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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.67 no.245 Ciudad de México may./ago. 2022  Epub 17-Abr-2023

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2022.245.71879 

Artículos

Ideología y política dentro de la ciencia política estadounidense. Una revisión histórica crítica

Ideology and Politics within American Political Science. A Critical Historical Review

J. R. Joel Flores-Mariscal 

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <jr_joel_fm@comunidad.UNAM.mx>.


Resumen

Este artículo realiza una revisión de varios determinantes contextuales históricos y políticos que han impactado el proceso global de institucionalización de la ciencia política en Estados Unidos. A partir de una revisión de literatura metadisciplinar y analizar su relación con diferentes momentos de la historia estadounidense, se argumenta que dichas coyunturas han incidido en el desarrollo de las características metodológicas y los matices ideológico-normativos de la disciplina y que tal proceso de influencia debe ser objeto de discusión reflexiva y abierta como punto de partida para atender la tensión entre los fines de conocimiento académicos y los objetivos de aplicación o incidencia en la política práctica y para buscar la relevancia social de la disciplina.

Palabras clave: ciencia política; ideología; disciplina; académicos; historia

Abstract

This article reviews some relevant historical and political contextual determinants that have impacted the global process of institutionalization of the discipline called political science in the United States. Based on a review of the meta-disciplinary literature and its relationship with different moments in American history, it is argued that this political and historical conjunctures have influenced the development of the methodological characteristics and the ideological-normative nuances of the discipline and that such a process of influence must be the subject of reflective and open discussion as a starting point to address the tension between the academic knowledge purposes and the objectives of application or incidence in practical politics and to seek the social relevance of the discipline.

Keywords: political science; ideology; discipline; academics; history

Introducción

El estudio de la actividad científica y de las dinámicas de producción del conocimiento científico tradicionalmente se ubican dentro del ámbito de la historia y la sociología de la ciencia. Sin embargo, diferentes tipos de autoanálisis son un ejercicio regular en las ciencias sociales. Particularmente, la ciencia política estadounidense se distingue por su prolífica literatura sobre la definición, historia, situación y retos de la disciplina. No obstante, el autoanálisis es una tarea compleja porque la autocrítica y el ideal de objetividad parecen ser aún más difíciles cuando se trata de la propia labor.1

En este artículo se busca construir un argumento sobre el peso del contexto político, histórico e ideológico para el desarrollo del perfil disciplinario de la ciencia política, a partir de una revisión de la literatura sobre la historia y estado de la ciencia política estadounidense. Dicha revisión se presenta como un balance que permite identificar dinámicas y momentos clave de esa dependencia. Si bien el orden general de exposición será cronológico, el objetivo no es la reconstrucción histórica de los debates en sí mismos, sino asumir cada dimensión recuperada como un ejemplo de dinámicas vigentes hasta la actualidad.

El punto de partida es la consideración de que la ciencia política está caracterizada por tensiones políticas desde distinto ángulos: en lo exterior, por la búsqueda de reconocimiento social y legitimación, y, en lo interior, debido al poder intrínseco que se construye en la definición que hace de su objeto, relaciones tangibles con el poder político y con el ámbito del Estado y el gobierno, así como la pugna con otras tradiciones de las ciencias sociales con las cuales se disputa el reconocimiento de especialidad en el estudio de la política. Adicionalmente, de manera más íntima, están presentes tensiones en cuanto a estrategias metodológicas y elección de agendas de investigación, disputa que se extiende hasta aspectos fundamentales de la profesión, ya que la contienda por la primacía de valores e ideologías que siempre existe en las sociedades, instituciones y también en la profesión académica, es algo concomitante a las luchas por recursos materiales y simbólicos. Las tensiones se visibilizan desde que la ciencia política estadounidense apenas en proceso de formación debatía sobre su perfil disciplinario. Cuando Charles Merriam llamaba a que el estudio de la política fuera más científicamente orientado y basado en la definición de variables conductuales, junto al uso de herramientas matemáticas, estaba fundando un cambio de rumbo, una “nueva” etapa del estudio de la política en los Estados Unidos, dejando atrás la anterior tradición de ciencia política como estudios filosóficos e institucionales (Merriam, 1921).

En ese sentido, el desarrollo y perfiles de la disciplina pueden leerse a través de varias etapas examinadas en este artículo. No es el objetivo de este trabajo hacer una investigación a detalle de dicha historia o proponer una periodización estricta; sin embargo, es útil esbozar tal periodización al momento de analizar los momentos de politización destacados en la ciencia política estadounidense.

La primera etapa, que podríamos llamar “temprana”, es el proceso de emergencia y aumento de presencia en el panorama académico estadounidense, que data de alrededor de fines del siglo XIX cuando empiezan a aparecer los primeros cursos con el nombre de ciencia política y posteriormente empiezan a surgir los primeros programas académicos. En esta etapa son fundamentales las tensiones y definiciones teórico-epistemológicas que van a dar forma a la disciplina. Particularmente, se destaca el paso de los referentes institucionalistas al surgimiento del conductismo caracterizado por su interés en la investigación empírica, comparativista y de orientación positivista influenciada por las técnicas de investigación de la psicología social.

Una segunda etapa disciplinaria de consolidación une el surgimiento de este nuevo perfil conocido como conductismo -behavioralism- con los contextos de la primera y segunda guerras mundiales, momento en el que la ciencia política estadounidense, al igual que otras disciplinas de las ciencias sociales como la sociología y la psicología, son consideradas valiosas en el esfuerzo de guerra y se nota la influencia del contexto político nacional en las agendas, enfoques y temas de investigación de la disciplina.

Posteriormente, durante los años sesenta y setenta se puede distinguir una tercera etapa en la disciplina marcada en lo interno por la aparición de las políticas públicas como corriente surgida de la disciplina para especializarse en el análisis de las decisiones y acciones gubernamentales y por el cambio gradual del enfoque conductista que va a dar paso al comparativismo cuantitativista y al mayor uso de modelos de análisis economicistas. También se ve marcada en lo externo por el contexto de la Guerra Fría, que tendría influencia en la disciplina no sólo ofreciendo materia para sus agendas de investigación sino consolidando, por una parte, la identidad de la misma como un conocimiento orientado a la defensa del de la democracia capitalista de la nación frente al modelo comunista y por otra, sumándose, al despliegue de acciones políticas, e incluso bélicas, del Estado mediante la investigación aplicada, dinámica que es común con otras ciencias sociales, especialmente en la antropología y en la sociología.

El inicio de la cuarta y última etapa puede ubicarse hacia mediados o fines de los años ochenta del siglo pasado, momento en el que distintas voces críticas dentro de la disciplina denuncian el peso de enfoques y corrientes que se han vuelto dominantes en ella, por lo que llaman a una labor de reflexión disciplinaria que necesariamente rebasa el ámbito teórico, es decir, a que se reconozca que la dinámica de “mesas separadas” implica asuntos de política interna dentro de los espacios institucionales donde se desarrolla la disciplina. Queda pendiente decir si la respuesta que se ha dado posteriormente -y sobre todo con el cambio de siglo- constituyen una quinta etapa contemporánea. Hoy en día, la literatura meta-disciplinaria reconoce la pluralidad en la ciencia política (Goodin, 2009; King, Kehoane y Verba, 1998; Brady y Collier, 2004), la legitimación de distintos enfoques y el abordaje de reflexiones sobre la política interna en la ciencia política que había quedado pendiente, sin embargo, el análisis de las dinámicas y efectos de la política interna en la disciplina es una agenda que todavía tiene mucho terreno por cubrir.

Raíces epistemológicas

Los diccionarios de ciencia política como el de Bobbio, Mateucci y Pasquino (2008), la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales (1976) o el Diccionario de Política de Dieter Nohlen (2006), coinciden en señalar que la ciencia política -entendida en su sentido más amplio- tiene una trayectoria que puede rastrearse desde la época de la filosofía griega clásica. Incluso suele mencionarse a Aristóteles como pionero en el uso de fuentes, evidencia y comparación para la investigación sobre la organización de las polis griegas. A partir de ello, se considera que en la cultura europea (occidente) ha habido una línea de continuidad del pensamiento político, especialmente tras la Ilustración y que llega a la modernidad con la lectura de Maquiavelo respecto del poder, que propone una visión realista y secular de la política, definida a su vez como una actividad separada de la moral.

