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Diánoia

Print version ISSN 0185-2450

Diánoia vol.53 n.60 Ciudad de México May. 2008

 

Discusiones y notas

 

Ortiz–Millán y los deberes hacia uno mismo

 

Ortiz–Millán and Duties to Oneself

 

Alejandro Tomasini Bassols

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas. Universidad Nacional Autónoma de México. bassols@servidor.unam.mx

 

Recibido el 29 de octubre de 2007
Aceptado el 28 de febrero de 2008

 

Resumen

En esta nota argumento en contra de la idea, defendida por Ortiz–Millán, de que podemos hablar de moralidad en relación con uno mismo. Sostengo que todo lo que uno haga en favor de uno mismo tiene una motivación prudencial o de autointerés y que la dimensión moral de la vida humana tiene necesariamente que ver con "el otro" y no con uno mismo.

Palabras clave: obligación, castigo, moralidad, yo.

 

Abstract

In this note I argue against the very idea that it makes sense to talk about morality with respect to oneself, a view that Ortiz–Millán advocates. I hold that the motivation of anything one does for oneself is always prudential in character or based on self–interest considerations and that the moral dimension of human life always concerns "the other" and not oneself.

Key words: obligation, punishment, morality, myself.

 

1. Deberes y filosofía

La idea de deberes u obligaciones que alguien pudiera tener hacia sí mismo es una idea que desde el primer contacto con ella nos sorprende, lo cual en este contexto quiere decir que, en principio, es una idea filosóficamente rica. En filosofía una idea que es virtualmente rica es una idea que muy probablemente encubre multitud de confusiones, de tensiones conceptuales, de similitudes engañosas y ello automáticamente la vuelve interesante. Una indicación de que en este caso nos las habemos con una idea así es que de entrada no sabríamos qué responder si se nos preguntara qué pensamos al respecto. En un plano de respuestas espontáneas, nos veríamos tan inclinados a decir que desde luego que hay deberes hacia uno mismo como a sostener exactamente lo contrario. Esta situación confirma la veracidad del dictum wittgensteiniano de que un problema filosófico tiene la forma "No sé cómo abordarlo".1 Y esto es precisamente lo que acontece con la idea que aquí nos concierne. El examen crítico se vuelve, por consiguiente, ineludible.

En un sugerente artículo,2 Gustavo Ortiz–Millán examina la idea de que podría haber deberes morales hacia uno mismo y abiertamente toma partido en contra de ella. Él ofrece varios argumentos para justificar su posición. Básicamente sostiene que cuando alguien tiene una genuina obligación no puede simplemente liberarse de ella. Puede no cumplir con dicha obligación, desde luego, pero es claro que eso no es suprimir la obligación misma. La obligación persiste, aunque nunca se dé la conducta apropiada. Ahora bien, eso es precisamente lo que pasa en el caso de los supuestos deberes hacia uno mismo: uno se autoobliga a algo, pero uno mismo puede, si quiere, eliminar el deber. Esto es por lo que Ortiz–Millán considera que el concepto "deberes hacia uno mismo" es contradictorio. Su análisis del deber lo lleva, por lo que a final de cuentas resulta ser una estipulación, a reconocer siempre dos personas cuando una de ellas tiene un deber hacia la otra. Si esto efectivamente es así, se sigue que la idea de deber de uno consigo mismo es sencillamente incongruente. Nótese que Ortiz–Millán presenta un argumento propio y no hace suya la idea de Kant de que en la idea de deberes hacia uno mismo está implícita la idea absurda de dicotomización de algo simple, como lo es el yo: habría un yo que manda y uno que obedece, siendo el primer "yo" y el segundo "yo" uno y el mismo. Debo decir que en este punto la exposición de Ortiz–Millán no es del todo clara, porque si bien es cierto que Kant pudo haber construido este argumento, también lo es que él era un decidido defensor de la idea de deberes hacia uno mismo, como Ortiz–Millán mismo lo reconoce por otra parte y como lo deja en claro su argumentación en contra del suicidio, en su libro sobre la doctrina de la virtud. Independientemente de ello, aparte de su argumento puramente crítico de la idea de deberes hacia uno mismo, Ortiz–Millán hace una propuesta propia que es digna de ser considerada cuidadosamente, a saber, que no porque no podamos hablar de deberes suprimimos la dimensión de la moralidad en el ámbito conformado por uno mismo. O sea, podemos (si queremos) dejar de hablar de deberes, pero eso no implica que hayamos suprimido la dimensión moral en relación con nosotros mismos. Hay acciones que tienen que ver exclusivamente con nosotros mismos que nos enaltecen y otras que nos degradan moralmente. Es por eso que podemos hablar de culpas, de que somos mejores si desarrollamos nuestras potencialidades que si no lo hacemos, etc., y en esa medida podemos hablar de virtudes: se es moralmente mejor si nos conducimos de cierta manera que si lo hacemos de otra, aunque no hablemos de obligaciones morales en un sentido fuerte y aunque nadie externo a nosotros nos juzgue. Ortiz–Millán mismo, hacia el final de su ensayo, expone su punto de vista de manera sucinta como sigue:

