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Diánoia

versão impressa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.53 no.60 Ciudad de México Mai. 2008

 

Reseñas bibliográficas

 

Tobies Grimaltos y Julián Pacho (comps.), La naturalización de la filosofía: problemas y límites

 

Ángeles Eraña

 

Pre–Textos, Valencia, 2005

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas. Universidad Nacional Autónoma de México. angeleserana@yahoo.com

 

La naturalización de la filosofía: problemas y límites reúne nueve artículos muy distintos entre sí, pero en todos ellos se examina uno de los proyectos más discutidos, controversiales y abrazados por diversos filósofos desde mediados del siglo XX y hasta la fecha, i.e., el proyecto de naturalizar la filosofía. El libro se propone como un homenaje en memoria de Joseph Lluís Blasco, quien, tal como lo narran Tobies Grimaltos y Julián Pacho en la introducción, simpatizaba con la idea quineana de que "La filosofía, como toda actividad cognitiva humana, necesita de una revisión constante" (p. 7).

La problemática general sobre la que giran todos los artículos compilados por el libro es de gran relevancia si se considera que uno de los debates más acalorados en la filosofía reciente se relaciona con la pertinencia que tienen (o pueden tener) los resultados que arrojan las investigaciones empíricas, en diferentes áreas del conocimiento, para el desarrollo de una filosofía plausible. El origen del debate suele aparejarse con la aparición del artículo Epistemología naturalizada publicado por W.V.O. Quine en 1969, donde el autor propone reemplazar a la epistemología por una psicología descriptiva.

Si bien el proyecto de naturalización surge en el ámbito de la epistemología, hoy día no puede decirse que esté acotado a él. La gran cantidad de temas tratados en esta obra (e.g., el problema de la responsabilidad moral, cfr. Moya; la naturaleza de las emociones, cfr. Acero, y de la intencionalidad, cfr. Quesada; el papel de las intuiciones y los estados con contenido no conceptual en la justificación de nuestras creencias o juicios, cfr. García–Carpintero; etc.) es muestra de que el proyecto ha sido adoptado por filósofos cuyas áreas de interés rebasan las fronteras de la epistemología. Tampoco resulta trivial situar o discernir aquellas posiciones filosóficas que pueden considerarse propiamente como posturas naturalistas o naturalizadas. Esto se debe no sólo al auge que tuvieron algunas de las propuestas vertidas por Quine en el artículo mencionado, sino también al hecho de que diversos autores han entendido de diferente manera en qué consiste "naturalizar" a la filosofía y las consecuencias que esto tiene para los planteamientos estrictamente filosóficos, ya sea desde una perspectiva metodológica u ontológica (cfr. Pacho).

A pesar de estas dificultades, es posible sostener que uno de los supuestos compartidos por quienes simpatizan con el proyecto en cuestión es que la reflexión filosófica debe proceder mediante conceptos admitidos, o al menos admisibles, por las ciencias empíricas (Moya, p. 59). Las diferencias entre los pensadores que aceptan este supuesto mínimo —y que puede considerarse como uno de los elementos distintivos de toda y cualquier filosofía naturalizada— provienen, sobre todo, de cómo se entienda la idea de que la reflexión filosófica debe proceder de este modo.

Desde una perspectiva metodológica, esto puede implicar, entre otras cosas, los siguientes desiderata: a) la filosofía debe utilizar las mismas técnicas que la ciencia utiliza para estudiar cualquier otro aspecto de la naturaleza; b) la filosofía debe fundamentarse en los resultados empíricos de las ciencias específicas (e.g. la psicología, las ciencias cognitivas, la biología evolutiva, etcétera); c) la filosofía debe fundamentarse en un estudio empírico de los métodos usados en la ciencia. Todas estas posturas parecen tener en común la idea de que el criterio para juzgar la verosimilitud o la adecuación de una posición filosófica es que ésta no entre en conflicto con los resultados de la psicología experimental (o de otras ciencias empíricas) (Grimaltos e Iranzo, p. 93). El tipo de consecuencias que tiene la "naturalización" de la filosofía desde una perspectiva ontológica tienen que ver con la manera como se responderá a la pregunta de qué tipo de relación existe entre una descripción física (o materialista) de los conceptos intencionales de la llamada psicología del sentido común (creencia, deseo, intención, etc.) y una descripción semántica o funcional de los mismos (cfr. Quesada). La pregunta, más en particular, se centra en entender si esta relación es una de reducción, superveniencia, emergencia, continuidad o, como se había supuesto en la tradición filosófica anterior, de independencia. Más allá de la respuesta que se dé a este interrogante, la posición naturalizada tiende a afirmar que no es necesario suponer que existe un "'salto ontológico' entre las cadenas causales del universo" (Pacho, p. 25) para explicar las entidades inobservables (e.g., las entidades mentales).