Herederos de esa tradición en la cúspide de la modernidad liberal y justo antes de la Primera Guerra Mundial, autores clave en la teoría social y en la investigación social empírica como Marx, Comte, Durkheim, Pareto, Michels, Mosca, Weber y Dewey resultaron seminales para el nuevo perfil de un campo más bien interdisciplinario en torno a lo que podría denominarse “ciencias políticas y sociales”. Ello sin olvidar que, en Estados Unidos, hacia principios del siglo XIX, los estudios de ciencia política tenían como telón de fondo al pensamiento pragmático de John Dewey, el realismo de George Catlin y, por supuesto, la visión secularista de Weber, que en cierta forma sintetizaba dos siglos de filosofía alemana detrás de sí (Farr, 1999; Giddens, 1976; López y Velasco, 2013; Turner y Factor, 1994).

La “ciencia del Estado” alemana de mediados del siglo XIX fue un punto de partida para los primeros cursos de ciencia política en Estados Unidos. Tenía ya el germen del posterior cambio de visión, del análisis histórico-institucional al empírico-comparativo. Desde estos primeros libros con el nombre de “ciencia política”, desde fines del siglo XIX ya se manifestaba el objetivo de the establishment of causal relations trough comparative analysis (el establecimiento de relaciones causales mediante el análisis comparativo) (Loewenberg, 2006), así como a la visión del círculo de Viena, que después tendrían como parangón en los Estados Unidos a los trabajos de Paul Lazardsfeldt en conjunto con la llegada de modelos de análisis sociológico psicologistas influenciados por Piaget y Freud.

La primera etapa de la ciencia política estadounidense contemporánea, por lo tanto, combinó la impronta positivista y empirista como guía junto con la metodología propia de la psicología, dando lugar al primer momento conductista de la disciplina. Los antecedentes señalados son respaldados por la literatura sobre las raíces epistemológicas de la disciplina que, a lo largo del tiempo, han apuntado una y otra vez la importancia de los referentes que imprimirían sus características a la disciplina: la tradición liberal y la influencia de los padres fundadores en Estados Unidos, que se unirían para formar la propuesta del pluralismo democrático.

La nueva dinámica masiva de la política electoral basada en el sufragio universal requirió bases teóricas complementarias al liberalismo clásico que serían aportadas por autores como Dewey, Lippman, Lasswell y, posteriormente, Riker, particularmente respecto al papel de la socialización, la propaganda y la opinión pública. Todas estas visiones comulgaron con el positivismo científico -entre cuyos exponentes más influyentes del momento estaban Russell, Popper y Merton- que, a pesar de las críticas, al final imprimió como inspiración su sello distintivo a la disciplina a lo largo del siglo XX y, en general, a la sociología política en un sentido más amplio. Prueba de ello son el análisis de las premisas teóricas de las obras seminales del conductismo y las referencias explícitas de los autores más importantes del momento, como el propio Merriam, y las reiteradas citas explícitas de Max Weber y Wilfrido Pareto en las obras de Parsons y otros teóricos.

Diversos momentos históricos sellaron este proceso, en especial la fundación de la American Political Science Association y su revista, que constituyeron una plataforma institucional básica para la disciplina y el famoso llamado de Merriam en 1924 en The present and future in the study of politics (El presente y el futuro en el estudio de la política), que fue escuchado por Lasswell y después Easton y Almond, quienes, paralelamente a la sociología electoral desarrollada a partir del paradigmático estudio The People’s Choice (La elección del pueblo) de Lazarsfeld (1944), imprimirían un perfil particular “progresivo” a esta vieja y ahora nueva disciplina. Así, a pesar de todas las innovaciones y cambios de enfoque que tuvo a lo largo del siglo XX, una serie de fundamentos filosóficos de carácter tanto epistemológico como normativo han permitido que la disciplina haya sido capaz de mantener su identidad y una tradicional tensión entre su naturaleza política y su vocación científica, además de la posibilidad de establecer corrientes centrales alrededor de una cada vez más consolidada disciplina llamada ciencia política, ahora con reconocimiento y alcance internacional.

La trayectoria que seguiría esta opción está marcada por cuatro aspectos centrales: 1) la base institucional, 2) el impulso recibido a través del gobierno y las fundaciones, 3) la separación disciplinaria con la administración pública -a la que, a pesar de su mayor historia y madurez (Guerrero, 1982 y 1989), eventualmente de alguna forma absorbería- y 4) la conversión de esta investigación en la corriente dominante a nivel internacional. En ese proceso de consolidación disciplinaria no obstante, hubo una intensa dinámica política de por medio, misma que puede rastrearse en diferentes aspectos desde la explicita relación de los programas académicos con el Estado hasta temas más sutiles como las disputas metodológicas y de agendas de investigación internas.

El peso del contexto de la posguerra en el perfil disciplinario

Desde los años cuarenta, es claro que la formación de la ciencia política estadounidense estuvo entrelazada con el proceso nacional de institucionalización académica de un país que ya recogía los frutos de siglo y medio de un proceso de expansión territorial, que se retroalimentó con la expansión del mercado interno, la intensificación de la producción agrícola y, sobre todo, que se encontraba en medio de un acelerado proceso de industrialización. Las extensas vías ferroviarias favorecieron, además de la expansión mencionada, la integración sociocultural de una emergente identidad nacional estadounidense y, conforme se olvidaban las heridas de la Guerra Civil de cara a la Primera Guerra Mundial, también se consolidó un sentido de unidad nacional, así como el crecimiento en tamaño y poder del gobierno federal, particularmente del poder ejecutivo, lo que tuvo importantes repercusiones para la vida académica y para el desarrollo científico nacional, toda vez que el gobierno federal se convirtió en un patrocinador clave de la creación de universidades estatales y de su posterior financiamiento. Dicho proceso vio frutos en cuanto a capacidades estatales en su máximo esplendor alrededor de la Segunda Guerra Mundial. Para la ciencia política, al igual que para el resto de las ciencias sociales y naturales, la movilización de la guerra fue el catalizador institucional de un largo proceso de desarrollo intelectual y profesional.

Concomitantemente, se ve la importancia de la creación de organizaciones integradoras como el Social Science Research Council. Asimismo, los requerimientos militares de investigación en comunicación social y propaganda, en estudios etnográficos y en psicología, entre otros, produjeron una generación de estudiosos que, junto a la producción de ciertos trabajos paradigmáticos asociados directa o indirectamente con la guerra, se convirtieron en el cimiento de las modernas ciencias sociales en Estados Unidos y a nivel internacional. Uno de los mejores ejemplos de estos trabajos es la ahora clásica investigación “The American Soldier”:

La Segunda Guerra Mundial proveyó el escenario para el mismo tipo de publicidad favorable que recibieron en su momento los tests psicológicos durante la Primera Guerra Mundial. Las encuestas de Samuel A. Stouffer sobre la adaptación y ajuste de los reclutas a la vida militar, al combate y a la sociedad de la posguerra es probablemente el caso mejor conocido de investigación en exámenes conductuales por el gobierno. (Breen, 2002: 235)

En realidad, la mayoría de los académicos que participaron en esa clase de proyectos de investigación militar fueron psicólogos y sociólogos, lo que muestra a la ciencia política de entonces más bien como una empresa en proceso de maduración que tenía que tomar sus fundamentos teóricos y metodológicos de manera ecléctica.

