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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.67 no.245 Ciudad de México may./ago. 2022  Epub 21-Abr-2023

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2022.245.82413 

Editorial

Identidades colectivas, subalternidad y construcción de ciudadanía. Desafíos históricos y contemporáneos

Collective Identities, Subalternity and Construction of Citizenship. Historical and Contemporary Challenges

Judith Bokser Misses-Liwerant1


Las identidades colectivas, más que ser expresión de universos totales e indiferenciados internamente, son el resultado de procesos de construcción y reconstrucción -cultural y social, individual y colectiva-, cuyas dinámicas lejos están de corresponder a visiones esencialistas y a una definición fundacional (y fundamentalista) inmutable. Por el contrario, estas identidades se transforman y se construyen más allá de las definiciones originarias y del supuesto carácter univoco de los procesos de transmisión identitaria. De allí que, sin adoptar una aproximación situacionista extrema -cuyas limitaciones frente a las identidades y pertenencias colectivas primordialistas resultan evidentes-, es necesario reivindicar las perspectivas constructivistas de la vida social, de la cultura y, por ende, de las diferencias (Wieviorka, 1998; Benhabib, 1996; Bokser Liwerant, 2012).

Resulta igualmente fundamental resaltar el papel que los distintos ámbitos de la esfera pública están llamados a jugar como terrenos de expresión identitaria y de las diferencias, en nuevas articulaciones entre cultura, política e instituciones, y el papel de estas últimas y el de las organizaciones en la regulación del conflicto entre los grupos y en la construcción de los mecanismos de mediación para construir la convivencia en la diversidad. En otros términos, las realidades que hoy enfrentamos nos conducen a explorar la necesidad de que, junto al pluralismo cultural y a la diversidad social, se afirme la importancia de otro pluralismo institucional y político para garantizar los espacios institucionales de construcción de consensos. Desde esta perspectiva, las instituciones resultan fundamentales porque son las que cultivan normas compartidas y moldean las interacciones para la elaboración de acuerdos (Katznelson, 1996). Por ello, el debate en torno de la diferencia no puede hacerse al margen de la construcción de una convivencia democrática y compete, consecuentemente, a la cultura y a la política; a la sociedad y a la economía; a las prácticas colectivas y a las instituciones. Es en este sentido que es posible afirmar que la diversidad está asociada a los profundos cambios en los espacios sociales y culturales y en los perfiles y las figuras de la política; en los espacios de representación y reconocimiento; de participación y acción. El pluralismo hoy ha emprendido una búsqueda en la cual, frente a su matriz liberal monocultural, se plantea la universalidad y la racionalidad como condiciones de convivencia intercultural.

Durante mucho tiempo las identidades colectivas fueron consideradas un efecto colateral o marginal de los procesos sociales estructurales, sobre todos aquellos asociados con el poder y los procesos económicos y con la transformación estructural de la sociedad bajo el impacto de la modernización. Consecuentemente, fueron vistos como componentes primordiales que habrían de diluirse o disolverse en el camino a la modernidad, como resultado de las presiones universalistas, la convergencia social y los procesos de globalización (Roniger y Sznajder, 1998). Contrario a este supuesto, las identidades colectivas, étnicas o religiosas, se han convertido en núcleos de movimientos sociales que interactúan y coexisten con nuevas identidades globales. En efecto, hoy, hallamos dinámicas inversamente proporcionales, ya que junto a los procesos de desterritorialización que la globalización conlleva, ésta alienta y fortalece identidades y lealtades locales, étnicas e indígenas. Los espacios globales dan nueva densidad a lo cercano y específico, a lo propio y particular, que recupera núcleos de articulación y referentes de construcción de identidad.