Las posiciones naturalizadas pueden clasificarse como moderadas o radicales (Moya, p. 59) dependiendo del tipo de respuesta que ofrezcan a la cuestión recién formulada, o a la manera como conciban la relación existente entre los métodos de la ciencia y el proceder propio de la filosofía. Las posiciones moderadas tienden a admitir que los problemas filosóficos presentan peculiaridades que los distinguen de los problemas de carácter científico; las radicales, por su parte, no sólo buscan borrar toda frontera disciplinaria (i.e., asimilar los problemas y las preguntas filosóficas a problemas y preguntas de carácter empírico), sino que también suelen estar comprometidas con algún tipo de reduccionismo.

Ahora bien, como mencioné antes, el origen del debate que nos ocupa está fuertemente asociado con la propuesta de Quine de naturalizar a la epistemología. El punto de partida de este autor era el rechazo a las distinciones a priori–a posteriori y analítico–sintético. Las consecuencias de dicho rechazo han sido entendidas de muy diversas maneras (cfr. Hookway), pero a menudo se asocian con la idea de que el conocimiento debe estudiarse como un fenómeno natural y, por lo tanto, con la idea de que las categorías psicológicas que se han empleado para dar cuenta del mismo pueden ser reducidas a (o explicadas en términos de) categorías físicas o biológicas de los seres humanos. Esta manera de entender el planteamiento original de Quine ha llevado a muchos autores a afirmar que la aceptación de su proyecto implica el derrumbe de la separación entre psicología y epistemología y, de este modo, lleva consigo la reformulación de la empresa filosófica en sí misma.

La propuesta de Quine está sustentada en su idea de que el proyecto empirista lógico (una de cuyas tesis centrales era que nuestro conocimiento se fundamenta en un conjunto determinado de conceptos básicos) había fracasado rotundamente. Este autor sostiene que, dado que no es posible identificar un conjunto específico de conceptos básicos que determinen cómo debemos responder en los diferentes casos particulares frente a un mismo estímulo, la tarea del filósofo —más allá de intentar derivar todo nuestro conocimiento de unos cuantos principios establecidos a priori— consistirá en entender el conocimiento como un proceso en el mundo que se valida a través de principios empíricos que dan lugar a distintos tipos de norma. Así, el estudio de los procesos mediante los cuales debemos razonar para obtener conocimientos bien fundados debe tomar en cuenta el estudio de los procesos que de hecho utilizamos para llegar a creer ciertas cosas, esto es, un estudio psicológico acerca de las maneras en que los diferentes sujetos de hecho llegan a creer ciertas cosas.

La propuesta de Quine ha sido, desde su aparición, severamente criticada por diversas razones. Entre otros, destacan los siguientes problemas: (1) la idea de que la epistemología naturalizada puede reemplazar a la epistemología tradicional está destinada al fracaso puesto que las preguntas a las que se dirige la primera no son las mismas a las que se dirige esta última; (2) si se acepta, con Quine, que la epistemología es un capítulo más del libro de la ciencia, entonces ¿qué la caracteriza?; i.e., ¿cuál es el objeto propio de estudio de la epistemología y qué la distingue de otras ciencias empíricas, en particular, de la psicología empírica?; (3) la epistemología naturalizada es incapaz de enfrentar el reto escéptico. Veamos.

