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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.54 no.62 Ciudad de México may. 2009

 

Reseñas bibliográficas

 

Marcelo Boeri, Apariencia y realidad en el pensamiento griego. Investigaciones sobre aspectos epistemológicos, éticos y de teoría de la acción en algunas teorías de la Antigüedad

 

Andrea Lozano Vásquez

 

Colihue, Buenos Aires, 2007, 376 pp.

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas. Posgrado en filosofía. Universidad Nacional Autónoma de México. anlozan@yahoo.com

 

Tomando como Leitmotiv el título de un libro de Francis Bradley, Appearence and Reality, Marcelo Boeri se ocupa de mostrar cómo, en torno a dicha oposición, algunos filósofos antiguos estructuran sus reflexiones sobre el conocimiento y la acción.

Desde el inicio del libro Boeri advierte que uno de los principales obstáculos para investigar la distinción entre apariencia y realidad en el pensamiento antiguo es el hecho de que no existen términos griegos completamente equivalentes a "apariencia" y "realidad", lo que dificulta la labor exegética. No obstante, parte del atractivo del libro pasa por mostrar que hay contextos bien definidos en los textos clásicos en los que es posible afirmar que ambos conceptos están oponiéndose: Phantasia se usa en ocasiones para denotar lo que en castellano denominaríamos "apariencia". Sólo en ocasiones porque, como aclara Boeri, la palabra griega posee también valores cognitivos y fisiológicos que obligan a traducirla en contextos precisos como "presentación" o "impresión", sin ningún viso de falsedad. El caso de "realidad" es más problemático porque ni siquiera existe un vocablo griego que se le asocie, más bien se traducen por "realidad" ciertas expresiones verbales o fórmulas hechas para referirse a lo que "verdaderamente existe", a "lo que es". Aun así, las parejas "apariencia–realidad" y "bien aparente–bien real" preocupan a los tres sistemas filosóficos de los que Boeri se ocupa aquí. Para Platón —incluido su maestro Sócrates como origen de su posición—, Aristóteles y los estoicos —tomados como escuela, sin mayores distinciones—, estas dicotomías constituyen el núcleo central de su reflexión filosófica. La manera en que las abordan y plantean sus problemas y sus soluciones es la materia del resto del texto.

El primer capítulo se ocupa de la posición de Sócrates mostrando cómo en ella se identifica el conocimiento con una disposición de carácter que permite al individuo juzgar correctamente lo que es bueno a largo plazo. El capítulo 2 se ocupa de la defensa de la vida justa que hace Sócrates en República y de cómo las diferencias entre lo que se considera bien explica la "aparente" inconsistencia de las tesis socráticas sobre la conveniencia de la justicia a pesar de sus indeseables consecuencias. Los capítulos 3 y 4 son el núcleo del análisis de la posición más explícitamente platónica y se concentran en las tesis sobre la naturaleza del conocimiento del Teeteto. Allí Boeri defiende una novedosa lectura "disposicional" del conocimiento, rechazando la "proposicional" y mostrando cómo la primera rescata los aciertos que Platón encuentra en la posición protagórica. Los capítulos 5 a 7 se ocupan de la posición aristotélica, analizando detalladamente algunas de sus tesis epistemológicas, morales y psicológicas más relevantes. En general, en estos capítulos Boeri intenta enfatizar la herencia socrática de Aristóteles. Esto abre paso al análisis del estoicismo que ocupa los capítulos finales —8 y 9— y se presenta como una suerte de socratismo "tamizado" por las objeciones aristotélicas.

La ordenación de los capítulos es histórica y no se plantea explícitamente una conexión entre ellos además de la distinción que engloba la investigación. No obstante, el mismo Boeri sugiere, aunque sin defensa alguna (p. 146), la idea de que la discusión sobre los criterios para distinguir entre apariencia y realidad y, en consecuencia, distinguir entre bien aparente y bien real, es una discusión de escuela, una problemática comprensible sólo en el seno de una posición intelectualista compartida por todos estos filósofos sobre el estatus de las valoraciones morales. Así visto, el texto adquiere una unidad que está sólo toscamente sugerida: la posición presentada es la socrática y sus posteriores desarrollos sólo pretenden aclararla o mejorarla.