Durante la trayectoria histórica de México y de muchos otros países latinoamericanos, la identidad nacional ha sido vista como requisito de acción conjunta, de gestación y legitimación de proyectos y de consensualidad. Como tal, osciló de un modo tenso entre la recuperación de un pasado, objeto de reformulaciones, y la elaboración de nuevas representaciones. En este proceso, etnicidad, conciencia nacional y proyecto político se entrecruzaron. Surgido como expediente criollo, el indigenismo beneficiaría a la nueva categoría socioétnica del mestizaje y sería asumido por el naciente actor político del proyecto nacional: el mestizo (Bokser Liwerant, 1994, 2011). En su metamorfosis posterior, el mestizaje puede ser visto como la manifestación ideológica más acabada del anhelo de fundar una identidad homogénea y unívoca, como expresión de unidad étnica y cultural, como la base misma de la nacionalidad mexicana.

A pesar de que una de las bases para la idea del mestizaje eran los pueblos indígenas, la historia colonial da cuenta del despojo, explotación y opresión que han sufrido. Cuando las repúblicas hispanoamericanas lograron su independencia, las élites criollas fueron las que monopolizaron el poder político. Sin embargo, éstas pronto se verían rebasadas por el involucramiento de la “población mestiza”, que se introdujo en las filas de la clase media y representaban un enorme respaldo para partidos políticos que demandaban políticas nacionalistas. El término mestizo-América comenzó a ser usado en la década de los años cuarenta por los antropólogos latinoamericanos, que incluso pronosticaron la desaparición de las culturas indígenas en la región para el final del siglo XX, ya que la aculturación y ladinización de estos grupos sociales era vista como una consecuencia natural de la tendencia a la modernización que atravesaba el continente (Stavenhagen, 2002). De esta forma, los programas indigenistas impulsaban la asimilación e integración de las comunidades indígenas a través de la economía de mercado, la educación nacionalista y el desarrollo de infraestructura urbana. Un ejemplo de ello serían las reformas agrarias a lo largo del continente en las décadas de 1950 y 1960, que retomaban las luchas indígenas por la tierra pero no reconocían las identidades específicas de los pueblos indígenas, sino que los concebían como campesinos con un estatus económico y cultural homogéneo (Merino, 2018).

En esta segunda mitad del siglo XX, las luchas indígenas comenzaron a atravesar fronteras y encontrar redes internacionales como el Movimiento Indio Tupac Katari en los ochenta. Uno de los logros más importantes de estos movimientos transnacionales fue el cuestionamiento del concepto de “autodeterminación”, que hasta ese momento había sido utilizado en el marco de las luchas de los nuevos Estados independientes frente a la injerencia de las potencias coloniales: se entendía la autodeterminación como una característica estatal que protegía el interés nacional. Los pueblos indígenas lucharon por el reconocimiento a una autodeterminación interna, que reconociera la no homogeneidad de los Estados mismos y estuviera fincada en un marco de derechos humanos y defensa de sus identidades culturales (Merino, 2018). Esto fue el antecedente de los debates respecto a la institucionalización de la multi y pluriculturalidad dentro del continente. Sin embargo, a pesar de que los estándares internacionales referentes a los derechos de las minorías étnicas alrededor del mundo han cambiado y proveen una serie de guías para afrontar la desigualdad en la que se encuentran estos grupos (Lee Van Cott, 2005), muchas de estas tensiones van más allá de la ley: las estructuras sociales perpetúan las desventajas en las que se encuentran los pueblos indígenas y otras minorías.

En efecto, los procesos de discriminación son la expresión más contundente, tanto individual como colectiva, de la negación del principio de igualdad de la condición humana. Reflejan la incapacidad tanto estructural como de acción social, política y cultural para dar cuenta de la alteridad y de las diferencias. Las variadas formas de distinción, exclusión y restricción que se han dado en la historia y las que coexisten en determinada época y contexto social, nos impiden caracterizar a la discriminación como un fenómeno unitario y homogéneo. Su conceptualización debe destacar lo común y dar cabida a las especificidades, tanto en lo que refiere a sus formas de expresión y significado como en lo que respecta a sus interacciones con otros procesos y fenómenos sociales.