Uno de los argumentos más fuertes en contra de la llamada "tesis del reemplazo" (i.e., la epistemología naturalizada puede reemplazar a la epistemología) ha sido formulado por Kim (1993). Este autor afirma que si un estudio pretende reemplazar a otro, ambos deben (al menos) dar respuestas a las mismas preguntas y compartir preocupaciones. No obstante, dice él, una disciplina empírica, nomológico–causal (como la epistemología naturalizada), que busca describir los procesos psicológicos a través de los cuales llegamos a tener ciertas creencias, no puede responder a las preguntas de una disciplina normativa (como la epistemología), cuyas preocupaciones centrales son: a) entender en qué consiste la aceptabilidad de las creencias, i.e., establecer las condiciones que debe satisfacer una creencia para estar justificada, y b) identificar las creencias que estamos justificados en aceptar. La epistemología naturalizada, afirman los críticos de la propuesta de Quine (Kim 1993), implica una reducción inaceptable desde el punto de vista epistemológico: un estudio empírico de los procesos de formación de creencias no puede ocuparse de problemas típicamente epistémicos tales como la explicación de las razones que tenemos para sostener una creencia (la justificación de nuestras creencias).

Parecería, al menos en principio, que este cuestionamiento sólo se sostiene para las versiones radicales del naturalismo epistémico. Como ya dije, el único desideratum de una versión moderada es que sus afirmaciones no entren en conflicto con las aseveraciones empíricas de la psicología (o de otras ciencias empíricas); esto es, una versión de este tipo no pretende hacer afirmaciones empíricas respecto del conocimiento o el razonamiento humano, sino sólo apoyarse en ellas para prescribir procedimientos de adquisición de creencias. Si éste es el caso, entonces, por un lado, la caracterización de Kim de la epistemología naturalizada no puede aplicárse a estas versiones y, por otro lado, no puede establecerse que ellas estén comprometidas con la tesis del reemplazo. Así, la crítica recién reconstruida pierde toda su fuerza. Sin embargo, estas epistemologías naturalizadas sí tendrían que responder a esta otra pregunta: "si la epistemología no hace afirmaciones empíricas ¿cómo puede entrar en conflicto con la psicología?" (Grimaltos e Iranzo, p. 93).

Esta pregunta nos conduce de lleno al segundo problema antes planteado (i.e., ¿qué es aquello que caracteriza a la reflexión epistemológica y más en general, al pensamiento filosófico?). Aun si las epistemologías naturalizadas moderadas no pretenden hacer afirmaciones empíricas, ellas buscan basarse o sustentarse en las afirmaciones empíricas de las ciencias naturales. Esta última aseveración ha tendido a entenderse como el abandono de la idea de que la filosofía puede sustentarse en (o caracterizarse por buscar) un cuerpo de conocimiento a priori que sirva de base (o fundamento) al resto de nuestro conocimiento. Si fuera el caso, entonces o bien caemos de nuevo en una versión de la tesis del reemplazo —la filosofía está al mismo nivel que las demás disciplinas empíricas; las preguntas que formula pueden encontrar respuestas varias desde estas otras disciplinas y por tanto, ella puede ser reemplazada por una o varias disciplinas empíricas—, o bien se vuelve necesario hacer algunas afirmaciones sustantivas respecto del papel de la filosofía en la producción del conocimiento y respecto del tipo de afirmaciones que ésta puede hacer en torno a cualquier problema relevante.

La epistemología tradicional partía del supuesto de que los seres humanos tenemos ciertas creencias preteóricas que constituyen las premisas más fundamentales de nuestras deducciones o construcciones teóricas y que sirven como sustento para el resto de nuestras creencias. Estas creencias, a veces también llamadas 'intuiciones', se originan en un sistema de reglas tácitamente conocido y universalmente compartido que sirve para hacer juicios con respecto a temas relevantes y cuya justificación es a priori. Puesto que una de las preocupaciones centrales de la epistemología era entender cómo estas creencias podían proveerle justificación al resto de nuestras creencias (o cómo podían servir de fundamento para el resto del edificio del conocimiento), se afirmaba que uno de los rasgos distintivos de la epistemología era que podía explicar la naturaleza del conocimiento apelando a la categoría de lo a priori.