Más allá de autores específicos, el contexto de guerra fue decisivo para la ciencia política en cuatro aspectos: primero, brindó una oportunidad a la disciplina para participar en megaproyectos de investigación que de otra manera no habrían sido viables en aquel momento; segundo, dichos megaproyectos demostraron el potencial valor instrumental de la investigación social y establecieron un modelo para la operacionalización que sobrepasaría las pretensiones del movimiento conductista; tercero, un efecto colateral del contexto de guerra fue la influencia intelectual de los académicos que se refugiaron en los Estados Unidos; cuarto, el marco ideológico y la propaganda sobre la superioridad moral de la democracia estadounidense permearían ideológicamente en el diseño y cariz de los propios programas de investigación y las disciplinas.

Respecto al papel de la migración intelectual, desde la Primera Guerra Mundial se había dado una llegada importante de intelectuales europeos a los Estados Unidos. Un ejemplo clave para las ciencias sociales fue Pitkin Sorokin, un sociólogo socialdemócrata ruso censurado por los revolucionarios soviéticos hacia los años veinte cuya influencia sería muy importante para la formación de los departamentos de Sociología en Harvard y la Universidad de Columbia, abriendo el paso para una segunda oleada de estudiosos de la talla de Talcott Parsons y George Homans. Otra de las figuras clave llegó poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial: Kurt Lewin, proveniente de Alemania, quien introdujo la moderna metodología de investigación, ahora estándar, en psicología social a los Estados Unidos. Aunque ahora es poco recordado, Lewin es uno de los referentes más importantes para el inicio del movimiento conductista en ciencia política: sus trabajos fueron constantemente citados por Merriam y Harold Gosnel. La Segunda Guerra Mundial fue un momento álgido del enriquecimiento de la academia estadounidense debido a la gran cantidad de refugiados recibidos, el efecto de dicha influencia intelectual comenzó a verse de manera inmediata dando forma a las ciencias sociales en aquel país.

La guerra por sí misma generó otras oportunidades, sin embargo, para las cuales las formaciones de los emigrados eran particularmente adecuadas. Reclutadores de la Oficina de Información de Guerra, el Buró de Guerra Económica, la Oficina de Servicios Estratégicos y otras agencias federales encontraron en la comunidad de académicos desplazados a un rico acervo de expertos lingüistas, metodólogos y en estudios regionales que podrían utilizarse en el esfuerzo de guerra. (Katz, 1991: 745)

En este sentido, nombres que han dejado su huella en la historia de las ciencias sociales son Theodor W. Adorno, Hannah Arendt, Alfred Schütz, Peter F. Drucker y Karl Deutsch, junto con un cúmulo de académicos que, aunque no fueron tan famosos, llegaron a tener un impacto importante en el desarrollo de muchas ramas de la ciencia en los Estados Unidos (Coser, 1984). Entre ellos, destaca un autor que probablemente tuvo una de las influencias más profundas en el desarrollo de las ciencias sociales contemporáneas: Paul Larzarsfeld, estudioso de origen judío-alemán relacionado con el “Circulo de Viena” llegado a Estados Unidos en 1933 (Muller, 1987). Además de dar forma al modelo investigación social empírica paradigmático contemporáneo2 basado en la noción de “operacionalización”, legó a la ciencia política The People’s Choice (La elección del pueblo) (1944) y Voting (Votar) (1954), dos de los primeros estudios modernos de investigación electoral empírica cuantitativa a gran escala.

Aunque no se ha visto de nuevo un proceso migratorio de académicos hacia los Estados Unidos tan dramático como durante la Segunda Guerra Mundial, actualmente Estados Unidos, Canadá, Australia y Europa mantienen un importante proceso de migración de regiones del mundo que padecen conflictos bélicos o que simplemente no brindan condiciones adecuadas para el ejercicio de la investigación científica. Esto es sobre todo importante en la migración de personas con alto nivel de especialización profesional, pues para personas con este perfil es más probable obtener visas de trabajo y residencia.

Este fenómeno migratorio es un asunto sociopolítico relevante que debe ser considerado en el análisis de la disciplina, ya que, por un lado, la migración académica ha demostrado ser un detonante de innovaciones importantes y de traslado de valores sociales e ideológicos; por otro, el tema de la migración internacional corre el riesgo de dejar entrever dinámicas negativas como exclusión étnica o racismo, cerrazón ante la eventual postulación de críticas epistemológicas de hondo calado o bien de otras actitudes que retan los valores políticos liberales sobre los cuales fueron edificadas las ciencias sociales. Este último asunto, afortunadamente, parece no haber sido un problema en este momento migratorio; no obstante, tradicionalmente está presente también.

Una cuarta forma de influencia que tiene el contexto de guerra en la ciencia política es el de crear un contexto subyacente de estrés social e ideológico que afecta al conjunto de las ciencias sociales y sus interacciones con el aparato de gobierno; es decir, a pesar de la gran escala de la infraestructura científica en Estados Unidos, el contexto bélico a escala social conlleva tensiones entre los valores políticos liberales de igualdad y tolerancia que son fundamentales para el ethos científico, una acelerada secularización del concepto de lo social y de la política y el ascenso de las sociedades de masas como la nueva realidad referente de la acción colectiva. Tal como estudió Lazarsfeld desde los años cuarenta, esta nueva configuración sumada a las tecnologías de comunicaciones es un terreno fértil para la difusión de ideas y valores polarizantes relacionadas (o no) con proyectos políticos.

La Segunda Guerra Mundial estableció una serie de premisas constantes en el imaginario popular sobre los “buenos” y los “malos” mediante la amenaza del comunismo como generalización. La satanización en estos imaginarios se vivió plenamente durante la Guerra Fría en cuanto a aspectos propiamente militares: detrás del conflicto bélico entre dos coaliciones de países había un conflicto entre dos modelos económico-políticos. Incluso después de la caída del bloque socialista, ciertos patrones de propaganda provenientes del contexto de la Segunda Guerra Mundial han prevalecido, por ejemplo, se reconocen visos de este discurso de estilo propagandístico en el uso de expresiones como el “eje del mal” utilizadas por algunos políticos de aquel país en pleno siglo XXI para referirse a países con los que Estados Unidos se encuentra en competencia geopolítica.

Este discurso pasa de los políticos al ser enarbolado como valores institucionalizados que desbordan los debates parlamentarios y las estrategias de comunicación masiva y eventualmente permean también en la vida académica. En la ciencia política queda evidencia de esa inercia, por ejemplo, en los manifiestos y declaraciones de las organizaciones profesionales. Uno de estos casos es cuando, en 1942, la APSA creó un comité para examinar propuestas para que la ciencia política contribuyera al servicio público y al esfuerzo de guerra. El reporte final de esta comisión iniciaba con el siguiente párrafo:

Éste es un momento en el que la nación espera de todo hombre cumplir con este deber. El primer deber de una profesión enseñada es determinar cómo es que sus miembros pueden ser de la mayor utilidad. Este reporte busca ser un análisis de las contribuciones posibles y adecuadas que cada politólogo puede hacer al esfuerzo nacional. (Committee on War-Time Services of the APSA, 1942: 930)

A pesar de la elocuencia de esta declaración y de la explícita misión ideológica que enuncia, eventualmente -como era de esperarse de un grupo de departamentos académicos en ciencias sociales- el reporte final de la convocatoria mostró que los alcances profesionales de la disciplina de la ciencia política eran entonces -como ahora- poco exclusivos y analíticamente poco diferenciados de lo que podría ofrecer cualquier otra disciplina social. Las opciones de aplicabilidad de la ciencia política encontradas fueron:

1) Participando como empleados en el Gobierno federal haciendo investigación, labores ejecutivas o de asesoría y trabajo de organización; 2) Asumiendo tareas para el Gobierno federal ayudando en proyectos locales; 3) Responsabilizándose por la investigación necesaria; 4) Capacitándose para el servicio público; 5) Mejorando el entendimiento público del momento de guerra y de los problemas de la posguerra; y, 6) Fortaleciendo las instituciones democráticas. (Committee on War-Time Services of the APSA, 1942: 931)

Más allá de las declaraciones colegiadas, el estrés bélico al que se sometió la disciplina puede observarse en el tipo de preocupaciones éticas que se suscitaron entre los profesores en relación con la investigación de temas como la propaganda. Hay, por ejemplo, una interesante serie de artículos en los cuales dos profesores debaten sobre la posibilidad de que estudiar propaganda podría producir entre los estudiantes cinismo acerca de los valores democráticos (Lannes, 1941; Miller, 1941). Aunque a primera vista pueden parecer una curiosidad, en realidad se trata de asuntos que quizá valdría la pena examinar con mayor detenimiento si es que, como se sigue profesando públicamente, la disciplina tiene un compromiso con determinados valores políticos, tales como la democracia, pero también la paz y el humanismo.