Discursos y prácticas sociales son con frecuencia los canales por los cuales fluye la discriminación de modo no siempre consciente para los actores, pero desde los cuales es posible la reflexión de las ciencias sociales. Estos discursos y prácticas aparecen no solamente por parte de individuos específicos, sino que se dan también en dimensiones y niveles colectivos e incluso como políticas públicas que segregan y aíslan a ciertos grupos (Taguieff, 1995). De hecho, se insertan en la trayectoria histórica y en la configuración social y política, económica y cultural de las sociedades en las que se desenvuelven, como fenómeno social difuso, a la vez objetivo y subjetivo, estructural y cultural, individual y colectivo.

Recordemos, de modo paradigmático, la primera Encuesta Nacional sobre la Discriminación (ENADIS) en Mexico cuyo marco teórico a partir del cual se elaboró considera el tema de la exclusión social como un fenómeno que puede descomponerse en dos dimensiones estructurales: una objetiva (material), asociada a condiciones de desigualdad social, y la otra subjetiva (simbólica), relacionada con las representaciones socioculturales, estereotipos y estigmas, así como con cualquier manifestación simbólica que implique exclusión. Para el marco metodológico de la Encuesta, la manifestación de la dimensión objetiva se centró en la pobreza, mientras que la manifestación más clara del mecanismo subjetivo fue el desprecio, un componte básico en la discriminación (CENAPRED, 2005; Bokser Liwerant, 2007). Pese a tal distinción analítica es necesario señalar que, desde una interpretación que privilegia la sociología relacional, las dimensiones objetiva/subjetiva guardan un significativo vínculo, pues en la dinámica de la exclusión social podemos observar relaciones recíprocas entre el desprecio subjetivo y las privaciones materiales, entre la inquina personal y la violación a derechos fundamentales.

No podemos soslayar el hecho de que la discriminación como mecanismo simbólico que excluye a los otros desde el imaginario negativo que una sociedad ha construido históricamente sobre la otredad, escapa a las voluntades individuales, es decir, el prejuicio, como elemento de motivación que posibilita a los individuos discriminar, puede estar anclado en relaciones sociales estructurales o bien en intereses de grupos sociales dominantes, donde aquél “hace soportable” y justificable formas extremas de explotación (Wieviorka, 1998). El fenómeno de la discriminación no puede circunscribirse al ámbito de lo meramente subjetivo pues implica procesos institucionalizados tanto en la vida cotidiana -si por institución entendemos “pautas recurrentes”, “regularidades”- como en la inscripción de la discriminación en discursos mediáticos, políticos y jurídicos.

Es a partir de tales elementos que se hace comprensible el hecho de que 43% de los encuestados opinó que los indígenas tendrán siempre una limitación social por sus características raciales. Así como una de cada tres personas opinó que lo único que tienen que hacer los indígenas para salir de la pobreza es no comportarse como tales (CENAPRED, 2005). Podemos observar, entonces, que asistimos a un proceso de naturalización de lo social determinado.

Aún más, se considera que la pobreza es resultado de la natura de los indígenas y no resultado de procesos sociohistóricos donde se han sistematizado exclusiones en torno a la ciudadanía, al trabajo, a la educación, a las actividades recreativas, etc.; se pretende que la inferioridad o la superioridad sea natural. No nos extrañe el dato que arroja la Encuesta en el sentido de que 40 % de los entrevistados estuvieron dispuestos a organizarse con otras personas para evitar que un grupo de indígenas se establezca cerca de su comunidad. El discurso racista ha elaborado formas de estigmatización vinculadas a la “naturaleza” aún cuando sus rasgos distintivos y excluyentes tienen sede en lo socioeconómico y en lo étnico.

Es por todo lo anterior que la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales ha hecho el esfuerzo de dar voz a académicos preocupados por visibilizar problemáticas y fenómenos sociales de identidades colectivas subalternas.

