hacer con tantas cosas extrañas, con tantas inquietudes y esfuerzos ignorados, con tanto pasado en blanco.. ., reunido y combinado de las maneras más curiosas con los paisajes que reconozco y en que se han plasmado mis propias inquietudes y mis propios esfuerzos.

Pero vamos a dejar las reflexiones melodramáticas. La verdad es que la publicación de este Catálogo nos abre un panorama múltiple: por un lado, y del modo más inmediato, nos permite recorrer la serie misma de las publicaciones que el Instituto ha hecho, las distintas colecciones (algunas tan exitosas y prolongadas, otras tan exiguas y curiosamente truncadas), los títulos que presentan afinidades claras y los que parecen islotes extraviados en un océano que no es el suyo; y a través de este recorrido, puede verse también la historia misma del Instituto, de sus académicos, de los intereses filosóficos que los movieron, de las tendencias que representaban o representan. Sobre todo esto puede escribirse mucho, y lo que tendríamos como resultado sería una parte medular y sin duda central de la historia de la filosofía en nuestro país. La historia de la filosofía mexicana que el recorrido por las publicaciones del Instituto sugiere no se ha hecho más que fragmentariamente y es una asignatura pendiente. Pero aquí me interesa otro de los lados del panorama que se nos abre con la publicación de este Catálogo: me refiero a la ocasión que nos da de echar una ojeada, no ya a los libros y a las revistas mismas del Instituto y a la historia filosófica que se puede leer en ellos, sino al quehacer editorial que le ha permitido al Instituto tener esos libros y esas revistas. La existencia de un departamento de publicaciones funcional y apto es, como la existencia del mundo para muchas filosofías, algo que se da simplemente por supuesto, parte del escenario y del mecanismo del mismo mundo, y como investigadores no nos interesan mucho las vicisitudes y los afanes laborales, y técnicos, y estéticos, y de cualquier otra índole, del manojo de personas que le dan vida a ese departamento y, por consiguiente, a cada uno de los textos que el Instituto publica y que por sólo eso le dan voz (voz permanente, digamos, voz escrita) a lo que podría llamarse pomposamente el pensamiento del Instituto.

Así que, con el pretexto de llevar su atención a esa trama editorial de la vida del Instituto, trama un poco escondida, un poco invisible, quiero platicarles algunos fragmentos de mi personal vinculación con la historia de las publicaciones del Instituto. De mi vinculación, porque es la que mejor conozco, desde luego, pero también porque creo que contiene algunas claves históricas que pueden ayudarles a ver desde un poco más cerca lo que ha sido y lo que es hoy la función editorial del Instituto. De hecho, yo ingresé al Instituto por el Departamento de Publicaciones, y desde luego no como investigador o como becario, sino como técnico corrector de publicaciones.

Era abril de 1984. Yo daba algunas clases en la Facultad y necesitaba algún trabajo para mejorar mis ingresos. Asistía por ese entonces al Seminario de Eduardo Nicol, también en la Facultad, y un día, antes de que Nicol saliera de su despacho y empezara la sesión propiamente dicha, una compañera del seminario, Lizbeth Sagols, le dijo en llegando a otro compañero, Enrique Hülsz, que había una vacante de corrector en el Departamento de Publicaciones del Instituto y que Laura Benítez, a la sazón secretaria académica del Instituto, estaba buscando quien la cubriera, y le dijo que por qué no se animaba él, que también necesitaba chamba, etcétera. Enrique, como podía esperarse, pero con una vehemencia que de todos modos me sorprendió, despotricó de lo lindo contra el "cuarto piso": qué iba él a meterse ahí, en esa cueva de analíticos, con ese ambiente irrespirable, con su filosofía tan roma, tan cerrada, tan ciega, y no sé qué más... Yo me hice como el que no oía y no dije nada. Pero ésa era la mía. Al día siguiente fui a ver a Laura Benítez (a quien por supuesto que conocía por sus cursos en la Facultad) a su oficina en el cuarto piso para ofrecerme para esa vacante en Publicaciones.