En esos mismos años, hubo en el seno de la APSA una mesa redonda llamada Implications of the world crises for the teaching of government (Implicaciones de las crisis mundiales para la enseñanza del gobierno), en la cual se discutió la responsabilidad de los profesores en la enseñanza de valores políticos a los estudiantes a partir de un profundo examen como la filosofía subyacente a las enseñanzas y los procedimientos utilizados, como el uso de laboratorios para el análisis social (Wilcox, 1941). Dicho análisis es escasamente discutido más tarde de forma explícita en la asociación, tarea que debería de retomarse puesto que -aunque no se reconozcan- existen valores y modelos disciplinarios imperantes. Quizá el llamado “realismo desencantado” sea un concepto más allá de un momento histórico en el desarrollo de la ciencia política, una denominación adecuada para un núcleo valorativo característico de la disciplina actual que, quizá, es también explicación de las numerosas debilidades que actualmente se critican a la misma.

Finalmente, un quinto impacto del contexto de guerra en el desarrollo de la ciencia política en los Estados Unidos es la eventual invisibilización de la continuidad del mismo de forma prácticamente ininterrumpida desde la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, durante la Guerra Fría.

Es cierto que una vocación de servicio o de utilidad a la sociedad o a los grandes proyectos nacionales por parte de la disciplina no necesariamente implica un problema de sesgo ideológico, puesto que tal misión social es connatural a las ciencias sociales como empresas sociales, y toda empresa social está situada social, política e ideológicamente. Por lo tanto, puede entenderse la voluntad de colaborar de los politólogos y sus departamentos y organizaciones en proyectos nacionales; sin embargo, al decir que el contexto de guerra en el que se encuentran los Estados Unidos se traduce en posturas ideológicas excesivas, se entiende como una falta de capacidad de evaluar la ética y los valores políticos y filosóficos de dichos proyectos, así como la poca capacidad de los politólogos de evaluar críticamente y de forma pública la ética de su participación en los mismos. Ante esas dos posibilidades, la ciencia política estadounidense registró escasa autocrítica durante la Guerra Fría, especialmente en comparación al activismo que sí hubo en la sociología estadounidense de aquellos años. No es que los politólogos no vieran el problema, sino que hubo inacción institucional; ésta fue denunciada y, según narra Lowi (1973), llevó a una “insurrección” y debates acalorados dentro de la reunión anual de la APSA en 1967.

Ideología en el contexto de la Guerra Fría

Después de la Segunda Guerra Mundial, la llegada de la Guerra Fría politizó intensamente el discurso público de la sociedad estadounidense. El llamado “sistema bipolar” implicaba que prácticamente cualquier disputa política importante en la arena internacional fuera asumida y analizada a partir de cálculos estratégicos con una lógica dentro del conflicto entre las dos grandes potencias. Como se señaló anteriormente, esta situación de alerta bélica fue para los Estados Unidos una continuación del estado beligerante constante que había mantenido desde la Segunda Guerra Mundial.

Las peculiares características de la Guerra Fría incluyeron principalmente la confrontación “indirecta”, sobre todo a través de conflictos “calientes” menores en países del tercer mundo cuyo telón de fondo era una mezcla compleja de intereses geopolíticos de las potencias y pugnas entre las facciones locales. El periodo también resaltó por el uso del membrete de los proyectos capitalista y comunista como discurso ideológico y la amenaza nuclear, que alcanzó cierto equilibrio al momento en que las capacidades de ambos países aseguraban la destrucción total mutua en caso de un enfrentamiento directo.

Mucho de esa dinámica sigue siendo una realidad en la política internacional, aunque con cambios importantes como el ascenso de China como potencia. Esta situación generó un alto nivel de tensión psicológica en las sociedades estadounidense y europea, además de haber sido un elemento significativo en la configuración institucional de los Estados Unidos y la Unión Soviética: el complicado entramado de instituciones de inteligencia que aún existe en Estados Unidos así lo atestigua. En las organizaciones gubernamentales, así como en las sociales y privadas con relaciones intensas de dependencia o colaboración con el gobierno, la Guerra Fría también fue un determinante. En ese sentido, los campus universitarios y departamentos académicos al interior de los mismos eran lugares altamente politizados y aunque en ciertos nichos -como la sociología- eventualmente hubo, a pesar de las tensiones, cierta tolerancia para los estudiosos marxistas y neomarxistas, en la ciencia política siempre hubo un mainstream reconocible tras la consolidación del conductismo que después permitió que los historiadores de la disciplina distinguieran diferentes escuelas imperantes a lo largo del tiempo.

No obstante, dichas historias internas de la ciencia política no han estado interesadas en la politización de la disciplina. En uno de los pocos trabajos sobre el tema, Theodore Lowi (1973) examinó el contexto de agitación política de los años sesenta y su relación con el desempeño de la disciplina; poco después, Phillip Melanson (1975) escribió el único artículo hasta la fecha que trata explícitamente la importancia de la sociología de la ciencia para el estudio de los sesgos ideológicos de la investigación de la ciencia política.

La conclusión -dada la información histórica, los puntuales estudios sobre el tema y los espacios que revelan las ausencias en la literatura metadisciplinaria- es clara: la Guerra Fría y su sustrato ideológico dejaron huella en el proceso de institucionalización de la disciplina. Si bien para los años treinta ya existían departamentos y programas de Ciencia Política prácticamente a lo largo de todo el país, la consolidación y especialización de estos se dio sobre todo alrededor de la Segunda Guerra Mundial, cuando la disciplina, al tiempo que maduraba (se fijaba una visión imperante), se institucionalizaba estableciendo una dinámica de vinculación con múltiples organizaciones gubernamentales y privadas. Esos nexos institucionales, característicos de la vida académica estadounidense, significaron que los temas de investigación financiados debían ser seleccionados en buena medida de acuerdo con los intereses y criterios de las instancias que apoyaban el proyecto. Incluso en el caso de fondos de investigación universitarios propios, los proyectos suelen ser gestionados a través de comités, lo cual eventualmente favorece ciertos temas e intereses de investigación por encima de otros.

Al reconocer que existe dicha dinámica, se entiende mejor cómo la disciplina consolidó un cariz ideológico particular. Naturalmente, cabe advertir que para entonces la ciencia política en los Estados Unidos ya tenía un tamaño importante y una alta pluralidad, de manera que las diversas influencias gubernamentales o políticas no significaron uniformidad o preponderancias totales en las agendas de investigación: siempre hubo cierto espacio para escuelas y agendas alternas, como en su momento fue el caso de la llegada de la econometría, que a su vez tuvo como alternativa a la sociología política con orientaciones desde enfoques neoweberianos hasta estudios históricos sobre el Estado o la sociología de la estructura de poder.

A pesar de que la idea de objetividad fue asociada con el conductismo -que desde entonces se ha mantenido como un valor central de la disciplina- la literatura metadisciplinaria resulta escasa sobre la reflexividad epistemológica crítica de sus premisas filosófico-normativas. Cabe resaltar que tampoco hubo apertura o diálogo con lecturas desde modelos político-normativos alternativos al capitalismo-liberal (las mesas separadas se han mantenido constantes por décadas); de hecho, la idea de objetividad ha sido utilizada como pretexto para mantener esa separación, erigiéndose los modelos cada uno en “normalidad” y pauta del trabajo objetivo y calificando a los otros de “ideologizados”. Así, se ubicó desde la ciencia política mainstream a la democracia electoral -capitalista- como único modelo válido, de tal manera que defender e incluso proponer mejoras al status imperante era objetivo y criticarlo era ideologizar la ciencia.