En esta línea, un ejemplo más es lo que la literatura ha llamado una concentración étnica de la pobreza (Patrinos, 2000), que deriva, entre otros factores, de la discriminación laboral y salarial a la que se enfrentan los grupos indígenas. El papel de la raza y la etnia dentro de estos procesos de discriminación son fundamentales, y son analizados en el caso de Estados Unidos y Colombia por Maritza Caicedo y Rosa Emilia Bermúdez Rico en su artículo “La raza y la etnia en la estratificación del mercado”. Las autoras enfatizan cómo, a pesar de que son mercados laborales distintos, guardan muchas similitudes en la configuración de las desigualdades sociales. El análisis se centra en el concepto de discriminación salarial, la cual es generada por situaciones fenotípicas (color de piel, raza, rasgos étnicos): raza y etnia se constituyen como construcciones conceptuales-ideológicas que rearticulan las configuraciones simbólicas de la cultura y, sin embargo, no sólo cumplen la función de clasificar a los individuos, sino al mismo tiempo estratificarlos.

En las últimas décadas, la estructuración escalar de los mercados de trabajo a nivel global ha impactado desfavorablemente en poblaciones indígenas, quienes han sufrido invisibilizaciones de condiciones locales de trabajo. Osvaldo Blanco Sepúlveda, Alicia Rain Rain y Dasten Julián Vejar, en su escrito “Precariedades, racialización e interseccionalidad. Segmentos y perfiles laborales de mujeres mapuche residentes en La Araucanía, Chile”, plantean que no es posible reducir el ámbito del trabajo únicamente a su ejercicio laboral, sino que es necesario expandirlo a la configuración holística del papel social fundamental que el trabajo tiene para las subjetividades subalternas; pues el entramado económico, social, histórico e identitario formado por la dinámica de los mercados revelan la profunda asimetría y desigualdad generada en ámbitos locales. En el caso de estudio específico del artículo, se realiza una visualización de sistemas de clasificación de perfiles laborales que poblaciones femeninas indígenas, en este caso mujeres mapuche en Chile. La precariedad laboral es resultado de un desajuste en el sistema económico mundial, pero que también se posibilita gracias a las distinciones internacionales históricamente configuradas, en la relación actual Norte-Sur. Por otra parte, es necesario recalcar que la historia colonial racializada ha tenido una impronta patriarcal, que exige su acercamiento desde la interseccionalidad, ya que sólo así podemos dar cuenta de las profundas desigualdades históricas. Partiendo de una unidad analítica como los mercados de trabajo en el ámbito local, la clasificación teórica postulada por organismos nacionales e internacionales para encuadrar la precariedad resulta insuficiente para visibilizar el caso de la vulnerabilidad de las mujeres mapuche en Chile. La falta de formalidad en oportunidades, las actividades precarias y la desprotección laboral institucional, resultan en discriminaciones, distinciones y desigualdades muchísimo más pronunciadas; la asimetría sociohistórica de las indígenas mapuche se refuerza exponencialmente en las lógicas de los mercados de trabajo.

Esta asimetría también se puede observar en el acceso a servicios públicos como la salud: las poblaciones indígenas sufren de un alto nivel de vulnerabilidad que se ha materializado en el predominio de diversas enfermedades. En el caso del artículo “El vih en los pueblos indígenas de Oaxaca, México: de la inmunidad étnica a la vulnerabilidad estructural”, escrito por Rubén Muñoz Martínez, se analiza particularmente el caso de enfermedades de transmisión sexual, específicamente Virus de Inmunodeficiencia Humana. De nuevo, en el acercamiento destaca la visión interseccional, ya que se constata que el problema de las ets afecta más a mujeres jóvenes con un alto grado de vulnerabilidad y precariedad económica, que a cualquier otro grupo demográfico. La investigación da cuenta de un problema recurrente para las comunidades indígenas o subalternas: el papel de las autoridades federales en políticas de salud que lleven a la oportuna detección, atención y seguimiento de enfermedades en zonas marginadas del país (en este caso del estado de Oaxaca) es deficiente o, incluso, nulo. Frente a este abandono del Estado, la creación de redes de cuidado, de materiales autogestivos de salud, y de centros y asociaciones que administran la salud pública refuerzan el papel de la autoorganización más allá de una política institucional.