Pero esta vinculación entre las tesis epistemológicas y morales, tan propia de la filosofía antigua y concretamente del socratismo —en cuanto escuela—, no es para nada evidente en las reflexiones contemporáneas con las que Boeri sugiere que debe conectarse esta discusión. Si bien, como él señala en varios pasajes, hay una conexión entre el estado mental del sujeto —sus creencias, deseos, expectativas— y sus acciones, conexión compartida por los sistemas antiguos estudiados aquí y por algunos contemporáneos como los defendidos por Anscombe y Davidson, la vinculación indisociable entre las dicotomías "apariencia–realidad" y "bien real–bien aparente" no es tan obvia. De hecho, las posturas que actualmente rescatan la idea de que los problemas específicamente epistemológicos pueden y, quizá, deben ser tratados tomando en cuenta el carácter del sujeto; v.gr., la epistemología de la virtud —cfr. Code 1984, Sosa 1985, 1993, 2003, y más recientemente Zagzebski 1997, 1998; Greco 1993, 1994, 2002— también son criticadas justamente por no ofrecer argumentos que legitimen el cambio de perspectiva —cfr. Plantinga 1993 y Percival 2003, entre otros—.

Por ello, una cuestión central para la comprensión de la temática del texto será dar cuenta de por qué existe una estrecha conexión entre las mencionadas parejas. En pocas palabras, esto es así porque, para estos tres sistemas, conocer es una disposición de carácter, y esa disposición es identificable con la bondad. De allí se deriva el intelectualismo socrático que, de acuerdo con el análisis de Boeri (p. 44), puede resumirse en tres compromisos fundamentales:

(1)  la virtud es conocimiento y éste es necesario y suficiente para actuar correctamente;

(2)   el vicio es ignorancia, por lo que parece claro que nadie actúa mal voluntariamente;

y, finalmente,

(3)   todo el mundo desea o quiere lo que es bueno.

Ciertamente, de la idea del conocimiento en cuanto disposición de carácter que se identifica con la bondad, dependen, a manera de explicaciones, codas o corolarios, las tesis defendidas en todos los capítulos. Por ejemplo, en el capítulo 1, Boeri demuestra que las posiciones contraintuitivas de Sócrates —cometer injusticia es un mal mayor que padecerla, el tirano no tiene gran poder ni hace lo que quiere, ser castigado justamente es bueno para el agente— son comprensibles si se tiene en cuenta que lo que se juzga en el juicio moral es el carácter del individuo, no sus acciones.

El tema del capítulo 2 es la diversidad en las concepciones de bien y cómo éstas deben reinterpretarse a la luz de la identificación transitiva entre virtud, conocimiento y cierta disposición anímica. Visto bajo el esquema de discusión de escuela que he señalado, este capítulo intenta resolver cierta circularidad que Platón vislumbra en el interior del compromiso intelectualista (1): esta posición es incapaz de aclarar en qué consiste el conocimiento que es constitutivo de la virtud, ya que simplemente afirma que la virtud, identificada con el bien, es conocimiento del bien. La estrategia platónica para escapar de la circularidad es postular el bien como aquello en virtud de lo cual el sujeto hace lo que hace. Esta definición introduce la perspectiva teleológica a la discusión, perspectiva que es fundamental para el intelectualismo. Lamentablemente no se exploran las razones que conectarían el teleologismo con la identificación entre el bien y la verdad, por ejemplo, y el capítulo culmina con una reflexión sobre el lugar de Platón en el debate sobre la ley natural y la ley positiva.

En los capítulos 3 y 4 se intenta precisar qué tipo de conocimiento es aquel que es condición necesaria y suficiente de la virtud. En ellos se define el conocimiento como el estado disposicional gracias al cual no creemos saber lo que en realidad no sabemos. De modo que la bondad de carácter —cierta conciencia de nuestro propio saber—se convierte en criterio de verdad y también de certeza. El tercer capítulo analiza el papel que otorga Platón a las impresiones —phantasiai— en su concepción del conocimiento. Este análisis es central porque se construye mostrando tanto las ventajas como las desventajas que entraña la posición protagórica que hace de las apariencias el criterio para identificar la verdad y la corrección en la acción. De acuerdo con Boeri, Platón rescata del relativismo protagórico la postulación de que el estado del alma subjetivo afecta el conocimiento. Dicho más claramente, el relativismo resalta el papel que tiene el estado anímico de quien conoce en el proceso mismo de conocer. Los requisitos que se postularán como previos a cualquier conocimiento proposicional son: saber qué se sabe y qué no, saber cuáles son las condiciones necesarias para estar cierto de algo, saber cuál es el estado propicio para conocer.