En ese sentido, la relación entre modelos normativos y el contexto histórico es tal que incluso pueden reconocerse convergencias de ciertos momentos históricos con obras ejemplares en ciencias sociales. Así, en el momento álgido de la Guerra Fría surgieron la teoría de la modernización y las transiciones y un mayor uso del enfoque de la elección racional, así como técnicas de análisis matemáticos; posteriormente, predominó el uso de modelos de análisis economicistas en ciencias sociales, siendo un parangón en ese sentido los trabajos de Antony Downs (1957) y William Riker (1962). Tras la caída del mundo bipolar, la ciencia política parece tácitamente aceptar, como telón de fondo social contextual en la investigación, el modelo del “fin de la historia” de Francis Fukuyama.

El proceso de institucionalización de la disciplina a nivel internacional3 también se vio afectado por el contexto de la Guerra Fría y por el papel central que cobró la disciplina estadounidense como modelo a seguir por las tradiciones nacionales de estudios políticos, especialmente en países en vías de desarrollo, pero también en Europa (Henningsen y Rasmusen, 1966; Daalder, 1979). Puede decirse que en aquel momento el referente de expansión de la ciencia política fuera de los Estados Unidos fue el conductismo, con todo y sus premisas y sesgos. Recordemos que el modelo disciplinario propuesto por autores como Graham Wallas, Merriam y Stuart Rice respecto a la introducción de técnicas matemáticas en el análisis de lo político no se trató solo del uso de una técnica, sino, en primer lugar, de un cambio epistemológico acompañado de la adscripción al positivismo.

En segundo lugar, la influencia de la agenda conductista original traída de la psicología social de Kart Lewin significó también combinar estas nuevas técnicas estadísticas con el individualismo metodológico desde mucho antes de que se conociera el trabajo de Weber o de la introducción de la teoría de la elección racional en la disciplina. Las innovaciones de este tipo fueron graduales y provenientes de influencias diversas; quizá por ello no se ha puesto demasiada atención a estos cambios menores, sino más bien al ascenso del paradigma conductista en su conjunto. En 1933, Harold Gosnell ya era capaz de realizar una revisión de la literatura sobre la introducción de la estadística en la investigación politológica, contando a más de una docena de referencias en materia teórica y empírica. Las historias generales de la disciplina a veces dejan pasar información clave: por ejemplo, a pesar de que se reconoce a Lazarsfeld como el iniciador de los estudios electorales modernos en los años cincuenta, lo cierto es que en Estados Unidos se conocía bien el trabajo pionero sobre conducta política de 1936 del Sueco Herbert Tingsten.

En tercer lugar, puede verse una interesante competencia entre la sociología y la ciencia política en los estudios electorales y otros relacionados con la comunicación y propaganda. En los años cincuenta, Lipset, en un interesante artículo dentro de un reporte para la UNESCO sobre el estado de la sociología en los Estados Unidos, deja entrever este asunto:

Con frecuencia es difícil, si no imposible, decir dónde termina el terreno de la sociología y dónde comienza el de la ciencia política o la psicología social. Por ejemplo, un anterior y continuo flujo de trabajo sociológico ha sido la conducta del votante. Sería una dura tarea, sin embargo, tratar de distinguir entre libros y artículos en este tema a qué campo académico pertenecen sus autores. (Lipset, 1950: 44)

Los factores arriba enlistados rebasaron el ámbito estadounidense y se convirtieron en parte de las tensiones experimentadas en los países que comenzaron a aceptar la visión estadounidense de la ciencia política. De allí que en América Latina o en el mundo francófono la sociología política mantuviera una preeminencia intelectual por mucho tiempo y el conductismo no llegara sino tardíamente, cuando en Estados Unidos hacía tiempo que se había desplazado en favor de la escuela de la teoría de la elección racional. También hay que decir que fuera de este país dicho cambio de visión se dio asociado a un proceso de relevo generacional por parte de académicos formados en este territorio que replicaron en sus países de origen la visión aprendida.

Estas tensiones no son sólo una curiosidad intelectual, pues tienen que ver con otra dinámica básica de las ciencias sociales: la lucha por los objetos de estudio y las definiciones metodológicas terminan impactando los repartos de recursos a los programas académicos y la legitimación pública de las disciplinas (Merton, 1968; cfr. Bourdieu, 2004). Ciertamente, cualquier intento por apropiarse de la política como objeto de estudio era una empresa difícil dado que otras disciplinas como el derecho, la economía, la historia y la filosofía desde principio de siglo estaban consolidadas y compartían la política como parte de sus objetos de estudio. Las innovaciones del conductismo cobraron impactos prácticos: la inserción del positivismo en el estudio de la política, aunada a la incorporación de la expertise de la psicología social y la sociología, creó una propuesta académica capaz de reclamar un espacio propio.

Si bien el establecimiento definitivo de la disciplina del estudio positivista cuantitativo de la política de masas sería complicado, la ciencia política logró, en un principio al menos, hacerse partícipe de esta agenda, hasta después eventualmente alcanzar el papel protagonista en la misma. Resulta interesante notar que, dentro del propio conductismo, una de las pocas ocasiones en que se debatieron los fundamentos de la política como objeto de estudio se dio cuando Floyd Hunter -un respetado politólogo conductista4-, basándose en una investigación cualitativa sobre la dinámica política en la ciudad de Atlanta, propuso el modelo de “estructura de poder”, que rápidamente fue criticado y debatido dentro de la disciplina. Esta propuesta generó tal revuelo que, de acuerdo con William Domhoff (1978), la única investigación empírica de Robert Dahl (1961), Who Governs? (¿Quién gobierna?), fue motivada por replicar la hipótesis de Hunter (1953). Ambas posturas tuvieron una gran repercusión en el curso de la disciplina. Por una parte, Hunter encontró que, a pesar de la existencia de elecciones competidas, en realidad el ejercicio del poder -es decir, los procesos de toma de decisiones sobre las políticas públicas- en todo momento se mantenía reservado a un grupo de líderes empresariales que incluso determinan la composición misma de la clase política. En contraste, Dahl propuso que la dinámica política es más bien “pluralista”: a pesar de los grupos de interés, y la presencia de actores dominantes, estos en realidad no están interesados todo el tiempo en cada uno de los asuntos de la agenda pública, por lo que las políticas públicas sí son disputadas temáticamente, lo cual hace que el sistema político permanezca plural.

¿Quién ganó este debate? El asunto no se resolvió, sólo se calmó con el tiempo y, de nueva cuenta, con el silencio entre mesas separadas. En términos de luchas de poder, la noción de pluralismo eventualmente se convirtió en el referente fundamental para las posteriores -y actuales- agendas de investigación centrales en la ciencia política mainstream, mientras que la noción de estructura de poder terminó siendo retomada más bien dentro de la -marginal desde la década de 1990- sociología política crítica, la cual ante las contradicciones políticas y económicas del mundo posneoliberal en el siglo XXI parece estar siendo reivindicada como el diagnóstico acertado. Durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, el desarrollo de la disciplina parece resolver muchas de las disputas teóricas mediante el fomento y desarrollo de ciertas visiones más que a través de contraposición de evidencias simplemente, al tiempo que ignora otras. No se ven debates importantes como en la sociología, campo en el que puede notarse una mayor apertura teórica; en contraste, autores como Parsons, Foucault, Bourdieu, Aaron o Elster, aun señalando críticas agudas, no se limitaron a ignorar las ideas relacionadas con el marxismo, la antropología o cualquier otra fuente teórica.

Esa dinámica es claramente diferente a la de la ciencia política que, desde la época del conductismo y hasta la actualidad, simplemente ha evitado entrar en debates con visiones mixtas como Foucault o Bourdieu. A pesar de que los manuales recientes caracterizan a la disciplina como altamente plural, existe dentro de la misma una tendencia a marginar sino también los temas de investigación. Esto ha pasado claramente con el estudio de temas como la estratificación social, los movimientos sociales o la ya mencionada noción de estructura de poder, sin importar que muchos de estos estudios compartan una visión empirista y de uso de técnicas cuantitativas, remitiendo los temas apuntados como pertenecientes más bien al campo de la sociología.