Sin embargo, la interacción entre el Estado y los grupos indígenas presenta diferentes matices: las líneas divisorias establecidas por la autodeterminación en muchos casos no son fronteras inamovibles y rígidas, sino flexibles y constantemente en cambio (al igual que las fronteras del conocimiento). Podemos encontrar un ejemplo en la medicina tradicional. Ésta, argumentan Gabriela Martínez Aguilar, Paola María Sesia y Roberto Campos Navarro en su artículo “Protección sui generis y la propiedad intelectual de la medicina tradicional en Oaxaca, México”, puede observarse desde una perspectiva de sociología del conocimiento, ya que aquella se produce en un sistema de conocimientos “socio-ecológicos” empíricos, es decir, sustentados en la experiencia directa en consonancia con la naturaleza (plantas, minerales, animales), a partir de las relaciones sociales, religiosas y éticas que se llevan a cabo en la comunidad donde estos conocimientos se impone. Ante esto, se genera la necesidad de un planteamiento de procesos de legitimación, catalogación y protección jurídica de conocimientos subalternos y fundamentales para preservar la diversidad étnico-cultural de los pueblos indígenas en México, a través de la producción de bases de datos para la institucionalización de “otros saberes”. Para ello, enfatizan en las posibilidades de la propuesta de “protección sui generis” como un recurso legal -nacional e internacional- que contempla la salvaguarda de los conocimientos tradicionales que se encuentran fuera de la doctrina de propiedad intelectual tradicional de patentes y derechos de autor.

En este sentido, la ley como soporte de la relación entre los grupos indígenas y el Estado muestra un sentido ambivalente: mientras que existen ventajas de contar con el respaldo que proveen las herramientas judiciales, también existen grandes vacíos legales e institucionales que marcan esta relación. Es el caso de las comunidades indígenas en la Ciudad de México (CDMX), cuya relación ha pasado por una redefinición que ha tenido impactos negativos, pero también positivos. A través de conceptos como espacios de participación y lugares de derecho, Luisa Fernanda Rodríguez Cortés reflexiona sobre la configuración que se ha dado de los órdenes políticos, donde los grupos indígenas son “organizados” poblacionalmente para invisibilizarse. Su artículo, “Gubernamentalidad de lo indígena urbano: una revisión de los marcos discursivos en la Ciudad de México en el periodo 1997-2018”, da cuenta de cómo uno de los instrumentos de acercamiento o lejanía de la relación gobierno-comunidades indígenas son las reglamentaciones jurídicas y normas legales, las cuales por mucho tiempo sufrieron de distanciamiento y descuido institucional. Sin embargo, el análisis concluye que, en un sentido foucaultiano de gubernamentalidad, dentro de la CDMX se ha reducido recientemente la “otredad radical” de los indígenas y se les ha organizado en marcos jurídicos inclusivos, posibilitándolos poblacionalmente a mejores condiciones legales para su acción política.

En países donde la población indígena es mayoritaria, una serie de movimientos de participación de estos grupos han tenido como objetivo la reconfiguración de los ordenamientos políticos que se encuentran ligados a un pensamiento ancestral. En el caso de Ecuador y Bolivia, el sumak kawsay como concepto quechua fue adoptado por los gobiernos socialistas del siglo XXI con el objetivo de realizar una rearticulación de las organizaciones políticas y estatales latinoamericanas. La influencia del sumak kawsay en los procesos políticos sudamericanos fue fundamental para la instauración de las nuevas corrientes indígenas incluidas en la Constitución ecuatoriana de 2008, y los diferentes círculos intelectuales tanto en Ecuador como en Bolivia han llevado a cabo un revisionismo político de posturas indígenas, hasta el punto de que ahora se ha reformulado a un socialismo sumak kawsay o biosocialismo. Esta corriente política ha pretendido repensar la ecología política, las transiciones entre modernidad y tradición, el pensamiento decolonial y/o poscolonial, el surgimiento de nuevos actores políticos (indígenas en este caso) y su papel en las transformaciones sociales, así como la búsqueda de nuevas vías de desarrollo económico local y nacional, pero ha sido incapaz de cuestionar la hegemonía de las corrientes del socialismo del siglo XXI, como analiza Aurelio García-García en su artículo “Why Has the Socialism of Sumak Kawsay/Good Living Failed as a New Revolutionary School of Thought in Latin America?”.