Esto es justamente lo que se probará en el capítulo 4. Allí Boeri defiende, originalmente a mi juicio, que el enfoque platónico del conocimiento es, como se había anticipado, "disposicional" y no "proposicional". Tal interpretación es muy iluminadora en el interior del platonismo, pues, por un lado, muestra por qué no resulta satisfactoria ninguna de las definiciones propuestas en el Teeteto, y por otro, porque enfatiza uno de los aspectos más socráticos de su concepción de conocimiento: la transformación del alma del individuo. Asimismo, es iluminadora en el seno de la escuela ya que, en muchos sentidos, esa idea del conocimiento como una héxis es la que subyace a la reinterpretación aristotélica de la phrónesis y la que explícitamente recoge el estoicismo como primera piedra de su propia definición de epistéme. En este capítulo se hace evidente la conexión entre la distinción "apariencia–realidad" y la discusión sobre los criterios para la acción. La defensa de Boeri de la epistéme como disposición se funda precisamente en que el conocimiento proposicional no puede ofrecer una justificación de sí mismo, por lo que no es posible distinguirlo de la opinión verdadera: no hay nada que distinga los juicios que expresan conocimientos de los que expresan meramente opiniones verdaderas. Así las cosas, la héxis parece una mejor opción; ella es cierto estado anímico gracias al cual el sujeto no cree saber lo que no sabe. Luego, si ella es una disposición que evita el autoengaño, ante dos juicios rivales con el mismo peso aparente el alma admitirá no conocer.

Por otro lado, la segunda parte del libro, compuesta por los capítulos 5 a 7, presenta la posición aristotélica. El capítulo 5 reconstruye la reinterpretación que Aristóteles hace del primer compromiso (1) y su ataque al segundo (2), dejando claro que éste se inscribe a sí mismo dentro de la escuela socrática y que sus tesis pretenden defender el intelectualismo incorporando intuiciones capitales del sentido común. En síntesis, Boeri señala dos recursos empleados por Aristóteles para dicho propósito: la distinción entre virtudes prácticas e intelectuales; esto implica una reinterpretación de la phrónesis y del papel que se otorga a la emoción. Y, en segundo lugar, una diversificación de la noción de acción en distintas clases y subclases. Su análisis pasa prácticamente por todos los temas importantes de la ética aristotélica. Mas es difícil vislumbrar la necesidad argumentativa de algunos apartados —por ejemplo, el dedicado al silogismo práctico— a pesar de que su exposición pretende evidentemente dar cuenta de la incorporación aristotélica del intelectualismo socrático. Escolásticamente, hasta aquí se ha conseguido notar que aunque cierto individuo pueda tener conocimiento proposicional para realizar una acción correcta, ello no basta, pues no se ha activado la disposición para usar dicho conocimiento correctamente; el individuo bien podría actuar de forma viciosa sin ser ignorante.

El lugar de capítulo 6 es más difícil de establecer. De acuerdo con el propio Boeri, el objetivo de éste es, por un lado, sentar el trasfondo de la distinción "apariencia–realidad" y, por otro, ubicar la noción de phantasía en los contextos prácticos. En el ínterin se abordan también la distinción entre intelecto agente e intelecto paciente, la teoría del sentido común y la pertinencia de las preocupaciones aristotélicas en la discusión contemporánea de la filosofía de la mente. A pesar de la importancia de estos asuntos en la ética y la psicología aristotélicas, no es clara su pertinencia en la discusión que enmarca el libro. Por ejemplo, el mismo Boeri reconoce que al sentido común no se le atribuye lugar alguno en la teoría aristotélica de la acción (p. 250). Y si bien él plantea la conexión como una conjetura, ésta no queda justificada en su reconstrucción, por lo que las páginas dedicadas a estos temas resultan más bien un excursus. Aun así debe señalarse la utilidad de éstas —principalmente el aparato crítico de este capítulo, que es muy prolijo, y el epílogo del capítulo siguiente— para aquel que quiere darse una visión panorámica de la discusión contemporánea, tanto sobre la exégesis de la postura aristotélica, como sobre su lugar dentro de la filosofía de la mente contemporánea. Otro de los objetivos del capítulo es legitimar la distinción "apariencia y realidad", mas no está claro, porque ello es necesario si aquélla no ha sido puesta en duda. Con todo, resulta central para la reconstrucción de la discusión como un trabajo de escuela la precisión con la que Aristóteles aclara que hablar de apariencia, falsedad o irrealidad es pertinente sólo en contextos judicativos, y no cuando se está considerando la percepción misma. Ello será fundamental para la elaboración de la postura estoica, por ejemplo, una vez que resulta claro que el error no proviene de los sentidos, sino del juicio que hace la mente sobre la información que proviene de éstos.