Es posible afirmar que este comportamiento de definición de temas, objetivos y enfoques metodológicos mainstream significa la constitución de un discurso hegemónico dentro de la disciplina, que a su vez fue replicado conforme la ciencia política estadounidense, se “importaba” en otras latitudes. Esa “selectividad” disciplinaria no generó grandes debates sobre todo porque se dio de forma gradual y más bien tácita, y por lo mismo casi no fue registrada en los trabajos sobre la historia de la disciplina; sin embargo, esto tuvo consecuencias institucionales importantes que han salido a relucir en los estudios sobre el proceso de institucionalización de las ciencias sociales estadounidense, sobre todo en trabajos que han demostrado los efectos de la influencia de organizaciones colegiadas, gubernamentales y de fundaciones privadas en el desarrollo de las disciplinas y sus agendas de investigación.

El primer gran paso del proceso de institucionalización de la ciencia política en Estados Unidos fue, como hemos mencionado, la creación de la APSA en 1906 con poco más de mil asociados. Fue un paso fundamental para la legitimación y la capacidad de gestión de recursos de la, hasta hace poco, especialidad del derecho, y también significó la posibilidad de una visión central por encima de otras (Gunnell, 2006).

Poco después, otro actor que impactó el proceso de institucionalización de la disciplina y sus definiciones teóricas fueron las fundaciones. Emily Hauptmann (2006) por ejemplo, ha documentado cómo la Fundación Rockefeller tuvo un papel determinante en la definición de un concepto tan general como el de “teoría política”, experiencia que lleva a preguntarse cuál fue el papel de otras instituciones en la definición conceptual de la disciplina y, de hecho, en todas las ciencias sociales (Hauptmann, 2010). Al mismo tiempo, la expansión del gobierno y los presupuestos federales hará que, como en casi todos los países, la política científica también alcance -y condicione- el desarrollo de la ciencia política (Solovey y Cravens, 2003; Solovey, 2013).

Por otra parte, el involucramiento más visible y directo de la ciencia política con la política se encuentra en su interacción con los asuntos gubernamentales. Como ha sido señalado, la ciencia política ha estado ligada al contexto bélico estadounidense casi desde sus inicios, y el mayor impacto del contexto sobre la disciplina se dio cuando desde el gobierno se invitó a los politólogos a realizar investigaciones en ciertos temas como el de comunicaciones de masas en los albores de la guerra o, después, con estudios más delimitados sobre propaganda durante la misma. Esta situación difiere del análisis del impacto social de una política pública o de simple asesoría. La participación de académicos en proyectos militares o de “seguridad nacional” no puede ser debatida abiertamente en los claustros académicos ni sometida al escrutinio público de una política pública regular, ya que el objetivo de las operaciones -que se conocen- puede ser éticamente cuestionable y éstas suponen potencialmente violaciones al derecho internacional y a las garantías individuales de muchas personas. Por ello, los casos que han salido a la luz han suscitado en su momento escándalos periodísticos. Hablamos, pues, de una ciencia política con valor instrumental como una herramienta de poder, una ciencia para los “arcana imperi” (Bobbio, 1998).

Uno de los relativamente escasos estudios de este tipo de casos es el realizado por Mark Solovey (2001) sobre el llamado “Proyecto Camelot”. También ese tipo de participaciones puede darse indirectamente a través de agendas de investigación en consonancia con las estrategias geopolíticas del país, en cuyo caso el asunto es aún más complejo y no puede afirmarse que en todos los casos los politólogos hayan buscado que sus ideas constituyeran el respaldo de las estrategias gubernamentales. Los casos más conocidos de teorías que se asociaron con las estrategias geopolíticas estadounidenses son las agendas del desarrollo político, la teoría de la modernización y las transiciones a la democracia (Smith, 1997; Vidal, 2003, 2004; Gans-Morse, 2004; Joignant, 2005; Fung, 2007; Ravecca, 2014). Dicha dinámica tiene implicaciones sensibles para la definición de la ciencia política porque muestra la capacidad ideológica/normativa de la misma, ya sea en conjunto o de los politólogos individualmente.

Política de la epistemología

Cuando la idea del discurso científico se conjunta con los valores y preferencias políticas de los estudiosos o de terceros actores, se puede cumplir la máxima misión de la disciplina, aportar valores políticos útiles para la sociedades -así como fundamentarse en la ciencia para poder hacerlos realidad- o, por el contrario, caer en el mayor despropósito de la disciplina: hacer de la ciencia política una mascarada de prejuicios desde la selección parcial e irreflexiva de valores hasta el desarrollo de estrategias de manipulación.

Es importante la lectura “metateórica” como punto de partida para entender la relación entre ciencia y política. Se trata de aquel interés en “el estudio sistemático de las estructuras subyacentes de la teoría” (Ritzer, 1992: 7) o bien, para el caso de la “metametodología” en ciencia política, del “deliberado esfuerzo por reflexionar teóricamente sobre cuáles métodos son apropiados para el estudio de qué aspectos de la política y en qué ocasiones […] cualquier metodología política, cualquier aplicación de cualquier método y por supuesto cualquier estudio de cualquier cosa conlleva compromisos filosóficos” (Bevir, 2008: 49). En cada autor, e incluso en cada obra particular, existen necesariamente una ontología y una epistemología que subyacen a la tradición desde la cual se realizan tanto las investigaciones específicas como las obras teóricas que le proveen conceptos a su investigación empírica. Ello se da en dos niveles: uno correspondiente a las premisas que los autores “toman” de sus fuentes bibliográficas -mismas que, por cierto, no siempre son asimiladas de manera “pura”- y otro correspondiente a las definiciones que proponen los autores de manera original.

Muchas veces, los textos omiten o evitan la discusión de sus premisas metodológicas, por lo que hay que inferirlas a partir de la totalidad del trabajo y sus referencias bibliográficas o del conocimiento sobre el autor y su obra. En otras ocasiones, ciertos conceptos atados a una tradición teórica propia son utilizados en un trabajo cuya estructura metodológica parte de otras premisas teóricas sin que el autor discuta la adaptación o el “estiramiento” de los conceptos y modelos.

Desde la sociología de la ciencia, puede decirse que en la ciencia política hubo un problema de inconmensurabilidad (Kuhn, 1962) durante el proceso de consolidación paradigmático del conductismo; éste posteriormente se perpetuó y se profundizó cuando la epistemología rebasó la mera diferencia de visiones y se volvió un asunto politizado, haciéndose patente la presencia de un discurso hegemónico dentro de la disciplina que ha permanecido desde entonces.

Si bien hoy en día la crítica de los supuestos epistemológicos de las ciencias sociales y naturales (Medina, 1989) parece un tema relativamente común, antes de la llamada “revolución kuhniana” ni siquiera las inquietudes de Popper acerca del empirismo lógico impactaron realmente la visión dominante en filosofía de la ciencia; tampoco la propia sociología de la ciencia del momento, la llamada tradición “mertoniana” tuvo interés en atender el asunto. Cuando Merton empezó sus trabajos en el campo en 1937, desde sus primeros artículos estableció que, aunque las referencias punto de partida en aquel momento eran los trabajos de Mannheim y Scheler, sus discusiones sobre los determinantes sociales de la filosofía de la ciencia deberían ser evitados. ¿Cómo podría esperar uno que en ese clima intelectual hubiera autocríticas epistemológicas dentro de la ciencia política? Ya era bastante complicado el proceso de deslinde de la tradición institucionalista y su justificación frente a otras disciplinas que compartían el objeto de estudio.