Pero la verdad es que, en cierta forma, yo ya estaba trabajando para el Instituto y para su Departamento de Publicaciones desde un poco antes. Durante un curso sobre empirismo británico que impartía en la Maestría la doctora Laura Mues, en 1981, se le ocurrió a ella, sólo porque yo podía leer más o menos de corrido el inglés de Locke y traducírselo a los compañeros sobre la marcha, que podía ser un buen traductor, así que me llevó un día a ver a la que era entonces jefa de Publicaciones del Instituto, Cristina Orozco. Gracias a las enfáticas recomendaciones de Laura Mues, Cristina me enseñó una serie de libros en una vitrina, y me dijo que eligiera uno de ellos para hacer una prueba de traducción. No recuerdo cuáles eran los otros títulos, aunque creo recordar que había alguno de Wittgenstein; sólo que lo que yo tradujera tenía que ser en inglés (el alemán todavía no lo dominaba como para poder traducirlo), y el libro que casaba mejor con mis intereses del momento, y uno de los que menos analitiqueros me parecieron, fue el Hume de Barry Stroud. Bien que mal (para la meticulosidad de Cristina que a mi soberbia le pareció superflua), pasé la prueba. Cuando terminé, en uno o dos años, esa traducción del Hume, mi primera traducción de un libro de filosofía entero y de la que aprendí muchísimo en muchos sentidos, me endilgaron (creo que todavía Cristina Orozco) la traducción de Teorías y cosas de Quine. Yo había estudiado muy intensamente su Métodos de la lógica, un libro admirable, así que el nuevo libro tenía sus atractivos. Y aunque el filósofo Quine me decepcionó mucho, su escritura en esa colección de ensayos misceláneos me resultó muy entretenida y fue muy agradable traducirla.

Cuando entré como corrector a Publicaciones, en 1984, ya era jefa de Publicaciones Luisa Valdivia, hermana de Lourdes Valdivia. Luisa tenía un equipo de técnicos muy exiguo pero de mucha calidad: Elizabeth Corral, Gerardo López, y un técnico free lance cuyo nombre he olvidado. Con el tiempo, Gerardo y el free lance salieron del departamento, y entraron Dana Galina y Héctor Carreto, y por un tiempo Claudia Martínez. En 1984 estaban en producción muchos números de los Cuadernos de Crítica. Pueden ver en el Catálogo la cantidad de números de esta serie que se publicaron entre 1984 y 1986. La calidad de las traducciones era muy irregular, y en promedio muy mala. Tanto, que entre los técnicos del departamento desarrollamos el juego de encontrar la mejor perla de traducción que pudiéramos hallar. Hubo muchas, y sería divertidísimo haberlas recopilado y leérselas ahora a ustedes. Pero la que se llevó la palma, por unanimidad y sin duda ninguna, fue la traducción de la frase inglesa There is no room for such an idea como "No hay cuarto para esa idea". Probablemente fue la conciencia que el equipo de técnicos transmitió a las autoridades de lo emproblemada que estaba la traducción de esos Cuadernos (y en general también de los libros) lo que hizo que esa colección prácticamente se suspendiera desde 1986 (sólo hubo otros dos títulos publicados en 1989).