El capítulo 7 pretende explicar y apuntalar la tesis de que la emoción tiene un papel central —probablemente causal— en la motivación de la acción. Esto es así porque las emociones, a su vez, dependen en gran medida del carácter; es decir, las creencias de un sujeto dependen del estado disposicional de su alma y, como se aclara en este capítulo, las emociones son provocadas por las creencias de ese sujeto. Luego, las emociones, en cuanto expresiones del tipo de valoraciones que el sujeto realiza, determinan las acciones que de tales evaluaciones se derivan. Este capítulo, entonces, es constructivo con respecto a la posición de Aristóteles y prospectivamente con respecto a la de los estoicos. La idea de que las emociones dependen de las creencias es llevada al extremo por los estoicos, y en ellos la conexión entre la dualidad "apariencia–realidad" y la producción de estados afectivos que modifican la acción es indiscutible (cap. 8.). Este capítulo 7 culmina con un largo epílogo en el que se plantea de nuevo la conexión entre la psicología aristotélica y algunos planteamientos contemporáneos; concretamente, la postura de Searle sobre el reduccionismo. De nuevo, el lugar argumentativo de esta reflexión frente al tema central de la investigación no es para nada evidente.

La parte III del libro está constituida por los capítulos 8 y 9 dedicados a la postura estoica. A grandes rasgos, Boeri pretende decir que los estoicos son intelectualistas moderados; esto es, aceptando la tesis de que el conocimiento es virtud y la ignorancia vicio, aceptan también la posibilidad de la incontinencia. El intento de Boeri, como él mismo reconoce, es algo temerario dado que muchos comentadores —ya desde Galeno y Plutarco— consideran que los estoicos cometen el mismo error que Sócrates y dejan la acción incontinente sin justificación. No es el lugar para dar una defensa detallada de la interpretación tradicional que considera al estoicismo como un intelectualismo, de hecho, exacerbado. Si bien, con Boeri, creo que los estoicos introducen la akrasía dentro del debate, lo hacen identificándola casi completamente con la ignorancia, dejando fuera la posibilidad de que el agente actúe mal a sabiendas.

Muy esquemáticamente podría decirse que la akrasía es posible en al menos dos escenarios: uno que podría denominarse platónico, en el que existen dos fuentes de motivación para la acción, la pasión y la razón, igualmente poderosas —al menos en ciertos estados anímicos de debilidad— ante las que el alma puede sucumbir. Otro en el que el conocimiento no se concibe como algo único y absoluto: o puede ser de dos tipos, práctico y teórico, o puede ser gradual. En el primer caso es posible conocer teórica y no prácticamente; en el segundo, conocer parcial pero no completamente, siendo explicable en ambas circunstancias la realización de una acción inadecuada aun conociendo qué es lo debido. Ambos escenarios son explícitamente rechazados por la perspectiva estoica. El alma humana es un todo unificado alrededor de su funcionamiento racional. De hecho las respuestas emocionales son, de acuerdo con Crisipo, una actividad intelectual,1 i.e., un juicio erróneo, equivocado pero, en cuanto judicativo, racional. Si bien las emociones estoicas, como las aristotélicas, tienen un papel determinante en la explicación de la acción, se trata de un papel estrictamente cognitivo. Tampoco es posible hablar de un conocimiento gradual. Es bien conocida y criticada la idea estoica de que el sabio nunca se equivoca y de que entre el vicio y la virtud —la ignorancia y el conocimiento— no hay término medio. Boeri acepta que no hay una distinción entre conocimiento teórico y práctico en los estoicos y la base de su conjetura —la distinción entre presentaciones impulsivas y las presentaciones que no conducen a la acción— puede explicarse sin ella. Las primeras se distinguen de las segundas porque su contenido proposicional es evaluativo, pero la actitud que el sujeto toma hacia ellas —especialmente de acuerdo con la reconstrucción de Boeri, en la que se distingue el asentimiento del impulso (p. 299)— es la misma: evaluar su valor de verdad. No hay muestra alguna en el estoicismo de una distinción entre el terreno práctico y el teórico siquiera cercana a la que dibuja Aristóteles. De acuerdo con el propio Boeri, mientras que el conocimiento teórico es definicional —sobre el qué es—, el práctico es cierto cálculo costo–beneficio, una consideración de la pertinencia de una acción en una circunstancia determinada. Para los estoicos, como para Sócrates, la phrónesis es, de nuevo, sinónimo de sabiduría.