Sin embargo, aunque no hubo debates disciplinarios, vale la pena mencionar a autores centrales que alcanzaron a ver el problema. En 1940, un excepcional trabajo de Benjamin Lippincot (1940) argumentó que hay ciertos valores ideológicos que afectan la epistemología de la reciente disciplina: particularmente señala el caso del conservadurismo económico como un factor que subyace en muchas investigaciones y que, no obstante, es asumido tácitamente sin mayor discusión metodológica, lo cual es relevante, ya que hasta ahora tampoco desde la filosofía política se ha discutido el impacto de las tradiciones filosóficas y de pensamiento político en la construcción de la ciencia política, a pesar de que se sabe que las bases epistemológicas de la filosofía política son un asunto profundamente político basado en preferencias políticas y entrelazado con los contextos históricos en que surgieron (White, 1989; Byers, 1997).

Entre los autores más conocidos de la disciplina, destaca la muy citada crítica de Gabriel Almond (1989) a las “mesas separadas” del campo. En este trabajo, un aspecto poco comentado es el diálogo con las críticas que se hacen desde el marxismo sobre los sesgos ideológicos de la ciencia en general, especialmente en las ciencias sociales: en lugar de descalificar o ignorar estas voces, reconoce que efectivamente hay ciertos argumentos válidos en dicha crítica y propone una opción para corregir el problema sin tener por ello que adscribirse al marxismo. La respuesta es elegantemente simple, manteniendo una postura realista al identificar funciones sociales universales: Las tipologías proporcionan principios de orden, aíslan las diferencias de modo sistemático y abren la mente al tipo de especulación disciplinada del que se derivan hipótesis significativas (Almond, 1950: 285).

Posteriormente, en su famoso artículo de 1956 Comparative Political Systems (Sistemas políticos comparados), Almond retomó esa noción, que con el tiempo se convertiría en la base de la política comparada conductista. La idea de que existen funciones sociales universales constantes no era del todo nueva: sus raíces provienen de la antropología, que lentamente había madurado durante las décadas alrededor de las posguerras hasta empezar a identificar y atender su tradicional problema de etnocentrismo gracias al uso de un enfoque comparado. También cabe mencionar que Parsons es un referente teórico primordial para Almond por reconstruir la noción weberiana de “acción”, pieza clave para la construcción de un concepto universal que agrega y da sentido a las conductas colectivas.

A pesar de los problemas y debilidades que después se relacionarían con el uso del estructural funcionalismo en la ciencia política conductista, afirmar que la disciplina debe aspirar a la universalidad cultural -sin caer en el etnocentrismo- es una lección que sesenta años después la disciplina parece haber olvidado. Ello se debe en buena medida a la importante ausencia de autocrítica epistemológica en los manuales más conocidos y citados en la disciplina y a que los pocos artículos que esporádicamente se producen sobre el tema, generalmente no encuentran resonancia ni generan debates importantes, sino que simplemente pasan de largo. Como muestra de este tipo de artículos lúcidos pero con poca resonancia, basta referir cuatro documentos que incursionan en el análisis de las bases epistemológicas de la disciplina: el primero es uno de los trabajos pioneros que reconoce ideologías políticas subyacentes en la investigación (Lepawsky, 1964); el segundo, un artículo que hace una crítica epistemológica del concepto de participación política (Schwartz, 1984); el tercero, un ensayo que señala la falta de análisis conceptual del que ha sido objeto la noción de acción política, (Gunnell, 1979), y, finalmente, el cuarto es la entrada sobre epistemología de la ciencia política en el reciente Oxford Handbook of Political Science (Bevir, 2008).

Albert Lepawsky fue un politólogo contemporáneo de Merriam, y puede considerarse parte de los fundadores del movimiento conductista. Su citado artículo realizado a avanzada edad data de mediados de los sesenta y por ello tiene la cualidad adicional de aportar la perspectiva de alguien que presenció la trayectoria completa del conductismo desde sus inicios hasta el comienzo de su debacle. El argumento central del trabajo es una crítica a la omisión de la disciplina en el examen del impacto de las premisas filosóficas políticas e ideológicas de la investigación que realiza:

Como estudio de los métodos y organización del conocimiento, la epistemología para los politólogos es decisiva. De hecho, desde el mero punto de vista disciplinario, la epistemología de la política es más importante que la política de la epistemología. Pero la epistemología ha sido el campo de trabajo de los filósofos más que de los politólogos, y los filósofos son reluctantes a poner a prueba empírica a la epistemología, especialmente a la epistemología política. (Lepawsky, 1964: 12)

Por el valor central de este trabajo surge la siguiente inquietud: ¿por qué el artículo no fue publicado en una de las revistas centrales de la disciplina como la apsr jop o la ajps? O ¿por qué no hay citas del mismo en los manuales generales y libros de metodología? No es el único caso: algo similar sucedió con un importante artículo de Thomas Green (1970) que analiza los problemas de la noción de objetividad legada por el conductismo. Otro artículo fundamental es el de Joel Schwartz (1984) -escrito, por cierto, con un estilo más didáctico y ameno, pero no por ello menos profundo- en el que analiza cómo el concepto de participación política dentro de la ciencia política estadounidense fue construido sobre la base de concepciones específicas de la sociedad y de la política, lo cual tiene importantes repercusiones cuando se operacionaliza el concepto tanto en investigaciones formales como en la vida cotidiana. Es interesante la manera en la que un trabajo que aparentemente versa sobre el análisis de un concepto simple llega a un análisis teórico de gran profundidad.

La falta de discusión sobre la construcción de conceptos tiene varias implicaciones, no sólo cuando se buscan realizar estudios comparados, hay una cosmovisión entera detrás de todas nuestras herramientas analíticas, e incluso detrás de nuestra idea misma de ciencia; esto es natural, pero debe ser discutido.

Por su parte, respecto a John Gunnell -un autor muy conocido y respetado en la disciplina-, su obra se ha interesado en el examen de las raíces filosóficas de la ciencia política contemporánea, como el liberalismo (1993) y la democracia (2004) y, con esos antecedentes de trasfondo, realiza en el artículo arriba citado (1979) una crítica al uso de la noción de “acción política” dentro de la ciencia política respecto a la cual los autores suelen asumir un significado obvio. Señala la carencia de fundamentación y análisis de las bases epistemológicas y ontológicas de dicha categoría conceptual básica, y también que, más que únicamente un proyecto positivista, la ciencia política de los Estados Unidos ha abrazado el realismo epistemológico en un sentido amplio. Este cuestionamiento, junto con el de Schwartz -ambos parten de conceptos básicos de la disciplina y de uso frecuente para llegar a un cuestionamiento radical de la misma-, se asemeja a los argumentos de David Bloor (1998) sobre las bases sociales de la constitución de los conceptos matemáticos modernos, trabajo que detonó el movimiento poskuhniano en la filosofía de la ciencia y el programa fuerte en sociología de la ciencia.

En esa lógica, debe destacarse también un reciente artículo de Mark Bevir (2008) que representa probablemente la primera vez que desde la ciencia política se discutió explícitamente su filosofía de la ciencia y cómo los enfoques actuales más relevantes reflejan esas bases epistemológicas que les proveen herramientas analíticas, pero también limitaciones importantes. Señala que los estudios cuantitativos en ciencia política se han separado de la tradición empirista para en realidad situarse como racionalistas. El artículo es también novedoso por haber sido publicado en una obra de referencia: la colección de manuales de Oxford. Estos grandes proyectos editoriales iniciados con el primer Manual de Ciencia Política, en 1976, se convirtieron con el tiempo en referentes casi consensuales del corpus que define a la disciplina, por lo que sus trabajos alcanzan una amplia “resonancia” (Gerring, 1999).