En esta línea, y como se pudo constatar con los movimientos por la autodeterminación y en el fallo de los movimientos indígenas por construir una alternativa política que no fuera cooptada por las élites nacionales, es evidente que estas movilizaciones han caído, en muchos sentidos, en un vacío epistemológico en tanto dentro de sus prácticas particulares hay una subversión de los conceptos clásicos de la ciencia política occidental. Temas como el poder o las políticas públicas deben ser analizados dentro de un marco analítico que incluya la interacción entre actores de las comunidades originarias y los sistemas de gobiernos externos a sus configuraciones identitarias. En su artículo “Investigación cualitativa, pueblos indígenas y procesos políticos”, a través de una relectura de Weber sobre el poder y la dominación, Héctor Calleros Rodríguez resalta la importancia de la investigación cualitativa en el análisis de dichos grupos, con el objetivo de conocer e interpretar sus particularidades microsociales y comprender su amplia diversidad y complejidad.

Esta nueva lectura epistémica ha colocado en la agenda académica el problema del colonialismo intelectual en América Latina. Partiendo de la propuesta teórica sustancial para comprender esta relación histórica y epistémico-geográfica de Eduardo Devés, Juan Pablo Venables Brito retoma la “disyuntiva periférica”: una comprensión dicotómica mediante la cual las intelectualidades de la periferia han comprendido su relación intelectual con el centro, ya sea buscando ser-como-el-centro o, en contraposición, ser-nosotros-mismos. Su artículo, “El colonialismo intelectual como obstáculo comprensivo del capitalismo neoliberal. Por una sociología global de carácter periférico” analiza el concepto de “globalidad epistemológica”, que conlleva repensar una geopolítica del conocimiento. Argumenta que prácticas como la institucionalización (creación de ciencias e instituciones), la hiperespecialización (especialidades científicas) y la geolocalización (centralización y periferización) del conocimiento ha exacerbado la hegemonía intelectual en el mundo. Históricamente, la trayectoria de la Modernidad en sus vertientes epistemológicas hegemónicas da cuenta de este proceso, y pese al reconocimiento de “modernidades múltiples” (Shmuel Eisenstadt) o “modernidades entrelazadas” (Göran Therborn) aún no se puede desligar a la modernidad de su hegemonía centrada.

Es precisamente en este estudio de la modernidad occidental como modelo hegemónico que regresamos a un tema central para el estudio de las subalternidades: el Estado-nación como un elemento central del proceso de modernización y de desarrollo del sistema capitalista. En términos de estructuración global económica y política, uno de los estudiosos de este fenómeno es Étienne Balibar, que se acerca a los postulados de economía-mundo o sistema-mundo de Wallerstein o el sentido molecular de Harvey, observando al capitalismo como un sistema histórico, de manera que podamos examinar su realidad empírica y, por ello, específica, sin descuidar la perspectiva holística que permite advertir la amplitud de su movimiento. Genís Plana Joya desarrolla en el artículo “Los fundamentos de ‘la forma nación’ según Étienne Balibar: capitalismo e ideología en la modernidad” una exploración conceptual de las categorías fundamentales de este filósofo marxista de origen francés. Este pensador incursionó en aspectos de la teoría política y de las relaciones internacionales que hoy en día resultan importantes para la comprensión de fenómenos sociopolíticos. La forma nación: historia e ideología es un texto trascendental en el pensamiento político francés que incursiona en el cuestionamiento de “la nación” como forma de organización política básica.