La idea de deberes hacia uno mismo es contradictoria y sólo conduce a una manera muy extraña de hablar acerca de algo que se explica mejor en términos de virtudes y se complementa con el discurso de los derechos. En el área del comportamiento moral que recae sobre uno mismo, los conceptos deónticos tienen que ser remplazados con los conceptos de las virtudes [.. .]3

Hay en lo que él dice algunas ideas que me parecen a la vez importantes y falsas y que, por consiguiente, quisiera brevemente examinar de manera crítica.

 

2. Algunas objeciones sueltas

Casi al inicio de su artículo, Ortiz–Millán hace una declaración debatible. "La moralidad de sentido común", nos dice, "no nos brinda un análisis del concepto de obligaciones o deberes con uno mismo."4 Admito que no sabría yo decir si es o no desde la perspectiva de la moralidad del sentido común que puede realizarse un análisis como el que se requiere, pero de lo que sí podemos estar seguros es de que ello es factible desde la perspectiva del sentido y el lenguaje comunes. De hecho, cuando Ortiz–Millán analiza el concepto de deber en términos de destinatario, razón y contenido, eso es precisamente lo que él hace. Creo, sin embargo, que su análisis es puramente lingüístico y en esa medida superficial. El examen del concepto de deber tiene que efectuarse más bien desde la plataforma de su aplicación, esto es, de su utilidad, para lo cual naturalmente tenemos que tomar en cuenta ciertas conexiones como las que él señala, pero también otras cosas que él no considera. A mi modo de ver, Ortiz–Millán deja pasar lo fundamental al concepto de deber y es por eso que su análisis lo lleva a resultados que se ven expuestos a objeciones.

Permítaseme traer a la memoria un ejemplo que Wittgenstein da. El ejemplo tiene que ver con el concepto de regalo. Alguien podría argumentar como sigue: A le puede dar un regalo a B. Podemos empezar nuestra búsqueda de la forma lógica de esa expresión remplazando 'B' por una variable. Tendremos una expresión como A le puede dar un regalo a x. Dado que 'A' es también un valor para la variable, podemos volver a reconstituir la expresión y obtendremos la oración 'A puede darle un regalo a A'. La expresión en cuestión es impecable lógica y gramaticalmente, pero ¿lo es conceptualmente? ¿Tiene realmente sentido decir que uno puede darse un regalo a sí mismo? Wittgenstein expone el carácter absurdo de la idea al desarrollarla: mi mano izquierda le puede dar el regalo a mi mano derecha, la mano derecha mete el regalo en la bolsa derecha de mi pantalón, luego las manos se estrechan y se despiden con el gesto que a menudo hacemos para despedirnos de alguien. ¿Por qué no podríamos decir en un caso así que uno se dio un regalo a sí mismo?

Wittgenstein nos da la respuesta obvia: "Pero las consecuencias prácticas ulteriores no serían las de un regalo."5 En una situación así, lo que tenemos es un simulacro de lo que es hacer un regalo: una parte no se regocija, no hay sorpresa, no hay motivación especial, no hay agradecimiento, y así sucesivamente. Lo único que hay es un gesto físico que se asemeja a los gestos y movimientos involucrados en eso que llamamos 'dar o hacer un regalo'. De hecho, la situación misma es grotesca. Ahora bien, deseo sostener que lo mismo sucede, mutatis mutandis, con la idea de "deber hacia uno mismo". Todo el contexto de practicalidad que la noción de deber acarrea consigo está ausente en este caso. O sea, no es que la noción sea "incongruente" ni que presuponga o requiera de la "dicotomización del 'yo'", sino simplemente que lo único que tenemos aquí es el lenguaje moral del deber funcionando como una manivela que no sirve para nada, un concepto que perdió sus conexiones más importantes. Así, pues, yo coincido con Ortiz–Millán en el rechazo de la idea de deberes hacia uno mismo, pero por razones completamente diferentes de las que él ofrece: no es que para mí dicha idea sea incongruente, sino que pienso que no cumple ninguna función y que por lo tanto la expresión 'deberes hacia uno mismo' es enteramente asignificativa. En otras palabras, donde él ve falsedad yo veo asignificatividad. Esto, como veremos, tiene implicaciones decisivas para su tesis principal, como trataré de hacer ver en la siguiente sección.