Por ello, la inclusión del tema del análisis crítico de las bases epistemológicas de la disciplina abre la puerta para una potencial agenda de investigación pendiente hace mucho tiempo, al tiempo que valida las múltiples críticas de los “blandos” metodológicos -como los llamaba Almond- de la ciencia política, especialmente durante los años ochenta, cuando se reconoció que en la disyuntiva entre participación política plena y ciencia plena la disciplina no ha logrado plenamente ninguna, sino que se ha situado en una constante crisis de identidad (Ricci,1984; Seidelman y Harphman, 1985), o a través del movimiento de reforma llamado Perestroika, que denunciaba la dinámica hegemónica de autores temas y enfoques -en un primer momento el conductismo y después enfoques cuantitativos- en los principales departamentos y medios de publicación de la disciplina en los Estados Unidos (Monroe, 2005). No sólo se quejaron, sino con el paso del tiempo fueron demostrando el error de los reduccionismos y hoy en día retoman de manera crítica el debate sobre las raíces epistemológicas y vínculo de la disciplina con su contexto social (Shapiro, 2002, 2004; Trent, 2012; Ricci, 2020; Lauer, 2021).

Conclusiones

A partir de su contexto sociopolítico, la ciencia política adquiere ideología y valores incorporados de manera prácticamente inadvertida en los académicos, en su trabajo de investigación, en sus oportunidades de participación política, en la instrumentalidad de la disciplina y en las propuestas que se han presentado para buscar su relevancia social. Los trabajos brevemente revisados arriba muestran una situación que representa el gran “vestido invisible del rey” de la ciencia política estadounidense: la existencia de fundamentos filosóficos ideológicos y epistemológicos en los conceptos utilizados en la investigación que de facto son ignorados a pesar de ser parte central de la metodología determinante de las premisas detrás de los conceptos que, a su vez, darán después pie a las técnicas de recolección de datos.

Hay un profundo entrelazamiento entre la ciencia política y su objeto de estudio -el poder, la política y las instituciones políticas- no sólo contextualmente sino incluso a nivel personal, es decir, definiendo epistemológicamente el trabajo de investigación mismo. Curiosamente, dentro de las “mesas” de la disciplina, los enfoques que prefieren dar primacía a una sola gran teoría y/o técnica, como la ciencia política cuantitativa basada en la teoría de la elección racional, son aquellos que incurren en mayor medida en el problema de omisión analítica señalado. Esto, naturalmente, no sucede sólo en la ciencia política. En la investigación social, todas las especialidades tocan su objeto de estudio y, al igual que es necesario el cuestionamiento de la política en diferentes aspectos de la ciencia política, puede uno cuestionarse la economía de la economía, la sociología de la sociología, etc. Lo interesante de la exploración realizada es descubrir el relativamente escaso examen autoanalítico y autocrítico que se ha hecho en la disciplina, que parece ser uno de los tantos efectos secundarios de la exacerbación positivista que ha estado presente desde la llegada del conductismo hasta la fecha.

La discusión de las premisas ontológicas y los valores normativos subyacentes de la investigación se hace durante los procesos de operacionalización, pero éstas también tácitamente están presentes dentro de los componentes de los conceptos. De igual forma, en términos disciplinarios, está presente este condicionamiento ideológico epistemológico al asumirse de manera implícita muchos de los supuestos -correctos o incorrectos- que subyacen en el corpus y tradición que conforman a la ciencia política. Textos introductorios a la filosofía de la ciencia, como el de Chalmers, señalan de entrada que “los enunciados observacionales se hacen siempre con el lenguaje de alguna teoría y serán tan precisos como lo sea el marco conceptual o teórico que utilicen.” Más específicamente “el paradigma en el que se esté trabajando guiará el modo en el que el científico vea un determinado aspecto del mundo” (Chalmers, 1990: 48).

Todo ello no ha sido objeto de un abierto ejercicio de reflexión: por el contrario, puede afirmarse que la ciencia política de manera general ha sido acrítica y, bajo la bandera del positivismo, ha desarrollado una dinámica de silencio y “mesas separadas” que es, en realidad, anticientífica. Esto, por supuesto, tampoco es exclusivo de la disciplina, sobre todo si comparamos a la ciencia política con la sociología: ésta última, en el marco de la sociología de la ciencia, se permitió el debate sobre los alcances y límites de sus premisas y modelos, lo cual llevó en un primer momento al resquebrajamiento del modelo mertoniano idealizado y la consecuente emergencia de las visiones poskuhnianas encabezadas por el programa fuerte lanzado por Bloor, para después alcanzar una especie de síntesis.

Seguir un itinerario de deconstrucción similar es, comprensiblemente, el temor detrás de quienes prefieren mantener sus mesas separadas en lugar de la discusión abierta, pero la apertura al debate y a la pluralidad es la realización del ethos verdadero de la ciencia, la autocrítica, la falibilidad y el debate basado en evidencias. En la realización de dicha tarea está la fortaleza de la empresa científica, el cumplimiento de lo “científico” dentro del nombre de la disciplina. En contraste con el modelo de las “mesas separadas”, la apertura sincera de la reflexividad ideológica y epistemológica no significa solamente tolerancia, cuotas en espacios institucionales ni coexistencia, sino un legítimo debate entre corrientes y enfoques distintos que tenga como eje comunicante la orientación a la acumulación del conocimiento. Uno de los primeros pasos necesarios para la reflexividad sobre la relación entre ciencia política y política, dentro de la propia disciplina, es mirar afuera de la misma y retomar con una actitud abierta otras experiencias que le puedan ser de utilidad, como la sociología de la ciencia.

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1 En México, desde los años sesenta y setenta se identifica y valora la importancia de la ciencia política estadounidense (González, 1969; Meyer, 1971; Meyer y Camacho, 1979) después, a partir los años ochenta, las historias nacionales afirman que ha habido un proceso de influencia importante de la misma e, incluso, que su adopción es una forma de estandarización gracias a la cual se logra la internacionalización de la disciplina en México. No obstante, también han sido publicados algunos estudios críticos sobre la historia de la tradición estadounidense y su influencia: Orozco, 2012; García, 2005, y especialmente debe destacarse el trabajo de Godofredo Vidal (2006), que hace una interesante historia crítica del desarrollo de la ciencia política estadounidense. El presente artículo reconoce la aportación de Vidal y coincide en varias de sus críticas y conclusiones, pero a partir de argumentos propios.

2Hubo también autores europeos, antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando Merton inició en los años veinte su investigación sobre sociología de la ciencia, las únicas referencias que encontró fueron Karl Manheim y Max Scheler. Parsons, por sus estudios en la Universidad de Heildenberg, fue el primer traductor de Pareto y Weber.

3En la conferencia general de la UNESCO de 1947, se lanzó una iniciativa para evaluar el estado de la Ciencia Política en los países miembros de la organización. El Departamento de Ciencias Sociales, encabezado por Massimo Salvadori, coordinó el proyecto y la publicación de un reporte monumental sobre el estado de la ciencia política y la sociología en una docena de países —incluyendo México y Estados Unidos— que fue publicado en 1950. Dicho proyecto tuvo un impacto considerable en la creación de instituciones académicas, especialmente en la región latinoamericana: en México, en 1954 fue creada la nueva Escuela Nacional de Ciencias Políticas y, poco después, en 1957, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.

4Otras lecturas discrepantes sobre la política provenientes de la antropología, la sociología y el marxismo no fueron realmente debatidas por la ciencia política.

Recibido: 06 de Noviembre de 2019; Aprobado: 18 de Julio de 2021

Sobre el autor. J. R. Joel Flores Mariscal. es doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México; es profesor de asignatura en el Sistema de Universidad Abierta y Educación a Distancia de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM; es miembro del Sistema Nacional de Investigadores de CONACYT-México, nivel Candidato. Sus líneas de investigación son: métodos para el análisis de políticas públicas desde el modelo advocacy coalition framework, política educativa y sociología de la educación, con estudios del caso de la ciencia política; políticas de acceso a la seguridad social en América Latina; relaciones México-Canadá y política regional norteamericana. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “El modelo de coaliciones promotoras: puente entre las políticas públicas y la sociología de los movimientos sociales” (2021) Revista Mexicana de Estudio de los Movimientos Sociales, 5(2); “Determinantes de la precariedad del trabajo jornalero agrícola en México: un análisis histórico-institucional” Revista Región y Sociedad, 33(1487); “La institucionalización de la ciencia política en Canadá: una breve exploración comparativa desde México” (2021) Norteamérica, 16(2).

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