El “fenómeno nacional” tiene posturas “primordialistas” (Walter Bagehot y Azar Gat), para quienes la nación sería una forma de identidad colectiva natural o perenne en las sociedades, y “constructivistas” o “historicistas”, con exponentes como Ernest Gellner, Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, donde se incluye al mismo Balibar, en la cual las naciones son construcciones culturales resultado de un proceso histórico que por el hecho de ser contingente no se encuentra exento de atribuciones y fines políticos, lo cual también nos lleva a revisiones conceptuales de “frontera”, “comunidad”, “pertenencia” e “identidad”. El poder ideológico de la nación, según Balibar, podemos encontrarlo en el hecho de su enraizamiento en el imaginario colectivo cotidiano de sus poblaciones, quienes representan un orden simbólico y material a partir de estas formaciones nacionales.

Se plantean cuestionamientos como los siguientes: ¿cómo podemos plantear la idea del Estado-nación como piedra angular del Sistema Mundo y de la modernidad sin que esto implique su reificación? ¿Cómo reconcilamos la necesidad de estructuras estatales que garanticen el orden sin que ello implique exclusiones, en un siglo de nuevas diásporas y minorias que atraviesas las fronteras nacionales?

La constitución misma del territorio y la idea de nación es inherentemente política. Si bien los procesos geopolíticos del Estado-nación dan sentido a las fronteras nacionales, a través de la creación de narrativas sobre la identidad nacional y quién -o quién no- pertenece a ella (Saracho, 2018), las pertenencias primordialistas son determinantes del mosaico que conjugan comunidades y sociedad nacional.

Los principios de inclusión nacional mantienen complejas interacciones con formas de exclusión étnica. Aunque aquellos grupos que se convirtieron en “minorías” a partir de la creación del Estado-nación vieron su lealtad política cuestionada, lo que llevó a su asimilación forzada o la expulsión del territorio nacional, desde la perspectiva de un siglo XXI que oscila entre la globalización, el transancionalismo y las afirmaciones nacionales, nuevos horizontes e interrogantes emergen ante transformaciones democratizadoras de frente a la proliferación de de minorías.

Resulta interesante destacar que a la luz de los procesos contemporáneos, la cuestion de la democracia y la reemergencia del concepto de ciudadanía ha sido explicada como un intento por integrar las exigencias de justicia, en directa referencia a la idea de derechos individuales, con las de pertenencia comunitaria, dimensión grupal derivada de fenómenos de rearticulación de las identidades colectivas, conceptos que han estado en el centro de la teoría política en los años setenta y ochenta respectivamente (Kymlicka y Norman, 1995). En esta línea también se ha afirmado que si deseamos asegurar ciudadanos plenos y a la vez una democracia sostenible, la racionalidad de la justicia y el sentimiento de pertenencia a una comunidad concreta han de ir a la par (Cortina, 1997).

Por otra parte, la reivindicación de la dimensión universal de la ciudadanía acentúa el sustrato común como ámbito de encuentro entre individuos y grupos, al tiempo que se enfatiza el reconocimiento del liberalismo como meta-ideología que enfrenta hoy el desafío de dar cuenta de la diferencia (Bellamy, 1992). A decir de Dahrendorf, la verdadera prueba de la fortaleza de los derechos de ciudadanía es la heterogeneidad.

A su vez, en el marco de las transformaciones de lo estatal, el despliegue de los derechos universales del hombre adquiere un nuevo alcance y, paradójicamente, crea condiciones favorables para que los nuevos movimientos sociales formulen sus demandas de orden particular, específico e histórico. Sin duda, los movimientos étnicos-nacionales utilizan el marco legal de los derechos humanos para promover sus demandas. En esta paradoja se condensa una parte sustantiva de los debates contemporáneos.

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Para acompañar este fructífero Dossier, en este número 245 de la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, se incluyen artículos que dan cuenta de elementos analíticos diversos. Para comenzar, Velia Cecilia Bobes León presenta su artículo titulado “La nueva constitución cubana frente al nuevo constitucionalismo latinoamericano”, en donde analiza la constitución cubana en una perspectiva comparada en el contexto del nuevo paradigma constitucional de la región latinoamericana. La autora propone introducir una dimensión transnacional que puede ampliar el panorama relativo a lo que la renovación constitucional de Cuba abona a la reflexión sobre la política, la sociedad cubana y las relaciones entre ellas.