 

3. Una perspectiva diferente

Me parece que el núcleo de mi desacuerdo con Ortiz–Millán es su idea de que hay algo así como moralidad e inmoralidad en relación con nosotros mismos. De esta divergencia se derivan muchas otras. Examinémosla, pues, con cuidado.

Los conceptos morales siempre hacen, en general explícitamente pero en todo caso siempre en forma implícita, alusión a los demás, al otro. No hay ningún problema con la idea de deber hacia otra persona, hacia la institución en la que uno trabaja, hacia Dios, etc. En este punto es importante trazar dos distinciones:

a)  deberes morales versus deberes legales

b)  motivaciones morales versus motivaciones de interés.

La primera distinción se explica con relativa facilidad: la vida humana requiere de regulaciones de toda índole. Cuando se puede, dichas regulaciones se institucionalizan y se penalizan. En este caso hablamos de obligaciones legales. En principio al menos, si alguien no cumple con su deber legal (cumplimiento de contrato, robo, malversación, etc.) se expone a una sanción. Empero, no todo en la vida humana se puede regular de esta manera. Hay multitud de situaciones en las que reconocemos la presencia de un deber sin que, sin embargo, le corresponda una sanción legal. Hablamos entonces de deberes morales. Por ejemplo, si yo me comprometo a estar a cierta hora en algún lugar distante de la ciudad y no llego, no se me puede multar, meter a la cárcel, etc. Simplemente, me conduje de manera inmoral. Pero faltar a las citas no es un delito y, por lo tanto, no hay castigo legal por ello. Eso no significa que no haya una reacción por parte de los afectados, o de la gente en general, ante un acto inmoral. El castigo moral, sin embargo, toma las más de las veces la forma de un repudio abierto, un rechazo de la persona, etc. Pero nada de eso equivale a una pena legal, fija y válida para todos.

Es obvio que nuestra preocupación con respecto a los deberes concierne exclusivamente a los deberes morales, puesto que ciertamente no tiene el menor sentido hablar de obligaciones legales hacia uno mismo. Pero, asumiendo momentáneamente una posición kantiana, podemos retomar nuestra segunda distinción y con relativa facilidad separar las acciones motivadas o fundadas en intereses de alguna índole de las acciones motivadas moralmente, por apego a alguna clase de principio moral (el imperativo categórico, si somos kantianos, a algún principio de orden utilitarista tendiente a promover el bienestar general, por ejemplo). Pero aquí es donde se plantea la duda, porque ¿qué puede haber de más en relación con uno mismo que consideraciones de autointerés, en un sentido amplio o laxo del término? En relación con los demás uno puede desplegar una conducta virtuosa, pero es evidente que todo lo que uno haga en relación con uno mismo no puede tener otra motivación que el autointerés o la mera conveniencia personal: no digamos ya cosas tan prosaicas como querer tener más dinero, viajar más, etc., sino cosas más abstractas o edificantes como querer ser mejor, querer progresar, querer superarse. No hay nada moral en ello. La moralidad y la inmoralidad podrían eventualmente aparecer con los medios que uno estaría dispuesto a emplear para alcanzar sus objetivos, pero ¿qué podrían tener de moral los objetivos mismos que uno se autoimpone si son siempre los que a uno le convienen? No hay nada de glorioso ni de virtuoso en comprarse un mejor auto, inclusive si es para llegar más rápido a la biblioteca, o comprarse más libros para leer más y ser más instruido, y así indefinidamente. De manera que no sólo la idea general de deber hacia uno mismo ya era sospechosa de entrada, sino que ahora vemos que hay todavía más razones para pensar que la idea de deberes hacia uno mismo de carácter moral es doblemente ininteligible. Decir que uno tiene el deber moral de superarse no puede querer decir otra cosa que 'le conviene a uno mucho superarse'.