El rechazo a las distinciones a priori–a posteriori y sintético–analítico parecería privar a la filosofía de un discurso que solía considerar propio y tiene sus consecuencias. Como argumenta Hookway en el libro que nos ocupa, negar que hay enunciados analíticos (y entender esta aseveración en función del carácter sintético de toda afirmación posible) parecería implicar que las matemáticas y la lógica están al mismo nivel que las demás ciencias empíricas, pero entonces puede uno preguntarse ¿qué más debe ser aceptado como parte de la ciencia natural? (p. 48). El problema no es sólo, entonces, que al abandonar la categoría de lo apriorístico se vuelva oscuro el objeto de estudio de la filosofía y el tipo de afirmación que ésta puede hacer (en particular si se acepta, con una versión moderada de la epistemología naturalizada, que ésta no hace afirmaciones empíricas), sino que además parece imposible establecer criterios de demarcación entre ciencias como la lógica o las matemáticas y la psicología empírica.

Otro de los rasgos que se consideraban distintivos de la empresa filosófica era su carácter normativo. La epistemología, en especial, tradicionalmente ha sido concebida como una disciplina que trata acerca de problemas normativos de razones y razonamientos (Cohen 1986, p. 50). La idea medular es que la epistemología se ocupa de precisar las condiciones que determinan cuándo una creencia está justificada o cuándo es razonable sostenerla. Una de sus tareas centrales es, entonces, evaluar los procesos que utilizamos para producir creencias con base en ciertas normas o estándares. Además, la epistemología tradicional consideraba que las maneras como debemos adquirir o justificar creencias es independiente de la manera como de hecho lo hacemos y, en este sentido, se pronunciaba fuertemente por establecer una distinción clara entre estas dos cosas y entre las disciplinas que se ocupan de cada una de ellas: mientras que la primera es una labor del epistemólogo (i.e., estudiar las normas o criterios que determinan las maneras correctas de razonar), la segunda corresponde a los psicólogos (i.e., describir los mecanismos que utilizan los sujetos para procesar la información que reciben del mundo).

Sin embargo, si aceptamos, como Quine, que no puede hacerse una distinción clara entre los ámbitos descriptivo y normativo, y que la labor principal del epistemólogo es estudiar la relación (causal) que existe entre nuestra experiencia y nuestras teorías, entonces la línea recién trazada parece borrarse y la pregunta respecto de la relación evidencial (o de justificación) que hay entre ellas pasa a un segundo término, o simplemente se abandona. En este sentido se afirma que una epistemología naturalizada implica el rechazo a toda normatividad epistémica y, en tanto que la epistemología es una disciplina esencialmente normativa, la epistemología naturalizada no puede llamarse epistemología propiamente dicha.

Hoy en día hay una gran controversia respecto de lo que significa que la epistemología sea normativa. Algunos de los debates que más auge han tenido al respecto son los siguientes (Pryor 2001, p.109): a) qué tan relevante es la investigación empírica para la epistemología; b) la epistemología debe ocuparse exclusivamente del establecimiento de criterios para la evaluación de nuestras creencias o también debe proporcionarnos guías para la formación de creencias; y c) qué conexión existe entre estar justificado en creer que algo es el caso y la responsabilidad epistémica. En la literatura encontramos también una discusión intensa con respecto a si la propuesta de Quine involucra, en efecto, un rechazo al ámbito normativo de la epistemología. Hookway en este libro argumenta que para Quine la epistemología normativa es epistemología naturalista aplicada: "una vez que sabemos cómo rigen las leyes naturales de la cognición, podemos explotar esta información en la reflexión sobre cómo debemos buscar nuestros fines epistémicos" (Hookway, p. 49). Desde esta perspectiva, la dimensión normativa del conocimiento no se abandona, sino que se recupera a partir de los estudios empíricos pertinentes y, por tanto, se considera que es posible afrontar desde coordenadas estrictamente naturalistas los problemas normativos. En el fondo, la discusión parece tratar sobre cómo se justifican las normas epistémicas. Mientras que la tradición epistemológica clásica sostiene que éstas se justifican a priori, la epistemología naturalizada parece afirmar que éstas lo hacen a posteriori. La idea es que sólo un estudio de las maneras como los sujetos de hecho razonan y de los procedimientos cognitivos que han resultado exitosos a través del tiempo nos podrá decir cuándo una creencia es epistémicamente aceptable y cuáles de nuestras creencias deben ser consideradas como conocimiento.