Posteriormente se encuentra el artículo “¿Es factible el Green New Deal en Estados Unidos?: un análisis a partir de las trayectorias dependientes y legados de la política progresista en su historia”, de Estefanía Cruz Lera, en el que se analiza los períodos progresistas en la política estadounidense a través del institucionalismo histórico, que permite realizar un estudio longitudinal comparativo que destaca las características de estos momentos históricos: las coaliciones sociales verticales, los bajos niveles de polarización social y las estructuras económicas en crisis. En tanto estas características no pueden ser observadas en el momento actual, se explica el escaso éxito que el Green New Deal tiene en la política institucional contemporánea de Estados Unidos.

El siguiente artículo refiere a un hecho que ocupa un lugar central dentro de los estudios de la violencia en México: el papel del periodismo, específicamente del periodismo alternativo. Es conocido que la práctica periodística se ha visto limitada por actores como el crimen organizado, que ejercen distintas formas de presión para coartar el derecho a la información y la libertad de expresión de los medios. El artículo “Periodismo alternativo en contextos de violencia. Características y desafíos de dos experiencias situadas en México”, de Gabriela Gómez Rodríguez y Cosette Celecia Pérez, analizan los elementos que caracterizan a estos medios como alternativos y cuáles son los mayores retos que enfrentan en el ejercicio profesional del periodismo. Específicamente, se enfocan en los casos de ZonaDocs y Tráfico ZMG en Jalisco, proyectos que han logrado capitalizar capacidades profesionales, movilizar recursos y generar narrativas diversas sobre la violencia.

Más adelante se encuentra el texto “Dimensiones de la participación política offline y online: factores de primer y segundo orden”, en donde los autores Marcos Zumárraga-Espinosa, Carlos Reyes-Valenzuela y Cynthia Carofilis-Cedeño evalúan las distintas dimensiones del fenómeno de participación política mediante la formulación de un modelo factorial que contempla no sólo la integración entre dimensiones generales (offline/online) sino también modos de acción más específicos (subdimensiones). En el entendido de que la participación política engloba un creciente repertorio de prácticas que los individuos pueden desarrollar a través de distintos modos y espacios de acción, y que la Internet se ha posicionado como un espacio central dentro de estas dinámicas, los resultados de este estudio contribuyen al conocimiento sobre la dimensionalidad de las formas online y offline de participación política.

En el último artículo de esta sección, J. R. Joel Flores-Mariscal argumenta que las transformaciones de la ciencia política dentro de las ciencias sociales están caracterizadas por tensiones políticas tanto externas como internas. Su artículo, “Ideología y política dentro de la ciencia política estadounidense. Una revisión histórica crítica” refiere a un análisis de las distintas etapas del desarrollo y los perfiles de la disciplina que dan cuenta del profundo lazo entre la ciencia política y su objeto de estudio, incluso con la definición epistemológica del trabajo mismo de investigación. El autor recalca la necesidad de una reflexión sobre la relación entre ciencia y política, recordando la vigilancia epistemológica bourdieana.

En la última parte de nuestro número se incorporan dos notas de investigación: “El estudio de caso sociológico, una estrategia de análisis de los datos”, escrita por Gerardo Avalle, y “Aportes a la planificación de políticas públicas para un nuevo paradigma productivo”, de Carolina Nizza, Gustavo Affranchino y Ariana Rossen. También se incluye una reseña titulada “Modeling Electoral Psychology. Understanding voting behavior in the 21st Century”, escrita por Eduardo Muñoz Suárez, respecto al libro escrito por Michael Bruter y Sarah Harrison (2020).

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Un renovado agradecimiento a Elizabeth Villanueva Jurado y Alan Rico por su invaluable apoyo.

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