Tuve la fortuna de vivir en el Departamento de Publicaciones uno de los momentos más emocionantes en la historia editorial del Instituto y muy probablemente en la historia editorial de cualquier otra editorial en cualquier otra parte del mundo: la introducción de la computación, es decir, de la tipografía computarizada. Hubo unas primeras clases de computación muy básicas, cuyo objetivo he olvidado, a fines de 1985 o principios de 1986, que impartían la misma Laura Benítez y José Antonio Robles, y que aunque estaban dirigidas a todos los técnicos del departamento, yo procuraba saltarme. En ese tiempo no me gustaba la computación en absoluto. Tuve que ver en acción el programa dBase 3 y darme cuenta de que se podía utilizar algo semejante para desarrollar el proyecto del Diccionario Husserl que tenía ya entre manos, para que me atrajera en serio una computadora. Hubo otra cosa que me llevó a aprender computación un poco a fuerzas. Resulta que el equipo de técnicos (ya estaba entre ellos Manola Rius, por cierto) estaba sumido en un marasmo provocado por la necesidad de hacer cosas con Word sin conocer Word y con un programa de tipografía que se llamaba Ventura sin que nadie nos hubiera enseñado a usar Ventura. Perdíamos miserablemente el tiempo en eso mientras las pruebas de los libros y los artículos de las revistas dormían en los escritorios. Un buen día decidimos ser razonables y no tratar de aprender todos al mismo tiempo, y yo fui elegido para ponerme a aprender a fondo esos programas y tipografía computarizada en general, para luego poder enseñarle a los demás. Un manual de Word muy sencillo y práctico para uso del departamento fue mi primer trabajo en ese terreno. Por ese tiempo llegó, creo que de Stanford, Adolfo García de la Sienra, y él traía consigo el evangelio en el terreno de la tipografía computarizada: nada menos que el programa de Donald E. Knuth. Adolfo convenció a León Olivé, ya director del Instituto, de que teníamos que usar en el departamento, y él mismo nos enseñó a usarlo, de una manera más o menos primitiva pero ya útil. Los que no conocen y no lo han usado no sabrán nunca de lo que se han perdido, y no disfrutarán nunca del inmenso placer que hay en convertir instrucciones escritas en un lenguaje tremendamente complicado, pero increíblemente preciso, en una página de texto bellamente formada, o en lograr crear una instrucción, un comando personalizado (eso que se llama un "macro") para hacer que el programa se comporte del modo justo para obtener justo el resultado imaginado o soñado. Pero aunque Adolfo fue el introductor, su conocimiento de no era E suficiente para las necesidades del departamento. Nuestra primera experiencia al intentar imprimir un archivo resultante del procesamiento con fue un chasco fenomenal. Para empezar, no teníamos en el Instituto impresora láser, y tuvimos que buscar una en el Instituto de Física. Pero, además, nuestro archivo, según aprendimos ahí mismo, estaba lleno de "basura cibernética" o "lenguaje de máquina" porque, sencillamente, habíamos usado Word para editar el texto, y nunca le quitamos al archivo todo lo que Word inserta en sus documentos sin que el usuario se percate. Lo bueno fue que en esa ocasión conocimos a un Técnico Académico del Instituto de Física, llamado Miguel Navarro Saad. Todos (o casi todos) los que publicaron algún libro o algún artículo en el Instituto entre 1987 y este mismo día tienen una deuda de gratitud con Miguel Navarro Saad. Él nos enseñó en Publicaciones, y además nos enseñó a usarlo como E se debía, en combinación con un fuerte editor de textos, no en asociación con Word, como habíamos aprendido con Adolfo; y así Miguel nos enseñó a usar también esa otra maravilla de programa que se llama Epsilon. Y esa combinación de Epsilon y ha sido una herramienta decisiva en el Departamento E de Publicaciones. Hoy se usan, además de , otros programas de tipografía. Pero no porque no se dé abasto; es que es más difícil de aprender que otros programas que, juzgados con rigor, hacen un trabajo muy inferior al de . Ojalá hubiéramos contado con Epsilon y para hacer la Perutilis Lógica, de Alberto de Sajonia, o el Aristóteles de Düring, unos de los libros más gordos en la historia del Instituto, publicados en la era precomputacional y pre.

Durante esa época de aprendizaje fueron jefes del Departamento, primero Dulce María Granja, y luego Jorge Brash. Se acercaba la mudanza del Instituto desde el cuarto piso (cuarto y tercero, en realidad) al nuevo edificio en la Ciudad de la Investigación en Humanidades. En 1988 acepté el ofrecimiento que León me había hecho algún tiempo antes de asumir la jefatura del Departamento. Estuve en el puesto entre 1988 y principios de 1991. El equipo humano también se había renovado. Habían llegado Francisco Hernández (que fue un pilar de la tecnificación del Departamento durante muchos años), Beatriz Stellino, Gabriela Castillo; luego Ena Lastra; un rato estuvo Gustavo Ortiz; y teníamos algunos estudiantes en servicio social, entre ellos Carolina Celorio. Seguro olvido algunos nombres. Ya en el nuevo edificio adquirimos uno de los primeros scanners que tuvo la UNAM, para hacer con él capturas y reconocimiento óptico de textos, y en fin, las circunstancias, la gente que conocimos, los maestros que tuvimos, el apoyo de la dirección, etc., permitieron que el Departamento de Publicaciones del Instituto llegara a estar a la vanguardia (junto con el Instituto de Física, o el Instituto de Matemáticas Aplicadas, por ejemplo) respecto del resto de la UNAM en cuanto se refiere a trabajo editorial y composición tipográfica. Sólo que en esos institutos hacían composición tipográfica de libros de fórmulas matemáticas, en cambio nosotros hacíamos verdaderos libros compuestos de verdaderas palabras... El Instituto, en ese tiempo posterior a 1986 en que se decidió la descentralización editorial de la UNAM, tenía que cobrar una personalidad propia, con contratos propios, reglas propias, diseños autónomos de sus libros, etc. Y aunque algunos factores se descuidaban, en general pienso que estuvimos muy bien armados para enfrentar esa realidad, que muy principalmente consistió en que el Departamento de Publicaciones se convirtió, de un mero departamento de corrección de estilo y lectura de pruebas, en una editorial en toda forma, que elaboraba su tipografía propia, con técnicas y formatos y protocolos de edición propios, sólo sin la capacidad de imprimir y encuadernar los libros.