Ello parece aún más claro a la luz de lo que se prueba en el último capítulo. Tal y como Boeri claramente demuestra, las phantasiai kataleptikai son el criterio de verdad y, por lo mismo, el criterio de la buena acción. Esta estrecha relación es, de hecho, la prueba que requería la tesis intelectualista. Si actuar es una operación cognitiva de la misma naturaleza que definir un género, por ejemplo, es incuestionable la importancia de distinguir entre lo que es real y lo que no, entre lo verdadero y lo falso en aras de actuar de forma apropiada.

Ciertamente, hasta aquí no se ha dicho nada con respecto a lo que he denominado tercer compromiso del intelectualismo socrático (3). Ése parece ser el único que todas estas posiciones adoptan sin cuestionamiento alguno. Y ésta es, en mi opinión, la clave para comprender la conexión entre la distinción "apariencia–realidad" y la distinción "bien aparente–bien real". Conforme con la reconstrucción de Boeri, tal compromiso es postulado explícitamente por el Sócrates de la República al vislumbrar la circularidad señalada, tema del capítulo 2. Si bien, pues, su justificación no se ofrece explícitamente, algo podría desentrañarse de algunos pasajes en el texto. El primero y quizá único intento más o menos directo se encuentra en la introducción como respuesta a cuál es la necesidad de la distinción "apariencia–realidad". Allí, Boeri argumenta que, puesto que es posible que se postulen dos juicios opuestos como descripciones del mismo hecho, uno de los dos juicios debe ser falso. De modo que es preciso también contar con un criterio para saber cuál debe elegirse. Ello, dice Boeri, se aplica también al ámbito moral, ya que la distinción "bien real–bien aparente" es una subclase de aquella primera distinción.

No obstante, es posible también decir que ambos juicios son verdaderos, sólo que uno para un sujeto y el otro para otro. En otras palabras, podría defenderse un relativismo. Las razones epistemológicas para rechazar esta posición se encuentran en la discusión de los capítulos 3 y 4 en los que se discute la concepción protagórica de conocimiento. Pero una vez más, no es para nada obvio por qué la pretensión de verdad única y universal deba trasladarse a las cuestiones morales. Tal vez otro apartado en el que se arroja luz sobre esto sea el epílogo final, concretamente la discusión que allí se presenta acerca de los conceptos o del carácter innato del bien en el estoicismo. Sólo si el bien es algo natural —sea innata o no su comprensión—, podría reconstruirse la conexión entre "verdad–apariencia" y "bien real–bien aparente", siendo la segunda un caso —probablemente el más importante— de la primera. Lo que haría el agente moral, tal y como lo postula el estoicismo, es identificar el bien natural que hay en cada cosa o acción y asentir a la proposición que vincula al objeto o la acción particular con el predicado que señala su bondad. Una operación intelectual de identificación, de categorización si se quiere, de la misma naturaleza de cualquier otra. Los seres humanos desean o quieren lo que es bueno —tal como reza el tercer compromiso— porque los seres humanos, en cuanto racionales, desean o quieren la verdad.

Reconozco que esa legitimación no está completa ni explícitamente hecha, ni siquiera en las propias fuentes antiguas. Es más bien un supuesto que ellos, como los que los estudiamos, aceptamos sin más. Con todo, creo que es un esfuerzo filosófico imprescindible para el cual el libro de Boeri brinda las bases constructivas esenciales.

 

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NOTAS

1 Cfr. Galeno, Sobre las opiniones de Hipócrates y Platón, V 1 (155 i.f.) p. 405 M.: "Por consiguiente Crisipo en el primer [libro] sobre las pasiones procuraría mostrar [que] las pasiones son ciertos juicios del raciocinio..."

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