La idea de deber acarrea consigo no sólo lo que Ortiz–Millán señala sino, sobre todo, la idea de sanción, esto es, la idea de que el no cumplimiento del deber implica o acarrea la imposición de un castigo. El que dicha imposición esté en principio ausente demuestra que el concepto de deber quedó mutilado. Eso es precisamente lo que pasa cuando uno quiere hablar de deberes hacia uno mismo: ¿qué sucede si no cumplo con mi supuesto deber? Supongamos que el castigo merecido es el de autodesprecio: ¿se autoaplica uno ese castigo? ¿Se lo autoaplica como se lo aplicaría a otro? Es evidente que no y que cuando uno quiera simplemente levanta el castigo. Lo que eso muestra es que no hay propiamente hablando castigo y, por lo tanto, no tiene sentido hablar de deberes en este caso. Ello no implica que no pudiera haber sentimientos de culpa o sentimientos de autorepudio, como cuando uno se comporta mal hacia otros, lastima a alguien que no le hizo a uno nada, etc. Pero esos sentimientos pertenecen más bien a la familia de los sentimientos de frustración por no haber obtenido lo que uno quería, por haber promovido mal su propia imagen, etc. Ciertamente, uno se puede sentir moralmente mal respecto al otro, pero no hay lugar aquí para hablar de "sentimientos morales" dirigidos hacia uno mismo.

Lo anterior coincide con el argumento principal de Ortiz en contra de la idea de deberes hacia uno mismo pero bloquea su propuesta, porque si lo que estoy diciendo es correcto lo que realmente se sigue es, contrariamente a lo que Ortiz sostiene, que la idea de moralidad en la que uno entra como juez y parte, sujeto y objeto, legislador y legislado, es simplemente absurda. La solución a la cuestión de la potencial existencia de deberes hacia uno mismo no consiste en remplazar la idea deberes con la idea de virtud y de derechos, sino en reconocer que esa dimensión es una dimensión totalmente inventada, irreal. Sencillamente no hay tal cosa. No hay deberes hacia uno mismo, derechos de uno mismo sobre uno mismo, acciones dirigidas hacia uno mismo que por ser uno quien las realiza adquieren el carácter de virtuosas, corrección moral de acciones de uno dirigidas hacia uno mismo y que uno juzga como tales, independientemente de resultados y beneficios, y así sucesivamente. En este punto, claro está, la divergencia con Ortiz–Millán es total.

 

4. Conclusiones

Desde los griegos, la idea de moralidad ha estado ligada de uno u otro modo a los demás, es decir, ha sido aplicada siempre en relación con los demás, por más que ocasionalmente esté contemplada o estudiada desde la perspectiva del sujeto o del individuo. Es así como fue construida y como es inteligible y útil. Desde luego que podemos, si así nos place, hablar de deberes hacia cosas (por respeto a quien era su poseedor), hacia animales (por sus semejanzas en reacciones con las reacciones de los humanos), hacia fechas, lápidas, fotos, etc. Pero no deberíamos perder de vista que estas extensiones del concepto realmente no pasan de ser metafóricas. Siempre será factible actuar en contra de uno mismo (como en el caso de las adicciones), pero los calificativos que de inmediato nos vienen a las mientes cuando alguien se conduce de manera contraproducente para sí misma son adjetivos como 'tonto', 'impráctico', 'limitado', 'conflictivo', 'penoso', 'fracasado', etc. En otras palabras, de lo único que no se nos ocurriría autoacusarnos es de haber actuado "inmoralmente".

En resumen: Ortiz–Millán está en lo correcto en su rechazo de la idea de deberes hacia uno mismo, pero su rechazo es demasiado débil: lo que había que haber rechazado es la idea misma de vida moral (con todas sus categorías) aplicada a una persona por la misma persona. Podríamos reforzar nuestra idea apelando, para dramatizarla, a Robinson Crusoe: ¿podría haber algo de más ridículo que la idea de autoevaluación moral por parte de un individuo que vive completamente solo en una isla? Y es obvio, por otra parte, que el estar rodeado de gente no altera dicho factum. De ahí que no se trate de encontrar un sustituto para la idea aislada que se rechaza, sino más bien de mostrar que la familia completa de conceptos morales, la dimensión moral misma no aparece en el escenario más que con comunidades, instituciones e interacción social. Si esto es así, entonces la idea no sólo de deberes hacia uno mismo sino de un ámbito de moralidad en el que sólo los intereses y las autoevaluaciones morales del sujeto estarían en juego se revela como una quimera, un espejismo del cual mientras más pronto nos desprendamos, mejor.

 

BIBLIOGRAFÍA

Wittgenstein, L., Philosophical Investigations, Basil Blackwell, Oxford, 1978, sec. 123.        [ Links ]

Ortiz–Millán, G., "¿Tenemos deberes hacia nosotros mismos?", en M. Platts (comp.), Conceptos éticos fundamentales, Instituto de Investigaciones Filosóficas–UNAM, México, 2007, pp. 147–165.        [ Links ]

 

NOTAS

1 Wittgenstein 1978, sec. 123.

2 Ortiz–Millán 2007.

3 Ortiz–Millán 2007, pp. 162–63.

4 Ortiz–Millán 2007, p. 147.

5 Wittgenstein 2007, sec. 268.

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