Una cosa lleva a la otra. El Departamento funcionaba bien y Fernando Salmerón vio la oportunidad de que la colección de Obras completas de José Gaos, que él coordinaba, fuera hecha en él. Supongo que León Olivé no pudo decirle que no. El caso es que el Instituto se involucró en la publicación de las Obras de Gaos y a nosotros nos cayó esa nueva chambita. Trabajar cerca de Salmerón fue muy fructífero en muchos sentidos, y personalmente dio luego lugar a una de las vertientes del trabajo que todavía efectúo. Pero ésa es otra historia.

Yo dejé el Departamento en enero de 1991, y ése fue el momento en que tomé una de las decisiones más atinadas por el bien del Departamento que pude tomar en toda mi relación con él, que fue la de recomendar a León Olivé que nombrara como jefa de Publicaciones a Carolina Celorio. Hubo, ciertamente, alguna oposición interna, y hay que reconocer que Carolina no era (en ese momento) la mejor dotada en lo que se refiere a la técnica tipográfica. Pero yo me dejé llevar por el sexto sentido: no el mío, sino por el que vi en ella y que, afortunadamente, creo que en efecto tenía y cultivó durante el tiempo en que estuvo en el Departamento, pues no sólo mantuvo el nivel técnico de las publicaciones, sino que poco a poco empezó a cuidar todos los demás aspectos del negocio: la organización del trabajo, los aspectos estéticos de las colecciones y sus formatos, la distribución de los mismos, y hasta esos detalles tan agradables como la uniformidad en el tamaño de los libros de una misma colección, etc. Y eso a lo largo de un buen número de años.

Nunca he dejado de estar más o menos cerca de Publicaciones, y siempre me ha alegrado constatar que ha seguido siendo hasta la fecha un departamento editorial de primera categoría, con unos estándares de rigor y calidad muy altos. Y con todo, para terminar quiero señalar algunos peligros y hacer una petición. Creo que no se ha repetido en el Instituto un caso como el de "No hay cuarto para esa idea"; pero el peligro de que la calidad de las traducciones baje siempre está presente y siempre hay que mantener la vigilancia. La renovación del Comité de Traducción que alguna vez existió es algo urgente. Otro gran riesgo es, desde hace algunos años, que la calidad de las publicaciones baje debido a la tendencia, acentuadísima en Filosofía como en todas las disciplinas humanas, a publicar volúmenes colectivos, compilaciones de seminarios o reuniones o simposios o similares, sin ninguna discriminación o con una discriminación excesivamente somera.

Cada libro es un mundo. Más pequeño que el llamado mundo exterior, pero de todos modos un mundo lleno de complejidades e innumerables detalles. Para conocer esos mundos que son los libros no basta con leerlos. Hay que hacerlos. Tal vez no convertirse en lo que algunos de nosotros nos hemos especializado, que es lo que podría llamarse "editar ajeno" o incluso "tipografiar ajeno". Pero meterse alguna vez a fondo en la elaboración de un libro es muy conveniente para darse cuenta de la especial atención y el especial sentido de responsabilidad que hacen falta para dar forma a uno de esos mundos de palabras sin convertirlo en un caos de erratas y de atropellos al buen sentido y las buenas maneras. Por todo ello, por todo lo que está implicado en la hechura de un libro, quiero pedir atentamente al Comité Editorial del Instituto que imponga la regla de que en la información preliminar que va por delante en los libros del Instituto no aparezca sólo el nombre del director junto con el nombre del secretario académico, sino también el nombre del jefe o la jefa de Publicaciones del Instituto.1 El nombre del técnico que estuvo al cuidado de la edición ya aparece normalmente en el colofón, como en el caso de este libro, donde aparece el de Laura Manríquez que aquí nos acompaña y que, junto con la compiladora y junto con Manola Rius, la jefa de Publicaciones, dieron origen a este catálogo de libros, que es él mismo un libro que es un mundo muy bien armado y muy hermoso, que, con unas cuantas imágenes y unos cuantos datos, da cuenta y constancia, aunque de un modo irremediablemente superficial, de la existencia de esos otros pequeños mundos en que tanto hemos puesto de nuestra propia existencia...

 

NOTAS

* Texto leído en la presentación del Catálogo histórico de publicaciones del Instituto de Investigaciones Filosóficas 1940–2007, el 4 de noviembre de 2008, en el mismo Instituto.

1 Al momento de hacer esta propuesta no me había percatado de que los libros del Instituto ya no llevan en sus páginas preliminares los nombres del director y del secretario académico. Agradezco la aclaración a Gustavo Ortiz. De todos modos, me parecería justo que en algún lugar se incluyera el nombre del jefe de Publicaciones. Tampoco sabía en noviembre pasado que la querida doctora Laura Mues de Schrenk, a quien le debo más de lo que el texto ya consigna, había fallecido meses antes en la ciudad de Washington, donde vivía.

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