Como se puede desprender de lo hasta aquí dicho, una de las ideas que está en la base del proyecto naturalista es la tesis de que nuestras creencias están en una relación causal o nomológica con su entorno. Esta idea es poco controversial, pero la pregunta es qué papel desempeña esta relación en la justificación de las mismas. En concreto, la pregunta es si nuestra experiencia puede proporcionar apoyo (o justificación) a nuestras afirmaciones teóricas. Comúnmente se sostiene que aun cuando nuestras experiencias perceptivas tienen contenido (conceptual o no conceptual), sólo es posible afirmar que ellas están implicadas en la causa de nuestras creencias, pero no que desempeñan un papel en su justificación (cfr. Hookway). La típica aseveración de las epistemologías naturalizadas es que el conocimiento, la justificación y la racionalidad no dependen exclusivamente de las relaciones evidenciales entre oraciones o proposiciones y, por tanto, que nuestras experiencias perceptivas desempeñan un papel en la justificación de nuestras creencias. El supuesto subyacente en esta tesis es que los criterios de justificación de nuestras creencias provienen de un estudio de los procesos a través de los cuales llegamos a tenerlas. No obstante, como bien afirman Grimaltos e Iranzo en el libro, la posibilidad de que el sujeto se pronuncie sobre la justificación en una situación específica involucra creencias sobre los méritos comparativos de los diferentes procesos–tipo. Así, la epistemología naturalizada se enfrenta o bien a la amenaza de un regreso infinito, o bien se acerca a un fuerte relativismo (i.e., si frente a dos creencias incompatibles, ambas con pretensiones de conocimiento, el epistemólogo naturalista sólo puede explicarnos cómo cada una de ellas llegó a producirse, entonces éste es incapaz de decirnos algo respecto a cuál de ellas tiene más verosimilitud) (cfr. Sanfélix).

Si lo anterior es correcto, entonces puede afirmarse que "El naturalismo no puede superar el obstáculo que la dimensión normativa de los conceptos epistémicos supone para su enfoque" (Sanfélix, p. 160), ya que la imposibilidad de reducir las razones a causas hace que la explicación de las causas no sea suficiente para clarificar la dimensión normativa de las razones. Así, la epistemología naturalizada no parece poder superar el reto escéptico según el cual, dado que no es posible justificar nuestras creencias, no es posible afirmar que sabemos que algo es el caso. Una serie de autores contemporáneos han defendido que este problema puede superarse si suponemos que los criterios de justificación (o las normas epistémicas) no pueden establecerse independientemente de nuestro quehacer cognitivo concreto y, en este sentido, que una descripción general de los mismos no puede hacer abstracción de las circunstancias bajo las cuales es epistémicamente permisible sostener una creencia.

Las preocupaciones normativas no son exclusivas de la epistemología y, por tanto, todo proyecto de naturalización estará, al menos en principio, sujeto a las críticas que aquí se han reconstruido y que atacan especialmente el abandono de la carga normativa propia de los conceptos filosóficos. Ejemplos claros de este debate se encuentran en el ámbito de la ética que, de acuerdo con Korsgaard (1996), está preocupada por encontrar el origen de la fuerza normativa de los conceptos propiamente éticos (i.e., por entender la fuerza y los derechos que estos conceptos tienen para proveernos con leyes). En particular, una posición naturalizada no parece capaz de dar cuenta de la responsabilidad moral, ya que, como señala Carlos Moya en este volumen, una aparente condición necesaria de la justificación y la verdad de las atribuciones de responsabilidad moral es el control del agente sobre sus decisiones y acciones (p. 60). Sin embargo, si aceptamos que "los seres humanos somos configuraciones contingentes formadas a partir de factores físicos y biológicos presentes previamente a nuestro nacimiento y sobre los cuales no hemos ejercido control alguno" (Moya, p. 61), entonces ¿cómo puede explicarse que un agente posea sobre sus propias acciones un grado de control suficiente para que pueda atribuírsele responsabilidad moral?

Las críticas que hasta aquí hemos examinado no detuvieron la resonancia que el proyecto quineano tuvo en la segunda mitad del siglo XX entre un número importante de filósofos. La mayoría de ellos reconocen que la preocupación por la normatividad es genuina y por ello buscan desarrollar filosofías naturalizadas que incorporen elementos normativos y que permitan dejar en claro cuáles son las afirmaciones que ella puede hacer y cuáles son sus objetos de estudio.

En este libro, García–Carpintero, Hookway y Grimaltos e Iranzo presentan propuestas que, en algún sentido, sirven para ejemplificar este último tipo de posiciones y que, de acuerdo con la caracterización que hace García–Carpintero de su propia propuesta, se ubican entre un racionalismo radical (i.e., la justificación de las respuestas a las cuestiones centrales de la filosofía depende sólo de métodos filosóficos de investigación) y el naturalismo radical (i.e., la justificación de las respuestas a las cuestiones centrales de la filosofía, como la de cualquier respuesta a cualquier cuestión bien formulada, depende sólo de los métodos de la ciencia) (García–Carpintero, p. 109). Estos autores asientan que si bien es correcto afirmar que la filosofía requiere apoyarse en y revisarse a la luz de los hallazgos que se hacen en las ciencias empíricas y que, en este sentido, los criterios de evaluación o justificación son a posteriori, las intuiciones (o el análisis conceptual) siguen teniendo un papel central en ella. Por ejemplo, para García–Carpintero éstas ofrecen una justificación "prima facie suficiente, si bien revocable (incluso a partir de consideraciones empíricas) y seguramente escasa" (p. 116) a nuestros juicios epistémicos.

La naturalización de la filosofía: problemas y límites tiene una serie de virtudes que la hacen una obra atractiva, interesante y de lectura fluida. Por un lado, aunque el debate respecto a si naturalizar a la filosofía es posible o deseable está en el centro de los intereses de algunos de los pensadores más importantes de nuestro tiempo, hay poca literatura en español y, sobre todo, poca literatura del tema que esté recopilada en un solo volumen en la lengua mencionada. Por otro lado, el libro nos provee con un panorama amplio (i.e., una idea clara de cuáles son las problemáticas más destacadas en este ámbito) y, al mismo tiempo, profundo (i.e., algunos de sus artículos ofrecen análisis detallados y cuidadosos de argumentos o posiciones específicas) del debate mencionado. Así, el público al que puede dirigirse es amplio: tanto los estudiantes de los distintos niveles de educación superior, como los especialistas de la materia encontrarán debates de interés. Por último, el volumen en cuestión deja en claro que la controversia sobre el proyecto de naturalización de la filosofía no ha llegado a su fin y que abarca un espectro cada vez más amplio de la problemática filosófica.

 

BIBLIOGRAFÍA

Cohen, J., 1986, The Dialogue of Reason, Clarendon Press, Oxford.        [ Links ]

Kim, J., 1993, "What is Naturalized Epistemology?", en Louis P. Pojman (comp.), The Theory of Knowledge, Wadsworth, Belmont, Cal., pp. 329–340.        [ Links ]

Koorsgard, C., 1996, The Sources of Normativity, Cambridge University Press, Cambridge.        [ Links ]

Pryor, J., 2001, "Highlights of Recent Epistemology", British Journal of the Philosophy of Science, no. 52, pp. 95–124.        [ Links ]

Quine, W.V.O., 1969, "Epistemology Naturalized", en Ontological Relativity and Other Essays, Columbia University Press, Nueva York, pp. 69–90.        [ Links ]

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